HOTEL EN VALLE NACIONAL Cuando entramos al pueblo de Valle Nacional, un pueblo de estilo nada-que-ofrecer-a-los-turistas-excepto-los-pájaros, a seis horas de camino enfermizamente vertiginoso desde la ciudad de Oaxaca, lo reconozco inmediatamente. No el pueblo en sí mismo, sino el tipo de pueblo con el que nos encontraríamos, mi padre al volante de la van, mi media hermana y yo a medio despertar mientras nuestra madre nos levantaba de nuestro nido en la parte de atrás. La humedad, los faros de sodio de la calle titilando, los insectos y las polillas revoloteando hacia la luz. Después de atravesar el bosque brumoso de nubes, el aire se vuelve muy cálido. Abrimos las ventanas del auto. Nunca hemos llegado tan lejos, en esta dirección, hasta ahora. Bajamos en Avenida Juárez. Siempre hay una Avenida Juárez. El cartel dice simplemente “HOTEL”, como si fuera el único en el pueblo. Probablemente, lo es. “En YELP, tenía 3 estrellas”, le digo a mi media hermana, y ella dice, “Sí, pero ¿de quién? ¿La señora de la verdulería de al lado? Las escaleras al segundo piso están torcidas, cubiertas con cinta aislante. Nuestro cuarto huele a desinfectante. Hay una alfombra de baño usada afuera de la puerta del baño, como diciendo “¡El baño es por acá!” Sobre cada una de las camas gemelas, un sobre de aluminio con shampoo, una toalla fina doblada, y en una de las camas, un rollo de papel higiénico. “¡Ja!” dice ella, “Está en mi cama” En la ventana con persianas de vidrio abro las cortinas de poliéster y miro la tarde rosada descender sobre los patios, llenos de palmas de dátil y de enrejado sencillo, imaginando que se escucha música de circo a lo lejos. Los sonidos del bar de abajo flotan en el aire:
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