UNA VISITA AL HOSPITAL Mi madre me arrastraba a través del pasillo del hospital, frente a las puertas abiertas de las habitaciones, en donde reinaba la tos. “Solo son gente enferma”, dijo. “Pronto se mejorarán”. El lugar apestaba a todas esas medicinas que odiaba. Una mujer arrastrándose ayudada por un aparato metálico dijo, “Pero qué niño tan dulce”. Un anciano, doblado como cuchara de Uri Geller, dijo casi lo mismo, sólo que sus ojos rojos estaban a mi nivel. Estábamos ahí para ver a mi abuela. En lugar de flores –que ya no le interesaban– o caramelos que no podría comer, mi madre me trajo a mí, su último hijo, no tanto como un regalo sino como un recuerdo de que en el mundo existían quienes en su vida solamente habían sufrido de paperas o un frío cotidiano. Ella acarició mi cabeza, y su mano demoró años hasta llegar a ahí,
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