0 LAS CALLES SON LOS CORREDORES DEL ALMA Y DE LAS OSCURAS TRAYECTORIAS DE LA MEMORIA
Cuando aún era niño y me enfermaba, recuerdo haber leído Los parientes pobres, de Balzac. El primo Pons, la prima Bette, eran personas próximas a mí, sentía que me acompañaban en aquella casa de campo donde ver caer la lluvia, que acentuaba el perfume de las flores de los naranjos era mi fiesta preferida. El agua corría alrededor de mi cuarto, sitio donde reconocí al primer escritor de mi vida: Balzac. Fue enorme el desconcierto de mi padre que se había dado a la tarea de reunirme todo lo que por entonces se consideraban libros clásicos de aventuras. Sin embargo, aquellas descripciones de cosas externas, de gentes moviéndose en eventos violentos, como batallas entre ejércitos, ante las fieras, o soportando tormentas marinas, terminaban por aburrirme; yo prefería el viaje de los personajes hacia dentro de sí, esas narraciones me dejaban bobo, solo por el hecho de poder asomarme al mundo secreto y definitivamente peligroso que subyace en el interior de los seres humanos. Al leer por primera vez a Balzac comenzó mi relación racional con todo lo que me rodeaba, apenas había cumplido los nueve años y solo en ese momento tomé conciencia de todas las personas que en tan poco tiempo habían abandonado a la familia. La enseñanza radical de Balzac fue mostrarme que tenía una vida exactamente para vivirla, en lo posible con intensidad, y que debía concentrarme en ello, ya que la vida de cada uno de los otros era para los otros. En esos tiempos que enfrentaba a Balzac, encontré entre los libros de mi padre uno que imponía distancia y cierto sentimiento de temor. Se trataba de El proceso de Nuremberg. Como todo niño busqué algunas láminas que disminuyeran la rudeza de las palabras en el intento de hilarse coherentemente para contar los detalles de alguna barbarie. Al final estaban las láminas, pero no eran paisajes, sino personas en blanco y negro. En un raro arranque de pánico experimenté que aquellas fotografías podrían llegar a corporizarse, la mayoría de los seres que habitaban en ellas tampoco me gustaban, eran algo más graves que malos, más bien complejos, con un fuerte componente de alteridad que a mis pocos años aún no podía comprender. Durante los mediodías el campo se torna exageradamente tranquilo, era la hora que aprovechaba para fugarme y subirme encima de los árboles; tenía frescas las imágenes de esos rostros, por momentos tan impregnados en mí que llegaba a sentir cómo algunos de los criminales juzgados en Núremberg trepaban los mamoncillos,
Ricardo Alberto Pérez
Arácnidos
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