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La Familia Nimiedad ................................................................................................................. 180 77 ............................................................................................................................................................ 181
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Antiguamente íbamos a escuchar el ruido del agua contra las rocas el último día del año, pensábamos que se cerraba el ciclo del tiempo que vivimos entre las oscilaciones. En algunos momentos sentíamos un desprendimiento fatal, en otros la rara sensación de que un día después todo comenzaría a ser artificioso, en un sentido bello quizás; para entonces conoceríamos muy poco de nosotros, nos desconcertábamos, pero nuestras miradas eran persistentes y descubrían donde resolver aquellos instantes de dudas. Disfrutábamos el devenir bajo el óleo transparente: en ese estado quedamos fijos bajo el círculo armónico que trazaba el ave, quizás un grupo de ellas sorprendidas ante la incomprensible inmovilidad de «nosotros».
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Desde el muro, sintiendo como la sal se me impregnaba vi acercarse a Dalia. Resaltaba dentro de aquel grupo que traían guitarras, botellas de aguardiente y cantaban canciones de rock inglés. Ella al llegar a nuestro grupo me tomó la mano convidándome a seguir. Tras un gesto de disculpa con los demás me levanté del muro, apoyándome en sus caderas salí caminando. Apenas habíamos recorrido unos cinco metros fuimos empapados por una inmensa ola. Sus pezones se erizaron y resaltaban como dos manchas de vino en el tejido blanco que el agua había degradado. Nos besamos con más plenitud. Ya nos habíamos quedado rezagados y cada cierto tramo nos acostábamos encima del malecón para sentir la intensidad de un cuerpo en el otro. Íbamos «del puente a la alameda», descubriendo que los muertos estaban en su fiesta magnífica (los míos y los suyos); nosotros y nuestros muertos, un amor improvisado por el soma que llega a reconstruir esa intimidad perteneciente al pasado. Yo la experimento, también más tarde cuando me muevo entre el agua tibia y el aire denso de sus muertos (los más cercanos). Era una formación impalpable entre ambos resortes, una verdad tan real como la carne que se desprende de la letra.
Fui designado para vigilar la sangre menstrual, más bien para protegerla del horror que esta sangre le provocaba. No fueron pocas jornadas, fueron años arduos, muchas noches durmiendo en parques de distintas zonas de la ciudad. Creo que aquella misión me humanizó, comprendí por encima de todo que sentirse desprotegido no tiene ningún vínculo con el mundo material; esa actividad que ocurre al margen de la belleza, abriría un espacio y un tiempo por donde aparecerían personas memorables. Una de ellas fue Cristina, con frecuencia recupero el disfrute
de sus ojos verdes y grandes, dos bolas de vidrio donde consultar el espíritu y mis aspiraciones. Yo cumplía con lo destinado, los intervalos que me quedaban libres muchas veces eran llenados por intensos paseos que realizaba con Cristina por distintos lugares que iban desde el patio de una iglesia hasta algunos rincones de la Alameda de Paula.
Cristina y Dalia eran cuestiones diferentes, aparecieron en mi biografía en épocas distintas, sus naturalezas quedaban distantes una de otra. Con Dalia siempre llegaba hasta el final, es cierto que su temperatura desorbitada y constante no dejaba otra opción; con Cristina no era exactamente así, el tiempo de posesión se tornaba más lento, el goce se volvía más disfrutable, detrás de cada parte de sí estaba una mirada que te retenía como si fuera un estado de ánimo; al contrario de lo que me sucedía con Dalia, con Cristina casi nunca llegaba al final. Camino de otra parte, en mis manos se iba oreando el desborde de humedad a través del cual ella se había acostumbrado a entregarse.
Durante la madrugada las arañas han desplegado la cera, han multiplicado los polímeros más resistentes que el acero, terminando por diseñar una superficie flexible. Todo eso ha ocurrido durante la madrugada, porque ahora descubro dos cuerpos encima de tal perfección. Primero me meto debajo de la tela, quiero disfrutar los desnudos a través de las caprichosas variantes del tejido. Los cuerpos son sublimados por las mismas perspectivas que he escogido, los muslos, las nalgas, las piernas, los pezones adquieren nuevas dosis de lirismo; me quedo sentado en el suelo, el mundo de encima es una poderosa máquina que sirve para inmovilizarme, los dos cuerpos me son familiares, voy descubriendo los fragmentos de cada uno, donde alguna vez fui feliz. Salgo de debajo de la tela cargado de emoción, me voy incorporando, quiero estar listo para contemplarlos desde otro plano. Me acerco a ellos, tengo ante mí sus rostros, están cansados pero no dejan de ser amables, dejando escapar discretas insinuaciones de cariño. Al contemplarlas marcadas por las huellas del julepe de la noche llego a comprobar, una vez más, que Cristina y Dalia siguen siendo cuestiones diferentes.
Custodiaba la sangre, los deshechos menstruales durante arduos años, y leía sin dudas una gran literatura. Cuando no paseaba con Cristina o me encontraba con Dalia, se me podía ver leyendo debajo de una débil luz en la Plaza de Armas, en el embarcadero de la lancha de Casablanca o en el tren de Hershey; otras veces deambulaba más al centro de la ciudad, descubría cuanto parque apartado y tranquilo pudiera existir, y en ellos me refugiaba para proseguir las apasionadas lecturas. En algunas épocas los sangramientos se agudizaban, y ese episodio me ponía más ansioso que de costumbre, por lo cual los recorridos se volvían medios