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Raíza. La Novia de Raíza. Yo.................................................................................................... 189

37 LA COCHINILLA Y EL HELADO. MUERTE DE LOS CERDOS

La Cochinilla había mezclado varios tipos de alcoholes. Al parecer, sus enormes tetas adquirieron mayor consistencia, la excitación llegó a ser tan incontenible que llegaba a chorrearse, toda esa resaca de deseo iría para encima de ese frágil hombrecito conocido como El Helado. Ya habíamos descubierto que dominaba la lengua de señas; al cuerpo pequeño y casi regordete de la pervertida tendría que esquivarlo y darle placer al unísono, El Helado parecía asustado, algo tenso, no sabía cómo escapar ante esa superficie plana y babosa que lo atrapaba. En ese trance ocurrió la salvación al sentirse cómplice, atraído por la transfiguración de su novia, convertida en una rara bestia necesitada de recibir los más extravagantes tratos. Lo que más llegó a asustar al muchacho fueron los sonidos que se desprendían de la excitación de ese infiernillo contenido por una carne dudosa y no tan bien distribuida. Pero como todo buen helado, infinitamente cremoso, soportó.

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Una de las primeras cosas que aprendí fue ver morir a un cerdo. La muerte de los cerdos llegó a ser una cuestión festiva entre los niños de mi generación, todo el ajetreo que provocaba dentro de la familia ese acontecimiento me llenaba de euforia, pero lo que más me cautivaba era el instante justo del sacrificio. Entre todos los parientes y vecinos siempre había uno con fama de buen matarife que casi siempre era el elegido para tramitar el paso del cerdo para un estado de purificación. Los más profesionales usaban cuchillos muy delgados que al hundirse en la piel lograban tocar el corazón en un solo intento, deteniendo a gran velocidad la vida del cerdo.

Los ojos perdían su órbita antes de cesar definitivamente. El cerdo lograba emitir algunos sonidos enigmáticos, una electroacústica ancestral que en muchas ocasiones he sospechado que puede relacionarse con el ritmo de mi verbo.

De noche cruzamos el amplio comedor de la casa entre las bandas de los animales colgando de resistentes ganchos de hierro, espantábamos alguna que otra mosca intrusa y reparábamos en aisladas gotas de sangre que aun caían sobre el suelo...

El cerdo es un afecto definitivo. Su alboroto, y el quejido que se inventa unos segundos antes de la muerte, es inherente a nuestro ritmo, al modo en que comemos su carne y miramos declinar la luz de cada día. Hoy la Lina, esa nueva sensibilidad toda exótica que uso para calmar las energías desastrosas que intentan devastar mi

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