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Raíza. La novia de Raíza. Yo..................................................................................................... 150 64 ............................................................................................................................................................. 151 65 ............................................................................................................................................................ 152
de traficar con el luto! El luto nuestro es una especie de edredón que nos hace sentir confortables cuando las masas de aire frío que vienen del Norte comienzan a acechar».
Nos encontramos en la cafetería de un restaurante italiano, ella andaba con un abrigo masculino que debía devolver. Conversamos y nos excitamos hasta esa hora en que la tarde comienza a ceder. Los muertos parece que llegaban, mucha gente hacía filas para homenajear las ánimas de los seres confusos que entre raras metrallas perdieron su funcionalidad, su organicidad, cuerpos recuperados, lana recuperada para hacer más consistente el edredón que por el desarreglo climático debía ser usado con más frecuencia.
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Decidimos viajar hacia las playas del este, ponerle un poco de arena y ambiente salvaje a aquella historia cuya esencia fundamental era nacer y morir en el espacio de un mismo escenario, historia que no debía repetirse, escenas cuyas riquezas estaban aladas por una extraña bestia de lo espontáneo. Sus formas eran desmesuradas, una carne entreverada pero consistente, en la que podría hundirme sin pudor. Una trinchera adentro, un camino para remover ciertos resortes dormidos que, al dispararse, me mostrarían la posibilidad de que mi propia existencia fuera enriquecida por un soplo potencial que me inundaba, y me haría saltar por encima de una percepción totalmente monótona.
Habían llegado los muertos de la guerra, e hicimos un profundo surco en la arena, las huellas de dos cuerpos que desgarraban el movimiento paciente de la marea.
Ella corrió desnuda hacia el mar cuando se acercaban dos guarda fronteras pidiendo documentos, exigiendo una explicación de mi presencia en ese sitio, justamente ese día. Me preguntaron por mi acompañante, le señalé hacia la oscuridad perversa de las aguas; me pidieron también sus documentos que rastrearon con la pobre luz de una vieja linterna. En la foto de identidad estaba pelada a lo masculino, entonces ambos militares me miraron con cierto desprecio y se marcharon.
Regresó del agua totalmente energizada y me pidió que la mordiera. Lo hice con mucha disposición, esperanzado en ganarme casi toda la sal obtenida hacía pocos minutos por el cuerpo que no lograba domesticar aquella fiera disfrutable con la que me enfrentaba una y otra vez sin que apareciera el menor rasgo de aburrimiento.
«Los muertos de la patria» habían alcanzado una libertad que mataba de miedo al celador de las estructuras, la fila de personas los veneraba, ellos eran dueños de tan conmovedora multitud que bajo una lluvia insistente venían a desovar su fe encima de tan simbólicos cajoncitos.