2 minute read

El Gorila .......................................................................................................................................... 158

dejarse compartir, pero Papiro en ese sentido siempre ha tenido sus límites, por lo que prefirió marcharse.

Al día siguiente nos rencontramos en la playa. Dalia también andaba por allí, pero cada cual en lo suyo, llegaron unas amigas asiduas al lugar y el ambiente se fue animando hasta alcanzar su clímax pasado el mediodía. Mi amigo, contra viento y marea, se leía un libro de Krishnamurti sobre el desapego, cuestión de la que sin tener conciencia estábamos muy necesitados. De aquel escenario participaban los turistas, la mayoría nos miraba como aves raras y hasta se creó una especie de tropa de choque para derrumbar su supuesta arrogancia: cuando ellos se alejaban aguas adentro, ese grupito, de algún modo nacionalista, limpiaba la arena de todas las pertenencias que aquellos capitalistas occidentales habían dejado en un gesto que se podría interpretar de mal intencionado, porque sin dudas podía crear una tendencia a la contaminación. Hay que aceptar de paso que este modus operandi sirvió para modernizar un poco nuestras indumentarias en aquella peligrosa contienda por sentirnos más libres.

Advertisement

El objetivo del reencuentro con Papiro era el de asistir a una audición bailable de rock que se estaba celebrando todos los domingos en la noche en el Parqueo del Cotorro. Fuimos de los últimos en abandonar Santa María, las amigas asiduas se fueron con nosotros, también el Francés y Papito el Champion. Aquello estaba repleto, había música para todas las tendencias y muy buen espacio. Gozamos de lo lindo hasta que llegaron las nunca gratas niñas de los ojos azules, pero no ocurrió nada extraordinario, parecían cumplir con su rutina. Un poco después de la medianoche se fue apagando la música y nos dispusimos a regresar al centro del Vedado donde finalmente nos reagruparíamos.

Para nuestra sorpresa pararon el ómnibus frente a un castillito, que no era más que la estación de policía del Cotorro donde fuimos identificados bajo la categoría de roqueros y detenidos inmediatamente; nos requisaron las ropas y las mochilas, y al encontrar entre mis pertenencias tres aspirinas me preguntaron: «¿Qué tipo de drogas usted usa?» Papiro, el Champion y yo fuimos llevados a una misma celda, donde ya nos esperaban dos inquilinos que al principio se mostraron un poco hostiles, quizás porque se sentían fuera de nuestra categoría. Después todo transcurrió mejor, eran buenas personas a pesar de su evidente marginalidad, uno blanco, otro negro. El negro me llegó a confesar que era descendiente de los curros, y el blanco no paraba de decirme: «compadre, tú eres un yuma original», señalando los abundantes pelos rubios de mis brazos acentuadamente brillantes de tanto aceite mineral. Las otras cosas que recuerdo con nitidez de aquellos tres días que estuve detenido en el Cotorro, son la macarela, el boniato hervido, y la mujer de una celda

This article is from: