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31 Familia Nimiedad

31 FAMILIA NIMIEDAD

Este Nimiedad siempre tuvo una mirada dura, con ella aspiró ser respetado y en la mayoría de las ocasiones terminaba lográndolo. Solo a un grupo reducido que era capaz de no dejarse imponer artificios nos parecía ridículo, un fuera de foco que algún día tendría que saldar su deuda por el karma tan negativo que arrastraba. El tiempo se ha dedicado a desfragmentar el más preciado de sus argumentos; los ojos y sus componentes han ido decayendo ante el empuje de las frustraciones y la muerte o el fracaso de la mayoría de sus ídolos. Sobre todo por su falta de humor ha dejado de ser útil para los titiriteros que lo han manipulado indistintamente, así ha sido el modo en que este Nimiedad ha ido encontrando su verdadero lugar entre los vivos.

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Ahora él cuida los caballos de una recría y es paradojico, porque cada noche a su pupila, que en otro tiempo alardeó de poderosa, no le queda otra opción que enfrentarse a las insondables cuencas de los ojos de varios caballos seleccionados y llevados allí por un viejo comandante de estricta vocación agraria. El Nimiedad llega al caer la noche con la cara medio tasajeada, ya que aún se afeita con cuchillas de hojas fabricadas en Ucrania hace bastante tiempo, las cuales no se sabe a ciencia cierta cómo han llegado hasta nuestros legendarios mercados industriales en un módico precio.

Llaman la atención sus austeras provisiones que se resumen en un pomito ámbar lleno de café, pan con subproducto y una cajetilla de «criollos». Así enfrentaba cada noche larga y solitaria en las que iba haciendo a espaldas de los otros un recorrido fantástico por el iris de los equinos.

«Sentía que arañaban la puerta. Primero trató de ignorarlo, acomodó la cabeza debajo de la almohada e intentó reconquistar el sueño. El sonido se fue haciendo más agudo al punto de comenzar a sentir el peligro. Entonces se levantó, dirigiéndose al comedor, quedando finalmente ante la puerta de cedro, que lo sería por muy pocos segundos más, ya que para su total horror la nobleza de la madera y el brillo del barniz desaparecieron. Ahora era una lámina de vidrio la que la separaba de un Gato Gris enorme que al no poder arañar por la trasformación ocurrida lanzaba su cuerpo una y otra vez, intentado quebrar la lámina para avanzar sobre su posible víctima, sabe Dios con qué intención. Los embates se multiplicaron, también su intensidad. Las piernas le temblaban y los pies eran invadidos por un sudor frío. De pronto sucedió lo inevitable, el vidrio cedió, y en una zona del mismo parecían inventarse

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