1 minute read

Acarapis Woodi ............................................................................................................................ 127 53 ............................................................................................................................................................ 129

20

A La Habana hay que mirarla desde La Punta para que no naufrague tu imaginario, y tiene que ser antes que el sol acabe de salir. Allí estarán los rastros que te pueden llevar a sus agujeros imprescindibles. Existen «los seres de La Punta», los que beben, los que pescan, los que se masturban, y los que pasan ocasionalmente sin conocer el submundo que se organiza alrededor de ese trozo de muro. En realidad allí nace La Habana; después crece o muere según la disposición de cada cual. Somos pocos a los que aún nos sigue interesando vivir La Habana, entrar por unas de sus calles ninguneadas hasta hacer contacto con la verdad. Uno de los lugares que me gusta redescubrir siempre es la morada, casi en ruinas, del joven Cándido. Ácaro que practica esa gimnasia fabulosa que es el despelleje, llega a ser tan simpático que hasta un guardia camagüeyano con dobles intenciones le preguntó: ¿tú eres ácaro o pelo de gato?, y de súbito estornudó repetidamente. El Camagüeyano le devolvió los documentos y le permitió proseguir, no sin antes advertirle que no quería volver a verlo rondando a la berenjena en compañía de La Araña Roja. A lo que Cándido respondió ingeniosamente: «mira, no me obstines, que nuestra labor es totalmente ecológica. ¿Se imagina lo que sería de los vegetales de este país si no le hubieran salidos las agallas que nosotros promovemos? Fuera una moribunda total, todos marchitándose, con precios tan bajos que su estima andaría rozando las calles». Cándido parecía ser un niño aparentemente normal hasta un día en que, procedente de un pequeño pueblo del centro del país, llegó a la capital acompañado de su madre para asistir a un turno médico. Era La Habana de principios de los setenta y el niño aún no rebasaba los diez años. Esperando un ómnibus vio pasar a un viejo con una amplia camisa de óvalos cuyos huesos se bamboleaban a un compás marítimo, era como un cántico gay lo que afloraba detrás de tanto desmembramiento. El niño no borró nunca esa imagen, llevándosela para su pueblo natal como si fuera un verdadero amuleto.

Advertisement

This article is from: