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Cándida............................................................................................................................................ 131 55 ............................................................................................................................................................ 132
abalanzó hacía mí. Apenas me quedó el tiempo justo de incorporarme para recibir un abrazo que siempre recordaré con una sensación para la cual solo la lengua portuguesa ha encontrado una definición exacta: saudade. Era Dalia, aquella que me había convidado a traspasar el espacio a bordo del Avioncito de Bacuranao, Dalia que miraba con ojos de asombro el modo en que yo disfrutaba la entrañable docilidad de su cuerpo entregándose.
Me tomó por la mano llevándome hasta el fondo de otro coche donde la oscuridad era aún más acentuada. Allí me besó con un deseo acumulado, mientras yo aprovechaba para comprobar la firmeza de algunas zonas de su cuerpo que me provocaban un júbilo inmediato. Cuando nos percatamos, el viaje prácticamente había concluido. Dalia me pidió que la aguardara un instante para despedirse de sus amigos. Fue hacia ellos, que parecían haber usado algunas bromas, a las cuales respondió con humor y cinismo tomando su mochila y dirigiéndose nuevamente hacia mí.
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Una vez en Casa Blanca me convidó a subir al Cristo de La Habana a través de la escalera surcada a tramos por la maleza y el musgo. Parábamos constantemente para seguir besándonos. En un momento la desvié hacia un bosquecillo que se había originado de pequeños arbustos. Descubrí que alguien había abandonado en aquel sitio una caja de televisor LG, de veintiuna pulgadas, y sin dudarlo tiré a Dalia encima de aquel lecho improvisado con la intención de desnudarla. Entonces descubrí que lloraba. Me conmovieron sus mejillas empapadas, no tanto de lágrimas como de un sufrimiento que hasta ese instante había ignorado a la perfección. Ya solo tenía puesto el jeans, y yo había mordido repetidamente sus senos recibiendo a cambio el placer de sus exóticos sonidos. En ese momento me apartó de ella hasta lograr sentarse y decirme: «no podemos seguir, parece que voy a morir pronto…»
Lo que siguió fueron unas bibijaguas enormes desplazándose entre su cuerpo y el mío, llevaban fragmentos de hojas mucho más grandes que ellas mismas; en breve las bibijaguas llegaron a ser tantas que lograron separarnos definitivamente.
22
Asistimos a la muerte del Desplaye, perdimos la referencia inmediata de los acontecimientos. Esto anuló en nuestro quehacer cotidiano la sensación de lo simultáneo; de hecho, vivíamos en una especialidad de la mímica, representando lo que ya había acontecido en el pasado, con expresiones solemnes, haciéndoles creer a los demás que era el presente, un presente que nos enorgullecía, y del cual estábamos visiblemente emocionados. Para no perecer creamos una estructura que consistía en la presencia permanente de un narrador, rollo que todos íbamos asumiendo de manera rotativa, pasaba que en las historias la gente solía encontrar una referencia a su imaginario, y de ese modo la posibilidad de fugarse. Usando esos atuendos que le brindaban las palabras y la fantasía de los otros, el peligro estaba en el ambiente promiscuo que generaban tales soluciones que con los años se fueron convirtiendo en una sólida cultura de lo virtual.
A Giselle, por ejemplo, le encantaban las historias de la Edad Media, donde casi siempre aparecía una hechicera sobre la cual caía el más despiadado de los castigos. Lo que me interesa contar exactamente es lo transcurrido entre la posesión del espíritu maligno y el instante anterior al comienzo de la punición. Ella quedaba atenta, maliciosa, esperando que la voz del narrador le diera suficientes elementos para encarnar su personaje, según iba logrando apoderarse del relato, el cuerpo se le transformaba en una máquina de producir maldad. A pesar de ser pequeña, y más bien delgada, poseía algunos elementos que la ayudaban a ser voluptuosa. Los ojos verdes, grandes y expresivos, entraban en sintonía con los labios que ofreciéndose proponían muchas cosas, todas rematadas por una ligera sombra de pelos que se hacían abundantes en los brazos y muslos hasta llegar a ser tupidos y exuberantes en zonas próximas al sexo. Portaba una forma de desvergüenza que la hacía más seductora, desarreglando la estructura en la sobrevivíamos, pero los demás se lo permitían ya que terminaba por ser dócil y algunos podían entrar en su afectada intimidad y descargar sin límites varios tipos de instintos. Sus maniobras y acciones se desenvolvían en el llamado «tiempo lúdico», después sería reprendida y en ocasiones fuertemente castigada hasta hacerle sentir el más desgarrador dolor. Para nada me interesa describir el proceso de los diversos castigos a los que tendría que responder, el momento en que siempre la recuerdo: es la riqueza de lecturas que ofrecía la expresión de su rostro unos segundos antes de ser castigada. No se puede decir que fuera una mueca, aún le quedaba algo de provocación; aunque también