38 VERENA
Mi madre y Verena conversaron. Era una tarde del tiempo en que los días se acortan para dar paso a las noches largas, noches en las que conciliar el sueño termina por volverse un verdadero arte. Mi madre nunca había sido recluida en este auspicio, una suerte de finca protegida por la sombra de numerosas matas de mango. Aquí acontecía de manera espontánea un proceso de dispersión de los gestos y manías de los enfermos que en sus ciclos daban la idea de que se estaba rodando una película silente; un filme interesante de cómo los humanos perciben la realidad y de cómo actúan cuando simplemente sus expectativas se destruyen. Mi madre y Verena usaban espejuelos empañados con residuos de grasa en los cristales por lo que sus miradas raramente lograban encontrarse. Cuando esto sucedía mi madre divisaba con cierta claridad el origen de todo el drama que desde hace algún tiempo destruía progresivamente a su compañera de auspicio. Al centro de los ojos se derramaba un agua abundante desde la cual mi madre me contó que se escuchaban voces, después algunos gritos, y al final una ligera lamentación que se apagaba como diminuta llama en lo que podría identificarse como territorio del sentido. Verena le dijo: «Ha sido llevado al mar, en el mar serán cumplidas todas sus aspiraciones, inclusive las más ambiciosas. Se fue con aquella mochila de lona, el ojo de vidrio, el ojo tirando hacia el naufragio, como un buey desobediente mofándose de la verdadera intención de la mirada, ese ojo rebencú que había destruido gran parte de su vida y de las vidas de otros seres allegados: Zoila, mi amiga, aún no me ha podido sacar su olor a sudor de esta maldita nariz; el último sudor de mi hijo, un perfume exageradamente caro. Ha decidido tomarme de rehén y arrastrarme hasta la más turbia porción de la sobrevivencia; ya casi no tengo pulmones para soportar estos cambios abruptos de presión, como si un plan macabro fuera desplegado con deliberada astucia contra toda nuestra familia». En ese momento cayó un mango, un hermoso mango, que desvió la atención de mi madre: la piel de la fruta que ya descansaba sobre la hierba era un verdadero ejercicio creativo. Una zona rojiza y otra amarillenta se conjugaban para completar el aspecto de paraíso que adquiría aquella apartada finca cuando frutas como esa caían por su propio peso.
Ricardo Alberto Pérez
Arácnidos
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