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Antonio Amantino es un hombre de derecha que nació en el sur de Brasil. A Amantino le divierte la polémica y adora el buen vino, ha hecho más de un doctorado y gana un excelente salario en una Universidad Federal. Este simpático profesor heredó tierras y tiene una bella hacienda a las afueras de la ciudad. He buscado su personaje en algunas páginas de los libros de Fernando Verissimo, en especial en uno titulado A Mae de Freud, pero no lo encuentro, parece que solo habita en la Ave. Getulio Vargas, y los fines de semana le gusta codearse con los caballos y un opulento rebaño de ovejas que cuenta entre sus bienes. Era uno de los últimos días del mes de Agosto. Recuerdo que esa noche peleaba Tyson. Ivaldino me pasó a buscar para ir a la mencionada hacienda donde nos aguardaba un auténtico churrasco. Quizás escogimos para llegar un momento poco apropiado: un peón de piel reseca y rostro endurecido por la tradición degollaba a un animal de considerable estatura. La sangre pareció derramarse de la más compleja de las fuentes llegando a salpicar los cristales del auto. Ivaldino golpeó con disgusto el centro del timón, mientras el hombre que se encargaba del sacrificio logró hacer un convincente gesto de disculpa con su mano izquierda, lado contrario al que se sentía ligado el Sr. Amantino, que ya nos recibía con su natural euforia gauchesca, pareciéndole finalmente gracioso el incidente de la sangre. Además de nosotros se reunieron alrededor de la mesa tres familias numerosas que incluían esposas, hijos y otros tipos de parientes. Habían algunos jóvenes ávidos en polemizar, ya que algunos habían estudiado en universidades norteamericanas y se sentían muy competentes para debatir sobre cualquier tema; entonces, además de disfrutar de la abundante carne que ya brillaba en las fuentes, pensé que podía divertirme ante la prepotencia de aquellos jóvenes sureños y aprovechando mi condición de huésped metí el diálogo en lo que parecía un callejón sin salida. Justo cuando comencé a disertar sobre La Escuela Rumana de Boxeo, y constantemente los interpelaba, recibiendo en todas las ocasiones gestos negativos que confirmaban no tener el menor conocimiento de ese laberinto mal oliente y lleno de telarañas que terminaba siendo para ellos «el boxeo rumano». De pronto noté que era como si les hubiera empezado a fallar el apetito, se levantaban con algún pretexto y de modo sutil abandonaban la mesa. Fuimos quedando lo más maduros, a los que definitivamente no nos interesaba ningún tipo de pose, lo cual nos llenaba de tranquilidad, no dejamos en ningún momento de beber el vino excelente que
Ricardo Alberto Pérez
Arácnidos
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