34 EL JÍBARO
El Jíbaro trajo a La Habana los hábitos de libertad que aprendió en aquel campo insondable donde transcurrieron los días de su infancia. Se movía en la noche de la ciudad con el afán de tragársela, o de ser tragado por ella, a pesar de su rostro algo grotesco. Tenía un andar ligero y erecto que le daba un toque de virilidad; por lo que terminaba resultando atractivo para muchas mujeres y para algunos hombres que pasaban por su lado. El Jíbaro poseía los dones de la observación y la contemplación. Se puede decir que escarbaba en las personas y en los objetos con el haz de su mirada. Años después, con un tono de humor y afecto, alguien dijo refriéndose a él que había caído una pimienta en la vida nocturna de esta ciudad. Trasegaba por los rincones más inhóspitos, se atrevía a intercambiar con todo tipo de gente, sin discriminar, y esto le provocaba con frecuencia incidentes desagradables que incluían, en ocasiones, alguna que otra bofetada. Esta vez entró en un bar que ocupaba la esquina de Aguiar y O’Reilly, se sentó a la barra y pidió un doble de aguardiente. Se entretenía en ver cómo el humo se adueñaba de todo el espacio superior, abstrayéndose en el proceso geométrico que la masa grisácea describía. Por un momento sintió que alguien se le aproximaba hasta el punto de darle una palmada en el hombro y decirle: «¿cómo te lleva la vida, campeón?» El Jíbaro no reconocía al tipo regordete y moreno que lo abordaba con tanta familiaridad, este tuvo que ripostar con una explicación ante su evidente desconcierto: «hace apenas un mes viajamos juntos en el tren de Holguín y disfruté de tus habilidades como conquistador, me pareció que dejaste a aquella hembra enloquecida». Quedó en silencio, haciendo un leve gesto con la mano como queriendo decir: «no es para tanto». El hombre le pidió al cantinero una botella de aguardiente, y virándose nuevamente para El Jíbaro le dijo: «esta es para tomármela con usted, amigo». Así aconteció, el regordete le hablaba con mucha vehemencia de unos gallos finos que había traído de Birán para La Habana: «esa raza casi tiene la sangre de mi propia familia, ahí no hay un solo capirro, aunque tengan los sesos regados en el aserrín siguen batidos». Ya habían consumido alrededor de dos tercios del aguardiente cuando El Jíbaro descubrió que el tejido del pantalón de su compañero de viaje era lo suficientemente noble para dejarle contemplar, sin muchos esfuerzos, la belleza de un miembro
Ricardo Alberto Pérez
Arácnidos
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