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Antiguamente íbamos a escuchar el ruido del agua contra las rocas el último día del año, pensábamos que se cerraba el ciclo del tiempo que vivimos entre las oscilaciones. En algunos momentos sentíamos un desprendimiento fatal, en otros la rara sensación de que un día después todo comenzaría a ser artificioso, en un sentido bello quizás; para entonces conoceríamos muy poco de nosotros, nos desconcertábamos, pero nuestras miradas eran persistentes y descubrían donde resolver aquellos instantes de dudas. Disfrutábamos el devenir bajo el óleo transparente: en ese estado quedamos fijos bajo el círculo armónico que trazaba el ave, quizás un grupo de ellas sorprendidas ante la incomprensible inmovilidad de «nosotros». Desde el muro, sintiendo como la sal se me impregnaba vi acercarse a Dalia. Resaltaba dentro de aquel grupo que traían guitarras, botellas de aguardiente y cantaban canciones de rock inglés. Ella al llegar a nuestro grupo me tomó la mano convidándome a seguir. Tras un gesto de disculpa con los demás me levanté del muro, apoyándome en sus caderas salí caminando. Apenas habíamos recorrido unos cinco metros fuimos empapados por una inmensa ola. Sus pezones se erizaron y resaltaban como dos manchas de vino en el tejido blanco que el agua había degradado. Nos besamos con más plenitud. Ya nos habíamos quedado rezagados y cada cierto tramo nos acostábamos encima del malecón para sentir la intensidad de un cuerpo en el otro. Íbamos «del puente a la alameda», descubriendo que los muertos estaban en su fiesta magnífica (los míos y los suyos); nosotros y nuestros muertos, un amor improvisado por el soma que llega a reconstruir esa intimidad perteneciente al pasado. Yo la experimento, también más tarde cuando me muevo entre el agua tibia y el aire denso de sus muertos (los más cercanos). Era una formación impalpable entre ambos resortes, una verdad tan real como la carne que se desprende de la letra. Fui designado para vigilar la sangre menstrual, más bien para protegerla del horror que esta sangre le provocaba. No fueron pocas jornadas, fueron años arduos, muchas noches durmiendo en parques de distintas zonas de la ciudad. Creo que aquella misión me humanizó, comprendí por encima de todo que sentirse desprotegido no tiene ningún vínculo con el mundo material; esa actividad que ocurre al margen de la belleza, abriría un espacio y un tiempo por donde aparecerían personas memorables. Una de ellas fue Cristina, con frecuencia recupero el disfrute
Ricardo Alberto Pérez
Arácnidos
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