28 VIOLETA Y FERNANDO. LA NINFEA
Ya en esta ciudad no se encuentran parejas como Violeta y Fernando, gente que literalmente no mezclaban las cosas, hacían lo suyo en la calle, sin perder esa parte subjetiva que los volvía atractivos; agradables y con poco más de roce, uno terminaba frecuentando con ellos lugares para intimar. Al salir Fernando de la cárcel parece que las cosas no iban bien y decidieron separarse. Reencontré a Fernando viviendo en Regla, casado con otra muchacha, convertido en vegetariano, buscando pescado para sus entrañables animales domésticos y dispuesto a abandonar el país en la primera oportunidad, claro, pero esta vez usaría las vías legales. A Violeta la vi varias veces por la calle, y otras coincidimos en lecturas literarias, lo cierto es que ya no conservaba el encanto de cuando era pareja de Fernando y trasmitía una docilidad muy especial. Recuerdo cómo una noche específica detrás del Capitolio cómo se relajaba cuando una y otra vez le frotaba los pezones mientras Fernando, en lo suyo, seguía hablando apasionadamente de una pieza de Miles Davis que sugería una especie de viaje virtual. Ahora andaba con un mulato gordo, medio aindiado, que llegaba a ser simpático, sobre todo porque me recordaba al gran Barry White. «La bella del manicomio» hizo el amor muchas veces la madrugada en que su madre estaba tendida en la funeraria de la calle Zanja. La dejó allí rodeada de unos pocos parientes y se fue con un muchacho que siempre la había enloquecido y que, al enterarse, se sintió en el deber de brindarle su compañía. Cuando ella pasaba temporadas en «la Finca de Ordaz», el muchacho se ocupaba de llevarle barritas de chocolate y unas revistas de cocina japonesa que le regalaban en alguna embajada. Fueron para su cuarto, lo atestaron de incienso, la ninfea con su hábito flotante mostró mucho entusiasmo, todo el tiempo encima, gozaba y gemía, como en la tercera ocasión se puede decir que ya cantaba, tenía el pelo empapado de sudor que le fue formando goterones en la espalda, quizás hubiera necesitado de un segundo amante para apagar tanta furia. Una de las cosas que no me perdonaré, es no haberle preguntado su nombre. Es un disfrute que se me escapa, que se me ha escapado durante muchos años cada vez que mis recuerdos reactivaban su cuerpo contundente acentuado por el agua de la máquina de riego, por la luz rojiza del ocaso, por mi semen corriéndole por uno de
Ricardo Alberto Pérez
Arácnidos
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