4 VERÓNICA
A Verónica la conocí una tarde de junio en Curitiba, ciudad donde en nada se parece el comportamiento del clima al de aquellos ciudadanos que luchan por hacerla una urbe racional. Allí todo estaría tan claramente solucionado que nos conduciría sin remedio al más letal aburrimiento. Lo atractivo de estos espacios se relaciona con aquello que se daría en llamar agentes externos, siempre listos a poner emoción y desorganizar lo supuestamente establecido. En Curitiba se pasa de la lluvia fina al esplendor del cielo en fracciones de segundos, así como del palpable calor a un frío penetrante; ciudad señalizada hasta el tuétano donde se vuelve casi imposible extraviarse por uno de sus barrios. Polacos, alemanes, italianos, y algunos brasileños que se parecen bastante poco a los brasileños de otras ciudades, le han ido perpetuando ese rostro surcado por bosques polacos, alemanes e italianos, a través de los cuales volvemos a releer las más clásicas historias. Curitiba vuelve aún más extranjeros a los extranjeros, y en ese punto decidimos escapar, reencontrarnos con las escenas privadas de nuestro pasado, escenas que nos hemos censurado nosotros mismos para seguir viviendo de espaldas a la dosis de horror con la que arrastramos. Así, sentado en una plaza abundante en palomas y siete años después de su muerte, pude dialogar con mi madre como nunca antes. Sin recelos le pregunté lo que en vida no tuve valor de preguntarle, y creo que ella me respondió como no lo hubiera hecho en vida. Mientras devoraba un hermoso pollo de la Frangosul, ella me miraba como si pretendiera filtrar su fuerte presencia a través de mi cuerpo. Estaba en Curitiba, justamente el día que cumplía treinta y seis años, y esperaba la hora en que comenzara una película iraní, que después devendría en un acontecimiento extraordinario, imágenes que a través del tiempo se revelarían en una definitiva enseñanza permeada de variados matices estéticos. Todo nacía y terminaba en el anhelo por conseguir un par de zapatos. Al salir del cine descubrí que las suelas de los míos estaban notablemente gastadas por lo que me prometí en la mañana siguiente salir a comprar unos confortables. Los zapatos más que una prenda necesaria para nuestra vida social, son un símbolo, una extraña extensión de nuestra persona, y según los usamos vamos dejando en ellos las huellas palpables de nuestras intenciones y los rasgos más sobresalientes de nuestra naturaleza. Mientras caminaba hacia el pequeño
Ricardo Alberto Pérez
Arácnidos
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