2 EL AVIONCITO DE BACURANAO
Así, abruptamente, estoy ante el avioncito de Bacuranao, monumento de concreto donde muchos de mi generación fuimos a reposar nuestro falso entusiasmo durante extensas madrugadas, arropados por otros cuerpos de gente adolescente. Carne dispuesta a transgredir sin trazar límites o exigencia alguna. Era lo que precisábamos, un clima de libertad, el goce, y la sensación agradable de derrochar placer exhibiéndolo como una forma de riqueza. La relación de afecto hacia el avioncito de Bacuranao es de esas pocas cosas que decimos «para siempre», algo con lo que no interrumpiremos nuestro cordón umbilical; asideros, construcciones originadas en la más espectacular soledad. De camino hacia la ciudad, en más de una ocasión he tenido que interrumpir el viaje para volver allí y disfrutar de la insignificante nave abarrotada de secretos, descifrar los puntos en donde alguien me confesó sentirse acompañado, dispuesto a lanzarse a la más atroz reacción del mar que nos rugía a las espaldas. Otras veces he pensado que puede despegar, alzarse por sobre todo lo que va a seguir siendo efímero, llevar consigo las huellas que dejamos en la firmeza de su cuerpo y en la esperada velocidad de su forma. Quedé sorprendido, Luisa me perseguía con su jarro de Aluminio, y su cuchara de plata. Me preguntó en la puerta del comedor de uno de los pabellones: «¿Qué crees de El avioncito de Bacuranao?» Por primera vez fui dueño de su figura debajo del piyama blanco. Me interesaron sus nalgas que ya comenzaban a estar ligadas al salitre y a mi anárquica lectura del gesto erótico y sus posteriores complicaciones. Dalia se muestra en un rojo que declina al negro, antes de abrirse ya sugiere un exceso de entrega, docilidad y fantasía, voluntad de saciar y de envolverse en la más absoluta pasión. La conocí cuando buscaba a otra muchacha, andaba tras una dirección confusa, con ese uniforme color chocolate que vestían las colegiales de un tecnológico de las afueras de la ciudad. Su piel olía a un aceite natural, aroma que recibí como una suerte de señal o aviso; los labios ya me hablaban por sí solos de cualquier otra intimidad, y tras ellos fui comprendiendo que al menos esa noche que nos venía encima no lograríamos separarnos. Una hora después ya íbamos camino a la playa de Santa María. Excitado por su definitiva disposición, mi mano se atrevía a ser escandalosa y topar con zonas
Ricardo Alberto Pérez
Arácnidos
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