Herramienta Generosa Vol2: Addendum

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Mis Primeras Impresiones de la Maestra de toda mi vida Angela Negrón Muñoz Tendría yo diez años cuando la ví por primera vez. Era yo una niña mansa y tranquila que sabía estarse quieta y callada bajo la mirada indicadora de la persona mayor con quien salía. De la mano de mi padre entré en aquélla, para mí, extraña casa. Mi padre saludó a la mujer que le salió al encuentro, con frases gentiles que eran corrientes en sus labios, pero la mujer contestó de manera distinta a las demás mujeres que yo había oído. Me interesó desde el primer momento. Yo no le interesé a ella. Faltábame la viveza que a ella le gustaba encontrar en la niñez; inquietud en el pensamiento, actividad para la acción. Sólo por un instante atraje la atención de la artista que había en aquella excepcional personalidad varias veces multiplicada. Quedóseme mirando, y todavía siento la atracción magnética de los pozos negros en que se anegaban sus pupilas húmedas, rutilantes, como dos luminarias: — tiene usted una criatura preciosa — dijo a mi padre — añadiendo, enseguida: — pero no dice nada. — Es muy obediente — contestó mi padre, sonriendo, y siempre al salir se le encarga que sólo hable cuando le pregunten. Doña Ana movió la cabeza de lado a lado. Aquella hermosa cabeza suya, con la cabellera todavía oscura,

empezando a flotar, al descuido, algunas hebras de plata. Fué ésta, para mi, su primera lección de pedagogía… Yo hubiera querido rogar: —no nos vayamos todavía — cuando mi padre se puso en pie para despedirse. Aunque no la comprendía, la charla de aquella mujer, como yo no había visto otra, deseaba seguir escuchándola, indefiniblemente, pero no me atreví a decir nada. La noche de ese día soñé con doña Ana…

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Reproducido exactamente del texto impreso en la revista de la Asociación de Mujeres Graduadas, Universidad de Puerto Rico, año IV - Vol I, Octubre, 1941

Tres años después volví a verla. Ingresaba yo en el Liceo Ponceño, instituto de primera y segunda enseñanza que ella fundara en la ciudad del sur. Desde el primer día que la viera, habíame perseguido el recuerdo de aquella fuerza para la que parecía no haber diques. La irrupción de la estampa de su persona en el estrecho panorama de mi vida de niña era algo que yo unía, en mi pensamiento, a las entradas a Ponce de mi tío, Luis Muñoz Rivera, en las manifestaciones populares más grandiosas y encendidas que han visto mis ojos. Y ahora llegaba cerca de ella. Ahora iba a ser mi maestra… Doña Ana, tal como la evoca mi memoria sobre el telar de tan lejanos días: la figura pequeña, pero robusta; el cuerpo erguido, arrogante; la frente altiva y tersa, el ademán brioso. En la expresión encantadora del rostro, enérgicamente impresa la decisión. Una de sus cualidades máximas, que le ayudaran a acometer, resueltamente, grandes empresas, el valor, vivo siempre en el paso, en la mirada, en la palabra. Y toda plena de gracias femeninas. Mi padre sentía profunda admiración por la vida y la obra, el talento y los ideales de la señora Roque de Duprey. Su espíritu liberal y progresista acercábale al gigante espíritu femenino de su época y a su labor cívica y pedagógica. Sin pensar tal vez en todo lo que me daba en aquellos momentos, me puso en aquellas sabias manos de mujer. Yo escuchaba en mi casa hablar de Doña Ana como de algo insólito que casi nadie acertaba a comprender. Las mujeres de su época, aún las que distinguiánse por inteligentes, no entendían a doña Ana. Doña Ana quería otro tipo de mujer, distinta en ideología y en la acción, aunque la misma en su fondo generosa y digno. Doña Ana quería pensamiento y acción fuertes, engrandecedores, fructíficadores. Quería sangre nueva para la nueva vida en que la mujer iba a tomar tanta participación trascendente.— Suyo será el porvenir, de la mujer, si sabe prepararse para ese futuro que ya nadie podrá detener— nos decía, muchas veces, en los interesantes paréntesis de sus clases. “¡Feminismo!” La palabra horrorizaba a casi todas las personas, con excepción de media docena de hombres


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