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ARTE, CULTURA, ARTESANIA, Esteban Valdés

Arte, Cultura y Artesanía

Empiezo recordando la vez que escuché a Alice Chéveres decir “jamaca” en vez de hamaca, y me entusiasmé. Todavía ella decía “jamaca”, y siguiendo el hilo del pensamiento Heideggeriano de Alicia como término para desvelar la verdad, para buscar entre el velo de la realidad el fenómeno oculto, busqué entre la colección de palabras de origen arawaco en el diccionario de Hernández Aquino todas las palabras que empezaban con la sílaba “ja”. Así entre “jacanas”, “jájome”, “jayuya” y “jaguas” redescubrí que la sílaba “ja” se utilizaba para designar lo que estaba sobre la tierra y suspendido, como la “jamaca” que aquella voz había transformado recuperando su significado inicial. Seguí en un viaje retrospectivo hacia el lugar mítico de origen de los Arawacos en Brasil, hacia “jijijapa”; allí, los ancestros me advirtieron sobre el jaguar, el que brinca y muerde. Sobre el uso de los muchos sonidos ancestrales que se han perdido en la comunicación y que ya no utilizamos; de la importancia de escuchar los sonidos para la supervivencia, del ruido que los contrarresta; y de los neologismos que todavía podemos crear y utilizar, palabras que sean cónsonas con nuestra lengua postmoderna, y así enriquecer nuestra cultura. Rescatando aquellas cosas que yacían en la oscuridad del pasado, olvidadas pero en el camino del pensamiento del futuro deseado.

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Ampliando la búsqueda me cuestioné por qué los españoles habían sustituido la jota por la hache. Todavía en ese jamaqueo, releo a los primeros cronistas que llegaron a las Antillas, quienes trataron de captar los sonidos de los indígenas, los transcribieron a sus lenguas y los añadieron al castellano. Veo que Pané era catalán, pero que escribió para Cristóbal Colón en castellano, para ser traducido al italiano por Ulloa y luego, mucho más tarde, sus escritos vueltos a ser traducidos al castellano. Lo consulto con Joserramón Melendes, que me recuerda nuestras ponencias en los foros universitarios cuando defendemos nuestras novedosas propuestas poéticas contestando los proyectiles de preguntas lanzadas por los estudiantes sobre la lengua y la ortografía, desde la gramática de Nebrija a los posteriores, que los catalanes utilizaban la equis para el sonido de la jota. Así reencontré el Don Quixote mirando en el espejo a Don Quijote. A los cronistas castellanos cambiar las equis de los Mexicas, por un México español. Me fui más lejos, a la Hispania del tiempo de la antigua Tarragona, Tartessos, cuando los fenicios plasmaban sus sonidos en el alfabeto, y llegué hasta la hache original, H, todavía signo de una puerta, y me detuve. La H era indicativa de que la siguiente letra no se pronunciaba, recurso utilizado por los griegos para hacer una pausa aspiratoria frente algunas de las vocales que incorporaron del alfabeto fenicio para poder escribir su lengua hablada con sentido y corrección griega. Préstamo que hacen a los romanos y dejan como legado a nuestras lenguas romances. Regresó a los castellanos, pero estos todavía no la habían enmudecido: utilizan la hache para denotar la aspiración como jota, ya no es la i escrita con un pie alargado llamada iota, sino jota. Añadí otra acepción de la hache aprendida en español antiguo, cuando la hache era allí la efe de Fernando y de fierro del Mio Cid, transformada en Hernán o hierro; entonces, también era una jota débil. Con el recuerdo inquisitivo apuntando hacia Gonzalo Fernández Oviedo, que consideraba a los indígenas como homunculus y no humanos con espíritu (alma que sí veía Las Casas), le echamos la culpa de ser uno de los que contribuyó a sustituir la jota indígena por la hache castellana.

Me encuentro con Chemi Rosado-Seijo en una las lecturas de intercambio bajo la inspiración del árbol de la cojoba en la Universidad de Puerto Rico, invitado por Jorge González, y me atrevo a decirle que la patineta o “skateboard” se dice “macanoa” en un neologismo arawaco. Pero tras consultar con los ancestros, con los nietos de la Boa, les oigo decir: “macana”, y pienso en la muerte cuando decían “macanaa”. Voy donde los otros ancestros Arawacos, los nietos del

jaguar quienes me advirtieron sobre el sonido del vocablo jaguar, y digo ¡claro! Entonces, ¡jacanoa!

¡Oh! J. Huizinga y Roger Caillois nos recuerdan la importancia de los límites del juego y de la seriedad en el rol del desarrollo de la civilización: en la animación (estética) de los aspectos esenciales de toda la cultura, en el arte, la poesía, hasta en la guerra. Schopenhauer nos quita de la tristeza existencial viviendo para la creación artística y su veneración. Gustavo Esteva, voy también aprendiendo, usando la educación liberadora de unos seres “ordinarios” que destellan halos extraordinarios como Alice Chéveres y su hijo Félix, que han hallado los senderos hacia los distintos sitios donde vivieron en la isla los nietos de nuestros ancestros, en el complejo de cuevas conocidas como las Cabachuelas.

El taller de cerámica de Alice en Morovis es donde se aprende la elaboración artesanal de las vasijas, modeladas como lo hacen las Taínas. El taller también sirve de acceso de entrada a los múltiples senderos que conducen hacia las Cabachuelas, estas cuevas que durante décadas fueron reconocidas por famosos arqueólogos extranjeros

y nuestros mejores arqueólogos, Ovidio Dávila y Roberto Martínez. Félix Chéveres, quien se crió explorando las cuevas y las conoce como la palma de su mano, fue nuestro guía. Fuimos hacia la que él llama la cueva de Los Ángeles, donde encontramos en la entrada petroglifos advirtiendo sobre su magia, representada por las figuras de la cara del hijo, de la Madre Tierra, el espíritu de la lluvia, Boinayel, y de la propia Atabey. Ambas figuras en sus paredes y en sus columnas de estalactitas; en una de ellas la versión dual de la Madre Tierra bajo el aspecto de Atabeira con sus dientes y cabeza de calavera, ya parcialmente borrada por la continua acción cársica del devenir del agua que sigue sus proceso naturales. En la búsqueda por descifrar este lenguaje que nos dejaron tallado los bojiques, y a veces caciques, en las piedras, que sabiamente nos dejaron previendo lo que podría ocurrir en el futuro por la transculturación en aras de la llamada civilización española y ahora inglesa que amenaza sustituir los valores de la cultura ancestral.

Entrando a la Cueva de los Ángeles, vemos a Boinayel, con sus ojos lacrimosos que se convierten en la forma de un murciélago volando o un ser alado, representado por las narigueras de los payés y caciques de las etnias procedentes del norte de lo que es ahora Colombia. Tiene bajo su cara cinco estrías que descienden simulando la lluvia. Una mirada a la columna derecha y vemos más caras que se confunden entre la pintura y la talla original, como las caras de Atabey o de Boinayel, adivinamos… la del medio, ¿es Atabey o es la de Boinayel? Las lágrimas descienden de sus ojos. Esta seguida por otras similares, dato que anotamos. Debemos regresar para hacer unas impresiones y definir más las figuras. Jorge González recuerda el texto de Pané donde habla de los seres que se transforman en piedras a la entrada de las cuevas cuando les da el sol de la mañana, según uno de los mitos arawacos de los habitantes de la isla hermana de Quisqueya. De la Cueva de los Ángeles pasamos a la llamada por Dávila como la Cueva de los Gemelos. Encontramos en su interior, a la izquierda, en la figura de la cara y el cuerpo, la representación de un bojique. Tiene algunas características de las figuras de los bojiques con caras excéntricas: sus brazos podían ser piernas, su cuerpo podía ser una cara con dos extensiones sobre su cabeza88, ambas terminando en los tres dedos de los bojiques. La I de la derecha podría ser indicativo del culto a al planeta Venus, por la cruz sobre la “cabeza”.

No muy lejos de este bojique, tan singular, están otras representaciones de bojiques. En otra pared a la derecha de la cueva, también dibujada con carbón, otros dos diseños, más primitivos: las figuras de dos bojiques

representados como iguanas en esquemáticas líneas, como figuras de palos. Una de ellas, la de la derecha con cabeza pero todavía con una larga cola, nos recuerda que los caciques o bojiques eran los únicos que podían comer iguanas, como dueños del territorio; los únicos señores que podían comerse el reptil como bocadillo y así asegurar su fertilidad y por ende su progenie, estableciendo una temprana diferencia de clase social.

Seguimos hacia otra cueva mucho más pequeña llamada Cueva de los Cristales ya que alberga una incipiente gruta, muy oscura, que al iluminar las estalactitas con las linternas revela su naturaleza cristalina de cuarzo que está todavía en formación. Cientos, miles, caen como “sorbetos” del techo y de ellas las gotas que mantienen mojada la arcilla del suelo. Lamentablemente hay quien ha recortado cientos de ellos pues contienen cuarzo y son una fuente de ingresos económicos de fácil acceso.

Hemos estado acompañados por Amanaj Ri, quien es un bojique y maestro de la botánica. Comemos flores con sabor a malvaviscos de una planta que se llama verbena; nos frotamos con hojas de higuillo oloroso, camuflando los sudores producto de la caminata de cuatro horas y pico. Estando en periodo de la luna menguante, recogemos bejucos de calabacilla para las cestas; eneas para la construcción de asientos, alfombras y paredes; frutos cítricos, pana de pepitas traída para alimentar a los esclavos negros y otras que naturalmente crecen allí; recogemos arbolitos de mamey, la fruta que era el manjar de los “dioses”, e higueras.

Todavía pienso que todo está por hacerse. Descansamos y regresamos donde está Alice Chéveres, con quien compartimos nuestra enaltecedora experiencia. Mi esposa se junta con Alice y se ponen a hablar de cosas de mujeres en el balcón de su casa, mientras nosotros los varones nos quedamos descansando frente al columpio, hablando de cosas de hombres, como en los viejos tiempos. Pienso en los mitos del yuuripili, el mito que establece la separación del conocimiento por sexo, dándole la ventaja a los hombres como los apoderados de los arawacos. Pienso en que Luisa Capetillo se quitó los pantalones para dejar puestos los de Santiago Iglesias, para que fuera a Washington D.C. Sobre la olvidada Ana Roqué de Duprey y su campaña por conseguir por lo menos el voto para las mujeres. En los comentarios de José de Diego de que las mujeres no debían involucrarse en la política, por ser ésta cosa de hombres. En la lucha de la dirigencia Zapatista para integrar y capacitar el liderato de las mujeres, pues al fin de cuentas, son ellas las que hacen la mayor parte del trabajo. En la Comandanta Ramona. En las escuelitas zapatistas. En el respaldo a la nominación de una mujer indígena para participar en las elecciones nacionales en México. Los hombres todavía mandan en el patriarcado.

Pienso en la búsqueda de Jorge por el Coabey que debe ser la misma de los ancestros cuando subieron por el río de Ciales, o Manatí, o el de Morovis buscando el análogo del paraíso terrenal. Buscando la fuente del río donde emana el agua de la Madre Tierra. Allí en las Cabachuelas estaban las características de un lugar mítico como el Coabey. Cerca queda una quebrada, ahora nombrada Quebrada de los Muertos, pero estoy seguro que era la de los ancestros, y que los espíritus de los ancestros todavía siguen por allí.

En ese lugar había manantiales, comida y refugio. Había misterio, el Apito era la casa de la Madre Tierra, de las Guácaras, del Zuimaco, de la magia, de Yermao y de los vasos comunicantes.

De los más de cinco nombres que se dan a la Madre Tierra, el más significativo es el de Atabey; los demás son sus propiedades, características o manifestaciones. Títulos de reverencia e invocación. La letra A de Atabey significa el

principio genérico del devenir, expresado con el símbolo universal en las piedras talladas en espiral.

La espiral. El ideograma para resolver problemas. El fluir constante. La energía de la Tierra. La representación del espíritu de la Tierra. La letra A al principio de Atabey. La emites al final de la palabra canoa y mueves la tierra debajo hacia adelante, como la cabeza de la serpiente del río. La sílaba ta, es la de la abuela ancestral. La Tata, la Yaya, la Madre, todavía en uso por nosotros. La sílaba Be con el sonido de la i, Bei, es la unión de la Madre Tierra con nuestra ubicación temporal espacial. Estamos en el Be, entre el cielo Bo y el inframundo Ba. En el ombligo del cosmos. En la barriga de la Madre Tierra.

(Las pleyades — las semillas — marcando el tiempo de sembrar entre marzo-abril, la primavera o la Garza Blanca, de los arawacos—Anacuya— la estrella Polar también tiene siete estrellas cuando forma la Osa Mayor).

“Todos los apellidos de la gente, todos esos animales, los imakanasi, se hallan representados en los petroglifos. Más adelante observamos que los imakanasi se identifican con

la astronomía, por ejemplo, el imakanasi garza tiene que ver con la constelación que se observa en el cielo cuando comienza a declinar la estación seca,” Leonardo Paez

La división del mundo en cuatro direcciones, basada en los solsticios; también representa el mundo de arriba: Bo, el cielo; Ba, abajo, el inframundo; el Este, la región del Alba; y el Oeste, el Coabey. Bei, en el centro, el ombligo de la Madre Tierra: el hombre. La Madre Tierra tiene un hijo mayor: Boinayel, el hijo de la Boa Parda, a veces gris. Se manifiesta en la o las nubes de lluvia. Boinayel se reconoce en las tallas o petroglifos por su cara, pues no necesita extremidades, y se distingue por las estrías de lluvia que descienden por su cara, de sus ojos, o por su pene, órgano que lo distingue de las caras de su madre que exhibe sus dos piernas, muchas veces enroscadas en espirales o volutas. También como madre de las aguas es a veces representada con estrías que descienden de su cara.

Después de años de estar visitando sitios con petroglifos en Puerto Rico, los pocos de Tibes, los de la Plaza Caguana, una y otra vez. Después de haber creído descifrar el por qué de las cabezas negroides olmecas en la costa del golfo de México, y por ende haber estudiado la cultura formativa que dio base a los zapotecas y mayas. Después de haber caminado y visitado Monte Albán, Oaxaca, desde los ocho años, y de viejo tomando la ruta larga por Yucatán, en los solsticios, viendo y hablando con los mayas, los maestros y chamanes de hoy, en peregrinaje hasta las pirámides de Chichen Itza. Después de haber intentando descifrar los glifos mayas hasta que aprendí el apellido de quienes lo hicieron, y creí captar su cosmovisión escrita tardíamente en el Popol Vuh. Después de visitar como culto el Museo de Antropología Nacional en el Parque de Chapultepec, donde mi tío antropólogo trabajó como uno de sus fotógrafos oficiales. He tenido la suerte de tener un hijo arqueólogo que estudió en el INAH (Instituto Nacional de Antropología e Historia de México), quien a veces creo que se excede en su profesionalismo académico, por su rigurosidad científica y los macanazos que me da para iluminarme y resolver mis interrogantes.

Me sentía capacitado para decirle al artesano Martínez, en una reunión en la Plaza Colón en el Viejo San Juan, qué significaban la colección de figuras de petroglifos de Borínquen que tenía reunidas en el cuaderno que utilizaba su compañero para realizar sus dibujos en la confección de sus trabajos de artesanía local. A este artesano, para mi sorpresa, no le pude decir quién era esa figura de cuya cara descienden unas rayas. Posteriormente averigüé que le decían figura de caras con barba. Todavía no he

visto más de tres indígenas con barbas en mi vida. Pero redescubrí a Boinayel en la República de Santo Domingo, y allí todavía le ponen el nombre de Boinayel a sus hijos. Allí descubrí que le conocen como el “dios” de la lluvia. Asunto resuelto. Ahora veía a Boinayel en todas partes, sus petroglifos están regados por todo Puerto Rico. Así también descubrí a su madre, Atabey, a la cual estaba unida en su vientre o por unas líneas de relación, en su representación antropomorfa. Dejó de ser la Caguana.

Lo próximo fue averiguar de dónde y cómo venían los diseños de las figuras, así que recopilé todos los que podía encontrar en Venezuela —¡oh Ricardo Alegría!— para descubrir que también había en Brasil, en Paraguay, en el norte de Argentina, en el norte de Chile, en Bolivia, Perú, Ecuador, en Colombia, Panamá, Costa Rica, Honduras, Cuba, Haití, Jamaica y las Islas Vírgenes. Todos estaban relacionados, pues surgen de los arwacos, uno de los tres grupos principales que poblaron Sudamérica desde 5,000 años antes de nuestra era. También tienen influencias de los pre-Incas y de los Muiscas, que ya tenían sus propias tallas en las piedras. Definen su cosmovisión en los petroglifos en los sitios sagrados y las rutas que seguían, que recuerdan todavía en sus areitos cuando las recorren en su pensamiento cantando los sitios por donde han estado desde que salieron de su ya mítico Jipijapa, en las Amazonas.

En sus cantos y leyendas sobre su Madre Tierra, ella tenía varios nombres de acuerdo a las distintas etnias, clanes y fratrías, pero era la misma. En el Perú podría ser Huaca, el espíritu de la Tierra; en Borínquen, Guaca; en Bolivia, la Pacha Mama; en Colombia, la Madre de las Aguas. La artesanía local de estos sitios tan aparte y lejanos refleja una y otra vez esta cosmovisión en sus cestas, en su cerámica, en sus tejidos. Esta cosmovisión está expresada todavía en el pueblo, fuera de los museos, de las galerías de arte; muchas veces ignorada y relegada a un segundo nivel por los académicos que prefieren “estudiarla” entre ellos y esconderla de los ignorantes en las bóvedas donde el pueblo no va. Los museos internacionales las coleccionan y a veces las muestran fuera de su contexto, desvinculándolas de su sentido original. Las observan como objetos enigmáticos y excéntricos. Desvinculando a sus creadores de ellos, creando una ruptura epistemológica y a la vez imposibilitando el acceso a su significado por parte de todos. En el Museo de la Universidad confunden cuando rotulan a un ancestro por un manatí, o una pieza temprana de la representación de Atabey y Boinayel tirada como una piedra decorativa en vez de estar erigida como menhir, como era su intención original. De ahí la importancia de restablecer nuestra relación directa con estos “objetos”. No es lo mismo ver las imágenes, fotos de ellos, o saber que están bien guardados, a tener un acceso directo y personal con el objeto. Se rompe la fuerza o relación con sus creadores. Se desvincula el hechizo de su magia con la que fue intencionada.

Recuerdo a Sartre, cuando describe el poder de captación de la mirada y sus consecuencias psicológicas y fenomenológicas entre el objeto y el sujeto. A los huicholes cuando no se dejan retratar porque se les captura el espíritu. A los yanomami cuando reclaman que les devuelvan la sangre que se llevaron los científicos para analizar su ADN, pues están incompletos.

No entraré en lo que es la Cultura. “¡Al Diablo la Cultura!”, alguien gritó por ahí.

¡Oh, Levi-Strauss, ay! Pero sí diré que la cultura de hoy día es global. Lo que se hizo ayer en África es importante para comprender lo que hacemos hoy día, y lo mismo vale con lo que se hizo en Mesopotamia, y más allá en Asia, en China, en Europa. Cuando estudié en Humanidades, protestamos que el currículo era de Europa y Norteamérica.

Logramos entonces establecer el Programa de Historia de Latinoamérica. La cultura de hoy requiere tener datos disponibles de todas las culturas; hacia allá nos llevan los medios de comunicación. El sincretismo cultural es inclusivo. En esta cosmovisión es necesario rescatar el pasado a través de todas sus expresiones, y la artesanía es parte fundamental porque viene del pueblo. Los artistas del ayer surgen de los artesanos: la elaboración de piezas tanto utilitarias como ceremoniales vienen de los artesanos y el arte de aquellos que se especializaron en la competencia.

Cuando veo una silla tejida y elaborada por Jorge, veo al Artista. Tanto respeto le tengo como a los cuadros minimalistas de mi amigo Julio Suárez en la misma Casa de las Lunas en Caguas. Veo Arte en los diseños de las alfombras de eneas. Me da miedo sentarme en ellas, aunque después de la Bauhaus, ¡al diablo el concepto de la cultura de la clase dominante! Pero todavía siento que tengo ese miedo que se utiliza para controlar, ya desde mucho antes por los sacerdotes, para reservarse y excluir a al pueblo de la belleza. Para alejar al pueblo del objeto a venerar. Cuando veo las vasijas de Alice Chéveres también

veo a la Artista. ¡Oh, Francisco Toledo, cómo te atreviste a ilustrar el Bestiario de Borges! ¡Debe de estar retorciéndose en la tumba!

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