¿Ha probado alguna vez comida filipina? Cantina Sunae Christina Sunae nació en Estados Unidos como su padre. Su madre era coreana. Vivió en Japón hasta que ellos se divorciaron y él se volvió a casar con una mujer filipina. Entonces se mudó a Ángeles City, en la provincia filipina de Papanga. Allí echó raíces, encontró su identidad definitiva, ya no importaba si viajaba, como lo hizo, al otro lado del mundo. Cuando Christina llegó a la Argentina, aprendió español, encontró marido y tuvo dos hijos, pero ya era filipina, y la mejor manera que encontró de expresarlo fue a través de la gastronomía. Noches de familias y amigos. Christina, sus cacerolas y woks. Y los elogios, los constantes elogios. Tantos que un día decidió a abrir las puertas de su casa, y comenzar a recibir comensales de pago. Pronto tuvo reservas para muchos meses por delante. Y el salto fue inevitable. Hoy tiene un restaurante de sello propio en Palermo y acaba de inaugurar otro en Filipinas. Su compañero de ruta fue Franco. Él nos recibió en el restó un viernes a la noche. Las mesas estaban todas ocupadas, pero pudimos conversar placenteramente (hay paneles acústicos por todos lados y suficiente espacio entre mesas para no charlar con el vecino). “¿Qué comentarios tienen de otros cocineros?”, se nos ocurrió preguntar. Y nos reveló un secreto: “muchos de los cocineros de renombre de nuestro país fueron un poco críticos al principio ¿quién era esta mujer de nombre coreano y tradición filipina que cocinaba en su casa? ¿dónde estudió? Pero del dicho al hecho hay mucho
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PROASIA Marzo / Abril 2020
trecho: vinieron a cenar, se dejaron conquistar por los extraños sabores, y hoy son colegas amigos y comensales habitués”. Habla de Christina con especial admiración. “Ella era una nómade. Quería visitar Argentina para aprender español, y por alguna razón alguien la contactó conmigo. Me llamó por teléfono, nos presentamos y me hizo la pregunta más extraña del mundo: ¿tenés una arrocera a vapor? Evidentemente, la suerte estaba echada, aunque lo supimos mucho más tarde.” Se acercó una mesera, Isadora Peixoto. Conocía el menú como un testigo de Jeohvá conoce la Biblia. Nos recomendó dos tragos: el Ginger Kamikase, a base de vodka con jengibre, limón, triple sec y un syrup secreto. Y el Pong Pong, una versión del Pisco Sour pero con manzana verde y apio chino. También marchó un plato de Kinilaw Sa Pipinu, una ensalada cítrica de pescado fresco del día, con pepino, mango, jengibre, leche de coco, polvo de shiso y maní, cubierto en chile y lima seca. Fresco y delicioso. El ambiente es cálido, iluminado tenuemente para generar intimidad. La cantina tiene dos salones uno al ingreso y otro en el fondo, conectados ambos por la barra. Como si se tratara de esa imagen tan repetida en el Sudeste Asiático de las dos escudillas de arroz, conectadas por una vara de bambú, que cargan los campesinos sobre sus espaldas. Detrás de la barra, la cocina a la vista, donde chef, cocineros y ayudantes