ProAsia 32

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Literatura

Arroz Cuento del libro “Los árboles caídos también son el bosque” de Alejandra Kamiya Hoy es jueves y los jueves almorzamos juntos. Hablamos mucho, o lo que para nosotros es mucho. Ninguno de los dos somos personas que otros consideren conservadores. A veces hasta almorzamos en silencio. Un silencio cómodo, liviano como el aire del que está hecho, y en el que se expresa mejor el sabor de lo que comemos. Algunas otras veces cuando hablamos, las palabras van formando pequeños montículos que lentamente se transforman en montañas. Entre una y otra hacemos silencios largos: valles en los que pensamos como si anduviéramos. Elegimos un restaurant que es una casa antigua en San Telmo. Tiene un patio en el centro, un cuadrado de cielo propio, nubes diferentes todo el tiempo. La conversación con mi padre avanza a un paso tranquilo. De repente, en medio de una frase, él dice “…limpiar arroz…” y junta las manos haciendo un aro con los dedos y las mueve como si 34

PROASIA  Enero / Febrero 2020

golpeara algo contra el borde de la mesa. Lo que ocurre de repente no es que él diga esas palabras sino que yo me doy cuenta de que no sé cómo se limpia el arroz. Lo que ocurre de repente es que me doy cuenta de que sé muchas cosas de él así, sin saberlas, apenas intuyéndolas. Sé que mi padre en sus manos debe estar sujetando un manojo de algo que yo no veo. Busco en mi memoria los campos de arroz que vi en Japón e imagino que el manojo debe ser de esa especie de juncos verdes. Deduzco torpemente que el arroz debe estar adherido a las plantas y al sacudirlo, debe caer. Como frutos muy pequeños o semillas. Viendo los gestos de mi padre puedo llegar al pasado, a Japón o a la historia de mi padre, que es la mía. Como los impresionistas, sin buscar los detalles sino la luz, como conozco los árboles de la vereda de mi casa, sin saber sus nombres, pero sin poder imaginar mi casa sin ellos. Así converso con mi padre:

segura y a tientas. Él dice por ejemplo que este país tiene “200 años apenas”, “un país niño”, dice, y junto al niño yo veo a un Japón viejo, con manos en las que la piel cubre y descubre la forma de los huesos. Si él se agarra la cabeza cuando dice que corrían por campos de té, yo sé que pasan aviones por el cielo que no veo y que bombardean. Miramos el menú y elegimos platos que vamos a compartir. Mi padre nunca se acostumbró a comer un solo plato. Fue mi madre la que se acostumbró a preparar varios platos para cada comida. Después hablamos de libros. Él está leyendo, Mozart, de Kolb, y lo lleva consigo a donde vaya. Mi padre siempre lleva un libro y un diccionario con él. A mí, que nací y me críe en Argentina, me da pereza buscar palabras en el diccionario. A él no. El español de mi padre japonés es más vasto y más correcto que el mío. Me cuenta que fue a hacerse unos estudios que le ordenó el médico y mientras espera-


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