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Jossianna Arroyo – Crónica Memoria con ángeles

Memoria con ángeles

Jossianna Arroyo

Crónica

“Si no fuera cuentero, ¿qué sería? Si tuviera que fallarme algún sentido, ¿cuál escogería? Las palabras son ojos, son oídos, son lengua y la piel de nuestra historia (o de mi historia), son el sabor que me permite anticipar el paladar del tiempo.”

—Manuel Ramos Otero, “Descuento” (Página en blanco y staccato, 94)

Hoy, 9 de octubre, viernes de Oyá y con la luna en Cáncer, te escribo estas notas, Manuel, con el fin de recordarte y que podamos conversar. Anoche, mi alma se sintió agitada y, por primera vez en los meses en que comenzó el encierro de la pandemia, sentí un ataque de ansiedad. Inmediatamente cerré los ojos y traté de calmar la respiración. Luego de varios minutos, cuando llegó la calma, pensé en ti. Quizás estabas con ánimo de conversar. Eran las 9:00 de la noche. El desvelo feroz de la 1:40 de la mañana me recordó que preferías conversar mucho más tarde. En vez de escuchar tú voz, me fueron llegando imágenes, escenas de seres y espacios amados por ti en vida. Casi como si el hecho de que nunca te conocí personalmente refiriese espacios e imágenes como marcas y recuerdos de que tu espíritu todavía está en las

luces y en las sombras de una temporalidad, aquella que define las islas que nos vieron crecer… y que ese mundo, aunque también es y fue imagen de otros tiempos en tu vida de exilado, continúa siendo imagen-luz de huecos negros y estrellas perdidas. El tiempo es una elipsis de deseos y figuraciones donde la imaginación es un presente eterno, donde el antes y después no existe. No hay antes y después cuando imaginamos esos lugares amados en la isla desde la familia y aquellos vivos y muertos que nos acompañan. En estos momentos de encierro y crisis son ellas y ellos los que me dirigen. Imagino que el encierro no te hubiese sentado bien, querido Manuel, y que quizás, como yo, tendrías que acompañarlo a veces de un trago, lectura, escritura y música constante. Imagino que hubieses salido a caminar casi todos los días, como lo hago yo, cuando tengo que pensar en soledad. Fíjate, Manuel, a mí no me acompaña la ciudad, sino un abismo suburbano de casas cerradas y, de noche, muy oscuras. A veces llegan venados con ojos asustados y búhos cantores que acompañan el silencio de las mañanas. Mi primera memoria en un mar, en el norte de la isla, en ese mar que amaste tanto, Mar Chiquita, me llevó a un día de playa familiar por allá por la década del 70; a media mañana un día que el cielo estaba con barrunto de lluvia. Había muy poca gente en el mar y mi primo G. y yo entramos solos al agua. Las olas del arrecife batían de un modo feroz ese día y la cascada de mar entraba con giros de blancura y espuma bien cerca de la orilla. Me quedé un rato observando la explosión de mar. No recuerdo si íbamos de manos, pero en un momento noté que el agua le estaba cubriendo la cabeza y que estaba casi inmóvil. Casi como jugando le agarré la mano muy fuerte y lo moví hacia mí. Luego me di cuenta de que G. había perdido el piso en una de las cuevas de arena y se estabas ahogando. Si antes éramos primos inseparables, ahí marcamos nuestro destino como hermanos. Quisiera decirte Manuel que esas cuevas y fosas submarinas son las mismas, que las corrientes continúan igual de fuertes, que el paisaje no se ha transformado; te mentiría sólo para saber qué sonríes al escuchar que ese primo que salvé, ese hermano, vivía enamorado de los ángeles y de los nenes, como tú, que le fascinaban las imágenes religiosas y que también fue monaguillo. Que la fascinación por la iglesia y las mantillas lo llevó a los amores y deseos profundos de su misma carne, igual que a ti. Que tenía una abuela postiza que le seguía el juego y le ponía mantillas en el pelo cuando jugaba a que era la Virgen. La familia soñó que quizás el fervor religioso lo llevaría por el buen camino, pero ese amor por los nenes nunca fue una renuncia al deseo, sino una apuesta al amor. “Los ángeles no tienen sexo”, me dijo mi hija el otro día, y, “¿Qué pasa cuándo visitan? ¿Se acuestan con los cuerpos que cuidan?” Depende, le dije yo. Tú Manuel, que te has acostado con ángeles, reconoces el frío que suelen dejar los ángeles cuando te abrazan y luego se van. En casa de mi abuela yo cantaba y reía en los días de lluvia. Me iba a la esquina de la enredadera dónde caía un chorro limpio de agua y podía mojarme los pies. En esos días G. y yo hacíamos canciones y obras de teatro con la escenografía exquisita del jardín y los pájaros de mi abuela. En “La Sirena y el Sirenito” éramos criaturas de mar que podíamos respirar bajo agua y que, aunque con cola, podían andar mágicamente entre el mar y la tierra. Entrábamos otra vez a los brazos de Yemayá, G. tú eras como un Inle hermoso, sin voz, pero conocías todos los secretos del mar. “A tí no te gustan los nenes”, le dijo una vez un sicólogo de turno, “tú simplemente quieres ser como ellos”. “No”, le dijiste con la fuerza de tus cuatro años, “yo no quiero ser como ellos, yo los quiero besar.”. Éramos 13 primos en total. Ya P. se había ido de Puerto Rico, varios años después de ti, Manuel, a fines de los setenta, a vivir a NY. Cuando salió del closet en la escuela superior nadie dijo absolutamente nada. Sólo una tía religiosa comentó sobre la pena, la pena profunda de que se iba a condenar ya que al ser homosexual “no iba a tener familia”. Qué poco sabe esa tía, Manuel, de lo que es una familia, cómo se forma y por qué. G. y yo crecimos admirando a nuestro primo P. Igual que él, sentíamos la vida familiar como una cárcel severa y extraña. La moral de esos años parecía que estaba llena de abundancia, pero ocultaba una tristeza profunda y melancólica. Éramos tres raros en una familia triste que vivía como si estuviera alegre. Ahora que P. se había ido de Puerto Rico a Nueva York, a bailar en una compañía de baile profesional, el patito eras tú y yo la acompañante, la que seguiría quizás por el camino de la locura y, aunque calladita y observadora, la que acusaban de ser rarita y “llevar la música por dentro.” Yo era la preferida de mi abuela. Vivía bajo su sombra protectora, cambiándome el uniforme de la escuela por sus pajamas y mumus favoritas. Dormía en una cama a su lado envuelta en los aromas de Coty y sus sachets de jabón Maja. Su cuarto tenía dos espejos grandes

que cubrían las dos paredes del closet. G. y yo pasábamos horas muertas metidos entre su ropa y sus maletas de viaje soñando con otros mundos. “Esa niña cerró los ojos porque vio algo que no tenía que haber visto.” Comentó una sicóloga con cara muy seria. “No debieron haberla traído tan tarde. Tiene demasiada imaginación. Sus tendencias fantasiosas pueden causarle problemas en la escuela y en la vida.” La luz cambia de azul a blanco, filtro ideal para la palabra. Manuel, cuando llegaron tus cuentos y poemas a nuestras vidas ya estábamos los dos en la Facultad de Humanidades. G. se había ido de su casa cuando su padrastro, cansado de lo que llamaba “estilo de vida homosexual”, lo botó. Una noche, cuando regresaba de la discoteca, la puerta del apartamento estaba cerrada. Por esos días mi abuela lo recogió en su casa. Ahí continuó nuestra vida juntos. Ese primer año de la Facultad de Humanidades, G. llegó con un libro en la mano, Página en blanco y staccato, y me dijo: “Compré este libro para una clase, ¿quieres apuntarte conmigo?” Fue ese mismo año que un amante te expuso, G., al VIH positivo. Tenías 19 años. Manuel, fueron tus palabras la fuerza necesaria, el lugar inmenso que usamos para navegar la incertidumbre de aquellos días: las continuas visitas al Centro Médico —el único programa disponible de ayuda en San Juan en ese momento— y tus cambios de ánimo, G., al pensar que el VIH positivo era, pensábamos en ese entonces, una sentencia de muerte. Te leíamos con fuego en el cuerpo porque yo sentía que iba a perder a un hermano y G. porque quería entenderse a través de tus palabras. Entender que amar te puede enfermar en el momento justo en el que te aceptas y estás listo para amar, es una causa terrible. Qué causa tan triste y cruel la de tu generación Manuel, y la que heredamos como generación del SIDA. ¿A quién le pasaste la cuenta, Manuel? Por esos años, G. siguió, a pesar de la furia del diagnóstico, con sus primeros tratamientos. Yo me convertí en una fuerte aliada y me eduqué sobre todo lo que tuviera que ver con sexo con protección. Aquellos cocteles que causaban cambios de ánimo nos preocupaban profundamente. Por esos años, G. terminó su bachillerato y yo me preparaba para solicitar a escuela graduada en Estados Unidos. Nuestra abuela comenzó a envejecer más y fue muy duro separarnos de ella, pero era lo que nos tocaba. Para eso nos preparó, por muchos años, cuando se sentaba en el sillón del balcón y nos decía aquello de: “Esto es para ti, no lo olvides nunca.”

En estos momentos de encierro y crisis, son ellas y ellos los que me dirigen. Imagino que el encierro no te hubiese sentado bien, querido Manuel, y que quizás, como yo, tendrías que acompañarlo a veces de un trago, lectura, escritura y música constante.

Cuando G. hizo estudios en Paris VIII, en un programa de intercambio en la Sorbona, lo visité. Entre los acentos y vidas de la migración caribeña, africana y árabe que lo acompañaba, se hizo más independiente. Igual que con mi primo P. años antes, Europa fue un lugar de alegrías y un refugio. Abrirse al mundo fue un modo de amarse, huir de nuestra niñez y seguir aquello de que “uno se refugia en el amor como en las ciudades”. Guardo todas tus cartas de esos años, G., y nuestras fotos cerca de Passy, en Père Lachaise, en las discotecas árabes y africanas. Ese París de los noventa fue su refugio de amor. Años después aprendería una palabra, “sexilio”, que, en tu caso y el de P., se aplica igual que en el tuyo, Manuel: se fueron porque la moral de un país los expulsó. Hoy, mi corazón ansioso me dice que, también y de muchas formas, yo fui expulsada. Una amiga me dijo un día que yo debería regresar porque las penas que me hicieron irme ya no están. ¿Qué sabe ella? Yo me fui a estudiar y con ganas de volver. Nunca regresé. No me hizo falta. Las penas continúan y no son razón suficiente para hacer vida en otro lugar. Por esos años dejaste el plano mortal, Manuel, y tuve la suerte de estar en el hermoso homenaje que tus amigos y familia te hicieron en San Juan. Recuerdo tu maquinilla encima de una mesa oscura, una mesa que me pareció muy pequeña. Te imagino escribiendo con un trago de Southern Comfort en las rocas, sin pausa, como si te dictaran los diálogos y las escenas. Si los escritores no son dueños de nada, para los médiums escribientes como tú, Manuel, la palabra se siente en el cuerpo, es un dolor que se guarda en la carne, en la agudeza de la respiración y la vibración de las manos. Imaginé tu cuerpo encima de la máquina de escribir y traté de seguir las marcas de los miles de vasos en círculos concéntricos. La escritura es, como bien tú señalas, el abismo perfecto de la soledad. Aterrizar en San Francisco crea la sensación de que el avión va a caer al mar. En el San Francisco de los años noventa, el mundo de los bares latinos como “El Río” y “Esta Noche” organizaron mi vida y le dieron sabor a mi alma. Los amores de esos años me hicieron crecer con cautela. Vivía con un pie en la clínica local, yendo a charlas, aprendiendo y, sobre todo, tomando control de mi sexualidad. Por esos años escribí algunos ensayos sobre tu obra, Manuel. Tus libros me ayudaron a entender las ciudades, los cuerpos y los amores y, especialmente, a dejarlos ir. Fue ahí que me di cuenta de que muchas fantasías sobre el amor se reproducen, tanto como el dolor, en las ficciones que otras y otros crean de ti, las que la familia imagina, y a veces una se atreve a seguir ese libreto, pero muchas veces no. Agradezco esa sabiduría hoy más que nunca. Es la que mantiene mi pasión y mi serenidad. Mi abuela murió y no pude abrazarla. La distancia de casi 12 horas de vuelo desde San Francisco me jugó una mala pasada. Todavía la lloro, a pesar de que, como sabes, Manuel, espíritu inquieto y juguetón, la muerte no es el final. Todas las semanas mi abuela pide café, perfume y, de vez en cuando, su cerveza en la bóveda en la que siempre le tengo flores frescas. Menos rencorosa que en el plano mortal, es un espíritu de luz que habla poco porque dijo mucho en vida y no perdona a aquellos que le hicieron mal. Es una Ochún justiciera que no come cuentos, ni en esta vida ni en la otra. G. le pone girasoles en el cuarto de la visita, que siempre está lleno de luz y con aire de mar. Cuando G. se pone ansioso, le ora para recuperar la calma. Visité a G. varias veces en Miami, donde había comenzado su doctorado. Dos sueños me obsesionaban por esos años: el de una inmensa ola que me arropaba y el de miles de cuerpos acostados, envueltos en sábanas como en teatro de guerra en el estacionamiento del parque Hiram Bithorn. A la ola la veía llegar desde el balcón de una casa costera. Subía en altura e intensidad y me envolvía en un azul claro. El agua siempre estaba limpia y llena de espuma —abría los ojos cuando estaba cerca de tocarme. No podía moverme maravillada por su inmensidad. En el segundo sueño, los cuerpos cubrían toda la geografía del parque, un parque que cruzaba casi todos los días, a pie, de camino a mi trabajo. Ya no sueño con olas ni con esos muertos. Hace tres años, en septiembre, los huracanes Irma y María se los llevaron, tan reales como la muerte misma y en las más de cinco mil vidas que perdimos. Los vientos de Oyá y la furia de Changó destruyeron muchas vidas, incluida la de J.J., hermano de G. Regresar a la isla a enterrar a un hermano menor cuando el que tenía

Manuel, fueron tus palabras la fuerza necesaria, el lugar inmenso que usamos para navegar la incertidumbre de aquellos días: las continuas visitas al Centro Médico (…) Te leíamos con fuego en el cuerpo porque yo sentía que iba a perder a un hermano y G. porque quería entenderse a través de tus palabras.

la sentencia de muerte eras tú, es un dolor que no tiene palabras. J.J. descansa, pero, sobre todo, nos acompaña con su sabiduría en estos días duros de encierro y pandemia cuando pensar es un lujo y la paciencia a veces nos falta. Sobrevivir es una palabra fuerte, Manuel. Estar sobre la vida es un delirio constante, un delirio que requiere un balance misterioso. Últimamente, en el encierro, pensar en mis muertos y en mi familia me ha dado ese balance. Tú, Manuel, que vivías tu vida como un gran teatro lo entiendes mejor que nadie. Mi querido G., ya con 50 años, ha sobrevivido la epidemia del SIDA. Hace un tiempo me llamó para informarme que en sus últimas pruebas no había rastros del virus en su cuerpo. Mi otro primo, P., que ha sufrido la pérdida de amantes y amigos, los recuerda diariamente y conversa con ellos en su día a día. A pesar de su sufrimiento, mis primos hermanos son como tú, Manuel, bellezas transformadoras. Hombres de piel brillante, ojos profundos y sonrisas que desbocan al más fuerte. Todavía trabajan, usan su intelecto y aman con pasión. Han encontrado en la compañía de sus parejas, y en un mundo sin drogas ni alcohol, una paz necesaria. Son agradecidos y viven intensamente teniendo en cuenta a esos que, como tú, se fueron antes y marcaron el paso de los que se quedaron. Yo vivo agradecida por ellos, mis ángeles. Sus historias son suyas, pero también se inscriben en la tuya de un modo paralelo, como sexilios generacionales plasmados de deseos, búsquedas, maravillas y tristezas. Yo creo en que una escoge a su familia. Y tú, Manuel, tanto como G. y P., formas parte de ella. La familia ante todo te enseña a amar profundamente. Ningún amor es perfecto. Nadie ama de manera perfecta ni es amado de manera perfecta, eso es para otro tipo de literatura o canción o historia de vida. No para la nuestra, Manuel. Siento, Manuel, que quizás uno nunca acaba de pagar las causas o deudas que le tocan. Quizás por eso tu visita. Gracias por hacerme apostar por la pasión, el amor y la escritura en esta vida. Hasta la próxima.

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