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Manolo Núñez Negrón - Cuento Latitud sativa

Latitud sativa

Manolo Núñez Negrón

Cuento

Las fotos que acompañan este cuento son de Doel Vázquez Pérez 1

Se lo tengo dicho a Camándula, que me saque al boulevard por la calle Imperial, cosa de que pueda ver las tumbas del cementerio cuando el sol ha empezado a caer y el viento de la tarde, que es amable en esta época del año, mueve las nubes hacia las montañas. Ella apenas habla. Abre el portón, acomoda la rampa de metal, y empuja el sillón de ruedas afanosa, sin quejarse. Le he prohibido usar rolos y chanclas. No me lo dice, porque es parca, discreta, pero yo sé que le encanta venir al Morro, pasar por la Plaza del Quinto Centenario y contemplar la entrada de la bahía: el murmullo del agua que choca contra las rocas, los remolinos de espuma, las gaviotas revoloteando en el horizonte. Los días de lluvia se pone un impermeable y yo cargo con la sombrilla. Completamos la ruta sin fallar: truene, granice o relampaguee. El médico lo ha recomendado: una hora al menos, pasee los pulmones, que se le llenan de polvo, y desliza el estetoscopio por la espalda encorvada, evitando el sostén, las pequeñas úlceras alrededor de la espina dorsal. Cuando alcanzamos la acera cambia de ritmo, desacelera y, si noto que conduce distraída, demasiado rápido para mi gusto, le llamo la atención enseguida: y cuál es el apuro, la novela no empieza hasta las siete. Casi no disimulo la inquietud que me genera observar la explanada despejada, la hierba verde, el faro escoltado por las tres banderas, las murallas decoradas por el musgo, la silueta del castillo que, en las madrugadas del verano, y visto de lejos, bañado por el reflejo pálido de la luna, parece una acuarela que pierde los contornos. Cualquiera diría que allá en el fondo del pecho alguien me destapa una lata de Coca Cola y la efervescencia corre por mis venas sin control. A las doce termino el almuerzo y rezo el Ángelus mientras recoge los trastes y limpia los platos tarareando una canción: por lo general de Juan Gabriel o de Sandro.

Rosa, rosa tan maravillosa. Es eficiente y hacendosa, y tiene buen oído. Entonces le recuerdo sus deberes: a las cuatro, mama, a las cuatro. Esto significa, desde luego, empezar a prepararme a las tres: darme el baño, planchar el traje, maquillarme y dejar la casa impecable: el piso encerado, las cortinas bien amarradas, los cristales de la sala brillosos y los sanitarios pulcros. Convengamos en que lo peor es sentarse en un inodoro sucio. - Dame tinte y échame talco en los sobacos, mija – le exijo. Así es que al salir y pisar los adoquines ya todo cuanto quiero es disfrutar el trayecto y detenerme a distinguir el tamaño de las puertas, los colores de las fachadas, las ventanas abiertas, las flores colgando de los aleros, en lo que llegamos al antiguo Convento de los Dominicos y la brisa alborota mi melena blanca y me invade los bronquios, cansados del constante asedio del aserrín y la naftalina. El azul plomo del océano trae consigo una fragancia a madera curtida, un placentero ruido de velas y caracoles que nos deleita a ambas, aunque ella permanezca callada, con su pelo negro recogido en una malla y las manos apretando las empuñaduras. La gente que se ejercita a diario suele reconocernos. Algunos levantan el brazo en señal de respeto y otros sonríen, melosos. Es parte de la rutina, supongo, saber que antes de que oscurezca pasará la señora con la muchacha, toda perfumada y elegante, camino del acantilado, con la diadema, el collar de perlas y la cartera en el regazo. Nosotras correspondemos, corteses. Siempre le pido que se detenga al alcanzar el costado del hospital de locos, justo en la esquina, para embelesarme con la rotonda de mármol que preside, rodeada de nichos y túmulos, el camposanto. Me gusta examinar, en calma, los panteones dormidos que la marea arrulla: ese silencio en el que crecen, entre las briznas de hierba y los vidrios rotos, las caricias subterráneas de los muertos. Eso sí: nada se compara con ir subiendo por la calzada de gravilla que conduce al San Felipe e intuir, en la cercanía, esa presencia imponente de las piedras convertidas en alcázar. Ni una sombra ni un árbol para cobijarse, es verdad, y en cambio aquí, sobre el promontorio, de frente a la islita que albergó a los leprosos, la luz nunca envejece y al aire no lo toca el perfume de la tierra.

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Lo digo y lo repito: no es que no me guste el sitio, es que me aburre. Tanto julepe con el fuerte ese, tanto tira y jala, y no es más que la herencia de los conquistadores, el símbolo de los europeos lambiscones que, al llegar, se llevaron a las indias al monte, les pegaron las ladillas y, de paso, abusaron de los negros y acabaron con el oro. La vieja es igual a su manera: por donde pasa arrasa. Se come las galletas de avena y esconde las sobras en la alacena para no compartir. Prefiere botar el arroz con salchichas antes que dárselo a los pobres y mete la ropa vieja, las enaguas y las blusas, en la basura. Es, además, un foco de infecciones. Me ha contagiado, en nueve meses, la conjuntivitis, la tos ferina y la gripe aviar. Se embadurna de alcanfor, carraspea como una presa en una galera y deja la escupidera de plástico en el pasillo esperando que la recoja a medianoche. Lo suyo es quejarse, sin pausa: le echaste mucha agua a las matas, Camándula, se te fue la mano con la sal, nena, bájale el fuego a las habichuelas, haragana. Dije que sí porque daba la impresión de ser una doña dulce y carismática, una abuelita indefensa y porque el ambiente de la residencia me enamoró. El patio interior, con el aljibe en el centro, con las losetas de barro y los azulejos en la pared, invitaba a permanecer allí, en la mecedora, tomando limonada mientras la claridad se consumía entre las ramas de los helechos y los objetos, teñidos de rojo, recuperaban la tibieza que tuvieron al amanecer. Me imaginé cuidándola, desgranando gandules, repartiendo té y dulce de jengibre, y no tuve dudas: este es mi espacio. Hay un dosel de fieltro que cubre las macetas de recao y que da al jardín, detrás del cual oculta un envase de aluminio repleto de billetes de veinte y de marihuana. Ese es su secreto. Antes de salir a pasear: ¡se come la marimba! Me amarro el delantal del cuello y le sirvo en unos platos de porcelana que fueron de su madre: los tengo contados por si te pasas de lista, dice, y yo le acerco la sopa de guisantes, la ensalada de coditos, la serenata con viandas, el funche. Duerme la siesta en una butaca reclinable bajo un abanico de techo, roncando, idéntica a una bestia en un establo. Tiene que haber sido, en sus

“Ese asunto conmigo no va. Hay dos clases de pendejas: las que pelean por un hombre y las que lo lloran. A rey muerto, rey puesto y, como dijo el divo de Juárez: podría volver, pero no vuelvo por orgullo simplemente.”

buenos tiempos, una mujer de usted y tenga. Es alta, robusta y caderona, con un cutis que ya quisieran las chamacas de hoy, hijas del humectante y el bondo. El salón principal está lleno de fotos suyas. Se le aprecia plena, hermosa, rebosante de energía. Pero, claro, el marido le montó un apartamento a la corteja de turno, sabe Dios cuándo, y la abandonó. Ella se tiró al desperdicio. No le sirvieron para un pepino angolo sus muchos diplomas y sus estudios universitarios: se dejó cebar por el resentimiento, el azúcar y el pasto. Y se fuñó. Ese asunto conmigo no va. Hay dos clases de pendejas: las que pelean por un hombre y las que lo lloran. A rey muerto, rey puesto y, como dijo el divo de Juárez: podría volver, pero no vuelvo por orgullo simplemente. De cualquier modo, mirar su figura joven, alegre, metida dentro de esos marcos de plata pulida que heredó de sus ancestros, y escuchar al momento su respiración cansada, lenta, ese sonido de piedras y arenas atascado en su garganta, me hace pensar en una fruta que ya nadie quiere, en un cigarrillo arrugándose sin remedio. Así terminaremos todos, en fin: flores marchitas en un cajón al que no se le pegan ni las moscas. Qué cruel es la vida, carajo. Los ricos tardan en enterarse, es cierto, y como quiera se enteran. A pesar de eso sigue siendo una cabrona explotadora. Por un sueldo de hambre me obliga a lustrar los grifos, a frotarle los dedos de los pies con crema de aloe, a colar el café en una media, a aceitar las bisagras de los armarios, a leerle poemas en la madrugada: ¡a rolarle los filis! Yo cumplo, desde luego, no faltaba más, pero la paciencia tiene un límite. 3

Camándula se acerca con cuidado al borde, tanteando el hondo silencio del despeñadero, y yo me pregunto, fascinada, qué cadencia tendrá el vuelo de las palomas en la playa, cómo se revolcarán los erizos entre las anémonas. Pasan pequeños botes de pescadores, algunas chalupas frágiles cargadas de redes y arpones, capeando las violentas marejadas del norte. En la lejanía, en el confín añil, el mundo es limpio y el crepúsculo satura de algas los mástiles de los transatlánticos. Entonces siento tras mis hombros sus pulgares temblorosos de coraje y los aros cediendo de a poco, aferrados a las hebras secas del césped. Y cierro los ojos, lista, y me muerdo los labios, y un rumor de espigas ahogadas en barro y almíbar empaña mis pensamientos y me veo, por fin, amarrada a un ancla en el fondo de un estuario. Inclinada sobre mí saca un pañuelo de encaje sin entusiasmo, taciturna, y se aleja de la vereda, asustada por el zumbido de las abejas. - Es hora de irnos – dice mientras retrocede desganada en dirección a la ciudad. Los faroles se encienden y los tejados vibran al compás de las sirenas de los barcos que abandonan el puerto.

- Ya volveremos mañana, - contesto, distante, y añado – a ver si te atreves.