29 minute read

Noel Luna - Ensayo “Ya es tarde para ablandar garbanzos”: Manuel Ramos Otero, escritor

“Ya es tarde para ablandar garbanzos”:

Manuel Ramos Otero, escritor de escritores

Noel Luna

Ensayo

Su trabajo [el del autor que haya reflexionado sobre las condiciones de producción actual] nunca será sólo el trabajo sobre los productos, sino ya, al mismo tiempo, el trabajo en los medios de la producción. En otras palabras: sus productos han de poseer, junto a y antes que su carácter de obra, una función organizadora. Y su uso para la organización no tiene que limitarse en absoluto a la propaganda. Pues con la tendencia no nos basta. El gran Lichtenberg dijo: lo importante no es qué opiniones se tengan, sino en qué tipo de hombre te convierten esas opiniones. Las opiniones son muy importantes, pero lo mejor no sirve para nada si no convierte en algo provechoso a aquel que la tiene. La mejor tendencia sin duda es errónea si es que no nos indica la actitud en que hay que seguirla. Y el escritor sólo puede indicar su actitud cuando hace algo: es decir, justamente al escribir. La tendencia es así condición necesaria, pero no suficiente, de la función organizadora de las obras. Ésta exige pues del escritor un comportamiento instructivo, y esto hoy hay que exigirlo más que nunca. Un autor que no enseña a los escritores no

enseña a nadie. Por eso es determinante el carácter modélico de la producción, que es capaz (primero) de iniciar a otros productores en lo que es esa producción, y (segundo) de poner a su disposición un aparato mejorado. Y dicho aparato será tanto mejor cuantos más consumidores conduzca a la producción, o, en pocas palabras: si es capaz de convertir a los lectores o a los espectadores en colaboradores. Walter Benjamin, “El autor como productor” (1934)

Íntimo enemigo. El amor y la amistad unen, pero el odio también sabe juntar. De ahí que sea aconsejable tener cautela en la elección de nuestros enemigos. Sólo del verdadero rival te llega un valor incalculable. A menudo el enemigo educa más y mejor que el amigo, propicia que uno sea capaz de llegar a descubrir su razón de ser. La enemistad es buen lente de aumento para ver la paja en nuestro ojo, para aquilatar esa vulnerabilidad que ocultamos con celo. No es raro que se rehúya del choque tonificador con el contrincante, ni que ello acreciente cada vez más la carencia de los medios, la actitud y el estilo para confrontarlo. Cuando se trata de escritores ansiosos por reclamar sus quince minutos de gloria, no sorprende que asuman que eludir cualquier reyerta en los renglones que borronean es la forma de cordialidad, camaradería y profesionalismo que bastará para ponerles el sello de universalidad que codician. Resulta menos riesgoso escudarse tras el pregón de las buenas intenciones, ampararse como corderos bajo los bellos sentimientos de los que acaso carezcan. Hay que imaginárselos, por ejemplo, cuando van al cine y, tan pronto ven que el lobo feroz se apresta a engullir a Caperucita, se ponen bruscamente de pie, se rasgan sin piedad las vestiduras, se dan golpes de pecho mirando a todos lados, echan espumarajos por boca y nariz y, después de ese confuso pavoneo, comienzan a simular sentir en carne propia el desamparo de la pobre niñita, de la cual dicen compadecerse a mares. Acaso prefieren olvidar que cada cual sublima su parte de lobezno como puede, y les resulta más práctico compadecerse en público y amar vicariamente que reconocer que allí donde se supone tuviéramos brazos y dientes se insinúan a menudo el colmillo brutal y la pezuña. Sólo se atreven a odiar abiertamente cuando dicen hacerlo por amor. Y aman desmedidamente, con furia ilimitada y autocomplacencia. No sorprende que por amor disparen de la vaqueta a diestra y siniestra sin encomendarse a nada. Pero tampoco extraña lo contrario, que por amor lleguen a cohibirse de dar siquiera la más mínima apariencia de albergar alguna animadversión contra nada ni nadie. Esos son los que a la menor provocación pregonan que ante todo fluyen, los que a todo responden chill y cool. De tratarse de escritores, seguramente ambos escriben mal: tanto quien odia como quien ama indiscriminadamente carecen de enemigo íntimo. Escritura carente de enemigo íntimo termina siendo una escritura cordial e inofensiva, palabrería bienintencionada de quien oye y mira con ojos y oídos ajenos. Escriben para declamar o para enamorar, para llamar la atención o para anonadar. Esa escritura carente de enemigo íntimo suele desembocar en ineptos ejercicios de oratoria que, por su misma inconsistencia, provocan dondequiera el atolondrado escándalo de vítores y el batir de palmas. No es el caso de Manuel Ramos Otero.

Ni siquiera los muertos estarán a salvo. A pesar de lo lejos que queda ya de nosotros el siglo XIX, un cierto rezago positivista implícito en los protocolos académicos insiste, por obra u omisión, en simular que es posible llegar a conocer el pasado tal como ocurrió y que, gracias a dicha posibilidad, participamos progresivamente de la inminencia de una revelación cuyo atractivo depende, al fin y al cabo, de que no acontezca. De ahí la imposición generalizada, al menos en el campo de las humidades, de modelos inquisitoriales de investigación que presumen que ejercicios tales como el de la elaboración del estado de la cuestión o del marco teórico siguen siendo vehículos imprescindibles en nuestro avance indetenible hacia la verdad, con mayúscula. Pretender socializar gestos divergentes y hacerlos ingresar al escenario de la escritura para que simulen allí interactuar mediante un disciplinado parloteo de disensiones y consensos puede, sin duda, contribuir a la elaboración de estupendas ficciones conceptuales, pero la inmensa mayoría de papers, reseñas, tesinas, ponencias, conferencias y disertaciones con las que la academia sigue contribuyendo a la creciente deforestación planetaria acaban sepultadas bajo el polvo y el hongo de anaqueles reales o virtuales cuya vigencia parece discutible. Incumbe al ejercicio del historiador actual intentar definir una imagen fidedigna de lo pretérito, pero dicha imagen aparece tan sólo sin previo aviso ante la mirada de quien investiga en un instante de peligro. Las imágenes históricas efectivas cristalizan en una situación de emergencia que amenaza la existencia

tanto de dicha imagen como la de quien la recibe. La formalización excesiva de los procesos cognoscentes busca domesticar y neutralizar la imagen histórica radical, que se desintegra al ingresar en una economía del conocimiento que la transforma en moneda corriente, como una camiseta de Guevara. De ahí que a cada época corresponda despojar la tradición al conformismo que la enlata, etiqueta y mercadea, teniendo en cuenta que dicho conformismo rentable abarca esas dos facetas de la industria del consenso liberal que son la academia y el mercado. Si por tradición se entiende disponibilidad de obediencia ciega a los dictados de los antepasados y los mayores, conservadoramente administrados por la burocracia estatal y el mercado cultural, entonces sería preferible desalentar su búsqueda. Pero la tradición no es un bien concreto que pueda heredarse pasivamente, sino una potencia latente a la que sólo se accede con gran esfuerzo. El sentido histórico necesario para conquistar la tradición supone la capacidad para percibir, no sólo la dimensión pretérita del pasado, sino sobre todo su potencial actualidad. La facultad de discernir la actualidad latente que custodia la imagen histórica genuina es un raro talento que sólo posee el historiador o crítico que admite, como Walter Benjamin en la cuarta de sus tesis sobre la historia que he venido glosando, que ni siquiera los muertos estarán a salvo con la victoria de un enemigo que ha resultado reiteradamente invicto.

Los muertos están cada día más indóciles. La literatura puertorriqueña, predominantemente patriarcal y realista hasta los años setenta del pasado siglo, alberga sin embargo una lúcida veta delirante y disidente que acaso constituya su mejor parte. Se trata de una serie de poderosas corrientes minoritarias cuyos desvíos y afluentes son médulas irrigadoras del mejor pensamiento insular. Sin sus incisivas voces secretamente persistentes no tendríamos literatura, sino sólo historia, con mayúscula. Pero, afortunadamente, no sabemos si la historia genuina se escribe de noche, si sus fechas signadas son obstinadamente modestas, si el inmenso Chuang Tsé es al fin y al cabo una delicada mariposa, lo que por cierto no le restaría ni una pizca de su gloria. Desde un aparato académico hace tiempo anquilosado, o desde gestos burdamente antiintelectuales, los autoproclamados custodios de la nación puertorriqueña prolongan el chapoteo en el caldo suculento de lo identitario. Sostienen aún que Alonso es nuestro Homero, Pedreira nuestro Virgilio, Albizu nuestro Dante. Custodian la Verdad-dela-Patria-Inmaculada-de-los-Doctos. Menos notorios o condecorados que dicho parnaso institucionalizado, nuestros muertos más indóciles vuelven a golpear los ataúdes, comienzan a incomodar. En momentos en que el planeta ha realizado el sueño siniestro de una existencia absolutamente administrada y mediatizada, situación extremada por un virus del que todavía desconoceremos demasiado por un tiempo preocupantemente indefinido, las voces disonantes de algunos de nuestros muertos más indóciles y menos frecuentados retornan con la fuerza rencorosa de lo reprimido, señalando rumbos y desvíos insospechados. Se ponen irónicos esos muertos, hasta se atreven a hacer preguntas. Se resisten a ingresar en ese largo olvido que promete la eternidad con el optimismo maquinal de quien jura y perjura vislumbrar las puertas del paraíso. No son ni primorosos ni comedidos ni obedientes esos muertos. Jamás pasaron con sobresaliente las pruebas atléticas que se les impuso. No hacen fila india, ni aceptan caminar al aplaudir siempre que el decoro operativo de la realidad cien por ciento administrada se los exija. Esos muertos indóciles, largo tiempo olvidados bajo la sepultura del consenso, cuentan, sin embargo, con el talento del historiador desencantado para discernir su secreta actualidad o con el sabio editor que reúne, ordena y publica sus voces beligerantes, o con el médium eficaz que sintoniza y transmite sus secretas ondas expansivas. Como lector de vanguardia, podríamos calificar a ese hipotético historiador desencantado ante cuya mirada la imagen histórica se cristaliza, como la repentina iluminación atronadora de un relámpago que raja la oscuridad del cementerio. Entre los sepulcros que una destartalada academia custodia como el archivo simbólico de la nación, los muertos contraatacan, se escenifica el retorno de los cadáveres vivientes. Nietzsche afirmaba que el descubrimiento del pasado reclama enormes fuerzas retroactivas y que es posible que el pasado siga

Esa escritura carente de enemigo íntimo suele desembocar en ineptos ejercicios de oratoria que, por su misma inconsistencia, provocan dondequiera el atolondrado escándalo de vítores y el batir de palmas. No es el caso de Manuel Ramos Otero.

esencialmente sin descubrir; Mandelstam insistía en que el pasado está por nacer todavía; Tzara prefería la obra antigua por su novedad; Reyes advertía que muchas peligrosas novedades se ocultan en los viejos libros. Dichas posiciones iluminan el horizonte de la recepción del último libro de Manuel Ramos Otero, No tener miedo a las palabras, rigurosamente ensamblado por Eugenio Ballou para Folium Editores. Al leerlo, no puede uno sino concluir lo mismo que consigna esta oración en la página sesenta: “Ya nosotros nos hemos dado cuenta de que es necesario reescribir nuestra historia, que tenemos que leer los documentos de nuevo.” Esa historia y esos documentos figuran una constelación de muertos indóciles que acerca a figuras de las letras puertorriqueñas parcial o totalmente tachadas o des-leídas. Voces como las de Santiago Vidarte, José Gautier Benítez, Alejandro Tapia, Momo Mercado, Nemesio Canales, Luisa Capetillo, Julia de Burgos, Clara Lair y José María Lima, entre otros, de alguna manera se desviaron o apartaron de los dictados de la Verdad-de-la-Patria-Inmaculadade-los-Doctos. Marginales (en algún sentido), como Manuel Ramos Otero, el escritor puertorriqueño que con mayor autoconsciencia asumió crítica y productivamente la marginalidad como condición existencial y como altavoz estratégico, dicha nómina configura, no una gran familia, sino un campo de fuerza regido por la Ley-deContigüidad-de-las-Diferencias, semejante a la mesa de disección del Conde de Lautréamont donde convergen el paraguas y la máquina de coser. Se trata de un espacio donde se escenifican diversas profanaciones del principio de identidad que custodia la Verdad-de-la-PatriaInmaculada-de-los-Doctos, rentabilizada por la academia y el mercado cultural. Se trata, en fin, de un escenario en el que diversas gestualidades individuales desacatan parejeramente la supuesta autoridad de las Vacas Sagradas pretéritas y actuales, que vociferan tras bambalinas su anacrónica certeza inapelable de que en una colonia cualquier defensa de la individualidad radical resulta altamente discutible y hasta censurable. Dichas Vacas Sagradas de ayer y de hoy, acuarteladas bajo el apolillado artesonado que sostiene un vetusto andamiaje colonial subvencionado por las políticas conservacionistas de la metrópolis, son quizás el mayor obstáculo para la entrada definitiva de la literatura insular en el siglo XXI. Pero ese ingreso en el siglo XXI, libre de resentimientos y de traumas heredados por un aparato académico obsoleto, se dará con la festiva procesión de todos esos muertos indóciles que no se dejan calibrar sino por el rasero de la individualidad radical. Acaso el ingreso de la literatura puertorriqueña en el siglo XXI acontezca una vez sepamos desechar el mandato, vigente para muchos, de “la inserción de una experiencia dada en un contexto superior, en un marco de referencia que nos permita una comprensión y una valoración de esa experiencia que su mera enunciación no nos permite”. (Conversaciones con José Luis González, 46-47) Al diablo la pretensión del contexto superior; al infierno los marcos de referencia exigidos en nombre de un nosotros insistentemente que en la práctica ha probado ser reincidentemente heteronormativo, misógino y homofóbico; al demonio esa necesidad de comprensión y valoración que parece invocada por el falsete melifluo del procerato decimonónico. Entiéndase bien: al diablo con todo eso, sobre todo, desde la perspectiva de la escritura literaria, en relación con el impulso creativo, que debe sustraerse a toda pretensión ajena que intente regirlo o domesticarlo. “Parece que para validar a un poeta —dice Ramos Otero— tenemos que justificar su poesía con valores universales, valores que, al fin y al cabo, siempre son el resultado de una ética heterosexual que para imponerse se afirma en una universalidad abstracta.” (111) Mucho más convincente, por antipatriarcal, por nutrirse de las diferencias como riqueza incalculable, la manera en que Ramos Otero formulaba la preminencia de lo individual y la dimensión abiertamente autobiográfica de su propia literatura: “Sí, el acento se pone sobre la vida individual, pero el acento siempre ha estado puesto gramaticalmente sobre el Yo, que también es Tú, que además es Él y siempre es Ella cuando nos genera con el acento fundamental de la diferencia. Y Sí, pero también No. El acento se pone particularmente sobre la historia, pero no sobre la historia de la personalidad sino sobre la historia del personaje.” (124) Esa defensa de la individualidad y del oficio literario que organiza y dilucida la escritura de Ramos Otero es la mejor bandera para encabezar la indócil procesión de muertos vivientes cuya danza deliciosamente macabra amenizará el canto de cisne de las Vacas Sagradas, que

siguen pastando en la valoración y la comprensión del marco de referencia del contexto superior. Escritor de escritores. No conviene comportarse como esos periodistas fatulos que con gesto maquinal magnifican las acciones de Fulana o de Fulano diciendo que ella da cátedra de esto y él de lo otro. Catedrático es quien merecida o inmerecidamente ha conquistado un rango específico en la jerarquía académica. Sin duda, podría tratarse de un buen maestro, pero no necesariamente. La acción específica de la cátedra está sujeta a mediaciones institucionales y sociales que sólo dejan un escaso margen para el cultivo del tipo de impronta personal que caracteriza al buen magisterio. Maestra o maestro es quien ofrece las herramientas específicas que le permitirán al estudiante llegar a poder prescindir de su enseñanza. Enseña quien cultiva la emancipación, no la obediencia. No siempre están reñidas la cátedra y la enseñanza, pero sí mucho más de lo que preferiríamos admitir. Enseñar es una vocación; la cátedra, una práctica reglamentada y un título. Manuel Ramos Otero fue tanto profesor universitario en sus últimos años como maestro de escritores durante casi toda su trayectoria artística. A juzgar por la claridad expositiva, la erudición estratégicamente administrada, y la voluntad radical de diálogo que trasluce su prosa ensayística, seguramente fue un magnífico maestro en el salón de clases. Como artista, no cabe duda de que su vocación lo convirtió en un escritor de escritores, en el sentido que también lo fueron sus admirados Poe, Cortázar y Borges. Baudelaire decía que la mayoría de los artistas de su tiempo eran brutos muy hábiles, inteligencias municipales, cerebros de aldea. Muchos artistas modernos han sido capaces de elaborar una obra magnífica, cuyos procedimientos, sin embargo, no necesariamente sabrían explicar, ni cuyo sentido se atreverían siquiera a proponer. Es posible, digamos, llegar a escribir un soneto estupendo sin que ello implique saber transmitir eficazmente ni sus mecanismos técnicos ni una interpretación convincente de su contenido, lo que en nada disminuiría los méritos hipotéticos de dicho soneto conjetural ni de dicho artista imaginario. Pero cuando ese mismo artista (como sucedía con Baudelaire, Poe, Cortázar, Borges o Piglia, entre otros) posee el talento para producir calculadamente un complejo artefacto literario de cuyos procedimientos técnicos es consciente y de cuya interpretación convincente no rehúye, entonces estamos ante el caso del artista de artistas, del escritor de escritores, cuya sofisticación no necesariamente se traduce en un éxito de ventas. Manuel Ramos Otero fue un escritor de escritores. Los ensayos críticos, intervenciones polémicas, artículos, prólogos, reseñas y cartas pedagógicas que escribió, así como las entrevistas que concedió, iluminan mucho más allá de los temas ocasionales que abordan, como evidencia No tener miedo a las palabras. Además de estar casi siempre eficazmente escritas o improvisadas, sus intervenciones en prosa demarcan un extenso territorio propio, un envidiable taller artístico en el que aparecen eficazmente ordenadas herramientas tales como (a) el conocimiento minucioso de la historia y la literatura puertorriqueñas; (b) la lectura estratégica de obras y figuras cruciales de las literaturas latinoamericana, norteamericana y europea; (c) el dominio de las culturas de la emigración, el exilio y la diáspora; (d) el manejo de los mecanismos narrativos del cine y del teatro; (e) una economía conceptual elegante y rigurosa; (f) una franqueza insobornable y un olfato sagaz para los eufemismos, (g) un sentido del buen gusto que no estaba reñido con el oportuno ejercicio de lo paródico, lo grotesco y lo escatológico, (h) las dimensiones homosexual y feminista de su intenso activismo antipatriarcal, (i) una voluntad transgresora que parte del conocimiento de los cánones, (j) una noción de la amistad que no excluye la crítica, (k) una solidaridad y una empatía manifiestas, (l) una generosidad pedagógica de signo libertario, (m) una formación en las ciencias sociales que le permitía reconocer los abusos del sociologismo en la literatura (n) y un sentido de la dignidad del ejercicio literario como práctica existencial, entre algunas otras cosas que seguro olvido. Esa nómina, respaldada por las doscientas páginas de No tener miedo a las palabras y el resto de su obra, bosqueja el perfil de Manuel Ramos Otero como el de un artífice sagaz, con una inteligencia que le permite manejar con soltura dichos recursos de forma provechosa, tanto para el desarrollo de su poética y su persona literaria, como para el lector atento y exigente, para aprendices de escritura literaria y para la dilucidación crítica del sentido múltiple que estructura y disemina su obra. Las buenas intenciones no bastan para hacer buena literatura.

Breve antología conceptual donde sólo los énfasis son míos. Dice Manuel Ramos Otero en No tener miedo a las palabras: “La estupidez es la única virtud de una clase destinada a inventar formas para cortar una pata de oveja, vasos especiales para tomar un martini, perseguida por la continua sospecha de que su propia destrucción está escondida en la pata de oveja que se cocinó demasiado o en el trago de martini que olvidaron enfriar lo suficiente.” (1973; 88) “Nuestra represión se da a través del coloniaje de siglos y la formación de nuestro carácter dentro de esa represión. Puerto Rico es, ante todo, un pueblo frustrado y prohibido. No es tanto, como repiten los cuarentistas a manera de letanía, que no sabemos lo que somos, sino que no nos atrevemos a ser. No somos tanto una cultura dócil, como somos una cultura hipócrita, llena de miedo, preocupada por ‘el qué dirán’ hasta después de la muerte. Nuestro arte es reflejo directo de esa situación: quiere decir más de lo que dice y se sumerge en simbolismos por miedo, no por alcanzar universalidad humana y divina; en su mejor manifestación, retrata la realidad, no la destruye y construye, y, sobre todo, respeta los convencionalismos de la cultura; idealiza peligrosamente nuestra tierra y nuestro hombre en su afán eterno de preservar la imagen falsa del paraíso. Por eso, la literatura ha tenido un doble filo y ha servido la ideología caduca de nuestra opresión.” (1976; 11 y 80) “Me parece que el cuento es, de todas las estructuras literarias, la estructura más estructurada en el sentido de que tiene que responder, yo diría, a unos cuatro elementos básicos: la brevedad, la anécdota, lo narrativo y el suspenso. Ese es el cuento clásico.” (1980; 23) “Estamos cansadas, extenuadas, agotadas de seguir bregando con ese muy cultivado tipo de ensayo: la reseña de la reseña. Sólo basta una miradita a la bibliografía de su artículo, para enterarnos de que lo que ese dirá fue lo que dijeron otros, muchos de los cuales dijeron, a su vez, lo que ya se había dicho. ¿Cómo podemos bregar con problemas y asuntos actuales en nuestra literatura si todavía estamos utilizando las ‘normas inviolables’ de la crítica? ¿Cómo es posible que aún sigamos machacando el ajo de lo generacional? […] Lo que sí podemos decir es que alguna gente escribe y publica porque para ellos es la vida, otros lo hacen por asegurarse la permanencia en alguna universidad remota o del solar.” (1980; 150) “No me interesa hacer ensayos solamente o poesía solamente o cuento solamente, sino unir esos elementos que pueden enriquecer una nueva forma literaria.” (1980; 24) “Cuando hablo del proceso de concientización, a través del cual un individuo se reconoce a sí mismo porque reconoce a los otros y esa solidaridad lo transforma, no estoy hablando de sacrificar la autenticidad humana y convertirse en estandarte de consignas abstractas; uno no se transforma si no intenta transformar el medio y viceversa. En última instancia, el cambio es simultáneo y constante, tampoco uno puede

La literatura puertorriqueña, predominantemente patriarcal y realista hasta los años setenta del pasado siglo, alberga, sin embargo, una lúcida veta delirante y disidente que acaso constituya su mejor parte.

asimilar unas formas y estancarse. es necesario criticar y combatir el medio que nos limita, porque sin duda alguna, el resultado generará cambios.” (1982; 127) “Es sumamente importante el nombre que se le da a un personaje. El nombre caracteriza inmediatamente al personaje, le crea un aura inconfundible.” (1983; 28) “Realmente no me gusta hablar de escuelas literarias porque creo que cada texto merece ser estudiado en sí mismo y, naturalmente, en relación a todos los textos anteriores y contemporáneos; me parece un error muy grave estudiar la literatura puertorriqueña únicamente dentro del desarrollo de la misma, como si cada texto fuera un tentáculo del mismo pulpo y ese pulpo fuera el único en el mar.” (1985; 31) “Yo llegué a Borges a través de Cortázar, quien para mí significó la puerta de escape del realismo agobiante de la literatura puertorriqueña. Ambos, a su vez, me llevaron a Poe. Todos me han enseñado cómo se escribe un cuento y esto, a su vez, me ha permitido romper con el cuento tradicional y con los temas tradicionales del cuento puertorriqueño para explorar mis propios temas y mis propias formas. Desde el punto de la escritura prefiero el cuento sobre todas las formas. Borges me enseñó a ver que el cuento no es un ensayo para llegar a la forma más ‘madura’ de la novela; todo lo contrario, me enseñó el mito que existe en torno a la novela y la importancia del cuento como estructura lingüística.” (1985; 33) “Borges también experimentó la recepción de otro lector, un lector mucho más vasto, heterogéneo, anónimo, distinto, similar al que se convertía en público de los films de Hollywood en la oscuridad luminosa de un cine de barrio: el lector de diarios.” (1985; 96) “La escritura es un juego al esconder con la realidad, también los sueños. Las posibilidades sobre la página en blanco son infinitas y, en cierto sentido, el escritor es un mago que va sacando las palabras de la nada como el que duerme va sacando los sueños en medio de la noche.” (1985; 36) “Tal vez, al darme cuenta de que Dios no es otra cosa que una costurera celestial que cansada de tejer botines y frisitas para sus hijos, ha complicado la cosa poniéndose a tejer laberintos de lana con su computadora, y que mi escritura no es otra cosa sino una llave que como el camaleón asume formas insospechadas que alteran su rostro de prisionera, solamente tengo que averiguar ¿pa dónde voy ahora? la única respuesta que conozco es la misma que me han dado los espiritistas: la palabra.” (1985; 41) “I have never been satisfied with the term ‘gay’. To me, it has always been a commodity: it describes a certain reality, but it is not as broad a term as ‘homosexual’. I thought, and I still think, that to be gay has more to do with the homosexual experience as an economic group, the middle class, in an urban setting in New York and sometimes in San Francisco. It is this experience and attitude that has been copied in other parts of the world. ‘Homosexual’ is a more politically conscious terminology, precisely because the world itself acknowledges consciously what being gay is all about. The term ‘gay’ is inoffensive, particularly for those who use it for themselves.” (1986; 42) “Si [se] ve en mí un escritor marginado es porque lo soy: marginado por toda la oficialidad de la sociedad puertorriqueña cuya moral conservadora ha visto en mi escritura la violación de su felicidad burguesa, moral que trasciende clases sociales e ideologías políticas porque el conservadurismo es mal que se encuentra en todas los estratos y grupos aunque sus ideologías varíen; marginado igualmente por los editores de libros y por los libreros de Puerto Rico, aunque no por el lector que, a pesar de la difamación y la censura, ha llegado por su voluntad a los textos que escribo, la mejor forma de llegar a la lectura.” (1988; 144) “Me parece que para poder contestar tu pregunta es necesario poner entre comillas tres términos que mencionas: el primero, al referirte al mundo maldito de Jean Genet, al escapismo de Tennessee Williams y al referirte a la depravación de Pasolini. Me parece que relacionar esas tres palabras con mi obra depende de qué punto de vista moral tú estás examinando mi escritura. Si la miras dentro del punto de la moral establecida, dentro de la sociedad patriarcal cuya moral es cristiana, definitivamente que puedes llamar a mi literatura depravada, escapista y maldita. Pero si visualizas mi escritura desde el punto de vista de liberación, de todas esas estructuras que lo que hacen es restringir la libertad del creador y del ser humano, entonces no puedes utilizar esos términos para describir mi obra.” (1987; 47) “Gran parte de mi obra se ha dedicado a explorar el proceso de cómo se escribe, por qué se escribe, qué es lo que está envuelto en ese proceso de la escritura,

…pero ese ingreso en el siglo XXI, libre de resentimientos y de traumas heredados por un aparato académico obsoleto, se dará con la festiva procesión de todos esos muertos indóciles que no se dejan calibrar sino por el rasero de la individualidad radical.

lo que algunos críticos llaman metalenguaje.” (1988; 520) “Pero lo que apasiona en Cernuda es que su visión del poeta, aunque lo conciba como un ser privilegiado, no es frívola: el poeta, para Cernuda, es un mensajero de la verdad, y la verdad exige vivir la verdad individual para poder alcanzar la verdad humana, y precisamente porque el poeta está al margen de la realidad aparente, en su marginalidad está la esencia del poeta y del hombre. La obra de Cernuda es un diálogo (soliloquio) inmenso con su verdad.” (1988; 116) “Sí, creo que la escritura es una búsqueda ante todo, o sea, que nunca se escribe exactamente, ni definitivamente lo que uno quiere escribir. Por eso en mi literatura siempre hay una voz, supuestamente yo mismo, supuestamente el yo-escritor que está reflexionando continuamente sobre el proceso de la escritura.” (1988; 53-54) “Kafka es un escritor que me apasiona muchísimo entre los escritores europeos de este siglo. De los norteamericanos, hay dos que me interesan: E. A. Poe y Tennessee Williams. En el caso de este último, se trata de un poeta y, a pesar de que escribe teatro y ha escrito narrativa, toda su obra es poética. Después descubrí dos poetas que me apasionan: Constantino Cavafis y Luis Cernuda, que yo considero el poeta español más grande de este siglo. Hay un escritor japonés que me fascina también: Yukio Mishima. Todas estas personas en sí son influencias, o más bien, yo te diría que creo en el plagio literario. En gran medida creo que eso es lo que es la escritura: lees una cosa y esta te inspira a escribir otra. Creo que es una hipocresía de los escritores decir que lo que han escrito es original; creo que no hay nada original ya en el siglo XX.” (1988; 55) “Contar unas historias que entran y salen de la Historia como les da gusto y, nada, ser irreverente con la Historia para no caer en la cojera de los que mitifican un pasado y unos ídolos que, como todo pasado y todo ídolo intocables, tienen que ser derrumbados y comprendidos. También me parece que todo el que escudriña en la Historia es, de cierta manera, como un detective que va armando su propio rompecabezas con lo que encuentra en el camino de su búsqueda. Lo importante, como dicen algunos chinos, no es la llegada sino ir llegando. Lo importante en la escritura es el proceso, no la obra terminada pues esta no existe como tal: cada lector reescribe con su lectura un texto.” (1990; 61-62) “Escribir, entonces, no es otra cosa que rechazar el texto transitorio de la biografía de carne y hueso y lanzarnos a la búsqueda de ese pretexto augurado por la fábula cuya resonancia lejana está tan cerca que, por lo mismo, nos iguala. Escribir es, al menos para mí, despellejarme para encontrar la voz, descaracolizarme para liberar la voz que se parece a mí, que lucha por parecerse a mí y que quiere tomar prestada la biografía inconclusa que soy para que, finalmente, vuelva a quedar integrado el fabuloso cuentero en el texto y pretexto de la escritura.” (1990; 121) “Escribo mis fábulas para seguir siendo el personaje que se escapa de todos los prejuicios inventados por la falta de locura y de imaginación.” (1990; 125) “Mi madre, que tanto se preocupó de prohibirme jugar cuando era niño, jamás imaginó que la escritura no es otra cosa que un juego al esconder con uno mismo. Sin embargo, nunca la vi leer

(en el sentido literario del verbo) un libro. Tengo que ser mucho más preciso: nunca la vi leer un libro como los que yo escribiría después. En la mesa de noche del dormitorio de mi madre siempre estuvieron (amarillentos y carcomidos por el tiempo) El evangelio según el espiritismo y El libro de los muertos, de Allan Kardec. Al verla inmóvil, debajo de una lámpara majestuosa de lágrimas de cristal de roca, supe que pertenecía a una secta secreta, que cada vez que hablaba, sus palabras eran un código indescifrable en el que las palabras recobraban su poesía perdida. Ella conocía la única regla de la lengua: saber qué decir, cómo decirlo y cuándo, para que los demás interpretaran su silencio. Lo que me dijo una vez, me enseñó para siempre sobre la brevedad del tiempo: ‘Ya es tarde para ablandar los garbanzos’. (1990; 191)

Tres cosas más. Al final de un artículo publicado el 7 de octubre de 1991, primer aniversario de la muerte de Manuel Ramos Otero, Pedro Zervigón señalaba: “Algunos de sus libros se encuentran agotados. Con su reimpresión estaríamos contribuyendo a que las nuevas generaciones y los que todavía no lo han descubierto puedan conocer la extraordinaria obra de Manuel Ramos Otero.” Veintinueve años después, no es casual que la mayoría de los libros de Ramos Otero sigan siendo inaccesibles. Más allá del campo académico especializado, su censura ha sido tácita y efectiva. Pero la secta de los ramoteristas ha logrado mantener vivos el recuerdo y la escritura de este escritor de escritores. No tener miedo a las palabras es un clásico contemporáneo; en esencia, y salvando diferencias importantes, es de la misma especie a la que pertenecen otros libros de culto de los últimos cincuenta años, como lo son Strong Opinions de Vladimir Nabokov, Conversaciones con José Luis González de Arcadio Díaz Quiñones, Manual del distraído de Alejandro Rossi, Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro, Crítica y ficción de Ricardo Piglia, Entre paréntesis de Roberto Bolaño, e Impón tu suerte de Enrique Vila-Matas. No tener miedo a las palabras es otra deuda impagable con el trabajo visionario de Eugenio Ballo y la admirable colección Prosas profanas de Folium Editores. Ojalá este ensamblaje poderosamente misceláneo de textos hasta ahora dispersos de Manuel Ramos Otero mueva a lectura y relectura del resto de la obra del mayúsculo maestro, con minúscula, como seguramente habría preferido él.

TEXTOS CITADOS O GLOSADOS: Baudelaire, Charles. “El pintor de la vida moderna”. Salones y otros escritos sobre arte. Madrid: Visor, 1999. p. 356. Benjamin, Walter. “El autor como productor”. Obras. Libro II, Vol. 2. Madrid: Abada Editores, 2009. p. 310. Benjamin, Walter. “N: Teoría del conocimiento, teoría del progreso”. Obra de los pasajes. Vol. 1. En: Obras. Libro V, Vol. 1. Madrid: Abada Editores, 2013. p. 733. Borges, Jorge Luis. “La traducción de un incidente”. Inquisiciones. Buenos Aires: Seix Barral, 1993. p. 17. Dalton, Roque. “El descanso del guerrero”. Antología. Madrid: Visor Libros, 2000. p. 120. Díaz Quiñones, Arcadio. Conversaciones con José Luis González. Río Piedras: Ediciones Huracán, 1976. pp. 46-47. Eliot, T. S. “La tradición y el talento individual”. Ensayos escogidos. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2000. pp. 18-19. Gombrowicz, Witold. Contra los poetas. Madrid: Ediciones Sequitur, 2006. pp. 18-19. Franz Kafka. Aforismos de Zürau. Madrid: Sexto Piso, 2012. p. 23. Padilla, Heberto. “Instrucciones para ingresar en una nueva sociedad”. Fuera de juego. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1982. p. 80. Piñera, Virgilio. “Alfred Jarry, ‘joven airado’ de 1896”. Poesía y crítica. México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994. p. 213. Ramos Otero, Manuel. No tener miedo a las palabras. San Juan: Folium Editores, 2020. Wilde, Oscar. “Ocurrencias”. Traducción de Jorge Luis Borges. En: Irma Zangara (Ed.). Jorge Luis Borges en Revista Multicolor. Buenos Aires: Atlántida, 1995. p. 434. Zervigón, Pedro. “Manuel Ramos Otero, con el corazón en la mano”. El Nuevo Día. 7 de octubre de 1991. p. 59.