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Juan Carlos Quiñones - Testimonio El aura de Manuel

El aura de Manuel

Juan Carlos Quiñones

Testimonio

Claro está, en mi experiencia lo que voy a tratar de llevar a la ficción son sucesos y elementos que están muy directamente asociados con el personaje literario que yo también soy. Manuel Ramos Otero

En el abismo de la superficie que le hace de pantalla a mi tableta levita la foto de portada del libro Invitación al polvo, de Manuel Ramos Otero. Yo la toco, la acaricio, poso la punta de mi dedo índice sobre la pantalla dactilosensitiva de mi ordenador justo sobre el rostro de Ramos Otero. Presiono y oprimo para ampliar, para confirmar aquello que ya sé, pero a lo que siempre regreso en esta foto poderosa a constatar. Mi caricia no está exenta de erotismo, pero ese erotismo, esa enervación perversa implícita en el roce, no lo impone mi deseo. Al menos no del todo. Más de una vez he dicho que me besaría de lengua con Manuel Ramos Otero, después de todo. Pero la carga sexual del contacto repetido de

mi huella dactilar sobre el frío líquido del cristal está determinada por la escandalosamente hermosa sordidez de esta foto provocadora. Es una foto famosa o infame (adjetivos que, en el fondo, son lo mismo) dependiendo de a quién se le pregunte. Manuel Ramos Otero (¿el escritor?, ¿el personaje?) aparece clavándose desde atrás la estatua de lo que en algún momento pensé que era un ángel, pero que, bien mirada, resulta ser una figura andrógina bucólica adornada de guirnaldas. La mano derecha del escritor-sátiro parece masturbar a la estatua por el frente mientras la derecha palpa el pecho plano. En la tumba de atrás, un niño, al parecer poseído por el Mal, aparece empalado en una cruz de concreto. Como aquel crucifijo que Megan usaba para masturbarse poseída del demonio en la película El exorcista. De hecho, esta foto impactante y poderosa muy bien podría ser el afiche de promoción de una película de horror satánico. Yo he contemplado esta foto docenas de veces en mi vida, siempre vencido por una fascinación a veces morbosa; a veces seducido por la estética perfecta del encuadre, otras veces por la invitación que hace la foto a la interpretación. A la narración, más bien. Hoy, sin embargo, mientras oprimo y rozo y amplío sobre el rostro lascivo y algo amenazante de Ramos Otero (la cabeza ladeada y echada hacia atrás, los ojos mirando desafiantes al lente de la cámara, a ti, a mí, al escandalizado o erotizado espectador, me recuerdan El éxtasis de Santa Teresa de Bernini, pero, a diferencia de aquella gozadora mística ensimismada en su goce, este jodedor está plenamente consciente de que es observado en su acto escatológico) me fijo en el mismo detalle que me hizo abrir los ojos asombrado hace más de veinte años y que me impulsó a concebir el libro más ambicioso que he escrito hasta el día de hoy. Sin esforzar mucho la vista y “a ojo desnudo”, puede verse un halo inexplicable que rodea la cabeza y los hombros de Ramos Otero y se extiende hacia los lados de la foto levitando sobre la cabeza del niño-demonio y la vegetación al fondo. Escribí, entonces, un texto sobre Ramos Otero pensando en esta anomalía fotográfica. Aquél escrito —hoy perdido, como tantos— formaría parte de una serie metonímica de textos que luego pretenderían ser —junto a otros textos— parte de un libro más largo que la esperanza del pobre. A esa serie de textos los aunaba lo que podría llamarse una fórmula posesiva del tipo “El (x) de (y)” en la que la variable “y” designaba el nombre de algún o alguna artista o escritor, mientras que la “x” designaba algún objeto o cualidad asociada con el artista o la artista en cuestión. Así escribí varios

Foto por Doel Vázquez Pérez

textos con nombres como “Las uñas de Deleuze”, “El tajo de Diamela”, “Las pantuflas de Blake”, “El cuarto de Cortazar”, “El maletín de Benjamin”, “El cuerpo de Nebreda”, “El revolver de Burroughs”, etc. Por distintas razones, no todos aquellos textos lograron cabida en el libro. Entre esos ausentes se hallaba el texto que escribí entonces sobre Ramos Otero. ¡Y pensar que fue el deseo de escribirlo la razón para escribir el libro entero! No solo eso: mientras escribía el libro, me di cuenta de que todo lo demás giraba de un modo u otro alrededor de la “imagen mítica” de Manuel Ramos Otero (el término es de Ramos Otero y regresaré sobre él más adelante) y de una serie de coincidencias o “correspondencias” (el término es de Baudelaire, que, sin duda alguna, hubiera gustado mucho de la obra de Ramos Otero) entre anécdotas y detalles que se narran en los cuentos del escritor y mi propia vida y mi literatura, que, al igual que en la obra de aquél, a veces resultan indistinguibles.

Juan Carlos Quiñones

Juan Carlos Quiñones Escribí ese texto entonces alrededor de una ausencia. Aquel libro lleva como título Todos los nombres el nombre y lo firmé con el seudónimo de Bruno Soreno, que soy yo y es un personaje propio de ese libro y de otros. ¿El nombre que tendría aquel texto que nunca llegó a engrosar las páginas de este libro? “El aura de Manuel”. La casualidad no existe. * “La casualidad no existe”. Esta frase se repite una y otra vez en un libro que se llama La importancia de llamarse Daniel Santos, de Luis Rafael Sanchez. Es uno de los epígrafes que usé para la última parte de Todos los nombres el nombre y que se titula “Autobiografía de Todos los nombres el nombre”. Otro epígrafe de aquel texto que es casi un calco de este, pero en inglés: “There are no coincidences”. William S. Burroughs. De una novela que se llama Naked Lunch. Estos nombres de escritores diseñan, junto a otros, series de constelaciones nominales a través del libro cuyos astros se vinculan formando ensamblajes de sentido, de la misma manera que los nombres trastocados de escritoras, escritores, artistas, figuras históricas y del propio árbol familiar aparecen desplegados en la obra de Ramos Otero con propósitos muy premeditados y estratégicos. Así lo explica el propio escritor en una entrevista que le hiciera Juan Gelpí en Nueva York el 3 de mayo de 1980. En esta entrevista, publicada en la Revista de Estudios Hispánicos, U.P.R., Vol. XXVII, Núm. 2, 2000 (y de la que he sacado el epígrafe de este escrito), Ramos Otero describe sus estrategias escriturales y los objetivos que se había propuesto lograr en los libros que había publicado y los que estaba escribiendo en ese momento. Cabe decir que no conozco a ninguna escritora o escritor que haya formulado con mayor precisión su proceso escritural de cuento y que lo haya generalizado hasta llegar a lo que podría denominarse —a riesgo de pecar de hipérbole— como una metafísica del cuento. El estudio de esta poética ameritaría un trabajo extenso en sí. Tomen notas las estudiosas y estudiosos de este escritor. Parece que leía a sus maestros (Cortázar y Borges, hasta ese momento) como escritor: descifraba sus estrategias y las utilizaba para lograr otras cosas. Entre esas otras cosas, parece

haber practicado una síntesis taxonómica para crear sus personajes en la que se fusionaban la vida, la anécdota y las leyendas que se formaban alrededor de figuras literarias conocidísimas y de otras casi desconocidas. El cuentero nos cuenta sobre poetas desconocidas y desconocidos, excepto para unos pocos iniciados, caminantes de los pasillos de la universidad, que, sin ser reconocidos por el canon literario tradicional, parecían ser objeto de la devoción de otros escritores y escritoras. Escritores y escritoras de culto. El recurso de la anécdota, como elemento constitutivo del cuento, no es otra cosa que la afirmación radical de que “la casualidad no existe”; de que las cosas que pasan —los eventos que les acontecen a las figuras que, luego de transformaciones y deformaciones literarias, vendrán a ser sus personajes— no ocurren porque sí. Ocurren porque hacen resonancia, corresponden, se aparalelan y contrastan con otras cosas del tiempo y la literatura para producir un efecto estético. Las cosas ocurren para ser contadas. Pero nunca exactamente como ocurrieron. En el acto de contarlas se transforman, se crecen, se deforman. Los personajes se emblematizan. Y los personajes a los que les ocurren estas cosas devienen mitos. A esta síntesis, Ramos Otero le llama la “imagen mítica” de la poeta o el poeta, la escritora o el escritor, la o el artista, la madre, el padre literario asesinado, el amante del día y de la noche. Y el mismo Ramos Otero personaje. Por eso en sus cuentos nos encontramos con todas estas coincidencias históricas, literarias y de vida interior que nos fascinan y asombran. Esta fascinación me llevó a buscar rastros de su literatura en mi propia vida. Esta investigación especulativa me llevó a encontrar los asombros que buscaba. Gracias a Ramos Otero, aprendí a despedazarme e intentar hacer de mi vida una literatura o, al menos, a contarla como literatura. Y desde que lo leí no he hecho otra jodida cosa que esa en mi escritura. Porque yo deseaba la claridad estratégica de Ramos Otero, el convencimiento duro de que uno es un personaje dentro de la propia literatura. Otero le llama a este momento liminal, cuando una persona deviene arte, “imagen mítica”. Yo le llamo aura. Aura devocional. Walter Benjamin estaría de acuerdo. La que se forma espectacularmente alrededor de las cabezas de los escritores de culto. ¿Y en qué otra cosa se ha convertido Manuel Ramos Otero hoy, desde mucho tiempo ya antes de hoy, desde el tiempo en que vivía? No cabe duda de que Manuel Ramos Otero es escritor de culto. Su trabajo escritural pretendía crear imágenes mitológicas auráticas a fuerza de palabras alrededor de las cabezas de las poetas y los poetas que admiraba (“los personajes en sí son palabras”, nos dirá en la entrevista). No debe sorprender a nadie que él mismo —personaje de su propia literatura y desbordado de ella hacia el mundo mediante anécdotas seguramente trastocadas y deformadas y amplificadas por el tiempo— se haya convertido en mito. Los mitos no son verdades ni son mentiras. Son ficciones. Manipulaciones de lo real para que lo real diga otra cosa más que sí misma. Creo también que cuando comenzamos nombrar a algo como un mito es precisamente cuando aquello así nombrado deja de serlo.

No cabe duda de que Manuel Ramos Otero es escritor de culto. Su trabajo escritural pretendía crear imágenes mitológicas auráticas a fuerza de palabras alrededor de las cabezas de las poetas y los poetas que admiraba.

* Los mitos son cuentos susurrados, ubicuos, deformados y excesivos. Son los percances que sufren aquellas y aquellos cuyo destino es convertirse en “imágenes míticas”. En otro momento de aquella entrevista, Ramos Otero afirma que Julia de Burgos y Luis Palés Matos son “los dos exponentes mayores de la poesía en Puerto Rico”. En “Autobiografía de Todos los nombres el nombre”, yo escribí las siguientes palabras (y debo insistir que sin haber leído entonces ni esta ni ninguna otra entrevista a Ramos Otero): “la escritura de nuestra isla había llegado al límite terrible y maravilloso de la devastación en tres nombres: Manuel Ramos Otero, Julia de Burgos, Luis Palés Matos” (305). Que Ramos Otero y yo coincidamos en la importancia de llamarse Julia de Burgos y Luis Palés Matos no debe sorprender a nadie. No cabe duda de que habría consenso sobre el lugar que ocupa la poesía de ambos en el canon de nuestras letras. Que yo haya juntado el nombre de Ramos Otero a aquellos dos, sin saber que él mismo los había consagrado de manera similar en una entrevista muchos años antes, causa el placer estético del asombro. La casualidad no existe.

* En una conversación telefónica con la poeta y amiga Vanesa Droz le pregunté sobre el aura kirliana que aparecía alrededor de la imagen de Ramos Otero en la foto de portada de Invitación al polvo. La poeta me dio una explicación plausible que tiene que ver con una técnica fotográfica desconocida para mí. Recordando que la foto fue tomada en tiempos cuando la fotografía digital todavía no existía, me explicó que los fotógrafos se servían de diversos trucos para manipular sus imágenes. Eran tiempos prePhotoshop, lo que los hace prehistóricos en retrospección. Entre estos trucos de laboratorio, Vanessa me describió uno que consistía en interrumpir el haz de luz que producía la impresión fotográfica (ya fuera con la mano, una parte de esta —quizás un dedo presionando la luz— o algún objeto) para que, entonces, menos luz incidiera en el papel y, así, aclarar alguna zona en cuestión que el fotógrafo anticipaba que quedaría demasiado oscura o que, gracias a un revelado o impresión previa —o a la meticulosa observación de las pruebas de contacto”—, ya había confirmado que había que aclarar. Descartadas las explicaciones sobrenaturales por un lado y la intencionalidad expresa de Ramos Otero o del fotógrafo por el otro, nos quedamos con una explicación pragmática inmanente y asombrosa. La imagen mitológica. La realidad manipulada. Trasteada. El aura de Manuel.

* Una última referencia a aquella entrevista y —como dice una pana artista muy querida— la cuenta. Para entender el efecto de asombro inmanente de esta mención, debe recordarse que es ahora, al momento de esta escritura, cuando leo esta entrevista por primera vez. En ella, Ramos Otero habla de un libro de poesía en el que estaba trabajando en aquel momento. Aquel libro nunca se publicó, pero una nota al calce de la entrevista nos indica que la serie de poemas que iban a componer aquel libro se publicarían posteriormente en una sección de El libro de la muerte. Ramos Otero anuncia que en aquel libro inédito “hay una serie de escritores como Oscar Wilde, Tennessee Williams, Yukio Mishima, Lezama Lima, Pessoa”. El hecho coincidente de que estos nombres aparezcan en el libro que yo escribí años después y que se titula Todos los nombres el nombre no debe sorprender a nadie. Lo que se sabe no se pregunta. Y hay cosas que no se preguntan y punto. Muchos de estos nombres pertenecen a las constelaciones nominales que trabajé en mi libro. Pero otro dato que Ramos Otero revela en la entrevista sí podría provocar asombro. Confieso que a mí me hizo abrir los ojos grandemente, me arqueó las cejas y me cortó la respiración. El título que Manuel Ramos Otero le había dado al libro que escribía al momento de aquella entrevista publicada después de su muerte, a aquel libro que nunca publicó: Todos los hombres del hombre. ¡Oh! Indeed, la casualidad no existe.