

Te veré al amanecer y otros relatos
Ignacio Murgueitio
Título: Te veré al amanecer y otros relatos Autor: Ignacio Murgueitio
© Ignacio Murgueitio e-mail: murgueig@gmail.com ISBN: 978-958-49-8017-5
Descripción: Libro impresión digital, 170 páginas, 17,5 x 24 cm, 90 g, tapa blanda

Díseño gráfico: Patricia Mejía Revisión del texto: Leonor Cristina Peñafort Fotografía: Ignacio Murgueitio Impresion: Velázquez Impresores, SAS
Primera edición 2022
Murgueitio, Ign~acio
Te veré al amanecer y otros relatos / Ignacio Murgueitio Restrepo. -- Santiago de Cali, 2022. 170 páginas ; 24 cm. -- (Colección relatos) ISBN: 978-958-49-8017-5
1. Literatura colombiana 2. Novela colombiana 3. Narración (Retórica) -- En la literatura 4. Cuentos colombianos I. Murgueitio Restrepo, Ignacio.
SCDD 863.44 ed. 23 lmc/2022
Palabras de ustedes, voces de vos, siempre
Contenido
Te veré al amanecer 7 Memorabilia 49
Nadie me quita lo bailao 75 Saudades elementales 78
La vida con lo justo 81 A la manera del día 85
Un día de estos 106 Junio 118 Luz de sur 144 El estanque entre las manos 162
veré al amanecerEl tiempo, designio extendido en el espacio, memoria en agitación constante, rastro disperso como expresión de movimiento. Pacto entre adverbios de tiempo: aún, todavía, hoy, palabra disponible, requerida, establecida en la suma de lo ganado. Emplazamiento, fermento improvisado de la evocación, condición paciente para una ficción; contención interrogada en el relato, destello de imágenes a riesgo de ser interpeladas, reclamo que envilecería. Equilibrio, ilusión precisada. Pausa extendida en la espera, pasado que se desharía en sí mismo en un futuro, vecino del presente.
Los primos Monsalve y Ramírez, gesto de mano en el adiós se evaporaron por la escalera con emoción corroborada desde la azotea cuando el vehículo de sus padres se estacionó en la explanada. La espera llegó a su fin en la perplejidad compartida de quedarnos solos. Ahora lo estoy. Instintivamente camino al costado, me detengo en el muro del extremo sur que se levanta en el pie de la inquietud, –ansia controlada–, brote de incertidumbre, conjetura distraída en la luz menor e indeterminada que se esfuerza en darse nombradía entre la densa tonalidad de grises, cuerpos espesos, corriente de nubes oprimidas unas a otras. Prorrogan el avance de la oscuridad de un ocaso inminente. La mirada del momento se afianza hasta detenerse en un pormenor de ramas agudas de cipreses que rodean la extensión lateral del edificio, en tanto, el mutismo se apodera del movimiento y, es lucero que palpita, intersticio de horizonte que se cuela consolidando los límites de la inclinación inalterable y observable de pesos y contrapesos luminosos. La otra tarde Carlos Alberto –tampoco regresó este año–, nos reveló en el telescopio, luego del ritual de ubicación del trípode y el enfoque preciso de la mira al infinito, espera temerosa de mi turno en la base de la rampa de cemento que cubre el tanque del agua que ahora está a mi izquierda, la inacabable estancia del universo. Subí. El punto divisado, brillante y amarillo me alentó cuando pude superar el vahído de la altura. ¡Venus entre anillos! Entonces me dijo que se desplaza sin detenerse como la tierra que tiene una sola luna pero que ambos giran alrededor del sol en órbitas distantes, diferentes en la mitad del firmamento ennegrecido, hacia occidente.
¿Los volveré a ver? La duda me asiste, escuché a Jairo en un arrebato delator de que no volvería cuando hizo fila detrás de mí, después de mitad de año cuando regresamos de vacaciones. No supe de mi nueva ubicación hasta que el preboste midió la estatura, espalda con espalda y constatar, por cálculo de otro, los cambios sustanciales experimentados en mi
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cuerpo en el mes de vida al aire libre, excursiones, campamentos, caminatas, competencias, lecturas, actividades dirigidas y pantalones encogidos. Creo que le asiste el deseo de sentirse mejor, más cerca del afecto de mamá y alejarse de la disciplina inflexible establecida y, ¡claro!, su primo Ernesto, se adherirá a la decisión de Mauricio, es su guía. Con seguridad sus padres tampoco lo matricularán el año que viene. En cambio, quiero regresar. Extrañaré la cercanía, sobre todo, porque cautiva escudriñar el inquietante cotidiano de la observación, goce y predicción del paso del tiempo cuando fui iniciado en la consulta diaria del Almanaque pintoresco de Bristol calculado para la República de Colombia. En el folletín de cubierta llamativa color naranja que permanece en el salón de juegos colgado de un cordón, puedo inferir que la colonia de Murray y Lanman, promocionada en el anverso, es un curalotodo con base a alcohol y olor pasajero para hacer más amable el uso de tal menjurje. Lo trae cada año el papá de Mauricio que cultiva cereales en una finca cercana. Revela lo establecido como convención: santoral, hora de salida y puesta de sol, días de fases de la luna, anuncio de los eclipses a los que acudiremos con el permiso supuesto del maestro, pero con la casi seguridad de no poder observarlos. Estos fenómenos se pierden en la opacidad nubosa que se aposenta entre resquicios. A veces, los planetas se cuelan en posición menos voluble y, el horóscopo, como aproximación a la fascinante información de días en los que lloverá: temporales, aguaceros, lluvia, garúa o llovizna y hasta estados de ánimo. Entonces, por los ventanales alargados de perfiles de hierro, obra en secciones de vidrios, algunos herméticos, se avienen matices de verde intenso de los campos deportivos en receso a la espera de actores, estrellas principales y de reparto. Más allá, el siseo progresivo de los cultivos esperanzados de rocío y lluvia, apresto que fecunda la simiente, constante ir y venir por divisiones rectangulares de las yuntas de bueyes en agitación, remoción de arvenses, descepada, afloramiento de gérmenes que revivirán a cada pase y, la proliferación de terrones compactados, oscuridad esparcida en el avance, rusticidad en coyunda de la alzada llevada a lomo, arneses de cuero retorcido, tintineo de campanillas, madera crujiente, aliento humedecido de bestias, estremecida fluctuación de la esperanza en una próxima cosecha que pronto surgirá entre las quebraduras de una cementera que se apronta, suelo triturado que precisa de simetría, piolines extendidos de surco a surco. Pronto será espera.
El folletín precisa, también, fechas de corte de cabello, pero el encargado no las contempla porque no colige que la actividad debe adelantarse con la fase de la luna menguante cuando las mareas se agitan en el océano en precisa influencia. Mis padres me llevaron un enero, antes de regresar al colegio. Entre vaguedades atisbo un enorme buque de carcasa herrumbrosa que distinguimos al paso enfrente de caños y manglares. La lancha avanzó entre olas de leve agitación. La infinitud es insinuación de la redondez del planeta. Todo este mundo lejano supera la evidencia de la pequeñez y es fantasía la que se instala en algunas noches estremecidas por Poseidón que se dispersa en el sueño, rige los movimientos del agua infinita y es monstruo de otro cuento que podremos tratar, entre paréntesis, si más adelante nos adentramos por los vericuetos de El Corsario Negro
Me pregunto, ¿cómo todo es un hecho establecido? Me refiero al paso del tiempo afincado en el nombre de días y meses – calendario que exalta celebraciones–, onomástico de
santos, entelequias de la mitología, frases inspiradoras como la de san Agustín: la medida del amor es amar sin medida y acudir a la fuerza de lo espiritual. Le pregunté al Padre Fernández por el significado de esta frase, él es docto, me respondió con la simpleza de que hiciera todo con buena voluntad y diligencia haciendo el bien a los demás. Que eso era amor, me queda la duda.
Así también, recibir la noticia del rebose del cauce que sobrevino luego de que el temporal, en lo alto de la cordillera, obligó a los empleados de la represa a abrir las compuertas de los excesos. El río denso y ocre se esparció a su aire por las dos riberas recubriendo a lado y lado los vados aledaños del potrero de ganado y de paso, dejó cubierto hasta las primeras ramas de los sauces de la aflicción. Obligó, así, a asignar la mirada fija entre remolinos, centro del cauce que avanzaba a velocidad de propio arrastre, rebalse, fuerza indómita hasta descuajaringar los estribos del puente en la parte más baja del predio. ¡Y claro!, a esperar de nuevo la invitación temeraria que Marco Fidel me extenderá, acontecimiento a remo entre aguas estancadas en el bajel pintado a mano entre recreos y libertades de cultivar inclinaciones los jueves a la tarde. Finalmente, logró terminar el molde de letras manuscritas barrocas y negras, las dibujó en la quilla del navío, luego del calafateo con brea y el bautizo como Josephine de Beauharnais. Por supuesto, no estaré a disposición ni como remero ni guardiamarina. Insistirá en su solicitud a título honorífico de complicidad, sublimación de temores en el encallamiento hasta descender y, con el agua a la rodilla, salir del atolladero, como la otra vez, jadeando, remar hacia atrás y hacia adelante veinte o cincuenta metros mientras la mente en blanco asocia la deriva a la fuerza que se hará presente hasta desvanecer la tembladera en las pantorrillas del capitán de mar y tierra, para luego hacer de primera base, en días soleados, en el juego cabal de béisbol.
Gusto de asistir a la competencia como espectador. Es cerebral, por tanto, esquemático, reglamentado y de mucha atención por la duración de cada episodio. Y la pasividad a la espera de los turnos de bateo. Entrenamiento, sobre todo, en el lanzamiento de la pelota con el efecto deseado que el lanzador imprime a la pelota en acuerdo con el receptor que el ojo avizor del bateador debe descubrir, efecto–engaño, bola que gira sobre sí misma, cambia rápidamente el destino del juego. El maestro Rodríguez disfruta entusiasta, planea, dirige, conforma su equipo escogiendo compañeros de mayor a menor malicia y competencia entre voluntarios, jugadores que dócilmente eluden la mirada para mostrar indiferencia de pertenecer al equipo ganador. Disfruto más, eso sí, cuando se surte un imparable: ¡qué frustración la del jardinero y, el gozo que dura todo el año de quien da la vuelta de base a base, hasta el Home! Satisfacción iluminada en la humillación del contrincante, más que todo.
Juego pariente lejano del álgebra que ignoro hasta cuándo debo soportar, pero Robert, como le dicen al profesor, alto, paciente y lejano, insiste que es indispensable como requisito para el estudio posterior y solución de problemas de trigonometría, cálculo diferencial, física y química. Atención, disciplina inducida, lucha hasta someter el peso del cuerpo somnoliento en la mano de la primera hora de clase del día. Esfuerzo es intención del segundo pupitre de la tercera fila del salón que prefiere los ejercicios hechos en clase que dicen tomar el hilo del procedimiento, responder con reflejos, temor de salir al tablero invadido de números
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como un arrojo de siglas, luego pregunta si se puede borrar, me ofrezco con júbilo para hacer desaparecer la evidencia de tiza y severidad pero encuentro un respiro al sacar la punta al lápiz, borrar los errores que se disuelven en el ejercicio de copiar al maestro, hacer que entiendo y reitero: nunc coepi, consigna insuficiente. ¿Por qué negarlo? La exactitud colectiva uniforme de los resultados difiere en extremo de los números y signos invertidos en la constancia personal de un examen. Me pierdo en el embrollo del proceso, pero retomo el sentido de la vida en la clase continua que se debate en la inexactitud del presupuesto épico y atractiva de la lectura de Tabaré, el sosiego de la biblioteca al extremo sur del edificio: Más allá de Zanzíbar, El cruce los Andes, Roberto Faustino Sarmiento que viene en la revista Billiken. El capitán Fitz Roi hecho a la mar en el Viaje del Beagle, Charles Darwin iba con él para luego escribir El Origen de las especies del que tenemos prohibida la lectura, poco entiendo ese por qué, quizás es mundo imaginario que se disputa lugares y circunstancias de vida casi imposibles, allá, en la Patagonia, mundo exótico contrario al presumido y preciso de los inenarrables Tom Sawyer y Huck Finn.
Moderación de cuatro horas semanales de disciplinas exactas ha sido diálogo con el maestro Ángel María. Me habla que la botánica, zoología, anatomía y, agrego, historia y geografía, son fuente cercana a la comprensión y aceptación de la evolución constante del origen de las cosas. Toda capacidad está por descubrir y redescubrir en la superposición de procesos humanos, seres minúsculos y mayúsculos incluidos en la totalidad de la orientación de la energía humana. No todo ha de ser tan exacto como las respuestas casi inmediatas que Carlos Alberto da a los problemas matemáticos, algebráicos o, la intención de descifrar las cifras caldaicas. Mi comentario es consuelo de tonto. Para ser irreverente, pienso que lo exacto está allí y, es intento de recopilar datos, reducirlos a una tendencia estadística, fórmula que, seguramente, es representación que ha de ser revisada constantemente. Entonces las cifras se hacen blandas como en las otras disciplinas. Allí nos encontramos con la ayuda de la reflexión. La imperfección del conocimiento resiste a ser limitada a números, curvas, planos cartesianos. “¡No todo ha de ser tan perfecto, la sorpresa se extraviará y nos desubica!”, dijo una vez Juan José.
La cubierta de hormigón cubre la escalera de acceso y es invitación al reconocimiento en desamparo. La azotea se ha hecho oscuridad plena que, por instantes, no es un a tientas, es titilar lejano que da curso a algunas luces de la vereda El Pombal donde algunos compañeros más inquietos como Vicente Berdugo, acuden los sábados al encuentro de niños para recitar de memoria y con ellos el catecismo. Alguna vez me invitaron como posible candidato para reemplazarlos. Acepté, pero me interesaba más el desafío de una afirmación, un lance de autonomía en pedaleo constante de la bicicleta por caminos de aventura, estrechos, pedregosos, amarillentos, desfiladero de encuentro con ligeras aguas canoras que desfilan al paso, que la explicación a infantes taimados y batusos de la que no tengo el más leve conocimiento. Pero dicen que Dios es quien habla a través de uno. ¡Vaya pretensión! Vacilé. No volví.
En el instante debo encontrar una salida. Alguna dificultad insalvable, tuvo mi familia para no llegar a la cita. ¡Debo reportar al prefecto de Disciplina! La sola expectativa
se detiene en un atasco al tragar, sequedad en la garganta, ardor palpitante de la incertidumbre manifestada en la boca del estómago cuando desciendo por la escalera al segundo piso. Del hongo de cemento que cubre el final de la escalera y converge a la azotea, encuentro el escalón de descanso escoltado de pasamos que no rondo porque mi tranco es ligero, fuga y evocación, secretean y la oscuridad se acerca entre voces de grillos, velocidad rasante de vampiros, llamados cercanos de ranas, crujir de ramazones de pomarrosos entrelazados encima de la cabeza, meneo breve y decidido de las epífitas que abundan y son como las barbas del viejo Zenón Valdiri que se acerca de madrugada por la avenida tupida de pinos, precariedad hecha de marcha, al recibo del desayuno templado por la ventana de la portería que la comunidad dona en ejercicio de caridad cristiana.
Desciendo, me disperso. Color uniforme de la planicie en la meseta. Enfoque al aglomerado de farallones que la rodean, ¿por qué las piedras fenomenales sobresalen en la explanada que agoniza en las escarpas del cañón del río? Y la vertiente continúa, más allá es ocaso encubierto entre tonos fatigados y oscuridades inciertas de occidente, disgregadas en un más allá del vallado. Empedrado circunscrito al plano levemente inclinado hasta llegar a la casona de la hacienda. Descampado, movimiento imperceptible, aura de presagio y cercanía, sereno reconocimiento de constelaciones en la extensión combada de la noche, de pronto cubierta de luces centelleantes afirmadas en el rigor de sus órbitas reguladas por fuerzas propias, esferas remotas que la hoguera distraerá cuando se inicie el chisporroteo electrizante del fuego de campamento que arremete, se consume en troncos mayores de la estructura erigida, no como acto de purificación inquisitorial a lo Torquemada o de campos devastados al paso de las cruzadas, sino escenario de una representación del libreto establecido y estimulante de ideales mayores de servicio de la humanidad. Se dará inicio en oración con tono de ojos atentos, persuasión de lo abstracto, incierto e inocente término de una espera constante. Luego, la ritualidad que, por tres años, ha introducido Ernesto con el acordeón, (¡qué tinglado aquel de desplazar la caja de este instrumento!). Tiene privilegios mayores que los alimentos y, se iniciará con marchas conocidas, iniciativa adoptada para incentivar la mística de los regimientos como analogía vibrante de la lucha por la fe a conveniencia que repetimos memoriosa y altivamente hasta finalizar con la despedida coincidente en el rescoldo ardoroso del fuego consumido.
Solicité, a título de cercanía con el maestro, estar de guardia de madrugada. Presiento que el año que viene estará signado por estímulos constantes: decisiones. Entonces, el momento descansará en la garrocha que sostiene el alero de la carpa, conjetura, presagio, claridad que, mañana cuando nos vayamos, será remembranza, vega de auroras presentidas. Los celajes ascenderán parsimoniosos por la depresión que el río ha esculpido entre crecientes, pedruscos, cataclismo precipitado entre saltos que afirman su identidad en parajes bajos de ría dadivosa y digna. Ha de ser voz ronca, constante e invisible que, diluida entre el nacimiento al arrullo en duermevela entre el boscaje del páramo andino y, la perspectiva entre sombras que es reverberación de fantasmas, regreso al vuelo rasante y audaz de los chimbilacos, acción devoradora apenas saciada de insectos y bayas, dispersión corpórea entre destellos de fogata, sepultura imaginaria, resurrección de difuntos, energía esparcida desde lo alto de las
gargantas prisioneras de la cordillera. Encenderán de blanco las flores de cafeto del cultivo vecino, entrevero de ramajes sin número desde el árbol del canto de pájaro y ronroneo de la radio que pasa colgada del cuello de Patrocinio en busca de concentrar el recurso vacuno. Entonces cederé la ruana a Marco de guardia en la carpa de enfrente cuando el instante de consolación sea encanto continuo entre mutismo y revelación instantánea de rocío, momento fugaz interrumpido por el llamado a Diana que revele los vértices tutelares de tres horizontes caprichosos. Masas inmóviles, aprisionadas entre la pompa exuberante y perenne de una cordillera. Instante de demostración: entonar los himnos, despliegue de banderas izadas en el centro del campamento que permanecerán recogidas sin brisa, labor de ordeño, leche y café endulzado con panela hará parte indisoluble del escenario perpetuo del final de un ciclo con voz de medio día al final de una lectura.
(…) Jim salió acercándose a mí con los brazos abiertos. Estaba rebosante de alegría, pero al verle a la luz de un relámpago, el corazón se me subió a la garganta y caí de espaldas al agua. Había olvidado que era el rey Lear y un árabe ahogado todo en uno, y del susto poco me faltó para echar el hígado a los bofes. Pero Jim me pescó e iba a abrazarme y bendecirme y todo eso, de la alegría que le daba verme de vuelta y libre del duque, pero yo le dije:
Ahora no, Jim, ¡Déjalo para el desayuno, déjalo para el desayuno! ¡Desamarra la balsa y larguémonos!
De modo que a los dos segundos alejábamos río abajo, y resultó sencillamente maravilloso estar libres otra vez, solos en el vasto río, sin nadie que nos molestara. (…)
(…) Cuando llegué, todo estaba en silencio, como si fuera un domingo cálido y soleado. Lo peones estaban en los campos y reinaba esa clase de zumbido de bichos y moscas en el aire que causa la impresión de tanta soledad, como si todo el mundo estuviera muerto; y, si se levanta la brisa y hace estremecerse las hojas, uno se siente melancólico porque parece como si fueran susurros de los espíritus… espíritus que llevan tantos años muertos…Y se tiene siempre la sensación de que hablan de uno mismo. Suele ocurrir que a uno le hacen desear haber muerto también y haber acabado todo (…)
(…) Seguí adelante, sin ningún plan determinado, confiado únicamente en la providencia para que pusiera las palabras apropiadas en mi boca cuando llegara el momento, porque había observado que la providencia siempre lo hacía cuando yo la dejaba tranquila (…)
(…) Los seres humanos pueden ser terriblemente crueles unos con otros (…)
(…) Pero es lo que ocurre siempre. Nada importa que uno obre bien o mal; la conciencia de uno no tiene sentido común, y en cualquier caso la toma con uno. Si yo tuviera un perro agüinado que supiera tanto como la conciencia de una persona, lo envenenaría. Ocupa dentro de uno más sitio que todo lo demás… y, sin embargo, no sirve para nada. Tom Sawyer dice lo mismo. (…)
(…) Esto demuestra que uno puede mirar y no ver nada. (…)
(…) ¡Vaya, hay que ver cómo eres, Huck Finn! Para hacer cualquier cosa se te ocurren ideas de párvulo. ¿Es que nunca has leído libros? ¿Del barón Trench, de Casanova, de Benvenutto Cellini, de Enrique IV ni de ninguno de esos héroes? ¿Has podido decir
alguna vez que se dejara libre un prisionero de un modo tan anticuado? No, lo que hacen los entendidos es serrar la pata de la cama en dos, dejándola tal cual, y se tragan el serrín para que lo encuentren, y ponen sebo y porquería en el sitio serrado para que ni la persona más sagaz encuentre indicios de que ya ha sido serrado y crea que la cama está intacta. Después, cuando llega la noche señalada, echas abajo la pata de un puntapié, te quitas la cadena y en paz. Después no tiene más que enganchar la escalera de cuerda a las almenas, descolgarte por ella, romperte la pierna en el foso–porque debes saber que una escalera de cuerdas es diecinueve pies más corta –y, allí están tus caballos y tus leales vasallos, y te sostienen, te suben encima de una silla de montar y a galopar se ha dicho, hacia el nativo Languedoc, Navarra o cualquier otro sitio. El colosal Huck. ¡Ojalá hubiera un foso junto a esa cabaña! ¡Si nos das tiempo, la noche de la fuga, cavaremos uno! (…) (…) Tom está ahora casi curado y lleva la bala colgada del cuello como si fuera un reloj, y siempre está mirando la hora que es; ya no hay nada más para escribir; y me alegro una barbaridad, porque, si llego a figurarme lo fastidioso que es escribir un libro, no lo habría ni intentado y no voy a intentarlo ya nunca. Pero me temo que tendré que salir a escape hacia el territorio indio adelantándome a los demás, porque tía Sally va a adoptarme y a civilizarme, y esto no puedo consentirlo.
Ya pasó por este trance. Atentamente vuestro HUCK FINN
A las dos y treinta de la tarde, Gabriel Almanza, el maestrillo, gesto de regusto, satisfacción de cierre de texto y anuncio del final de la novela en voz alta y por entregas –dos capítulos diarios–, durante las tres semanas y media de vacaciones. Se levantó del suelo con agilidad, dejó entrever, de nuevo, un respaldo de piedra bruñida a la sombra del naranjo de siete ramas y azahares. Al fondo, líquenes adheridos, segmentos atorados en el encerrado, salto y potrero abierto. El lugar definido, por su amplitud, es elegido para el inicio de actividades notorias. Pero esta noche será la despedida, es decir, tiempo regulado para apostar los morrales en orden castrense al pie de los catres de lona de estructuras en x, enrollar los colchones de fibra de plátano, cosidos a mano, control de sí dentro y de fuera, imposición del horario hasta asistir al dictamen de los números; suma de todo. Recuento de puntajes por patrullas, números asignados con la finalidad de distraer la cotidianidad. Concursos, marchas perpetuas a las fuentes de la vida renacida en torrentera conducida con pericia desde lo alto entre canales a la piscina–reservorio; natación, clavados, la cabalgata: bajo el peso inaudito/ de este tipo tan obeso/ desplomóse con estruendo /el pobrecito jamelgo. Y, la comedia, sainete, copla y comparsa, pugilato en la noche, trabajos forzados, resbalones, torcedura de tobillos, limo adherido a los vaqueros, borceguíes alivianados, símbolo de práctica adquirida para rastrear código de caminos incógnitos; tomar atajos, noción de señales de banderas al viento del idioma del semáforo, puntos y raya del código Morse, disponibilidad disciplinada a la autoridad jerárquica que incluye el acatamiento y aceptación de la norma expresada una sola vez aunque también se presenta el pretexto del entretiempo.
En un santiamén, también, me atrae, a nombre del aroma irreductible, el espíritu ligero de caña madura que tira una columna de mulas, expresión de un arte en equilibrio, carga proporcionada a lado y lado del lomo, ingreso erguido a la boca dentada del trapiche por la mano sabia del hombre del sombrero y, la miel virgen encubierta, ligera en entrenudos, fluye sumisa a las pailas. Bulle y es estímulo viscoso del ímpetu del horno inferior que estalla atizado por la presteza continua, artesanía refinada, en tanto, en lo alto, el caney explosiona olores de fruto apretujado, tupido traslado de recipiente a recipiente y, ante los ojos del encantamiento, mutación en avío pétreo, rectangular, ocre para luego convertirse en bebida secular, aroma de alerta a los sentidos y, el episodio oculto es contrabando de cosecha: masticar caña al atardecer, néctar que correrá copioso por el extremo de los labios, se deslizará entre sorbos para retornar siempre a la fragancia trascendida al paso de las décadas, flama dulce. Llamado al porvenir.
La intuición, estrategia de fantasía ilimitada, acopio de especulaciones, suma de precauciones, actúa con decisión y, la patrulla sigue al líder entre dudas relegadas, temores porque los tiempos son de acción, disciplina indeterminada por sí misma. Las normas y, en ellas, el promedio final, son estímulo a la velocidad en el actuar. Primero, segundo, tercer puesto, patrimonio efímero de quienes dominan; desventaja, división entre lo que permanece como afirmativo de aquel universo contenido, lugar elegido con prolijidad para crear un ambiente de idealización y funcionalidad dirigida a la recepción de un mensaje. Entonces, se asume con cautela la pretensión de la propia superación decantada en frustración exaltada en nuevos intentos. Llegar de último en el inicio, pues, es pensamiento perseverante del suspenso que se transfiere a los días por venir. Autonomía sugerida por la brisa vespertina: existencia redimida en la pausa desenfadada de las horas, agotamiento, amaestramiento desde la apertura de la temporada, carrera disgregada entre serpenteos de camino real que ha tolerado la reincidencia en arriería, lodo, desafío constante a la atención que se vislumbra en llegada entre piedras desparramadas en la niebla concurrida en la hondonada; orilla, pausa obligada que atraviesa el paso, sustituto de los maderámenes del puente anclados a la orilla por la corriente de la borrasca singular de abril, trastos acumulados por la guardia escogida que dirige la maniobra.
Más temprano que tarde, acto seguido a la Eucaristía, el trasteo tiene dimensión de primer trasbordo que es operación novedosa, recuento de haberes porque las mermas quedarán en lo anecdótico y ocupan el significado de lo extraviado y, es repaso de descuido reiterado en cada miembro, ambición terca de la recuperación. Quizá haya quién se los tope hasta un instante antes de que el bus tome la ruta de regreso.
Entonces se asciende entre desfiladeros que inspiran soliloquio, aprendizaje del abecedario propio, exploración continua de resonancias interiores, imágenes, palabras que no verbalizan el presentimiento de cada duermevela: relato actualizado de cada cual, charcas en el camino, evocación del afecto, oficio de difuntos apostado en el más o menos de una traza resignificada de los corredores entre columnas sólidas y vigas extraídas de la armadura encubierta en la espesura: dormitorios, flor de geranio desparramada, piso sonoro, descolorido sigilo entre artesonados de caña menuda, tejas porosas, jabón de arena acumulada, desagüe
que recibe el lavado de los utensilios de peltre, espera del condumio en el orden de cada puesto remarcado con cubiertos de ligera fragua y manteles de madera, baño a voluntad, renovación, concurrencia infatigable de abluciones cotidianas, fuentes arrebatadas a los saltos de la efusión eterna de los orígenes patrimoniales.
Irse de madrugada. Todo quedará en orden detrás del cierre hermético de puertas, ventanas, ambientes que serán vencidos por la humedad: polvo, telarañas, roedores, oscuridad entre aldabas herméticas hasta la temporada próxima. A lo lejos queda, se detiene en lo alto, entre la floresta –pomposa representación de lo permanente–, la casona a la espera de nuevas periodicidades. Ignoro si la confluencia del pasado movilizará otro empeño que debería surgir del agudo canto de gallos que no se reconoce en el legado intangible de una eternidad transitoria. Entonces Marco, agente puntual de la memoria, apostado en el puesto de la ventanilla, constatará en coloquio que sosiega la incertidumbre que, luego de la próxima curva, habremos regresado a las veleidosas corrientes del entorno paramuno, domicilio de nieblas y descenso circundado por jirones de nubes bajas disueltas en el mascarón de proa del parabrisas. Pronto se descubrirán los accidentes de la geografía del cordón de peñones exaltados enmarcados en la llanura vigorosa. El vehículo avanzará con fluidez por la ruta dejando atrás un poblado aletargado. Mañana, al regresar a casa, el juego a ser mayor no podrá eludir la certeza de que una vez hubo una infancia al aire libre, huida imaginaria, natural e inocente en constante disolución de soles en la bruma. Ad Deus qui laetificat iuventutem meam, corea a diario el introito de la misa matutina que el celebrante ofrece de espadas, y lo repito, para entender el verso del salmo 24. Presiento que el gozo es una carcajada que espanta una efeméride, ella da la vuelta, huye.
La escalera confluye al corredor principal del segundo piso, a cada lado, el piso es amplitud conformada por hileras de baldosas brillantes, diseños en rudimento ilustrado, ventanales cerrados iluminados de mañanas, puertas sólidas de los cuartos de los maestros y, en el centro, la oficina de la rectoría, enseguida, la prefectura de estudios y de disciplina. Un poco más, a la izquierda, la biblioteca y, en los extremos, los dormitorios de cuatro filas de literas separadas por armarios de madera de elemental comodidad. Dudo tocar la puerta del prefecto, la luz no se cuela por el espacio entre techo y dintel. Decido alejarme por el corredor lateral, hacia el fondo del edificio, me topo con las paredes de la capilla que se elevan desde el primer piso hasta la azotea convirtiéndose en el centro del edificio. Cinco pasos, voy al encuentro de los ventanales laterales, vitrales abatibles que aluden escenas evangélicas, algunos con María como centro de la composición. Descubro lámparas encendidas del altar, cirios a lado y lado dan cuenta de que el oficiante, al inicio, tocó la campana colgada a un lado de la puerta de la sacristía, salió por la puerta lateral izquierda al altar principal de los oficios que permanece al fondo de la capilla, arriba luego de tres o cuatro escalones, en el centro, un arco de medio punto vigila sólido el eje de la capilla, separado de las bancas de los fieles por el comulgatorio de balaustrada labrada de mármol. Me devuelvo, ingreso con recelo por la puerta del coro, enfrente de la rectoría, me siento en la semioscuridad del banco que he utilizado cuando me han llamado a reforzar el coro, detrás del órgano. El sacerdote oficia la eucaristía
sin acólito. En el momento habrá concluido la meditación preparatoria en el reclinatorio de la sacristía para luego lavarse las manos, escuchar la voz interior de las mociones antes de iniciar el protocolo de revestirse con la indumentaria del rito principal de la conmemoración: poner sobre los hombros el amito, encasillar el alba, ajustar el cíngulo a la cintura, asegurar en él la estola, ajustar el manípulo y, luego, enfundarse la casulla de color morado del tiempo de Adviento. Salir, entonces, continuar el ritual con el cáliz cubierto en la mano, hacer la inclinación, ponerlo a mano izquierda del ara, desdoblar el corporal encima del mantel almidonado para retener la blancura, descubrir el sobre copón, dejarlo al descubierto e iniciar con la primera genuflexión, la señal de la cruz para ajustar su voz al ordo: kiries de expiación, lecturas, oración de los fieles, ofertorio, consagración…, todo el instructivo reposa en el misal cerrado a mano derecha del altar. Hoy, luego de la lectura de Isaías que transcurre entre figuras literarias de las cuales entiendo palabras desde mis rudimentos de latín, pero luego, me es familiar el inicio de la lectura del evangelio, aleluya y el secundum Matthaeum: Non omnis, qui dicit mihi. Domine, Domine, intrabit in regnum caelorum, sed qui facit voluntarem Patris mei, qui in caelus est (…) Mientras el celebrante continúa el oficio con extraña voz gutural, creo identificar al padre Jerome Leclerq que está de paso, pero no dejo de pensar en mi primera clase de latín. Las justificaciones del preámbulo no advirtieron las dificultades de los años venideros cuando en los deberes hacían parte la conjugación de los verbos, pasar continuo de las hojas finales del libro hasta encontrar el vocabulario, conversaciones que incluyen latinajos, consejos adornados en el resumen de citas de los clásicos del Aurea Dicta, síntesis donde argumentan consignas de actividades para escolares, errores repartidos al paso de las lecturas y, los significados erráticos que no se prevén en el entusiasmo de las generalidades del maestro Hernández el día de la Lectio Brevis: Gran importancia ha tenido el latín en la historia de la Iglesia y de los pueblos occidentales. Por mucho tiempo sirvió este idioma como lengua oficial de los Gobiernos para asuntos diplomáticos y administrativos, también los sabios consignan en latín sus conocimientos científicos (…) A estos hechos se añade el parentesco de los idiomas romances con el latín: italiano, francés castellano, nacieron del latín y aún el inglés tienen sus raíces en la lengua latina. Este patrimonio cultural y lingüístico lo convierte en un elemento eficaz de formación humanística. El origen latino de gran parte de nuestro vocabulario, hace que nosotros, al conocer el latín, manejamos con propiedad nuestra lengua castellana, la ortografía nos resulta fácil y segura (…) Más para el católico, el latín presenta todavía perspectivas más amplias y valores más preciosos; el latín es la lengua oficial de la Iglesia Católica. La extensión universal de la Iglesia, que abarca a los cinco continentes; su gobierno internacional en medio de mil idiomas diferentes a su vida religiosa y social que admite formas tan diversas en los pueblos, exigen un vehículo seguro eficaz de comunicación y este ha sido el idioma latino. (…) Así se manifiesta de un modo práctico la unidad de la Iglesia: en capilla ardiente del Africano o entre la nieve de Alaska, en San Pedro de Roma o en la Tierra del Fuego, en toda partes se habla latín, se ora en latín se mantiene contacto el centro de la cristiandad en latín. Un mismo cuerpo, una misma alma, una misma vida una lengua común.(…) La Iglesia Católica, al civilizar el mundo occidental encontró muy buena ayuda en la lengua latina: supo apreciar los valores culturales de Roma
y de Grecia y, los entregó a los pueblos de Occidente antes de que perecieran(…) Hoy sigue incansable promocionando el estudio de los clásicos latinos.(…) Alfred Fouillée iba más allá al decir que, “ante todo, que hay que aprender a pensar y para pensar con justeza; creo en la eficiencia de las humanidades que están demasiado olvidadas…Una vez más las grandes figura internacionales le dan la razón a la Iglesia.”
El celebrante, pues, luego del Sanctus y el Benedictus, hizo sonar con gesto de autosuficiencia y resignación, el tintineo de campanillas en la elevación del pan en hostia y el cáliz con vino consagrado, devoción acentuada en las palabras, idioma calculado de las manos y, la voz entonada de la liturgia de la eucaristía: Hoc est enim corpus meum (…) et sanguinis mei…remissionem pecatorum. Pasó por el ofertorio entre ascuas, para así, avanzar a la última parte de la celebración: Agnus Dei, Pater Noster, Acción de Gracias, comunión en soledad para dirigirse de frente a la capilla vacía con el Ite missa est. La eucaristía- latín vivo-, inicio cotidiano precedida de ayuno para recibir el sacramento de la comunión en un amanecer abnegado, arrebatado al sueño, autoridad de sombras alejadas entre velos, acatan la luz lánguida empapada de escarcha, espacios abiertos de clima despiadado. Los misterios de la fe son reformulados en el ritual, comprensión que no me anima, misterios, al fin y al cabo: Dios trino y uno, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Dios hecho hombre para redimir del pecado a los hombres que viven entre tentaciones y concupiscencia, constatación del mal, pecado original, caer en el aguijón que es evidente en la lectura del libro del Génesis, inicio del Antiguo Testamento. El anuncio, interpretación de difícil comprensión, remite al pueblo elegido, Israel, liberación de la opresión del enemigo en sus fronteras, listado de pecados de libre curso en la civilización Occidental. Todo lo dicho congrega a ceremonia cotidiana, constituye la figura central Jesús de Nazaret, vida y obra de los relatos evangélicos, revelación leída a diario de acuerdo con el tiempo en mensaje del Nuevo Testamento y los anuncios del Antiguo. No entiendo, la tradición lo intenta, profesa dar de sí una sola explicación, advenimiento de Jesús de Nazaret –tiempo de Adviento–, con el que termina la peregrinación de José y María, siempre virgen, esperando un hijo. Proclama sabida y representada: nacerá en una pesebrera en medio de pobreza extrema, reivindicación, es de creer, pero no de tan simple pensar en la humanidad y sus condiciones, luego, invitación clara a vivir entre misterios, como tales, incomprensibles a los ojos de los mortales, como me dice el P. Hernández en los momentos de dirección espiritual a los que me cita en horas de estudio. Guardo silencio sobre la reclamación, la muerte de Jesús entre indecibles sufrimientos –muerte en cruz–, Vía Crucis y, la resurrección al tercer día, –sicut dixit , victoria de la vida sobre la muerte, en manifestación de amistad con los humanos. Uf… ¡todo se junta, salgo del coro!
Las luces se han apagado, pienso en el cuadro de la capilla colmada en la Semana Santa, la feligresía de los alrededores sale en procesión de Ramos, celebración de algarabía rumorosa, cohetes con estela olorosa a pólvora, representación de la entrada triunfal en Jerusalén para, a los tres días, llenarse de sorpresa provocada por la celebración de la última cena, “Dios está aquí”, procesión, entronización del monumento, lavatorio de pies, flores al paso, magnetismo de la mente en el relato de cómo se rasga el velo del templo y, los celebrantes cantan el viernes a tres voces el evangelio de la pasión y muerte, motetes sin
Te veré al amanecer
instrumentos, bamboleo de sahumerios por turiferarios que atrapan y esparcen los humores de la concurrencia, sonido de campanas hasta el Jueves Santo, timbres convertidos en matracas llamando a los oficios y, la quietud propagada por todo el edificio hasta la madrugada de la misa de Gallo.
¡Surrexit sicut dixit!, campos redivivos a la manera de cada cual aupados por los temporales de abril, presentida ceremonia de encender el Cirio Pascual, luz entre tinieblas, bendición de óleos y un aleluya que debería extenderse por todo el año. Gloria y Credo, genuflexiones menos que aparatosas, poco después de las filas de reconocimiento, instauración, revelación de un Reino con el beso de los pies de Cristo crucificado, la comunión, gloria de un almuerzo con postre y el gozo posterior de dar rienda suelta a la palabra retenida.
Celebraciones anuales, extraordinarias, representaciones esenciales por lo solemnes, actos de fe explícitos que sobrepasan el entendimiento hasta plantar el espíritu en lo enfático. La práctica reiterada de la iconografía introduce al mundo de lo sagrado, inamovible, vidas jugadas entre sobresalientes virtudes probadas y muerte memorable; figuras aladas, etéreas, pero la cotidianidad es suficientemente rutinaria y el recinto es lugar convergente. Seguir la misa, iniciación de las labores, también, es dejar navegar el espíritu de la distracción que se agita entre la inestabilidad de una respuesta: Secundun Lucan y la relación con la imaginación que se remueve: Lectio Secunda, Sed lupa mutat animen et se da amigan; Lectio Decimoquinta: Cloelia, audax fugitiva, universo ignoto propuesto al entendimiento, confusión velada por la magnitud incomprensible atrapada en la sensibilidad, sosiego mitigado, provisoria rendición ante una aclaración racional, inconsciencia previa al sueño que determina el final del día por la práctica reiterada y simple de contar ovejas antes de dormir y la sorpresa silenciosa que evidencia la evolución de los rostros lampiños en ordenado desplazamiento hacia la expresión y movimiento que se anuncia en una consistente estación de cambios.
Retrocedemos cada tanto de las bancas cercanas al altar de la capilla hacia la puerta de salida de acuerdo con la estatura; recibir la comunión en filas ordenadas con cabellos ordenados: rubios, ojos claros u oscuros, pómulos sobresalientes o coloreados, cuerpos ligeros de tiempo, distinción ni condición de mestizaje, celtas, otomanos, originarios, allegados del conglomerado social, locuaces o sutiles prendados de escapularios, sigilosos, timoratos, audaces, astutos, talante de familias u oficios asentados en mil lugares precisados o indeterminados en lo incógnito del relieve accidentado de la geografía nacional, imposibilidad de predecir cualquier futuro cuando se está apenas en proyecto.
Certezas temporales, afinidades, cierto desenfado del propio esquema personal, distancia explicitada por el acento de la expresión de quejas, penas menores, breve o gran ausencia del afecto materno, palabra, habilidad, proficiencia… y los nombres agrupados que desfilan: Ernesto, Pablo, Jesús, Ramón…cubiertos con chaquetas, suéteres, vaqueros, manos juntas sobre el pecho y la inquietud, incierta verdad, ¿llamado y escogido? Promesa sin certidumbre, “ciento por una en esta vida y, después, la vida eterna”.
Avancé, pues, por el corredor lateral de la capilla. Una idea me asalta cuando voy en busca del Prefecto. Debo avisar, claro, pero la soledad de la celebración de Leclerq me atrae. ¿Seducción por la libertad de discurrir? Posible. Tengo certeza de que no me atraen
Te veré al amanecer
los rituales, dogmas, moralidad, elucubración ni la pretensión reiterativa de la vida sobre la muerte. Me gustaría un encuentro extenso con la condición humana, circunstancia de compleja manifestación, determinación y adaptación a lugares versátiles del planeta. Creo debo ver a Leclerq.
El ofertorio
No tengo ni pan, ni vino, ni altar. Otra vez, Señor. Ya no en los bosques del Aisne, sino en las estepas de Asia. Por lo cual trascenderé los símbolos para sumergirme en la pura majestad de lo Real, yo, tu sacerdote, te ofreceré el trabajo y la aflicción del mundo sobre el altar de la Tierra entera.
A lo lejos el sol ha terminado de iluminar las fronteras del primer Oriente. Una vez más, bajo el manto ondulante de sus fuegos, la superficie de la tierra se despierta, se estremece, y reanuda su mágico trabajo. Colocaré sobre mi patena, Oh mi Dios, la cosecha anhelada de este nuevo esfuerzo, derramaré en mi cáliz el zumo de todos los frutos que hoy habrán madurado.
Mi cáliz y mi patena son las profundidades de un alma pródigamente abierta a todas las fuerzas que, dentro de un instante, se elevarán de todos los puntos del Globo para derramarse hacia el espíritu. Que venga, pues, hacia mí el recuerdo y la mística presencia que la luz despierta en cada jornada.
Uno a uno, Señor, veo y amo a todos los que me has regalado como sostén y como encanto natural de mi existencia. Uno a uno, también, los considero miembros de una familia nueva y muy querida. A mí alrededor se han ido juntando, paulatinamente, a partir de los elementos más disparatados, los parentescos del corazón, de la investigación científica y del pensamiento. De modo más impreciso, evoco, sin excepción, a todos los que conforman la hueste anónima de la masa innumerable de los vivientes: los que me rodean y me sustentan, sin que los conozca; los que vienen y los que se van, especialmente los que en la verdad o en el error, en su escritorio, en un laboratorio o en su fábrica, creen en el progreso de las Cosas y buscarán hoy apasionadamente la Luz.
Quiero en este momento que todo mi ser repique al son del murmullo profundo de esta multitud de contornos confusos o definidos cuya inmensidad espanta, estremecido al eco de este Océano humano, cuyas oscilaciones parsimoniosas y monótonas trastornan el corazón de muchos creyentes. Señor, me esfuerzo en fusionar todo lo que a lo largo de esta jornada va a progresar en el Mundo, todo lo que va a disminuir, y también todos lo que van a morir a fin de convertirlo en la materia de mi sacrificio, el único que te es agradable. Antiguamente llevaban al templo las primicias de las cosechas y lo mejor de los rebaños. El crecimiento del Mundo conducido por el devenir universal es la ofrenda que ciertamente Tú esperas, de la cual tienes una misteriosa necesidad para calmar tu hambre cotidiana para apagar tu sed.
Recibe, Señor, esta hostia total que la Creación, muda por tu atractivo, se presenta en el alba recién estrenada. Se bien que este pan, nuestro esfuerzo, por sí mismo no es más
Te veré al amanecer que una inmensa disgregación. Desgraciadamente este vino, nuestro dolor, es apenas una bebida disolvente. Pero Tú has colocado en el fondo de esta masa informe, estoy seguro, y así lo siento, un irresistible y santificante deseo que nos hace gritar a todos, desde el impío hasta el infiel: ¡Señor, haznos uno!
A falta de celo espiritual y de la sublime pureza de tus santos, me has dado, Dios mío, una simpatía irresistible por los que se mueve en materia oscura. Me reconozco al punto como un hijo de la tierra más que como un vástago del cielo, y por eso me elevaré esta mañana en el pensamiento, sobre los espacios cargados de las esperanzas y de las miserias de madre; y allí, con la fortaleza de un sacerdocio que solamente, estoy seguro, me has regalado invocaré el fuego sobre lo que en carne humana se apresta a nacer o a morir bajo el sol que asciende.
Cierro la puerta de la sacristía, me asiste una clandestinidad delatada por el cuerpo vibrante de vidrios coloreados de la representación rudimentaria de la Transfiguración, apenas sostenida por segmentos de plomo, alargados y maleables. Admito como trascendental el texto transcrito a mano, traducción del original de Pierre Theillard de Chardin. Infiero que lo habrá dejado olvidado Leclerq en la mesa de los ornamentos, luego de la celebración. Me alejo, así, por el pasadizo, subo la escalera hacia el segundo piso. Vericuetos, dependencias, habitaciones, espacios familiares y vidrios esmerilados de la apoteca empañados por la oscuridad, laberinto silencioso ahora interrumpido por voces masculinas y disformes reunidas en el refectorio. ¿Irrumpir? Me contengo. Continúo entonces en dirección al costado norte hasta encontrar el dormitorio. Instintivamente encuentro el puesto asignado desde finales del lejano enero. Debajo de la cama permanecen el morral, maletín, las dos cajas con cuadernos de deberes y los libros de texto. Me recuesto y, al instante, el cuerpo amorfo de la almohada insinúa una noche extendida, vela que se adhiere a una demanda en fantasía.
El padre Esteban viste el traje talar lo suficientemente amplio, sin pliegues, desciende desde la banda de la cintura a los zapatos negros de suela de goma que sobresalen del ruedo sin mucha notoriedad, figura contraria a lo que pretende ser, pasar desapercibida. Se posesiona en la tarima del salón, luego de hacer el ingreso en compañía del bedel, minutos después de haber escuchado el timbre que ha señalado el cambio de actividad. Se sienta, pone los libros en la mesa asignada. Advierto un aspecto de mediana estatura, ojos claros, movimientos calculados, palabra medida. Son las tres de la tarde.
Dictado, momento estimulante que escribo con facilidad en el cuaderno no sea que pierda el hilo. Hoy el asunto trata de cómo comprender textos de narrativa, para ello se hace necesario dar cuenta de la trama, los personajes, ellos en el ambiente generalmente acontecido en lugares lejanos. Y, el lenguaje: sujeto, verbo, complemento o adjetivo, conjugación de tiempos, coherencia con los acontecimientos, héroes o amigos, enemigos o avatares hasta llegar el clímax o tensión que el lector, ilusión desbordada, pueda concluir que el desenlace es fluido y sugerente. Fórmulas indiferentes pero la historia, jocosa, épica o de aventuras, relación con la naturaleza, familia y el infaltable complot en contra de los amores imposibles. Aguzar la imaginación, “la observación es la cualidad que legitima el relato. Para la semana entrante hablaremos, dijo, del acercamiento a otros géneros literarios: la lírica, el verso, los
ejercicios y formas que se plantean en el ejercicio de expresar el sentimiento, hasta terminar el año con la representación de teatro. He escogido la obra de Alejandro Casona, La barca sin pescador, en la que todos deberán ayudar en la puesta en escena. Dudo que se alcance a tratar el tema de El Ensayo que quedará pendiente para el año siguiente”, dijo. Ordenó cerrar los cuadernos para dar inicio a la lectura: Tratado tercero / CÓMO LÁZARO SE ASENTÓ CON UN ESCUDERO Y DE LO QUE LE ACAECIÓ CON ÉL. Desta manera me fue forzado sacar fuerzas de flaqueza y, poco a poco, con ayuda de las buenas gentes, di conmigo de esta insigne ciudad de Toledo, donde, con la merced de Dios, dende a quince días se me cerró la herida. Y mientras estaba malo siempre me daban alguna limosna. Mas después que estuve sano todos decían:
Tú, bellaco y gallofero, eres. Busca un amo a quien sirvas. Y ¿adónde se hallará ése –decía yo entre mí– si Dios ahora de nuevo, como crió al mundo no le criase.
Andando así discurriendo de puerta en puerta, con harto poco remedio porque ya la caridad se subió al cielo, topóme Dios con “un escudero” que iba por la calle con razonable vestido, bien peinado, su paso y compás en orden. Miróme, y yo a él, y díjome: Muchacho, ¿buscas amo? (…)
Prosiguió alterando la entonación entre diálogo y voz neutra en la deriva omnisapiente del autor que anticipa las aventuras de La vida de Lazarillo de Tormes De sus fortunas y adversidades. Ambiente interrumpido, a contrapelo, en el disimulo de movimientos sigilosos, papeles diminutos que circulan de un puesto a otro en las hileras del salón que desvirtúan la voluntad, acaparan la atención que busca insinuar, con la lectura, el instante de la acción; media voz que cita la organización del equipo de fútbol, ganadores de la bina de pelota vasca, carraspeo de Juan, chasquido del sacapuntas de Pablo León, el desgaste de la tapa de madera del pupitre de Óscar perfilando con la navaja la cara angulosa de Dick Tracy que dejaría grabada hasta final del año y el minuto soporífero de Héctor haciéndose el que mira hacia la cancha de tenis. Y él, que lo avizora todo, de vez en cuando, por encima de los anteojos, desvía la mirada, virtud del sabio que calla y calla hondo porque sabe el resto, legado inspirado arraigado en lo íntimo del recorrido entre el salón y despacho: discreción en la toma de la composición que busca una calificación, tarea que recibe y fue escrita a mano, la deja reposar encima de su escritorio en el cuarto de destino. Entonces el soslayo y la fascinación permanece un instante de más en la máquina de escribir sobre la mesa diminuta, aledaña a la ventana que cubre la vista de la explanada que se ha detenido en el frontispicio, acrecienta el volumen de la estatua blanca del parque, contiguo a las canchas. Un espíritu se desliza por el piso de parqué encerado y lustroso con los pies alados sobre retal de lana que deja de lado el corredor estrecho y austero, se detiene en la cortina cerrada de la litera. Y, es el resplandor del mediodía el que ilumina el tono de voz de la épica, historia telúrica del imaginario de pueblos, héroes que emergen también en la reafirmación constante del anonimato, inspiración, escuela constante de imágenes, etérea grandeza del verso entre palabras hechas canción, ambición de lo sustancial, literatura. (…) Ya le parece que avanza/reluciente la armadura, /por la estepa castellana. /Lanza al sol y de hierro/por el camino se traban; /el fuego flamea en las piedras,
/en la cruz de las espadas, /en los deslumbrantes cascos/y en las brillantes adargas. / Desde Burgos hasta el Duero/con sus bravos él cabalga, / llevando en el corazón los Penates de la Patria. / Ya se adentra por la Sierra/ que es tierra de morería. Fiera lucha allí se entraba:/ chocar de lanzas y alfanjes, / de petos y cimitarras;/ la sangre busca la sangre y palpita en la corazas. / Cede Yace en el campo/con sus hordas infernales, /ante el empuje del Cid/que hasta el real de Valencia/ llega al fin con sus mesnadas y escala la fortaleza. /En la cumbre de la torre/se despliega su pendón/en que cifra la gloria/ de España y el Campeador. / Sobre fondo de oro y grana, /bajo deslumbrante luz, /campea su emblema invencible: ¡una espada y una cruz! Ímpetu de la elección, extensión hecha silencio, encargo reflejado en el encuentro de la identidad y, de nuevo, búsqueda del término preciso, no loa, homenaje sonoro, auténtico de complicidad acrecentada: La tarde te ve en silencio por la campiña/ llevando la lejanía reflejada en tus pupilas./ Pentagramas de anchos surcos se engarfian en los alcores/ y en ellos canta la yerba con el verdor de sus voces./Empuñando un bastón vas marcando los compases/y un arpegio de palomas se eleva hacia los trigales./En la agreste sinfonía cantan pájaros y flores;/tu corazón es la clave de sus notas y bemoles. (…) Tan solo las celosías de bejucos gigantescos/ circundan el oquedal de tus más caros recuerdos. / Bajo la tosca rancia de peñascales hirsutos/columbras por fin la imagen, perla en concha de carbunclos. (…) Allí fulgirán por siempre mis Votos y mis recuerdos.
Recibo, así, en mi rostro la corriente veloz que acaricia, sobrepasa en tanto, continúo en su persecución, movimiento de pedaleo ansioso, frente y espalda humedecidas hasta alcanzarlo por la calzada empedrada, antes del encuentro en el santuario de penumbras y boscaje. Entonces me mira, silueta desatada del detalle detrás de los lentes gruesos y reverdecidos por la luz. Pregunta si mi nombre es Domingorena Arrazola, venido de los campos de Zumaia, respondo que vengo de más cerca.
Estoy, así, enfrente de un rostro solemne que sugiere mundos detenidos que invitan a ser descubiertos. Penurias, quizá, viajes interiores asegurados de los que se nos habla a cada Triduo de Carnaval, se deslizan entre nombres, rostros de ausencia, rumores transfigurados, itinerarios. Me apeo, lo dejo enfrente, empuñando el bastón e ingresando en la perla en concha de carbunclos alojada en el oquedal. Arrojo sin cálculo la bicicleta, veo que una rueda circula entre fragosidades, sigo camino arriba, paso firme hasta perderme en el pinar y, es el intento de hallar el camino real hasta llegar, descifrar el petroglifo mayor que sobresale del escudo de rocas y, en lo alto, un cuerpo ligero se levanta, desciende por los accidentales cordones de montañas que intuyo como ejemplar de mapoteca, detalle de siglas en recuadro, atributo asignado a la geografía y, es la corriente del río la que me conduce a la desembocadura en el fiordo de la península de Jutlandia, albor de Dinamarca, y el príncipe que dice: si estuviera Tom Sawyer, pero la incertidumbre es baladí cuando se trata de discurrir por las estepas a donde me invita Leclerq, exclusiva posibilidad de hablar de sus obsesiones, empeño azulado del discurrir, exteriores que se baten en libertad, ley que apaña y acoge la sensación de bienestar. Se bate el aire seco de la ingravidez, símbolo de cruces de iglesias, símbolos de pan y pez en piedra al descampado de la ruralidad, caminos romanos, veta devastada, una señal que infiere hasta dónde llega el camino de Santiago, peregrinación, la Vía Láctea de la que
habló Leclerq, manojo de energía, mensaje cuyo contenido ignoro, ni Carlos Alberto sabrá, miles de años luz en ruta, rielando en el Caribe, filibusteros a la vela, viento leve que impulsa la nave El Rayo del Corsario Negro, rompe la masa de cadáveres que flotan en las aguas cristalinas. ¿Te acordás cuando lo leíamos después del almuerzo en los asientos de kikuyo, aún húmedos, en la “graderías” de la cancha de fútbol? ¡Salíamos de barro hasta la coronilla! Es verdad, ¡frustrados a cada gol!
Me ahogo, nariz reseca, no respiro, carraspeo seguido, me adhiero a la roca de San Martín en el Paso de los Andes, vuelvo a toser con insistencia, ¡un temporal de nieve me despierta! y es la mirada de interjección del padre Prefecto la que encuentro. Su voz grave se estanca en el por qué no lo busqué, toca el hombro, ordena que me apronte. ¡Han llegado por mí!
El Opel Kapitan de color negro ha dejado atrás la alameda, da vuelta a la derecha y avanza dócilmente por el pavimento. Con refinamiento de veterano retirado –ex cabo Bermúdez–, explica el retraso con claridad de subalterno y desliza una mano con uñas atendidas que hace esfuerzos por retener la frecuencia de la radio, voz de locutor extraviado entre montañas que deja en el interior del vehículo un acentuado rumor de lluvia. El limpiaparabrisas despide a velocidad las gotas y el celaje del altiplano se interpone a la torpe e inveterada luminosidad, espátula de grises, campos de sereno, copiosa asistencia a las hojas de pasturas. Miro al costado, allá el páramo de la evocación: manos amoratadas, cuerpo ajeno que tirita en la duda de hallar una brújula. Mañana de incertidumbre cuando hube de elegir entre un camino u otro, el brazo invisible del azar busca el abrazo de un encantamiento. Luces de faroles, ahora, difuminan las nieblas y el cabeceo se disocia entre letargo, conciencia y embeleso con la imagen del recuadro en sepia del puente del bergantín HSM Beagle anclado en un fiordo de Tierra del Fuego al que se acerca la canoa de los onas, en tanto, el capitán Fitz Roy y Charles Darwin deciden la ruta hacia el Pacífico. ¿Llegaré alguna vez hasta la Patagonia?
Nos esperaba en Neuquén el gallego, tío de Marta. El intento de la comunicación de confirmación se frustró: el Citroën 2cv se apagó repentinamente kilómetro y medio antes de la estación de servicio ubicada a la entrada de Choele Choel. Me ofrecí a traer la gasolina. Efectivamente, en tanto regresé con los cinco litros, Horacio estaba al corriente de lo ocurrido: el medidor de gasolina del tablero se había roto. Avanzamos hacia Cipolletti, sin embargo, poco antes de llegar, una rueda delantera se pinchó. Por supuesto, el tiempo previsto de llegada se frustró. Espera, llegada del vehículo de apoyo del ACA que Horacio solicitó por teléfono desde la confitería en el medio de la nada. Uno de los tres pernos se rompió al bajar la rueda. Necesidad imperiosa de cambiarlo, aunque en Bahía Blanca nos lo habían advertido: todo puede ocurrir con tan altas temperaturas de verano que se resumen en el pavimento y afectan el rodamiento del vehículo. Y sí, enero, 40 grados, sur, Patagonia. Entonces buscamos un lugar para acampar. El vehículo quedó sostenido por el gato de rudimento a la espera de mañana hasta rehacer el perno, continuar a Neuquén, a lo del gallego, tío de Marta.
A la madrugada recogimos la carpa, fui donde Ramón hasta recibir el repuesto, me dio instrucciones en dialecto que incluía algunas palabras del castellano, lo demás, una
trabazón gutural, efectos del alcohol. Horacio montó la llanta, arrancamos hasta llegar a lo del gallego, tío de Marta.
Sentada en el puesto de copiloto, rompió el silencio singular, indicó la ruta hasta hallar la casa, desde el parque principal hacia el norte. Atravesamos la ciudad. Como cualquier asentamiento por los que habíamos transitado, la propuesta es de trazas similares: manzanas de cien por cien, andenes anchos y embaldosados, retículas precisas, uno que otro árbol frondoso que sombreaba el verano.
Y, el presentimiento cierto: la puerta de casa cerrada. La vecina plegó la cortina, Marta se acercó, dijo no demoraría. Decisiones: asombrarse con la profusión de agua silente en la desembocadura del río Negro con el Limay, dar vuelta por la ciudad porque al día siguiente –uno de retraso–, deberíamos estar en la represa en construcción del Chocón.
Regresamos. A la una de la tarde el gallego abrió la puerta casi en el mismo instante en que Marta diera aviso. Abrazos, presentación, ubicación, agradecimiento y el encuentro desenfadado en un almuerzo de diario hecho por Rosaura, mujer araucana que iba dos veces por semana en apoyo del hombre que dependía de la Capital en el comercio de manzanas, peras y duraznos.
La conversación, puesta a tono, notificación a terceros, intimidad de otrora entre ellos. Pormenores, validaciones, repeticiones, nombres, personajes idos para siempre, familia en América errante, regreso soñado como necesidad de contrastar el bálsamo de la ausencia con el éxito pecuniario que se fundamentó en las estrecheces de un puerto anónimo –residencia de paso–, cuarentena de asiento y el pasado familiar entre el imaginario deseo de dejar atrás el rigor de la precariedad y el abandono simulado en el no estar allí, requisito previo de lo que continúa.
Aceitunas, sardinas en escabeche, milanesa de cerdo, tomate, cebolla, aceite, vinagre y sal, rociado con el olor privativo de un vino sanjuanino, mesa amplia, adorno sin pretensión, conserva de duraznos en almíbar poco antes del inicio de una tarde impasible de mates. Solar de asadero herrumbroso a la espera del regreso que los planes negarían con un hasta siempre: Chocón, Zapala, Junín y San Martín de los Andes, san Carlos de Bariloche, Esquel, Puerto Deseado, Jaramillo, Carmen de Patagones, Necochea, Mar del Plata, Miramar y Capital.
Y el verano: letargo de un emparrado, frondosidad de capullo, ofrenda en madreselva, sol de ocaso extinguido entre faroles de calle, deserción de heladas de días grises de agosto, tamborileo lejano de gotas de lluvia y tormenta dispuesta en evidencia entre perfiles ambarinos, aridez dilatada, rezago entre ventiscas, país de mirada al espejo en el cristal de la propia resolana.
Entonces el recuento, zaga de atisbo de paso: reverberación repetida de sierras instaladas en el centro de callejones de pampa infinita, poblaciones al resguardo sin intermitencia del rayo estival, cirrus adosados al azul de un cielo cercano, alamedas lejanas, momento la silueta doble se perfiló nítida sobre el cielo segado por un verdoso rayo de atardecer. Aquello que se alejaba era más una idea de un hombre. Y bruscamente desapareció, quedando mi meditación parada de su motivo en el mar de primera estación, cristal inalterable, deseo desorientado, bahía de reflujos indisolubles y el riego constante al paso de la continuidad
de frutales de Río Negro para retornar al momento, avance entrecortado de jerigonza entre gallego y castellano: de Pontevedra a la profesión de encargado de edificios en Villa Crespo, La Paternal y Recoleta, escucha fluida, en tanto, la noche retornó al sigilo donde se reserva la severidad y la sonroja.
Sospechamos el proceso de intermediación entre productores mínimos – más urgencia de supervivencia que amistad–, inmigrantes al valle del río Negro y mayoristas de Avellaneda y Capital, amistad frecuentada en rutinas urbanas. Quiero decir: escogencia de sembradíos, pago al contado, empaque en protocolos, fletes, seguro, transporte en tiempo exacto, piel tersa de manzanas, rugosidad de peras y la economía simple del granate aterciopelado de la epidermis del durazno; conocimiento del arribo por si la ruta se accidenta, aguante de recibo del pago fraccionado mientras se acumula el diario del minoreo para el giro bancario. Hasta allí el laburo. Luego mutis, un hasta mañana sin pucho, intención de sueño plácido, más que todo.
La búsqueda es revelación de cada valoración, recorrido iniciado en una sucesión de hechos triviales. Ahora es brisa ligera esparcida por el cuarto diminuto al momento en el que Horacio ha encendido el ventilador de techo, luego, las abluciones y la usanza de darse vuelta en la cama, huésped de sábanas de decente blancura, alacena de conservas, pared blanca y el sleeping. Una sombra abarrotada de desierto se cuela desde afuera dejando arrinconado el acaloramiento estival. Titila la luz, alguien la apaga y la fantasía se ilumina con la cara desvanecida del lado de un Santiago en Compostela colgado en pared mínima que presta su concurso para que el repaso sea un exordio memorioso de carácter transitorio desperdigado en Capital.
Salir por Juan B Justo, avenida rebote de adoquines, presencia de rostros del anonimato desperdigados en la ruta, expectativa de la primera parada en Azul y el rubor en las mejillas luego de la llamada inesperada de un afecto que se extingue en la sinrazón de más de la conjetura; agradecimiento tardío desde la timidez, temor de dejar pasar el favor anónimo entre reproches interiores.
Y así soy pisada extraviada en un horizonte de verdad entre baldosas, averiguación vehemente: número en la puerta en el medio de la propuesta urbanística, tentativa prolija y atrayente del equilibrio, bienestar de distancia imperceptible entre lo público y privado para cubrir con el guardapolvo la máquina de escribir– quedará para el viernes pasar a limpio los guiones–, descender raudo por la escalera de ascensor averiado, despedir la guardia, ascender por el clamor tempranero de Santa Fe y Callao, dejar de lado, a la izquierda de primeras luces encendidas del invierno en la plaza seductora de Vicente López y Planes y, el perro saltarín que juega con la dama, quintaesencia de la porteñidad. ¡Mierda, no puedo llegar tarde! Allá está Oswaldo. ¡Uf, llegó! Directo al segundo piso. Salón dispuesto para el maestro. ¿Se retrasará? Debe estar por llegar, confirmó que vendría, dijo Oswaldo. ¡Uf, vengo de Lomas!, dijo. ¡Hubiera querido encontrar al maestro en el tren! Pero ya está aquí. Vino de Rojas. Hablemos de lo que quiere tratar. Nada, escucharlo. ¿Vendrá Graciela? Seguramente. Nos sentamos. La ventana entreabierta deja ingresar un soplo fresco y es un vidrio esmerilado el que cubre la vista de la pared del edificio de enfrente: Cómo no acordarme de la distribución
Te veré al amanecer
de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios quedaban en la parte más retirada, la que mira a Rodríguez Peña. Estoy en esa calle, Rodríguez Peña y, adentro la puerta cancel daba al living, el cristo medianamente dispuesto es el centro del salón, pero las circunstancias eran útiles como para dar inicio a la toma de la casa.
El hombre llegó, Graciela se hizo a un lado, nos pusimos de pie como en la primaria, saludó de mano uno por uno, pedido suyo. Fuimos suficientes. ¡Qué exclusivo!, dije. Siete de entrada, pero llegaron otros tres o cuatro, convocatoria exclusiva. -Buenos Aires es un entrenudo que circula, giramos y giramos hasta llegar tarde, pero llegamos, dijo Oswaldo en voz baja.
Intento fallido el de Graciela al invitarlo a subir al estrado, se devolvió y se sentó en el medio: mirada impersonal que se detuvo en el suelo, viró en redondo, luego, de vez en cuando a los asistentes que aguardábamos en pausa amplia. Me detuve en el lugar donde sobresalía un ligero espacio entre el bigote poblado, prolijamente rasurado, y la nariz. Lentes cumplidamente verdes y gruesos, se destacaba la montura que cubría densamente la región ocular hasta las cejas. Se acomodó sin dificultad en la banca universitaria, cruzó los pies de mediana estatura, tiró a un lado uno que otro cabello embrollado que aún quedaba en la frente. Miró a Graciela, sonrió como si no estuviera allí, se pasó la mano por los labios, hizo un gesto con la mano e inició.
–Graciela, desde hace más de un año, me ha pedido que viniera. ¡Es insistente la piba! En ese transcurso tuve que cancelar varias veces, pero accedí al final ante tanta insistencia. Querían escucharme, me dijo, para hablar del significado de escribir. Espero no se desilusionen, soy un tipo tímido, no me gustan los auditorios, figuración ni moda. Tal vez porque viví algunos años con bata blanca en un laboratorio antes y después de doctorarme de físico químico para luego irme al Pasteur. La investigación científica implica el carácter transitorio de lo inamovible. Las preguntas vienen y van y descubrí allá, en el frío parisino, que la búsqueda por hallar el instante permanente y totalizador, al margen de la religión, no lo podía encontrar en lo positivo. ¡Qué frustración! Entonces me topé con la escritura y el arte, aún estaba a tiempo para impulsar y aclarar las voces interiores: obsesión, agujero misterioso de la mente, energía de las coincidencias, los sueños que caminan con sentido de muerte situado en el centro de las respuestas del origen de mi causa. Entonces, escribí El túnel. Preciso, no hablo de mi obra. Para decir la verdad, se la debo a Matilde que en varias ocasiones ahuyentó que el desaliento las hiciera desaparecer en una hoguera en el patio de casa. Se daba sus mañas para que continuara corrigiendo. Después de escribir, lo que leo no me alcanza, quiero largar. ¡Siempre es imperfecto!, temo quedar mal, sobre todo, ante mí mismo. En la lucha interior, parte de mi problema, es quedarme en la contradicción, resistir o permanecer en el mundo de lo positivo. A ratos me preguntan por el acto creador…no sé qué responder, puedo decir lo que me propongo y es un impulso que nace desde la necesidad de ir develando fantasmas, encontrar entre lugar y mente la ficción que resuelva un hecho que contenga lo suficiente, aunque en el camino los personajes van tomando forma, se presentan, interrumpen, son parte de mi yo, se desplazan en la forma con la que se va conformando “la estructura” aunque nunca hay definitivos, fluye. La trama, pues, a veces, me regresa a
Te veré al amanecer
lugares para precisarlos y cotejarlos con la percepción del momento en el que escribo. Hasta llegué a hacer una maqueta del Mirador donde Alejandra y su padre, Alberto, mueren en el incendio de Sobre héroes y tumbas. Imposible calcular cuánto demora para escribir prosa, otra pregunta frecuente. ¡Imposible! Las circunstancias distraen la memoria y, el desánimo del acontecer personal, nacional y hasta internacional se da sus mañas a la necesidad de regresar a refrendar el contexto de los protagonistas que infieren un proceso de constante interrogatorio. Seguramente la tentación mayor es la de ser original. No piensen que hay originalidad total y absoluta. ¡No existe! Ni en el arte ni en nada, todo se construye sobre lo anterior. William Faulkner leyó a Joyce y Joyce a Huxley. Si uno ha nacido para decir algo no se va a perder el tiempo leyendo libros. Escribe, se equivoca, borra, tira papeles al cesto, se arma de paciencia, se pone un sombrero para ver si le queda, quizás sea original en el día, mañana quién sabe. Admiro España, Andalucía y, en Andalucía, Granada. De allí es el más grande poeta y se llama Federico García Lorca, valoró mucho Argentina, vino de gira, él mismo, creo, dijo que era un poeta suelto en Buenos Aires. En Libro de poemas escribió en el inicio una Poética; Graciela, ¿podés acercar el texto? Ella lo acercó. Gracias, respondió.
Escuché la resonancia confusa e informe del tráfago de Callao que se aposentó a las ocho y treinta, imaginé luces flotantes que subían del Bajo en la oscuridad de la noche tempranera del invierno porteño.
–Lo leeré textual, ¿eh? Entonces Sábato inició con voz grave.
Aquí está: mira. Yo tengo el fuego en mis manos. Yo lo entiendo y trabajo con él perfectamente, pero no puedo hablar de él sin literatura. Yo comprendo todas las poéticas; podría hablar de ellas si no cambiara de opinión cada cinco minutos. No sé. Puede que un día me guste la poesía mala muchísimo, como me gusta (nos gusta) la música mala con locura. Quemaré el Partenón por la noche para empezar a levantarlo por la mañana y no terminarlo nunca. En mis conferencias he hablado a veces de la poesía. Y no porque sea inconsciente de lo que hago. Al contrario, si es verdad que soy poeta por la gracia de Dios–o del demonio–también lo soy por la gracia de la técnica y del esfuerzo, y de darme cuenta en absoluto de lo que es un poema. Y continuó: la relación entre la especulación, escenarios, personajes y la metafísica forman parte de la ficción literaria, acercamiento a lo intangible, personajes inspirados en la realidad de la vida que avanza sin pretender saber de antemano cuánto se escribe ni cómo se escribe. Alcanzar que la ficción sea metáfora o simbolismo no está al alcance de quien escribe. Sin adentrarse en el problema del mito que consideraba trabajo de académicos como para el escritor, incuestionable es adentrarse en establecer el origen de los sueños. El surrealismo, una exploración circular y completa de la realidad, en ella está el fermento del caos de lo onírico. Palabra de largo, escucha pendiente en los presentes, pretexto de la noche como acontecer de otros. Invitación velada al atrevimiento hasta sumergirse en el aliento caótico y sorpresivo de los sueños. Coincidencias, apariciones que son premoniciones, anhelo errante de lo que está conformado el quehacer del ciudadano que gira por la ciudad inscrita en lo infinito de una espera, revelarlo entonces, en el texto de una edición de pasta dura, tamaño 10 de letra, prestado sin seña y entregado en la ventanilla, tomado del mismo lugar de tránsito
dejado el día anterior sin regresarlo a la estantería de la clasificación: Literatura Argentina, parada del itinerario del mediodía y la caminata expresa de la tarde noche. Y las manos color leche, sobresalto de venas que surcaban hasta el inicio de unos dedos estilizados, uñas adornadas de tonos convencionales, rostro de lo inexpresivo, práctica reforzada en las arrugas y entrecanas de un cabello rubio, ojos profundos en azul, taconeo acompasado y sonoro por el piso de madera, voz aguda de las instrucciones reiteradas en lo íntimo de un tren y el Subte de la rutina entre Temperley y la biblioteca Harrods, Florida al 877.
Sobre héroes y tumbas, más intuición que certeza, más estupefacción que sapiencia de la causa profunda del modo porteño. Para entonces la lectura en el rincón de luz blanca, banco penoso de biblioteca, tanteo de acercarme al mundo de Sábato que expresaba, ahora, una cierta incomodidad, estaba a punto de terminar.
El cielo tenebroso y frígido parecía un símbolo de su alma. La llovizna impalpable caía arrastrada por ese viento de sudeste que (se decía Bruno) ahonda la tristeza del porteño, que a través de la ventana empañada de un café, mirando a la calle, murmura, ‘qué tiempo del carajo’, mientras alguien más profundo en su interior piensa ´qué tristeza tan infinita´. Y sintiendo la llovizna helada sobre su cara, caminando hacia ninguna parte, con el ceño apretado, mirando obsesionado hacia adelante, como concentrado en un vasto e intrincado enigma, Martín repetía tres palabras: Alejandra, Fernando, ciegos.(…)
(…) Vea el caso suyo, usted viene acá, libremente, y me ofrece su fuerza de trabajo, a mí, por razones equis, me conviene y no lo tomo. Pero usted es un hombre libre y puede salir de aquí y ofrecer sus servicios en la empresa de enfrente. Fíjese qué cosa invaluable es todo esto: usted un muchacho humilde, y yo un presidente de una empresa, sin embargo, actuamos en igualdad de condiciones en esa ley de la oferta y la demanda: podrán decir los dirigistas pero esa es la ley suprema de una sociedad bien organizada, y aquí, cada vez que este hombre (señaló la fotografía dedicada a Perón), cada vez que este señor se mete en el engranaje de la libre empresa no es más que para perjudicarnos y, en definitiva, perjudicar al país. (…) Resultado: Buenos Aires está soportando un proceso de desmoralización cuyas consecuencias no podemos prever. (…) (…) Porque (como también decía Bruno pero ahora él no lo recordaba sino que más bien lo sentía físicamente, como si estuviera a la intemperie en medio de un furioso temporal) nuestra desgracia era que no habíamos terminado de levantar una nación cuando el mundo que le había dado origen comenzó a crujir y luego a derrumbarse, de manera que acá no teníamos ni siquiera ese simulacro de la eternidad que en Europa son las piedras milenarias o en Méjico, o en Cuzco. Porque acá (decía) no somos ni Europa ni América sino una región fracturada, un inestable, trágico, turbio lugar de fractura y desgarramiento. De modo que aquí todo resultaba más transitorio y frágil, no había nada sólido a qué aferrarse, el hombre parece más mortal y su condición más efímera. Y él (Martín) que quería algo fuerte y absoluto a qué agarrarse en medio de la catástrofe, una cueva donde refugiarse no tenía casa ni patria. O, lo que era peor, tenía un hogar construido sobre estiércol y frustración. (…) (…) Cuando llegó a la calle con mirada en un café, pero no vio ninguno cerca y no podría esperar. Se precipitó hacia el espacio libre y allí vomitó. (…)
(…) Y así Martín trataba de rescatar fragmentos, recorría calles y lugares, hablaba con él, insensatamente recogía cositas y palabras; como esos familiares enloquecidos que se empeñan en juntar mutilados destrozos de un cuerpo en el lugar donde se precipitó el avión; pero no enseguida sino mucho tiempo después, cuando esos restos no solo están mutilados sino descompuestos. (…)
(…) –Algún día, cuando se muera, se ha de hablar mucho del mismo caso de Galli Mainini, porque este país de resentidos solo se empieza a ser un gran hombre cuando se deja de serlo. (…)
(…) Caminó al azar durante horas. Y de pronto se encontró en plaza de la Inmaculada Concepción en Belgrano. Se sentó en uno de los bancos, frente a la Iglesia circular parecía vivir todavía en pavor de la jornada. Un siniestro silencio y la luz mortecina, la llovizna, daban en aquel rincón de Buenos Aires un sentido ominoso: parecería como si en aquella vieja edificación tangente a la iglesia se escondiera algún poderoso y terrible enigma, y una suerte de fascinación inexplicable mantenía la mirada de Martín clavada en aquel rincón por primera vez en su vida. Cuando de pronto casi grita: Alejandra cruzaba la plaza en dirección de aquel viejo edificio. En la oscuridad, bajo los árboles, Martín estaba a cubierto de su mirada. Por lo demás, ella avanzaba con marcha de sonámbulo, con aquel automatismo que él le había notado muchas veces, pero que ahora se le ocurría más poderoso y abstracto. Alejandra avanzaba en línea recta, por sobre los canteros, como quien camina en sueños hacia un destino trazado por fuerzas superiores. Era evidente que no veía ni oía nada. Avanzaba con la decisión, pero también con la ajenidad de un hipnepta. Pronto llegó a la recova y dirigiéndose sin vacilar a una de aquellas puertas cerradas y silenciosas, las abrió y entró. Por un momento Martin pensó que acaso él estaba soñando o sufriendo una visión: nunca había estado antes en aquella plazoleta de Buenos Aires, nada consciente lo había hecho caminar hacia ella en aquella noche aciaga, nada podía hacerle prever un encuentro tan portentoso. Eran demasiadas casualidades y era natural que por un momento pensara en una alucinación o un sueño. Pero las largas horas de espera ante aquella puerta no le dejaron dudas; era Alejandra quien había entrado y quien permanecía allí dentro, sin motivo que a él se le alcanzase. Llegó la mañana no se atrevió a esperar más, pues temía ser visto por Alejandra a la luz del día. Por lo demás, ¿qué lograría con verla salir? Con una tristeza que se manifestaba en el dolor físico marchó hacia Cabildo. Un día nublado y gris, cansado y melancólico, despertaba del seno de aquella alucinante noche. (…)
(…) Y como un náufrago en la noche se había precipitado sobre Alejandra. Pero había sido como buscar refugio en una caverna de cuyo fondo de pronto habían irrumpido fieras devoradoras.
(…) Nada puedo saber ahora sobre el tiempo que duró aquella jornada. En el momento en que desperté (por decirlo de alguna manera) sentía que abismos infranqueables me separaban para siempre de aquel universo nocturno; abismos de espacio y de tiempo. Enceguecido y sordo, como un hombre emerge de las profundidades del mar, fui surgiendo nuevamente a la realidad de todos los días. Realidad que me pregunto si al fin es la verdadera. Porque cuando mi conciencia diurna fue recobrando su fuerza y mis ojos pudieron ir
delineando los contornos del mundo que me rodeaba, advirtiendo así, que me encontraba en un cuarto de Villa Devoto, en mi única conocida pieza de Villa Devoto pensé, con pavor, que acaso una nueva y más incomprensible pesadilla comenzaba para mí. Una pesadilla que se ha de terminar con mi muerte, porque recuerdo el porvenir de sangre y fuego que me fue dado contemplar en aquella furiosa magia. Cosa singular: nadie parece ahora perseguirme. Terminó la pesadilla del departamento de Belgrano. No sé cómo estoy libre, estoy en mi propia habitación, nadie (aparentemente) me vigila. La Secta debe estar en distancias inconmensurables. ¿Cómo llegué nuevamente hasta mi casa? ¿Cómo los ciegos me dejan salir de aquel cuarto rodeado por un laberinto? No lo sé. Pero sé que todo aquello sucedió, punto por punto, incluso ¡y sobre todo! la tenebrosa jornada final. También sé que mi tiempo es limitado y que mi muerte me espera. Y cosa singular y para mí mismo incomprensible, que esa muerte vendrá a buscarme hasta aquí y seré yo mismo quien vaya, por mi propia voluntad, porque nadie vendrá a buscarme hasta aquí y seré yo mismo quien vaya, quien ´deba ir´, hasta el lugar donde tendrá que cumplirse el vaticinio. La astucia, mi deseo de vivir, la desesperación me ha hecho imaginar mil fugas, mil formas de escapar a la fatalidad. Pero ¿cómo nadie puede escapar a su propia fatalidad? Aquí termino pues mi informe que guardo en un lugar que la Secta no pueda hallarlo. Son las doce de la noche. Voy hacia allá. Sé que ella estará esperándome (…) (…) Mientras se intentaba apagar el fuego en El Mirador, después que fueron retirados los cuerpos de Alejandra y su padre, la policía sacó de la casa al viejo don Pancho, envuelto en una manta, sobre su misma silla de ruedas. ¿Y el loco? ¿Y Justina? se preguntaba la gente. Pero entonces vieron cómo traían a un hombre de pelo canoso y cabeza alargada en forma de dirigible; llevaba un clarinete en las manos y parecía demostrar una cierta alegría. En cuanto a la vieja sirvienta india, mantenía su impasible rostro habitual. (…) (…) Esta tragedia, que sacudió a Buenos Aires por el relieve de esa vieja familia argentina, pudo parecer al comienzo la consecuencia de un repentino ataque de locura. Pero ahora un nuevo elemento de juicio ha alterado ese primitivo esquema. Un extraño “Informe para ciegos” que Fernando Vidal terminó de escribir la misma noche de su muerte, fue descubierto en el departamento que, con nombre supuesto, ocupaba en Villa Devoto. Es, de acuerdo con nuestras referencias, un manuscrito de un paranoico. Pero no obstante se dice que es posible inferir ciertas interpretaciones que echan luz sobre el crimen y hacen ceder la hipótesis del acto de locura ante una hipótesis más tenebrosa. Si esa inferencia es correcta, también se explicaría por qué Alejandra no se suicidó con una de las dos balas que restaban en la pistola, optando por quemarse viva. (Fragmento de una crónica policial publicada el 28 de junio de 1955 por La Razón de Buenos Aires) (…)
(…) ¡Qué descanso odiarse! (…)
(…) Cubiche le mostró el lugar para dormir, en el acoplado, extendió colchonetas, preparó el despertador, dijo: “hay que meterle a las cinco”, y luego se alejó unos pasos para orinar. Martín creyó que era su deber hacerlo cerca de su amigo. El cielo era transparente y duro como un diamante negro. A la luz de las estrellas, la llanura se extendía hacia la inmensidad desconocida. El olor cálido y acre de la orina se mezclaba a los olores del campo.
Qué grande es nuestro país, pibe….
Y entonces Martín contemplando la silueta gigantesca del caminero contra aquel cielo estrellado, mientras orinaban juntos, sintió que una paz purísima entraba por primera vez en su alma atormentada.
Oteando el horizonte, mientras se abrochaban, Bucich agregó: Bueno, a dormir, pibe. A las cinco le metemos. Mañana atravesaremos el Colorado. La tertulia después, café y soda en la avenida Santa Fe. Graciela y los cuatro redivivos que la seguimos a la escena de inútil disimulo cuando se está cautivo del enajenamiento instantáneo. El maestro tomó el puesto que daba a la vidriera, capricho del azar que pudo habernos juntado en cualquier café donde se cuece la tertulia de casi todo Buenos Aires, calles renombradas que servirían de contexto para una próxima ficción: Perú, Montevideo, Cerrito, Charcas, Esmeralda, Corrientes, mirada excluida pero el razonamiento ininterrumpido que continuó alentando el encuentro de los motivos de la existencia en el lugar en el que nos tocó vivir. Brevedad es ademán de cercanía. Graciela, se arregló el cabello azabache, se levantó, fue a la toilette, él nos echó una ojeada ¿indiferencia, timidez o petulancia? Soslayo de un recuerdo que dejó de serlo cuando el rostro se iluminó. Graciela acercó su figura estilizada enfundada en vaqueros estrechos que contrastaron con la polera suelta que hacía juego con el rostro sereno adornado por ojos rasgados color castaño claro y la tersura juvenil de su piel. Cuando salieron, supe que se entregaron a la noche cuando la puerta de vaivén los arrojó a la calle. Y sí, la provocación renovada de la noche porteña no es representación de rostros disformes, figuras alargadas, palabras guturales que residen prisioneras a la luz del día de segundo piso hacia arriba de la ciudad congregante de la actividad comercial. Tampoco espectros que revolotean y se disuelven en el exterior entre figuras desprendidas al albur de los capiteles y apliques estáticos que remite a los maestros venecianos que moldearon el yeso, dieron forma de fisonomía imaginaria a la usanza europea de la solidez y altura regulada de las edificaciones. Los aparecidos, hijos del abandono, anonimato, carencias, pesadumbre que viaja y requiere del reencuentro con la iluminación, quizás, la propia piedra filosofal. Y se inicia en el vomitorio que desciende por las galerías del Subte. Reserva de un banco mientras el inframundo de los antepechos se descubre en los amorfos del paso de la luz del primer vagón y la intermitencia de un faro de tren que se estremece en los mecanismos de las coronas cuando se detienen al accionar del freno que anuncia la parada. Aquí es y uno desciende, el convoy arranca mecánicamente a la espalda mientras se asciende por la escalera desgastada que topa la vereda de baldosas acanaladas, desprendidas del suelo, el agua detenida chapotea en la calle adoquinada con pavimento superpuesto. Ella, pues, sombra de cualquiera otra, pero definida por el nombre de la confitería aún en servicio.
Avanzo decidido al encuentro somnoliento de una litera congelada de agosto. Soliloquio iniciado al cierre sonoro de la puerta enrejada del ascensor, formas atropelladas polemizan consigo mismas, te veré al amanecer, de nuevo, camino de lo trascendental. Nostalgia menor, pasmo iluminado, destello, región del avatar onírico regido por una congregación de invidentes. Reclamación que atropella, mirada dirigida a lo absoluto, quizás esté en la Patagonia de Martín y Bucich.
Horacio apagó el motor del Citroën frente al lago Huechulafquen. Alba simple reafirmada en perseverancia, algunas privaciones añadidas se honraron entre un ligero zumbido en los oídos de ausencia de asonancias que se extendieron entre la brisa renovada y húmeda. Boscaje, arraigo de coníferas, araucarias y alerces, previo a las estribaciones de la cordillera. Adentro, los celajes contuvieron el viscoso desenfreno de la luz usufructuaria de los secretos espaciales de lo recurrente, franca desenvoltura del agua que toma posesión entre cristales verdes y azulados. Fresco destemplado que proviene de las cumbres, nieves perennes estacionadas en conos perfectos, volcanes, visión esclarecida entre reflejos, contraluces prolongados en la corriente del viento libre recreándose en sutiles ráfagas por el lago alojado de los Andes. En la orilla, paso a la espesura, inflexión de risas y voces de turistas, remanso, onda de agua, deslave detenido en un asiento de guijarros, pasaje, paso de flores muertas, hojas secas, contrahechas, crujientes, ocres, necrosadas, expedición a la eclosión primaveral, frontera entre disolución, resolución, cimiento que permanece en la retoma en multitud de refulgencia, fascinación contrastada con el aliento seco, desabrido, rigor de areniscas, planicie sin límite, vegetación, penuria en lejanía del recorrido simple entre Neuquén, Chocón y Zapala y, el arribo polvoriento a Junín de los Andes.
Y, noche de concurrencia, ritmo entre distancia y ensueño al fiado, refugio de cercanías, afluencia de ases de la mitología, ojos de desaparecidos, laberinto, vecindario de dríadas, metamorfosis de faunos, auras, gnomos, ninfas entre aguas apenas presentidas, aura de sosiego que huye, correría de un venado núbil que atraviesa el filo del universo de lo perdido, atrapado; preludio del inconsciente, gozo efímero de un rayo, inspiración y acento entre duendes.
Viajeros de cuentas, Horacio, Marta y yo, abandonados en la conversación, balance, severidad, aporte entre el centavo. Horacio, presagio de una fuga de aceite en el motor del vehículo que se definiría en Esquel, compras del menú en la proveeduría al arribo a San Martín, asentimiento sin objeciones de Marta porque sabía que mañana no se ejecutaría el plan acordado, disfrute es el bien mayor que se inicia en fascinación anticipada.
Avanzar de la noche, once y treinta y es frontera entre oscuridad y chisporroteo de hoguera agonizante hasta el emerger de una silueta. Un espantajo que surge en la precariedad entre atuendo y nombre: Donaila. Se sentó con familiaridad enseguida de Horacio, al pie del último rescoldo. Entonces Marta cebó mate …ronda y relato.
–Vivo en el refugio del ejército desde que una avalancha del Lanín en el 60, inició en tanto se acomodaba en espaldar de pared improvisada entre troncos. Ya llevo once años por aquí. Pertenecí a la infantería del ejército de la República Argentina donde serví hasta el rango de suboficial principal. Me destinaron a las fronteras por dos años, patrullar y coordinar la reconstrucción del refugio y me quedé. Más temprano que tarde representó, para mí, la contradicción entre lo urbano y lo primitivo, en apariencia, instintivo. Poco voy a una ciudad, me aprovisiono en San Martín o en Junín según el lugar donde me encuentre de servicio en el momento. Son las dos únicas poblaciones que están en mi radio de acción. Me impresiona una ciudad. Vine a buscarte a vos, Horacio, y a tus amigos. Tú mamá me dejó razón en Junín de que estarías por aquí. Ofrezco, por si quieren subir a caballo, a las primeras nieves del Lanín. Conocí a tu papá cuando prestamos servicio militar en Mendoza. Tu mamá me dio las señas
del coche. Aquí estoy antes de subir al nevado donde permaneceré hasta julio cuando las nieves, el frío y la imposibilidad de movilidad me obliguen a regresar aquí o al Lácar en San Martín para luego iniciar temporada cuando en la primavera se inicien los deshielos. Llevar grupos, recoger dinero para la supervivencia, tomar fotos con morrales, sonreír, ayudar a un recuerdo perdurable de algo y de alguien que nunca ha estado familiarizado con estos pagos. Apreciar el origen de tantas complejidades de movimientos de la naturaleza, viento, lluvia, nevada, todos los elementos, palpables o impalpables que conforman el clima, son cosas exóticas para un citadino. El silencio aturde, provocación que interrumpe cualquier diálogo o pretexto para los parlamentos. Preguntan temerosos por seres imaginarios que puedan afectar la seguridad producto de lecturas y cine, creen que aquí es imposible persistir sin tener las cuatro paredes de una ciudad.
–Donaila, interrumpió Horacio, papá me habló de vos. Los planes que teníamos cambiaron, llevamos un día de retraso en la correría, después del pinchazo de Choele Choel. Agradezco tu ofrecimiento, mañana madrugamos a San Martín, llegar a Bariloche es importante por el alojamiento que nos ha ofrecido un familiar cercano a Marta que requiere de un día preciso.
–¡Qué macana, che!, increpó Donaila. Efectivamente, he estado pendiente. Los caballos están disponibles más abajo en un establo de la estancia de mi coronel Redrado, ya retirado, pero no se hagan problema conozco cómo son estas cosas. Al destino hay que tenerlo en cuenta. ¡Qué va a ser! Los viajes son como la vida, están plagados de imponderables, cuando uno menos piensa, ¡pum! estallan y adiós planes. Si regresan…estaré atento, marcá el mismo número al que llamó tu mamá, allí me dan razón. Ya saben, no voy por las ciudades. Silencio, soy esclavo de la meteorología en estos lugares generosamente libres que me adoptaron y yo adopté: chillidos de rapaces que, emitidas al paso, percibo su olor, preciso de lejos las huellas de la familia de venados que huye ante la amenaza de los felinos y de los cazadores que no son tan furtivos. Se defienden con agilidad nerviosa ante cualquier sonido desconocido, evitan el fango de los atolladeros del bosque y se camuflan en él. Vivo siempre atento al cambio del tiempo que se inicia en los solsticios, entiendo que todo tiene una razón conocida que se manifiesta en lo impredecible, determinación de cada estación que se consolida luego de un corto periodo de transición y uno va y viene de lugares bajos a altos. Movimiento continuo: de la nieve al fango, del barro al polvo, días cortos y opacos a largos y refulgentes del verano. En cuanto el clima lo permita vengo a Junín por el pago que trae el estafeta del batallón, el ejército es quien me emplea. Los militares destinados sacan el cuerpo a venir por aquí. Difícil traer una familia a estos eremos, lo entiendo. Las mujeres se contrarían ante la falta mínima de comodidades de la vida moderna: heladera, estufa a gas, tiras de la televisión, coche, estudio de los chicos. Atajos, caminos, flores, hojas, caminos serpenteantes, estoy conmigo en el agua que fluye, es el compendio que confirma la llegada del mañana.
–¿Y ahora a dónde vas? preguntó Marta.
–Sigo el camino, allí está el rucio que me acompaña en la noche. Mirada nocturna, reflejo de la luna en ojos brillantes, docilidad de cielo despejado, paso firme, mejor que el de una mula. Regreso en dos días a recoger visitantes.
Te veré al amanecer
–No sé qué decirte, interrumpo, sos admirable, me gustaría acompañarte un tiempo. –Uhm, ¿seguro? te aburrís al toque y qué problema bajarte con cara de aburrido. Entonces se fue yendo, marcha pausada, jamelgo y hombre se dispersaron en la sombra.
Y cada cual al lugar que la carpa le ha asignado. El apaciguamiento es claudicación ante la noche. La abstracción avanza rauda entre silueta de seres que se esfuman ante el brillo de la madrugada.
El césped del jardín del parador frente al lago Lácar cubre prolijo un ligero promontorio que resuelve el horizonte en fuga, detiene la vista en un sesgo remoto donde confluyen serranías, agua y una inusitada corriente de nubes desbocadas. Ocaso presentido, rayos refractados entre nubes son serenidad repentina de la escena que, a la derecha, reitera, en la tupizón, una promesa como advertencia dispersa en su interior. ¿Acaso toparé espíritus, nuevos de hadas y gnomos? Lo intentaré a la noche, en tanto doy la espalda al lago insondable de aguas verde azul, abrillantadas en el ondeo. Avanzo, escucho el golpeteo transitorio del oleaje que se aproxima, se aleja ahora mansamente de la playa mientras el capitán realiza la maniobra, acelera el fuera de borda, lanza el aparejo y fondea. Del embarcadero sigo a la avenida San Martín, la de San Martín de los Andes, que ostenta una serena propuesta de abstracción entre montañas, gente toda laya reunida en braseros, perfiles evidentes entre ventanales, vía a la invitación, interés de tertulia interminable que vaga alrededor de la merienda: chocolate y pastel de manzana. Solaz, paso olvidadizo de ciudadanos que se desprenden de la siesta, deambulan entre pretexto indefinido y el ocio de quien se introduce en el crepúsculo como retorno al hogar que chisporrotea, tizne de chimenea, confuso claro subsistente de afuera que regresa a compartir la noche con lo vago y cotidiano. Libro, orilla, savia, creación ascendente en el espíritu. Mónadas secretean asentadas en mi interior, es cosmos de números, potencias ocultas en contenido y profundidad del entorno indescifrable. Entonces persevero a nombre de lo espontáneo, mirada fija en el cristal, encanto de aislada permanencia, tentativa repetida, elevación diáfana de seres de singularidades, identidad de lo cierto, inconsciencia incluida como esencia del sueño, obediente consecuencia de la imaginación.
La espesura constante es interrumpida a trechos por lagos enclavados entre hondonadas de vista remota, colinas de tiento en doseles, regocijo de besos incesantes entre hojas, acrobacia sonora inducida por el aura, iluminación velada, colorido heterogéneo de frondosidades, descubrimiento en verde, ruta ondulada, estrecha y polvorienta. Dictado de la diversidad, deshielo que fluye de las cumbres entre rápidos, cauces agitados y transparentes, cascos blancos encubiertos, emulación insinuada, extendida y embriagada al paso del límite posible de los sentidos, lugar natural de la fascinación que se asienta en andadura, limitación de un vehículo que se esfuerza en la penúltima curva y sorprende el horizonte ampliado del lago mayor recostado en la cordillera, el Nahuel Huapí.
Bariloche, obstinación de corrientes, compendio de brillos, resplandor de un oleaje caprichoso, sumario pasivo en torrentera, glaciares asentados entre ciclos, tormentas, y cataclismos, acopio de ventisqueros, serranías, mirada al encuentro de prodigios, pasos de
aventura, orillas ahogadas en sí mismas entre estaciones, márgenes ampliadas, extensas y sonoras que renacen en los promontorios en el medio del océano interior.
Y, el albergue: es puerta enfrente y, adentro la primera vista de un mueble de copas, cuantiosa ilusión que se yergue del piso de madera lustrada, desperdigado olor a canela, cuatro ventanas, mirada al exterior de un mar apenas rizado. Tres escalones a la derecha, ventanal en el descanso, alerces del patio, mochilas de cuarto compartido –interés en una noche en cama mullida– y, en el corredor, confianza en abluciones presentidas de agua caliente. Turno para Marta y, nosotros, espera entretenida entre lugares comunes: lavado de ropa, dejarla secando para, raudos dejar atrás la dispersión de un vapor entre olores inadvertidos, sin mucho debate porque en el caminar está el acuerdo. Sorpresa reafirmada en la comprobación de la propuesta arquitectónica de hábito corriente, visión referida a imágenes de cualquier enciclopedia y, la plaza, afluencia de encuentros presagiados para continuar. Sumar actividad sin pausa, veredas de vista lateral referidas a la brisa y a la extensión del agua contenida, detallar recodos, imitación en la uniformidad entre madera y piedra a la vista, relatos despilfarrados hasta dar con una confitería: tres barras de chocolate, masas de la merienda entre risa y turismo para proseguir porque la categoría de viajero de especial está en dar por iniciada con presteza la gestión del reencuentro y es un banco arrinconado de la costanera que espera el zurcido de un rayo que disuelva la vista ampliada de la cordillera abanicada entre matices.
Viajeros, condición de convergentes: desacuerdo, reconciliación y gozo. Y la plática es comunicación alborozada en vino que rocía sánduches de miga, gaudeamus de jamón y queso, salami, ricota y el volumen de la botella de tinto que impide que el papel periódico del envoltorio vaya por aquel exterior.
–¡Es definitivo!, interrumpió Marta su silencio. ¡Cuando uno hace valijas no quiere volverlas a guardar! Estoy figurando que aún no me haría a una cabaña aquí, en la cordillera. ¡Aún tengo mucho planeta por conocer! Pienso en mi próximo viaje, podría ser al norte: Salta, Jujuy, La Quiaca y seguir, ¿por qué no hasta Canadá? ¿Se apuntarían?
–¿Cómo pensás hacer?, preguntó Horacio. Hasta ahora nos ha ido bien, pero si querés hacerlo en coche este debería ser más robusto y de modelo más reciente. Creo que Citroën no hay mucho fuera de Argentina. Estoy ahora esperando llegar a Esquel y ver a un amigo de papá que nos va ayudar a cambiar los guardapolvos de los terminales del tren delantero, ¡están rotos! Es urgente, de acuerdo con lo que hemos planeado debemos ir de allí hasta Comodoro Rivadavia. Esa ruta está en construcción según el mapa, poca lluvia, entonces el polvo arruinaría el tren delantero. También hay que cambiar el retén de la fuga de aceite.
–Che, este…, Horacio, replicó Marta, no hay necesidad de hacerlo en coche propio. ¡Mucho lío! Ir de lugar en lugar en transporte público, se corren riesgos, entiendo que esto no es Europa, salvo Estados Unidos y Canadá que tiene restricciones por el clima. No es como cuando íbamos en tren con papá desde Lisboa hasta Berlín en tren. ¡Lindo!
–Yo lo haría en coche, me gusta conducir, pero regresaría a Buenos Aires mientras vivan mis padres.
–Y vos, colombiano, ¿qué decís? Preguntó Horacio.
Te veré al amanecer
–Uhm, ¡ni idea!, respondí. Puedo decir que todo es sobresaliente, quizás, me inspira el contraste entre la sobriedad y el orden de estos parajes contra los nuestros que son de exuberancia que parece desorden. Me atraen ambos con igual apariencia, no puedo decir con certeza cuál ha de ser mi lugar en el mundo, será una elección, lo infiero.
Y las dudas, influencia de cordilleras, terremotos, inundaciones, vida privada, etnias, diferencias culturales, desigualdades similares a las del interior. La inquietud de él fue afirmación en la precariedad de las rutas, modalidades de vehículos, nivel de avance, confort, talleres de mecánica automotriz, ¿Automóvil Club? Detalle a detalle, marcas; ¡todos importados!, respondí, respuestas afincadas en la imprecisión sin distinción posible, percepción general en la ambigüedad de una asociación imaginaria.
–Es claro para mí que siempre regresaría a Buenos Aires. Tengo una relación de mucho afecto con mi barrio, mi historia personal. Viajo con deseos de quedarme en algún lugar, pero siempre regreso, concluyó Marta.
–¡Si!, complementó Horacio, mis viejos ¡Ah…mi vieja es el tesoro mayor!
Y la estación de fulgores permanece a la sombra del ojo de agua. Ahora es placidez interrumpida por cuenta de la llegada del grupo de turistas con intención de desafiar el turno al contento, asentó sus reales en un malecón de botes alineados. Horacio continuó discurriendo en la evocación, Marta en la pasividad repetida de apartes de vida: cuitas entre la escuela y el departamento, secundaria, confiterías, cafés, cines, bailes, calles y avenidas que se fueron acortando de tanto transitarlas, inmuebles uniformes, deslustrados y parrillas en las calles de San Telmo. Fines de semana de asados prolongados hasta un atardecer de pousse cafe, conversación en el parque Lezama y, de vez en cuando, un paseo por la Costanera, aventura por los bosques de Palermo.
Difícil, entonces, soslayar el perfil desprevenido, sereno de Marta que asiente en el recuerdo: jurisdicción de cercanías que Horacio admite y es mi presencia la que importuna el acumulado vecino que ella disimuló. Se levantó y es estatura mediana y estilizada la que inspira una digresión que inicia en un departamento en Balcarce con Independencia, me detuve, avancé, paso de largo, los dejé, me apegué a mi relación reciente con la ciudad y es otra vez el reglamento de la Biblioteca circulante Harrods A todos los efectos, mientras retengan libros en su poder, los adherentes a la Biblioteca circulante Harrods seguirán considerando suscriptores (…).
Caminaba por la calle Perú: apretándole un brazo, Bruno, le señaló a un hombre que caminaba delante de ellos, ayudándose con un bastón.
Borges.
Cuando estuvieron cerca, Bruno lo saludó. Martín se encontró con una mano pequeña, casi sin huesos ni energía. Su cara parecía haber sido dibujada y luego borrada a medias con una goma. Tartamudeaba.
Es amigo de Alejandra Vidal Olmos.
Caramba, caramba, Alejandra…pero muy bien.
Levantaba las cejas, lo observaba con unos ojos celestes y acuosos, con una cordialidad abstracta y sin destinatario preciso, ausente.
Te veré al amanecer
Bruno le preguntó qué estaba escribiendo.
Bueno, caramba… –tartamudeó, sonriendo con un aire entre culpable y malicioso, con ese aire que suelen tomar los paisanos argentinos, irónicamente modesto, mezcla de secreta arrogancia y de aparente apocamiento, cada vez que se les pondera un pingo o su habilidad de trenzar tientos… –Caramba…y bueno…tratando de escribir alguna página de que sea algo más que un borrador… ¿eh?, ¿eh?...
Y tartamudeaba haciendo una serie de tics bromistas con la cara.
Y mientras caminaban hacia la casa de Rinaldini, Bruno lo veía a Méndez diciendo sarcásticamente, ¡Conferenciante para señoras de la oligarquía! Pero todo era mucho más complejo de lo que imaginaba Méndez.
Es curioso la calidad e importancia que en este país tiene la literatura fantástica –dijo– ¿A qué podrá deberse?
Tímidamente Martín le preguntó si podía ser consecuencia de nuestra desagradable realidad, una evasión. No. También es desagradable la realidad norteamericana tiene que haber otra explicación. En cuanto a lo que Méndez piensa de Borges. Se sonrió. Dicen que es poco argentino–comentó Martín.
–¿Qué podría ser sino argentino? Es un típico producto nacional. Hasta su europeísmo es nacional. Un europeo no es europeísta: es sencillamente europeo. ¿Usted cree que es un gran escritor? Bruno se quedó pensando.
No sé. De lo que estoy seguro es de que su prosa es la más notable que hoy se escribe en castellano. Pero es demasiado preciosista para ser un gran escritor. ¿Lo imagina usted a Tostoi tratando de deslumbrar con un adverbio cuando está en juego la vida o la muerte de uno de sus personajes? Pero no todo es bizantino en él, no vaya a creer. Hay algo muy argentino en sus mejores cosas: cierta nostalgia, cierta tristeza metafísica.
Tomé la Línea D del Subte, seguí con atención. Las paradas son representaciones remitidas a un preciso sentido de simbolización: Pueyrredón, Bulnes, Plaza Italia. Verifiqué a la salida que efectivamente estaba en Palermo. Las instrucciones de Graciela fueron precisas: caminar tres cuadras por la vereda contraria a la salida de la estación. Avanzar dos cuadras por la avenida Santa Fe, camino al Zoológico hasta encontrar la dirección. Timbré en el 5A, ella contestó. –Seguí, dijo. La puerta se abrió, avancé por el vestíbulo reluciente, a la izquierda un escritorio sólido sin encargado, los casilleros con las cuentas y la correspondencia, al fondo cité al ascensor, paró en el Quinto, no hubo pierde, Graciela esperaba con la puerta abierta.
La invitación a sentarme incluyó la ventana abierta que daba a la Plaza desde la intimidad forzosa del departamento de un ambiente. Invitó a sentarme en los cojines abullonados que hacían de sala. ¿Querés un té? Asentí. Con soltura sirvió el agua de la tetera para dos. El protocolo terminó, se sentó enfrente con agilidad, tiró la espalda sobre la pared, se puso cómoda y el humo Jockey Club se extendió en la circunstancia.
Te veré al amanecer
–¿Cómo te trata la vida? Preguntó.
–Bien, por ahí, conociendo.
–¿Has vuelto a ver a Oswaldo?
–Hablé con él la semana pasada. Me preguntó si quería ver a Borges.
–¡Qué suerte! ¿Dónde?
–Me dijo que estaba en contacto con Victoria Ocampo. En estos días iría a lo de ella, un departamento de Barrio Norte. Lo ha invitado, será rápido por cuestión de tiempo, pero por supuesto, si me lo permite, me pegaré.
–No es fácil ver a Borges, menos en lo de Victoria. Es la élite ¡Qué orgullo si se te da!
–La verdad que sí. Un privilegio, dije.
–Y… ¿qué te pareció Ernesto?
–Suerte haber podido ir esa noche. Un tipo tan competente venir desde tan lejos para hablar con cuatro pelagatos cuasi imberbes, en verdad, fue un momento inolvidable. Tuviste mucho qué ver, según dijo.
–Lo perseguí por varios meses. Es un personaje muy callado, alejado y reservado. Vive en Provincia. ¿Te gusta? ¿Has leído algo de él?
–Leí El túnel y ahora último, Sobre Héroes y Tumbas. Intento ahora tener alguna idea, primero entender y, luego adentrarme en el mundo onírico, el contexto obvio es Buenos Aires. Es bastante atractivo este ambiente, intento conocerlo.
–¿Estás cómodo en Buenos Aires?
–Cuesta adaptarse a tanto cosmopolitismo. Hay mucho contraste con la vida bucólica y cerrada que llevé en mi adolescencia y, el lugar de donde soy, dice mi amigo Javier: los cuentos venían de los campo. Cuando viajo en el subterráneo – es a diario–, leo a Sábato, infiero que hay un sustrato por definir que es de libre interpretación pero que sugiere mundos ocultos. Un ambiente de expectación, encuentros y desencuentros, listado de preguntas esenciales sin resolver que quedan para ser resueltas mañana o pasado y revierten en el misterio de un estado muy particular de duda constante, lejanía e introspección.
–Esa percepción no es alejada de lo que he vivido. Soy de provincia, interrumpió Graciela, vengo de Santa Fe, quiero ser escritora. Algo así. Es todo impersonal, me esfuerzo, pero siento que resulta insuficiente. Trabajo en lectura, frecuento círculos que sugieren abordajes diferentes a lo particular de las propias necesidades que no son necesariamente las apetencias de un público indefinido, titulares, historias, tantas banales que se devoran con facilidad en la creencia de que leen, llaman tanto la atención de los editores que, en definitiva, son los que dan para vivir en el atrevimiento de los que intentamos decir cosas con palabras. Mirá, escuché mientras apuraba la tasa de té y dejaba la colilla en el cenicero, ¿sabés quién es Giuseppe Garibaldi?
–Lo ubico como un personaje italiano que anduvo por aquí, luego hizo mucho por la unificación de Italia en el siglo pasado. Más no te puedo decir, no sé.
–Pues este tipo es la representación que está en la estatua ecuestre en la plaza que ves enfrente, Plaza Italia, un lugar muy importante en la ciudad. Quizás la admiración sea mayor
porque es tano y un poco mucho anarquista. Nuestra cercanía con Italia es suficientemente grande, comparada solamente con la de España. Sin embargo, a pesar de que Buenos Aires es hechura de europeos, tiene un dejo muy particular que puede ser un mundo a lo Sábato como un mundo a lo Borges.
–¿Me podés contar?
–Querés que leamos algo de Borges para que cuando lo veas sepás algo más de él. –Me interesa, claro. En la facultad leímos a Cortázar, Borges, no…
–Uhm… de nuevo nuestros prejuicios.
Se levantó, me ofreció ahora café, otro Jockey Club. Agradecí. Se dirigió a la habitación y trajo un libro, en tanto el agua hirvió y el café estaba servido.
–Bien, sabés que Plaza Italia, enfrente, forma parte del corazón de Palermo y de la ciudad como ser. Este barrio, en el poema Fundación Mítica de Buenos Aires, Borges dice un supondremos, como lo leo, da origen al mito que es metáfora, como tal, sugestiva: Una manzana entera en mitá del campo/expuesta a las auroras y lluvias y sudestadas/ la manzana pareja que persiste en mi barrio/Guatemala, /Serrano/ Paraguay/ Gurruchaga. (…) Una cigarrería sahumó como una rosa / el desierto. La tarde había ahondado en ayeres, / los hombres compartieron un pasado ilusorio. / Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente. (…) A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: / La juzgo tan eterna como el agua y el aire. Ahora que estás ubicado en dónde estamos físicamente quiero proponerte una manifestación explícita de los significantes que crea Borges de este conglomerado humano, particular, contradictorio pero arrebatador, implícito, también, en algunos personajes de Sábato.
–Tenés allí en el texto, Fervor de Buenos Aires, ¿verdad?, pregunté con la seguridad de una respuesta evidente.
–Sí, es precisamente del que te iba a hablar, me gustaría leer para que veas otra experiencia que, en el fondo, puede ser analógica, pero con un entrañable diferente. Leo.
Se puso los anteojos, a su aire y con incitante voz femenina inició la lectura con entonación: Las calles de Buenos Aires/ ya son mi entraña. No las ávidas calles, /incómodas de turbas y ajetreo,/sino las calles desganadas del barrio /casi invisibles de habituales/ enternecidas de penumbra y de ocaso/ y aquellas más afuera/ajenas de árboles piadosos/ donde austeras casitas apenas se aventuran/abrumadas por inmortales distancias,/ a perderse en la honda visión de cielo y llanura(…) Haber sentido el círculo del agua/en el secreto aljibe,/el olor del jazmín y la madreselva,/el silencio del pájaro dormido,/el arco del zaguán, la humedad/ –esas cosas, acaso son el poema.(…)En esa horas en la luz,/tiene un figura de arena,/di con una calle ignorada,/abierta en noble anchura de terraza,/cuyas cornisas y paredes mostraban/colores blandos como el mismo cielo/que conmovía el fondo./ Todo la medida de las casas, las modestas balaustradas y limadores,/ tal vez una esperanza de niña en los balcones entró/en mi vano corazón,/ con limpidez de lágrima./ Quizá esa hora de la tarde de plata diera la ternura a la calle(…) Con la tarde/se cansaron los dos o tres colores del patio,(…) Serena,/la eternidad espera en la encrucijada de estrellas./Grato es vivir en la amistad oscura/de un zaguán, de una parra y de un aljibe(…)Con los colores del perdón la tarde,/y un olor a tierra mojada/alentó los jardines,/nos echamos a caminar por
las calles/como por una recuperada heredad,/en los cristales hubo generosidad del sol/ y en las luces relucientes/dijo su trémula inmortalidad de estío.(…) La brisa trae corazonadas del campo,/dulzura de las quintas, memorias de los álamos,/que harán temblar bajo rigideces de asfalto/la detenida tierra viva que oprime el peso de las casas,/en vano la furtiva noche felina inquieta los balcones cerrados/que en la tarde mostraron/la notoria esperanza de las niñas./También está el silencio de los zaguanes./ En la cóncava sombra/ los relojes del media noche magnífica, un tiempo caudaloso,/ donde todo soñar halla cabida, tiempo de anchura del alma, distinto/de los avaros términos que miden/las tareas del día. Detuvo la lectura. Se levantó rápidamente, pidió disculpas, contestó el teléfono en la habitación, regresó en unos minutos, en tanto, las primeras luces municipales iban acopiando la fatiga de la ciudadanía de invierno, estatuas rígidas, testigos del silencio vecino y cercano a la majestad del río, las plaza y los parques cerrados a los visitantes ajenos al acaso de la tentativa de apropiarse de la conversación con las figuras que inspiran fervor por una ciudad de barrios, zaguanes, aljibes, madreselvas, solares, desplazada por calzadas ampliadas y rectas, edificaciones equivalentes de la planeación urbana y, la muchedumbre en su oficio de salir del anonimato, a lo que Graciela respondió con lectura: Atardeceres; La noche de San Juan: El poniente impecable de esplendores…su rosario de estrellas desparramadas; Sábados: despecho de tu desamor, prodiga su milagro por el tiempo; Trofeo; Barrios reconquistados; Inscripción sepulcral; Jardín…
Sí, el rendez vous se dio por terminado. La llamada de Sábato anunciaba un próximo encuentro, ¿el lugar? Una coordenada de calles de la cosmogonía porteña. Al dirigirme al ascensor percibí el cierre dócil de la puerta a mi espalda, acecho de la imagen de un lugar puestecito, orden delicado y sobrio, expectativa que hizo curso en la línea entre el quinto y la planta baja de que el próximo encuentro pendía del azar, resonancia de un coincidir de una próxima llamada, tal vez, un encuentro fortuito donde pudiese iluminar el interior del reflejo de unos ojos detrás de los lentes, afanosa pausa opuesta al desgobierno de una búsqueda inquieta, desvelada, que pretende encontrar la clave de un relato entre formas requeridas para ser contado. Figura menuda, cabello corto, expresión desenvuelta de quien posee la autoridad de la paciencia, respuesta a la presunción de que en los atajos de la sensibilidad se presenta el nombre como conexión inesperada, pariente implantado en el ánimo y el ejercicio de observar como método, lectura como uso de la palabra escrita, convicción de que otros revelen el legendario lugar de lo trivial, conocido o indecible, consecuencia entre lo cotidiano y la distancia conquistada en la forma de caminar, conversación constante entre lugares inveterados. A todo aquello se le nombra como arraigo, creación de la imaginación, construcción de nombres idealizados, eternizados, fuga constante entre figuras que se anticipan a la palabra.
La tarde asumió la avenida Santa Fe. Fui apurando en vano las calles entre luces dilatadas, comercio ajeno, abasto de barrio, vidrieras sofisticadas de títulos en dorado, encuadre entre fogones de pizza a la piedra, algún piso, fisgoneo elemental, donde encuentre dentro (…) un extraño país;/las aventuras del envido y quiero,/autoridad del as de espadas,/ como don Juan Manuel, omnipotente,/el siete de oros tintineando esperanza(…) El Truco
donde pueda poner la baza en la resulta del tráfico vehicular, densidad del mismo sentido en mi avance, semáforos de regulación peatonal en la travesía de la 9 de Julio hasta la sofisticación de las edificaciones altas que cerraron los zaguanes entorpecidos de sombra, figura entre la opacidad de necia incomprensión de que el silencio es el ornamento de toda atracción, hasta el intento de desertar en la primera boca del Subte para ir a casa sin esclarecer el deseo de otro encuentro con – jacarandás, acacias cuyas/ piadosas curvas/ atenúan la rigidez de la imposible estatua/ y en cuya red se exalta/ la sombra de las luces equidistantes/ de leve luz y tierra rojiza./ ¡Qué bien se ve la tarde/ desde el fácil sosiego de los bancos!/ Abajo/ el puerto anhela latitudes lejanas(…) Entonces preciso la fórmula interior de que estoy en Plaza San Martín.
Inadvertida, una brisa anticipada se coló por las ranuras de la ventana, atrajo la algarabía de un gozo agónico del rezago de turistas que avanzaron desde el lago hacia el centro. Entonces el penúltimo deseo concluyó: permanecer en cama blanda hasta el límite del plazo de entrega de un cuarto ofrecido como pensión. Con seguridad Marta y Horacio acudieron al recurso de darse vuelta en sus catres obviando el paso cercano de los juramentos de amistad, así como la adopción del sigilo para salir al descubierto: descendí los tres escalones del camarote, tomé en la mano los blujines, la campera, detuve con entusiasmo la tentación del peso en los ojos que se interpusieron a la pretensión de pasar de largo y adoptar el avance con diligencia.
Tomé de la mano el cencerro, salvé el tintineo, resolví con éxito el trayecto entre la puerta de calle y el descampado, en tanto, apreté el paso, frialdad desnuda que golpeó mi pecho que, con circunspección, ingresó en la espesura. Sombras entrelazadas fueron preludio del próximo deseo y fue pregunta detenida de un infinito incauto de hojas caídas, humedad reconocida en el reflejo impreciso entre la bruma. Descendí, revelación en la orilla, yerro imposible cercano a la imaginación. Allí, la simplicidad es oficio, formalidad, proceso, propiedad del espacio en cuanto el primer fulgor se disuelva entre celajes y aproximaciones a la superficie queda del lago. Estuve allí, escuché el eco lejano transfigurado en algarabía de trinos debatidos entre asombro, vanidad, heredad e invitación a la permanencia. Albor: despertar de la ternura de un guiño generoso recibido de la madre primeriza oculta, lanzamiento en el temor de un impulso anónimo y, entre gritos, avanzó en busca del condumio. Entonces fue coro, itinerario urgente que, aleteado en tonalidades de firmamento y plumaje, atravesó el plano cierto de hojas estremecidas, sorprendidas ante la energía manifiesta del oleaje, formidable exclamación que recibe el don de los cuatro picos de la rosa de los vientos.
Ingreso al ceremonial: solemnidad descubierta y cierta de sur, atrevimiento penetrante entre peñascales y nieves de lo eterno, vínculo y frontera ausente de horizontes, grito fragmentado y sublimado, distancia presta al renacimiento, legado cierto, iniciación.
Momento de partir a tiempo, sustrato de abdicaciones, orden, gobierno implícito de rutinas, barrunto de imprevistos, intercambio de expectativas, exaltación de sensaciones, espera lenta, previsión del estado de las calzadas. Sin embargo, ninguna práctica garantiza
estrictamente que el inicio al nuevo destino prescinda de los rigores del cansancio, parada de última en la calle del poblado, monotonía del sonido del motor, sopor evasivo que disimula las severidades de la convivencia, tampoco llegar en tiempo previsto, a veces, es lapso menor. La decisión en el crucero fue por cuenta del rompimiento del pacto de silencio consigo misma. Marta detalló el mapa, intuyó y, no fue riesgo el incursionar expedito por la vía alterna que bordea el piedemonte de la cordillera hasta llegar al Parque Nacional Los Alerces en Esquel. Una hora antes de lo previsto, pues, el guardabosque de enfrente nos dio la bienvenida, cabeza cubierta con sombrero a la usanza de la Policía Montada de Canadá. Presentó con distancia su autoridad, horarios de apertura y cierre, repasó enumerando las instrucciones del cuidado, usos y costumbres al pie de lago: fogata, conversaciones en voz baja, cuidado con las especies, pesca prohibida, destino de los residuos, baterías sanitarias y horarios. Señaló en el mapa los lugares de camping, se puso, además, a la orden al recordar la tradición instaurada desde la fundación del parque en 1937.
Avanzamos hasta consolidar las formalidades de un asentamiento nómada como rutina conocida, perfeccionada en solicitud, distribución de cargas de acuerdo con las competencias: repartición de los elementos de la manutención, cocina, montaje de tienda, arreglo de “vajilla”, lavado de ropa, frugalidad, revisión hasta alcanzar la profesión en el oficio constante de dejar turno a la curiosidad, engrandecer el paso de la contemplación, asombro, pausa en licencia del aprovechamiento prometido por la circunstancia. Mediodía, la canícula se cuela por los claros del exceso extremo del bosque de alerces. Y, el lago es finura, vista transversal del asentamiento puestecito que no logra interrumpir la angustia de Horacio constata la gota de aceite, caída en plural y brillo sobre el macadam del parqueadero. La contundencia del hecho aleja cualquier intención, ¡se decide!, emergencia. Arranca de inmediato –los otros estamos de sobra–, en busca del mecánico de Esquel, sugerida sabiduría paterna y allí, estoy entonces en titubeo silencioso en el medio de una indiferencia en inicio.
Marta me mira, yo a ella. Dice que se encargará para que al regreso, Horacio esté el almuerzo: asado prometido de costillar y paletillas de cordero patagónico urgidas a propósito en la pulpería. Asiento. Me pongo a disposición, dice que lo hará con gusto, pero sin ayuda. Digo entonces que me encargo después de poner la mesa y lavar los platos. Asiente levemente con la cabeza. Allego leña a la parrilla, dice que está aún húmeda, que no me preocupe que ella lo hará. Digo que daré una vuelta por los alrededores. Me alejo, regreso rápidamente por el traje de baño, vuelta y me detengo en un rellano de la escalera sostenida con troncos, me atrae el verde rizado de la extensión del ojo de agua que se pierde en el horizonte, desciendo a la playa, bahía ligera enclavada entre el bosque que bordea el lago Menéndez me cambio en el bosque, me acerco.
Un paso, otro, cautela afirmada en el lecho del lago, prolongación de piedrecillas y arena hasta sentir un ligero movimiento dilatado y de costado, en tanto, un oleaje menor se cuela entre las piernas. Ingreso, el agua cubre lentamente el cuerpo hasta la altura del mesenterio estremecido en frialdad, llama al ánimo presto que se transforma en valentía. Me zambullo, abro los ojos entre verdores, apuesta de sensación cercana que ahora se disuelve en aguas cristalinas. Un ligero zumbido del viento me aleja de la voz lejana de los
caminantes, siento que el peso ausente de un cuerpo impropio se desliza grácil, aspira y expira acompasadamente, se dirige al centro de un rumbo incierto, ritmo de la creación que enciende de matices cada brazada. Esta vez no abandonaré el intento ante el frío recurrente de las aguas. Me detengo, agito los pies en franco desafío de la gravedad, de inmediato, disperso con expedición mi cuerpo, estiro los brazos a lado y lado hasta permanecer horizontal flotando entre cirrus, cielo y estío que ahora cede al encantamiento del vacío, ablución del espíritu que se explaya en la sospecha, mirada indiferente de ojos azules, orilla que se adentra entre columnas arboladas, densas y uniformes. Me atrae el paso lejano, pero escapo, preciso que estoy cerca del fin del mundo. Mañana atravesaremos en diagonal la Patagonia entre dos dilataciones paralelas, pie de cordillera y océano. Ulular de corrientes, torbellino originado en árida dilatación, desolación, estancias lejanas que se debaten entre agitación incesante, aspas de molinos de viento, vegetación domesticada en apriscos, ventisqueros de medio día que se estrellan en el parabrisas, bamboleo que reta la precariedad mecánica de la corrección del Citroën que Horacio eludirá con éxito hasta anclar la tienda en playa ajena de Comodoro Rivadavia que, por mandamiento mayor de la estética de la aventura, enajenará la alucinación de lo inadvertido: una pleamar cosquillea mis pies, obliga a tomar posiciones en la costanera dando fin a la ilusión entre olvido y aviso de contemplar la mar de madrugada. Y, la respuesta diligente en común, objeto de la frustración en el destino: avanzar con el programa hasta llegar al bosque petrificado de Santa Cruz como asiento de la imaginación en el centro preciso del reinado de Eolo. Ímpetu afirmado en la devastación rojiza de la contextura pétrea de titanes caídos que resisten a ser vencidos por la tragedia de la hecatombe hasta regresar. Inevitable establecer la estación del tren al buen estilo del modelo británico que llegó una vez a Jaramillo entre apuesta y proyecto erigido en el medio de siete cuadras y una cárcel con seis celdas sin estrenar tan siquiera con detenciones culposas que alberga una estancia ofrecida por un intendente de trámite; resguardada, difusa circunstancia del clamor del viento que disgregó con diligencia los disparos de los fusilamientos de opresión a la primera rebelión y es, de nuevo, una inesperada noche de largo en colchón pajizo y un alba que se ofrece entre trinos extraviados al fin del mundo.
Asciendo apresurado por la rusticidad de la escalera, eximido de los ojos de iluminación imposible del bosque. La mesa está puesta en exquisita ascesis: flor de cordillera agitada a la vista, mantel de madera labrada, bife, costillar al punto y el tole tole familiar del motor del Citroën aprestado en prolijidad por su propietario; mascarón de proa, trompa achatada y rugosa, mirando a Comodoro. Otra tarde que se oculta en lentitud después de las labores de purificación, orden y conversación circunscrita al detalle del arreglo, su costo y un mañana. Escuchamos a Horacio en monólogo, desliza una mano con afectación por la calvicie incipiente y blanca. Dispersión de colores, fraccionamiento tenue y variable, difusión constante antes de perderse entre tinieblas. Noche, Marta interrumpe, repite la sentencia pronunciada al inicio, allá en Azul, en el primer almuerzo de milanesa, fritas, ensalada mixta y vino con soda: “Lo que vos perseguís, en vos mismo muere”. Quizás lo describió Saintex, Vuelo Nocturno, entre preguntas, aeropuerto, correo de la Patagonia perdida entre avatares concluyentes de la tormenta.
Te veré al amanecer
Despierto, conciencia atenta, estremecimiento súbito y liviano que mueve la tienda, brisa que arrulla y es escucha, invitación a cerrarla de nuevo. Doy vuelta, el saco de dormir hace las veces de almohada, desplaza el despabilo, se actualiza y sabe que estoy del lado contrario al contorno que congrega fracciones de la presencia laboriosa, incesante, ligera, aglomerada de la periferia promiscua del sueño posterior a la vigilia. Imágenes asociadas a la oscilación constante de las olas de la creciente que se acerca y se retira de los médanos. Me levanto. Salgo y el aura revela a media luz la línea lejana, infinita, extraviada en la extensión interrumpida por una tonada, lontananza y silueta de pescadores en el malecón. Me desplazo restableciendo el camino de arenas humedecidas, la marea vuelve a deslavar prontamente las huellas, se aleja, deposita la naturalidad de un largo de algas de extravío que constato en el avance con una indumentaria mínima tolerada desde el mínimo del pudor y la costumbre. Destino inmediato, tentativa renovada de moldearse en la delicada y sugerida comunión con el equilibrio atribuido a la admiración, propuesta de universo precisado entre el firmamento uniforme de la coloratura. Enajenación, oficio propio de la inmensidad, instante conculcado por la memoria que se abstrae de improviso, impone la inmediatez de lo trivial. Vecindades, precisiones privativas de los hechos. Y, las preguntas de viajero de despedidas que desafecta el contrapunto, lo buscado y lo encontrado, fuga hacia adelante.
La réplica se hace inmediata, recorre, se precisa en el punto que hace tránsito al territorio de lo indefinido: especulación, hipótesis e interpretaciones desfallecidas en imposición que interviene, actualiza la duna estacionada en una playa de Miramar donde quedó atrás la locuacidad centrada en las ambiciones de Horacio, silencio prolongado de arrestos contenidos, ansia juvenil y soñadora de Marta. Tuyo y mío, lo que fue nuestro, ausencia de incordios, me corresponde la carpa, mi alijo exclusivo y un lugar transitorio en parada posterior al inicio de la ruta final que diluirá el regreso a Buenos Aires, será el disgregue del relato que bordea fronteras aparentes.
La playa queda atrás, doy vuelta, me adentro en el malecón hasta detenerme a la escucha del sonido apaciguado de la alborada. “¡La mierda!, mordió, pero se llevó la carnada”, exclamó el pescador, escucho seguido el sonido ligero del carrete que obedece a la firmeza de la mano recogida en el nylon hasta que el anzuelo se bambolea a la intemperie, espera de la acción reparadora del aficionado. Del lado contrario, tres pescadores estimulan la espera del éxito, me siento en la banca, miro si hay un más allá del infinito. Valoro la intrepidez de las columnas que sostienen el puerto, soportan con determinación el oleaje que afirma su tarea. Entonces los albores imprecisos remiten a velámenes, aparejos, travesía de navegantes instalados en la irreverencia, intuición insoslayable del hallazgo de los centros de certeza legendaria orientados por el movimiento secular del firmamento, coordenadas y, el sextante de Magallanes en cubierta. Tesoros que hoy son expediciones al intercambio cierto entre almas absorbidas por reinos de fatiga e ilusión. La aurora subyuga la sed momentánea de existir, sustancia lejana y próxima, corriente que aspira, equilibrio que no desecha el instante próximo a un término de vibración irrepetible.
La certeza del momento: no me extenderé en la playa hasta ver pasar un sin tiempo que moldea la intención de forzar al bochorno, furor de oleaje salobre, gota que se desliza por
mi cuerpo e iniciar un cambio de fisonomía, obviar debates y conciliaciones de la próxima pitanza, encuentros, flirteos, gozo, movimiento rítmico en la noche. Bastará una actividad que congregue lo simbólico, tentación, ansia de inspiración en la obtención de una casa común presentida en el suceso existencial.
Entonces y ahora, el correntino se llama Manuel y Elsa, su esposa. Está de espaldas al fondo de su departamento de la planta baja del edificio. En la pared medianera, la parrilla empotrada a la pared, Elsa celebra el afecto con beso sonoro en la mejilla, sonrisa e invitación a seguir, me acompaña hasta el fondo. Manuel se da vuelta, saludo de mano, continúa el oficio mayor del parrillero: el rescoldo. Carbón porque hallar un trozo de ñandubay en Capital es obra de romanos. A falta de él, es necesario avanzar con el proyecto dominical así sea traspasando en zig zag la frontera de la heterodoxia. En la mesa lateral, espera pasiva de las achuras, chorizos, morcilla, vacío, bife angosto y queso provolone. El asado de tira quedará para próxima ocasión, dice, en cuanto avanza la actividad con mate que Elsa le acerca, prueban juntos, me ofrecen.
–Ya casi inicio, mirá, vamos a ir picando chorizos, morcilla y achuras, dice. Tenés el privilegio de llegar primero, si los demás demoran, se lo pierden.
La intención de participar activamente no prospera. Manuel responde que soy invitado, categoría dicha en tono de hombre mayor que da a entender con respuesta abreviada, el ser invitado tiene estatus distinto al de ser vecino. Honor de despedida que Elsa interrumpe con el ofrecimiento de un Fernet, apuro mate con ellos. El calor de la parrilla al punto, Manuel revuelve la base del rescoldo, distribuye en el asiento el gris de la evidencia, suena el timbre, Elsa acude, llegan los próximos tres invitados, descorcha una botella de vino mendocino, el aroma revela la animación del diablillo de la primera botella. El asado marcha conducido por la conversación alrededor. Ahora se asocian Cacho, Belén y José, su hijo. Afuera se ha consolidado un profundo cercano de nubes bajas. Humedad propagada por los vericuetos del conglomerado inagotable de la ciudad, percibido de igual manera en el efecto coercitivo del movimiento de las coyunturas y, es el primer sorbo de vino que lo aleja para librar el ánimo que se presenta en cercanía y es coloquio que se adelanta raudo entre pesadumbres del extrañamiento, encerramiento cargado de todas las razones posibles, extravío de los cálculos iniciales de permanencia, razones económicas, militancia del desorden peronista al que la dictadura asienta la bota. Manuel se juramenta como radical, Cacho frunce el ceño cuando se nombra la maniobra del Renunciamiento de Evita como ilusión disipada del justicialismo, la CGT, la cercanía con Rucci pero Manuel reclama como propio el pacto con Frondizi, tan correntino como San Martín. El chorizo ahora es choripán, otro trago de vino, provolone y orégano que se disolverían en el paladar anónimo de cualquier tierra lejana, morcilla al plato y, las achuras esperan el mejor punto. El vino baña el asado, pero ya no son los milicos que tumbaron a Frondizi y a Perón sino la extensión enaltecida, ebriedad del aire libre del litoral, picazón en las entresijos, agua turbia y la correntada/ que baja hermosa por su barrosa profundidad, fragancia donde el cielo remonta el vuelo en el Paraná que resbala sin orillas de Ituzaingó a Itatí para precipitarse holgadamente rumbo al delta. Pero es propósito sereno y firme peregrinar a Mercedes, a lo del Gauchito Gil, para solicitar el favor del regreso.
Evocación de tono mayor descarriada en el sin término de las llanadas, manadas de ganado, caballada entre bosques de coníferas y la parada: apearse del penco, fragmento en neblina de cualquier estancia para un asado al descubierto. Sí, allí se habla siempre de la República de Corrientes, conjugación a secas de la austeridad, mesura, volar de aves, ñandúes, carpinchos, corzuelas, jacarés y el jaguareté que pasea el instinto de recuperar una dominación suplantada. Murmullo impreciso, cercanía impenetrable, proximidad de Cacho y Manuel, trato existencial que, liado saber de lo guaraní con lo correntino, es adjetivo aprendido en el instante después de alejarse de la niñez bordeando el río en la costanera, internarse en lejanía de campos, aventuras reiteradas de pesca a orillas bajas y cenagosas de la desembocadura del Paraguay. Sueño que alzo la proa y subo a la luna en la canoa/ Y allí descansa, hecha un remanso mi propia piel.
Rumores de mínima comprensión de guaraní contra el lunfardo rastrean los muros del edificio. Lo preciso por disipado en la protesta amable del vecindario: imprecación declamatoria, solicitud de acción cierta de retorno con géneros del regusto por el asado.
Ánimo desorientado, raíces ajenas, perseverancia en el ahora que trasciende la limitación de los metros de un patio colectivo de uso exclusivo que Elsa barre en el refunfuño cotidiano – congregación entre escoba y recogedor–, miserias que llueven sordamente de las alturas que ella esfuerza ahora en dejar de lado en los compases iniciales de acordeón y guitarra versada en chamamé. Chamameceros, ¡Sapucai!: elevación dócil de las puntas de los pies sobre el embaldosado, vuelo de falda, ave desplazada al compás, me adhiero a las formas del movimiento, medida de vista que reanima, lugares actualizados en lo interior: contorno de agua, extensiones innúmeras, lucero de horizonte, ausencia, hálito entrelazado entre baile y parrilla en el rebase del afecto condicionado por lo urbano.
La conmoción se sustrae del instante, el sentimiento esclarece un revuelo en fantasía que transporta una bandada de luciérnagas que la distancia facilita a la imaginación prestada del partido del viento, que apaga los fuegos pequeños, pero enciende aquellos grandes. Asiento del desarraigo, constatación del estar de más afirmado en lo racional como escapatoria, levantamiento continuo de la cartografía de la pérdida que reinicia la afirmación de los encuentros: fulgor ojiazul, fragmento de mirada disipada en casualidad, rasgo en desparpajo albergado en el tránsito solícito de una silueta menuda, cabellos de avellana, manos al aire señalando lo irrebatible ante los hechos de cualquier escenario, rostro del ardor debatido entre ternura y severidad, escucha, sonido generoso, fantasía en vecindad, remisión a mundos lejanos e idealizados. Duda, ¿rechazo o recomienzo? Encuentro, desencuentro: ir y venir del movimiento, indecisión del latido, recordación inconmovible. Y, la atracción indefinible, voluntad vencida, atrapada en el beso, – damasco lleno de miel–, admiración que trasciende el mundo entero: ¡qué herida la de tu boca!, desnuda indiferencia dispersa en calles, cafés, adoquines, comercios, parques, búsqueda en la dirección de la cita frustrada, tren de lo cotidiano, tiempo y destiempo, muerte y resurrección en noches de luna sin espejos instalado en la región traslúcida del corazón.
Claudicación, escena sin ambiciones. ¿Centro o equidistancia? Fuego primitivo, imposición comprometida, rechazo del argumento de un nuevo latido tembloroso. Idioma
Te veré al amanecer
de infancia, secreto entre los dos; me duele si me quedo/ pero me muero si me voy, lágrima escondida asociada a la tonada del chamamé, acallada charla que se declara en retirada y es palabra remota mecida a la orilla de la evocación de un quisiera volverte a ver, /sé que no vuelve más. Significado recóndito de lo ancho y negro del olvido.
La nostalgia es ángel de memoria imperceptible, enaltece verdades, actualiza la orientación del fato, otorga identidades, contradice el olvido, estimula la escucha, se presenta en Días que te lleva la melancolía / y hasta tarde no te deja, / (…) rezo y pienso para mí que también lo intentamos con Dios, / nunca se sabe. Y nada hay más triste / que en días como esos te recuerden la felicidad / Sabiendo que es inútil repetir/, quién sabe, / mañana será otro día, ya verás. / En uno de esos días en los que aquí veo toda mi vida de nuevo, / ¡presupuesto que nunca ha cuadrado! / Puedo decirlo todo/ que hice mi camino/pero con qué resultados/ no sabría. /No, no me ayudó experiencia y decepción, / y si prometí que no lo hago/siempre digo lo último, /perdí de nuevo, / pero mañana será otro día. / Ya verás. (…) Pero a pesar de todo no me rindo/ creyendo que podría volver aquí. Pero cuánto tiempo hace que recuerde, quién sabe que mañana es otro día, / ya verás.
He visto al viento girar en sí mismo como emanación intempestiva que se reconoce en el misterio de su origen, avanza removiendo cimientos de lo que encuentra al paso, lo cierto se extravía y el silbido es pregunta de la inutilidad que se impone como inexplicable.
El desconcierto, conmoción consolidada de la emoción, acude a una prórroga, nada de todo es lugar de lo eterno.
Flan de caramelo, entonces, es epílogo de la noche, prólogo de madrugada, destino final de una marcha a la prodigalidad. La fatiga cubre de mirada corta el torpe intento de alertar los rostros traspapelados en los vericuetos de la evocación rediviva de un acto festivo que está aclarando la espera de nuevos dones de amistad, desbordada celebración alrededor de la lumbre entre risas de la supervivencia.
Tentativa vana referirse a hechos y a entornos que, aparentemente, unos con otros no son consecuencia ni relación directa como imposición del destino. Es probable que se encuentren entrelazados o guardados en el anhelo oculto actualizado al paso lento del ascenso a una colina, presencia que se estrella con torpeza en el parabrisas del segundo piso de un ómnibus, ademán de un paisano nunca visto, pasividad profunda e inspiradora de la hora de la siesta de otros o lágrima cursi que descorre el velo de lo inalterado.
La existencia no es un listado de búsquedas inconexas, es camino a la historia juzgada como establecida, expresada en la propia narración, rechazada, a veces, retomada después de la tregua en el momento mismo cuando nadie nos ve. Espacio subvencionado que tensa el hilo determinante del mandato del qué hacer, destino nunca clausurado porque es pasado convencido de que está consolidado pero que la ausencia de perspectiva del presente es aguda manifestación de los límites, contingencia y confluencia de elementos. No se trata del entendimiento, del pensar, la memoria no existe: el cerebro recuerda lo que los músculos se esfuerzan por hallar, ni más ni menos, y el resultado es generalmente incorrecto y falso merecedor apenas del nombre de ensueño.
Sí… ¡ya! Sabés lo que sé. Tampoco te vas a molestar porque repito a William Faulkner y no a Marcel Proust, terminé de recordar cuál es la trama sempiterna de El Corsario Negro o porque omití el encuentro con Borges que no se dio, pero sí hablamos con Victoria Ocampo, conversación de trámite porque su vida era salirle al instante y, esa tarde, debía sostener una entrevista en el espacio cultural de Radio Mitre. Hasta caminamos improvisadamente, a la carrera, cuando aún había hojas coloreadas de otoño desvariando inquietas por las calles de la avenida Callao hasta tomar un taxi, encuentro que Oswaldo vio ir con cara de pocos amigos. Tomamos otro café, concluimos que debíamos seguir el trabajo hasta encontrar la expresión propia, la que Victoria propuso entre el avance nervioso de los vehículos, dedicación para alcanzar la perfección, escribir marginados de movimientos literarios en boga o del deseo de figuración. Era clara la alusión que hizo Borges a García Lorca cuando vino a Buenos Aires, hecho que Sábato citó sin aludir a aquello de que: me pareció un hombre que estaba actuando, ¿no? A que era un andaluz profesional. Lorca había hablado largamente en aquella ocasión a una personalidad muy conocida que, según aseguraba, expresaba toda la tragedia de Estados Unidos. Borges, intrigado, había querido saber a quién se refería. “Mickey Mouse”, contestaría Lorca. Tal vez la intención de Lorca había sido irritar al escritor, comprobar su reacción. Quizás sabía que Borges lo consideraba “un andaluz profesional”. Lo que está claro, en cualquier caso, es que él y Borges eran incompatibles, entre otras razones, porque ambos querían acaparar en exclusiva el escenario.
Hacerse cargo del vacío es media frustración de no haber asistido al asado en el solar de casa de sus padres en Lomas de Zamora. Visión encantada de una cabellera larga con corte a la moda, campera de cuero que se aleja de espaldas en el descenso por la boca del Subte hasta ahora a ninguna parte entre el desbalance permanente de la gran ciudad, tampoco pude regresar a dónde está.
El recuerdo atropella y es ensueño, dice Faulkner, entonces barrera segura contra el olvido, olvido ausencia y, ausencia viaje a la desolación o a la quietud, esencia contraria de la memoria y, la memoria, sustancioso patrimonio de lo propio, gozo de lo que se es. Puede ser mar Atlántico, viento, y América/ Soy un montón de cosas santas/mezclada de cosas mundanas (¿cómo te explicás?) /Cosas mundanas (¿qué le hacemos? Nada, ¿Verdad?) ¡Divina! (¿ahí?) /Fui niño, cuna, teta, pecho, manta. Más miedo, cuco, grito, llanto, raza (¿Qué pasó?) /Después se mezclaron las palabras / o se escaparon las miradas. Algo pasó, no entendí nada (…).
Hoy, como los días anteriores, me ha despertado la campana. Está oscuro. Quisiera seguir de largo bordeando la deriva de la amable duermevela de la alborada. Sin embargo, el hoc signum…, en la voz grave e insistente del H. Iturralde no es precisamente la invitación a un agradable despertar. Abro los ojos pesadamente, rescato lentamente del velo profundo del sueño, el desconcierto desperdigado entre novedad, emoción, asombro, expectativa y la incertidumbre en el futuro inmediato; sin embargo, ahora, la mirada permanece estática en el techo, la penumbra va aclarando el ángulo recto formado entre la intersección de la pared y la losa del techo: el cenit, dicen se llama este espacio que tengo enfrente, aunque, me gustaría que el cenit fuese algo vasto, natural, luminoso, sobre todo antes de la alborada. Lo recorro. Es amplio, encalado, se ilumina con los primeros destellos de luz que se debaten con la titilante precariedad de la luz eléctrica. Rechazo aceptar que quiero voltearme, arroparme de nuevo, cerrar los ojos, dar media vuelta, descansar sobre el hombro, encoger las piernas, envolverme en mí mismo; dejarme llevar de nuevo por el preámbulo de la pesadilla que sumerge los prejuicios en una profusa y difusa inconsciencia.
Por ahora, no alcanzo a intuir aún la frenética actividad que ha de iniciarse allá, delante de la cortina del cubículo. Doy media vuelta, me reacomodo, vuelvo la cobija sobre la izquierda, descubro pausadamente las vetas de la madera de la cómoda que ignoro si las detallaron quienes me antecedieron. Inadvertidamente asiento en el recuerdo los Puntos de la noche anterior, la lectura introductoria: “Uno de los medios que nos ayudará mucho para aprovechar la virtud y alcanzar la perfección será refrenar y mortificar la lengua; y, por el contrario, una de las cosas que más nos dañará e impedirá nuestro aprovechamiento será descuidarnos en esto.” ¡Uf!, propósito de difícil logro. Y… la Composición de Lugar, la imposibilidad con la que debo dejar a buen recaudo la imaginación, esa loca de casa, así como la llamó el Maestro en la plática de ayer.
Escucho el avance y el silencio contenido con los que mis vecinos van dirigidos por una inmerecida pero piadosa convicción como la de que seremos purificados al recibir resignados el espasmo irreverente del agua helada sobre nuestras humanidades. Descubro, más intuición que realidad, el amanecer entre la bruma, lo detallo en su ascensión desde el paisaje largo y estrecho del valle que inicia un recorrido al firmamento que, hoy como siempre, como todos los días desde que llegamos, permanece plomizo, envuelto en una
luminosidad sumisa a la perspectiva ambigua de la neblina que se cuela por el vacío que, desde la azotea, se desliza hasta el patio de los rosales. La percibo, también, desde el balcón de la batería de sanitarios y duchas. Un golpe helado agoniza en mi pecho medio desnudo, en tanto, espero el turno para las primeras abluciones. Igualmente que mi rodilla se ha ido interesando en la balaustrada que divide los dos ventanales de los cuartos del aseo y, ahora, pienso en la irrenunciable vocación del celaje, quizá sea un reparo, una costumbre o una simple delimitación de territorio, lo ignoro como tantas cosas, admito, sí, que tiene la particularidad de vagabundear por el altiplano haciendo de su ambición un imperio, del sigilo un llamado, de la movilidad una invitación a lo que nosotros aspiramos sea recogimiento absoluto; un imaginario interrumpido sólo por el canto esporádico y lejano del gallo que pudo graduarse de taciturno por exceso de amistades, de un vaquero parsimonioso y enfangado hasta la médula que resopla en su chicote arriando el ganado de leche que marcha gregario y paciente por el sendero que conduce al establo. Veo alejarse el rebaño con docilidad, absorto, cadencioso, disperso, cubriendo con sus moles lo ancho del camino salpicado y contenido. En tanto, el rocío de la aurora permanece contemplándose en sus cristales, entre la hierba, solicita la presencia de un sol irresoluto que deberá ir encendiendo el brillo de los ventanales que dan a los jardines exteriores para ir entregando, por cuotas, una impalpable tibieza cuando, con solicitud y luminosidad, encienda el costado derecho del edificio cuyo frontispicio se levanta arrogante y ambicioso –fortaleza extemporánea e inexpugnable– que otea el último sur.
Ahora no percibo la prisa ni el movimiento, la carraspera ni los errores somnolientos que se expresan en apresuramiento, sonora caída de objetos, lamentos quedos e interrumpidos. Únicamente pasos cautos que confirman la intención de dejar seguir de largo la quietud.
Estoy de nuevo conmigo. Me reclino diligente sobre el escritorio, me arrodillo en el por lo menos, tomo la cabeza entre las manos. Empiezo. Una bocanada de viento frío irrumpe de nuevo la ventana que el H. Ramírez ha abierto, consultando presuntamente, la anuencia de sus compañeros de dormitorio.
Atarme al péndulo de mi esfuerzo. Va, viene, regresa del recuerdo al anhelo, de las originarias frustraciones a la anarquía del deber ser; del camino trazado, de la decisión prematura al desborde de mis ambiciones; del amplio espacio de todos los intentos a aquello que quiero conocer, tentar, transigir, disculpar, escuchar, amar. Todo converge y es la duda la que examino en la extraña e indefinible sensación del deseo de acertar, de saberlo todo de inmediato, de apropiarlo. Imposible, se aleja. Vuelve: afuera todo es incierto, frágil, inseguro, postergado, figurado. Entonces ingreso, de nuevo, insisto en lo que tengo por seguro: yo.
Lunes
–Abran sus libros en la página siete del Libro de las Constituciones, dijo el Maestro.
La sesión se dio inicio en el Salón de Reglas. El sonido del paso de las hojas del libro, impresas en color negro y en un papel delgadísimo con letras minúsculas y apeñuscadas, compitieron con el aleteo nutrido de un moscardón aturdido. Eran las tres en punto de la tarde. A partir del momento, su voz se escuchó en todo el amplio recinto ocupado por mesas
alineadas en estricto orden de a dos en dos, interrumpidas por un espacio intermedio, cada una con asientos para tres, iluminadas por la luz del sol de la tarde que fue ingresando, sin permiso ahora, por los amplios ventanales que invitaban a la dispersión. Más allá, el patio de sábanas extendidas tentaba el gusto de perderme entre un ocaso prematuro y los caminos en dispersión que conducen a los campos.
El salón quedaba a mano derecha bajando por las escaleras principales del ala oeste del edificio, en el segundo piso. Todos descendíamos de los cubículos con cinco minutos de antelación, luego de la sindicación alevosa de un timbre que anunciaba el inicio de cada reunión. Enfrente de las escaleras, enseguida del amplio corredor de baldosas uniformes, brillantes, fraguadas con adornos y florituras de colores combinados, sobriedad en el medio de figuras geométricas elementales, estaba el Refectorio, igualmente, con mesas alargadas pero ubicadas en U, impecables manteles blancos pero bastos y el púlpito para las lecturas que se llevaban a cabo, por turnos individuales, durante las comidas de “primera y segunda mesa”. Dos puertas: una de entrada y otra de salida por la que ingresaban los alimentos que venían de la cocina por el corredor en un coche de rodachines diseñado austeramente para tal fin. En la plataforma de encima se transportaban los alimentos de venida y se utilizaba para regresar la loza y los cubiertos a la cocina, los “fregaderos” de platos y de ollas, situados en el corazón mismo del segundo piso del edificio.
El refectorio, así como el Salón de Juegos– también de reuniones informales y de relatos de visitantes que pasaban a narrar experiencias–, era vecino del ala norte y miraba a las afueras. Por aquellos ventanales de perfiles de hierro alargados, despojados de cortinas, seccionados por pequeños vidrios ajustados con masilla, uno podía distraer la vista por las canchas deportivas, los senderos empedrados, bosques, pinares, quietes… y, presentir así, las futuras extenuantes caminatas, aventuras incitadas con la misma ansia de experimentar y saber lo que ocurriría en lo que quedaba de la propiedad que, por su extensión y mi candidez, estimulaba la imaginación de tener linderos indefinibles.
La norma, en términos generales y precisos, salvo necesidades apremiantes, era la de guardar silencio durante todo el día. Los permisos para el diálogo quedaban generalmente establecidos para después de las comidas: almuerzo y cena. De acuerdo con la distribución publicada en la cartelera del tercer piso, enseguida del cuarto del bedel de turno, uno tenía permiso para conversar únicamente con los de una terna asignada por él. La terna también podía ser cuaterna o bina, de acuerdo con la disponibilidad matemática de los existentes y se debía caminar unos para atrás, otro u otros para adelante, alrededor del amplio corredor en la noche o, después del almuerzo, salir a los jardines contiguos, cuando no llovía. El tiempo de diálogo solía estar cercano a los cuarenta o cincuenta minutos mientras se desarrollaban, diligentemente, los recurrentes oficios de limpieza de los utensilios del Refectorio y del condumio. En la noche se caminaba del Salón de Reglas a la Peluquería, de allí al Salón de Oficios Manuales, pasando por los salones de clase y por el ala oeste del edificio que colindaba con el tradicional Salón de Actos, cuyas paredes se erigían adustas y robustas que, desde sus cimientos, reafirmaban la solidez al pasar por la capilla doméstica, hasta terminar en la azotea.
Así, nuestras actividades de socialización, salvo excepciones, se cumplían, en su mayoría, entre el primero y segundo pisos. Por lo demás: estudio, trabajo manual, reflexión, oración, descanso, entre el tercero y cuarto pisos, incluida la amplia azotea, desde donde se apreciaba, por los cuatro costados, el seductor horizonte andino: un estrecho valle en cuyo centro reposaba el poblado y, en ella, la presunción idealizada de la simplicidad de los atávicos habitantes. La vista se topaba en ocasiones con algunas copas de árboles añosos y exóticos, con un firmamento cuajado de estrellas en cualquier enero con los caminos accidentados, sugestivos y polvorientos…
Y, en el extremo norte del ala izquierda, mejor dicho, en el cuarto piso del espacio donde discurría nuestra vida, el silencio se hacía súplica, encuentro o desencuentro, dolor, titubeo, adoración, consolación, queja, abatimiento, contención de la inseguridad y de la incertidumbre: la sobria capilla de la semioscuridad, la de la Virgen de las puertas siempre abiertas. Allí, la liturgia romana, compendio y representación de gran parte de la historia occidental, tal y como lo entendería después, pervivía milagrosamente en medio de una terca jactancia, manteniéndose en la imperturbable severidad de las renuncias, los secretos, navegando en el medio de los siglos, las realidades de espacios nuevos apropiados por la especie humana occidental. Inmodificable tradición de penumbra, gestualidad, ornamentos, inciensos, cirios, lecturas: condición explícita para los significados, implícita para los significantes, supuestos básicos, dogmas, paradigmas de virtud, enajenación, bondad y contradicción. Todo allí en la síntesis densa y sabia de la palabra.
A contramano, sí. Me distraigo de nuevo, no capto mucho su explicación. Me pierdo en el Proemio. La voz del Maestro vuelve y retorna con la …ley interior de la caridad y amor que el Espíritu Santo escribe e imprime en los corazones ha de ayudar para ello, pero todavía porque la suave disposición de la Divina Providencia pide cooperación de sus criaturas, y porque así lo ordena el Vicario de Cristo, nuestro Señor… tenemos por necesario se escriban Constituciones que ayuden al proceder conforme a nuestro Instituto en la vía comenzada del divino servicio.
Y luego, el implacable, simple e ingenuo, … nec nominetur in vobis, en contra de una compleja certeza, característica de la disponibilidad u obediencia ciega: como bastón de hombre viejo, per inde ac cadaver, el arraigo y la vocación de permanencia en una pobreza elegida y observada en lo personal, sin tantas limitaciones en lo colectivo. Todo esto para el servicio de Dios, nuestro Señor.
Me disperso pero en el todo amar y servir encuentro una posibilidad de libertad… sí, sin embargo, debería ser sin los impedimentos ni limitaciones, sin las interpretaciones ni los dogmas; tampoco de los procedimientos subjetivos: impuestos códigos tácitos de los vicarios, la organización y de sus elegidos. No al extra Ecclesia nulla salus. Mejor allá, navegando a la deriva, en la corriente amplia de las incitaciones del age quod agis…, del hic et nunc, de la responsabilidad para con una existencia moldeable entre las manos. Con la ley interior como efluvio de aromas inspirados, volar, interpretar en libertad antiguas claves universales. Hallar, en el único arraigo contradictorio de la disponibilidad y encontrar un lugar a donde nadie quiera ir con el propósito de dejarse llevar como la tropelía del agua que, al fluir, transforma
en inusitados e irredentos caudales, torrentes, saltos, ríos ancestrales, remansos de admiración que encuentro al paso de la mirada de todo aquello, pero requiero urgente descifrar.
Martes
Ignoro si la simetría del claustro es copia fiel de otros edificios de la misma institución que han sido traídos de la Europa Hispana. Creo, sin embargo, que, por sus características transcendentales, es una propuesta colectiva para crear un ambiente de seguridad en el rigor, firmeza con los acordes de la esencia misma del inagotable mundo de la formación, aprendizaje, fidelidad en la propagación de un legado y la escucha diligente y clara de un llamado.
Lo cierto es que, una vez me hice a los recovecos del ala en donde se desarrollaban nuestras actividades cotidianas, la edificación, dentro de su lógica, no es impredecible. Tampoco lo era la estricta distribución del tiempo que se establecía sin ninguna variación, con la suficiente predicción, consistencia y dirección para lograr encauzar interiormente los minutos de ocio que uno podría llegar a desear.
Con todo, algunas diferencias se encontraban en los eventos que imponían las constituciones y las tradiciones. Ellas, por supuesto, se deberían desarrollar inmersas en una particular concepción del tiempo: restringir los espacios a la inactividad. Total, las expectativas conducen a la imaginación, ella excluye las dificultades, la realidad se encarga de sepultarlas.
Así, de la levantada al corredor, por donde quisiera tomarlo, me encontraba una escalera por donde descendía siempre presto.
Y aquí voy, de nuevo, camino de la montaña.
El barrunto atraviesa el aire plomizo que segrega el sendero del bosque y el pináculo de la montaña. Un viento calmo ahuyenta el silencio, se dilata meciendo las copas de los árboles; la fuerza de la compañía de mis amigos es la que asciende con pasos regulados al firmamento entre sombras matinales que cubren el descampado, la cartografía del rocío es de cristales, se dibuja en los matorrales y los pasajes que se pierden en la espesura de los sembrados. Me disipo entre ellos como a tientas, perseguido por mí mismo: de las canchas deportivas, a la gruta de la Virgen, piscina, establo y, de nuevo, al campo interminable e inclinado. Resuello. Diástole y sístole apuradas y, allá, en la cima, descubro inopinadamente, el anchuroso añil del firmamento. Abajo, la neblina se asienta en el valle del que sobresalen los picos mayores negando a la vista los pormenores de la población. Se asigna para sí el paisaje como si la serenidad sentida fuera encubrimiento.
Pisadas amontonadas, unas encima de las otras. La ruta, ahora, se ha profundizado llenándose de vericuetos, duplicando la calzada: a veces, por la caprichosa comodidad del instinto de las caravanas, otra por el sin sentido de las ilusiones amarillentas e insinuadas en la acción advertida y evidente de la escorrentía. Claro, la urgencia del caminante está puesta en el destino.
Y, en el espacio abierto, el punto de llegada; en el deambular impulsado por el poder seguro de la tradición que prorrumpe del tiempo, con voz agitada como garantía para
estrechar la destreza de la experiencia, en apariencia, infalible e irrevocable, probada en otras cementeras y otras gentes.
Así, del camino de herradura al carreteable. Del paso urgente y sigiloso, a la cautela en las inclinaciones abruptas, a los verdes elementales y ordenados cultivos de hortalizas, al humeante despertar de los montaraces, a los rostros del cobre impenetrable que avisa y se esfuma entre las ventanas de madera. En tanto y, de nuevo, la neblina se desliza entre los esqueletos de maíz, los parapetos de bahareque, las yuntas de bueyes agitados y parsimoniosos que roturan y revierten el suelo con el impulso de la usanza entre el revoltijo de los gérmenes de la tierra y, al llegar, los habitantes conspicuos de la plaza impecable del caserío en lo más bajo del valle intermedio.
En la plaza, la capilla.
En la capilla: muros anchurosos, artesonado de vigas conjugadas en pretérito estético, cortado a plomo por el avezado, pulsado y ancestral trocero. Tragaluces en lo alto, apenas insinuados hasta hacer descender la mirada luminosa en el altar. Atrás, la reliquia de María, imaginada en el lienzo, requerida desde el apremiante lugar donde se fraguan los afectos, se radican las carencias, se ofrecen las renuncias. Ella, en tanto, muda, silenciosa, vislumbrando una nueva epifanía, una tácita entrega de valor sin la exigencia propia de lo masculino. Impulso interior e individual para los caminos, orientación para lo que se va tropezando, como cuando llegó la vacilación y el aliento de los antiguos pioneros en el descansillo del qué hacer, antes de ingresar a los vastos territorios ignorados.
Y, al regreso: descubrimiento, admiración, fatiga; la vegetación hirsuta, extraviada en el corazón mismo de los Andes, en la aridez avivada por la urgente supervivencia. Regresamos, entonces, la palabra es locuaz, alienta la complicidad sin conjuro de la hermandad que, para siempre, hace corto el camino y la expectación clara.
Noche en vela. Las volteretas en el catre adusto porque mañana es el inicio de la prueba cardinal, la de la antesala, quizá, desde todo el año anterior, desde cuando nos admitieron. Serán cinco semanas repartidas en ciclos que suman cinco, de acuerdo con la dinámica de la propuesta esencial, absoluto silencio, con el único acompañamiento del Maestro, tutoría cercana que indicará una ruta similar a la de la experiencia indeleble e inefable del fundador… ingreso.
Primera semana. ¿Qué expío? No encuentro en mi pasado cualquier afección desordenada, pecados que llaman. Esculco sin éxito en mi interior. ¿Por qué insistirán tanto en la muerte? Estará presente siempre pero la imaginación toma de nuevo los desvíos y son paisajes, cascadas, torrenteras, pinares verdes agrupados y enfilados; la voz prudente e idealista de padre y madre firme, hermanos lejanos: sombras que divagan, sombras envueltas entre tules de lejanía, se acercan, vienen también como el rumor de las corrientes, chapuzones en los ríos de la infancia, coloreadas y ancestrales peregrinaciones, extenuantes zambullidas en el medio de la floresta tropical surcada por turpiales: selvatiquez, aventura entre trigales y las voces relato del maizal. Lectura de bucaneros, rumores y voces adolescentes inquietas en tierras de soles cortos y competidores esforzados entre radios de bicicletas; extensos ensayos, cantares elementales y la monotonía de clases al mediodía entre álgebra, historia, latín.
Rómulo y Remo, Cayo Julio César y los dictadores, el Rapto de las Sabinas, los emperadores y Mil Noches y una noche. Este es mi pasado.
¿Dónde estoy? Hago oración, pido luces… ¡pucha!, debo estar arrepintiéndome, pero de qué si intuyo que soy un autor de nostalgias…Y la vida de la Imitación de Cristo… El Sermón del Monte, José y María, y un chillido agudo de aves matinales que no ciegan ni hilan, pero acuden a las tentaciones de Jesús, el Nazareno. Además, ahora pienso en el demonio. ¿Quién es? ¿Con quién debo batirme el resto de mis días? El demonio, encarnación del mal, pero ¿qué es el mal? ¿Una inconsciencia que se manifiesta en culpa? Me dirán: es la concupiscencia. ¿Qué es la concupiscencia? Lo que me impide ser ángel, es decir, lo irreal o lo que no deja seguir por los preceptos morales de la propuesta religiosa. La respuesta se pierde. Encuentro, por la insistencia del libro rector o inspirador o por las palabras del Maestro, que la vida es la lucha contra Mefisto y sus tentaciones. ¿Cómo se manifiesta? Lo ignoro, pero dicen que es tan sutil, que está en todas partes. Si lo está, entonces, es un dios, igual que el bondadoso, omnipresente, omnisapiente… Sí, ya sé que se manifiesta en múltiples formas, según dice el libro orientador, para ello es necesario hacer un discernimiento permanente. La ejercitación de por vida alguien como el que, aún no halla lo que desea, ansí como lágrimas, consolaciones, etc. muchas veces aprovecha hacer mudanza en el comer, en el dormir y en otros modos de hacer penitencia, de manera que nos mudemos haciendo dos o tres días de penitencia y otros dos o tres no; porque a algunos conviene más hacer penitencia a otros no; y también porque a veces dexamos de hacer penitencia por el amor sensual y por juicio erróneo, que el subjecto humano no podrá tolerar sin notable enfermedad…
Consolación, desolación, depresión o euforia, paz, felicidad, fidelidad, alegría o llanto, salud o enfermedad. ¡Todo a la vez! ¡Vaya aprieto! Se dice que son los extremos de la dialéctica de la vida. De todo esto, dicen, hay que escuchar la voz de lo que se quiere, poner los medios para conseguirlo. En ese `se busca´ y que asoma en el consuelo del tomar decisiones que se van afirmando en su momento, que siempre debe estar en la disposición de acoger la decisión del día anterior. Debo, entonces, saber lo que quiero y poner los medios para ello.
¡Encontraré algún día la cara del demonio! ¿Cómo aparecerá? ¿Cuáles serán sus manifestaciones? Lo ignoro, pero me resisto a creer que no sea visible. Entonces es cuando desecho la posibilidad de imaginarlo. La imaginación lleva a la aprehensión, la aprehensión a tener supuestos irreales. Casi siempre las cosas aparecen inusitadamente. Uno cree no poder descubrirlas, pero, no lo entiendo mucho. El Autor– Fundador se lo imagina en su trono de fuego y humo, Belcebú disfrazado de animal, de consolación circunstancial, de desolación permanente, de mujer o de uno mismo. Y si Dios habla en mi interior, ¿cómo discernir lo que Él quiere de mí? Tanto tiempo para decidir lo que se debe hacer a diario, en tanto otros toman decisiones por mí, entre ellos, la Santa Iglesia. Cómo sentir con la Iglesia si está alejada de los preceptos evangélicos. Es más fácil que entre un rico por el ojo de una aguja que en el reino de los cielos. Miles de justificaciones para prolongar los tesoros arquitectónicos, artísticos. La Iglesia de los pobres, su opción preferencial en el principio de los tiempos se convierte en el
rico Epulón, Giovanni Antonio Fracchinetti, o Clemente XI o Inocencio VII, en los Estados Pontificios, en los contubernios y maquinaciones de Felipe II, Alejandro Farnesio, el Cardenal Richelieu o Monseñor Uribe Urdaneta.
Yo, entusiasta anónimo en la Institución, en una Orden excelsa que descubre en sí misma los signos de los tiempos como en las Reducciones del Paraguay y que, a la vez, siente la Iglesia. Que Dios habla en mi interior, rige mi conciencia. Intento elegir, discernir lo que debo hacer, pongo los medios para los mismos y otros aprietan la marcha hacia lugares diferentes. La contradicción es manifiesta, paradoja clara como, el morir para vivir del misterio pascual. Cuarta semana.
Quinta semana: Jesús de Nazaret: resurrexit sicut dixit…Gaudeamus igitur/ iuvenes dum sumus. Deo gratias. Aleluya. Hemos terminado. Nos espera un día de animación y compañía.
Miércoles
–Tal vez no te acordás. Vos tenés una extensa laguna de olvido. Te ayudo. Después del 8 de diciembre empezamos a ensayar los cánticos de Navidad.
–Claro, hagamos memoria.
–¿Por dónde comenzar? Mirá…, vos estabas primero reclutando voces para llenar entre los que llegamos nuevos, sobre todo las graves… Claro, nosotros ya nos conocíamos mucho antes de entrar. La mayoría teníamos voz de tenores, tiples o barítonos, estábamos finalizando la adolescencia, ¡qué sé yo!, uno cambia, pero los bajos se hacían para parecer mayores… casi siempre eran tarros.
–Pues claro, respondió Luis Hache, ¡ah!, cuadrar cuatro voces era bien complicado, además pocos sabían solfear. Lo mismo daba bemol que una redonda, una corchea que una semicorchea, leer partitura ni soñar, fusas, semifusas… un calderón… menos y mientras tanto yo ya tenía escritas mis canciones, dominaba muchas cosas, mejor dicho, un pentagrama no me embestía. Por eso resolvimos, para aquella Navidad, realizar presentaciones sin mucho conflicto. Algo lineal, coros, algo que pudiera llevarnos con el oído a la melodía, que fuera sonora, que llenara los espacios, casi que intuitivamente: El Coro de los Martillos, Rondó a la turca, De Gigantes y Cabezudos… (…) tras larga ausencia, con qué placer te miro, en tus orillas tan sólo yo respiro(…) tarareó Va pensiero.
–O de Los Gavilanes, continuó, (…) palomita, palomita, cuidado con el ladrón (…) o no sé si te acordás de: Vecchio scarpone, quanto tempo è passato, quanti ricordi mi fai vivere tu (…). Conformar un coro con todo esto de novedad, rapidez, sin tiempo para ensayar…fue difícil para ese momento. No dormía bien. Después del gran silencio, revisaba las partituras con una linterna que me prestó el Maestro, me parecía que toda la noche repasaba la música y la letra. En sueños devolvía el carrete de cinta de la Grundig. Es que la música siempre es disciplina, ensayo, repetición. No había con quién conformar el coro de nuevo, los otros, las mejores voces habían ya pasado a los estudios siguientes; mejor dicho, al frente, pero ni modo…lo sabés perfectamente: separación de clases
–Claro pero también la música es exultación, paciencia, amistad, dije dando un giro a la conversación en el intento de no continuar circulando en lo meramente anecdótico, aunque lo importante era copar el tiempo antes de las cinco de la tarde.
La puerta de la confitería dio media vuelta. Volvió a su puesto describiendo un abanico aplaudiendo el ingreso de un par de chicas. Desfilaron enfrente nuestro sonrientes y arrogantes, con el regocijo de la consabida interrupción laboral, reclamando miradas para con la belleza recién librada. Pasaron al pie de la mesa. Los cuatro ojos se desviaron, volvieron a su lugar cuando se supieron descubiertos al chocar, fugazmente, ojos contra ojos, celestes unos, oscuros los otros. Entonces, Luis Hache continuó:
–Creo que entendés lo fundamental que para mí es el canto. Ahora mismo estoy aquí en un concurso de coros…nos fue muy bien. El teatro es estupendo… para explorar nuevas fuentes de inspiración, tocar la guitarra, concentrarme, elevarme. Esta es mi verdadera vocación. Desde aquella época lo entendí, me costó un poco de trabajo, pero lo acepté, aún a pesar de lo renegado que soy de mi pasado. Teníamos todo a la disposición: tiempo, dedicación, deseo, juventud, voz, oído, maestros, alegría, ensoñación… Los profesores de música insisten ahora– ¡vaya descubrimiento! –, que el oído bien educado desde niño es lo más importante. La tesitura de la voz se va moldeando desde los primeros años y allí es donde aparece, entonces, el maestro para descubrir esa voz, cuál va o qué no va. Particularmente, yo estoy dedicado a todo aquello que tenga que ver con la interpretación, aunque bien metido en esto, no dejo de tener la posibilidad de componer. Sin embargo, ahora, con tanto programa de computador, es probable que sea mucho más fácil hacer música comercial y que las tonadillas radiales sean dictadas por la tecnología. No me asusta. En definitiva, la música es algo inherente a los seres humanos. Nace el Rock, por ejemplo, y mirá, casi no tiene ninguna melodía, es sólo ritmo, no hay mesura ni posibilidad de adelantar una lectura coherente de acuerdo con los cánones de la música occidental convencional, pero, ahí va…, uno habla y casi todo está escrito, inclusive allí, en el Rock, hay músicos de conservatorio…
–Sin embargo, mirá, le dije, esto tiene que ver con la sociedad; la música es uno de las manifestaciones del mundo en que se vive, expresa muchas cosas del entorno, de los cambios de vida; fija algunas veces caminos, invita a la amistad, a la solemnidad, a la solidaridad, moviliza sentimientos… –¿Que si qué?, dijo Luis Hache, en tanto apuraba otro sorbo de café. Se acomodó en la silla perdiendo la mirada en el amplio salón donde el discurso tirado en cafés precisaba sus nuevas. Hubo silencio de respiración para retomar la conversación. Nuestras miradas se cruzaron como evidenciando en nosotros el paso del tiempo. Insinuadas arrugas en la frente y en los extremos de los párpados, canas a lado y lado de la sien, nariz prominente. Sobre todo, amplias espaldas…, y la inflamación de los tejidos alrededor del estómago escondido en la mesa solo dejaba sobresalir el tronco. En tanto la calle fluía en las cotidianidades de la hora.
–Cuando estábamos allá, continuó, lo que más me distraía de las lecturas y de las otras obligaciones era cuando llegaban desde la capilla central, la capilla doméstica del coro de los mayores. ¡Ah!, ese sonido tan particular del órgano. ¡Llena los espacios! Una pieza de
Bach o Mozart me remitía a lo sublime. Retumbaba en mi interior. Ahora, romper el silencio de una ceremonia con un aria y una voz clara y de dicción perfecta realmente es algo para no olvidar… Esa capilla tenía sus problemitas de acústica…creo que en aquella época no había tantos y tan ingeniosos expertos en sonido, las cosas se iban haciendo intuitivamente, pero aferrados a la tradición, aunque, a nosotros nos parecía fantástico poder cantar allí.
–A ver, ¿cómo era esa capilla?, me pregunté mirando al techo del lugar, luego perdiendo los ojos en la calle… Estaba precisamente en medio del edificio, continué, exactamente en el centro, subía desde el segundo piso hasta la azotea, haciendo una división perfecta entre el noviciado y el juniorado. Era una imitación gótica poco feliz, mármol, eso sí, importado de Italia, pero no recuerdo si tenía cúpula, creo que el techo era parejo, a dos aguas y, terminaba con una inclinación semicircular donde convergían las ojivas que partían desde atrás del altar mayor, ¡bah!, mayor… no había sino uno. Arriba de él, en el fondo, finalizando las ojivas estaban rosetones y vitrales que ascendían desde el comienzo, y las venas de la estructura encontrándose en el ábside de la semicúpula. Jesús resucitado en el medio, todo en vitrales imitación de una realidad gótica que aplicábamos en la clase de historia del arte… Con todo, no era tan barroca, más bien sobria, aunque tenía algunos adornos ovales, inclusive en la madera noble que cubría las paredes y en la pequeña balaustrada del comulgatorio. ¡Ese excepcional olor a madera de montaña!… y de cera con canela. El ambiente siempre lo llevaba a uno a los vitrales del fondo. La luz ingresaba, a veces, por el costado derecho en la mañana y al atardecer por el costado izquierdo. Había un efecto de iluminación muy especial de acuerdo con la época del año. En ese tiempo era hermosísimo. Y las voces allí, después de ensayar y ensayar…
–¡Cómo me gustaría tener una memoria binomia!, dijo Luís Hache. –¿Cómo es binomia?, repliqué…
–Sí, claro, poder recordar lo agradable de todas las vidas que hemos frecuentado. Resolver la ecuación eliminando lo jarto y conseguir una nueva igualdad. ¿Vos te acordás de tantas vainas que para mí son materia de olvido? Sin embargo, me encantan cuando las recuerdo…
–Parece, continuó, que hicimos un largo recorrido durante esos años por toda la música occidental. Opera, motetes, gregoriano; coros a capella en la Semana Santa; hasta opereta, zarzuela y la música popular de todo el mundo; canciones de montaña, italiana y vasca, bambucos, guabinas; festivales de San Remo, nigro spirituals, orquestada, sobre todo el italiano. El italiano y el latín son lenguas que parecen estar hechas para llevar mejor la melodía, es como si el canto hubiera sido inventado para ellas: ¡Suenan esas letras, hágame el favor! Danza, orquesta, canto, puesta en escena; inspiración, nervio, método, visceralidad, paciencia, instigación, investigación, invención; ver, escuchar, en fin, vocación…eso es todo mi quehacer… Me falta dirigir orquesta. Me sueño en el estrado afinando los vientos, las cuerdas, la percusión… Finalmente, dando la bienvenida llenando el escenario de voces y música, como la novena de Beethoven. ¡Sublime, grandioso!… –Debe ser, me invitás… claro, desde aquella época tu pasatiempo máximo era cantar. En la azotea, en las famosas academias al aire libre, en la sala de música y las audiciones,
Beethoven, Haendel, Mozart…a mí no me llamaba mucho la atención algo ya tan elaborado, pero era sólo ignorancia… ahora, es muy chévere andar de la mano, tener relaciones casi eróticas y a diario, con la belleza…exclamé.
Miró su reloj. –Uf, y Carmen de Bizet: ¡Toreador, toreador! Me encantaría montarla, exclamó, mientras nos levantábamos de la mesa.
El retardo era mayúsculo. Hablamos, pero el tiempo atropelló el apuro… Y la conexión de Luís Hache a Ezeiza.
–Menos mal llevo el equipaje conmigo, ¡la madre, me voy! y el taxi y dame cambio que este huevón no tiene, mejor voy hasta la calle Montevideo, allí retomo otro taxi.
Y subo por Corrientes. Doblo por Callao, llego a Rivadavia. Desciendo al subterráneo hasta Plaza Miserere, miserere mei, Deus… y de allí el colectivo a Plaza Italia, donde debo encontrarme con alguien que no llega y la porteña noche plomiza se viene encima. Vuelvo a caminar absorto, el pasmo de la mente en blanco, con ánimo entusiasta sólo para recordar, marchar y…cantar.
Otoño ambiguo que se reveló en el imprevisto atardecer de calle a calle, adoquín por adoquín, barrio a barrio, edificio con edificio, cortinas a media asta, silencio cansado de los porteros gallegos, olor a asado y a tuco.
Luz tenue, tonada de bandoneón apagado por bostezos ineludibles de tráfago en la avenida que cumple estrictamente su misión: llevar con avidez en bólidos que simbolizan el ir y venir de lejanías con vocación de permanencia: vaivén, estruendo, smog y un lamento quedito, quedito…
¡Ah! Ese lamento… Atado al poste de un colectivo cualquiera: número, ¿cuál número?, no ingreso…espero. El autobús arranca. Las voces llegan del otro lado de la avenida. Escucho el ulular de una sirena. El trancón, ningún curioso, por ahora, mejor… no te metás. Otro atasco de vehículos, la grúa que se acerca, las voces del enfermero apenas perceptibles que advierte: “… ¡cuidado, el omoplato! Sangra en la cabeza, pero no está inconsciente…” El vehículo pequeño destrozado contra un poste y el cuerpo ligero de una chica sobre la camilla. Entreveo por entre los claros que dejan los que asisten el accidente y, de lejos, encuentro los mismos ojos celestes de la confitería, me miran, pero ya alguien la acompaña y la ambulancia parte. Gustaría saber detalles, mera curiosidad, ayudar, abrazarla para aquietar la escucha del golpeteo incesante de su corazón, fugaz, quizás, sea la última mirada desde el fondo, estar allí con cualquier bálsamo en medio de una tragedia agenciada por cualquier descuido, pero siempre estuve fuera y por supuesto lejano… lejano. ¿Por qué no llegar primero a la puerta del sanatorio e impedir el ingreso y formular una promesa al oído?: ci sorrideva il sole, il cielo e il mare… dile che non sara più sola, e che mai più, la lascero…
Me deslizo del escalofrío que corre de cuello a cabeza: temor, congoja, dolor ajeno, fatalidad. Quizás la intuición de una pérdida que alcanzo a divisar en rebelión, en dispersión, en ambulancia al sanatorio.
¿Duda?, es claro. Quizá resuelva este doble sentimiento: protocolo entre el ir y regresar con la promesa de una voz que se convierta en canción. Llega el susurro de lejos… volvamos a empezar: allá en el pinar, bañado de luz y rodeado de montañas mi rancho se
ve, con su mirador(…) pronto patrón, suelta el bajel que se despierta mi corazón, no sé por qué, dulce ilusión, quiero brindarte una canción(…); lotos fantásticos veleros ya listos para un viaje que nunca ha de volver(…); rumor de arrayanes muy cerca del río, pasa el trapiche las horas moliendo un cantar(… ); el cafetal va entregando la pulpa fragante de su corazón(…) ; (…) el ruiseñor modulaba unas cantas tropicales, con rumor de serenatas que alumbran los maizales, oí tu voz(…);(…) para intentarlo de nuevo desde el fondo del alma(…); Non dimenticare.(…) en esta carrera buscando el amor dejaste a tu espalda el tiempo mejor(…);(…) mi fruto, mi flor, mi historia de amor, mi paisaje(…); (…) o tal vez allí (…)duerme mi primer amor llevo tu luz y tu olor por dondequiera que vaya(…);(…) when the stars, begin to fall(…). Porque (…) era la piccola, dolce di mora la Soreghina, la figlia del sole (…); (…) l´ora di respirare un poco d´aria pura, (…) per un miglio di liberta… ho venduto le mie scarpe”. O, simplemente, porque una voce poco fa.
Jueves
El hombre respiraba con dificultad. La médica de turno me dijo que estaba en coma, que ya no la reconocía ni a quien le había medicado en los últimos tres días. Con mucha seguridad impartía órdenes: el oxígeno aquí, la inyección intravenosa allá, la respiración artificial, el masaje cordial, la historia clínica, el llamado a los familiares. Llegué a pensar que todo esto evadiría de nuevo el deceso, pero los cambios que iba experimentando el rostro del paciente, la inexpresividad de los ojos, la ausencia de movimientos en el cuerpo, la quietud amarillenta de sus piernas, la palidez del rostro…el rictus de la muerte…contrastaba con todo el movimiento delirante a su alrededor; además, con la impotencia de la doctora, que aparentaba inexperiencia, por supuesto, allí, en la absorbente fragilidad y desconcierto…El salón masculino de Medicina Interna permanecía con el cupo completo y a la expectativa del desenlace de la cama uno. Casos altamente complicados con la esperanza de una curación, ahora debían contemplar la posibilidad de que allí no sólo se aspiraba mejoría.
Y no llegó. Al cabo de las dos horas siguientes el hombre había sufrido tres infartos consecutivos, la enfermera retiró los aparatos que estaban conectados a los orificios de su rostro, cerró los párpados y cubrió el rostro con la sábana. Quedó inmóvil, sin musitar palabra ni quejido, se dejó ir de a poco por la corriente de la muerte. De profundis.
Habíamos llegado el domingo pasado, después del mediodía. Hoy es jueves y ya tuve que recomendar a la dirección del hospital cristiana sepultura para el hombre venido de lo más adentro: del Santander profundo, de la selvatiquez del Carare. Nadie vendrá por él, eso es seguro. “No hay registro alguno de familiares,” –dijo la Priora, a la hora de la merienda de la tarde–. Entonces, debí comunicar esta situación al empresario de pompas fúnebres para que diligenciara la correspondiente cuenta de cobro a la administración del hospital. Sería un funeral anónimo, simple y sin perendengues, como lo establece el decreto del señor alcalde del municipio, numeral tercero.
Así, pues, de la nada apareció un hombrecito rollizo– a mi edad todos me parecían señores gordos–. Cargó en una jeringa de esas que se utilizan para vacunar el ganado una
cantidad de sustancia grisácea y de olor penetrante. Inyectó lentamente por la vena del brazo izquierdo y por el glúteo derecho; luego, lo afeitó y trazó con maestría las patillas, le cortó el cabello con una máquina de afeitar eléctrica, las uñas con tijeras diminutas, lo vistió con un traje de dril color caqui, le puso el saco después de la camisa que quedó abotonada hasta el cuello. Entre los brazos colocó un Cristo, y nos pidió que le ayudáramos a descenderlo de la cama de hospital al ataúd sin adornos ni ventanas, solicitó la certificación del deceso para poder retirarlo.
La médica en el año de internado, en principio, dijo que ella podía certificar. Luego reflexionó. Pensativa, recordó que estaba allí haciendo el año de internado y que aún no tenía la tarjeta de médica profesional. Entonces manifestó que debía consultarlo con el médico jefe. Miró al piso, guardó el estetoscopio en el bolsillo derecho de su bata blanca y la vi dirigirse rápidamente al consultorio de su jefe.
El hombrecito se impacientó por la demora de la médica, algo así como si fuese transportador. Los transportadores andan de afán, no sé de qué ni por qué…quizás para llegar y de volver a irse. Entonces fue cuando me preguntó qué hacía allí atendiendo a los pacientes sin saber nada de nada. Le respondí que mejor para él. Insistió que era una irresponsabilidad del hospital tener unos pelados disfrazados de curitas aprendices de nada, callé. Quien calla, otorga, pero la dimensión de lo buscado era diferente. Luego, después de una hora, apareció un asistente de la dirección con el certificado firmado y sellado. Le ayudamos a llevar el féretro en medio de una calle estrecha al paso de espontáneos dolientes, hasta el carromato fúnebre de color negro, cerrado, con cortinas a lado y lado, cuyo destino era el cementerio central. La hermana Herminia, mi jefa inmediata, le advirtió que allá, en el cementerio, tenía que hablar con el cura para cantar el Miserere, despedirlo para que Dios, nuestro Amo, acogiera en su seno a este buen hombre que había recibido la muerte con resignación, sin la angustia del pagano que no lleva sino a la desesperación y al estruendo. El buen cristiano la recibe con dignidad.
–Seguro, Madre, respondí y así fue.
Día siguiente. Cuando llegamos los de la terna eran las ocho en punto de la mañana. Casi mecánicamente, una vez pasado el umbral del portón del hospital, nos distribuimos de nuevo por las mismas salas del Hospital de caridad. Ya la cama uno estaba ocupada. En la noche había llegado un enfermo con mordedura de víbora. El colono permanecía estático en la cama, con una pierna levantada sostenida por una polea. De la rodilla hacia abajo la hinchazón era mayúscula, aunque llegué a pensar, en ese momento, que ojalá no nos tocará otra vez entierro.
El suero antiofídico llegó apenas a las nueve. Así lo anotó la enfermera en la historia clínica que colgaba del espaldar de la cama. Intenté leer lo que decía, pero el documento daba cuenta de la evolución de los signos vitales con una curva a lápiz: anotación de los grados de fiebre, los medicamentos suministrados, el suero, venoclisis y comportamiento. Se estabilizó y dormitó sonoramente. Me dijeron que lo había mordido una serpiente mientras desbrozaba monte en el río Magdalena. Claro, me dijeron, como no usan cotizas sino para bajar al pueblo y bueno, lo pilló en un descuido. El traslado hasta el hospital duró ocho horas.
–¡Qué cosa!, dijo el enfermo de la tres, un tipo simpático, macizo, mestizo y de rostro afectuoso. Él sale, en cambio yo, entro y salgo cada rato…con esta hernia discal que me tiene jodido…
Enseguida ingresaron a la sala el contingente de profesionales de la salud: médico, enfermera jefe, médica interna. Cama a cama escuché atentamente las órdenes impartidas en la revista. Inmediatamente, después de terminar, cambié las sábanas de los que tenían turno para ello. Tomé una vasija. Recordé el Yelmo de Mambrino. Afeité a quien pude con la dificultad propia que daba la precariedad del filo de una cuchilla Gillette re amolada Al terminar esta labor, pacientemente, me fui deslizando, empujando el carrito hasta la lavandería con el producto del cambio de lencería, medio raída ya, pero que ostentaba orgullosa en letras de molde, casi imborrables y en mayúsculas: R… G. V, Hospital Regional. Regresé. Pasé por cada cama ofreciendo el pato al que lo necesitara. Al extremo del salón quedaban los sanitarios. En ese ir y venir de patos y asistencia encontraba el ventanal que daba a la pared de fondo: incólume a los avatares del tiempo, uno adivinaría la cantidad de agua que había corrido por la ciudad cuando detallaba las vertientes ennegrecidas de los residuos que la lluvia iba dibujando, caprichosamente, en la pared encalada. Allí, amontonados, permanecían los catres de enfermo, desvencijados, esperando el turno para el taller de reparación. En eso, dieron las once. Hora de la merienda…un poco tarde. Regresé. El hombre de la mordedura de serpiente me llamó, pidió nuevamente el pato. Lo acerqué. Volvió a dormitar. Dijo la enfermera que bajara un poco la polea para que descansara. Luego, escuché que deliraba, “Ay, me he de morir sin ver el mar. Papá, ¿por qué no me llevó la vez que usted se fue para Barranquilla en ese vapor Estudiante anclado en las petroleras de Barranca? Usted se fue y nos dejó a todos con esas ganas de conocer el mar. Pero usted no volvió. Eso hace que lo preguntamos mis hermanos y yo. Dicen que es mucha el agua que hay y que es como un lago muy inmenso que no se ve la otra orilla y que uno no puede tomar de esa agua porque la sal lo purga. Cómo será que ahora me quedé sin verlo. Sólo imaginarlo. Pero esa jijuepuerca culebra me cagó la cara…” Se dio media vuelta y despertó.
–¡Ay, hermanito!, dijo, ayude a curarme ¿sí?
–Claro, por supuesto, le contesté. Haré lo posible, pasa que no sé nada de nada de esta medicina.
–No importa. Usted tiene relaciones muy buenas con el de arriba, usted es buena persona. Dios escucha a las buenas personas, nos ha dicho el cura de San Vicente.
–Bueno, pero eso no basta. Hay que poner todos los medios…yo solo tengo la palabra y pueda que el rezo.
–Sí, pero dígale a la señorita doctora que me mire una vececita más al día… A usted ella le hace caso…
–Claro, mientras pueda, pondré todo mi empeño.
De nuevo se volteó adormilado pero un tirón de la polea le recordó que debía quedar supino rostro arriba, como la recomendación para mejorar el resultado de la medicación. Y la comida de las once y media había llegado. La serví uno por uno, ayudé a todos a comer. Luego mi jefe de terna me llamó al orden. Salimos a almorzar y el sol tropical
hizo avanzar a paso del más débil que, sin duda, era yo. ¿Cómo competir con un atleta de todos los deportes como Sergio o con un agricultor de las montañas boyacenses? Ni modo. El camino debía ser en silencio hasta el colegio que nos alojaba. Deberíamos volver a las dos…
Y así, como todo, tan simple como una rutina, ella se extendió durante todo el mes. Ir y venir. Acompañar enfermos: adoloridos, irritados, sanos, sonrientes, pálidos, ojerosos, hipocondríacos y, de nuevo, la ronda audaz y sombría del empresario de pompas fúnebres que dejó en el escritorio de la médica una tarjeta con su número telefónico para que cuando ocurriera… Con dinero o sin él, se encargarían de todo, hasta de fiarle a la familia. Cuatro semanas y media enmarcadas en la más estricta distribución del tiempo. Interiorización y fuerza para ser esgrimida en cualquier circunstancia.
Durante el primer año, el que pasó, la rutina, la distribución, las órdenes implícitas y explícitas del Maestro y su ayudante, los deseos de los mandos medios, contribuyen a que todo el andamiaje se constituya en un ejercicio esmerado. En el gran edificio todas las actividades y, desde una extensa tradición, se encaminan hacia la formación de la voluntad, la autorreflexión, el autocontrol, la corrección de los defectos, la búsqueda de la perfección en una simulación imaginaria de seres asexuados, desapasionados, dóciles quizá angelicales. En fin, es la voluntad de Dios la que debe manifestarse en el medio de todo ese cúmulo de actividades, lecturas, pláticas, ejercicios de humildad, oficios varios, cánticos, silencios, regulaciones y eucaristías. En fin, límites. Un simulacro de la construcción de la edificación de nosotros mismos, sin contar mucho con el entorno, con los otros. El ideal de un monumento perfecto en medio de una extraordinaria diversidad de caracteres, orígenes, habilidades, inteligencias, rostros, etnias y condiciones. Sin embargo, con intereses diferentes que, aparentemente, debían asemejarse, sin hacerse evidentes. Una preparación para que, en adelante, se estuviera trasladando esta gran edificación en solitario, levantada con defensas sólidas, inmensos espacios interiores lo suficientemente seductores como para no tener necesidad de contar con nada ni con nadie –sólo con uno mismo–, e ir por donde se quisiera con los prejuicios de los ya reflejos adquiridos, encarnados y de difícil sustracción.
Así llegó. Cruzó raudo un enero radiante, de fastuosos amaneceres, atardeceres melancólicos, noches diáfanas en el negro exultado tachonado por miles de puntitos resplandecientes de galaxias innominadas que invitaban de nuevo a recrearse y extasiarse en la fragilidad de nuestra condición. Campos macilentos, desarraigados y amarillentos arrebatados a la inmisericordia de las heladas de la madrugada. Caminatas y, la expectativa permanente, la incertidumbre de comenzar, en la práctica, todo aquello que se leía, escuchaba, fantaseaba por boca de otros que habían hecho el recorrido, en un intento exacto por comprender toda esa corriente interior.
Y aquí vamos los tres en los primeros bancos de un bus.
El ronroneo impertinente de la máquina rasgaba el imperio apacible del celaje, cordillera, barbechos, bosques milenarios sin nombre ni apellidos ni cercas que certificasen propiedad, interrumpido por el sendero desigual, pedregoso, estrecho, diseñado exclusivamente para que el bramido del animal de hierro rasgara de nuevo los yermos. Por allí, donde las
manos implacables y contradictorias del hombre extendían sin remedio la destrucción de los boscajes profusos, estoicos ante la presencia permanente de la lluvia, de la semioscuridad, del frío; los pliegues y repliegues de las montañas, permeables al agua, que luego se transforman en arroyos, cascadas, torrenteras en periplos inmutables.
El motor arrullaba, también, a los pasajeros casuales, enruanados, silenciosos, pequeños y de sudores acumulados. Abrigados o adormilados vaya y venga, pasaban de largo: nosotros, adelante, sin tan siquiera conseguir presagiar, en el murmullo de su conversación, en qué útil paraje permanecían las frustraciones o hacia dónde enfilaban sus ilusiones.
Ahora, observo sin descanso el zigzagueo de la cabriola, soporto el rebote permanente de la carrocería. Mi concentración se dispersa, mi atrevimiento niega a dejar de lado el deleite de las corrientes vertiginosas que fluyen desde la cúspide del páramo, los verdes tenues y sin número de las alturas a los plumajes indistintos, inquietos y vacilantes de las aves que transitan en busca del condumio: delante del parabrisas encuentro el nuevo emplazamiento a deambular en libertad, en medio del desorden en el que conviven breñas, pájaros, parásitas, árboles, arbustos, insectos y solsticios.
Y así, del sólido frontispicio, al hospital de la cruzada lucha en el descubrimiento de las miserias humanas. De las escaleras de acceso al edificio, redondeadas lejanas e impersonales, al valle del altiplano, a la ascesis de un paraje inhóspito y sugestivo; de los espetaperros de una geografía de ríos extensos y lejanos donde el agua ocre de la degradación se sobrepone a la cristalina cadencia del fruto de la exuberancia incontenible de nuestro recinto tropical, donde, de un lugar u otro, imperceptible, permanente, se aspiran aromas a menta, azahar y humedad. Una primavera incontestable e indeleble impide el naufragio de la expedición que intenta la captura de todos los espacios visibles y sinnúmero que anuncian la permanencia de los deshielos imaginarios, inviernos reverdecidos sosegados y solícitos, otoños de corrientes amables, veranos cotidianos, radiantes y animosos del páramo. Finalizó el mes y el retorno.
El tiempo, ahora, es cómplice de la nostalgia que inicia el juego de la experiencia de una vida a tope. Y, de nuevo, un destino: el barrio en la gran ciudad. Enseñanza de los dogmas indestructibles del Astete. Incomprensible ayudantía en las encuestas de una parroquia de migrantes y supervivientes de todas las violencias. Cánticos fúnebres en las infatuadas misas citadinas. De la renovación permanente de la ascesis, de la negación de uno mismo, a la reafirmación de querer seguir creyendo sin ver, sin palpar, esperando un impulso diario, el elan que confluye en la promesa de una elección promovida y honrada por la palabra, por el arquetipo, por la seducción de una aventura.
Aventura en el discurrir, discernir, largar, desafiar los apegos, obediencia a los llamados del corazón, de la integridad, persistencia, coherencia con el propio sentir. Vobeo.
Viernes
La impresión de que mi vida transcurrirá subiendo y bajando escaleras hoy es una realidad. He descubierto en cada una de ellas la erosión del granito producto de tanto uso. El pisoteo
constante de la ansiedad en un sube y baja constante. Pensé que algo cambiaría, que podría tener menor actividad al dejar el ala izquierda del edificio, pero la propuesta formativa lleva consigo ponerse siempre en movimiento, dicen mis maestros. Todo este sector, nuevo para mí, salvo algunos pocos espacios, es réplica exacta de los del costado izquierdo. Sin embargo, ahora, son contenidos novedosos y es deber presentar un extenso examen semestral. Desciendo raudo del cuarto al segundo piso. Llego. Me deslizo empoderado por el piso brillante, sugerente, radiante con las mismas baldosas con pintas geométricas y colores elementales. Recuerdo la preparación de examen en la biblioteca del segundo piso, copiando fichas de algunos libros de consulta, intuyendo las preguntas que me harán y, en el descuido del bibliotecario, ¿a propósito?, quizás lo ignoro: ¡el descubrimiento de los libros prohibidos! Me pregunto, ahora, mientras me acerco al salón de la prueba, si están prohibidos ¿por qué permanecen allí? acaso ¿no tan edificantes?… En fin, pasa la mente por la estantería y el cuerpo principal de la biblioteca se asienta finalmente en mi mente…pero la puerta está allí. Creo que vengo retrasado, pero no. Justo mi compañero sale del salón donde están los examinadores, ya, sí… llegué.
Samuel sonríe. – Ánimo, dice. Camina, dobla por el corredor que da al Salón de Actos, lo veo camino al Refectorio. Me instalo en la contradicción, rendir cuentas de lo aprendido e instalarme en la máxima primera: no el mucho saber harta y satisface el ánima sino el degustar de las cosas internamente.
Ingreso. Veni, creator Spiritus, mentes tuorum visita. Al fondo, sentados y con mirada distante, delante del tablero están los dos examinadores. El extenso salón donde pasamos tantas horas de clase mira al jardín de adelante. Más allá, la población, la vuelvo a detallar por los ventanales y se escapa a la mirada fija de ellos. Sus ojos, inexpresivos, me miran. Quisiera adivinar el tenor de la primera pregunta. La inquisición comienza, digo yo. Presiento una vapuleada.
Ahora, estoy delante soy fácil presa de la incertidumbre. Me abruma. Pienso en el por qué de los exámenes. Los rechazo, quizá pongan en evidencia mis limitaciones, sin embargo, estoy consciente de que me la pasaré rindiéndolos toda la vida como el sube y baja de las escaleras. Si pudiera saber previamente las preguntas, pero realmente, si se domina el tema, no repetiría lo que otros quieren que diga para dar una nota “objetiva,” el pase al curso siguiente de Literatura I.
Y sí…preguntan, claro, obvio lo presentía, y es por lo que el autor quiso decir en tal párrafo de tal capítulo. Repito la pregunta. Contesto. Vuelven sobre los capítulos. Sobre la estructura de la obra como si el autor pensara, en el arrebato creativo al instante de inspiración para darle estructura, arquitectura con planos y todo, algo así como si la palabra fuese predecible o funcional o tan precisa como la puerta o el ventanal. Y dale con la estructura. Cito algunos párrafos. Tomo el libro que está sobre la mesa que tengo delante… ¡Oh!, sorpresa el libro está incompleto. Culpo por ser de traducción española. Pero no hay tiempo de quejarme, mucho menos de protestar. Continúo. El contexto, la mitología… Los dos examinadores miran detenidamente el paso del tiempo. Sigo hablando lo aprendido, mejor, lo memorizado. Ahora siento que no me enredarán, sólo faltan cinco minutos. Mi turno es de media hora. Y ya
dije lo que tenía que repetir, sin embargo, me lanzo a la opinión. Y es la propuesta académica sobre el problema homérico. Allí tengo más afirmaciones intuitivas que conocimientos. ¿Por qué tanta importancia para dudar si Homero vivió o si su obra es colectiva? Si existió o no. ¡Qué importa! Están allí, ojalá para siempre: La Ilíada y La Odisea. Si es ficción o no, pues, honor que le hacen al autor. Es como si los doctores ingleses creyeran que son mucho mejores que los griegos y que el hombre griego era minusválido, que no podían haber alcanzado un cierto grado de madurez como para escribir lo que escribieron. Entonces, ¿por qué no dudan de Aristóteles o de Sócrates? Total, doscientos o trescientos años en la historia son tan poca cosa…él, Homero, aún ciego, como se dice, personalmente creo que es obvio que podría escribir tal monumento. Las obras tienen un mismo lenguaje… y la métrica lo demuestra… El tiempo se agota. Viene el próximo en el turno. Final…Entrego el trabajo escrito. Saludo, me despido de los examinadores que me saludan. Salgo.
La ausencia del peso de una responsabilidad menos me hace soñar con el fulbito de las tres. Falta mucho para llegar al medio día. Algo haré en la biblioteca, antes de la hora en que el timbre llame al examen de conciencia del medio día y luego el almuerzo. Hoy, viernes, tendré un poco de holgura. Tengo tres días para preparar el próximo.
Sin embargo, pienso que el tiempo es oro y por qué la desazón permanente del tiempo que se ensaña en prologar todas las obras escritas, me gustaría repasar para plantear y resolver dudas, no memorizadas, espontáneas, diferentes en su formulación a cada instante posterior: … fato profugus, virumque cano y un ab oris. Claro, ¿por qué la omisión, a propósito, de los amores de Dido y de Eneas en las playas africanas? ¿Por qué restarle importancia a Hermes (el de la hermenéutica, seminario siguiente…) que obliga, mensajero de los dioses, a la lujuriosa Calipso a que Odiseo continúe el viaje a su Ítaca? ¿Qué virtud escondida tendrá el destino, el hado, que el viaje mismo? ¿Ulises se resistía a regresar a su reino?
Y continuar…
Lugares. Amplios espacios, lejanías sugestivas que impelen a los llamados del humano acontecer, mandato a una búsqueda incesante de la belleza.
La Belleza: inalcanzable, sugerida, inquirida por la forma. Y la forma que es voz. Y la voz, palabra. Y la palabra signo, escritura, papel. Papel, signo, lápiz, palabra, expresión sonora, estricta, precisa: términos, significados, significantes, traducción de la trashumante, para bien o para mal, efímera e innegable condición humana.
Entonces, las restricciones y los contextos. La bruma del tiempo, de los lugares, de las personas. Las causas y el juego eterno de relacionarse, de no encontrar acuerdos con respuestas simples o complejas a la muerte, vida, esencia del azar, tormenta, amor, traición y vejez. Divago entre mente y palabra, intentona de abrazar el conocimiento en medio del asedio constante de la nostalgia, del extravío, del destierro, ostracismo, dialéctica del olvido y la memoria, al juego de la maldición y el conjuro, el sueño y la verdad. Némesis intangible que lentamente transforma la justicia en ficción. La ficción en literatura, la literatura en mito.
Literatura: síntesis, letra, intuición, verbo, palabra inagotable, ficción, leyenda, comunicación, memoria, ejercicio. Mundo insinuado. Deidades, lucha, grito, éxodo,
sufrimiento, exordio, preámbulo, hipérbole, llamado, metáfora, ensoñación o naufragio. Recreación, vuelta a ser. Búsqueda de un hecho totalizador.
Busco la cita que señale el camino a la tierra prometida.
Y así, reiterar, releer, memorizar, regresar, repetir en cualquier lugar. Reiterar con la voz en el oído, por siempre y para siempre: (…) centro del pueblo, llegó la compañía bananera perseguida por la hojarasca. Era una hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos; rastros de una guerra civil que cada vez parecía más remota e inverosímil (…); (…) ¿Quién estableció el desequilibrio entre la realidad y el alma incolmable? ¿Para qué nos dieron alas en el vacío? ¡Nuestra madrastra fue la pobreza, nuestro tirano la aspiración! Por mirar la altura tropezamos en la tierra; por atender al vientre misérrimo fracasamos en el espíritu. La medianía nos brindó su angustia. ¡Sólo fuimos los héroes de lo mediocre!(…); de modo que era la tierra, el suelo, quien tenía ahora que angustiarse, que apenarse(…);(…); En mis cuadernos de la escuela/ en mi pupitre y en los árboles/ en la arena, sobre la nieve/ escribo tu nombre(…); Animula, vagula, blandula, hospes comesque corporis(…); Aparte que no olvida, porque es arte de pocos / lo que quiso, esa sopa de estrellas y de letras / que infatigable comerá / en numerosas mesas de variados hoteles, / la misma sopa, pobre tipo, / hasta que el pescadito intercostal se plante y diga / basta. (…) de esa desolación, de ese erial embarrado sin cercas ni senderos, ni tan siquiera un cobertizo con paredes para que los animales se cobijaran, sobretodo, permeable, colgando de las propias ropas del hombre y rezumando de la propia piel, aquel hedor rancio de ilusiones sin fundamento e imbéciles, aquella rapacidad y locura sin límites de los explotadores yanquis aventureros, seguidos del ejército victorioso (…); -Fortinbras. – ¡Que cuatro capitanes levanten sobre el pavés a Hamlet, como guerrero, pues si hubiese reinado, no cabe duda que hubiera sido un gran rey! ¡Que por su muerte hablen alto la música marcial y las honras guerreras! ¡Llevaos los cadáveres, que el espectáculo es más propio de un campo de batalla! ¡Id y mandad a los soldados que hagan fuego! (…); lacrimae rerum( …); Otra vez / escucho aproximarse como el fuego en el humo / nacer de la ceniza terrestre, / la luz llena de pétalos, / y apartando la tierra / en un río de espigas llega el sol a mi boca / como una vieja lágrima que vuelve a ser semilla.(…)Quiero llorar porque me da la gana / como lloran los niños del último banco, / porque no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja, / pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado(…); (…) A veces yo conseguía dormirme repitiéndolo una y otra vez hasta que se mezclaba con las madreselvas todo terminó por simbolizar la noche y el desasosiego no me parecía estar ni despierto ni dormido mirando hacia un largo pasillo de media luz grisácea donde todas las cosas estables se habían convertido en paradójicas sombras todo cuanto yo había hecho sombras todo lo que yo había sufrido tomando formas visibles grotescas y burlándose con su inherente irrelevancia de la significación que deberían haber afirmado pensado era yo no era yo quien no era no era quien(…); (…) Miró por sobre el mar y ahora se dio cuenta de cuán sólo se encontraba. Pero veía los prismas en el agua profunda y oscura, el sedal estirado adelante y la extraña ondulación de la calma. Las nubes se estaban acumulando ahora para la brisa y miró adelante y vio una bandada de patos salvajes que se proyectaban contra el cielo sobre el
agua, luego formaban un borrón y volvían a destacarse como un aguafuerte; y se dio cuenta que nadie esta jamás solo en el mar(…); Cur me querelis(…) Delicta maiorum Tu ne quaesieris, scire nefas(…); O navis(…) Y nunc coepi.; De pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el que afligirse, con las esperanzas, las pasiones y los miedos, la justicia y la injusticia y el dolor, dejándoles a ellos libres, mezclados confortablemente, sin que nadie se preocupase de adivinar quiénes eran los demás, porque eran todos iguales, todos buenos, todos valientes, todos desconocidos. Porque todos, eran hermosos, altivos, valerosos y desde allí, presidían el desfile de los fantasmas y los sueños que constituyen la esencia de la vida humana, Helena y los obispos, los reyes y los ángeles sin hogar, los serafines despectivos y malditos. (…); dos días después salieron a la alameda, llegaron don Quijote y Sancho al río Ebro, y el verle fue de gran gusto a don Quijote, porque contempló y miró en él la amenidad de sus riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego de su curso y la abundancia de sus líquidos cristales, cuya alegre vista renovó en su memoria mil amorosos pensamientos. Especialmente fue y vino en lo que había visto en la cueva de Montesinos; que, puesto que el mono de Maese Pedro le había dicho que parte de aquellas cosas eran verdad y parte mentira, él se atenía más a las verdaderas que a las mentirosas, bien al revés de Sancho, que todas las tenía por la mesma mentira. Yendo, pues, desta manera se le ofreció a la vista un pequeño barco sin remos ni otras jarcias algunas, que estaba atado en la orilla de un tronco de un árbol que en la ribera estaba. Miró don Quijote a todas partes, y no vio persona alguna. Y luego, sin más ni más, se apeó de Rocinante y mandó a Sancho que lo mismo hiciese del rucio, y que a entrambas bestias las atase muy bien, juntas, al tronco de un álamo o sauce que allí estaba. Pregúntale Sancho la causa de aquel súbito apeamiento y de aquel ligamento. Respondió don Quijote: – Has de saber, Sancho, que este barco que está aquí, derechamente y sin poder ser otra cosa en contrario, me está llamando y convidando a que entre en él y vaya en él a dar socorro a algún caballero, o a otra necesitada y principal persona, que debe de estar puesta en alguna grande cuita;(…); (…) era precisamente como si todo se aliase contra quien mata a un hombre. Después se dio cuenta de que husmeaba el tufo porque ya no había ni lugar de origen ni punto de referencia; el tufo estaba en todas partes (…); Creonte – Para, antes de llenarme de ira con tus palabras, no vaya a ser que se descubra que además de viejo eres insensato. Porque dices cosas que no se pueden consentir, sugiriendo que los dioses se preocupen de este muerto. ¿Acaso enterraron a éste porque le honraban como a un benefactor, a una persona que vino a prender fuego a sus templos rodeados de columnas y a sus ofrendas y a destruir sus tierras y sus leyes? ¿O acaso ves que los dioses honran a los malvados? No es eso, sino que desde hace tiempo algunos ciudadanos que apenas me soportan andan murmurando contra mí y a escondidas intentan zafarse retirando el cuello y no poniéndolo bajo el yugo, como debe ser, para acabar aceptándome. Movidos por el dinero de esa gente, yo sé bien que estos (señala al guardián) lo han hecho porque no ha nacido institución más nefasta para los hombres que el dinero. El dinero destruye las ciudades, el dinero expulsa a los hombres de sus casas, el dinero hace desvariar a las mentes honradas de los mortales y les enseña a dedicarse a acciones vergonzosas. El dinero ha enseñado a los hombres todas las artimañas y el conocimiento de todo tipo de
impiedad.; (…) Nadie pudo / recordar después; el viento / las olvidó, el idioma del agua / fue enterrado, /las claves se perdieron / o se inundaron de silencio sangre. … Águila sideral, viña de bruma. / Bastión perdido, cimitarra ciega. / Cinturón estrellado, pan solemne. / Escala torrencial, párpado inmenso. /… Sube a nacer conmigo hermano. / Dame la mano desde la profunda / zona de tu dolor diseminado. / No volverás del fondo de las rocas. / No volverás del tiempo subterráneo. / No volverá tu voz endurecida (…); Pasados seis años, los últimos días de un lujoso agosto me recibieron al regresar al nativo valle. Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era la última jornada del viaje, y yo gozaba de la más perfumada mañana de verano. El cielo tenía un tinte de azul pálido hacia el Oriente, y sobre las crestas de la cordillera, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso. (…) montañas americanas, montañas mías, noches azules. (…) Estremecido partí a galope por en medio de la pampa solitaria, cuyo vasto horizonte ennegrecía la noche. (…); –¿Conoce usted a Pedro Páramo? –le pregunté. Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza. – ¿Quién es? Volví a preguntar–Un rencor vivo me contestó el. Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad, ya que los burros iban mucho más adelante que nosotros encarrerados por la bajada (…); que, a través de tantos años de tiempo no se ha enseñado a sí misma el don de la muerte, pero si la forma de recrear y renovar. Luego muere, se va, se desvanece: nada queda, pero es que esta verdadera sabiduría logra comprender que existe un podría–haber–sido que es más cierto que la verdad y de la cual, al despertar, el que sueña no dice “¿solamente fue ensueño?, más bien dice, invocando al mismo cielo, (…) ¿Para qué desperté si ya no dormiré nunca más? Hubo una vez (…) ¿se ha percatado usted cómo perfuman y llenan este cuarto la glicinas bañadas por el sol en esta pared como si (liberadas por la luz), se desplazaran con secreto paso, rozándose, pasándose de átomo en átomo de los mil ingrediente de las penumbras? Esta es la esencia del Recuerdo –sensación –vista –olfato. Los músculos con los que nosotros vemos, olemos y vemos, –no es entendimiento, no es pensar, no es algo como la memoria del cerebro recuerda justamente aquellos que los músculos se esfuerzan por hallar… Percátese usted cómo la mano extendida del durmiente, al tocar la vela encendida de la palmatoria, trae remembranzas de dolor y retrocede sola mientras la inteligencia y el cerebro duermen y sienten ese calor cercano como un absurdo mito de la realidad o esa misma mano, unida en sensual matrimonio o con alguna superficie tersa es transformada por la mente y el cerebro dormidos vacía de toda experiencia. ¡Ah, si el dolor se aleja, se desvanece lo sabemos–pero pregunte a los lagrimales si se han olvidado de llorar! Hubo una vez, en otros tiempos (y esto no se lo han dicho tampoco) un verano de glicinas. Todo estaba impregnado de glicinas (yo tenía 14 años entonces), como si todas las primaveras futuras se hubieran condensado en una sola, en un verano donde la primavera y el verano que pertenecen a toda mujer que…”. Intentarlo.
Fluir de la emoción, pregunta en el malestar. Brota la perplejidad, pretende detener lo inevitable: un exorcismo a la muerte, no como liberación– ella es exigua–, sino como ausencia de lo conocido que se llama vida. Y en la vida vencer el pudor, abrazar el riesgo para ingresar en la intimidad. Repetir:
“Bueno, así, vuelvo a empezar. ¿Vos qué decís, entonces, cuando se refieren a los sueños?, me preguntan por: ¡los sueños! Inicio por demás sugestivo. Uno podría decir, bien gracias, allí van. Para qué, pero ello no sería verdad. Por y para qué negarlo. Vienen y van. Se acercan, se alejan. Unos duelen, otros nos remiten a un lugar atemporal, intangible, claro, actualizado por la misma mano que descorrió el velo de ese tiempo de rosas, donde, el arrojo conformaba la otra cara de la cotidianidad, el ideal alimento. El futuro: una extensa huella donde la visión hace posible el aroma de mora y de café. El tacto: profuso sabor a hojas verde oliva, campo roturado, soles, nieblas, vigilia. Anhelo de mieses, de trojes. Y ellas, sin preguntarse, ponían la fe en su destino, entregaban su historia sin pasado a la generosidad de las manos matinales y hábiles del panadero.
Sí, ellos, los sueños, me acercan, además, a rebaños de rostros perdidos en la ruta azarosa del quehacer. Talantes por los cuales debí trenzarme en más de mil disputas, como aquella que libré por una palmera de Versalles una tarde innombrable y calurosa. Escucho, entonces, sus voces, olvido, desencanto, reclamación. Más que un susurro, un grito que se pierde en el eco mismo del lugar donde alcancé a correr detrás de una constelación en medio de una avenida de bólidos que desafiaban la trivialidad de la propia existencia, la vanidad de la especie y el lapso atolondrado de los anhelos.
A veces, me encuentro enfrente del abismo. Los pies no responden ante el balanceo del cuerpo en el viento que impulsa a saltar. Entonces el run–run acompasado del ventilador es el que me remite a una espera, al clamor vigoroso de un sol estival que se cuela a retazos por la cortina, a la escucha lejana del silbido o al lamento del todavía sereno de Granada, al rumor del río de la infancia. Es allí donde todo se confunde para reinventar, renacer con el repaso de “debido cobrar” de mis acciones, evaluación de los daños que permanecen superficiales en el pasmo de cuando permito dejar caer las abluciones matinales del agua de mis montañas sobre la cabeza, invitándome deferentemente a lo que continua.
¡Qué tal eso! Me pregunto, a veces, si debo darles la importancia que merecen los contenidos, figuras que reinician el pasado, intentan elaborar la fenomenología de ellos mismos para consolidar la variable dinámica. Al menos eso recomendaría mi profesor de Literatura I. Probablemente sea mejor vivenciarlos, encuadrarlos en la cotidianidad y que atropellen. Que devuelvan la corresponsalía al vertiginoso y exquisito lugar del cual nunca debí haberme alejado.
Disculpa tanta cháchara. Sólo para desearte una arroba de deseos soleados y vallecaucanos para los que emprenden el viaje sin retorno a la casa de habitación a su gusto.”
Sábado
Y al séptimo día, descansó, reza el Génesis. Desde mi llegada, la vocación, la razón de ser, todo este ambiente ordenado gira alrededor de la propuesta judeo-cristiana. Antiguo y Nuevo Testamento. Mandatos, Ley Mosaica e Historia de la Salvación. Pueblo de reyes/ asamblea santa. Y, hoy, víspera de domingo percibo cómo una rama del judaísmo se convierte en cristianismo, el cristianismo florece en helenismo y éste es el embrión de la civilización
Occidental, enraizada desde la primera hora del año cero del monoteísmo. ¿Quién creyera que el sábado tiene que ver con Alejandro Magno? Historia narrada por supuestos protagonistas. Dispendiosa, larga y cruel. Registro, también, de hechos taumatúrgicos en la transformación del panteísmo en monoteísmo, traducción del mensaje cristiano en disquisiciones aristotélicas. Y el poder, dictadura, emperador, reyes, fronteras, acueductos, la vía Apia, Aurelia y los arcos de medio punto y, Galia est omnis divisa in partes tres… Vercingetorix. De los sumos pontífices de Roma: Trajano, Adriano, Claudio, Arriano al credo, a las bulas y profesiones de los Sumos Pontífices de la sanctam, catolicam et apostolicam ecclesiam.
Bueno, hoy es sábado, mejor dejar manar la creación. Y… mañana domingo.
La pausa se hará durmiendo un poco más de lo usual. La víspera del descanso siempre es placentera. Todos los sentidos, sobre todo la memoria baja la guardia, deja de alertarse, permite interrumpir el olvido y se sospecha en posibilidad de mirar todo en perspectiva.
Así y entonces, voy a predisponer el ánimo, liberar cualquier recelo cuando llegue un arrebato de irresponsabilidad como, por ejemplo, tenderse sobre la yerba en lo más alto de la montaña. Sentirse contemplando el añil interminable o intentar apropiarse del sin sentido al explayarse en la intrepidez del vuelo rasante del halcón en busca de su presa, descifrar las figuras maleables como la explosión permanente de gases: nubes llevadas de la mano por las corrientes, cúmulonimbus, cirrus, cirrocúmulos, cirrostratos todas animosas, raudas, pasajeras. Altas, medias, densas, compactas, asociadas siempre con el viento, prolijas ágiles alas del ensueño insinuado en la oscilación del sol o la tormenta, equinoccios de cosecha y de siembra. Y, la disponibilidad irrenunciable de sentirme creación. Total, mañana será domingo y seré un poco dios. Sí, sí, Él descansó, ¿por qué no, yo?
En marcha de nuevo. Procuro referir mi historia caminando, y apropiar las imágenes numerosas del Foro Romano, de los anfiteatros, de las colecciones de la biblioteca, columnas, imitación de columnas dóricas, frontispicio y ausencia de alguien en el balcón como un hecho reprobable. De la sastrería saliendo a mano izquierda, camino del pueblo. De allí, la plaza y los comercios, los ángeles trompeteros que anuncian guardia advirtiendo el final de los tiempos – escatología–, juicio final y resurrección de los muertos. Más allá, una reja circular da acceso al cementerio. Suspiro en el temor para alejarnos rápidamente con el vivo deseo de continuar hacia lo más alto de la cordillera, impulsa cruzar sin pausa el oquedal para rodear la tapia de ladrillos que encierra los monumentos funerarios, sarcófagos estrechos, encalados, camarotes en alta, sellados, puestos resignadamente, unos al pie de los otros, otros encima de los unos al arbitrio y gobierno de los vivos: los miro de reojo por entre los resquicios de la pared, la maleza se levanta arraigada entre las orillas divisorias y extremas de las edificaciones en medio de la quietud eterna de los jardines florecidos. Un aliento marchito y suspicaz llega hasta el empedrado. La distracción, al percibirlo, hace que pierda el equilibrio, tambalee al pisar un hallazgo de piedrecillas en el talud del camino. Vuelvo a lo que tengo: mis piernas. Reinicio el ascenso.
Y, la bifurcación del camino real que continúa hacia la izquierda y el desecho debe tomarse a la izquierda. Paso a paso, pausa a pausa, piedra, piedras y el ascenso. Jorge Enrique
espera inalcanzable, paciente en el medio oculto e insinuado bosque de niebla. Su sonrisa es maliciosa, su rostro contradice el sentimiento cuando brilla su dentadura de marfil iluminada por los rayos de sol que se cuelan por la techumbre rota del dosel del bosque. Apura una naranja, y dice –“vamos, la laguna nos espera.” Sin duda más sudor, fatiga, ahogamiento y, al fin de la curva, frailejones, quiches, parásitas, vapores y el pajonal, reinado del viento, niebla y la vista perdida en el mucho más allá del horizonte azulado y etéreo.
Horizonte de fantasmas, reliquia de aventureros, arcángeles, filibusteros, piratas y obispos. Reyes, tiranos renacentistas y milenaristas. Recuperación del Renacimiento y de la Ilustración, de los mitos, Sísifo, Sófocles, Ovidio, Horacio, Cicerón y Eneas, Helena y Amenofis. Del arte y de la arquitectura. Electra y Edipo dispersos y prófugos en el extravío de la caravana de nómadas que inspiran la acusante búsqueda de Eldorado. Más bien, invitación al descubrimiento, atrevimiento al saltar de la inestabilidad, a la síntesis que inspira La región más transparente, allí donde la luz se apodera del aire y éste se esparce desde lo alto con arrojo, generosidad y dignidad por las sinuosidades caprichosas de la cordillera interminable.
Ahora el viento atrae la lluvia. Tiempo de indecisiones. Encendemos la hoguera antes de que las gotas golpeteen contra el suelo, y humedezcan los frailejones. Las urgencias de la supervivencia hacen que Jorge Enrique y Eduardo llamen al orden en el vallecito, después de solazarnos descendiendo raudos desde lo más alto, por el filo del precipicio y del cañón, desde el cráter antiguo, donde se aquietan los vapores y ahora es agua tersa y cristalina.
Entonces, sin pausa, recolectar reliquias de tallos, ramas secas del bosque achaparrado, verde intenso en la altura. Hojas muertas, ocres, más un trozo de papel de la merienda para dar inicio a la solemne representación del ritual sempiterno del fuego. Primero el fulgor, humo, exhalación, llama azulada, amarillenta. Avivarla entre las piedras, hervir en la vasija el agua de panela, para calentarnos y el abrigo que llega con la quietud de la lectura: Guy de Larigaudie, Bali. Y yo avanzo en la mirada: montaña, arriba, más arriba, expectante, abstraída, silencio omnipresente, sublime en el abandono, enigmas en la voz y el desencuentro. Y, ¿quién soy? ¡Qué serafín de llamas busco y soy! ¿Alma o cuerpo? Tiempo o espacio. Pero ¿qué es lo primero: el tiempo o el espacio? Me gustaría descubrir todo de una sola buena vez. Armar sin encontrar una “piedra filosofal”, sin poner cada pieza del rompecabezas de este juego de intereses que se apellida humanidad o descubrir, al menos, el hilo que me lleve al “vellocino de oro”, al espíritu esencial de la insatisfacción humana, es vano, pero la llama se consume incesante, extraviada. Se extingue en el medio del fogón improvisado. Avivada, laboriosa, actividad de los esperanzados comensales que atizan con esqueletos crepitantes de las ramazones. Vuelve a iniciarse. La llama queda de nuevo en la débil frontera de lo que es y no es. Frontera del pasado, presente o futuro. Disolución o gloria, permanencia o circularidad, evocación o recuerdo. Me pregunto en qué límite debo tropezar el fanatismo y la congoja, delirio o cordura. De dónde parte el ardor y el entusiasmo, denuedo y fortaleza para sobre andar las incitaciones del medio y la respuesta creadora. Si en algún momento, un hombre exhausto dirá que ya no puede más es la imaginación su existencia donde reviven sin cesar los personajes del desfile interminable de las peregrinaciones. Todos allí, en la
compleja y fantástica consecuencia del paisaje totalizador de la cima. Entonces, la oración se desenvuelve en nuestras manos entrelazadas, se hizo rezo, solidaridad y promesa, espacio cerrado para la solicitud, el oficio interior es extenso, intemporal: benedictus qui venit in nomine domini.
Ahora, la brisa suspira al oído, acaricia el rostro en el descenso raudo: trote mar, llegar a la hora, encontrar en la velocidad el sentido de la reivindicación, recreación particular, tangible y sugestiva de los personajes interpretados en la comedia, plasmados en la síntesis apretada, recreada y reflejada en una pantalla, que pueda hacer volar los sentidos, como cuando se apagan las luces del cine y los rostros ejemplarizantes, arrojados de Sundance Kid y Butch Cassidy, o la nostalgia desenfadada de Zampanó o la dureza de Citizen Kane o la danzarina altanería de Zorba el Griego, me cuenten que, a lo mejor no es necesario pensar tanto, la humanidad se inspira en los domingos, día del dolce far niente. Llegamos, uf. Todo se somete a la campana del largo peregrinaje. El deber lo interrumpe.
Domingo
De paso, en cualquier sitio, encontré escrito en el libro de visitantes que el destino es implacable en su horario y en su entorno. Su “absoluta insistencia” no es posible evadirla, grave ignorarla. Sin embargo, uno se ilusiona en que lo dirige. De pronto, con la sociedad insubordinada del tiempo, uno puede asumirlo. Lo valora en su complejidad cuando, hechos posteriores, iluminan la perspectiva y los espacios se reducen. A veces acude, casi de inmediato, en medio del zumbido de la turbulencia que se adhiere a la conexión de los prejuicios, las deserciones inducidas entre la abismal diferencia de lo que se busca y no se encuentra. Otras veces, se abraza sin alharaca. Entonces, uno se lanza hacia él, deslumbrado, asombrado, navegando en el efluvio de las propias intuiciones, con la fuerza de los encuentros a destiempo o, intentando repudiar dolores anteriores que deambulan por las amplias calles de la voluntad aventurera, inmersa en una quimera de juventud.
Y, son las despedidas pérdidas inherentes al riesgo. Con ellas se cambia de lugares, se adopta un espacio novedoso, se retoma el brío y el arrojo que se siente inagotable. La sospecha se esconde, pero a la vuelta de la esquina, la puesta en escena necesita de los mismos actores con los que se fue de gira por primera vez. Y, la representación, los personajes por siempre idealizados, carecen de circunstancias particulares que uno padeció, gozó o abandonó en la dispersión, en la propia sustancia del hado, en la superficialidad del haber vivido historias a medias.
Adioses. Quisiera que todo fuera la simple seducción consumada del olvido que no es voluptuoso canto de sirena ni agridulce sabor del sonido de unos motores del avión de turno, anhelo veleidoso de las bisuterías de un duty free o rostros enigmáticos de una sala de espera. Se vive un relato que, a veces, traduce actividades desordenadas, búsquedas nuevas, números y amoríos. Los otros, con los que caminé, amé, compartí, alcancé a soñar senderos amables y solidarios, ya no pertenecen ni al pasado ni al presente, sino a la instauración del propio patrimonio o acumulación de bienes.
Así, unos regresan. Al volver e interactuar, parecería que algunos poseen las dudas resueltas, por el sentido y la fuerza que le han dado a su existencia. Otros, uno los percibe ensombrecidos por el peso de su propia fábula. A algunos ni hallándolos, los encuentra. Quizás uno, inútilmente, busca en ellos la misma abreviatura, el mismo brillo en los ojos, la misma seguridad con la que percibí todos los verdes posibles del altiplano, cuando el DC–4 se fue elevando lentamente, con la cara hacia las nubes cargadas de un rocío anticipado, mirando a ciegas los complejos montañosos, cómplices del abandono de mi niñez y de mi adolescencia. Algunos recuerdos, en lo formal, se suponen: asociaciones instintivas de lo que ocurre siempre. Las emociones son ladrones de la paciencia, del bienestar. Enemigos recalcitrantes del olvido. No son confiables, traicionan cada momento. Por eso ahora, desde aquí, veo a Hernando que me trajo al aeropuerto. Presenté el billete de regreso. Hice la fila. Él, detrás del vidrio, levantó un brazo con la palma abierta, movimiento acompasado, con el rostro en nada. Lo demás: embarque, ascenso por la escalerilla movible de la aerolínea, silla junto al descansillo, mirando hacia el ala izquierda o derecha, el cómodo sillón, cinturón de seguridad… Las puertas se cierran, cuatro motores se encienden uno a uno. Primero, los de la izquierda girando, lentamente, las aspas a la par lanzan una estela de humo negro por el tubo de escape; luego los de la derecha para que aceleren a tope, el carreteo por la pista, el lanzamiento en dirección a la próxima y única estación.
Y, al aproximarse, luego de romper el tapiz de nubes que se agolpaba sobre el valle, descenso lento y sonoro hacia el campo de aterrizaje para redescubrir lo que uno ha ido acumulando en visiones nocturnas: escenas lejanas, avivadas por lecturas de paisanos, aquello que uno afirma como fundamento y precio de una herencia, vacadas, praderas, árboles agolpados y corpulentos, cañaverales en flor, ríos rumorosos y melancólicos, bocanada de aire nuevo que, caluroso golpea mi rostro. Entonces, el umbral crepuscular atrae el ventisquero particular del arrebol, ahora pálido y confuso entre el farallón del occidente, insinuando la vehemencia de la noticia de que el tiempo de verano ha terminado. En tanto, el automóvil avanza a casa por la avenida de la Base Aérea y las primeras sombras del anochecer.
Siseos nuevos. Espacios amplios, gente numerosa, todos parlamentan. Y la calle desierta de la una de la tarde, canto de chicharras desde las diez de la mañana, quietud y silencio de siesta, el campanario de la iglesia que da el aviso con música de las medias horas, agitado paseo del lechero de mañana, el grito de la vendedora de mangos en la tarde y arrullo inequívoco de las aguas del río de la noche. Todo es referido al destino que ahora es olor de comarca. Color de remembranza esparcida, fragancia de niñez: espanto de duendes, ahogamientos, patasolas, turbación de ardillas en el tejado, largos pasajeros de aire libre, presunción de libertad, bondad, prurito y veto provinciano en los rostros de siempre. Una atadura enajenada.
Nadie me quita lo bailao
Del museo Histórico Sarmiento tomó por Juramento. Se asumió en la práctica de la memoria elemental, audacia intangible que interpela, da trámite a la complacencia de imágenes atropelladas, citadas desde la espontaneidad de la propia evocación, en tanto caminaba por el lado contrario de la confitería elegida en busca de facturas y sánduches de miga para el tentempié. No permitió distracción. Pasó de largo ante el chasquido sorpresivo que desvió la atención de los transeúntes luego de la interrupción momentánea del rumor permanente y acompasado de los conductores que observaban circunstancialmente las normas de tránsito, entre otras, de que los vehículos deben deslizarse ajustados y silenciosos por el pavimento, aunque la avenida sea de adoquín, soportar a libre juicio también el apagón de los semáforos en el amarillo intermitente de la alerta. Lo cierto, se trataba del colectivo de cualquier número y línea, - no lo supo-, y de una 4 x 4, a la moda, instalada en el contraste situado en el pasaje cotidiano de lo imprevisto. Conduce, sin lugar a dudas, a la desazón de los pasajeros, tal vez sí, quizás no, y seguro a cualquier hilo de sangre de la contusión o la fractura, voces entrecortadas, descontrol, rostros en pálido guiados sólo por el trauma y la posterior paralización del tráfico, autoridades, seguro, ambulancia, dispensario, teléfono, aviso de retraso a la llegada al trabajo, opiniones, juicios y, luego, a otra cosa pero con la posibilidad de abrir un archivo nuevo, inopinado y amplio, posesión exclusiva del recuerdo. Continuó. Avanzó por la cebra ganando la acera de enfrente. Se detuvo un instante en el puesto de diarios, enseguida medio ojeó las tapas de las revistas y al soslayo detalló la nomenclatura en la esquina: Juramento con Vuelta de Obligado. Hizo la compra en la confitería. Jamón, atún, ricota y las facturas del día. Retomó la calle hacia la estación Barrancas. En el descenso se detuvo en la librería, retomó, –desconcierto reiterado de las coincidencias–, entre cajones, versos a disposición: Mis amigos no tienen cara/ las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años/ las esquinas pueden ser otras/ no hay letras en las páginas de los libros. / Todo esto debería atemorizarme, / pero es una dulzura, un regreso. Elogio de la sombra… Borges, – claro, dijo. Volver y la claridad memoriosa fue cine de noche despejada, colectivos de bienvenida y despedida renovadas de ida y de regreso, andenes impersonales de estaciones deslustradas por el tiempo y el uso, ruido inseparable de los vagones en una noche de largo: pesadumbre de barrios, transpiración de un sueño extenso al amanecer, invierno sobrio sabor a mate, conversación en la nada de un café, lo inesperado
Nadie me quita lo bailao
a la vista o búsqueda de lo “extraviado” en una fiesta improvisada y aparatosa, atracción invulnerable del rostro de perfil, ojos claros, lejanos, reflejo de la duda en el vidrio de un aviso del otro lado del salón, puerta inerme del curso ampliado del sábado a la mañana.
Siguió, pasó la barda del ferrocarril, topó a la izquierda la fachada luminosa y colorida del barrio Chino en contraste con el cielo aplomado. Bisuterías, tonalidades, informalidades, barullo, comercio, cuerpos afilados, masaje contra el estrés, cremas para la incontinencia y, la Casa China, oferta oriental con tonos de voz estrafalarios: Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte, / convergen los caminos que me han traído a mi secreto centro.
–¿Por qué desecharlas? Déjalas correr, se contestó.
Y así, la eclosión sin medida de un paro, la resequedad en una garganta de silencios, preludio de voz del otro lado de un teléfono, intuición omnipresente y premonitoria de la distancia, cercanía de un beso eterno en el asiento de atrás; en tanto, la ciudad giró entre calles averiadas, tráfago, plazas inundadas de ciudadanos, niños correteando, desvíos, pasos cortados por obras públicas, jamones colgados en los ventorrillos y, también pie de luces titilantes, anhelado siento tu mano tibia… o la noche pasada en la recepción de los baños medicinales e impersonales; avenida amplia y sin final, automóviles sin destino a lado y lado de la berma y, ellos, testigos incapaces, impávidos, manifesto ni entendimiento del significado inveterado de la extraña costumbre de vivir en el vacío sin retorno a la otredad.
Dejó atrás la alusión de los objetos relumbrantes, el indescifrable trazo de los caracteres, fugaz entendimiento entre sonrisas. Se encaminó por Virrey Vertiz, subió por Echeverría y se internó en la plaza Barrancas. Por el camino adoquinado llegó a lo alto, en él, kiosco y tango.
La grabadora difundía los compases con alguna precariedad: un, dos, tres, cuatro, dos por cuatro, ¿milonga o tango? Sinceramente, estaba lejos de apreciar la sutil diferencia entre melodía y movimiento, pero valorar la acción en redondo y la desenvoltura de un movimiento sin comercio, diálogo de los que se observan, preparan el asalto a la pareja en espera de una oportunidad–chanta o fulero, alicorado o subrepticio–, ¿quién sabrá del equilibrio en el puesto de observación afrancesado? Lo cierto, aquel movimiento que se expresa en sugerencia fecunda de un sentimiento triste que se baila. Absoluta concentración y cercanía: habilidad del profesor, torpeza de neófito, mueca irónica del sobrador, pañuelo expuesto y atado al cuello, aprendiz de compadrito; interés y debate ácido por contener la soledad, al menos ese día, tirando al caño los celos, desamor pero no el baile, cercana inclinación a la mutua proximidad de una pista de baile municipal, arrabal distante de la inmigración, rutina de un bulín traspapelado, frontera simulada entre lo público y lo privado, espacio restringido enmarcado entre columnas, pisoteo infinito; ir y venir de parejas en la apremiante unión de unas figuras de estereotipo. Y, en el intervalo…, Ché, bandoneón; creyó escuchar luego algo así como, no tuviste ni el viento a tu favor.
Entonces hizo el repaso: Llego a mi centro/a mi álgebra y mi clave, / a mi espejo. / Pronto sabré quién soy.
La noche es ahora pausada, tenue, invade de a poco los espacios abiertos que los edificios de departamentos han dejado la vereda libre para dar paso al parque en el intento
Nadie me quita lo bailao
de valioso refinamiento, introversión que da cuenta de las aspiraciones al buen vivir, quintaesencia del arraigo de la porteñidad: espejos ociosos, paredes lustrosas de las porterías, señoras con la compra, jadeo incesante de los perros, campera del diario, bufanda, encargado con voz de trasnocho, luces artificiales exuberantes detalladas en la fisura y la irregularidad de los adoquines, descampado y parejas relajadas en el sin tiempo de la atracción y el estertor de las promesas del amor. Dejó de lado la tesis y la hipótesis de los amores simples porque no le correspondió vivirlos y, conscientemente, abrazó la intimidad del anonimato de una sombra que se instaló en la media luz de los negocios llamando la clientela. Al paso, aparecieron dentro de sí hojas medio iluminadas, vibrantes ante el estímulo de la brisa que chocaba con los brazos colosales del ombú libertario, firme y ufanado en frondosidad, atado sin remedio a los gérmenes del suelo profundo del jardín del museo Larreta y formuló el introito de la periferia del sueño, aquel ritornelo que despierta la atención de quien escucha: hubo una vez un invierno sin itinerarios, ni Sur ni Norte, espacios descubiertos en las veredas sin pasado y sin presente, vuelo de un Jumbo de ruta aforada que esperó parqueado en la plataforma introduciendo un cociente de rechazo a las alturas y una ecuación temible e inconsciente de los tiempos por venir. Aurora etérea y pausada, extensa vigilia de un abrazo–residuo incompleto y virtual de unas imágenes impresas–, presencia sin sustancia de pesadillas que descansan al lado izquierdo de la cama y es eco suspendido, ya, del lado derecho, simplemente.
Guardó los sánduches en la nevera de la habitación. Segurito, la mucama de turno haría buen uso de ellos ante la perspectiva del oleaje y la tormenta inédita del día después.
La travesía se iniciaría dejando de lado las olas que se desharían en el talud, contención elemental de los muros ciclópeos del puerto: el canal, faro y balizas que restringen, sin pausa, lo caprichoso de todas las aguas resumidas del río.
Un horizonte de nubarrones cubriría en gris la ribera encantada de la Banda Oriental. Un cuerpo de aves de aleteo riguroso y estable, al frente la seguridad que el más fuerte desafiaría la brisa caprichosa, formando una vigorosa y tradicional V, vuelo rasante y espumoso, jugueteo de formas, seguridad indiferente, regreso rutinario que desafía el estruendo espumoso de las hélices de los rotores de velocidad controlada de cualquier travesía de cabotaje. Ellas desdeñan cualquier gesto desde cubierta, se guardan el desaire. Quizás la prisa, empeño y perseverancia, privilegio del paso de días libres de ataduras que flotan en los espacios vacíos indiferentes al azar, tal vez sea el olvido.
Saudades elementales
Dijo que el día anterior había regresado de Sergipe. Tengo una idea vaga por dónde se llega a Sergipe y, por supuesto, a Aracaju, donde hizo escala. Quise enterarme de más detalles, pero me respondió de una vez, sin rodeos, que sólo le interesaba estar por allá, arriba, piloteando el avión de carga DC–8.
–El cielo es más azul, las nubes amplias, blancas, no hay contaminación como por acá abajo, –dijo–. Continuamos la conversación cargada de la inofensiva trivialidad de las remembranzas. La vida es un debate continuo con la memoria que abre y cierra puertas entre encuentros y desencuentros.
Nos despedimos con la promesa de volver a vernos, en tanto la tarde se abrió paso entre las luces, el tráfago propio de las horas pico acentuado por la llovizna pertinaz de abril y la profundidad de la noche.
Los acontecimientos cotidianos, en apariencia, hacen tránsito a la nada. Deje así, se dice con frecuencia. Los hechos suceden, el olvido intencional o no – hiedra mitológica– de la existencia, absorbe todo con su aliento. Al menos, es lo que uno cree. Pero Sergipe y Aracaju quedaron allí como cabeza de proceso.
Brasil es un título nobiliario, refulgencia clamorosa, eco asentado en la representación íntima de una identidad erigida en el vaivén de la presencia y la inspiración: alma que abre y cierra a contrapelo constante entre lenguaje fluido y desparpajado, precisada expresión musical casual que libera sonrisas y aliento silencioso.
A decir verdad, el estímulo vino de regreso y fueron las noticias de los negocios por cuenta que un potentado, brasileño y boliviano a la vez, ahora colombiano, quizás ciudadano del mundo, que se hizo a una quiebra, Avianca. Bien dijo Felipe una vez: el dinero no tiene nacionalidad ni sentimientos. Toda una historia nacional que se hizo a la globalidad. ¡Ciudadanos del mundo!, eso creímos como lema de inversión: es posible que las consignas del capital sean resumen de la verdadera intencionalidad: el rendimiento del dinero.
Y ahí la memoria porfiada se da sus mañas para reformularse y hasta se presenta en exquisita representación que escapa al abrir un texto: Merci pour tout, Rio, 07 de agosto de 1982.
¡Lembro me!...como se fosse a hora da memoria/ Outras tardes, outras janelas, outras criaturas na alma/ O olhar abandonado de um lago e o frêmito de un vento / Seis
crescendo para o ponte como salmos… (…) Oh criação que estas me vendo, /surge mulher e beija –me os olhos/ Afaga–me os cabelos, canta una canção para eu dormir.
Claro, hora da memoria es un número de vuelo Sao–Bogotá, na la Avianca, una extensa caminata de extravío y noche en un parque (¡pasmo!un imposible metafísico a la sombra contrita de Sao, creí entender, hoy no lo sé); danza heterodoxa entre samba o candombe, qué se yo, ¡pucha vida!... un iniciado arrítmico, presuntuoso; un incipiente instigador del gozo, el futuro inmediato en un avión crepitante que rechina a tientas entre las nubes y la tormenta, promesa sin sustrato, cuerpo arrellanado en el tremor d´il primo adio. Y la madrugada: un atractivo y flemático gris sin perspectivas, fatigado rocío de ventana.
Louco amor meu que quando toca, fere/ E quando fere vibra, mas prefere/ Ferir a fenecer e vive a mesmo.
Fiel a sua lei de cada instante/ Dessasombrado, doido, delirante/ Numa praixao de tudo e de si mesmo.
Ley no es digresión, non fere, aclara lo vivido, actualiza y retoma. ¡Ainda embora! Entonces, otro vuelo es plácido e irrepetible: final de tarde, puntos en el firmamento paulista, Chegamos, Varig, meu irmao, o melhior do mundo. El aplauso en Congonhas, y allí: cabelhos compridos, sonrisa amplia, como si nada, anuncio, abrazo y palmitos al anochecer (voce non gosta da palmitos), pero sí de un verde lleno en Morumbi, Palmeiras Corinthias (un, do, tre, cinco mil, eu queremos que Corinthians va puta que o pareu), dicen a mi lado y es la trastienda de la insomne Avenida Sao Joao, ¿cuál andar? Eu ne me lembro porque me llevan ríos de paulistas al mercado de turmalinas. Festa do interior: plaza Ancheta, a caipirinha e Ibirapuera es un poema de longe, por cuenta de los afectos que reflejan lejano un rostro perdido en lozanía, desprevenido, desenfadado, siempre tra gente,… ¡Pucha vida!, dijo el paulista a toda mierda– Sao es un a toda mierda, de día, de noche– como si el VW le disputara el lugar al turbo a Rio sin presentar el pasabordo, Ponte aereo por Congonhas. O tempo…sombras de perto e sombras da distancia–vem, o tempo quer vida! / ¿Onde ocultar mina dor se os teus olhos estao dormindo?
Atlantida. Vamos y es Cirrosis, ¡ Ufi ¡ Ipanema. Atrás queda el extenso recorrido victorioso–guirnalda, salmo y samba para Santos Dumont– el mosaico es un hall para nosotros–, rapidito antes de que los frescos de los paredones nos lo arrebaten y lo enajenen para todos los ojos llegados del ultramar de los portugueses como aquella vez, ¿recuerdas? –Elle perdeu–se no mar!
A quem respondo señao a ecos, a solucos, a lamentos/ De vozes que morrem no fundo do meu prazer ou do meu tedio.
Por lo pronto, ahora es éxtasis: el onírico árbol Brazil abre los brazos del Corcovado pero es el Jardín Botánico, antesala del litoral, resumen del imperio extraviado en la antesala de la amazonia porque, sí, el vértigo del teleférico a Pao de Azucar no es oleaje, es marea alta sin bandera de peligro de Ipanema, tampoco el sumiso y preciso desliz del ferry a Paquetá que deletrea un atardecer en portugués, asentamiento cálido, simétrico; juventud apacible, florecida, ardorosa y embriagada de nostalgia: jeroglífico egipcio, lengua francesa, Colombia
Saudades elementales
incomprensible y enigmática. En la chistera quedaron esperando para el Google Hearth: Angra Dos Reis y el Grosso Matto
Nasco amanha / Ando donde ha espaco / Meu tempo e quando.
El estrépito de los afectos, A festa do interior no terminó. Prosiguió con feijoada, y un 6 a 0 Botafogo – Madureira. Zico inició la cuenta que no fue interrumpida por el incendio proverbial de un carro a media noche, cara hostil del taxista carioca y, al final, un adiós de madrugada: vuelo no directo, escala en Manaus, de largo, sin posibilidades de probar suerte en la búsqueda de la parentela extraviada en el gemido de las caucheras del 30.
¿Es o no? Ignoro, se infiere, entonces, silenciosa y en penumbra la macumba a los pies del Corcovado, piedra filosofal del descarrío inmigrante, Caderneta de Poupanca, y el paso continuo de lo esencial en lo local: Vinicius, Guimaraes Rosa, Amado, extenso apretón, intenso y desprevenido en el nuevo corazón sobrecogido que recita un presente hoy en la calle, ilusión actualizada, sentimiento que encuentra reposo en la extensión del territorio.
¿Saudades? Siempre indescifrables, a veces voce, casi siempre el tiempo que no fue. Lo cierto: nadie nos quita lo bailao… sustancia atesorada, versión propia y auténtica que trasciende el hermético tudo fechado, que sea infinito mientras dure Luna nueva. Hoy se eleva: oriente, es un redondel áureo, luz pródiga, acaramelada que se distiende por el descampado. En lo alto, cuerpos de nubes se dispersan, pero otros permanecen estáticos e inconclusos, intentan cubrir el horizonte, ponen a salvo un amplio margen invadido de luciérnagas que combaten con la atracción irrefrenable de los astros. El bosque se mece a ritmo del cefirillo de agosto que mitiga la ardentía del sol de la tarde. La vaguada refleja luces del Valle que enciende fogones, fragor de palabra queda y en suspenso para ser retomada en las extensiones futuras de la cotidianidad, sílabas contraídas que se intuyen como amplia perspectiva, un rostro ligero, ámbito desenfadado, susurro cercano se difunde en la quietud; rumor antiguo y reconocido, escucha atento, dice que en la noche seré emboscado por un duende trajeado de josefinas.
vida con lo justo
Al doblar a la izquierda, la calle corrió paralela a la vía férrea. Desde el asiento delantero del Chevrolet Impala precisó el ligero grupo de caminantes. ¡Por fín! Avanzaban uniformes, hombro con hombro, por el andén en medio de la precaria luz crepuscular. Notó visiblemente el contraste de estaturas, edades y peculiaridades de los cuerpos al desplazarse como si la escena hubiese sido ensayada de antemano. Sin detenerse, escuchó un monosílabo que interrumpió el silencio asumido por el conjunto porque antes de que el vehículo los alcanzara, se silenciaron de nuevo, quizás por el peso de los morrales del avituallamiento o por el sentimiento de frustración de una espera incomunicada que, por algunas horas, pareció inútil en el lugar acordado para el encuentro, tal vez, por la bronca que no precisa, fluye dócilmente y sin contención luego del incumplimiento de una promesa cuando de compromisos se trata, o simplemente, por el cansancio de un viaje de 180 kilómetros en un bus de asientos severos y pasillos estrechos de Coflonorte el cual debería haber salido a las dos de la tarde de ese sábado de agosto.
Pero no pudo ser. El vuelo llegó de Cali con un retraso de cuatro horas, de obligada y paciente espera –nada qué hacer– en el terminal aéreo, transcurrida en un tiempo de espacios circulares y turnos de a media hora cada uno: cafetería, librería, despacho de aeronaves, impersonal sala de espera y el encuentro persistente con la prédica en la nada de la chica de la agencia que apoyó su petición con un quizás sí, quizás no, a regañadientes; luego de los perseverantes llamados a la operadora auxiliar de la aerolínea en busca de un cupo negado sistemáticamente, a su vez, por el encargado del vuelo; el repaso al horizonte encerrado entre montañas, por si acaso, en una de esas, la torre anunciaba la llegada del vuelo procedente de San Andrés, liberaban el cupo esperado para embarcar a Bogotá. Y, sí, ¡uf!, adelante, entonces, a la plataforma de vuelos nacionales, al aparato por las escaleras movibles que acercaron los peones del terminal, encender los motores broncos del turbo, hacer el lento carreteo y poner el aparato en posición de despegar, de sur a norte, contra el viento y ahora obligado a sumar otro pequeño retraso, con las excusas vencidas y acumuladas desde la primera llamada del teléfono público del aeropuerto que se frustró; habían salido. Alzar el vuelo al espíritu maligno de los presagios del mediodía: un cumulus nimbus mimetizado entre vapores, eremita persistente del paso de La Línea, para luego, en el desenfado, percibir sin control posible, el movimiento constante de las alas y del fuselaje del Boeing; vacío inapelable de la última silla para avanzar
La vida con lo justo
hacia la obligatoriedad protocolaria de la radio ayuda de Ambalema; breves instantes de estabilidad para reiniciar un descenso en picada atravesando el banco de nubes terco, denso y plomizo. Victorioso, así, con los alerones desplegados, buscando el límite oeste de la sabana para un desplazamiento plácido por la pista de Eldorado.
Y, sin los escrúpulos propios de las esperas, raudo a cualquier bólido, animal o persona que lo acercara por callejuelas– atajos urbanos– a la autopista Norte con la ilusión, diluida de a poco, de embarcarse juntos. Pero, ¡eureka!, el pregonero de Rápido Duitama lo esperaba. Qué más da, son las cuatro, a lo que vinimos, se dijo y subió.
Primero, el tambaleo, frenazos descocados del tráfico capitalino, colgando de la barra herrumbrosa, adosada al techo para los de a pie y el piso para los bolsos, cajas, maletines de equipaje, encargos, aves de corto vuelo, pero, tranquilo, el sobrecupo disminuiría en Briceño. Luego, los que somos, porque el hombre compacto, de rostro esculpido en bronce–sol paramuno se apeó, dejó el puesto de la ventana en la cuarta fila, con su permiso, amigo, me siento–, pasó las piernas por encima de la humanidad del adormilado pasajero y, de nuevo, el equipaje apretujado entre las canillas, encima de la lámina corrugada, agujereada y robinada. Fue, entonces, cuando el animoso vientecillo del altiplano se fue colando por la ventana medio abierta ya que las fallebas sonaban a desajuste: al subir permanecía segundos en lo alto para luego caer estrepitosamente.
–Los úmbulos están gastados, dijo el ayudante, ahora que lleguemos a Sogamoso pueda que las mejoren, pero si quiere le pongo un cartón doblado para que se quede arriba.
–Gracias, mejor arriba.
Pero claro, aún no refrescaba lo suficiente, el sol a la izquierda se expresaba entre tonalidades brillantes, cubierto cada tanto y sin permiso por cualquier nubosidad inquieta y gris, eso sí, sin alejarse del cancionero estridente de las láminas soldadas en el desajuste de la carrocería que avanzaba rauda a la caza de los camiones carpados, macilentos y humeantes que subían a media marcha por el lado derecho de la calzada, con lo justo, como la vida; en tanto, los bólidos competidores los adelantaban sin alharaca por la calzada de regreso, esparciendo diminutas partículas de agua en el parabrisas del vencido en carrera, pensando siempre y además en la hora de llegada que en el pasajero que tímidamente interponía la mano. La ruta se achicó: carril de ida y de venida. El bus alcanzó velocidad estable–no había poblaciones en seguidilla ni pasajeros ni destiempo–, entonces se acomodó en el asiento. Por la ventana, al paso, desfilaron a ambos lados del altiplano minifundios limitados por setos rompevientos: eucaliptus, sauces, praderas de todos los verdes posibles, vacadas de consolidado kikuyo, plantíos de papa florecida y maíz diseminado entre colinas interrumpidas por cicatrices ocres, espaciosas, empinadas de los taludes de la ruta poco antes de lograr un nuevo descenso; bordear el serpenteo de un río socarrón y orillas de acantilado, playas limitadas por pasturas para retomar el ascenso hasta los pasos de altura y de llovizna de la cordillera interminable.
Lo apaciguó, entonces, la efusiva sensación de estar en camino, de reencontrar lugares familiares y espaciosos, referidos por la memoria, vestigios en evidencia: parcelas cercadas entre paredones de adobe erosionado, alambrados contiguos, improvisados ventorrillos,
La vida con lo justo
humo de chimeneas medio oculto pero vaporosos al borde de la vía, paradores de ahora, indiferentes a las administraciones del tiempo antiguo reeditado por el leve desfallecimiento que se esparce entre las curvas en medio de la altura, el altiplano y el olor profuso y sin filtros de la combustión. El cuerpo desmadejado del vecino del diálogo imposible, la concentración del conductor y el ayudante sentado en un banco al pie del timón colmó el bus de noticias interrumpidas de una radio que, luego, siseó de largo, expandió música irredenta y, el ronroneo cadencioso del esfuerzo se acrecentaba en cada ascenso, retomaba el descanso esquivando los rebordes empinados de las montañas hasta divisar un horizonte posible.
La circunstancia, la feliz fruición, gozo de aquella nueva travesía que reeditaba pasmosas coincidencias que los llevaban a una acuosa familiaridad de realidades afines, distinguió el cambio de ánimo del grupo que escuchó el saludo, presentido en el largo silencio que partió del puesto delantero del taxi.
Y, luego del abrazo, el saludo, beso sonoro en la mejilla, caminata y eran cuatro. Se alejaron pesadamente proveídos. Mario tomó la mochila de Ita, Ita la de Juanito y Susy se hizo la fuerte, llevaba la carpa. Las quebradizas luces municipales disgregadas entre ondas ligeras de la laguna, continuaron titilando al paso del puente. Luego, en los repechos del zigzagueo del ascenso, a la izquierda, se abrió el trazo iluminado de la fundación: el límite regulado de la población, luces en el relieve de las colinas, tenue columna azulosa de los fogones de las alejadas viviendas veredales, apenas insinuadas en portones llamativos, techumbres en adobe cocido, artesonados de madera redonda y recortada, contraste con el blanco de las fachadas en el dócil espacio del atardecer. En el medio, la espadaña de la iglesia. Imaginó el patio interior del claustro, las semi oscuridades de los pabellones internos que el práctico, planeador, director y constructor propuso a la usanza de la evolución ibérica para que fuese el centro de toda actividad comunal.
Avanzaron, pues, en conversación funcional: la anécdota, el campo de aviación, vuelo, resignación y, para qué más, basta, ya estaban ahí para ganar el alto, toparse con las edificaciones encaladas y elevadas alrededor de una ablución de termas. Pronto encontraron la meseta de acampar.
El sueño avanzó a la media noche. La llovizna agrupó a Susy, Ita y Juanito en el fondo de la carpa. Mario recostó el morral al pie de la puerta. Entonces, intentó sumergirse en la placidez. Afuera chisporroteaban, con el goteo, las huellas del fuego de campamento; luego escampó. Un impaciente fervor venció el cansancio, abrió el cierre de la portezuela, salió al descampado, revisó los templetes y miró el firmamento. Las nubes se habían desplazado dejando al descubierto la luz de los astros en el tinglado combado de la noche. Se recostó en una columna de madera redonda que sostenía el asador. La visión incluyó las osas, nebulosas y los imaginarios agujeros negros. Recordó a Nemo cuando Andrómeda señalaba a Orión, enfrente, un poco más a la derecha, los gaseosos contornos de la Vía Láctea pero la Cruz del Sur emergió allá, en el fondo extraviado de la noche. ¿Por qué la Cruz del Sur se reclinaba en las alturas del trópico si aquí había navegantes sin zozobras y brújulas sin norte? Aunque lejano estaba de su comprensión todo aquello, intuyó que era el perfil propio de la distancia, incertidumbre y orfandad las causantes de la duda. Entonces quiso poner a salvo los temores,
La vida con lo justo
apartarlos pero lo contuvo el perfil lejano y perfecto de Ita alejándose en el terraplén de la estación para justificar aquel mutismo, inexplicables cogitaciones que, sin duda, eran alimento de los titubeos que lo apartaron momentáneamente de la imagen lejana y en aumento: la carrilera interminable, los dos en difícil y único trance de equilibrio, caminando con agilidad inusitada encima de los rieles, manos arrebatadas al espacio, durmientes al paso del puente, creciente del arroyo, tensión y gozo del desequilibrio ilusorio, la locomotora inminente, oído en los raíles anunciando el paso del convoy de las cinco con el torpe bagaje de pasajeros trasnochados; la emoción del momento sin futuro, el regreso de la perplejidad a la complicidad ilustrada de Susy, rostro de sospecha, mirada prolija en el detalle crítico y amargo del resquemor, reclamo certero, permanente, enmarcado en la sonrisa fingida, cabellera alisada y a los hombros, la irrefrenable cercanía de los destilados del padre de Susy: delenda est Cartago, había dicho emocionado antes de ingresar a las lavatorios nocturnos de las termas, terminando el discurso, reclamo reiterado e inconsciente de la realidad partidista, socialista, comunista, cristiana, jerarquía eclesiástica, religiones comparadas, Islam, el Muro de Berlín, la represión, los militares, los políticos corruptos, la medicina imposible, las desigualdades sociales; en tanto, los vapores se disolvieron en el espacio cubierto de los termales, corrieron por la luz artificial y se concentraron, finalmente, en las claraboyas. La voz se alejó: llegaba tarde, cansada y entrecortada a los despreocupados espectadores del andén de la piscina con la representación de una antigua y paciente historia de barrio, clisés semanales, diarios, anuales, ignorada por la mirada indiferente de Juanito.
La oscuridad se iluminó entonces. Refrescó. Tomó la chaqueta, se abrigó, contrajo las extremidades, acomodó la espalda contra la pared del asador; la brasa residual y la cal adherida en el improvisado espaldar lo caldearon y, como huyendo del lugar, desfilaron seductores fulgores de la hoguera de campamento, extravíos en bosques patagónicos y tropicales que concurrieron a la hacienda del sólido refugio libertario; allá, detrás de la colina en el aeropuerto del dictador, el frailejón, las voces dispersas en la oquedad y el eco de las salpicaduras del nado raudo, sin límites al extremo del ojo de agua de la cordillera, las distribuciones estrictas, el llamado del Ángelus, los besos sin olvido, el ideal y la aventura al encuentro de sí mismo. Luego, la espera.
Estaba allí en medio de un torbellino de planos de abigarrados desencuentros, hoy rocío y ahogo. Ita se acercó entre el entumecimiento de un anhelo auténticamente renovado. Estoy, dijo. Sin reclamos ni pasado, murmuró. El desorden de la cabellera se apostó en su pecho, en tanto el cuerpo dócil y ligero se estremeció al compás de los latidos que los condujo a un espacio intemporal que disipó el letargo. La oscuridad se iluminó de ojos claros.
Ella durmió en la orilla/ Tú, en la cumbre de una rama.
A la manera del día
Empuñó con fortaleza el pasamanos adosado en lo alto de la ventanilla derecha del jeep. Orteguaza apagó el motor, le ordenó encargar almuerzo para cinco personas en lo de Benilda, regresar antes de la una de la tarde y esperar estacionado el tiempo que fuese necesario en cualquiera de los flancos de la plaza. Abrió la puerta, giró el cuerpo hacia la calle, cedió suavemente las piernas hacia afuera quedando suspendido un instante en el vacío; la gravedad lo atrajo al pavimento con firmeza hasta quedar erguido; se alisó el cabello canoso y ralo, avanzó con decisión por la calle vacía dejando a espaldas el parque central en donde un único paisano extraviado adelantaba el paso en mareo de juego a pérdida al mayoreo, desafiando la neblina al menudeo. Se deshacía, escapaba a la retaguardia vaporosa de los bosques de niebla colindantes dejando en evidencia espacios prometidos sin impedimentos, asentados con prudencia a los primeros fulgores asociados a los verdes, rugosos y sólidos astiles de las araucarias vecinas de las bancas macizas en granito que la municipalidad dispuso todo el tiempo atrás, permitiendo identificar, como una invocación y alguna claridad, las siglas de los benefactores.
Alborada que se sentaba en propiedad. Entonces atravesó la calle, se acercó al edificio de la Alcaldía; Orteguaza, en tanto, se acomodó en el asiento del conductor, se pulimentó el bigote a la vista del retrovisor, aceleró gradualmente, miró de soslayo cómo el doctor ingresaba a la Alcaldía, se instaló los audífonos y dejó deslizar el vehículo paulatinamente calle abajo.
–Buenos días, doctor José Augusto, saludó Gómez.
José Augusto Peñaranda respondió el saludo de mano y preguntó al portero por su familia. Gómez acentuó con la cabeza.
Hasta que la norma legal de asignación de funciones del Servicio Civil ordenó, mediante decreto nacional, la definición y aplicación de funciones, proceso que llevó dos años de implementación entre la expedición de la norma hasta su aplicación, fue por tiempos el cuasi factótum de la corporación. La ley incluía dotación de uniforme, pago de riesgos profesionales, horarios previamente establecidos por escrito y, en caso de urgente necesidad, dotación de teléfono móvil para comunicarse con la Policía, Cuerpo de Bomberos Voluntarios, Ejército Nacional cuya vanguardia había quedado acantonada en la periferia del municipio, hospital local y la gobernación del departamento. En la práctica, el teléfono daba cuenta de la
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hora y fecha con precisión, siempre y cuando la pila estuviese debidamente cargada, las demás funciones llegaban retrasadas por la morosidad en el pago de la cuota mensual con cargo a la secretaría de Gobierno, es decir, a las penurias presupuestales, trámites burocráticos en la recolección de firmas y urgencias mayores, así como el agotamiento del plan por llamadas de favor especial solicitado cotidianamente por los funcionarios. La reglamentación desbalanceó con alguna diferencia los ingresos de Gómez, entre otras, porque sus oficios informales eran tan amplios que iniciaban en la mañana acarreando desayunos a los funcionarios, un poco antes de las diez de la mañana y, finalizaban a las seis de la tarde con los últimos cafés, refrescos o tentempiés para todos. Lo llevaba a cabo con esmero y cercanía, pasando por los visitantes del señor alcalde o funcionarios de alta, media y baja jerarquía. Las dádivas se convertirían en emolumento, en tanto, llegaba el pago de fin de mes, en dinero contante cancelaba los vales que, rigurosamente, los administradores de los ventorrillos guardaban con seguridad, dado que los frecuentes vaivenes financieros de las administraciones municipales hacían de los retrasos una constante en la retribución de los recursos. Entonces, en el cuadre de cuentas, Félix Gómez era determinante, se constituía en el principio y prueba de sus estímulos, como también, la claridad y determinación en la cesación de los servicios cuando el empleado de carrera, libre nombramiento o contratista se alcanzaba en los dispendios, situación frecuente, es decir, la costumbre en la práctica era de que si la morosidad se generalizaba por el no pago de la mensualidad por parte del municipio, los servicios se continuaban prestando a la espera que el mismo Gómez diera aviso de que el estipendio llegaría; en cambio, los que se salían de la regla de confianza del crédito abierto eran suspendidos sin mayores explicaciones con el sacrificio inusitado de las comisiones de Gómez.
Capítulo aparte merecería la mensajería personalizada acogida, más que todo por el señor alcalde, cuando de citaciones se trataba a cualquier paisano, mujer, hombre, profesor, adinerado, hacendado, prestamista o contratista que Peñaranda trajo inconscientemente a la memoria por haber sido comunicado por estos llamados; en tanto, dio un paso al frente, continuó hasta la puerta cancel, se topó con los espirales de los barrotes labrados en madera consistente de comino de cordillera, curia y paciencia; dejaban entrever la amable vista del patio interior donde florecían rosales añejos, azaleas dentro de los perfiles del jardín que convergían al centro donde la fuente retozaba y encuadraba, entre figuras anárquicas, constantes, transparentes y sonoras, vuelos rasantes de azulejos y asomas, siluetas de torcazas que, ávidas y ansiosas de condumio, surcaban aquella mañana pródiga y muda.
Gómez ingresó con parsimonia la llave, abrió el paso a Peñaranda, quien franqueó el umbral, avanzó, tomó asiento en el extremo de la banca de las esperas: sólida, ancha, brillante, cómoda y apacible donde los ciudadanos hacían puesto, presionados, tantas veces, por las circunstancias, citaciones, tragedias, insuficiencias apremiantes, trámites urgentes, solicitud de favores, permisos, subsidios, levantamiento de embargos, aclaración de linderos, arreglo de caminos, pago de impuestos, recursos contra multas, esperanzas de contratos o, el juego político que acomete, por excelencia, el aire de los sitios públicos donde se ventilan consejas, lanzan candidaturas veladas con la ambición de subir al segundo piso. A la izquierda, se dicta sentencia sumaria ante tal o cual decisión controversial o da rienda suelta a la crítica insepulta
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y memoriosa de las alcaldadas. Los ciudadanos esperan de los funcionarios la palabra de aliento, eufemismos en buenos modales y dilaciones. Una verdad escueta o enervada en medio de tanta revoltura que reembolse en casa alguna fantasía de futuro.
Reconoció con la mirada el detalle de los dos pisos del edificio; la casona estaba en pie, dignamente erigida, años después de la fecha de la fundación del municipio en 1947, como testimonio fiel de la propuesta arquitectónica a la usanza de la estampida colonizadora entre la cordillera agreste y la tierra baldía: en el primer piso, amplios corredores asentados en tablón cocido a temperatura decidida, desiguales y rústicos que el tiempo, el tráfico incesante de los parroquianos fue desajustando y fracturando, hasta la necesidad de ser reemplazados mediante un contrato llevado a cabo dentro del presupuesto del año anterior, aprovechando que el segundo piso fue remodelado, mediante decreto de urgencia. La pasada administración había tenido que reemplazar las tablas de la madera insigne y sonora – al día, imposible de conseguir–, puesto que fue invadida por broma, situación a la que le habían dado largas por falta de recursos ajustados por la estampilla aprobada por el concejo municipal, hasta que una dama visitante, venida de lejos, tuvo la escasa fortuna de pisar en el extremo de una tabla desmontada de la chambrana, la cual cedió, ocasionando un accidente que, por suerte, no pasó a mayores pero produjo agrio debate en la sesión siguiente del concejo ya que en aquel momento la administración tenía dificultades de “gobernabilidad”, específicamente con un concejal que impulsaba el contrato de dicha remodelación para con unos de sus amigos, a lo que el Alcalde respondió con sagacidad con el decreto de urgencia manifiesta, adjudicó el contrato directamente pero fue demandado ante el Contencioso. Ahora, aún está a la espera de ser resuelto con el argumento de la defensa del municipio: evitar males mayores. Gómez ofreció café a Peñaranda quien rechazó el ofrecimiento con amabilidad y cercanía, en tanto, el olor a cigarrillo envolvió el espacio. Peñaranda invitó a Gómez a sentarse, agradeció, pero se corrió al otro lado de la banca, a la espera, dijo, de que alguien llegase más temprano, debería abrirle, poco antes de las ocho de la mañana.
–Su familia ¿cómo está doctor? Hace tiempo que no viene por aquí doña Mariela, y sus hijas, Dorita y Matildita, preguntó Félix con familiaridad resumida y comprobada, rostro de seguridad consentida, conocimiento y comprobación durante el paso del tiempo.
–Bien, muchas gracias, respondió Peñaranda, ahora anda por donde la mamá de ella, mi suegra, se fue un tiempo largo para la ciudad, descansa de mí y de las ausencias propias del trote de la política.
–Ajá, la política es muy azarosa. Tanto compromiso y pedigüeñería…dijo. Ahora el énfasis se hizo acento de auto impugnación, desconcierto por la próxima respuesta confirmada, arruga de gesto cobrizo y acortado, ojos negros revueltos entre las córneas enrojecidas, jirones de cabello desordenado, medio cano que se esparcía por la base de la cabeza.
Al que le gusta, le sabe, decía mi papá.
–Así es, en cambio estoy cansado de tanto traslape. Ya voy juntando papeles para la pensión, conseguir algo luego, para completar. Por suerte tengo la casa que usted me ayudó a conseguir con la ley, esa de vivienda rural.
–¡Vea, ¡qué bueno! ¿Qué falta?
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–Un año, respondió.
–No, hombre, me refiero a las cotizaciones. ¿Están al día?
–Pues, de eso le quería hablar, a propósito, no lo sé, he ido a la secretaría General pero no me dan razón clara. El secretario de Obras, donde trabajé los tres primeros años, ¿recuerda cuando usted era concejal, doctor?
–Verdad, ahora recuerdo que después te pasaste a la portería por cuenta del Gobierno, allí has estado.
–Hasta allí todo en orden.
–Pero lo pasado…es un verdadero dolor de cabeza, los archivos del seguro y los pagos desaparecieron.
–¿Verdad?, es necesario buscarlos, si no pedirlos mediante Derecho de Petición, pero hacerlo rápido no te agarre la noche.
–¿Usted no me puede ayudar ahora que suba en su recorrido por las oficinas?
–Lo haré, pero a Dios rogando y con el mazo dando o que yo sea Dios, quizás, pero a las circunstancias hay que ayudarles.
–Claro. Pero, ya verá, por aquí después de que ganamos las elecciones estamos todavía celebrando. Mire, en Planeación, el secretario de la L, Eberney, poco viene a trabajar porque dizque está muy ocupado en el levantamiento topográfico de la vía al Salao; el alcalde, ya verá…si usted no le avisó que venía, por aquí se aparecerá a las diez u once, estuvo hasta tarde en una reunión con los de Gestión del Riesgo; el tesorero, sabe de sobra que es amigo nuestro y harto costó que lo nombrara el alcalde por el problema ese de los votos en Sololao, todos los días dizque pasa, primero por el banco certificando las consignaciones, constatando si los giros de las participaciones del gobierno central han llegado; cuánto el ingreso de los impuestos y las contribuciones especiales, dice que lo hace personalmente porque hay mucho truco en esas transacciones –la vida está llena de trucos– dice, pero, ¡qué va!, amanece en la finca que tiene por La Cristalina y de allá acá hay más de 15 kilómetros; la secretaria de la Alcaldía, para qué, ella sí llega temprano, suele demorarse un poquito abriendo puertas y los despachos después de la remodelación del segundo piso, hubo cambio en el despacho del alcalde que quedó con vista al parque, la acompaño abriendo una por una porque las aseadoras las dejan cerradas cuando salen por la noche, esa fue la orden de ella; gusta medio abrirlas, como son piso techo, a la antigua, pesadas, airean y los primeros rayos oblicuos de sol destierran los olores concentrados que han dejado en el ambiente los paisanos que entran y salen a toda hora. Luego se pone a hablar por celular, será por eso que yo no tengo minutos, a la espera del jefe. Mejor dicho, esto empieza dentro de un rato. Luego de que ella llega va apareciendo el secretario de Gobierno, Rafael, es cumplido, consagrado y, por ahora, las cosas van bien, no ha habido muerto por estos días, el último fue por el camino a La Argentina, pero dicen que fue por robarlo, no faltan los facinerosos drogados o qué sé yo, opuso resistencia, lo dejaron tirado en la carretera. Era el hijo de Marcial Quevedo. ¡Ah, caigo en cuenta, sí señor! Probablemente en el cambio de oficinas se perdieron las constancias de las cotizaciones y ahí me tienen a la espera, lo mismo pasa con el almacenista, ese sí llega a tiempo, y hoy más, como el secretario de Obras, dicen que renunció – imagino que usted
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viene a eso–, a constatar qué pasó, pero dicen que los de la L le quitaron el respaldo por el debate que hubo en el Concejo en la sesión de la semana pasada. ¡Pobre hombre!, ya la mujer se le había ido desde hace un mes, anda por ahí como esos rascaniguas, echándole los perros a cuanta pelada pasa por ahí, pero cómo no iba a haber protesta si la maquinaria y la volqueta del municipio andaban por ahí, camaroneando; la excusa que dio al Concejo es que no tiene presupuesto, entonces, oí desde aquí, en la sesión, que por eso solo hay un proyecto y no tiene planos aprobados por Planeación, pero usted sabe que el jefe de él es Ismael, el del otro lado, claro como usted hizo coalición son ellos pero puede ser que juegue la doble.
–¿Estás angustiado con lo de los papeles de la pensión?
–Por supuesto, en el archivo no aparecen, ya los pedimos al seguro porque mis comprobantes los perdí en el trasteo cuando tuve que trasladarme luego de la inundación de la quebrada, ¿se acuerda?
–Claro que recuerdo, sí, aquellos fueron momentos angustiosos, completó Peñaranda, ¿Cómo haces para que no te afecte tanto?
–Hablando, respondió espontáneamente Gómez.
Se levantó, avanzó hasta la puerta, Gómez dio un vistazo, regresó, se sentó del otro lado de la banca; en tanto, Peñaranda abrigó en silencio la invasión de la zozobra, incertidumbre a tientas de alguien que carga un hecho tan relevante como la pérdida de los comprobantes de años de trabajo. Retuvo un suspiro largo: aire renovado, disperso, sin limitaciones; aura congregada, desperezada, profusa y plomiza que se posesionaba en el patio aquella mañana de miércoles.
El discurso incontinente remitido al sentido simple de la vida de Gómez, vestido de manida despreocupación, puso distancia el instante, pero progresó en el reconocimiento y cercanía mutuos. Los detalles precisos, desparpajo–lenguaje incesante de las manos–, contrastaron con un cuerpo menudo, dentadura en proceso de reconstrucción, asolado por la exposición al descampado, adversidad; acorralaron y desmenuzaron los hechos, luego de una pausa verbal la conversación se reinició con un gesto cuando la reiteración de nombres comenzaron a hacerse presentes, luego de un momento de distracción, Peñaranda recordó con atención los propósitos con los que programaba toda visita: día previo de precisiones a la hora de partida, vehículo, conductor, llamada de anuncio, combustible, llantas, encendido del vehículo comprobado desde el día anterior, auxilios de marcha, peticiones, favores o solicitudes de cumplimiento descritas sucintamente en un diminuto papel en el que insinuaba, con un giro o dos, el enunciado de lo por decir, guardado en el bolsillo de la camisa.
Al instante, preparación previa del objetivo, momento de figura indefinida, diluida en el vaporoso pasado inmediato adscrito a los celajes que ahora se disolvían mudos, graciosos, ágiles, liberando el escenario azul de la cordillera Central, asentado en la perspectiva del espacio insubordinado al solar de la casona y al barbecho desparramado de la antigua huerta orgánica del programa agrícola suspendido por carencia de recursos. Asumió con autocontrol y prontitud el futuro vacilante e inmediato, preparó el inicio del encuentro con los funcionarios desviando la mirada hacia los detalles desairados por la trivialidad, persistencia o trascendencia de cada conversación, disculpas, pretextos, compromisos ocultos entre los
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paredones de los despachos; peticiones escritas a mano o a máquina, ahora en computador del negocio de alquiler, claramente reconocido porque además ofrecía venta de minutos, llamadas a España, Estados Unidos, ahora, a Chile; estanterías de registros contables, proyecciones económicas, planos amarillentos, facturas del debido cobrar, resoluciones, nombramientos, actas de visitas a lugares conocidos y vistos. El universo municipal simboliza el punto de llegada y de partida de todo empeño e inconformidad permanente de la ciudadanía. Pensó en los desfiles de rostros contrahechos de los sobrevivientes de las catástrofes, afables en las fiestas, pugnaces en la contradicción de toda verdad extraviada entre rumores de procesos sancionatorios de funcionarios, esguinces de la ley, alegatos, intereses particulares moldeados por los partidos políticos haciendo de su representación un ideal de concreción informe y baladí de toda teoría política y utópica, emanada desde la racionalidad y el pensamiento de la inclinación política.
Contuvo abruptamente la clamorosa fuga de imágenes asociadas a los principios que le acompañaban desde el precoz inicio del quehacer político cuando escuchó el llamado, avanzó en los primeros pasos de la adhesión a la lenta actividad burocrática, tejemaneje municipal, pero lo entretuvieron las ráfagas de luz que se aventuraron a posesionarse del costado opuesto donde permanecía sentado, manteniéndose estáticas en el espacio del albor preciso del color encalado del edificio, frescura matinal de jardín interior que silenciaron las aves, rescataron los colores pajizos, azules de los ventanales, la chambrana y los balcones que pronto se ofrecerían al paisanaje y a la brisa que aclaraba las figuras insinuadas del amanecer.
Funcionarios: uno a uno, a su aire e individualidad, como regodeándose de un amor en los oídos; otros en circunstancial confianza: diálogo franco, confluencia de preocupaciones comunes sobre aguando en la futilidad inherente de la cotidianidad, salvaron el portón sólido, añejo y sufrido. Algunos saludaron la mano que Peñaranda alargaba con decisión, repetía la proximidad de los nombres propios; los no conocidos fueron presentados por Gómez, mirada a los ojos para luego tomar el ritmo cansino de Lo Público. Exaltación, estimación, inclinación y enaltecimiento de la pausa, receta espontánea y reconocida del encubrimiento de los errores, la “reflexión”, apego a la normatividad para procrastinar sistemáticamente el “cuidado” del bien general, aunque, de verdad, primero lo mío. De la quietud y el corrillo, al movimiento: puestos de trabajo, puertas abiertas en rutina funcional, encendido de los equipos de cómputo, comunicación, repique de la tonadilla de la marca que inunda el espacio cuasi mudo, y espera en el banco del momento de la actuación del día. Gómez se alejó a la puerta, se enclavó en el profuso espacio de lo inmanente, trascendente, infinito e indefinible movimiento de la palabra de Dios, invitación fluida, voz grave y elocuente del predicador que machaca a diario versículos del Antiguo Testamento: la Buena vida en el Señor, castigo eterno sin purgatorio ni intermediarios, petición, dádiva urgente en los templos consagrados, porque al cielo se llega por las actuaciones terrenales y solo con Él y en Él, afirma la voz radial que se ha disuelto ahora en el vestíbulo, queda con Gómez porque la atención transitoria es desviada por el saludo de beso sonoro de Eunice–ahora se estila así–, cuando hace su ingreso con inclinación, copia glamorosa, la secretaria de la Alcaldía.
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–Cómo está de bien, Dr. Peñaranda, ¡qué milagro!
–Muy bien, Eunice, gracias. Sonrió levemente, extrañó que ahora no rechazaba internamente las rotundas bienvenidas, entendió en un tiempo que sonaban a simuladas, para hoy aclarar que el trabajo y las responsabilidades asociadas a él, de hecho, distancian e individualizan a las personas.
–Vamos al despacho, sígame, pensé que ya estaba arriba, pero como siempre, usted no avanza sin ser invitado.
–Costumbre antigua, Eunice.
Las escaleras y el tablado redoblaron los pasos de Gómez. Peñaranda y Eunice hasta el descanso. Entonces Gómez se adelantó con agilidad, subió el último tramo de dos en dos, avanzó por el corredor del segundo piso que daba al jardín quedando en evidencia la licencia de la construcción en L; la luminosidad que avanzaba se colaba por las hendiduras de los segmentos de madera que conformaban la puerta piso techo, entrevieron un sinfín de partículas coloreadas suspendidas por el recinto establecido en el extremo occidental del edificio. Entonces, el aire contenido las desvaneció, la calle quedó expuesta al balcón de los anuncios, discursos, dirección de las concentraciones del ejecutivo municipal. Ingresaron en plena autonomía los perfiles matinales que renovaron el despacho, en algún escritorio se planeó el vuelo y retozo sin consecuencias de una hoja de papel que se abandonó al azar. Gómez se despidió, quedaron solos a la espera del señor alcalde.
–¿Toma algo, Dr. Peñaranda?
–No, gracias, Eunice, Gómez ya me ofreció tinto.
–El alcalde Blandón hoy se demora. Tomó asiento.
–Me llamó hace un ratico, dijo que lo “entretuviera” mientras regresa de Bomberos, parece que anoche cayó una lluvia muy fuerte, normal para este tiempo, por allá en La Liborina, usted conoce más que nadie, ¿verdad? La quebrada arrastró mucho barro y no sé, parece que hay un niño magullado y algunos daños. Me dijo que llamara a la Personería y al hospital, por si acaso. Esperemos noticias, quedó de llamar apenas tuviera nuevas, mientras tanto, si quiere, le voy pasando las actas de las últimas reuniones del Consejo de Gobierno, sobre todo, la de la semana pasada, cuando se decidió aceptar la renuncia del secretario de Obras, pero venga, déjese querer, ¿le sirvo un cafecito? Sé que le gusta a esta hora.
Eunice se levantó del escritorio, Peñaranda permaneció sentado en el asiento de recibo. Ella y su solicitud, forzaron la mirada de Peñaranda a seguir el condongueo, taconeo sonoro de figura estilizada y lozana, cabello corto, lacio y oscuro con rayos aclarados de la mitad del largo hasta el extremo final, vestida a color uniforme en fucsia ceñido al cuerpo, candongas sonoras y en desproporción a la ligereza de la silueta, hasta desviarla a su escritorio en el que permanecía como testigo un diminuto oso de peluche en el extremo derecho del escritorio.
Desde su primera alcaldía, Blandón se distinguía en la escogencia de sus colaboradoras: la de mostrar de cada casa. Conocía la familia de Eunice, militancia política, fidelidad a los postulados del partido de Blandón que se traducían en cauda necesaria para hacerse a la victoria. Pensó en el por qué de tanta solicitud, respeto, quizás distancia,
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representación práctica y filiación política de cohabitación, tal vez, edad o alguna cercanía con la familia de su mujer, ausente, por ahora. Lo cierto es que ella expresaba con gestos, manejo, seguridad en su función, así como también, enterada de que su figura y recorrido, información a la que accedía con estratégica prudencia, le daban ascendencia en la comunidad.
En su lugar, luego distrajo el miramiento al despacho: piso rutilante, machimbrado profundo de maderos de montaña en el que se reflejaban las sombras vagas y esparcidas de las astas de las tres banderas estáticas a la espalda del despacho del señor alcalde, afirmadas sobre pedestales sólidos de comino crespo. Del lado derecho, la fotografía del presidente de turno y el Libertador a su lado. En el escritorio, amplio arrume de papeles que Eunice iba ordenando de abajo para arriba en la medida que iban llegando por el ascensor manual cuya portezuela permanecía abierta en el extremo de la pared izquierda. El sube y baja, accionar de la polea desde el primer piso, diario vital del desarrollo de la acción administrativa, firma de la cabeza de la administración. En la pared medianera, entre el recibo y la secretaría, la fila de sillas estoicas y sin gracia en las que los ciudadanos de la cita de los jueves esperaban sentados, ansiosos, repasando en la intimidad de su instinto detalles de las solicitudes, comentarios, interminables litigios de linderos, aplazamientos, cauciones, apreciaciones, informaciones, pasivos a la espera de la dimensión práctica imaginada y sin mesura de que la autoridad municipal hiciera eco de la omnipotencia divina para solucionar todos los entuertos y ambiciones o, luego, al menos, diera un aliento cierto para reiniciar los fatigosos papeleos de los mandos medios y no tan medios; activos con el convencimiento inconsciente de que el ente municipal era poseedor de una cabeza gigantesca, resolutoria de cuanto detalle vagaba por la mente de los ciudadanos, pero, en la realidad, se desplegaba en un cuerpo raquítico lleno de tortuosos deseos insolutos que el impuesto predial iba sufragando a medias y, pesadamente, sólo para resolver una nómina limitada y comprometida. Esperaban, así, venidos de los extremados lugares del municipio cada jueves a la mañana, se apostaban nerviosos hasta que la voz aguda de Blandón dijera: el siguiente.
Regresó con el amable servicio del café. Peñaranda dejó las actas en la mesa de recibo, agradeció, ella sonrió aceptando, se levantó, avanzó tres pasos, se apostó en el balcón, dio la espalda al recibo, detuvo la mirada en el flemático movimiento del parque.
Vecinos: deseos de alma grande, pasos de ritual en cuerpo breve, encargo de la nonada. ¿Penas? Vestidas de colegial, paisano, acaudalado o indigente, quizás menos, quizás más, diligencia frustrada, informalidad sin tiempo, rutina desmayada y distraída en los brazos de los días sin trueno, indagación perenne del fulgor candente de la ocasión para la riqueza fortuita y, la feligresía que conoce de la indulgencia escasa, perdón prolongado y sin mesura del Señor. El café en el cuarto final de la calle de otro lado: encuentro, pitanza, palabra, aliento, presunción, aclaración, negocio, cita para después o un jamás, expectativa y perversidad; al lado, el garito del azar que se establecía en el capcioso espejismo de la noche, rebote de dados cargados y, en la plaza, el transporte anclado en el aflictivo pasaje a los adioses, espera excedente; el cuaderno de la compra en el almacén vecino con el título inalienable y libre del “después arreglamos”; llanto explosivo de la frustración que transita, anida la
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semántica libérrima de la interpretación, repaso denso de tragedias, código implícito de la colonización, fundaciones, frecuencia desalmada del desplazamiento, desembarco y sonrisa del recién llegado que advierte el parpadeo de ojos esquivos de la fortuna, enraizamiento del enamoramiento, compromisos conformados en el movimiento continuo de los significados que ahora se tornan en transparentes radiaciones de sol y descienden descuidadamente de la altura mayor y encalada de la espadaña de la iglesia hasta tomar posesión cierta y luminosa del paseo restablecido del parque.
–Doctor Peñaranda, interrumpió Eunice, lo llama el señor alcalde.
–Ah… sí, gracias.
Regresó al escritorio, ella le prestó el teléfono celular.
– ¡Jefe de las mayorías!, ¡Ilustre hijo de esta tierra! ¿Dónde anda? Esperó la respuesta al otro lado de la línea. Lanzó una imprecación casi imperceptible.
–Ah, perfecto, maestro, lo espero a esa hora. Colgó. Devolvió el teléfono.
–Viene a eso de las once, Eunice, en tanto, voy a dar una vuelta por las dependencias.
–Quiere que lo acompañe, doctor.
El tono de voz reveló la intencionalidad curiosa y conocida del celo guardián, a lo que respondió:
–No, mil gracias.
Peñaranda pasó del tono superior e interior a la tensión práctica de lo imprevisto, aceptación de la sorpresa que la asumía como una casualidad, oportunidad, inherente del ejercicio de la política. “Imponderables…”, dijo para sí. Tiempos detenidos, espacios propicios para la práctica e intencionalidad de perfeccionar otro arte del quehacer: contrastar información, precisar cotilleos…el saludo; luego, ocultamiento imperfecto de las emociones en el rostro expresivo que se inicia en el entrecejo, desciende a la quietud de las comisuras de la boca al paso por las arrugas de la nariz, el parpadeo constante de los ojos cuando las noticias son sorpresivas, tic del movimiento de los dedos que revela a los contertulios la inconformidad contenida al debatirse en el asombro del comentario inadvertido que confluye en una sonrisa amable y cordial y, de nuevo, apretón de manos, certeza pródiga entre las dependencias: parlamento fácil en la práctica de gobierno; avatares de orden público, aunque el turno ahora era para la represión por la remoción de las demarcaciones del bosque primario de la cordillera en el parque nacional compartido con el municipio vecino: siembra y laboratorios de procesamiento de estupefacientes, nueva propuesta de febrilidad alta, ambición de oro, corredores estratégicos, pasos al Pacifico; acción limitada, periférica al compartir la contención entre policía y autoridad ambiental en la diligencia de la aplicación del eufemístico “peso de la Ley” en una extensión territorial enorme; en el año –ya septiembre–, ningún homicidio culposo ni habilidoso, sólo riñas, sustracciones del común, generalmente fugitivos del infortunio, aunque por estos días, la acción administrativa–siempre con intencionalidad política creativa–, se enfocaba en la planificación, consecución de patrocinios, presupuestos obligatorios para las festividades, parrandas y cabalgatas de nostalgia que la tradición decretaba para octubre, día del santo patrono, san Remigio, en el parque y sus alrededores, este año haciéndolo extensivo a la periferia porque Blandón quería hacerse a los bastiones políticos
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de Peñaranda y sus tenientes, regalando felicidad contingente con bandas y cantantes–más barullo que arte, pero gusta–, sopores de bebidas fuertes de avance ciudadano.
El secretario de Gobierno se introdujo en el diálogo con tos nerviosa, interrumpida por las noticias de la avalancha, apurado rubicundo del rostro, movimiento intempestivo y ligero del cuerpo en la silla giratoria: se levantó, la evidencia cedió ante el tamaño uniforme del cuerpo, presión del abdomen que despidió, tiempo ha, el botón bajo de su camisa a rayas. Abandonó los anteojos en el escritorio, el olor a cera del piso se esfumó al recibir los residuos de légamo del camino de regreso que el funcionario informador del acontecimiento del niño arrastrado por la corriente dejó a su paso; silencio forzoso de los funcionarios subalternos que pasaban el turno entre audífonos interpuestos y la pasividad evasiva de los tres que navegan con licencia por la redes sociales y, la pregunta evidente de la renuncia del secretario de Obras, obligó a Peñaranda a una despedida intempestiva; Rafael, el secretario, lo despidió con palmada solemne, ademán que sugiere no ingresar en la región de la imprudencia que pondría en riesgo años de ambición y desvelo con los que obtuvo aquel nombramiento de relevancia municipal. El corredor del segundo piso abrió el paso hasta llegar a Educación.
Aligeró el paso, luego del saludo, cuando infirió que la funcionaria en propiedad gozaba de licencia de maternidad y, la encargada saludó con imperturbable displicencia–poseía el don pétreo del monosílabo–, vasta reverberación entre el sí o el no, la misma con la que radicaba en detalle las certificaciones diarias del magisterio: tiempos, estampillas, solicitudes de las escuelas rurales porque las urbanas pertenecían al ámbito de lo nacional, pagos en Tesorería, nombramientos, solicitudes de escalafón que tramitaba desde su restringido espacio interior, el mismo con el que citaba la Ley, artículos, incisos, parágrafos a los alcaldes de turno, secretarios, concejales, representantes a la Cámara, senadores, personeros, gobernadores, fiscales y hasta ministros, con su aplicación y rigor –ademanes funcionales–, en un rostro alargado y sin maquillaje que evidenciaba ligeras y esparcidas sinuosidades de acné juvenil, vestigios de un tiempo de letargo instaurado entre el ángulo lateral de una piel tersa de baños de agua fría al amanecer, frugalidad en la ingesta, rigor de cotidianidades establecidas sin segunda opinión entre labores domésticas, actividades solidarias y parroquiales que se ahorraban en un cuerpo estilizado en el medio de la fantasía de una soltería asegurada, condesciende, propiciada, adoptada y apostada en la casa de habitación a tres cuadras de la alcaldía, forzoso cumplimiento y preservación de la memoria, información escrita en los archivos custodiados con celo, ahora en vías de digitalización, por la vulnerabilidad de un edificio antiguo con componentes de materiales combustibles. Total, la Ley Nacional hacía claridades determinadas de las restricciones para cualquier “acción creativa administrativa” de un mandatario bien intencionado o idealista político.
Adelantó, luego de evitar el ingreso a Educación, por el pasillo enlucido, descendió por las escaleras traseras hasta encontrar Obras Públicas en estado de interinidad. “Siéntese, por favor”, invitó el saliente ingeniero, disperso en su accionar y, en el escritorio, contratos esparcidos para revisión, interminables actas de obra, consultas a la comunidad, seguro cumplimiento de los interventores, sorpresas en excavaciones, atraso en los pagos, obras
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no presupuestadas, planos revisados e inconclusos que deberían digitalizarse, topografía y computadores, impresora y la improvisación.
–Doctor Peñaranda, saludó el ingeniero Ricardo De la Vega, creía que estaba en el despacho de Blandón. Me encontró ocupadito, pero con gusto le atiendo. Se dará cuenta de que estoy entregando. Aún Blandón no ha nombrado reemplazo, seguramente usted viene a eso, quiero estar preparado para entregar rápidamente.
–Gracias, ingeniero. Sí, pero el señor alcalde aún no llega. Parece que está atendiendo otras cosas urgentes.
–Sí, esta mañana, luego de saludarnos, me enteré, por suerte, nada grave.
–Eso parece, respondió Peñaranda.
–Mire, esto aquí se complicó para mí, dijo De La Vega con voz de afirmación forzosa. Lo que ocurrió: el señor alcalde presentó un proyecto para el que fue necesario hacer una adición presupuestal. Es una obrita que mejora el alcantarillado de La Acacia, del puente sobre la quebrada La Princesa, usted conoce, no está en el Plan de Desarrollo que aprobó el Concejo hace seis meses. Claro, yo manifesté mi inconformidad en público porque mire, dijo haciendo mueca de desdén y tono de justificación, los concejales no quieren más obras inconclusas, me lo dijeron, hay demasiados reclamos de la comunidad para echarse otro encima; además, ocurre que la coalición es muy frágil, ahora tenemos uno de más, entonces, hay que contentarlo. El alcalde, luego de la sesión del Concejo me llamó, me dijo que lo había hecho quedar mal, mejor que me fuera, sino tenía qué hacer nuevos acuerdos y, claro, Rafael Pérez, el de Gobierno, le dio pedal. Pero, bueno… qué le vamos a hacer, mire eso no tiene ni siquiera levantamiento topográfico, dijo señalando el proyecto de Acuerdo Municipal.
–Agradezco la información, dijo Peñaranda, no sabía. Apenas me entero. Esperemos que llegue y todo se aclare, a eso vine. Pero siempre es mejor callar, lo que uno piensa, más en público, para evitar líos mayores. El alcalde debe estar incómodo, ¿quién sabe qué compromiso adquirió por ahí? No lo comunicó, pero está claro con quién, en la administración uno a veces cree que todo se puede hacer, así, sin consultar y, ahora, con tanta cortapisa que hemos adelantado en el Congreso para darle más transparencia a la contratación, es inviable, pero bueno, esperar a ver.
El ingeniero De la Vega se levantó del escritorio; Peñaranda y De la Vega mirándose a la cara, se despidieron. De la Vega lo acompañó hasta la puerta de la oficina, los funcionarios no escucharon el saludo, permanecieron en sus puestos; se detuvo, observó el cúmulo de actas y planos esparcidos por las mesas en aparente desorden e informalidad. La juventud, dijo Peñaranda, en tanto detalló a De la Vega regresando al puesto de trabajo; de nuevo, el cabello ensortijado y en anarquía, vaqueros desteñidos y amplios, camiseta ajustada al cuerpo atlético, botines cenicientos, cuello sobresaliente, oscuro, entre enrojecido y mestizo, combinado adquirido por la exposición solar, caminar de parsimonia y zozobra: “tal vez,– se dijo–, perder el empleo no es cosa menor, conozco la angustia de su búsqueda de bienestar, su compromiso con la causa y el significado que le da a su familia cuyo pilar es su trabajo, aunque ahora parece que no tanto…”.
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Un, dos, tres, cuatro, cinco pasos, se topó con el acceso interno a la Tesorería y Hacienda; en el fondo puertas abiertas, paso adelante, dos ventanillas de atención al público, cara a la calle, sabía que Román estaba incapacitado: comisionado de correrías y marchas interminables, votos, concentraciones, pega de afiches, sonido, agitación en perifoneo con consignas debidamente repetidas, listas; creador de trasnochadas, avatares, kermeses, atasco de vehículos con peso y sin él, con gente o sin ella, encuentros minúsculos de cordillera, atolladeros mayúsculos en vías deslavadas, trasbordo, atajos, visitas, disponibilidad y soltería. Ante todo, conmilitón dogmático: sueño grande en democracia, familia, quehacer político, mitigación extensa e indestructible del duelo perenne y desolado de la muerte de su madre, realidades cortas de servicio en la conspiración y gloria posterior de un voto más.
Se abstuvo de entrar, volteó, llamó su atención el aviso nuevo, reluciente y amplio instalado en la puerta: Almacén y Archivo, ubicado debajo de la escalera por la que había ascendido cuando Eunice lo acompañó al despacho del alcalde.
Media puerta abierta ponía en duda la atención, ante todo, al llamado Público Interno. Tocó la tabla de apoyo, al fondo del local apareció un rostro curioso que evitó, a propósito, levantarse del asiento. El joven encargado–supuso no había nadie más–, desconcertado ante el cúmulo de ventanas que emergían ligeras: imágenes, palabras, noticias, textos, juegos y luces del computador. Se acercó, Peñaranda preguntó si podría seguir puesto que no requería de ningún servicio, sólo detallar cómo había quedado el traslado y reubicación del que le habían hablado. Alberto lo detalló extrañado – nadie aparecía por aquellos lados salvo a solicitar archivos más o menos recientes, o enviar a empastar algún libro–, cada vez menos, registros de las ejecuciones presupuestales. No sabía de su filiación política pero el cabello lacio, mirada escurridiza, piel acanelada, estatura media, ojos negros idos a las ventanas abiertas de computador–urgencia de la que tomó permiso–, lo fueron siguiendo de soslayo hasta al fondo del extremo derecho de la oficina donde rápidamente detalló el apartado del Archivo Histórico.
Se acercó pausadamente a la estantería. En el fondo, volúmenes inmóviles: tiempo detenido, pasado diseminado en el espacio–pasmo de la espera perenne–, engrosados de humedad asimilada del papel impreso después de la inundación del 98; pasta dura, forros en percalina carmesí, lomo reforzado con espacios limitados en ocre, titulados como Anales, los números de los años señalados impresos en letras doradas medio dispuestas en el orden vago de la impericia del almacenista, al margen de los criterios que él, a su edad, hubiera adoptado; ajustó sus anteojos al entrecejo, los volúmenes transitaron por su mirada, se dispuso al reencuentro de una historia agónica y extendida en el espíritu del poblado en un renovado, “abrir de nuevo lo que no se olvida”.
Se dejó llevar por la imprecisión de lo formal: la irradiación de las diez de la mañana daba justamente contra los libros (sabía que a esa hora el ingreso de la luz solar por el tragaluz, ubicado en el entrepiso y el segundo piso, los podría malograr); el Libro Primero entre los años 47 y 57, estaba deteriorado y de difícil acceso para su artritis en avance, almacenista no es bibliotecario; había dejado un libro sin el lomo impreso a disposición y el orden consecutivo disparatado, entonces, un impulso de prudente dignidad contuvo los comentarios
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belicosos, de reojo miró al joven, constató la continuidad de su atención a las revelaciones absorbentes de la pantalla. Tomó entonces el Libro Segundo, 1957 al 1967, abrió sin mucho criterio en las páginas 65 y 66. Los párrafos residían por cuenta de la primera hazaña deportiva, acompañada en la página de enfrente por la fotografía amarillenta, mejorada en el revelado, notoria inscripción a máquina en altas, adherida con cinta pegante, daba cuenta de la reportería gráfica del momento y el encuentro final del equipo de fútbol en la celebración de la primera promoción que el colegio Joaquín de Caycedo y Cuero había logrado en el campeonato zonal y, allí, los componentes del cuadro que dio gloria al poblado en época dorada –el pasado decantado, extendido y distante representa un imaginario de colores dorado símbolo de valor y gloria conseguida–, tiempos de consolidación de la colonización, llegada de escurridizos y ansiosos compatriotas que conformaban un amontonado de familias de entre 2000 y 3000 habitantes entre niños, ancianos y adultos. Leyó detenidamente los nombres de los compañeros de aquel imbatible conjunto, hasta la goleada 5-0 en la final con el equipo del Miguel de Cervantes–, algún día un colegio llevaría su nombre–, pensó. Tal vez. Se sentó en el taburete sólido y heroico que servía de escalera para tomar los tomos en el cuerpo de la estantería mayor.
El equipo esperó con franca disciplina, ansiedad y rezo en un camerino de ramada lado sur de la cancha, en el extremo de la población, espera de Doña Eulalia, primera dirigente comunal elegida por unanimidad entre los primeros pobladores Las Camelias, segundo barrio de Los Altos, según el acuerdo de la ley vigente de Gobiernos Municipales. La evocación se vistió de colores amarillo y verde del Municipio, escuchó la voz trasnochada, profusa, cara ojerosa y sin maquillaje; cuerpo de andar pesado y cabellera atusada con la que Eulalia se apoderó del campo de fútbol con los uniformes recién confeccionados, planchados con prolijidad, confeccionados a revuelos con recortes incompletos, telas de diferente calidad y color semejante e imprecisamente calculados, traídos de la capital, concluidos con retazos informes recogidos entre las costureras y vecinas, terminados al mediodía, cuando, finalmente, pudieron plantarles con ganchos diminutos escudos del Municipio en el lado izquierdo de las camisetas– incierto lugar de la pasión por las causas–. El trazo fue tomado de un libro francés de dibujos de blasones; impresos en screen por don Jeremías, pionero de la publicidad exterior, fueron perfectamente empacados en papel de envoltorio. Los vecinos se agolparon a la orilla de la cancha, el entusiasmo nunca decayó luego del inicio de la catástrofe de la goleada al minuto 25 del primer tiempo, cuando un contragolpe derrumbó la barrera defensiva interpuesta con entusiasmo, poca técnica, desorden, resistencia y pundonor, aunque siempre, hasta el pitazo final, se escucharon aplausos y aclamaciones salidos del fondo del aislamiento oculto que trajina en la precariedad, incertidumbre, informalidad, certeza imperturbable del orgullo y carencia esencial de las fundaciones, urgencias de la supervivencia, ingenuidad sin tradición, entrega sin cuartel al lugar elegido entre la duda invariable y la frustración del destino.
Y, luego, el errabundaje: ausencia en rostro transferido al espacio: Ir y quedarse y con quedar partirse, desmayo extenso y afectuoso, inefable, incurso en datas traspapeladas; anécdotas refulgentes de recorrido simple, sugerido en la permanencia y referencia en los
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Anales; dilatada extensión que se abstrae en el destiempo no fechado, vano y desafuero del exilio: demonio en pena; pedir de préstamo un abrazo, voz, resonancia remota de cordillera y, el retorno obligado a los apremios viscerales de la pena mitigada luego de perpetuos exámenes preparatorios, hoy diploma amarillento expuesto a la luz de un despacho en casa, ejercicio postergado por siempre; lo suyo era otra cosa.
La radiación del instante se filtró por el agujero imperceptible de la pared proyectándose en aumento exponencial, interponiendo su figura entre el espacio limitado y la página abierta del libro de Actas del Concejo Municipal de Los Altos de Veraguas, nominación con ínfulas que desembocó para siempre en el término abreviado de Los Altos. Una hornacina dilatada, entrañable, memoria y nostalgia desperezó la saturación húmeda de la pared, soplo profundo puesto en el taburete, entendió entonces, que aquella exhalación obligaba las once de la mañana. Devolvió el libro a la estantería, se dispuso a salir, lo hizo en forma prudente, el joven Alberto Olarte continuaba embebido en las entretelas de la máquina, cuando en la puerta se topó con la carita lavada, la figura estilizada y la voz de sorpresa de Eunice. –Doctor Peñaranda, lo estábamos buscando, ¡se nos escondió! El alcalde lo espera. –Gracias, muy amable. Subamos.
El señor alcalde, Roberto Elías Blandón, había obtenido la victoria electoral más resonante de su vida. El voluntariado que asumió un movimiento de parroquianos con acciones imposibles convenció a suficientes votantes para que Blandón, quien encarnaba por comisión, los ideales de las familias fundadoras, lo llevaron a un triunfo avaro que jugó sus posibilidades con el argumento práctico de la inminente continuidad de la gestión dudosa enquistada en el pueblo por varios periodos consecutivos.
“Las victorias ajustadas se pagan con precios muy altos”, remachó con vehemencia y con reconocimiento a Peñaranda cuando había recogido, en compañía de sus conmilitones Gómez, De la Vega y Román, a muchos mediocres y apáticos conciudadanos que no alcanzan a reconocer la importancia de la representación política que, no era otra cosa, que la receta inestimable de la confluencia de los intereses particulares con los generales, los mismos, la verdad, decía –porque lo había aprendido de él–, Peñaranda, que la política es el arte de servir; cualquier conquista de credibilidad comienza por la toma de conciencia que para los paisanos, con tantas limitaciones–la economía de los pueblos está circunscrita a la supervivencia–, o sea, la condena mansa a la pobreza digna. Importante, es lo baladí que aclara lo esencial de la vida en comunidad como son el respeto a las instituciones, la solidaridad obligatoria del Estado como principio rector. De esta manera, emerge el valor de la presencia política y pública que es tan profunda como lo evidente que coexiste con la soberbia, compasión, ambición, temple, decisión, aceptación de límites presupuestales, prohibiciones legales, galimatías de los reconocimientos de las necesidades personales de urgente figuración pero que no se renuncian ni se pueden negar.”
Blandón prosiguió la exposición resaltando el símbolo máximo del enunciado general, como es el nombramiento de cargos de elección popular mediante el voto universal y secreto, que obliga a traducir el mandato recibido con nombramientos de libre remoción, el
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cual debe interpretarse como expresión del deseo de servir desde la óptica de las propuestas ganadoras con transparencia, austeridad en el manejo de los recursos, respeto por los entes de control y apreciación del riesgo y necesidad en las dificultades financieras que atraviesa cada campaña y administración posterior para llegar, así, a las comunidades con obras de saneamiento básico, acueducto de agua pura– insistió mucho en su pureza–, riqueza, decía, inconmensurable que se resiste a tratamientos sofisticados como en municipios vecinos y del Plan; estas aguas se reúnen por gravedad, sin limitaciones de contaminación porque llegan directamente de los nacimientos de la cordillera; asimismo, el programa incluye la instalación de antenas para mejorar las comunicaciones con el mundo entero, porque, insistió, aquí hay muchos coterráneos que viven en España, Estados Unidos, ahora en Chile, e invierten sus remesas en el municipio, así como otros inversionistas que tienen en mente desarrollar senderos ecológicos de talla mundial para avistamiento de aves o qué se yo más. Se debía coordinar con la autoridad ambiental, cuya presencia es, lógicamente, precaria. Igualmente, la sucursal de una fábrica de calzado para generar empleo, sobre todo a mujeres cabeza de familia– eje principal de mi propuesta–. Para todo ello, indicó, se requiere una alianza fuerte con el Concejo Municipal, por supuesto, la educación, de la cual somos consignatarios del Gobierno Central; la salud igual, un problemón en nuestras manos: insumos, atención básica, prevención y el hospital; también, las comunidades étnicas, río abajo, en los confines del territorio. En fin, todo lo que se deba hacer para complementar el saneamiento básico, las aguas servidas: en pleno siglo XXI, todavía tenemos barrios sin alcantarillado.
–Todo este plan de gobierno mío debe ser muy ambicioso, pero sin liquidez es un horror, prosiguió Blandón, la reiteración de la obligatoriedad de un mandatario es que se debería generar empleo, tal y como usted lo propugna, no calificado y continuo.
El monólogo se prolongó, en tanto la luz de mediodía perfiló, por fin, las siluetas del parque.
De la ventana, hacia adentro, el perfil anguloso de Peñaranda se estrechaba con la cara rozagante de Blandón, movimiento de manos que afirmaban y reafirmaban el discurso: enfrente uno del otro, reflejo del despacho que se apartó del meridiano del pueblo cuando las campanas anunciaron, al penetrar su tintineo por el frontispicio abierto, el anuncio del mediodía; un antes previo a la hora del almuerzo en el que se encubrirían ineludiblemente los comercios, la actividad y el deambular ciudadano.
–Sin devolver favores a quienes nos financiaron sería una verdadera desgracia. Por eso no entendí –sigo sin entender–, la protesta negativa de su amigo, el ingeniero De la Vega, cuando se opuso al contrato de esa obrita del alcantarillado de Las Camelias, le expliqué que debía avanzar en su contratación urgente, luego de que el Concejo aprobara la adición presupuestal. Hasta me visitó el párroco nuevo, Padre Macías, así que toda actividad de la administración pública supone dinero, conciliación de intereses particulares, consulta con la comunidad, avances sociales por medio de contratación, ¿cómo es posible oponerse a ello?
Peñaranda infirió con claridad que su intercesión sería cantinela inútil. El repaso memorioso y ligero de estos preámbulos concluían en la evidencia de que debía hacerse un cambio por principio de autoridad, pero, antes que nada, por la ampliación de cuotas
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que daría cabida a una nueva formulación de la coalición, ésta debía incluir el “esfuerzo solidario” por el bien de la comarca; ¿cómo corroborar en aquel mediodía de septiembre que la hoja de vida que sacó de su maletín y puso a consideración del jefe de la administración local para reemplazar a De la Vega no sería posible tramitarla con éxito ante tal nueva deuda adquirida? A mayor expresión fluida en el compromiso del titular, menores posibilidades reales de continuar con la representación. Sobradas razones le asistían, como también, la tentación de la digresión, en apariencia inconsciente, hacia algunas prácticas que lo conducían al encuentro de un éxito pasajero en las artes de la manipulación posterior que siempre había llamado estrategia y resumía: “en juego largo, hay desquite”.
Eco formal: cierre de puertas, cajones y pasos en avance precedieron al mutismo extensivo de la canícula. Obligatoriedad hecha clausura, salida rutinaria, apremio de finalización, conversación agotada al momento y hora: mirada de ojos dispares, distraídos, ahora, sabida respuesta. Un apretón de manos que promete continuar el contacto de acuerdo con la sucesión de aconteceres, confirmación de números telefónicos.
Peñaranda dio media vuelta, Blandón lo acompañó hasta la puerta, se dio cuenta que quedaba solo porque Eunice había trasgredido rauda el portalón del edificio; se instaló con agilidad en el escritorio, miró con particular acento y arruga de la frente, guiño imperceptible y privativo que afloraba cuando leía los textos o escuchaba la voz de los solicitantes de las llamadas perdidas; en tanto Peñaranda descendió hasta encontrar a Gómez, paso a la calle, detalles de nuevo: resuello de un pasado estático, lejano, decidido, representación o velo idealizado en la talla de madera del friso de la puerta de acceso; celosía de arabescos erráticos en una revuelta cariñosa de los Andes pero con la armonía que se intercala como culto a la paciencia ilimitada en el sin tiempo de un mundo condicionado. Orteguaza movió ágil el vehículo por el espacio libre de tránsito de servicio público que, instantes antes esperaban el invariable cliente postrero de la mañana, antes de seducir la hora sagrada del almuerzo.
Del extremo del andén adelantó el paso, cerró con fuerza la puerta, avanzaron pausadamente, doblaron por la calle inferior de la plaza hacia la salida de la población. Orteguaza alineó los anteojos en el extremo superior de la nariz, realineó el espejo retrovisor, condujo con el acallamiento propio del rastro diestro, arrugas apenas insinuadas, repliegue y abultamiento exterior del mesenterio calado por el efluvio pausado de los años nuevos, respuestas monosilábicas porque el recado del instinto es siempre el mismo; asombro de lo nuevo, pasión por las fundaciones, comunidad, progreso del prójimo colonizador zozobrado en el pasado de correría en correría, vereda a vereda, cascada a cascada, atolladero a atolladero. Puestos entre laberintos nocturnos de sueño rebatible, fugaz en el medio de la espera, anuncios, bandidaje, suspicacias, petitorios, sufragios arrojados a la torrentera, actas repintadas, rúbricas y extravíos contra evidentes, intercambio de favores que doblegaran la voluntad de los ciudadanos en víspera de los comicios; siempre airoso, Peñaranda, saludaba ahora desde la ventanilla al paso: la señora, en descarnada custodia en la ventana – de cara a la calle–, sueño del consorte trasnochado en el juego de cartas; el loco, inductor de temores de la infancia que regresa de la caminata consabida contrariando el retraso del transeúnte
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despistado, apurado o remolón de la hora del almuerzo y, en las terrazas, pausado vaivén de las ropas expuestas al bochorno como una revelación abigarrada de una tregua.
Y, en el avance, barrios nuevos renombrados e inscritos en Planeación Municipal, en la sesiones del Concejo, luego en la Asamblea y en el Congreso de la República como renovación de la revelación inmortal de una fundación; levantados entre ahogos de la posesión, apuro para fundirlos en concreto, tejas de cemento adquiridas a cuotas en la ferretería y, en las estrecheces, cocina apretujada, en contraste con las, poco a poco, supérstites casas del pasado sublimado de una epifanía ininterrumpida por los itinerantes básicos del modo de distrito certero: maderas interpuestas verticalmente, guarda luces enclavados entre tablas pintadas de colores emblemáticos- llamado de atención inaplazable de lo estético y espontáneo-, pisos en traviesas, segundos pisos encerados, implantados con piezas de trocero, bastas, adecuadas y lijadas posteriormente con el uso; extensiones ofrecidas del descubrimiento que el destino fue reduciendo a una cotidianidad de solares, huertas, animales domésticos, geranios de balcón, aguas canoras copadas por los avances de allegados amontonados hasta la última calle, final del poblado: un absurdo suprimir del horizonte que ahora se prodigaba a la canícula serena y luminosa– verdores audaces–, hileradas de matarratones amoratados, alambrados veteranos en herrumbre dividiendo en conjuntos de vacadas apaciguadas, quebrantada región de aluvión a la hora del sesteo, viento inmóvil, respiro de la estación fugaz que se anexa al fulgor lejano del follaje quedo de los cafetales y sombríos que confirman la certidumbre de los contornos sin que las oscuridades se tramiten en lo ambiguo. El día avanzó, plenitud, llegar siempre requiere de muchas estaciones… Lo de Benilda: mesa rústica, espera puesta entre manteles de hule y de matices, estridencia en el volumen del equipo –aires de despecho– y, el próximo de fogón ardiente, expresivo, cubiertos, sal, azúcar, nevera, licor y refrescos, austeridad extrema, asentamiento informal, lavatrastos ampliado, aguas servidas acopiadas en pozo séptico alejado por metros de la casa de habitación, corral de gallinas, cercado en platanera y, en la pared, litografías mareadas en el primer color de la escala, gestas de a caballo, de a pie: épica fragmentaria de pantanos y equinos cerreros, desbroce de selva, precursores de río próximo, sonoro profundo, golpeteando entre piedras.
Llegaron a su manera: amistad de conveniencia, propósitos altos con beneficio propio, ayuda al conglomerado como segunda o tercera opción, verdad de la renuncia – mejor así –, buena conducta al mayoreo, aislamiento de menudeo, la realidad política coyuntural avasallada por la urgencia de estabilidad administrativa de un programa previsto y apoyado en campaña, catarsis previa a la incertidumbre por venir. Benilda: oreja atenta, escucha de lo periférico, inclusive, rostro de entender nada, anuencia con monosílabos de las solicitudes concretas, previa al consumo para luego, a destiempo, repetir en síntesis precaria la fragmentación deformada y filtrada del recuerdo que, entre voces escasas, trocan un tema con otro otro, solicitud, vaivén de falda: Póker o aguardiente, tostadas, hogao, sancocho humeante y, el perseverante e infaltable: “estoy que me bailo” que irrumpe Martiza moviendo las manos hacia arriba, cerrando los ojos hacia abajo, pero otras manos se acercan, sirven platos a tope y a la mesa; rostro, rugosidades copiosas en cobre, caminar lento, cabellera
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negra, canas anchurosas entre cuello y talle y, se apostó el profundo sí o no del mediodía, en tanto De la Vega, Maritza, Herney regresaron ahítos, animosos, grandilocuentes, dejando de lado, por segundos, el titubeo del futuro, luego de la entrega del despacho.
El estímulo rítmico se contuvo, entonces. ¿El próximo encuentro quedaría a merced de la casualidad? La respuesta, en tanto, la respondió la corriente extendida con el rumor inalterable: ondulaciones informales entre golpeteo y exuberancia. Las radiaciones y el sesgo entresacado a los primeros efluvios de la tarde anticiparon la vista encendida del lado de la ribera contraria, murmullo y fuero inmutables de la inmortalización de la luz sin conjeturas, nube, bruma, farallón lejano, cañón, trueno, borbollón, raudal y avalancha, salto y periplo conquistado en la semilla: germen, margen, espesura, hoja, tallo, limo, espesura, himno, vigor de arraigo en el lugar destacado y simple que persiste aun en el ciclo de renovación.
–Las cuatro, Orteguaza interrumpió la enajenación de Peñaranda.
Lo oportuno, al momento, debía ser el regreso: un gracias, promesas de pronto regreso. El encendido: arranque, avance lento, chasquido irregular y sorpresivo de las ruedas sobre el empedrado fino del callejón de acceso, bamboleo del jeep al paso por el quiebrapatas y, al fin, la retoma de la ruta principal que deja de lado el balneario.
Dejar a Orteguaza en casa, retorno y saludos forzosos de los electores y vecinos no electores que interceptaron, a pesar del saludo distante y la solicitud repetida, promesa de otro encuentro. Ventanas que descorren los visillos, principio y creación del espionaje –lo vieron pasar–, tema de conversación a la noche en la intimidad de los hogares, luego del paso. Se despidió, citó a Orteguaza para la madrugada del día siguiente, en su casa, para tomar el vuelo a la capital.
Primera, segunda, tercera, cuarta y el jeep encauzó dócilmente, pretensión y resolución inspirada en la sobriedad de la tarde. El roce del viento se filtraba por la ventanilla, al interior, estertor estimulante que dio cuenta del avance tranquilo a casa. Experimentó a placer, entonces, de que el sol finalmente se ponía a la espalda, iluminaba el esplendor de colectivos aspirados y níveos de figuras redondeadas, alargadas, volubles, nubosidades apostadas en el éter de enseguida, el de siempre. Y, el desorden, la una contra la otra, coloso en marcha en el sin rumbo de lo funcional espontáneo; serenas composiciones, colores cercanos, augurio de nuevas primaveras por venir renovaron la perspectiva del avance y el atisbo entendido como que el ocaso se ocupó de los resquicios del sotobosque, guaduales, potreros y, de nuevo, se deslizó entre destellos de ondas oscilantes y canoras del río, al paso. El puente.
Instantes, un poco más, después del leve ascenso, el arribo a Los Altos del Recodo: crepúsculo, horizonte avivado y vaporoso que se desplegaría al paso de la vista del pavimento, señales divisorias del blanco luminoso de los dos carriles, ahora opacados en las tres últimas curvas en seguidilla bordeando sierra, erosión y talud hasta precisar, desde el penúltimo ángulo, la ambición de la casa. Ganó el falso plano anterior al portón, para entonces lo abrió, estacionó el vehículo en el garaje ubicado en la parte baja del desnivel, latió el dogo blanco, se atravesó al paso, le siguió adelantado, acezante y ligero subiendo, a buena cuenta, los escalones. Se detuvo un instante, pormenorizó en el descanso, el presagiado colectivo del sistema de baja
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presión oculto y diligente que ennegreció el dominio con la promesa incumplida del ocaso radiante, dominó de improviso y premura los espacios atorados de la cuchilla en serranía, enfrente, para luego, precipitar un turbión sobre la población. Suspiró profundamente el aura mimosa arrebataba al horizonte de aromas primaverales removidos por el aire fresco: resinas en un aglutinado de coníferas y espesura, yarumos, jiguas, leucaenas, variedad sin número en apurada competencia, apretujado arraigo entre blando golpeteo de ramazones, desparramo libre de hojas en el légamo sesgado de la montaña. Abrió la puerta, encendió las luces. Una racha de corriente precipitada y ligera ingresó conjuntamente con él y el alano atrajo pétalos, ramas ligeras y emancipadas, se dispersaron de inmediato por el vestíbulo, movilizaron las cortinas, lámparas; el cencerro repicó con profusión, en tanto, una ágil, lejana, ronca y furia luminosa anunció la irrupción en la oscuridad, aleteo resguardado de las aves en la evidente determinación de que la noche se entregaría al obligado peregrinaje de la lluvia. Un goterón, otro, el de más allá se precipitaron arrojándose con fuerza contra la cerámica del corredor en repiqueteo persistente, rítmico, ahora, gotas generosas desfilando atolondradas por el tejado, fluyendo por los drenajes, saltando en hilos de cristal ininterrumpidos al vértigo entre filo y cubierta, andén y desagües hasta conformar caminos de agua ordenados y confluir en la cañada que se mudaba en corriente canora, amplia, decidida y atropellada. Entonces tomó un saco, se apostó en la ventana, detuvo la mirada entre luces vacilantes y vagas del poblado que se alargaba en su extensión. Sin vacilar identificó cada lugar, barrio, calle y habitante, imagen repetida en su ejecutar de años de servicio. Entre celajes y volúmenes ciertos de lluvia escuchó el avance lento entre acantilados, pasos de mar, oleajes de transatlántico parsimonioso de luces intermitentes entre perplejidad y constatación de soplo inmaterial de lo ganado y lo perdido al puerto de destino y atención definitiva del Hades.
El contraluz reflejó su rostro en el vidrio de la ventana apostada al descubierto. Se reconoció en la oscilación recurrente de estar en medio de un intervalo de compleción: jadeo nocturno, ventura de la temperatura alcanzada en el salón reducido e íntimo de su enclave apostado para estimar la extensión anhelada del aislamiento, frontera del entorno de su cuerpo reflejado en el cristal suficientemente asumido por las estrechas cotidianidades: constatación del inflexible tejido adiposo, reductos de la anterior, inmediata, abundante cabellera en el intento de disimular la calvicie irrefutable, hendiduras pronunciadas, labio y pómulo, cejas pobladas, arrugas profundizadas en la frente, papada y párpados.
El ritmo propio del temporal atemperó a su propio compás transformándose en susurro cariñoso y lenitivo. Peñaranda se desplazó al cuarto instalado como oficina: escritorio atestado de folios, procesos, leyes, acuerdos, ordenanzas, y la pared atestada de condecoraciones, reconocimientos, fotografías pertenecientes a empresas emprendidas en favor del establecimiento. Luego, abrió la portezuela del compartimiento superior de la biblioteca, sirvió una copa de licor, saboreó con estilo el primer trago, dirigió el paso adelante por el corredor hasta el zaguán, prosiguió hasta la cocina con la certeza de encontrar en ella lo inamovible, invariable, seguro, lugar que los sentidos dan inicio al despertar consciente del deseo. Tomó del hornillo un envuelto de maíz, lo ingirió, apuró con fruición un segundo trago de licor hasta dejar la copa vacía. Abrió la nevera, bebió un sorbo de jugo de lulo dejado
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a propósito para consumo exclusivo, regresó lentamente al sillón, enfrente de la ventana, se acomodó con el beneplácito y la receta precisada del momento.
Todo en orden: instante entre un antes, ahora y una siempre fúlgida intrusión a la provincia oculta del soplo nocturno, a los volúmenes inciertos de las tinieblas que se advertían entre equilibrio formal, emanación de imágenes sin control que viraban ante él, se posesionaban del espacio exterior, más allá del origen etéreo donde consideraba estaba dispuesto el aglutinado de la memoria: corazón, cerebro, víscera, vista, olor, sabor… y las voces: intencionalidades en el arte del disimulo; mutismo posterior al paso del extraño, superior, inmigrante, competidor o intruso; palabra abreviada entre un gesto que aguzada por la imaginación libertaria del interlocutor, promesa o reclamo, repaso anticipado, fragosidades del discurso de la intencionalidad inconsciente de engrandecer las circunstancias, tendencia del momento para encontrar lo que se tramita en el mensaje del otro, susurro, angustia, lamento, destreza en la lectura del documento situado desapercibidamente del otro lado del escritorio del funcionario, recorrido, propósito de cada acción y, los rostros, rictus temeroso del accionar de un cuerpo, reclamo de espaldas, normalidad oculta de la mano abierta y silenciosa de la propina subterránea del trámite asegurado y resuelto en el bolsillo, contrario al rechazo con la verdad de las acciones incurridas, malevolencia inmóvil de la observación, sagacidad limitada en el accionar del desparpajo.
“Temer lo peor con frecuencia lo aleja”, repitió para sí, en tanto, la oscuridad invadió con resolución el inmueble, lo condujo a la ratificación constante de que todo control intentado, se escapa. Se confrontó: lugares, fantasmas, demonios, espantos; pena oculta en la esperanza desbordada, conjuro y ausencia no incumben al universo de lo inmóvil, son personajes de paso con la atribución y el recurso permanente de abrir sin vacilación la puerta invisible del paraíso.
La llovizna rodaba aún por los cristales. Asumió con placidez que aquello, concluyente, era la fundación del paraíso: alma vestida de sonrisa, noción de un nombre, amor al oído, primaveras tiznadas de fulgores, un vos de ojos sutiles, prolongados, extensos en los macizos azules y remotos, acre y vivaz duende con esencia de café y de madrugada, espíritu abierto en la queja aguda y terca de la chicharra al mediodía, olor de una fritura de maíz en el abasto, relato jugado a la vida de uso corriente, rima a destiempo, parlamento de mulas ranchadas en la estación astral del puente colgante entre algazara y aflicción.
Insistió en la circunscripción de la nostalgia y el estado presente, asegurado con cercado de heterogéneos hitos fronterizos asumidos como confín de su ahora, sereno edén: manumisión de la culpa, conformidad con la acusación en su contra y la descalificación, indiferencia e invocación. Sollozo y traición, libelos y, la siempre extrapolada manifestación de la historia; en el medio, el genuino e ingenuo elixir de servir.
Porque el propósito del olvido es revelar el camino a la totalidad que requiere del ejercicio persistente de asumir con gracia y compasión el acto mayor que se interpone al encuentro de la ataraxia que ahora contenía en paz, poco antes de que las categorías de la noche avanzaran a su paso. Chasquear de las vigas a la vista, maderamen del artesonado, anfitrionas veteranas en la ambición de permanecer en vigilia, legitimaron el temor atento con
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presunción de indefensión, expectativa del asalto definitivo y en suspenso de los demonios, mirada adelante de la frustración que corre desbocada, incesante escena visceral del viento frío de la realidad, ahora, representando la tragedia con comediantes de reparto reconocidos y escogidos al azar, razonables y extremas condiciones pletóricas de luz del día y sus maneras.
Cerrazones densas emanadas pródigamente del humus, rocío, sierra, flores de un jardín de alborada del día después, desperezaron la salida al aeropuerto. La quilla del jeep avanzaba con los faros encendidos en lento, preciso, silencioso y diestro mando de Orteguaza, interrumpido por la lectura del noticiero en la radio, autocensura dirigida por intereses circunstanciales y funcionales de los canales, pensó. A las curvas, alteradas por el seseo de interrupción de la ruta de ida, Peñaranda, anticipo y promesa de tiempos mejores, provincias del aliento de fogón, sabor y remembranza. Aliento nuevo entre brumas, bostezo frío de madrugada que ingresa alertando al desconcierto, quehacer de la incertidumbre, quizá, en el próximo recodo.
Desde la orilla opuesta, antes de atravesar el río, los siguió con la mirada. Identificó con facilidad su condición al caminar, la monotonía lejana y casi imperceptible de sus voces. Aseveró, para sí, que aquella conversación no debía ser diferente a la misma murmuración con la que habían iniciado la caminata al momento de salir: reclamos, gustos, disgustos, rechazos; toda aquella palabrería varada en la cotidianidad. Se adentraron entre el resquicio de la trabazón, matemonte y caña menuda abandonadas a su suerte por los intermediarios de la dependencia de materiales de construcción. Luego, los dos, se alejaron por la extensión arbustiva de esqueletos de maderos agobiados, resecos y arrinconados que dejó a su paso el desbordamiento pasado, para luego, encaminarse por el costado derecho, bordeando la espesura, describiendo un círculo por el guadual. Robustos caracolíes de fuste similar al de las ceibas de la planicie sobresalían del guadual entre penachos al viento, algunos tamarindos en flor se apretujaban entre el conjunto variopinto amarillo, ocre y verde de los tallos anudados y flexibles, medio desnudos de fibras que pendían tamizadas, punzantes y, en retazos, con las que las guaduas, alteradas, emergían del suelo irregular meciendo las copas con el sonoro movimiento de sus cuerpos al paso de las intermitencias del aire, propagando a lo largo y ancho de la periferia, hojas alargadas que, imperceptiblemente, se deslizaban por el aire en medio de un leve e inquieto zigzag ingrávido, voltereta grácil, lenta y graciosa para luego descansar en el piso dejándolo espesamente acolchado.
Avanzaron entre el cuerpo extraño y caótico del rastrojo rebrotado que absorbía con ansia los nutrientes del humedal para transformarse, luego, en una extensión de tintes verduzcos y rastreros asumiendo con precisión, eficiencia y desenvoltura la mutación de la luminosidad, determinando su insaciable vocación de permanecía, agresiva ocupación del resto de la tierra baldía. Levantó la mirada. Retazos de añil, pequeños cirrus transparentes y aquietados se destacaban en lo extenso del firmamento y, en el espacio, se anticipaba la tarde entre despojos, tropeles bajos y veleidosos de nubarrones detenidos sin pausa en la cúspide de la sierra en boscaje.
Súbitamente sintió el deseo de permanecer unos instantes en la orilla puntualizando el entorno del verde entre figuras onduladas y cristalinas que viajaban raudas al paso del caudal golpeteando el talud erosionado de la orilla. La ausencia de sonidos era un llamado a continuar en estado de contemplación: instantes, furor, rumor interior y extenso antes de
vadear la orilla del acantilado conformado por tierra acumulada y deleznable, removida intempestiva y sonoramente por la frecuencia creciente de la estación lluviosa que se esparcía inusitadamente a lo largo de aquel año y prevalecía, más que todo, en el aparatoso cambio de curso, pero debía honrar su palabra, alcanzar los caminantes. Entonces, atravesar el río…descender paso a paso el rastro escalonado, apisonado y remarcado por otros. En la orilla, la arena inquieta advirtió del cuidado que debía tener al dar el paso entre el légamo, el piso pedregoso y amorfo del lecho. Pensó, para su tranquilidad, que el vado era frecuente. Tomó la rama de un chagualo arrinconado en la playa por la corriente. Ingresó en el caudal sonoro: primero, segundo, tercero, cuarto, quinto pasos y el chapoteo silenció por completo el descampado. El rumor del torrente contuvo el tiempo. Tiempo de rayo y sol vespertino fracturado en las crestas de las ondas. Un guiño en la mirada se asoció al concurso de una turba de golondrinas ansiosas e inquietas que revolotearon surcando en círculos el reducido ámbito de su cuerpo. Avanzó seguro: sexto, séptimo y octavo pasos, se detuvo en el medio del río, resistió vacilante la fuerza del caudal, ahora de pisada insegura entre el paso del agua a los talones; luego cubrió rauda la pantorrilla, noveno, décimo y undécimo, al tiempo la bota se enterró en el mismo lecho, paso esforzado y oblicuo, once, doce, trece y el centro del río: temor, concentración, el bordón adelante, la vertiente en huida. Por fin, suelo firme en la orilla opuesta.
Un tramo de piedras arrinconadas se hizo cauce en el bajío. Después de la acumulación, las olas golpeteaban contra el pastizal que permanecía pasivo, acanalado, cortado a plomo, compactado con pedruscos incrustados en su vientre y, a la vista nuevamente, la erosión severa.
Caminó difícilmente con el peso húmedo de la ropa y de las botas. Dejó atrás los arbustos, poco más allá de la orilla, ingresó al bosque de las cañas. La atadura protuberante y manifiesta de los tallos le obligó a dar media vuelta hasta encontrar de nuevo el guadual ingresando por el campo vecino, donde permanecían, estáticas y mimetizadas entre el pastizal, aguas acumuladas en descomposición y el desagüe de la tubería del potrero vecino que colindaba con la extensión del baldío. El bronco sonido del raudal iba quedando atrás, la tarde resplandeció de nuevo con el sereno y la sombra arropó una mediana oscuridad. Decidido pero fiel al ritmo de lo inusitado que inducía a un sentimiento de vacío y dispersión, continuó empapado, pesado al caminar, sin encontrar el sendero cierto entre el bosque que lo debía conducir al antiguo puente de madera sin barandas que unía el bosque con el potrero contiguo donde habían acordado el encuentro. Con dificultad se inclinó hasta el lindero entre cordeles de alambre de púas que caían colgantes y herrumbrosos despegados de los postes de la propiedad de El Mago Entonces, delante de la mirada un ternero avanzó en su dirección dejando en evidencia un gesto de pasiva indagación. Al fondo, más allá, en la extensión, el rebaño cebaba ávido satisfaciendo el hambre estructural de su condición con el rebrote de yaragüá añoso y entumecido.
Quizás huía, caminó presto, giró en ángulo recto hacia el lado contrario del golpeteo hipnótico de la corriente. Creía conocer la dirección por donde podía continuar hacia el
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encuentro. Cruzó con dificultad charcos sobre los cuales se asentó, tiempo ha, un bosque de sauces llorones. Dio el paso. Escuchó lejano el latido de un mastín mil razas, lo imaginó correteando, acosando las extremidades traseras del último ternero del grupo obligando al hato a conformar una fila india y avanzar con un pasitrote acompasado hasta los corrales. El latido se extendió en el espacio, confirmó la sospecha de que estaba perdido al anochecer.
Carlos y Alcira se detuvieron, miraron hacia atrás. Ya lo habían hecho en varias oportunidades en tanto avanzaban por el campo abierto al encuentro con el camino que los condujera al puente.
–No lo veo, dijo Alcira a Carlos.
–Seguro se quedó en el río.
–Pero se está haciendo tarde.
–Bueno, no interesa, el hombre sabe caminar y es rápido, conoce todo el sector.
–Ah, pero ya está tarde, de pronto se pierde, dijo Alcira. Me gustaría ir a buscarlo.
–Hace tiempo que lo conozco y anda por aquí, segurito, como pez en el agua. La otra vez me dejó botado subiendo a Miravalle. El que se perdió fui yo.
–¿Quién sabe?, replicó Alcira, del guadual al potrero de El Mago hay un pedacito aburridor. Hay mucho rastrojo y ahí se puede una perder. ¿Te diste cuenta si el hombre traía el celular?
–No te acordás que se le descargó la batería desde anoche cuando nos quedamos en el resguardo aguas arriba, en la casa de don Rigoberto.
–Claro, sí, se me había olvidado.
–No me extraña, a vos se te olvida todo.
–No empecés otra vez con tus reproches como si a vos no se te olvidara nada.
–¿Olvidar? Si no fuera por mí no estarías andando conmigo, no escuchas ni te acordás nada.
–Bueno, bueno, ya dejá eso pa’ otro día. dijo Alcira. Te guste o no así soy. Si me seguís hostigando, ya sabés.
Se detuvo, luego él.
Observaron con detenimiento el camino recorrido. La silueta de Otoniel, seguramente pensó, la arrebató el crepúsculo. Las sombras se ampliaron en la dispersión de la luz, interpusieron cualquier definición que pudieran precisar, a lo lejos, dejando la claridad intrascendente sugerida entre tintes verdes y azulados de montañas y, sobre ellas, entre estribaciones, cañadas, desfiladeros, valles en descanso, la neblina descendía pausada cubriendo primero los extremos agudos de la línea de la cordillera hasta coparlos en toda la extensión.
Entonces, Carlos dijo a Alcira que siguieran. Se encaminaron por el atajo al zanjón, hasta llegar.
Ella seguía dócilmente, a su ritmo, y él, de vez en cuando, se detenía a esperarla en tanto avanzaban internándose en la espesura de las orillas del área de protección por el camino paralelo a la corriente que avanzaba sosegada abandonándose en el rumor de aguas
aligeradas que se abrían paso entre curvas y cárcavas, gorgoteo en alguno que otro escarceo inclinado exhalando vapor humedecido que absorbía ligero el ambiente y la vegetación. Ambos se reconocían en él y, en su memoria, imaginaban el recorrido de otro ritual propio de los encuentros furtivos en tanto llegaron al puente. Se sentaron, entonces, espalda con espalda para cubrir los flancos del camino.
–¿Te quedan cigarrillos? dijo Alcira a Carlos. –Sí, dijo y lo encendió. Ella sonrió, inhaló la primera bocanada y lo besó.
El posible entorno que veía a su alrededor contrastó la percepción posible del horizonte con la realidad del crepúsculo, aguzó la imaginación y validó una ubicación elemental. Descubrió entre la calina de lo alto de las colinas, a la derecha, destellos de la luz del reflector de energía eléctrica de la finca de los Zuleta. Creyó avanzar por terrenos familiares pero el desconcierto inicial de la vulnerabilidad del extravío lo asentó en la duda… Respiró profundo. “Nunca se sabe”, se dijo e, intuitivamente, tomó un camino cubierto a trechos por malezas, humedad y desuso que le impedía andar a tranco largo al encuentro con el zanjón para doblar aguas arriba, en las tierras bajas de la desembocadura.
Intentó retomar el ritmo acostumbrado con la destreza que había adquirido en las caminatas de adolescencia. Coincidía la respiración con el calor, transferencia inmediata de la sudoración que daba impulso interior y lo conectaba con los pensamientos. Va pensiero, sul´ alli dorate. Al momento del avance y el cuerpo a punto, rechazaba sistemáticamente imágenes que citaba su mente inadvertida, simplemente, tenía a la mano sus propias citas y elucubraciones, pero esta vez contuvo la práctica goterones informes y de sonidos graves que, de improviso, se colaron velozmente por la espesura golpeteando con fortaleza, sonoridad y desorganización el modelo ancestral de las formas del bosque. Se detuvo. Tomó conciencia de que no tenía abrigo para protegerse de la lluvia, salvo el pañuelo, tampoco teléfono para intentar dar su ubicación y aviso. Estaba sin carga, pero pesaba como peso muerto. Buscó el abrigo de un árbol corpulento, lo cubrió parcialmente y pensó entonces en lo que debería hacer: escampar, soportar el ataque inclemente de los insectos y zancudos de los que conocía el manual de agresividad, picaduras en orejas, manos, codos, tobillos, luego la espalda y la cara o continuar. En tanto la lluvia arreció. Decidió avanzar sin detenerse. Si se quedaba estático, además, el cuerpo se enfriaba y podía entumecer. Entre la lluvia que golpeaba la cabeza, avanzó, el agua sobrante escurría por la ropa mientras escuchaba el eco informe de las goterones sobre el boscaje, cuerpo y suelo. El camino se inundó a trechos, el avance se hizo lento pero constante. Se internaba, encontraba diversos puntos del camino: altibajos cortos, atajos pedregosos o resbaladizos, lluvia que avanzaban en escorrentía, atravesaba el espacio entre los árboles y presentaba una realidad sombría y agitada. Tomó un retazo de plástico que brilló, se movió ágil prendido del brazo saliente de un árbol. Continuó con la cabeza cubierta hasta encontrar una ramada de iracas que reposaba entre dos arbustos, hincada a un agua entre varejones enterrados en el piso. La lluvia amainó, gotas rezagadas se colaban persistentes deshaciéndose entre los resquicios de las hojas de palma. Se quedó estático, se asumió en compañía de la quietud profusa del bosque.
Un día de estos
–Uy, empezó a llover, nos mojaremos, dijo Alcira
–¿Se desbordará el zanjón? preguntó Carlos.
– Probablemente si llueve duro en la cordillera, sino nos mojaremos solamente.
–Pero don Otoniel, ¿qué se habrá hecho?
–Eso mismo me pregunto, dijo Alcira.
–Lo único cierto que tengo es que a este man yo lo espero así me dé la madrugada.
–Y vos, ¿qué tenés con él? Parece que fuera como tu papá o tu mozo.
–No te habrás dado cuenta, acaso, de que soy lo suficientemente hombre, ¿o no?
–La otra vez me dejaste plantada por irte a dormir a la casa de ese señor porque dizque estaba solo y había que acompañarlo.
–Pues claro, ese señor es muy buena gente conmigo, además me paga cualquier favor que le haga.
–¿Y es que tiene mucho dinero o qué?
–No, es que vos no sabés lo que es la amistad a vos te gusta el momento solamente.
–¡Cómo que no! Acaso a vos no te he sacado de muchos embrollos…
–Pero vos sos mi amiga ando con vos porque quiero andar con vos y punto.
–Ah sí, vos me decís que me querés pero me dejás a cada rato, un día de estos te dejo.
–Es que tengo que conseguir para apoyarte en tus cosas, ¿no ves que no nos hemos podido ir a vivir juntos?
–Pero también te lo bebés.
–Claro, a mí sí me gusta, para qué, ¿acaso no fue con trago cuando te conocí en Mis Deseos?
–Ya ni me acuerdo
–Ve, así son todas ni se acuerdan cuando lo tienen a uno allí como una hueva, estabas caída de la perra y yo te llevé a la pieza donde vivías. Te olvidaste que vos estabas en nada sin hombre, sin mozo, sin hijos y andando con el que te dijera.
–¡Vea este! Ya vas a comenzar con la mentira.
Se levantaron. Esperaron acurrucados debajo del puente mirando cómo aumentaba el volumen de la corriente en escape.
–No dejés que se mojen los cigarrillos, los necesitamos para calentarnos, para que el humo aleje los bichos y, además, se esparza para ver si don Otoniel lo huele y nos encuentre, dijo Alcira en tono conciliador.
El oscuro, espacioso y amorfo poblado de árboles quedó libre del golpeteo de las gotas. Entonces hubo silencio. Sólo el sonido de sus pisadas ahuyentaba el revoloteo de los murciélagos que surcaban invadiendo el espacio de vuelos rasantes, rutas insomnes y audaces, cantos afligidos de lechuza, fluyo lento y retraído del celaje que se fue desprendiendo lentamente de la superficie. Otoniel avanzó camino arriba redescubriendo aquello, como si la llovizna hubiera dado orden de nuevo a la diversidad y el desorden tropical de lianas, rebrotes, parásitas, camas de hojas caídas e indefinidas en la oscuridad hasta hallar un espacio desprovisto de selvatiquez que la vegetación corta y extraviada había dejado en evidencia.
Prosiguió. Más adelante, un entrecejo entre la espesura anunció la continuación. Se acercó hasta una bifurcación, tomó a la izquierda, pero pasos adelante, encontró de nuevo el anterior lo que le indicó que debía ser fiel a él, pero cuando éste desembocó en el potrero de El Mago le sorprendió la oscuridad, cuantiosa sombra estable en su fase plena, pero sin luna. El despejado lo orientó por las luces de los montes donde volvió a descubrir fácilmente entre la bruma el reflector de los Zuleta. Se movió en aquella dirección por el potrero, ahora lentamente, con el panorama amplio y alguna claridad en las pisadas que soportaban las irregularidades del suelo. En su momento entendió lo que su maestro decía: el silencio no es ausencia de voces ni la distancia indiferencia, susurro interior es el llamado a una búsqueda y al encuentro del equilibrio en fuga.
En verdad, al fondo, se encontró con el descampado hasta ingresar nuevamente por el camino del bosque. Se topó con un pequeño hato de vaquillonas lamiendo el saladero al pie de los postes del lindero. Ingresó y, cuatro pasos adelante, percibió el particular olor a tabaco recién encendido.
–¿Escuchaste el grito, Carlos?, dijo Alcira.
–Claro. Contestó.
–Respondamos, pero no nos movamos, ya está cerca.
–¿Pero sí será él? Esperemos a reconocer mejor la voz.
–Entonces calláte para escuchar si se acerca, por si vuelve a llamar, vos te quedás del otro lado del puente por si tenés que salir corriendo a avisar. No te olvidés que por aquí se va derechito a los restos del trapiche, al pié de represa.
–Y, entonces ¿qué hago?
–Pues contás la verdad a Esteban y volvés con ayuda si no es don Otoniel.
–Y entonces. ¿qué me dijiste, qué le digo?
–Ya, ah, cállate mejor y esperemos.
Otoniel escuchó el murmullo de voces y volvió a gritar.
–Aquí, don Otoniel, siga derecho, aquí lo espero no se vaya a desviar siga el camino al pie del zanjón.
–Listo, respondió Otoniel. Y avanzó.
Carlos tomó la delantera, Alcira en medio, Otoniel al fondo. Caminaron deslizándose entre oscuridades, frescura con rumbo claro ahora hacia el poblado donde debían haber llegado horas antes. Unos minutos y salieron de nuevo al descubierto. El camino se hizo menos estrecho, llano en apariencia, pero ascendían por un falso plano, libre de los accidentes de los atajos y caminos al bosque. Formaron a paso uniforme, libre de angustia, intercambiaron espontánea y festivamente el extravío, hallazgo, expectativa, pensamientos citados desde la vacilación, tentativa del destino de propiciar el desconcierto mayúsculo de una pérdida. Entonces y así, el desasosiego quedó de lado, palabra ahora afirmada en seguridad hasta dejar de largo, única mirada en perspectiva imaginaria de los vestigios en pie de la chimenea, canales en declive perfecto que condujeron otrora las aguas de la quebrada hasta las pailas
Un día de estos
sostenidas en los contrafuertes y las columnas de los muros levantados en ladrillo en soga y, el patio de cañas en donde brotaban sin contención los yerbajos en evidente constatación de que hubo un tiempo de prosperidad y sosiego que se opuso a migrar de las orillas extensas del río, ahora inundadas por el rebalse, lugar de inicio, batiente de corrientes impenitentes, cañón por donde se empina el oleaje colándose con el anuncio sibilante que apura las alamedas de arbustos desdoblados hasta juntarse con la brisa de la cordillera que ingresaba entre fantasmas por las calles de los extramuros de casas uniformes y prefabricadas. Desfilaron, los tres alineados, por la calle adoquinada de inmuebles sonámbulos, andenes estrechos, luces apagadas, sombras agiles en movimiento al compás de ropas empapadas, intervalo sombrío de las luminarias municipales por las que se adelantaba el silencio inducido, cansancio, hambruna, momento y lugar de la existencia donde cada palabra hace su propio esfuerzo. Doblaron la esquina entre el colegio y la alcaldía. Subieron decididos hacia la plaza que estaba a casi dos cuadras y, en contraste con la semi oscuridad reinante, encontraron encendidas las luces de una casa esquinera. Docena de parroquianos dispersada a lo largo de la boca de la calle con mirada circunspecta, trajes oscuros, voces aplacadas les alertó del avance de un velorio que rezaba en el aviso como: María Gertrudis Rodríguez, Descanso en la Paz del Señor. Carlos se acercó, saludó, en tanto, esperaron Alcira y Otoniel, recelosos por desconocimiento de los personajes, permanecieron a la espera en la esquina.
En la estrecha sala de recibo estaba el crucifijo de tamaño suficiente como para atraer la atención inicial de cualquier mirada que instigara la curiosidad con la disculpa del último adiós del cuerpo embalsamado de quien en vida se llamó Gertrudis, acercaban la mirada por el vidrio del catafalco sostenido sobre dos bases de hierro fundido y de figuras curvadas; cuatro candelabros de cirios encendidos, un par de adornos florales a los pies de la difunta; la representación, a mano izquierda, Stabat Mater, vecinas de estricto luto con el llanto, el santo rosario recitado, a intervalos, el Magníficat, imitación de los latines y el Requiem aeternam dona eis, domine, et lux perpetua luceat eis. A la derecha, en la mesa, un termo de café, pocillos, azucarera y dos habitaciones a la izquierda que permanecían herméticas, pisos de madera relucientes y, afuera, avanzada de media noche a madrugada. Ricardo, con ojos inflamados, esperó a Carlos y Alcira que regresaron luego de cambiarse de ropas.
–Carlos, vení tomate uno.
–Ya que estamos. Lo siento mucho y apuró el trago.
–Estaba muy malita, mi mamá.
–Si, últimamente, Ricardo, la vi muy disminuida esa es una enfermedad muy mal parida.
–Sí, dijo Alcira, mi mamá también murió de lo mismo.
–¿Dónde murió ella?, preguntó Juancho
–En La Vega. Quedé muy entristecida.
–Por eso ella se vino a recorrer el mundo, dijo Carlos.
–¿Y mucho?, preguntó Juancho.
–Lo suficiente, respondió ella
–Hasta encontrarse conmigo que le puse el tatequieto.
día de estos
–Sí… dejáte de eso, respondió Alcira. Apuraron otro sorbo, luego otro y el de más allá hasta asumirse en euforia, olvido, estímulo del habla para seguir a la espera de los demás hermanos que debían llegar para formalizar el cómo debían tramitar los papeles, se iban o no, si él continuaba trabajando en la construcción y si Carlos podría ser su socio.
La noche que se va y es madrugada, allá los vio Ricardo cuando iban subiendo la cuesta en tambaleo pronunciado y sosteniéndose entre ellos, Alcira y Carlos, al otro extremo del poblado, y él en el sardinel desde el extremo tomándose la cabeza sentado, aspirando a fondo el cigarrillo y otro trago, el del estribo dilatado de las rutinas, acciones repetitivas y, en la imaginación, la escena a cada tanto: cortejo fúnebre del día siguiente, empresario de pompas fúnebres conduciendo el carro mortuorio con paredes de vidrio, adelante y rodeando el ataúd ramos de flores expuestos a la aglomeración de los vecinos y advenedizos al acecho de un comentario cierto o adornado del instante después de la muerte: “¡tan buena que era!”, “una santa pero de mal genio” “ lo que necesités a la orden, soy como tu hermano”; responsos, el párroco, llanto efímero de plañideras de oficio, comadres, hermanas, tías, sobrinas, vecinas; salida de la iglesia, paraguas por si la lluvia o sol, desfile informe de todos en descenso por calles adoquinadas y luego abiertas al capricho del tiempo, del lugar más bajo del pueblo a los rostros pensativos y curiosos desde las ventanas al paso del silencio hacia el cementerio y la sentencia en el frontispicio de la puerta de entrada: Omnia, quae de terra sunt, in terram convertentur; Eclesiástico: 40,11, de la que se desprende cierta la trompeta que la estatua del Ángel de la Muerte representada de traje negro, mirada furtiva de los amantes –eros y tánatos como cofrades–, monaguillos y, el incienso, sepulturero sellando con cal y canto la bóveda, indicando el procedimiento siguiente de quién debía esculpir la lápida e indefectiblemente llevase inscrito el RIP en letras doradas y, de nuevo el maestro de ceremonias fúnebres a la salida rauda de mañana a la espera de un cliente nuevo: pago de los honorarios, anticipos para el arreglo del cadáver, en tanto los parroquianos se dispersarían y él, Ricardo Rodríguez, se despabilaría del letargo nuevo en casa, resaca, ojos de trasnocho, llanto interior pasajero y postergado del duelo.
Entraron. Inútil esfuerzo de segar cualquier sonido inoportuno cuando los gallos del vecindario habían cantado. Uno puede llegar a saber en cada monserga el tamaño, edad, color y quizás, con el segundo canto, la ubicación de cada espécimen. Lo cierto: la mayoría en el pueblo se despierta ante las primeras claridades luego voltean el cuerpo del otro lado contrario, se adormecen –el tiempo salta ligero en vigilia despreocupada–, mientras la opacidad se hace presente por una ventana.
La alborada es acto de revelación en el cuarto de herramientas de la casa de los Manrique. Carlos y Alcira dormitaron luego de alicorada discusión, cuando sí o cuando no, acuerdo imposible, forma de relacionarse. Por los intersticios de la puerta ingresa un breve e inédito esplendor. Tomo conciencia de que estoy en casa extraña, debo levantarme, llevar a cabo y, de prisa, el ritual de la ablución en el lavadero, vestir ropa seca, préstamo que,
seguramente, no me irá por estrecha, irme a casa. Sí. Días extensos, preludio de la espera, la siguiente.
Instaurar qué va con qué, es ritual de iniciación y, es la memoria que se traslada, casi siempre, la jurisdicción de una imagen, disculpa o reclamo. Y así, llegó el último día de las fiestas patronales. Carlos se acercó por el costado de la banca del parque donde había dado inicio el baile. Luces coloreadas giraban iluminando a trechos festones amarillos y brillantes que se bamboleaban de esquina a esquina disgregando la distancia, medida de un cordel. Los únicos portalones que permanecían cerrados eran los de la alcaldía municipal y los de la Iglesia, pero enseguida del atrio, las bandas musicales lanzaron notas estridentes de volumen intenso compitiendo entre sí, conformando una masa informe de sonidos que se fundieron con las voces de centro del parque, cerca de la fuente y de los ventorrillos de chorizos, arepas, chuzos y papas fritas, mujeres de bluyines estrechos, sombreros alones, escotes abultados, a la espera de la juerga, baile y parejos pues la cabalgata, regatas en la represa, fútbol de rodillones, carrera de encostalados, dieron paso a la danza callejera y espontánea iluminada por las luces a los cuatro costados de la plaza, concentradas en el pavimento, en las bancas del Club de Leones y la Sociedad de Mejoras Públicas, opacaron el colorido cotidiano de los balcones de geranios y claveles en flor, madera lustrosa, techos a dos aguas, puertas cancel, patios de begonias y hortalizas y, el amable chismorreo de mujeres en la cocina, café cargado, sin azúcar. Amaneció, las ventanas del pueblo ascendieron entre callejas y bullicio hasta opacarlo a las afueras. Entendí, entre el tumulto, que la invitación de Carlos quedaba para precisarla. Ni dinero ni interés me acompañaron para comprender la intención de conocer el cañón, fuentes del río, oferta de una finca enclavada de una leyenda de la avioneta cargada de lingotes de oro para el Banco de la República o, la fuga de los pasajeros con el botín o, viajes ingentes en busca de un ensueño emparentado con el éxodo del encuentro de Eldorado.
Y se precisó una madrugada de paradero en la Virgen cuando Régulo, el propietario del jeep, nos recogió a Carlos y a mí. Más adelante, Alcira esperaría en Lejanías con las bestias aperadas. El vehículo avanzó en leve descenso por una ruta en balastro, plagada de baches rellenos de aguas resumidas y, adelante, un rugido de motor: primera, segunda, tercera, bordea la montaña siguiendo el camino abierto por recuas que luego se hizo carreteable. A lado y lado: potreros, minifundios, latifundios, casas, ramadas, corrales, botalones, apretaderos, cercados, silos hasta llegar al punto más bajo. De nuevo el río, murmullo de corriente encañonada debajo del puente y, el ascenso a cada avance, intento de revelar la fórmula personal de vida en ilusión de propiedad, recurso que se adorna de colores, avisos, imágenes, protecciones, anuncio de Perros Bravos, Se venden conejos, Propiedad privada. Y, los nombres: Mi rincón, Nepal, La serafina que aparecen nuevamente cuando el vehículo avanza, entonces, atravesando una floresta de coníferas, reforestación, vía sombreada, fresca y amistosa. Carlos encendió un cigarrillo. -De regreso ningún vehículo, dijo, apuró un trago de aguardiente, ofreció, Régulo y yo nos negamos agradeciendo y, accionando las manos encallecidas, limpiando el bigote, sonrió informando que Alcira estaría esperando porque le había dicho que lo hiciera y, ella hacía lo que él le mandara ya que le debía mucho desde cuando la conoció, dijo y continuó.
–Antes no lo era tanto. Bailaba de noche y dormía en el día. El propietario de Mis Deseos le dio trabajo porque demostró que sabía bailar y hacer con naturalidad, de vez en cuando, estriptis con ese cuerpito delgado y sin arrugas. No lo hacía mal, como aquella vez que, para salvar a su hermano de un secuestro en La Vega, le tocó bailar delante del jefe guerrillero y, la verdad, estaba bien. También dizque cantaba, pero no tanto, la voz de los corridos era algo gangosa pero para qué, se veía bien bonita con las luces que intensas que borraban las costuras del vestido que se estrellaban contra las lentejuelas y canutillos irradiando luces matizadas que lanzaban las candongas, resplandor bacano; para qué, primero le prohibí el canto y luego lo otro porque una mujer decente no lo debe hacer y, si lo hace, debe ser sólo por necesidad y ella no la tenía porque la había llevado para mi casa, claro que mis papás no es que les guste de a mucho, pero ya era decente, y, para eso trabajo, darle para lo personal porque los hijos de ella nada de nada, y el ex, menos, es un hache pé, y qué hacemos si mi otra mujer se fue con otro y ya no le paso nada a la maldita esa, ni mierda. Esa huevonada de los celos ella los maneja muy bien, no dice nada ni se mete, pero cocina rico y mi mamá ya la estima un poco, pueda ser que encuentre trabajo para que ayude porque la construcción es una profesión inestable, usted lo sabe, Don Otoniel, construí su casa, demoramos tres meses y listo, quedamos cesantes, en cambio, cuidar una casa, hacer los oficios es más estable, menos duro y allí nos ayudamos porque con ella quiero hacer una vida larga y provechosa, total ya no tendremos hijos porque ella está operada y yo me amaño mucho porque nos entendemos, usted entiende, la experiencia.
Sonrió, en tanto, Régulo evitaba los baches y el motor del aparato enronquecía a cada cuesta, en tanto y al momento, daba vuelta y media a la cabriola para evitar otro huraco que las ruedas desgastadas doblaban con pereza salpicando el parabrisas de agua empozada y amarillenta que yo veía entre la plumilla y el mascarón de proa, un equino de topes de goma en el capó, el chillido del torpedo refaccionado que, a la larga, indicaron que el destino estaba próximo al camino de herradura. Una curva más y Alcira nos detuvo. Allí la ramada, las bestias y el avío. Nos apeamos. Régulo habló por primera vez, cobró la carrera, su rostro ecuánime dejó de ser adusto para advertir que tuviésemos cuidado porque por allí ya no había señal de teléfono. Dio la vuelta, aceleró. El espacio esparció el ronroneo del motor y el olor a combustión. Tomó con pericia la curva cerrada y se lanzó al descenso entre el rechinar de la carrocería. Se alejó.
Al instante fue calzada, tiempo de internarse en el albor germinal aclarado al paso de los caballos. Las herraduras chispearon, choque torpe, caos de piedras incrustadas y esparcidas y el camino fue revelando montes olorosos a menta / a ceiba, / a roble, /a cedro y a misteriosos mitos! Rocío, concurrencia indescifrable entre formas ocultas por un velo de niebla, manto contenido y tenue entre follajes, fustes apostados entre el dosel y un tapiz de hojas, al lado, semillas sin nombre, humedad, hilos de agua que se constituyen en torrenteras lejanas, altibajos, rebordes, precipicio, bromelias, orquídeas en flor, palmas, ramos tornadizos y colgantes, reliquia de cuerpos vegetales calcinados al paso del tiempo, musgos afelpados, huellas, suspiros, ninfas bulliciosas, enanos de zafiro, hadas etéreas; paso asfixiante, senda de una huida, espanto, persecución y rescate. Las cabalgaduras al paso seguro en ascenso
Un día de estos
y cauteloso en el descenso, salpicaron de fango la trocha angosta y extendida en un asalto de viento vestido de follajes, multitud de loros cantores en melodía perfecta, jerga incesante y bullangera, idioma del condumio entre vuelos y revuelos, retorno de colores, multitud de migratorias y, en lo alto, supervivencia, descenso, nubarrón de cerrazones indefinidas. En las copas todas, pétalos: extensos, delgados, adheridos a ramazones, especie y suspiro, aire renovado sin variaciones porque el movimiento no pertenece al reino del desconcierto y el escalofrío, sino a la inefable escucha del agua, jovial en la vega, transparente, invisible, imprevisible, perdida en los latidos temblorosos de regiones cristalinas, vida confiada a cuanto se expande entre el arrullo esencial a la quietud y las frondosidades, madurez de raíces añejas contenidas entre el capote para luego ascender ligero a los abrazos dilatados, insaciables, intemporales de la vista en alto: resurrección, éxtasis, porque la muerte no es materia de la que estamos hechos. El día señalado, fue burla del destino, tranco largo de un suspiro, memento de vivos, dije.
Respondió en silencio. La palabra para después, es verdad, pensé, porque también todo aquello es materia del olvido, ahora huida, apuro, confabulación y sospecha.
–Volveremos, dijo Carlos.
–¿A dónde?, le dije.
–Donde se cure el aburrimiento al conocer solo un camino, a Lejanías.
–Pero en la próxima oportunidad no nos podemos dejar coger del tiempo hasta quedarnos en el refugio de don Rigoberto.
–Pues, dijo Carlos, así quisiéramos, ese refugio que fue de cazadores en la posesión de él, hace poco lo demolieron las autoridades ambientales.
–Ve, no sabía. Y, ¿él qué hizo?
–Demandó.
–Vea, pues.
–Entonces, ¿para cuándo? Ahora ya no está Alcira para que nos cocine, lleve los caballos eso sí no se ponga con esas pendejadas de adelantarse, dejar condiciones para luego no perderse.
–¿Cómo?
–Sí, se fue. A ella le gusta andar de un lado para otro, movimiento perpetuo, yo no me puedo ir de aquí, es mi lugar, ya habrá otra…como dice Luis Alberto, La que se fue, se fue, la buena vida aburre.
–También, bueno, ya habrá tiempo, dije.
–Por ahora, respondió Carlos, me voy al pueblo ya terminé los arreglos y necesito apostar Chontico antes de que cierren, dijo. Encendió un cigarrillo, se alisó el bigote frondoso, entró al sanitario y, al salir, miró al descampado.
–Bonito esto, dijo
–Ya lo creo, respondió Otoniel, y se levantó.
Se dirigió al extremo del corredor. El reloj de pared que colgaba en la sala–comedor–cocina de la cabaña, marcó las cinco de la tarde y la aguja del aneroide anunciaba llovizna
día de estos
para la media noche. Miró entonces al frente, luego a la derecha, Lejanías: fragmentos visibles de riscos, picos azules que sobresalían entre un cuerpo estático de nubes de formas redondeadas, voluminosas e informes, neblina que se colaba, gris, marchita y continua por los intersticios de un bosque de primera frontera y, más allá, a kilómetros, al oeste, la planicie verde donde se mece el oleaje del Pacífico afirmado y seguro en virtud de la propia esencia de su constitución. Entonces imaginó torrenteras, espesuras, zigzagueantes caminos del agua nacidos en la última estribación que descendería compartiendo ecos entre accidentes del relieve, más allá de su vista, el "mar oceano". Se devolvió. Ahora la mirada recorrió el rebalse hasta posarse en el pueblo que ascendía desde los restos del trapiche de hiedras, calles, casas de tejas ocres ya, solares con cercados de trozos de guaduas afiladas y entrelazadas, murmullos, música de radio y despecho. Sosiego. La vista se detuvo en la espadaña de la iglesia que se erigía soberana en el espacio con vocación de solemne permanencia, badajos de campanas silenciadas a la hora del crepúsculo. Tomó las llaves del vehículo de la mesa. Salieron juntos. Un cuerpo vaporoso se adjudicó el espacio; a la izquierda, allá, en el dique lejano de la represa, la distancia se transfiguró en silueta esclarecida de colores ambarinos y grises porque el viento había cumplido la labor cotidiana de flagelación del promontorio, rocas y acantilados hasta establecerse la tersura y transparencia del cuerpo de agua. Entonces la noche extendió en brisa manifiesta, preludio de reflejos diseminados por el valle de enfrente donde antes estuvo poblado el agitado desfile de prósperas alquerías, ahora promisorios condominios. Cerró la puerta, encendió el motor, los faros desparramaron la luz por la ruta de regreso, pregunta, respuesta aplazada de gestas nocturnas, sombras intermitentes en continuo movimiento de otro día de estos.
Adelantó dos pasos, se detuvo de pie debajo de las ramas oblongas, frondosas y desparramadas de la estructura del almendro. Luego se sentó en el tablón curado y llano, espaldar adherido aún al tronco con clavos robinados, detalló las nervaduras amarillentas de hojas perforadas y sinnúmero que tapizaban el suelo, ocre disonancia afirmada entre aura y espacio. Recordó su condición de sujeto vulnerable a la luminosidad, fulgor propagado por la llanura esplendente, exuberante; evidenció cada recoveco entre callejón, suertes, alameda, rastrojo y lejanía. Entonces se caló el sombrero de alas amplias que cubrían los espacios francos entre tronco y cabeza. Esperó con atención la respuesta de un llamado telefónico, en tanto, los extremos de las naves de ángulos de acero entrecruzados del portón descansaron sobre sí prolongándose desasidos del rigor de las bisagras amparadas dentro de los brazos vigorosos de los tubos de concreto de alcantarillado rellenados de arena de río; alas francas de testigos entregados al día y a las celeridades que daban inicio a la jornada sobre las esquinas del callejón.
Un siseo vano y luminoso se filtró entre un fragmento de espacio y centelleo de vallado amoratado de josefinas. Percibió los albores como una usurpación de la quietud palmaria del lugar sombreado donde observaba la emulación anticipada de luz matinal y, la perspectiva obstinada de la cordillera que, ahora, permitía la pausada y colosal procesión inverosímil de cuerpos informes de nubes. Cirrus adelantados a un tremor reciente, momento de aguas y relámpago precursor de cataclismos que apartaron del recuerdo la revelación de los deslaves de la época que terminaba, ahora manifestación clara y a la vista de hondonadas, gargantas, picachos, cañones, peñones, ventisqueros, pliegues, senos, fuertes, contrafuertes, perfiles, gotas, lagunas, ondas de aguas estáticas, corrientes, hilos cristalinos, nublazones. Páramo distante, frecuencia de caminos sonoros atados a la lluvia indefinida que capituló entre frondosidad y bosque.
El repaso fue determinación para la avanzada de nimbos que marchaban al sur, así, en firmamento de fragmentos añil incólume, curvatura precipitada de cuerpo volátil del siguiente cerco de cuerpos blancos que se aposentaron en los extremos de la concurrencia entre macizos.
En el descampado, se disgregaron ráfagas oblicuas de tinte inconfundible, vapor perseverante interpuesto entre latidos silenciosos de miríadas de células y temporalidades cilíndricas anudadas, agrupadas en su orden, expresadas en espacio medible: tablones, suertes,
surcos, gárgolas; verdor abigarrado y estentóreo que traza efigies rugosas y áticas, delimitan la territorialidad, áreas resguardadas por cotos estacionados que trascienden las derivaciones detenidas entre heridas de alambres de púa, novedades diseminadas en la estación próxima que se presentará entre crepúsculos profundos, polvaredas, ímpetus caniculares, claridad detenida en la certidumbre de que el cambio de tiempo contrasta con los desaguaderos impacientes, huellas profundas entre limos esparcidos, pisadas confundidas en la decolorada conformación caliginosa de las nubes bajas, amenazantes, vacilantes que se desplazan raudas entre abril y mayo.
Junio deshojaba, pues, un nuevo calendario de matices profundos, superficies despiertas de sucesos nuevos: aromas precisos, terrones expuestos a próximos soles, vientos que sacuden resinas emanadas de una arquitectura de cortezas ásperas, humedad en fuga oculta entre resinas y verdores extendidos en permanente insurrección.
Miró el teléfono. La llamada quedó en espera pero en las inmediaciones se adelantaba una nueva actividad impalpable, frenética que se difundía delirante entre poblaciones de tallos arraigados, resumidos plenilunios, despabilados al impulso de respiros invisibles de savia elaborada, clorofila, densa fotosíntesis de fibras dulces, disposición de entre nudos, yaguas; tallos erguidos y apretujados entre secciones a la vista estática y frondosa de guaduales, diminutas hojuelas lejanas, arraigadamente intemporales entre los fulgores de oriente.
–Nada que llama el tractorista, ¿verdad?, preguntó Adán de Jesús.
–Nada, respondió el hombre sentado.
–Entonces, ¿no cree que es mejor ir adelantándome para seguir con el riego en los tablones de la suerte dos?
–Creo que es lo mejor. Vaya bajando, entonces. Lo busco por cualquier cosa. –Muy bien.
Tres dogos prietos de atolondramiento y latido, mil razas lanzadas en avance afincados en el pulso nervioso de los cuartos delanteros, brisa veloz entrecortada por el cántico de las cotorras. Adán de Jesús avanzó con paso de marcha dependiente, aliciente incómodo de saberse observado por la vista y el silencio del hombre, ausencia de turno matinal expandido entre emociones avivadas con vocación de totalidad.
En medio de decidida y espera paciente de un efluvio restaurado, ajustado a la incertidumbre indisoluble del momento que avanzaba, sonó el teléfono. Contestó con celeridad, la voz del otro lado era franca, dicción apocopada e imprecisa, atropellada premura de circunstancias. Ahorró el saludo, el hombre pudo escucharla firme: el tractor de Gaspar estaba varado, necesitaba que fueran las ocho para comprar la correa del ventilador que se había deshecho al encender la máquina, poco antes de salir. El hombre aceptó lo obvio y, desde el instante del otro lado de la información, infirió que sin la correa sería inútil. La demora era conseguirla así fuera de segunda o prestada, pero debía llegar más tarde de lo previsto.
El hombre, así, se desvió del callejón transversal, se internó tablón adentro con paso pausado y firme alentado por el suelo firme y los sedimentos de humedad. A los costados, el cortejo de tallos erguidos, apretujados conformando hileras uniformes y estructurales de
individuos sostenidos con fortaleza en los rasgos determinados por sí mismos, aferrados entre raíces anárquicas, sostenían con audacia el brío paciente de la manumisión de hijuelos vigorosos desprendidos del centro gravitacional, espesura afirmada en vigor permanente y roce de hojas punzantes. Manos verdes, inquietas pegaduras de tallos lanzados en el intento libertino de la conquista de un espacio propio, afirmativo; despojos pajizos desprendidos de los nudos descubiertos en el medio de surcos limitados por la geometría del diseño del laboreo. Una racha ligera inquietó las formas hasta el momento estáticas, chasquearon los extremos irritantes entre sí hasta volver la mirada al espacio restringido del territorio y el espacio. Pronto el reconocimiento de la seguridad que ofrece el conocimiento de lugares particulares de aquella provincia arraigada en los afectos, esencial verdad estacionada, cuestionada en el encuentro de nuevas conformaciones de arvenses vagabundos y testarudos que despuntaban vigorosamente en activa competencia con los nutrientes del suelo húmedo y radicado.
Un fragmento de tierra compacto, terrón de incauto trastabille, mano asida al cañuto devolvió el equilibrio, aludió imágenes balbucientes en el desgobierno de lo inesperado, redivivo instante de asunción a una responsabilidad prematura con la que avanzó por los parajes ahora aquietados y en orden, no con el asombro desprevenido de quien ve lo propio como un lejano estado al que se llega en franca secuencia del decurso de lo natural, legado de preparación a la espera del paso del tiempo, extremo lejano del instante en el que confluye el destino, sino como cobro anticipado del costo ingente de unos ojos afligidos de madre y hermana, ahogadas en el llanto de la mirada que se detiene en el embaldosado de lo inopinado. Desconcierto de figuras e indiferentes del piso de la casa de velación, reclamo atraído por el murmullo contingente de preguntas infrecuentes, respuesta a la parentela, amistades, allegados, arraigos, acreedores y, la curiosidad en ese lugar que desdobla el entendimiento precoz de un ejercicio después de la tragedia.
Luego, el relato reiterado, realidad insistente, enfermedad interpuesta desenlace saturado en la interrupción de cualquier actividad de un cuerpo yerto que aclara el entredicho de lo que pudo ser. Y, la mirada en una nada sin reparos: ellas, esperanza y estupor, inseguridad en la subsistencia y el estancamiento en la deriva del tiempo.
El ingreso al dominio de los temores fue la exploración de inició establecida en el pasmo de lo desconocido, un vano obstinado en la boca del estómago, duelo enconado entre expectativas, ignorancia, interrogatorio, consejos al oído, alguien cuyo nombre quedó en las líneas del pasado con la defensa de una sola voz de rechazo a fantasmas impropios de escucha lejana y cercana fragmentada entre padre y madre en un cuchicheo de sobremesa, noche y relato de un cómo lo hizo.
Clave interpretativa fueron los libros de cuentas, semiología y semántica elemental: llamados de atención al borde de la página, anotaciones ilegibles, fechas de compra, recuperaciones, contratos, impuestos, registros de lluvias, cuenta de sembradíos, hojas de vida de la peonada, tiquetes de báscula, identidad casi absoluta con quién compra y se presenta como el mismo que cobra en el recorrido circular de la economía. Y, los favores, relación con banqueros, situación escrita concentrada en tiempos de actividad que se extiende como
inigualable, imprecisa, intangible que dio pie a la reiteración mecánica de los oficios de padre que se establecieron en la certeza del conocimiento, sendero intacto que conduce al guadual, secreto refugio de las canoras, repercusión presurosa, lejano de nido de halcones, emboscada madrugadora de una legión anónima e innúmera de mosquitos, golpeteo ligero y estrecho del zanjón y, la caricia del silencio excluyente, bullicio interior, activo y excluyente, presente sublime, sentimiento de abundancia y revelación del espacio infinito de la infancia refundida en lozanías.
Y, en la marcha, de nuevo a la llamada.
–Habla Gaspar, el tractorista.
–Ah, ¿qué tal, ya casi?
–Pues aquí intentando desvararme, pero demora aún.
–¿Dónde está?
–En la 16 con 32, en el taller.
–¿Necesita algo?
–Claro, ¿usted me puede adelantar algo de plata? Es que me quedé sin efectivo, el mecánico me espera, pero el repuesto, o sea la correa, ¡no me la fían! Hay que traerla del concesionario.
–Bueno, espéreme, salgo para allá. Por favor, deme la dirección exacta, allá le llego. Anotó como pudo la dirección en el reverso de una tarjeta de presentación a la espera de cliente de fotocopias que plisaron en el brazo del limpiaparabrisas saliendo de la estación y cargaba en el bolsillo de la camisa. Intentó grabarse las indicaciones para llegar de forma expedita. Entonces se devolvió. Al atravesar el tercer tablón de la suerte cinco, vio venir a Adán de Jesús, senda errante de corrientes y días acumulados en un cuerpo enjuto, esbelto, ausente de grasa en los ijares, canas en avance, rostro, síntesis de atributos étnicos, expresión irrevocable de la interacción fecunda: color de tierra mojada, expresión disímil entre vetas profundas, ojos oscuros en el aquí y ahora del asesar incesante y presente de las migraciones.
–Regreso más tarde, le dijo el hombre, voy por el tractor que se quedó varado, Gaspar se quedó sin dinero.
–Casi siempre pasa esto con Gaspar, anotó.
–Valoro la disposición, lo demás, con él no puede haber planeación posible.
–Lo que hace que estoy aquí, pocas veces es efectivo en el tiempo para comenzar.
–Así es, pero hoy en día el precio de la honradez es invaluable, preferible rabiar para luego tener que aceptar los imponderables, dijo el hombre. Precisó algunas instrucciones como conclusión del cambio de planes, se devolvió ágilmente a la portada, subió al jeep, dio media vuelta, encendió y arrancó callejón adentro.
Avanzó con la fortaleza ronca de primera velocidad, rápidamente pasó a segunda, tercera y cuarta y fue cuando pudo atravesar la estructura del puente sobre el zanjón que asentía debajo la faena de un desliz: corriente en burbujeo, apretujada escorrentía residual de mayo. Avanzó entonces con seguridad, presteza al hallar la vía terciaria, luego de la curva, pero encontró de frente un rebaño de vacunos que avanzaban a su aire ocupando el ancho del callejón. Se detuvo cuando el vaquero, en el intento de abrir paso, comenzó a vapulear
las ancas de los terneros mamones, remolones, apuró el lote de atrás hacia adelante donde el padrón, un torete con conciencia y seguridad de ser cabeza– importancia vital del negocio–, avanzaba entreverado entre las hembras ronceras de ubres escurridas, rostro distraído, olisqueando cualquier tallo de caña madura tirada en el centro del camino o del barbecho aglomerado en la hilera desordenada a lado y lado de la calzada. Finalmente, el vehículo se abrió pasó, miró por el retrovisor cómo volvía el lote a copar instintivamente el ancho de la vía, dejando en ella depósitos alargados de bosta.
Entonces llegó el extremo del callejón, se detuvo de nuevo para dar paso al bullicio de los niños uniformados que estrenaban el día, arreglados y animosos. Peinaditos ingresaban a la escuela cercada en malla, avivados por voces últimas y recomendaciones de madres solícitas y, adentro: paredes estucadas de colores primarios, adornadas de composiciones grandilocuentes de heroínas atribuladas, inexpresiva y fraccionada interpretación del tiento de la ideología, fantasía de la opresión, ensayo velado de entorpecer la propuesta elemental del desenfado infantil que pretende ensanchar la fantasía en la conciencia de juegos rudimentarios: llantas pintadas con sobrantes de la pintura del vecino, calesa desvencijada, columpios a la espera del recreo ansiado y, la cancha multipropósito dónde hacer las reuniones de padres de familia, bingos, actividades sociales, descampado en el intento de proponer una vida de quehacer escolar cierto con ojos de adultos.
Pero no era instante de reflexión ni de debate interno con dudas metafísicas, morales e ideológicas. Arrancó de nuevo, tomó a la derecha, dejó atrás el caserío en certeza desperezada, ingresó al pavimento de la carretera troncal, aceleró, puso quinta y poco después ingresó a la ciudad. Se detuvo de nuevo ante el titilar del semáforo, escuchó el pito apurado del vecino, verde, humareda extendida en el ambiente por una masa informe de motociclistas cuando tomó la 32, hasta llegar a la esquina de la 16. Logró estacionar en cuanto pudo y caminó al fondo de la calle.
Ramada sin nomenclatura y el taller al fondo: lote de tres costados encerrado en tapia de ladrillos de bahareque descansando sobre guaduas, cobertizo alzado hasta tres metros, cielo falso de peinemono, paredes encaladas, techo de vigas a la vista, telarañas desparramadas, amalgama de aceite y grasa en el piso, huella de zapatos y, al lado izquierdo, un seriado de mangueras, correas de distribución, guayas a la espera de clientela y, el aviso de fondo amarillo de rudimento axiológico: Qué día tan lindo, ahora no falta el amargado que venga a tirárselo.
El tractor parqueado esperaba al mecánico que había desbaratado apenas lo necesario de un desvare, sustituir la pieza interesada que permanecía en el suelo. Se presentó, preguntó por Gaspar. No obtuvo respuesta. Salió a la 16, sobre la diagonal logró ver a Gaspar, espaldas al aire, atento a una mesa rodeada por otros tres hombres mayores, concentrados en el acontecer de suerte mañanera. El hombre lo saludó, este devolvió el saludó.
–Aquí apostando los restos a ver si tiento la suerte y saco lo del día.
–¿Y entonces? respondió el hombre.
–No, pues nada, toca esperar que Wilder termine de arreglar para irme. Son $200.000 lo que cuesta la correa, la balinera y la rectificación de la polea. La correa de segunda, la
balinera sí toca comprarla nueva, es un Jhon Deere y ésta marca es muy exigente. Es lo que menos cuesta para trabajar. Mientras tanto juego lo que tengo a ver si recupero algo de lo que dejé de ganar, ayer casi le pego al Chance, se me fue por un número.
–No, pues, respondió el hombre. Cuidado te hacés rico jugando Fierro.
–Ah, usted sabe que ya me quedé, así como estoy: vivir decentemente, responder por Débora, si no, ¿quién me hace de comer y lava la ropa? Total, ya los hijos se fueron a Estados Unidos. Se fueron por el hueco. Es más, están consiguiendo un tractor para mandarlo.
–Sí, eso me contó el año pasado cuando nos vimos.
–Dudo que entonces pueda empezar hoy, ¡imagináte!, ya son las nueve y media mientras el mecánico termina, rectifican la polea, arman las piezas, es medio día. Creo más útil que mañana madrugue.
–No, nada de eso, mañana tengo compromiso para ir a Guayabal, prefiero trabajar hasta entrada la noche, seguro, le llego al medio día.
–Está bien, respondió el hombre sin mucha convicción (conocía de estas respuestas), imposiciones de momento sin alternativas, asociado con la necesidad de avanzar.
Fue entonces cuando decidió entregar cuatro billetes de cincuenta mil, Gaspar los tomó como anticipo, ansia y arrebato, sin recibo, los embosilló. Se retiró de la escena despacio, no muy lejos, a la espalda, escuchó el dicterio de los hombres sentados alrededor de la mesa: amplios de espalda, suficiente tejido adiposo para destacarse por fuera de los overoles deshilachados, exclamación que dio por sentada la pérdida de la mano por cuenta de Gaspar. Al instante el alegato, la negación: lucha, palabra, agitación, suerte, coincidencia pura entre número, carta y turno para jugarla, soplo del destino en el que un estado de cosas cambia con la certeza de haberse puesto en camino.
Encendí el jeep, dejé deslizarlo en la disipación, novedad conforme de una huella que corre con experiencia indolente, vacío de no tener qué hacer. Circunstancia, detención de la expectativa condujeron rápidamente a la imaginación hasta encontrar explicaciones, juicio de tal estado –siempre fuera de mí– y, el primer dato inmediato, vago, sin confirmar, justificó la función y utilidad de la ocupación frenética que provino del encargo obligatorio, necesario por demás, un contra la pared de madre y de Consuelo, imagen firme del rechazo de no estar ocioso para no enfrentar un duelo que debería desvanecerse, cambio de rumbo y, si experimenté luego instantes de desocupación, ingeniaba actividades, tomaba un teléfono, concertaba citas inútiles, preparaba jornadas de proyectos de inversión con base en experiencia en cuerpo de otros, supuestos esenciales como imprecisos por tratarse de factores sin control como la inestabilidad de los elementos y los factores indeterminados de lo humano. Concluía obligando la madrugada a coincidir con escenarios de cifras exactas para encadenarlas, unas con otras, tener la sensación de que desarrollaba prontitudes con el frenesí y el ímpetu de saber qué hacer, pero no cómo, apenas ahora lo preciso. Y arranqué.
Tomé la carrera hasta encontrar la 33, me detuve en la estación de servicio, pedí llenar el tanque de gasolina. Los números se fueron estimulando unos a otros hasta expresar la cifra estática de un valor intermedio de trueque por el servicio. Puse el tapón del tubo, di
media vuelta por detrás del vehículo, acepté que debía arrancar sin rumbo fijo, precisé la desorientación hasta que una espiración indicara al carro el rumbo y, este comenzó a ganar espacios hasta llegar a la glorieta de salida.
La esencia del deseo es dejar que el gozo tome el lugar de lo inefable y busque encuentro confluente entre demanda, ensoñación y experiencia.
Adelanté, dejarse llevar por el impulso inicial y, éste tomó las primeras rectas de salida hasta toparse con el aviso en lo alto, La Fortuna a la derecha.
Decisión inmediata, instante de apuesta: devolverse, tomar la avenida al sur hasta llegar al crucero. Avancé, parada, de nuevo, semáforo, amarillo a verde, amarillo a rojo y el bólido que pasa rozando, mece la estructura del vehículo, barrunta un accidente, pienso, no por mucho tiempo, adelante un ejército de motociclistas mitigan la ansiedad de la intención de llegar a tiempo en preciso y constante desafío a la integridad, el hombre del taxi pita con apresuramiento, el desahogo es clara intención de evadir, en cuanto sea posible, el control central de las luces pero la señora de la derecha prefiere llegar tarde a impulsar el acelerador, pare y siga, y el odómetro marca seis kilómetros de avance, pero la hora ya no importa, sigo la disciplina citadina, la radio anuncia hechos relevantes, para ellos, la voz meliflua los lee con acento impostado, los demás, a la supervivencia, gestión de lo que corresponde, toca, en el instante solo pienso en el tractor, desvare, pero la desconexión, apenas aparente, de los hechos ahora son multitud de imágenes que se confunden con el ciclista irreverente, se aparece de la nada en contravía, el peatón, metros adelante atraviesa campante el pavimento en medio del tráfago, riesgo aplacado resguardado en la frondosidad de los samanes del separador central, osadía, malicia validada por la memoria de un tiempo de vías sin vehículos; un amplio espacio desprendido de la reminiscencia, cimentado en la tranquilidad de poco dinero en circulación, y el pasado: hechos fragmentados que impulsan el momento que fluye, descorre el desarrollo interrumpido por la escena con atributos de lo conmovedor: padre en su lecho, mirada inquirente, al menos de larga conversación pendiente, espera de la palabra segura que mitigue el trance de profuso desconcierto, Consuelo y Madre tomadas de la mano, mirada de asombro, reclamo, pasmo de rostro de padre lívido, abandono inmóvil, comisuras de los labios amoratados, voz extinta, vitalidad detenida, impulso sin afecto, estático ser ausente, inalcanzable en el laberinto del recuerdo que se actualiza, detalle en la manos exangües interpuestas en el pecho deprimido sosteniendo el crucifijo, vano de la expectativa, decoro interrumpido. La familia abreviada, identificada con el sentimiento de adhesión al hecho consolador de la ausencia de sufrimiento prolongado, habitación como expresión de la mesura heredada: orden de lo resumido. Yo, en el intento fútil de la deserción, bochorno de ser el centro de una tragedia sin anuncio, fama estéril e inculta pero la escena citada pregunta ahora para quién perseveran los corpúsculos estáticos, aéreos, descubiertos por la luz que penetró por la ventana del cuarto del segundo piso, tarde de secreto, mandato sin explicitar, instinto y dolor, vacío en la entraña de la noche, pálpito en vela, silencio extenso del aturdimiento hasta ingresar en el paso a paso de la ceremonia que se supera a ella misma y, la queja, pena que eleva preces de confusión, curiosidad funcional acreedora que busca respuesta sin especular para cuando son las acreencias, el vecindario
que espera la respuesta a la pregunta impertinente sobre el rumbo inmediato de los bienes inmuebles.
Una ligera ventaja y de nuevo el aviso como opción única y es a la derecha, La Fortuna, adelante el guarda da la orden con el brazo, ademán de desvío, a metros la ambulancia ha abierto las puertas para subir la camilla del herido inmovilizado, la motocicleta tendida en el asfalto, el automóvil abollado y atravesado en la avenida a la espera de la grúa. A la derecha, vuelta, calle rota, estrecha, paso más lento, el jeep se ladea, descubre la efervescencia del barrio que encuentra la sabiduría con la que enfrenta la supervivencia poco antes de la hora del almuerzo: ferreterías en movimiento, cargue y descargue, furgón que va adelante tambaleando, la señora con la compra que ha dejado información privilegiada del alza en el costo de los servicios públicos, el atraso es cuota del televisor, carencia de trabajo, ausencias de los del exterior e intuyo el olor de condumio que se acerca entre vapores.
La lectura extensa y esforzada fue un encuentro con un universo novedoso, lejano, inalcanzable expresado en la semántica de letra menuda: simbología de signos extendidos entre abuelo Rómulo y padre José Félix, folios en el detalle de fecha de siembras, alumbramientos, hábitos de crecimiento de los brotes, perfiles a mano alzada de tallos, entrenudos, forma, canal de yema, nudo, anillo de crecimiento; flecha en rojo que señala los colores de acuerdo con la edad. Y, las hojas o láminas foliares, longitud, anchura, disposición de la vaina o yagua, colores, pelusa, deshoje, características morfológicas generales y particulares en las odiosas comparaciones con los cultivos vecinos y, los penachos de la floración en carboncillo y al pie: La inflorescencia de la caña de azúcar es una panícula sedosa en forma de espiga constituida por un eje principal y articulaciones donde se insertan las espiguillas, una enfrente de la otra. Las espiguillas contienen una flor hermafrodita con tres anteras (productoras de polen), y un ovario (con óvulos en espera de ser fecundados) con dos estigmas (reciben polen de durante la polinización). Recuento perfumado. En el otro escritorio, arrinconados, cuadernos agronómicos, notas pormenorizadas: germinación, firmeza, enfermedades y, el control y prevención de plagas, esquema detallado de trampas extendidas con miel para el barrenador dibujado a color al pie de cada anotación.
“Ningún año es igual a otro”, decía el epílogo del cuaderno del año de la inundación. Retomé la avenida, otro semáforo quedó atrás, doblé a la derecha y proseguí a La Fortuna. La amplitud del campo visual se redujo, guinea cuantiosa se había apoderado de las orillas de la calzada y obligó a disminuir la velocidad hasta dejar atrás el pavimento. Ingresé y el momento fue el tramo de ahora constituido entre placas de cemento, ascensos más empinados, cambios de velocidad frecuentes, rumor de motor acallado por el alboroto descendente del cauce del río que fluía raudo entre el cañón. Y, la frecuencia de los saltos de agua sobre la vía, pronunciada convergencia al cauce de los elementos en ebullición. Bordeaba la carretera en medio de la exuberancia, vorágine de verdor asida con firmeza a los barrancos, rellanos de raíces sobresalientes, musgos de ligeros tallos amarillentos y, entre los espacios encañonados del cauce, la visión impasible y provocadora de los escudos pétreos de la cordillera enmarcados en el cielo voluble en movimiento sempiterno de las nubes.
A cada tanto, ventorrillos de lado y lado, avance sin pausa, economía de honda persistencia, poco ingreso entre avisos de bebidas, comida saturada, expuesta, empaquetada en celofanes recubiertos, embutidos oreados, sentaderos antes de llegar a la cercanía de Tres Portones.
El entorno, ahora, fue un espacio llano, preciso de apuro obligado en la memoria, momento de indecisión, espíritu de la evocación, lugar de asombro amplificado, imágenes avasallantes e inmóviles de la primera vez.
La emoción de la humedad del entorno quiso detenerme, llamar a la puerta cuando el olor a montaña anónimo nacido en la levedad de la neblina sin título del bosque. Me acerqué, escuché la dirección, sentido de la evocación, voz entremezclada de los encargados y los latidos de un mastín. Universo lejano de los mayores al que nunca quería acceder. Me detuve, sí, voces íntimas, rostros con mirada de retorno, posesión de un más allá de inmensidad reservada de pasado, deseo de invadir los corredores y, entre pasos, detenerme en el barranco, hacer el inventario de mirada a la floresta que ascendía pródiga de la cocina hacia el franco lagrimeo de gotas escurridas por el talud como patrimonio y reconocimiento, nueva revelación de lo silencioso. Entonces la exhalación abierta y vigorosa, instante de vacilación que se abre en paso raudo a la actualización memoriosa del día cuando el tractor quedó varado, del cambio de planes que incluía llegar a las cascadas al medio día.
Allí, el vado, orilla y remanso, puente de troncos arrebatado al bosque por corriente que avanza en presente convulso entre golpeteos incesantes del agua entre grafitos.
Después de Tres Portones, 500 metros a la derecha, el carreteable de la izquierda diseminó la base de la banca revuelta por la escorrentía, guías irregulares de huellas arriesgaban la estabilidad del vehículo, los esquivé con curia por temor a un pinchazo entre piedras sobresalientes, guijarros puntiagudos y en desorden. Me acerqué lentamente pisoteando la ronda amarillenta del drenaje rozando el desnivel del talud hasta lograr un leve viraje a la izquierda, último recodo que me condujo hasta un corto plano adecuado para el estacionamiento.
Si la iteración es un vocablo de indicio mediador, soledad es el introito del silencio, sosiego de acceder a la región oculta, palpable y extendida del presente. Entonces se avanza entre el aturdimiento de todo aquello que es arraigo, urge permanencia en el oficio: rutinas cotidianas propias de la supervivencia, entramado discordante de la trama del ideal, apuro por lo necesario y conocido entre afecto que impone encuentros, rostros, voces, condiciones, intereses, precariedad, limitaciones, identidades frustradas y familiares y, el bosque es expectación permanente, eco atrevido de todo aquello que mana como fermento explicitado, tanteo ondulante de lo disponible, pasaje de extravío, enajenación y, es el nombre de la sombra alerta que excita la propia piel, torrente vertiginoso que rompe la quietud, anuncia el equilibrio en el medio de la espesura de matices, raudos, tupido albor descaminado por el dosel apretujado, brillo explayado desde las perplejidades de guijarros que avanzan ataviados en procesión solemne por los cristales de las ondas, energía desbordada en el espejo innumerable y vehemente, borbotones de brillo turbulento y espumoso, tremedal y abundancia. Vértigo y soplo recién aparecido, se detienen, se asientan y avanzan entre el movimiento de mis pies;
ahora es un velo amplio y ligero que acerca el agua en apremio y transgredo al paso, torrentera y hálito esparcido generosamente en el estanque; estremecimiento de la corriente en la piel, caída libre sobre el cuerpo, jadeo, anuncio que celebra franco y plácido ofertorio.
Referencias obligatorias ordenan la lectura, que hizo parte de un encargo cauto de mamá. Me entregó desprevenidamente un cuaderno de anotaciones que guardaba con íntima moderación. Pasé la lectura entre brasas, la signifiqué como que debía poco tiempo después cuando la poderosa imposición de las circunstancias nos obligó a la enajenación de la casa que con dedicación y detalle ellos habían erigido con ahorros y ayudas de las dos familias. Llegar a la decisión fue pasaje doloroso de vueltas, idas y venidas, dilaciones, sumas, restas, divisiones, pago de intereses hasta concluir en el acierto. Los temores fijan prioridades, evitan males mayores que confluyen, con claridad, en el año de la inundación. Entonces, contener el aliento en la lectura:
El agua grisácea, ágil, abundante y olorosa se fue colando pródiga por los intersticios de la compuerta que la detiene, comprendí la dimensión de lo que se aproximaba. Como casi todo en la existencia no calcula ni mide el alcance de los acontecimientos, menos cuando se trata de aguas impetuosas que desborda todos los flancos elevados de los taludes protectores, palizadas que la detienen hasta penetrar por las alamedas profundas de las hormigas y los rompientes de los canales naturales de los surcos. Conocía las fuentes cuando las habíamos descubierto y reconocido para nosotros entre los riscos de la cordillera, en el arrojo de las caídas, en los remansos aquietados, saturados de rumores de aves canoras y vientos tenues, transparentes, idílicos, inspiradores y silenciosos por los que incursionábamos en los meses de verano para chapucear en ellos a medio día.
Pensé que nos había tomado por sorpresa, la mente siempre es ágil, significó un sistema denso de cúmulos, nubes plomizas y bajas se habían posesionado del páramo desde hacía tres días entre grises tormentas inéditas, centelleantes y broncas, irrumpieron en la madrugada, antecediendo el inicio de aguaceros profusos. Entonces fue cuando constaté de pie, ante el cultivo y con la última ráfaga del aguacero que el nivel del agua aumentaba sin detenerse, se explayaba sobrepasando defensas y drenajes, penetrando a sus anchas por el costado norte de los tablones de la suerte baja, borrando cualquier cálculo ilusionado de que pasara de largo. La realidad impuesta nos declaró en retirada. Inicié el regreso por el callejón, Adán de Jesús observaba cómo el agua iba copando y rebasando el cultivo, dejando expuestos unos centímetros del manojo ingente de hojas que se elevaban abonadas y tiernas al espacio, agobiadas por el cúmulo de la creciente. De retirada se acercó, nos quedamos esperando que amainara y encontrase los límites naturales de su enorme volumen. Escampó. Los últimos rayos de una luz corta brillaron escasamente sobre el espacio anegado y quedo. Luego, una suave pero aguda racha levantó un oleaje encrespado hasta batir las hojas ahogadas de los surcos antes de que el silencio aturdido y ensimismado arrebatara el atardecer.
Los pasos de regreso los pude transitar luego de la primera arremetida de las corrientes entrecruzadas, en tanto, la oscuridad plena se embebió en la noche de octubre. Y, fueron muchas las acciones que imaginé para desecar la anegación, pero mi ilusión se
quedó corta cuando, a los lejos, en los bajos de la planicie, me detuve a observar la longitud de las aguas en los reflejos de las primeras luces de las casas del vecindario, reflejadas en la quietud de la superficie estática de las corrientes, abundantes y en desorden que atravesaban la vía en frente del jeep. Entendí que estaba ante un acontecimiento mayor. Avancé con fluidez hasta llegar a la vía principal, las luces de los vehículos que regresaban en contrario se fraccionaron prontamente a la vista cuando ráfagas de lluvia densa, goterones sonoros se estrellaron sobre el parabrisas.
Vela de frustración, imaginación en el acento del rostro contrahecho y serio del infortunio que se puso a nuestro lado de paso con las noticias limitadas que escuchábamos simultáneamente frente al televisor y la radio al lado. Mariela cuantificaba e imaginaba en su interior el volumen del agua, la localización, y yo cómo habría de salir. “El cordonazo de san Francisco no perdonó el cambio de luna”, dije en mi interior. Apenas ahora entiendo la decisión que la angustia llevó a los vecinos a darnos a la tarea, después, de instalar un sistema de alertas que no tuviera fisuras ni dependencias; el sistema meteorológico es más solícito en dar explicaciones que consultar la tradición, mirar los calendarios y hacer una interpretación de los signos atmosféricos. Los medios de comunicación, a su vez, se proveen de las limitaciones propias de sus intereses: la audiencia es una hipoteca abierta a la cotidianidad que genera o no facturas para la sobrevivencia, por tanto, los reporteros viven de sus ventajas. Lo cierto es que, en adelante, la noche fue una soporífera congoja recostada en un sillón que sacudió la quietud del cuerpo hasta dos horas más allá de la escucha del himno nacional que da por finalizada la programación. La emisora finalizó el programa dirigido a seres sonámbulos que debaten su vida entre versos, amores inconclusos, visiones del más allá, cura de enfermedades, insomnes en la vida y la certeza del perdón de los pecados. Al alba dio inicio el eco de las noticias, se coló por el ancho gris plomizo del cielo que desgajó el segundo anuncio de una tormenta, justo cuando ingresaba de nuevo a la propiedad.
Las corrientes escurrieron pródigas por los callejones vecinos, descendieron inadvertidas por las plantaciones hasta acumularse en los lugares bajos. Un extenso horizonte de humedales apaciguados entre cristales nuevos detallaba figuras contrahechas de tallos alargados y adormecidos de guaduales, árboles y cañutos. Descendí de la bicicleta en el intento de cuantificar el volumen de la inundación e idear un sistema rápido que drenara con rapidez, pero la cordillera no advirtió, sólo estalló de nuevo advirtiendo entre centellas y sin anticipación, lluvia copiosa.
Las gotas ingentes resbalaron por la cubierta de las tejas de barro, penetraron sin piedad por las fisuras, se represaron en los canales e iniciaron el recorrido hasta sumarse a los acaparamientos del zanjón que rebalsaba su propio cauce con inquietante solvencia.
Tres días de lluvia inmutable saturó los suelos, impuso a cualquier ceño fruncido la incertidumbre en rogativa. Descendí, así, al inmenso estanque terso sin promontorios a la vista donde ya los patos emigrantes remaban, sumergían el cuello en busca de la caza con el paso agitado de siempre, antes de que las aguas fueran evacuando dando paso a un piso deleznable de olor profuso, penetrante de légamo y limo, gérmenes ingentes que iniciaron el ciclo nuevo de regeneración.
La lectura fue praxis liberadora cuando comprendí cómo el asombro, sin espacios adecuados de desahogo, precedió a la angustia de Lisandro Gómez
El pasaje de regreso fue un dilatado introito de ceremonias de estática y sublime ritualidad rectora entre bromelias, arcos impenetrables de ramazones; correteo de aves remotas entrelazadas, lianas sin número, sostenidas en astuto desafío de raíces ligeras, líneas verdes adheridas a troncos abigarrados y saturados, tallos, musgos, figuras antagónicas a humedad remota y resbaladiza de pedruscos; embriaguez inevitable, caídas de ronda indeleble, aspiración, contemplación que se afirma en laberinto sustancial.
Ciertamente el hombre no regresó esa noche a casa; Gaspar incumplió el compromiso de avanzar en las labores acordadas ni en la tarde del día convenido, tampoco al día siguiente. Regresó a la propiedad al tercer día conduciendo lentamente el jeep detrás del tractor que avanzaba a su aire esparciendo nutrido humo negro por el tubo de escape, estallando al paso los pozos remanentes de la lluvia de mayo. Sonoro desafío al mutismo de toda actividad.
–¿Por dónde comenzamos? preguntó Gaspar.
–Deberíamos descepar primero lo que está señalado, luego lo reforzamos en redondo para terminar con las malezas.
–Perfecto, consintió.
Se apeó, tomó la barra de acero macizo para calibrar el implemento, accionó el mecanismo que eleva el tren de carreteo, éste se contrajo e inició las circunvoluciones de la rastra en traba removiendo la cepa antigua, integrando en círculos residuos de arvenses y cosechas, cerrando grietas del terreno compactado, dejando al descubierto la feracidad generosa revuelta entre trozos en espacio ampliado que se abrieron hasta airear las capas bajas en exigente remozamiento; labranza mecanizada, expresión determinante de la preparación e inicio de un ciclo nuevo que se abrió al futuro, se arraigará en el dominio de tierra pasiva: delineación de la parcela, información precisa de la variedad adecuada, analogía de los análisis de suelo, llamativo y preciso bandereo entre surcos, siembra atenta, precisa, regadío y, el extenso granero de yemas cubiertas de humus que brotarán en ilusión a la espera de la lluvia germinal. Y, el alumbramiento alborozado: diligentes, menudo brote de hojas timoratas, luego tallos, gregarios en hilera de continuo verdor emergiendo vigorosos entre nutrientes, raíces ocultas y prolíficas que mañana constituirán una densa espesura.
Y la sentencia: “Toda vida es proceso, pausa en el intento si se apura, se impone”, dijo con parsimonia sombreada de un resuelto totocal.
–¿Cómo puede prever que el rumbo elegido gira tantas veces como grados tiene un compás? Me pregunta usted con evidente y curioso interés, descubierto entre parpadeo incesante.
–Mira, respondí, te quiero contar, infiero lo que quieres saber para satisfacer tu curiosidad. Pasé por el colegio cómodamente. Ahora considero que para asistir con seguridad al encuentro de la plenitud se precisa estabilidad en el hogar. La infancia es un vasto campo de batalla, un Pantano de Vargas donde se libra en prevalencia ángeles y demonios hasta
el Armagedón del final de los días. La tuve a plenitud. Fácilmente fui honor y orgullo de mis padres. Juicioso, dirán. Cada sesión solemne fui reconocido, entre varios, con algunas distinciones. Tuve facilidades para elucubrar, expresarme en escritura, hacer los deberes, participar en clase, discutir– tu debes saber, por tus estudios, que los maestros prefieren quién no los pone en evidencia–, entonces tuve maestros cercanos, cumplidores en la estricta rutina de la escuela y de una sociedad que convivía enmarcada entre límites, es decir, deberes. Me alcanzaba el tiempo libre para amistades, practiqué con desinterés algún deporte obligatorio, no tengo para contar esplendorosas aventuras que transgreden lo establecido de las que otros narrarán con detalles para tu admiración pero, ante todo, reconozco que, cuando la mano firme del tutor mayor se había ido, tomé conciencia, asumí con toda valoración, emoción la certeza firme y enfática, –verdad verdadera–, que ahora aprecio como dimensión suprema, la libertad que simboliza la vida al aire libre, atracción irrefrenable de la limitación precariedad existencial.
Inicié una etapa nueva, camino de tiempo abierto, establecimiento, trámite de un afloramiento estimulante y generalizado de los sentidos con la consecuente tentativa de liberarse del lastre de la cotidianidad que se avecinaba inferida entre códigos establecidos para hacer tránsito a la vida de adulto; la afirmación de la personalidad rechazó la fragancia, ahora permanente, que emana de la certeza del pasado. Quietud impregnada por el designio inalterable de los eventos familiares, invitación constante a la práctica de protocolos de relacionamiento social, término del dominio inestable de los elementos y el juego de los humanos, me llevó a buscar seguridad en los textos, invitación pasiva que plantean las bibliotecas, elucubraciones utópicas de los maestros del derecho y la filosofía. En aquella hora de deslumbramiento se apoderó de mí un entusiasmo inusitado por la pedagogía. Fue tentativa lograr una existencia regida por la estabilidad a la que ofrece la racionalidad: largas discusiones, verdades planteadas, teoría y juzgamiento en la heterogeneidad de la transferencia del conocimiento al que llegué a considerar como ley inamovible, repetitiva, ahora, conocimiento afanoso. De aquella ebullición apasionante, hallé casualmente, espíritus trascendentales centrados en el firme y valioso intento por desprenderse de las categorías torpes de la aspereza y la trivialidad convertida en lenguajes resumidos, recuentos detallados e interminables de hechos, enfermedades, afectos, desafectos, apetencias, inclinaciones, rivalidades revestidas de beneficios políticos, tragedias que arrebatan la conciencia del quehacer de los oficios humanos. La convicción de la existencia del ser supremo que se pronuncia en códigos de disciplina, austeridad desnuda, límites heroicos, intercambio permanente y silente con la creación inalterada; invitación a un exigente y permanente viaje interior que signifique y acalle la multitud de eventos cotidianos para darle un significado subjetivo fundamentado en la conexión del hilo conductor de todas las opciones erigidas en manifestaciones y conquistas supremas de la civilización Occidental. Tradición consecutiva y obligatoria en el encuentro de la comunicación subjetiva y señera con Dios, expresión del tributo inexorable de la fragilidad de la existencia, combate ilimitado con el sinsentido del mal, viajero de puesto seguro, presencia asfixiante de lo perecedero como ineludible y, la promesa etérea de la tierra prometida como introducción a la ataraxia existencial, preámbulo
de la eternidad, reinado de la orilla de enfrente, luego del trance de la muerte. En ese acendrado estado de cosas, hace curso la compasión para con el prójimo, acentúa en coexistencia con la prodigalidad extrema, disponibilidad al servicio de los intangibles y los ininteligibles aspectos de las categorías humanas que urge desentrañar con razonamiento patente.
Extraño estas vecindades, ¿sabe?: conversación intensa, ponderada extensión desprovista de intencionalidades centrada en la frontera estrecha entre necesidad y sobrevivencia y contacto personal inquebrantable como fundamento de lo inamovible.
Sin embargo, las propuestas contradictorias desde la certeza de lo razonado que induce al camino de la perfección, estimulado por la ritualidad inmutable, voluntad permanente de discurrir por el campo desigual de las limitaciones y, el deseo de un ascenso invicto a la liberación definitiva que debe construirse en lo incorpóreo, contrasta con el descubrimiento de escenarios evidentes de dolor, transgresión de límites mínimos sociales de convivencia que permanecen al margen de las normas; justicia y religión plantaron dudas, indujeron a ingresar en el universo concreto del existencialismo en el que estos asuntos son obvios, aclaran, sustentan y adoptan desde la propuesta del clásico Terencio de que nada de lo humano me es indiferente. Entonces, nada se aclara, todo se aclara porque se vive, se considera el sufrimiento y se instala en lo paradójico, probablemente absurdo. Se actualiza en la calidez de las presencias: imágenes que irrumpen, furtivas, se colorean en larga fila de espera al ingreso de un matinée, hoguera en la que se inspira la canción, balada de lejanía, existencia que huye, contribuye con sonrisa. Gozo inexplicable detrás de una vidriera que constata el paso de lo irrazonable de estar absurdamente alegre.
La afluencia de encargos asumidos luego, materializados con conciencia clara, distienden aún la vivacidad irradiada en asocio con búsquedas y encuentros de primera certeza, imperfectas para otros, pero de inocultable fascinación segregada de estilo de voces significadas en encuentros de permanente inercia en la memoria: adhesión, desprendimiento detenido en lugares lejanos, momento y destiempo, coetáneo pálpito genuino y expectante con quienes despertábamos con las mismas dudas incontestables en complicidad, fundamento de fraternidad, creo, entonces más raciocinio que abundancia.
–Pero entonces, ¿por qué tuvo que hacerse cargo de la propiedad si todo ese mundo no lo atraía?, pregunté.
–Los calendarios no dan por terminado ningún suceso. La ansiedad atravesó una atmósfera cargada de lluvia de mayo. En la transición de un regreso para junio a pasar unos días con mis padres y hermana, antes de volver a reiniciar el último tramo que preveía como el de mayor incertidumbre prevista entre un campo plagado de dificultades y trampas interpuestas por los maestros que dirigían el trabajo de grado en el afán de perfeccionar al discípulo, se transmutó en mandato cierto del destino.
Lisandro Gómez había fallecido instantáneamente de un evento cardíaco fulminante, dijo madre del otro lado de la línea, entre el silabeo estremecido y la extensa desolación de la tarde.
Retorno, ardor confuso en la boca del estómago, transpiración, pasmo entre los dedos, quince gritos que suspiran, luz de luna extraviada entre celajes del paso de la
cordillera, el primer peldaño de ingreso sucesivo a los círculos del infierno, manecilla estática de un reloj en el tablero bamboleante del bus que marcó las siete durante las doce horas del viaje, semiótica de la incertidumbre, escenario necesario de episodios recurrentes de la convocatoria atropellada de la memoria. Debo terminar, querida amiga, me da pena contigo, mañana madrugo, espero verte pronto para continuar esta conversación. Se despidió al otro lado, sin comentarios. Colgué. Volví al escritorio.
Doy vueltas de derecha e izquierda, aprieto fuerte la almohada en tanto apruebo como alijo entre manos, cabeza y hombro que rebuscan un sitio de relajación en la opacidad facciosa de la duermevela que ha invadido mi cuarto. Intento precipitar la espera que no terminará ni antes ni después de los primeros fulgores, alborada que se cuela por las persianas de la ventana, refracta la luz de la luminaria de calle atraída por el vuelo hipnótico e irrefrenable de las polillas. Se anima el deseo de representar una ilusión junto con la gratitud inexpresiva de estar despierto antes de que padre toque delicadamente mi hombro. Entonces, con seguridad me levantaré, diligencia y expectativa viajera, registraré entre la diversidad nebulosa, el morral y la ropa del día, ingresaré a la ducha, en tanto escucho el trajín sin voces de la planta baja porque la cocina es aroma de café que se diluye en entremezclada y seductora cocción de arepas y huevos fritos. La incertidumbre se renueva cuando me acojo a la certeza de la voz profunda y segura del tío Aldemar que arriba y pregunta si todo está dispuesto. Tío Aldemar apuró un sorbo sonoro y abundante de café negro sin azúcar, tres saludos y un apuro. Se despidió de madre que dirige el operativo a distancia cuando en la puerta pregunta por los pormenores ciertos de que los preparativos han culminado, recibo aparte recomendaciones, observo con un ojo el cuadro del Sagrado Corazón y, con el otro al tío que termina de acumular bártulos: recipientes de agua, ollas abatidas con resquicios imperturbables de hollín, vajilla de peltre estallado, utensilios para el buen comer, vituallas de lista minuciosa extendida entre los días de expectación creciente, todo en orden en logística prusiana en la extensión de la cabina del jeep. Ernesto entonces se recuesta en los bultos, decide reclinarse sobre las colchonetas alista un zurullo hecho con el suéter en el intento de dormitar, subo y tío Aldemar asegura la puerta con firmeza, espera a que padre ocupe el puesto de copiloto; pausa obligatoria rectificando los retrovisores. Entonces arrancamos. El avance es intuición de un hallazgo imaginario en la placidez del último sueño, reconocimiento de la actividad de las calles en el más acá de la media noche, a la sazón, asalto del pitido desorientado que se estrella con las luces del jeep al frenar en el último pare, antes de tomar la ruta entre albores fraccionados, donde la entrevela es la figura fantasmal del sereno parado en la esquina, antes de la estación de servicio. Avanzamos. Por la escotilla de la puerta trasera, descubro un horizonte lejano entre cerrazones disueltas y es la aurora que se manifiesta en el cauce lejano y decidido, pálpito ajeno que se afirmó como sujeto libre, pausado entre el equilibrio de los elementos y la hecatombe.
Ascendemos, el rugido dificultoso del motor se asocia al instante, se difunde entre el mutismo y el eco incesante del agua difusa entre piedras en el vórtice distante de los espacios, ventiscas, pasturas, revuelos y nubecillas blanqueadas; se esparcen, desvían con destreza al
recogimiento e inclinaciones ligeras de pequeños valles incrustados entre arbotantes de este, otro lado y más allá de la dilatación de alcores, resguardos pétreos que sobresalen de los farallones asombrados por la luz.
Me esfuerzo en detallarlo todo entre mirada y fascinación que se frustra desde el ángulo de vista porque apenas puedo definir los perfiles de lo inalcanzable, volúmenes diluidos entre brumas ligeras que corren con soltura de norte a sur. Fascinación es silencio de ahora, ineludible avance constante entre pliegues y desfiladeros disgregados entre sí, convirtiéndose en dilataciones irregulares de occidente para oriente, abismos de vértigo disgregados en la planicie remota.
El motor retoma el brío inicial, la curva que sigue revela una herida avanzada en sierpe pajiza extendida en los entresijos de la montaña, nos acercamos al firmamento entre el reino de verdores escurridizos, gotas lentas y perennes que resbalan entre musgos hendidos, arboledas densas, intervalos inseguros de luz entre la impaciencia de los cristales de un celaje. Ingresamos en él, entonces, tío Aldemar detuvo el vehículo, lo orilló en un plano improvisado y se apeó enfrente del ventorrillo.
–Bueno, muchachos, un momento para estirar las piernas, calentarnos con algo de tomar antes de internarnos en Las cuarenta.
–Excelente, dijo, padre.
Pausa singular es respiración de chimenea, humo azulado y caprichoso, conexión de bruma profusa que ingresó con nosotros por el portón de madera; el cencerro tintinea, la fonda se erigió entre tablas horizontales pintadas de azul profundo, tablillas que cubren las ranuras, frágil y techo disonante de zinc y, el recinto: piso de tablones irregulares de madera donde el mesón es límite y centro de la escena diaria. Nos acercamos y el dependiente, Hernando, a la espera del primer convoy del día, saludó efusivo a padre, tío Aldemar y de mano a nosotros. Sin dudar, sirvió agüepanela con queso cuajada y de la parrilla, tomó arepas.
Y la voz fue relato inestable al por menor: mueca errática, balbuceo de tabaco entre diversidad de nombres cercanos, eventos, trivialidades, enfermedades, desgobierno, vecindario y, la economía anticipada a la duda en la respuesta: estado de la vía, lluvia, verano o invierno, estado de la cabaña y con voluntad dócil, salimos detrás de ellos.
El meneo fragoroso del aparato en la última curva del ascenso, constató entre la precariedad de las huellas, con audaz persistencia, la explanada entreverada entre la prodigalidad, verdores intensos en el medio de brillos transparentes, gotas espesas pendidas en la inactividad circunstancial de las hojas del dosel.
Descendimos. Tío Aldemar tomó la iniciativa, abrió con confianza los dos candados pendidos de la puerta de orillos, solidez curtida de intemperie que se activa en la espera permanente del traquido de los pasos, estridencia en el mutismo oculto del estado de mesura fundacional, pausa larga instaurada y percibida desde el primer conato de cercanía, ilusión atolondrada de la primera vez.
De inmediato, el aguijón impulsivo de la orden de habitar: ventanas abiertas de par en par y, el sentido desenfado del celaje que emerge penetrante, subvirtiendo el entorno de los maderables, me detengo en las láminas lavadas de litografías frustradas,
representaciones sugeridas que inspiran, en contraste, un exótico paisaje de mar infinito, atardecer entre palmeras y arenas idealizadas desde la mediterraneidad simple y contenida del almanaque Bristol en el suelo, año pasado de humedad concentrada intercambiada con la corriente transitoria de un ahora que ingresa sin restricciones por baúles, ropa de cama, armarios que amparan chaquetas, suéteres en franco doblez, cobijas en rigurosa y franca disposición y, desde la ventana trasera, la diminuta corriente esparcida entre la hojarasca, bocatoma obligada en la inmediata remoción de líquenes, mil brazos adheridos a la pared gélida del tanque de almacenamiento. El servicio es restituido en un santiamén y, al fin, es el flujo primitivo que corre presto al lavaplatos, sanitarios, pero urge el revoloteo frenético de la organización del abasto en la alacena, rehabilitación de los vidrios estampillados por cazadores furtivos, fiasco de un ingreso al refugio seguro; inventario y acomodación tomado por el olor a cebolla, cilantro y perejil. Y, es el fuego que enciende padre con destreza, atributo de un hálito humeante propagado al interior. Pronto quedará extendido el ardor de hogar de temporada sublime.
Hervor es vapor en el recinto, se desliza ardorosamente por la puerta, se interpone entre el embeleso de la vista fija en la veleta apostada y, el nervio central de la viga, entrecruce del tejado de zinc y, la escena se instaura de nuevo en el espíritu nuevo de un ahora y un después: sin ningún viento, / ¡hazme caso! gira, corazón / gira, corazón.
Culto repetido, celebración consecutiva durante seis años cuando el ingreso al embeleso es la diligente incompetencia infantil, búsqueda insaciable de cierta identidad oculta en el lenguaje de las cosas.
Me pregunto repetidamente por ellos. Quisiera describirlos con el detalle exacto de lo que fueron, pero acierto a decir, en el momento que me distancio de ellos diez metros, que veo cuerpos adultos que dan la espalda y son opuestos en extremo como si la genética hubiese hecho una digresión a propósito en el instante de la concepción desvanecida ahora en la conciencia extasiada del diálogo que se dirige a la distancia. Intento escucharlos con exactitud, pero es la mirada en los detalles del descampado la que me distancia de ellos, temor de ser sorprendido, soslayo de movimientos mientras el continuo es el de pegar, detrás de la puerta de orillos, la distribución de las actividades de los diez días: horarios de levantada, reinicio del fogón a la mañana, ¿quién cocinará el menú del día, ¿quién hará la limpieza? Todo previsto antes de la salida del día siguiente. En el espacio de enseguida, al lado de la asignación de funciones, figura el inventario de las incursiones, inicio y hora señalada, si no hay lluvia, será al amanecer. Control preciso dentro de las cuatro paredes porque, del escaso ámbito de lo controlable, continúa en la espesura, el dominio de lo inesperado.
Los seguimos Ernesto y yo. Estamos en el medio de los dos, avance en paso cauteloso. Descendemos en zigzagueo constante en el medio del pasmo, desconcierto e indagación por el boscaje. Pausa. Observo, escucho la inclinación de la simplicidad, equilibrio cardinal precipitado entre los elementos, espacio circunscrito que conduce a la profusión de las pautas del bosque, huella antigua, mirada aguzada, brisa leve entre el chasquido lejano de chusques que nos devuelven al sesteadero, olor a menta delatado por el ciervo que se acerca incauto al manantial.
Un ademán, se acurrucaron, imitamos, la mano puesta en la boca de tío Aldemar como orden perentoria de que hasta el aliento se interpone al olfato del individuo que levanta la cabeza y, son los cuernos cortos, delgados los que chocan contra el espacio limitado del falso plano por donde huye la cañada. El ciervo bebe con avidez, se pierde ansioso en la mímesis perfecta de los rumores, miradas sesgadas, revuelo, vaho, pálpito de savia que se asume como nuevo abrazo de la luz que se cuela como redención absoluta del verdor, follaje y talento desplegado en tanto ascendemos en introvertida sumisión hacia la fuente.
Allí está. Brota intermitente. Acto solemne entre la escena de piedras arropadas por hongos y el ininterrumpido alumbramiento se desnuda en el basalto, corre firme en oficio y condición, abre paso ondulante entre la espesura, se expande, se angosta, se aquieta y es forma clamorosa aquietada en ligeros y diáfanos remansos, pétalos que avanzan en diligente y permanente conmoción, extravío, colisión de fragmentos espaciales donde la corriente roza troncos inertes, taludes desgajados, saturación frágil de la corriente en receso, algarabía constante precipitada en espumas ligeras, saltos, cañones y, el ojo palpitante de las especies que avistan entre lianas en dilatado e inconcluso latir.
Opacidades sin tiempo, luz de día, extravío sin horario que se extiende, barrunto de oscuridad y, el camino que ahora toma la derecha del regreso es una provocación para no perder de vista el plenilunio de junio en el cambio de equinoccio anunciado, vuelco inesperado de la mudanza de condiciones anunciado por murciélagos, vuelo rasante como amable presagio entre neblinas, se apuesta por momentos al oriente, avanza, ilumina en profundidad, se oculta mientras encendemos la hoguera unos metros más allá del porche, frustración del instante efímero que se extingue con la llovizna pertinaz que obliga a entrar a casa. Entonces es el instante del relato.
Palabra y narración son condición del pretérito, breve, temerario y repetitivo intento de acceder a lo inmutable como instante integrador, memorioso, detalle emana atento en el lugar descrito, inspira el hecho sobresaliente, alienta un encuentro entre regiones de espíritus libres constituidos en el acento individual e irrepetible relacionado con figuras, apenas ingresadas al imaginario de la fantasía avivada por el contertulio pasivo; voces, ecos instalados en el turno de enfrente para ser representados; precisar es el mismo hecho, ilusión recóndita avivada por los mismos ardores entrañables, identidades que desatan antes de entregar la conciencia al sueño, vuelta entre cobijas, camarote de mirada queda entre la penumbra filtrada y rauda de la claraboya que atrae el grito vecino y agudo de las rapaces de turno que se internan en la próxima alborada.
Y, al desayuno, anuncio de lo mínimo: profusión de espacios esparcidos, lepidópteros, sonrojos en fuga, avanzan cargados hasta desaparecer en el incesante camino al sur, helechos esponjados, musgos aferrados al universo de lo inerte; coleópteros se abren el paso en los espacios inferiores, manoteo de rechazo, aleteo ingente de la legión de insectos que se adhieren a la piel y, a un paso, capullos abiertos, escarabajos crispados en el tejido espacioso de la subsistencia, matices recubiertos, excitados en el impulso incesante de una apuesta urgente del sustento perseverante en la impenetrable diversidad.
¡Sí, señora!, la vida se detiene. Cada paso extrae la esencia del recuerdo, establecimiento sugerente manifestado en los sentidos, precisado en amistoso fulgor sin requerimiento de invitación. Aquella irrepetible noche de regreso se instauró en la plenitud consciente e inspiradora de una promesa, presagio de un legado que se representa en imágenes de recurrente expectación silenciosa: un turno para la ducha de agua helada, cuarto de atavíos húmedos que espera en sol de generosa lentitud, ardor penetrante que se colaba de madrugada por los intersticios de las paredes contiguas a los camarotes de la habitación compartida con Ernesto; quietud es entorno interior que no exhala cuando se regresa de los bosques, retrato de borceguíes anudados a la pantorrilla, amoldados a los pies, remontados con retazos de goma, puerta entreabierta por donde se depuraron los ronquidos de padre; tío Aldemar: liturgia del cuidado y la precaución con la benzina blanca del combustible de lámparas y caperuzas encendidas que ilustran el último estertor de luz y primera oscuridad, bombeo frecuente de oxígeno que durará hasta que el sueño, en sincrónica coincidencia, ejecuta la cuota de combustible para esa noche, cansancio del vencedor porque a cada incursión lo controlado tiene dos centímetros de extensión y demora el segundo siguiente. Seis años consecutivos en que la ebriedad ansiosa era un hallazgo íntimo con la luna, inicio del equinoccio de verano, mirada inquisitiva y ampliada como anticipo del secreto cierto de la heredad.
La pregunta tácita del por qué del frenesí, es respuesta del mutismo que se precisa en las semanas siguientes ante las primeras señales de lo continuaba.
-Y, ¿qué ocurrió después de la llegada y constatar que padre había muerto? Preguntó ella.
El hombre miró de largo, calló, rebuscó comodidad en el respaldar del almendro, miró sus manos, hizo un giro con las manos como anticipo preciso de la respuesta. Prosiguió.
–Hay hechos que no se instauran con cálculo alguno, se precipitan, entonces se reacciona en seguro embarque de consecuencias.
El destino avanza en dirección contraria a la calle de la economía, siguió, creí escuchar a padre decirle a tío Aldemar cuando dialogaban de frente al bosque. Iniciar un ciclo es abrir la ventana doble de ilusión: frutos copiosos y satisfacción plena, sin embargo, no es todo, el que avanza se topa con el rostro del riesgo y la incertidumbre.
Cuando padre renovó esas suertes contó con la certeza de todos los años de que llovería en octubre. Con seguridad estuvieron presentes en el cálculo inicial de las labores, cosa que cuando se presentaran las precipitaciones el implante debía estar establecido. Y lo lograron una vez el ejército de sembradores y tapadores se alejaron instalando con precisión, celeridad y pericia los cañutos entre los surcos, a la espera silenciosa de la humedad y el alumbramiento. Y las plántulas reventaron vigorosas de las yemas, iniciaron la toma de posesión del espacio destinado para el verdor intenso, entre el suelo terroso y los añiles de septiembre. Y luego, sin duda, pero sin clemencia, las lluvias cayeron, los jarillones fueron sobrepasados por los torrentes, se estancaron hasta finalizar noviembre, aunque la borrasca de las Ánimas fue benigna, al punto de que padre me dijo que las lluvias de dos meses se
juntaron en uno. Vinieron, pues, las tareas de desagüe, dirigidas, acumuladas en el manual del sentido común con la ilusión de apurar el despeje de los lotes y salvar el sembradío pero toda la materia acumulada se tornó en masa informe, la profundidad erosionada de los estanques se tornó piso oscuro, olor intenso a descomposición transformada en limo bronco y estéril, masa movediza interpuesta al acceso del área agrietada que se fue desecando de manera irregular hasta luego de meses después, en el inicio del nuevo volteo. El espíritu del momento fue expresión firme del esfuerzo, impotencia que corre como una mueca permanente, grito penetrante desde el interior sin escucha, se palpa sólo en el tanteo del desconcierto disgregado en instinto, estimula la toma anticipada de decisiones, alejamiento de lo inoportuno que se ampara en lo inevitable, toma perfiles, nombres, encargos, apoyos y, el peregrinar se inicia enfrente de la funcionaria gubernamental que precisa del turno para la duda: dimensión del daño, – por qué de lo imposible–, “¿ se hubiera podido evitar?”. Entonces vuelve la memoria a describir por tercera, cuarta o quinta vez y, es el cuadro detallado de los daños en los que se reitera una solicitud, certificación para la oficina siguiente, la de meteorología, hace tránsito a la capital en un intento cierto de comprobar, con rúbrica, en texto simple que dicta el final del juego, el del inicio para ingresar al siguiente juzgamiento. El proceso para la condonación de los intereses y la reformulación de las deudas fue iniciado por tío Aldemar.
La naturaleza del destino es el rigor, el acontecimiento es agitación, condición de la certeza. Se acopiaron los documentos con curia y diligencia, se presentaron en un acto casi solemne en donde se incluyó la solicitud de tregua que prosiguió en el peregrinar de comités, en tanto, el terreno continuó el drenaje de los fondos destinados a una promesa que ahora toma forma de deslave lento hasta agotar toda posibilidad de un recomienzo, entonces, en el día para otro, la espera es razón anodina y confluyente que se hace cargo del desamparo como dimensión de lo posible: la enajenación.
El breve capítulo familiar desata los nudos del atrevimiento y concluye como certeza que lo pasajero es el enemigo del momento considerado como de estabilidad. Cualquiera hubiera pensado, dijo madre, que el instante de la toma de la decisión de vender el inmueble se vestiría con todas las manifestaciones de lo trágico, pero no. Los acuerdos estaban flotando e impelieron a las acciones inmediatas manifestadas como expresión fluida del decoro.
Y, así, el señor Barrenechea hizo su aparición, extrajo del maletín un decámetro, midió el lote con el desinterés que da la experiencia, oficio que inició con un punzón, extrajo un polvillo de las paredes, detalló las tuberías de desagüe, puso en funcionamiento la estufa, hizo correr el agua de la ducha y del sanitario, cotejó las maderas de las ventanas y del pasamos de la escalera con una uña, miró prolijamente el estuco de las paredes, inspeccionó en el solar, cosa que no hubiese humedades en el lavadero, patio de ropas; con la mano izquierda constató de que los alambres donde se tendía la ropa estuvieran lo suficientemente anclados a la pared medianera. El examen del estado terminó cuando se detuvo a mirar los techos y explayó el volumen de su cuerpo en el sillón de la sala de recibo, pasó las dos manos por el corbatín en el intento de que la compostura perdida se pusiera de su lado. Entonces detalló los planos.
Los sucesos son como uno los significa extraídos del relato, memoria de mamá que observaba, desde su integridad, lo inédito del momento, sorpresa que se iniciaba en el detalle vehemente del detalle de lo propio, continuaba con atención pasiva a palabra dicha y finalizaba con la frase que abreviaba lo acordado para iniciar, con seguridad, el próximo paso. Barrenechea, así, terminó tomando un sorbo de jugo de lulo, miró los planos, preguntó cuánto tiempo tardaron en construir el inmueble, cuánto costaba el avalúo catastral y los correspondientes impuestos. A la sazón, acordó que en la semana siguiente daría el veredicto de cuál era el precio posible de venta y comenzaría la labor de promoción.
Se despidió en el porche, no sin antes recomendar que, por estrategia comercial, no se comentara.
–Es de su conocimiento, me dijo madre que le dijo, que los compradores aprovechan cualquier información para hacer ofertas por debajo de lo que vale realmente, demeritando el inmueble y mi propia comisión. La ciudad es un pueblo, todas estas cuestiones se exageran. Haré todo lo posible por efectuar la venta. Tengo ya algunos clientes en mente, les diré que ustedes se mudan porque necesitan mayor espacio.
Si las penas tienen su pudor el precio del pudor lo olvidó Barrenechea.
La condición de la ceremonia luctuosa es aún pan áspero y diario. Se ensancha a lo largo del día con la expresión familiar de tantos instantes de cotidianidad. Uno recorre el barrio, intenta mirar con ojos diferentes las transformaciones, nuevos vecindarios, pero la pegadura se remueve y, de ella, se desprende el aroma irrepetible de una estación florida que se interna con amplia resonancia, rellena desmañadamente los hechos desprendidos del supuesto de ser dignos de aprobación para desentrañar del pasado un gesto, una señal – abrazo del aliento que se líe con un hecho extraordinario–, reviva la presencia alterna de lo que pudo ser. El minuto tiene sesenta segundos, la hora sesenta minutos, el día veinticuatro horas, el mes treinta y el año siguiente irrumpe bruscamente entre los números convencionales del porvenir. El duelo transcurrió a la espera pasiva del desamparo que se dio cita en casa. Regresábamos, Barrenechea se acercó, me dijo con voz impostada de falso dolor que vibraba entre el bigote, pómulos caídos, nariz alargada y sudorosa de que, gracias a Dios, padre y madre habían alcanzado a firmar la escritura, recibido el último valor del anticipo pero aún quedaba pendiente el desembolso del Banco Hipotecario que debía efectuarse cuando saliera el registro del inmueble, pero él podría interceder para que se hiciera rápidamente a nombre de mi madre, evitar una objeción por sucesión y, claramente, en ese caso, la parte de su comisión quedaría retenida en el juzgado en un proceso hereditario después de todos los altibajos pasados para que la venta quedase en firme.
–¿Y después?, pregunté.
–El repaso son cuadros, se asumen como búsqueda del equilibrio, aprendizaje, recuento numeroso de hechos que imprimen su carácter, se confunden en sí mismos.
Así, esperamos en el vestíbulo del Banco Hipotecario. El funcionario recogió las últimas firmas que daban paso a los fondos con los que la familia Gómez Albornoz debería iniciar el capítulo nuevo de la vida. Ellas, madre y Consuelo, se miraron entre sí mientras el banquero solicitó que los tres llenáramos las formalidades firmando uno enseguida del
otro – casos se han visto–, dijo. Hacía quince días, Consuelo, había estrenado la mayoría de edad, la mía había sido hacía cuatro. Padre celebró con alborozo, le abrió un paréntesis a la adversidad.
Sentadas en el recibo callan, miran al suelo, me acerco, se identifican en solidaridad femenina, ¿la convención?, vestir de riguroso blanco, aunque la fisonomía es indiscutiblemente opuesta, ojos claros de madre, oscuros de Consuelo, madre baja, Consuelo asegurada en la elegancia de su juventud, introvertida e indisolublemente solidarias con las manos tomadas, dejando de largo el gesto de la tragedia. Igual, me siento, esperamos. Observo el brillo de las columnas cubiertas de pequeñas figuras de mármol importado, pisos rigurosamente lustrados de donde sobresalen las juntas de cobre, detallo el artesonado del techo del que se desprenden apliques de yeso estilo veneciano del que cuelgan arañas llenas de bombillos que desgajan luz a los espacios de las oficinas, puestos medio escondidos de los cajeros, sólido mobiliario de apoyo y la cadena de mentes supervisoras perfectamente ataviadas a la caza de cualquier desajuste en las cifras del cuadre. La respuesta a aquella invitación al orden, a la disciplina de las filas, ahorro en la palabra es para que todo deba ser una propuesta de un entramado de seguridad explícita para impresionar a la clientela de la estabilidad económica, donde el dinero y los negocios se resguardan figurativamente en la caja fuerte que advierto compacta al fondo del local holgado entre paredes de acero y claves cifradas.
El inicio, así, fue la formalidad de un cheque, una deuda, propiedad por reconstruir, una familia de tres en busca de un lugar de alquiler donde abrigar el cúmulo de remembranzas ensanchadas en cada aplique, adorno, sofá, alcoba, asiento, fotografía que fueron cargando en el transporte los empleados de la propiedad de tío Aldemar.
Las circunstancias emplazan, se descubren en el propio aliento. La experiencia se afirma, se significa desde canales externos: murmullos, voces alrededor, intereses de otros que liberan las bridas de corceles atropellados; incertidumbre, desbocado intento que pretende alcanzar el sitio del no saber qué hacer. Murmullos en vela, fantasmas en lugares insólitos donde se rehúye al empadronamiento porque simplemente se es un infrecuente atraído, impelido por decisiones urgentes, no se afirma en el convencimiento de estar de paso, entonces se expresan, cuchichean, aconsejan, señalan caminos, dan por cierto lo acordado y al instante se contradicen, plantean alternativas antagónicas, se detienen, ordenan de nuevo, liberan el jadeo en un quehacer porque el futuro es lo absurdo de enfrente entre cuadros imaginarios que reaparecen en agitación, impregnan los sentidos y las acciones quedan expectantes. Finalmente, se desfallece y el reposo es una lámpara encendida en la mesa de noche y la escena es de comediantes activos de un sainete alucinado, fuego extraviado al amanecer y el alba es relámpago secreto que se disuelve en la afirmación de los aparecidos, inmoviliza el aluvión y la acción iniciada es ganarse espacios con el impulso de la verdad del día que remonta al siguiente y el otro que impone la necesidad; estoicismo y periodo que avanza asignando orden al mandato del destino. Instalados, madre nos llamó a los dos. Anunció la decisión de que tía Edelmira estaría con nosotros durante este espacio de congoja y aislamiento. Consuelo y yo nos miramos, apoyamos con entusiasmo transitorio sin pasarnos por la mente la aprensión de que
la temporada se extendería para siempre. No quiero expresar lo que pensé al ver su gesto de apariencia impasible, de que se ahondarían las dificultades.
Lo que continúa pueden ser capítulos que se catalogarían con el fin de facilitar la lectura de su trabajo. Libertad cotidiana, creo, dijo, se titula. Los esquemas priman, lo funcional sobre aprecia lo ordinario de las vidas y, la palabra, sin proponérselo, lo magnifica. El recuento puede ser un moralizante recuento de hechos lineales o una entusiasta ocurrencia que active la imaginación con una propuesta escrita. Ahora que me acuerdo, creo haberte aclarado, no ser mi intención.
Brillo del espejo suspendido en la puerta de mi cuarto reafirma perseverante mi nombre: cuerpo o figura, forma o espectro que invita a una síntesis que se aleja, al menos por ahora. La memoria estimula los hechos y, ellos, unos con otros se entreveran, se confrontan en la búsqueda de una fórmula, relato que se hará indeterminado porque la voz precisa ordenar la acción que hace su arribo de carácter firme, inoportunidad que proyecta el cuadro y, ella, se detiene en el primer almuerzo luego de poner la mesa, ordenar los platos y presidir –sordina de pena larga–, preámbulo de lo que continuó. Madre y tía Edelmira se observaron en el detalle que toma como cierto el manual convencional de las acciones– nada de lo ocurrido es novedoso–, únicamente extensión de periodos pasados que se renuevan en la vida de otros. Me asisten algunas claridades de que lo destacable no fue el futuro inmediato que debía consolidarse porque, dicho sea de paso, todas las posibilidades estaban enfrente, de todas maneras, la vida continuaría. Tampoco sobre exaltar el trabajo pertinaz de madrugadas febriles que contribuyen a la secuencia del contrabando del ahorro, tono inherente de la orfandad y la viudez, culpa que no pudo ser, pero sí prácticas para el olvido, sensibilidad contendida y sosegada en la repetición del rosario de las seis de la tarde, antes de la cena. Tampoco el sentido común emanado de la fuente de la cultura citada a menudo por las dos. Texto en letra cursiva, silueta de la abuela que emerge desde la candorosa aceptación consolidada del rigor del pasado, simpleza calificada de no poder ser modificado sino asumido para detener, sublimar y relativizar el pensamiento excesivo; el referente se citaba reiteradamente con la sutileza que establece la sabiduría como teoría: Dedico este acopio de Máximas cuidadosamente seleccionadas de los mejores autores y muchas de ellas son el fruto de una larga experiencia adquirida en mi propia cabeza de una existencia combatida por los más excesivos dolores y por las mayores injusticias. Copiadas por mi propia mano y dedicada a mis nietos. Y, la máxima seleccionada para cada circunstancia: Ante todo, respetaos a vosotros mismos, Pitágoras. Ten carácter, al carácter se le debe el buen éxito. El carácter es la única fuerza que actúa por su propia virtud en el mundo. Es esencialmente necesario aprender a vivir la vida para evitarse falsos sufrimientos y muchos pasos inútiles y que pueden acarrear grandes males siendo irremediables en muchas ocasiones. Es indispensable aprovechar bien el tiempo distribuyéndolo lo mejor posible y con método en las cosas positivas y útiles, sobre todo. Piensa por tu propia cuenta, medita, observa, escoge para ti la labor más ventajosa y que le convenza mejor a tus facultades y la sientas más capaz de hacer bien, y una vez hecha, adhiérete en serio a tu elección, adhiérete a ella obstinadamente con indiferencia para con las excitaciones externas y las distracciones pueriles. Cierra el oído a los que traten de
sacarte de tu labor; la mayor parte de tus consejeros ignoran tus gustos y tus ambiciones. No todos miramos las cosas desde el mismo ángulo, porque todos tenemos temperamentos y gustos diferentes. Al poner orden en la decisión y ejecución de tu trabajo doblarás tu tiempo, harás doble labor que los demás y vivirás la vida interesantemente. No tengas sino una sola palabra. Reflexiona mucho antes de hacer una promesa y no faltes a ella. Sé exacto, nunca hagas esperar. En el trato con la humanidad hay que ser muy pendiente teniendo siempre en cuenta lo que decía Salomón que el número de Mesías es infinito. Lo más dominante en la humanidad es el interés, la envidia y el egoísmo. La envidia es el homenaje que ejerce la pequeñez al mérito y la injusticia y la ingratitud es lo que se tiene siempre seguro en el trato con la humanidad. Sin orden ni método no puede haber prosperidad. Por buena que sea la cuna es mejor la buena crianza. Una de las más valiosas cualidades que pueden adornar a una persona es el acierto en el hablar. Las palabras son como las hojas, mientras más abundantes poco fruto hay en ellas” Y la reiteración diaria: “Saca el mejor partido de lo inevitable sin sentirlo inútilmente. El sentido práctico a imitación de Alejandro con los nudos que no se pueden desatar, conduce a los ejércitos a la victoria porque, ten claro, los nudos se desenredan solos, solamente hay que estar cerca.”
Evidente que todo aquel manual para la vida y, en ella, cotidiana y excepcional cuidado preservado como un texto bíblico: “¡¡¡ Atención ... sin escepción a nadie debe prestarse!!! Arregladas y copiadas y trabajadas sobre todo para mis nietos. M. de A. Tampoco puedo resaltar un ímpetu furtivo como verdad definitoria, tan sólo transitoria, en una vida común, circunstancia coincidente y excitante del rostro de la heroína de la historia, contoneo garboso de un cuerpo, una sonrisa a contraluz, silueta que encubre el accionar de unas manos; delfines en la voz es himno vinculante de la estética del encuentro o del naufragio seductor de dos cuerpos agitados que podrían conducir a la deriva del rumbo de los hechos, suspenso posterior de un te quiero mientras permanezcas, olvido de las coincidencias admirables que niegan el valor de la imposibilidad de trascender aquello de que las cosas la están mirando y ella no puede mirarlas.
Hecho encomiable es buscar, encontrar, divulgar fórmulas milagrosas; fundamentos, impulsos externos que faciliten la existencia de otros que atraviesan realidades similares o exaltan la vida común y corriente que sirva para una audiencia cautiva. Te digo, así, cambiar de rumbo es un hecho común como lo es la muerte a destiempo, amor fugaz o perenne, comportamiento incomprensible y feroz, si se quiere, de la naturaleza que actúa en sus propios dominios, comprensibles sólo con el paso de los años. Se cambia de idea y, el azar es el rasero del camino que pone todo al descubierto, los dones son lágrima o reproche, exploración con el báculo indeciso, fatiga que encuentra en ellos la opacidad de la sombra propia, se acerca a plenitud que es penumbra en un zaguán, desemboca en el contra portón de arabescos, frisos, tallas, vitrales y, este, al jardín de la sonrisa postrera.
Entrar en detalles, largas enumeraciones de hechos entrelazados, quizá, inverosímiles por lo tedioso y absurdo, pueden disgregar la cercanía notoria del significante.
Imágenes, sí, almas que se asoman, se aproximan por el callejón y la mirada se encuentra en el guadual. Escapan, remiten a la mecedora de mimbre del cuarto de manualidades,
voces perennes que se encuentran en la pausa: si la boca calla, el cuerpo habla y, es el reposo del sillón tapizado, efervescencia abigarrada de flores orientales y, ellas puestecitas: nariz corta, aguileña, abundante cabellera entrecana, prolijamente conservada, pómulos salientes que resguardan un ligero tinte de rubor, mitad certeza, mitad ficción y, mirada azulada, oscura y penetrante que concluye en intuición, oído aguzado que disgrega las intenciones ausentes. La jornada, siempre extensa, concentrada o la febrilidad dispersa de las artes manuales, anteojos descargados nariz abajo para bordados de punto, bolillo y costura de la dignidad, al término, colores de cotidianidad, desvío de miradas, manifestación de elogio, anhelo de la recepción y la devolución de las visitas al centro de la mesa; remoción y término de orden atávico que se descuenta del listado cotidiano de pendientes: polvo, lista de la compra, lavado y el planchado de lo prolijo, presentación, representación de lo impecable, vestimenta rodilla abajo, amplitud de modelos encontrados en la revista, recato que atiende el agobiante rigor tropical del medio día y, se disuelve con la brisa fresca de la tarde, víspera pausada, angustia que aplaza los aspavientos de la llegada del porvenir.
Sin el agregado de los detalles patentes u omitidos, confluyo en la urgencia que se tiene para una interpretación. Se tramita y, en la búsqueda, ahora veo las ausencias con obsecuente claridad: exigencia de crear intimidad sosegada y distante como ambiente posible para atravesar cada trance con la voz apaciguada del aislamiento, abrirse paso en lo posible de la progresividad de los hechos, mente ligera en lo posible, arraigo y proximidad que exalta, desde la propia función, presencia constante de frustraciones que vigorizan el cortejo de lo cotidiano, sonrisa recuperada de tío Aldemar, intrépida y emotiva ovación de Ernesto, luego del vino en la mesa del sábado a la noche.
Se adopta un rumbo y él es opción inadvertida; movimiento constante que germina entre relieve, transición, pálpito, tregua, sopor, presagio, vigilia, aurora, crepúsculo, oscuridad, mensaje, rostro, acciones, canículas que se acumulan en el ejercicio de lo estético, prosaico o natural, se hacen tiempo, intencionalidad que mañana puntualizará la memoria distorsionada en la sensorial pretensión, augurada o fementida.
El hombre se levantó. Abandonó con alguna dificultad la precariedad de la banca del almendro, se dirigió hasta el estanque del lavadero. El agua permanecía cristalina y queda. Se acercó, reparó el rostro reflejado en ella, silueta señalada por sucesos abundantes y habituales, permanente e inalterable mirada en el pretérito del asombro. Tomó, entonces, agua entre las manos, la roció abundante sobre el rostro y el cabello salpicando sonoramente el piso y las ropas pegadas al cuerpo magro en franca afirmación y apropiación de la abundancia.
–¿Sabe?, dijo, olvidé emberracarme; no nos hacemos viejos, nunca lo fuimos.
Le di la mano con gratitud, momento de despedidas, instante confuso en donde la duda fue por qué le seguí hasta aquella propiedad, tomar notas grabadas para clasificarlas y ser publicadas.
Me detuve, di media vuelta. Lo vi alejarse con paso ligero bordeando el segmento de setos vivos hasta detenerse en la precisa supervisión de los pases continuos de la rastra que roturaba con pasión los perfiles en desorden de los gérmenes de la tierra. La concentración en
los comandos del tractor distanciaba el momento entre quien contrata y las angustias de quien ejecuta. De pronto Gaspar detuvo el tractor a los pies del hombre, se bajó, dialogó, se subió de nuevo y continuó dejando una ligera estela polvorienta detrás de sonido lejano del rotor. ¡Saben más del país!, me dije.
Un destello en la memoria comprendió que un hecho fútil como el retiro inopinado a un pasaje entrañable, noche de austeridad en la cabaña abandonada, ahora medio arruinada por el ejercicio impróvido de los elementos, anhelo inaplazable de la fuerza de un retorno frecuente al encuentro del amparo en medio de la anarquía de la penumbra, ausencia de asonancias interrumpidas por el golpeteo constante del salto entre granitos que se acerca en la oscuridad, eco errante de las aves transitorias, tiempo de vagar entre destellos de niebla en el titilar sin pausa de las constelaciones, senderos extraviados, estatuas de humedad que dan inicio al viaje circular de limos que harán su estación en las tierras bajas, almas libres, inmunes al agobio del abandono.
Pabellones de luz se desprendieron del rostro inamovible de las cordilleras, enfrente descubrí el acento del manto ondulante, corriente formidable de energía, universo estimulado dentro de sí, brisa deslizada en clara incitación a la armoniosa apreciación del acto sin fin y creador del beneficio de la vida. Lacrimae rerum, presencia que no es espíritu, fragmento de acontecimientos, agitada acumulación de actos, latido del corazón extendido en mirada fija que intenta abarcarlo, tiempo que se desliza a sus contornos, olvido en paradoja iluminada de junio.
La nueva incertidumbre encontró una certeza demás. La información de la parada del próximo micro que lo llevaría a Encarnación por la ruta PY 06 fue respondida momentos después de acercarse a la estación de servicio. La instancia fue surtida con un: “más o menos cada hora, hasta las 19”, afirmación que procuró la chica uniformada de azul, gorro blanco, ojos de negro intenso, mirada vivaz en el medio de la pasividad de la redondez de un rostro estimulado por el desenfado de quien tiene cerca la opción de futuro cierto, según dijo, marcharse hacia el oriente cercano donde la vida fluyera con más emociones, expectativas de progreso en la modalidad de adquisición de objetos y la necesidad instintiva de continuar atendiendo, de cerca, el llamado de la piel aletargada en la evidente quietud de amplias y luminosas extensiones agrícolas diseminadas en el bermejal, collados, hondonadas; trepadoras, vorágine entre saltos, cataratas y meandros incontables. Frondosidades, tupizón redimida entre blancos de luna, yerbales generosos responsables del vigor intenso, depositario de arroyos pletóricos y serpenteantes, elevaciones apacibles, esteros rodeados de remansos, tierras bajas, trechos de aluvión, especies ocultas que comparten el uso incierto en medio de vastos cultivos de soya y pasturas diseminadas a la orilla de una ruta desplegada entre ondulaciones donde discurre la cotidianidad de los asentamientos, vecindario de paradójica pero profunda memoria subterránea de éxodos ingentes instalados en el borde de un pasado de circunstancias reiteradas, fechas registradas en anales de conflictos memorables por lo extenuantes, sucesivas pérdidas masculinas interpoladas en la indiferencia conjugada en pretérito y el tráfico denso de los tracto camiones cargados de madera y bienes pasajeros, estruendo y humareda deslucida, retumbo impugnado a la evidencia, palabra vacilante de lejanía insalvable de comunidades heroicas, trashumantes como se erige porfiada, enfrente el edificio de la escuela rural, la calle intermedia que se introduce al interior de polvorientas rutas de tierra rojiza como invitación de insinuantes vasos comunicantes desde inicio del ligero repecho de rambla adentro, portadora de comercio, noticias del centro, chimentos manifiestos de la ruralidad: distancia, profusión de inmuebles esparcidos, conformados con paredes de tablas empinadas, coloreadas, piso de mezcla empobrecida, techo de teja de barro que escuchan, a lo lejos, el tintineo de vehículos desvencijados que parten luego de que la oficina nacional de enfrente abriera al servicio y quedara a merced del sopor y la fiebre del medio día.
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Marcial avanzó con lentitud al paradero. Ella permaneció sentada en un banco de rusticidad indiscutible, se recostó sobre la pared de la gomería, pasividad de ver pasar el tiempo enseguida de la oficina de administración, cerrada igual, pero a tres pasos del abrigo de la plataforma metálica del aviso de Petropar, marca identificada por la barra de azul brillante, larga y ancha, dinámica confluyente de tipografía compacta, altas y bajas que responden a una composición de colores institucionales cerrando con vectores en rojo, azul, verde; cubierta ligera que abriga apenas los surtidores de donde se alejó raudo de regreso Severino, el taxista, en un despliegue de pericia y conocimiento hacia Jesús de Tavarangüe.
Se sentó en el banco de ladrillo a la vista debajo de la marquesina del paradero. La serenidad se hizo soplo y mirada de sur ampliado a la que se interpuso el fulgor desprevenido de una transfiguración titilante, fragmento de espacio entre asfalto y cielo abierto, movimiento insinuado en los kilómetros de regreso y el aviso de acceso, a la izquierda: Santísima Trinidad del Paraná. Una sutilísima brisa fragmentó el vacío, fue placidez suspendida en el monosílabo alargado del mecánico que despertó en la silla del chofer del colectivo en reparación, parqueado en el recoveco del acceso a Jesús. Entonces, los tordos revolotearon y la mirada se alejó, quedó a boca de ruta hacia el noreste, se extravió, luego, de la curva que contiene la espesura, poco más allá del talud contiguo a la casamata del peaje. Esperó, el instante se disolvió.
Y así, la expectativa fue santiamén sin memoria, al lado del banco del paradero; allí, estaba ella sentada.
–¿Espera el micro?, preguntó la señora.
–Sí, contestó Marcial.
–En cuarenta pasa. De aquí a Encarnación es hora y media. 35 kilómetros, creo, se detiene donde haya pasajeros, estaremos allá a las cuatro y treinta.
–Ah, bien, gracias, respondió Marcial.
–¿No es de aquí, ¿verdad?
–No.
–Ah, ¿está de paseo?
–Sí, vine a las ruinas de las misiones que llaman.
–¡Lindo! ¿Mucha gente?
–Pues en Trinidad fui el primero en llegar y, en Jesús, el segundo, aunque al salir llegó un joven europeo.
–Esta época es de poca afluencia, sin embargo, llegan tures organizados. Pocos vienen como vos, independientes, a riesgo de que el transporte no fluya. Mirá, por ejemplo, normalmente el colectivo a Jesús cumple, es viejito, pero hoy está dañado no se sabe hasta cuándo.
–Forma parte de la manera como se encara el relativo conocimiento que uno pretende.
–¡Qué bien! Extraño para lo que uno ve, vienen, pasan raudos, se van.
–Después del recorrido, intento contrastar con lecturas el relato de los guías que es más bien recitado, todo esto en guaraní debe ser más preciso. Entender los movimientos de la historia siempre lleva más tiempo, pero todo ayuda, da pie para, en lo posible, mantener la
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mente ocupada mientras se avanza entre visita y visita, hacer analogías, avanzar, maravillarse, identificarse, desechar. ¿Qué hace?
–No soy de aquí propiamente, nací en San Ignacio, mis padres murieron, mi ex se quedó en Santa Fe con otra, al fin y al cabo, paraguayo y, no tengo hijos, con lo que pude rescatar después de un largo y repetido andar, regresé al trabajo que me gusta: comunidades, autogestión y acompañamiento. Trabajo para una ONG europea. Siempre me interesó lo mismo. Aunque llegar aquí tuvo comienzo en un largo periplo que me llevó a Buenos Aires, luego de que la dictadura nos obligó a salir a muchos. Pude estudiar como licenciada en ciencias sociales. Fueron diez años, en tanto, lavé ropa, hice oficios varios en muchos departamentos, bodegas, vocación de buena paraguaya en Argentina. Por estos lados somos más cercanos con los argentinos, grandes nexos culturales nos unen, pero las fuentes de trabajo son precarias.
–¿Y tu trabajo?
–La acción en una comunidad como la nuestra es variada, decidir un objetivo requiere de muchas actividades que se inician con algún trabajo de campo fundamentado en cánones del trabajo social: encuesta con instrumentos no clásicos, heterodoxos. Al inicio los transcribía en papel, luego grababa las voces hasta confirmar que los vecinos contestaran espontáneamente porque queremos enfocarnos hacia lo cultural. No se trata de un listado de necesidades básicas o superfluas insatisfechas –intentamos presionar para que los gobiernos cumplan con lo que les corresponde–, menos gestionar asistencias. Aspiramos una incursión hacia formas de vida de lo que va quedando de lo ancestral, validarlos con la comunidad misma, sistematizarlos y asumirlos: registros de cocina, métodos de subsistencia, siembras, relación con la naturaleza, precisar la influencia de las estaciones, periodos de lluvias, cultivos, comercio que siempre fue muy fluido en toda ésta gran cuenca desde antes de que los jesuitas implantaran la versión europea: transformaron una cultura de movimientos continuos, cuasi nómada, en sedentaria, esfuerzo inmenso e inteligente, lo reconozco, conservar en el medio de la imposición de formalidades en “evangelización” –lo digo entre comillas–, logros como sociedad, digamos, espontánea, que no lo es, aún continúa entre vestigios impuestos al paso del tiempo entre claves de permanencia de nuestra lengua simple, sonora y gráfica.
–¿Me hablás del guaraní?
–¡Exactamente! El valor de la época a la cual me refiero es cuando el idioma dio un salto cualitativo con la publicación extraordinaria de Ruiz de Montoya que le dio estatus occidental a nuestra lengua. En el envés, lo negativo: urgencia de la conquista europea expresada en métodos culturales cuantitativos, mediciones, urbanismo, religión, estructuras coloniales de apropiación, riqueza de la propiedad privada que, en el papel parecen, hoy, adecuadas y justas, como el respeto a la cultura, utilización de nativos para el desarrollo comercial es donde se presenta el dislate con la vida en extenso, qué hacer agitado y errabundo. Es por eso que no nos adentramos muchos en la historia que ofrece tantos campos de corto entendimiento y mucho de interpretación. Sin embargo, los aportes fueron valiosos: mapas, croquis, distancias, confirmaciones, asentamientos que afirmaron, así, la ubicación de sitios escogidos dentro del valor de lo patrimonial que concluyó con representaciones
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arquitectónicas, exageradas propuestas con el estilo de moda, detalles, representaciones con los medios que son hoy, desde lejos, la hazaña aclaratoria del acervo al alcance: uso del barro, piedra, andamio, fuego, madera, brazos, argamasa y agua, dejadas irresponsablemente para que la posteridad alguna vez volviera la mirada como usted, a valorarlas en la dimensión de sus posturas y disciplina. En consecuencia, evangelización, en realidad, era un mandato real como oportunidad de expandir el dominio de las verdades occidentales sintetizadas en la congregación de una misión, imprecisamente llamada reducción, término bastante prosaico y trivial que destaca un método para la conversión el apaciguamiento y la docilidad onerosa de la fusión, –concepto de moda–, trasplante con un margen estrecho para el respeto de lo atávico y sus implicaciones. Inútil sería hoy que hiciésemos lo mismo. Habitar en este entorno es una interpelación constante a los vestigios sociales que son propuesta de una sociedad que tiene realidades y anhelos nuevos.
–¿No cree que usted y la ONG intentan lo mismo, instaurar una utopía o un relato reivindicatorio de la pobreza?
Volteó el rostro, lo miró a los ojos con la sorpresa convergente de una duda. Marcial infirió que la afirmación no concordaba con la circunstancia de aquel diálogo inopinado. Pero la idea quedó aquietada porque fue interrumpida por dos pasajeros que se acercaron a espaldas de ellos. Ella volteó la mirada, saludó con la familiaridad de lo conocido, se sentaron en el mismo banco con libertad y, el ritual se dio inició: la guampa y el termo portado por uno de ellos fue llenada de agua fría, acomodaron la bombilla con soltura entre la yerba, cebaron tereré y…la ronda. Sorbos, gustillo a yerba macerada, limón como agregado, otro sorbo y otro hasta agotarla… entonces volvieron a cebar.
–¿Quiere? Ella le acercó la guampa y la bombilla.
–¿Es tereré?
–Sí, le respondió.
–Le agradezco, aún no me acostumbro.
–No sabe lo que se pierde. ¡Es el último del día!
–Seguramente, pero soy de chipá.
–Son exquisitas, por aquí las fogonean al punto exacto. Observe, viene Rogelio con la provisión para el camino.
Rogelio atravesó desapercibidamente el pavimento con la canasta de mimbre cubierta con tela de género a colores. Se acercó en cuanto ofreció la mixtura de mandioca, queso y sal. Un aroma de abundancia se desperdigó por el paradero, los pasajeros cedieron a la tentación de los sentidos.
–El tereré o yerba mate es pilar de nuestra convivencia, interrumpió ella en la ceremonia del intercambio despreocupado. Todos vivimos alrededor de él, continuó. ¡A nadie se le niega un sorbo! Es una infusión de la yerba mate, Ilex paraguariensi, hasta ahí conozco el origen que da nombre al rito cotidiano; en invierno bebo mate cocido, eso lo aprendí en Argentina, pero en esta época de calor, tereré. Los viajeros de antes le llamaban la yerba de los jesuitas, sin embargo, existía mucho antes, incluso fue culpada de ser causante de muchas enfermedades de los guaraníes, pero luego los mismos jesuitas la reivindicaron: “Muchas
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son las virtudes que se atribuyen a dicha yerba. Lo mismo reconcilia el sueño que desvela; igualmente calma el hambre que la estimula y favorece a la digestión, repara las fuerzas, infunde alegría y cura varias enfermedades…Los que se acostumbran a ella no pueden pasar sin usar dicha yerba.” Los mapas de los yerbales datan de la época, 1690 al 1700, por estos lados. Claro está, no sirve de mucho saberlo, es tradición, ya está.
–Algo conozco de esa historia. Volviendo al tema, ¿Su trabajo se evalúa sobre la base de resultados?
–Sí, tenemos una metodología para mirar avances sobre todo en participación democrática.
–¿Cómo es aquello de la participación democrática ¿Este país, acaso, no lo es?
–Tema espinoso. No lo considero así. Vivimos años de dictaduras, ya le dije, soy sobreviviente de la última y hasta las justifican bajo el paraguas de defendernos de más invasiones. Ahora son dictaduras compartidas que tienen su efecto en el escepticismo de participar, el recelo de que regresemos a épocas oscuras de represión. Por eso nuestro trabajo es de mucha paciencia con una comunidad que vive alerta en el silencio, se resiste pasivamente cuando hablamos de la importancia y dignidad del trabajo rural donde el manoseo ha sido constante, sin ir muy lejos, el proyecto tan cacareado de las colonias agrícolas. Hacer amigos, visitar domicilios, acompañar la comunidad en la instrucción, las versiones alternativas, fomentar el arraigo –los jóvenes todos se quieren ir, algunos con el imaginario de regresar como brasiguayos–consolidar rutinas comunitarias con dinámicas, actividades como el deporte… el fútbol y la música que fue cultivada también desde la época de los jesuitas, mucho de todo son esos aspectos. Entonces se promueven eventos culturales con la iglesia católica y los mandatarios locales. He tenido dificultades con mis empleadores…ellos quieren una democracia a la europea. El problema es el reclamo para con un estado de recursos escasos y, los pocos que hay, implica trámites ingentes plagados de “retenes”: firmas, giros que se demoran exageradamente, cuando no llegan, vienen mermados. Uno debe armarse de imperturbabilidad no sea que todo este trabajo se desperdicie.
Marcial se distrajo en el instante y el perfil fragmentado de rayos de sol se detuvo en la cabellera compartida entre líneas blancas y azabache, salvaguardia del presuroso término que despidió la escena y dio inicio a la nueva fracción del viaje.
El chofer apuró, entonces, un sorbo inexcusable, sorber tereré de la guampa que permanecía en un aparador rústico adosado al panel de los comandos del autobús, acentuó el acelerador, el tubo de escape esparció un nimbo negruzco de residuos, avanzó aligerado con los cinco nuevos pasajeros que se acogieron sumisos al espacio libre del autobús que se detuvo nuevamente en el paradero improvisado e intermedio al lado de la berma antes de ingresar al terminal de Capitán Miranda en el que cumplió un recambio de vecinos, recibió nuevas ofertas de chipá, sorbió tereré que le acercaba el ayudante durante el adelanto raudo por los columpios de lo ancho de la vía.
Ráfagas de brisa continua e insubordinada ingresaron por la ventana. Marcial se detuvo en el atisbo transitorio de verde saturado que encerraban ojos de agua, reposo en pasividad de la soberanía propia al paso de los puentes, arroyos y corrientes en avance,
incesante entre un oleaje, apenas sugerido, fuerza e identidad, quietud irregular de lechos que drenan con pasividad hacia las tierras bajas, orillas del Paraná.
Y el temblor del viento en el agua, humedales adyacentes, verdores, Igual que el retumbo del río. Y esa rara sensación de que la tierra era la que caminaba bajo el agua, girando gomosa sobre sí misma sin ir hacia ninguna parte, sería quizás, el ímpetu oculto del ánimo de búsqueda sin tregua de la Tierra sin Mal, donde se encontraría, entre otras emociones, la infalible soledad que sabe protegerse a sí misma cuando es irremediable.
Estiró las piernas en el espacio entre la línea de asientos y el pasillo, intentó tirar el cuerpo hacia atrás al encuentro de alguna comodidad, pero rozó con la rigidez de la barra curvada de la estructura de la propia silla en procura de encontrar algún alivio, sopor y el cansancio se hizo intento de cerrar los ojos, aislarse de las voces y la conversación que secreteaba entre ella y el paisanaje de data antigua. Entonces se instaló en el interrogatorio de la duda inicial que precede a la valoración posterior, pausada observación de la recordación. “Creo haber estado aquí alguna vez” dijo, y el retorno fue animación congregante de presencias, entendimiento presentido de las trazas de las instalaciones, propuesta elemental de lo urbanístico camino a la disolución, voluntad precisada en el detalle explícito de tiempos en profusión: capiteles en fuga, frisos con rostro de ángeles instando paredones consistentes en el anhelo de resguardarse de la sombra de cielos azules, pinceladas caprichosas de cirrus iluminados por soles inclementes, descampado de una plaza donde se congregara el inicio de cada cotidianidad, semiótica del sello, obstinación en la búsqueda incansable de la utopía terrenal.
El nuevo desplazamiento del autobús dejó dos pasajeros con sus bártulos a la orilla de la ruta de regreso en la última parada, antes de ingresar a la doble calzada para deslizarse con presteza al cruzar el puente de la ensenada de aguas serenas de la presa e ingresar invicto a Encarnación.
Se levantó, avanzó para descender en la Ruta Nacional a la altura de la 14 de Mayo, pero el frenazo lo hizo tambalear, el agarrón del soporte le llevó hasta el conductor para solicitar entrecortadamente que lo dejara en la próxima parada. Finalmente, el autobús se detuvo, descendió.
Momento de acomodación al lanzamiento a la calle de la congestión. Se inmovilizó en medio de la vereda, quiso continuar, pero se encontró con ella que descendió detrás.
–¿A dónde va?, preguntó.
–A la costanera, respondió Marcial.
–¿Sabe cómo llegar?
–Creo que sí.
–¿Y usted?
–Más hacia el centro, a lo de mi prima que vive unas cuadras más allá, no mucho.
–A todas estas, me presento, soy Marcial Barrientos. ¿Y usted?
–Raquel, Raquel Villalba.
–¿Villalba? me suena…tuve un compañero paraguayo en Buenos Aires, también de San Ignacio.
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–Bueno, aquí y en San Ignacio, Villalba somos muchos.
–Clemente Villalba Castillo.
–Mi hermano tiene el mismo nombre. ¿En qué año lo conoció?
–Por allá en el 77 del siglo pasado.
–¡Caramba! Posiblemente sea mi hermano.
–A ver, nos conocimos un verano. Trabajamos para un grupo de sociólogos que hacían encuestas en Liniers.
Diálogo transitorio, instante de posible cercanía que, quizás, ella entendió como una nueva trampa del destino, instinto mudo de la precaución, quizás, la sospecha de un olvido los puso a caminar aceleradamente por la acera de la avenida. Al margen, la conversación, porque la vía era desorden, tráfago de la hora, comercios al por menor extendidos en el tiempo justo para tomar el propio rumbo al que se interpuso el nombre de Clemente, desasosiego presentido por dos extraños de la vida de él, búsqueda por vía expedita, ensueño de abrazar una sociedad donde la igualdad fuese el patrón leal de comportamiento general y el principio personal ético del ideal. Los incisos constantes de los propios desencuentros y contradicciones entre democracia plena, rechazo generalizado al autoritarismo, fe sin duda en Jesús de Nazaret y la doctrina social de Iglesia Católica, la promoción del hombre por el hombre, la justicia social vívida en comunidades de base y la dictadura extendida a lo largo de ambas fronteras, para adentro la resignación en extenso, exhorto al arte de la palabra escrita moldeada en un periódico semanal impreso en turnos mensuales de varios talleres de imprenta en busca del crédito rotativo para ir abonando presto a los avisos de comercios de mecánica automotriz, restoranes, pequeños emprendimientos de idealistas católicos, anarquistas y, quizás, amigos que a fuerza de ideología y penuria pasaban la vida en un puerto apacible a orillas del mismo río memorioso y represado que les arrebató la mirada, irrumpió con su extensión y colorido la boca calle desde los bajos de la 14 de Mayo.
Raquel le ofreció un cigarrillo Laredo.
–Muchas gracias, no fumo, y el adiós fue distancia apropiada a lo desconocido.
Se adentró en el barrio estimulado por otra iniciación, puesta de sol que descendía con discreción adentrándose en el más allá de las aguas retenidas. Avanzó, y la imagen inicial se disolvió en la silueta menuda de rostro convencido, valor diferido, sustancia del instante aludido de una exhortación.
Encuentro en la periferia porteña desde la figura de un todo por hacer; el lugar, la pizzería de la esquina de Liniers donde solían adelantar una fugazza casera o un par de empanadas salteñas–lo superlativo al paladar es directamente proporcional al dinero disponible–, época de descubrimientos, vino de la casa aligerado con soda como apoyo incondicional a la mitigación del apetito y la derrota del cansancio. Habían terminado las encuestas del día que guardaron con rigurosidad en las carpetas. Clemente hizo lugar a su hermana recién llegada en la mesa cuatro de la esquina extrema del salón donde las cortinas, a mitad de la vidriera, permitían entrever el nombre del negocio con letras en dorado fulgurante, ventana de reverso de adentro para afuera. Los décimos de pizza, dos empanadas prolongaron la conversación en la brevedad tomada al contexto de un destino.
El micro había llegado de Resistencia hacía una hora y ella los esperó allí con el equipaje del agotamiento.
Raquel lo abrazó con holgura, sonrisa de un voceo en guaraní, cercanía de la cual Marcial quedó al margen. El natural de la escena fue admiración remota, representación afirmada en el lenguaje de los afectos en un ahora en otra tierra, expresión de esperanza, esencia de la dimisión para siempre de una infancia de fogones femeninos en hervor, campos apacibles, silbos masculinos de madrugada, congregación de ganado, pastizales entre vegas, ondulaciones, polvaredas en verano, atolladeros en temporales, aglomeración de terneros en los saladeros y el parto de las primerizas que la trasladaba del canto del jilguero al sonido clamoroso del arpa y la expresión de una polca. Estructuras vegetales en el medio de la textura sugerida como infinita, colores presididos por ardores sofocantes, quebrachos, colorados, urundeyes erguidos en inmutables fríos en invierno y, en verano, lluvia copiosa en lengua guaraní, bilingües erres aspiradas y vibrante canto extendido entre fronteras fluviales emanadas de la raíz, aflicción del recuerdo de noches diáfanas inflamadas de constelaciones que rielaban por las corrientes del firmamento, así como, el sabor amargo de la provisión envuelta en tela de género de yerba mate que enviaba el Taita Guazú para que, en el sumario de los días por venir, fijaran el espíritu del llamado al origen, arraigo y cercanía, nación o patria, recordación sentida a cada aspiración.
La educación religiosa temprana de Marcial incluyó el catecismo del padre Astete como final de un proceso que inició con la lectura y repetición de la Historia Sagrada, reformulada, luego, como Historia de la Salvación en la cual el libro del Éxodo, presunción de verdad que implica la esencia sufriente del pueblo elegido para agruparse en la feracidad de una Tierra Prometida. Ríos de leche y miel, recordó, pero su instrucción no se detuvo en lo sagrado, se embebió en la lectura, relatos de ostracismo, destierros, acoso sistemático del dramático extremo del brete social, momento en el que se instaura la teoría para, con apoyo de la imaginación que fluye a cada párrafo, redundar lo corregido. Sin embargo, toda expatriación era distante ubicación en geografías exóticas hasta aquel instante en el que escuchó cómo el despojo se hacía presente, y, asimismo, voz femenina advertida en la expresión verbal, angustia de relatos persecutorios, apego inseparable, tonos de figuras canoras, revuelos sesgados y rasantes en los abrevaderos, movimiento presuntuoso del espacio anchuroso del campo; vertiente, árbol y soledad. Cánticos en turnos reposados: tucanes, macás, garzas, yaribones, patos de estanques lejanos de tierras bajas; sombra de fieras, coro de gallos al amanecer con los que erigió su filiación al recinto íntimo de la propia fantasía asentada en la seguridad del afecto que ahora excitaba el pasmo de lo desconocido, cansancio previo de la incertidumbre, rumor grave, amplificado dejo acompasado de la actividad frenética de los motores de madrugada del suburbio, más allá de las orillas de un río anchuroso, alejado del lugar de llegada pero que había bordeado en paralelo entre el sopor y el alborozado chamamé que dio inicio en la ciudad de Corrientes, así llamada porque se junta con el río Paraguay que quiere decir río de plumas, tanto porque lo pueblan innumerables pájaros de diversos colores como porque los indios que moran en sus riberas se visten y engalanan con vistosa plumería. Sobre este río, a sesenta leguas, está situada la ciudad de la Asunción, cabeza del Paraguay.
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Raquel intuyó, al marcharse con Clemente, que el desasosiego era el instante límite que debía transformarse en contención y mutismo, suspenso de la nostalgia, suspiro simple, ausente de noches de sábado y tardes de domingo donde una colonia de mucamas, ayudantes de cocina, albañiles, cadetes, estafetas, distribuidores de estupefacientes, jugaban al fútbol, iban de parrilla– vacío y mandioca–, chipá, baile de polca, de vez en cuando galopera con atuendos y equilibrio, y flor de flirteo, amoríos como antitóxico en la búsqueda de un albor al fondo del laberinto de futuro que se erigía en el después del paredón de las afugias: pago retrasado, extraviado oficio de lo impago ante el inexorable fin de mes para dar inicio al siguiente entre lavado y planchado en departamentos de closets nutridos, prendas de invierno y verano, camperas de textura abullonada, abrigo de pieles, pasamanos, citófonos y portones lustrosos –desconfianza inveterada de gallegos encargados–, apariencia es complejidad subrayada de lo porteño aunque olvida que Juan de Garay llegó con cincuenta paraguayos para dar inicio a la segunda fundación que ahora es correría de colectivo a colectivo, estación de subtes, extravío de calles con nominación de próceres desconocidos, trampa de nombres y nomenclatura, pregunta al transeúnte de elemental orientación, respuesta distante de monosílabo o, simplemente el ademán como respuesta supuesta de evidente recaudo en el interior de la certeza de que las extremas caminatas entre veredas, al borde, avenidas descomunales contrarias a un mundo ceñido a la sabiduría de lo invisible y provinciano; semáforos, paso entre luces para peatones, condición latente de orfandad, divergencia, anarquía entre distancias de una ciudad de movimientos establecidos, ordenada observación, perpetuo acatamiento de la realidad adoptada de lo urbano. Inicio del recorrido es la orilla del río enorme, nombre de pila reconocido y entrañable pero que allí fuera bautizado como del Plata, mucho antes de reconocerse en las fuentes. La ciudad se expandía por las orillas hacia conglomerados de etnias europeas asentadas en lo nuevo, lo antiguo, lo porvenir, beneficio del confort, distancia en la disparidad; el buen vivir que se alejaba al destino del suburbio de ellos que se daba con el inicio mitigando la fatiga en el transporte público, tren, andenes de estaciones al estilo inglés para simular quietud en el sueño en un cuarto de pensión, segundo piso, cuatro por cinco, ventana al interior, sanitario y ducha común de un clásico conventillo de convencionales inmigrantes.
Raquel y Clemente, al llegar, no fueron por el rastro de la fortuna de hacerse a Buenos Aires. La expectación trascendió el cuarto de dos camas estrechas, colchón de campaña, mesa de luz al medio, cómoda de tres pilchas, lavabo, ducha, lavadero y tendedero común, reverbero, sí, para hervir agua de la preparación constante de la infusión: mate o tereré y los pesos de sobra luego de pagar el arrendamiento, manutención, transporte y el honor empeñado en el préstamo: “después arreglamos”, supuesto de la conversación fantasiosa de los contertulios sabatinos, anhelo de golpe de suerte, quiniela o hallazgo entre deshechos o un empeño sorprendente con quien sobrellevar las privaciones, enlistarse, por fin, entre ínfulas de la conquista de lo pródigo alejado del lugar en donde Raquel se inició en el asombro, elaboración del relato de regreso auténtico en el antes de permitir ser cautivados por las farolas prolíficas de los avisos, jerga presumida, ebullición sin límite de la metrópoli.
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Entonces haría el retorno por la misma ruta, transitada de parada en parada, bordeando el río que peregrina con el soplo de planicies inmortales, luces temblorosas y ausentes de la Mesopotamia y el Litoral hacia las tierras altas de las fuentes y los saltos, pero con oficio titulado para envanecer el reconocimiento, ternura antigua y talante renovado, grave y extenso asumido en ella en las entrañas del tiempo presente con que la jarýi Augusta la despidió. “Debes irte a Asunción, nada de esto es lo mismo que antes”. Manifiesto del reencuentro, retorno al idioma infinito donde ella, la abuela, tuteló la comarca de mates, miradas y mimos que yacen en un cuerpo incorruptible, sostén en la sima del arraigo. Apuró el primer sorbo, fue de una Pilsen puesta en hielo de una mesa diminuta, nivelada a ras de la arena de un bar coqueto, pasos adentro del paseo de la Costanera. Alguna visión de un arcano se apostó al costado a la vista del silo abandonado entre aguas. Más allá, el costado del puente majestuoso y febril recibía los fulgores del ocaso. Una inquieta exhalación resplandeciente se filtró entre la broza de los árboles de los antejardines, acentuó las ondas apacibles de la presa cuando las luminarias de las ciudades, hermanadas para siempre, miraron al sol, renuevo de ocaso que cursaba entre recalcados tonos rojizos oscilando mansamente entre figuras uniformadas en pajizo para esfumarse y conferir destellos a una renovada oscuridad.
El segundo trago hizo parte del reclamo del por qué no había hecho presente en el recuerdo ante Raquel de aquel pasado emigrante e incierto, pero lo distrajo una familia en tránsito que abandonó la playa con desparpajo hasta alejarse por el recorrido. Un parpadeo, dejar de lado, por ahora, el reproche. Entonces la extensión lejana repasó un pálpito entre sombras de los edificios, reflejo en las ondas en el oleaje antes de entregarse a la noche que fluyó entre cogitaciones contrarias a la estrategia del olvido.
¿Azar? Desafío permanente de hechos de tipificación absurda que se cree contraria a lo establecido, medido, calculado. ¿Coincidencia? Atracción de la intuición, emplazamiento sorpresivo de la incredulidad, duda o torbellino, imagen a merced del pretérito constante de la recordación que toma de la mano el extravío resignado referente de la noción del tiempo circulante, ronda íntima, libertad en tiempos, lugares y personas. Quizás una propuesta aceptable, de inicio, sea el encantamiento que se estimula con la historia: confabulación de silencios, señales, preámbulos náufragos, documentos, hallazgos, vestigios, mapas, despojos, rutas, razonamientos, analogía, textos, descripciones, fronteras entre imaginación y escrutinio de hechos narrados, expresión de promesa entreverada en la intencionalidad del anhelo.
Cuarenta leguas de esta ciudad (Corrientes) comienzan nuestras reducciones de esa primera provincia del Paraná, que son cinco. Leguas adentro: nos hemos introducido bajo forma de corderos, remamos a la manera de los lobos, se nos expulsará como a perros, reapareceremos como águilas.
Y la estimulación constante del Nuevo Mundo se instauraba en la imaginación, noticias difundidas desde los puertos, incesante extensión del enorme apartamiento del imperio español: lectura de cartas, salvaguarda de siniestros, filibusteros al encuentro de caudales, relatos, fantasía y lejanía, imposible constatación de irrupciones, solicitudes, necesidad de pobladores conspicuos, leyenda de encuentro con etnias exóticas, elementales,
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paganas y la peripecia apostólica de Santo Tomás en un sitio del mapa determinado por lo primitivo, inmenso y abundante, Suramérica. Un día se hizo a la mar, probablemente en San Lúcar de Barrameda. Ir tras una nueva epifanía en lugares de resguardo guiados en la noche por la solemne constelación de Géminis, honra de Cosme y Damián, sustitutos de Cástor y Pólux; en el día, la quilla rompía las olas de la inmensidad, agua a babor y a estribor y sur, eternamente el sur, rumbo de Magallanes y las Pérsidas. Tres meses de vientos alisios abultaron las velas del bergantín, avanzaron entre marasmo e inquietud, estrechez a bordo o conjuro de la desgracia, aliento de la fortuna, juego de baraja de marineros y pasajeros antes de la zozobra, borrasca enfrente de Rocha para atracar y encontrar de nuevo un verano calcinante como el de Andalucía. Montevideo de aguas profundas y expectativa en el malecón del puerto de Santa María del Buen Aire al ingresar, luego, por el brazo profundo de islas exuberantes, camalotes despanzurrados entre aguas bajas, arenales inquietos del delta, tierra de jaguares, naturaleza derramada, alucinación de aguas en el ascenso: río arriba en barcos grandes para el norte, perdiendo el nombre de Río de la Plata y tomando el de Paraná, que le dan los naturales y significa pariente del mar. A ochenta leguas, sobre un brazo, está la fundada la ciudad de Santa Fe (…). Puerto a puerto, bitácora, evidencia de lo fortuito, parada obligada en Santa Fe en el colegio de la Inmaculada Concepción para avanzar luego en la chalupa, detenerse ribera a ribera y presentir las fundaciones en la fuente del cosmos, plenitud, privilegio de única certeza, brote de la lluvia como: un besar que recibe la Tierra / el mito primitivo que vuelve a realizarse. El contacto ya frío del cielo y tierra viejos / con una mansedumbre de atardecer constante, entonces, hallar destino y quietud en la turbulencia como condición previa para convertirse en cuenca y litoral inagotable.
Mi P. Vict dor Nicolas Contucci, 5 junio 17:6 Abra como tres años que pedí cenos tachos al P. Manuel Guterrei cura de Sta. Rosa, y finalmente me envia uno de los 2 os 3.1 pero malo, porque se sale el agua por 1 parte, testigo de vista es el P. Miguel Amengual. Antes de enviarme el P. Manuel dicho tacho, me escrivió si lo quería de 10 reales libra, y la yerva de palos a 6 reales; respondi, que la yerva de palos es a 12 y pueblo con pueblo, pero que como se necesitaba mucho del tacho, le escrivi, me los enviare por el precio que señalava. Enviele la yerba en 200 mas que el importe del tacho, y me halle burlado; pues el no merece más precio el tacho que se da por un tacho viejo. Nunca el P. Manuel quando celebramos el trato me escrivio la matadura del tacho, sino lo callo, ni antes, ni después ni quando lo mando dijo palabra de la matadura del tacho. Toda la mulada bolvió mal tratada y 2 mulas de perdida; y aunque la buelta nos trajeron las mulas 400 as de algodón, pero nunca se hubieran maltarato tanto, si no hubieran llevado la yerva (…).
Dejó la copia en la mesa, apuró otro trago en tanto terminó la lectura. La había tomado del documento escrito en letra llana y esparcida, posiblemente recuperado, años después de la obediente consunción, puesto por algún antropólogo indiscreto en lugar de medio paso en el museo de Trinidad. Escurrió la mirada por la Costanera de enfrente extendida a lo largo de la orilla hasta detenerla en la sombra de la estatua de Andresito iluminada del lado contrario. Pretendió entregarse a la escucha, sentido impreciso, latente, otra voz entremezclada en remota expresión de evidencias, perímetros, asentamientos, escritos, libros, vestigios, grabados,
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capiteles, molduras de figuras angelicales, frontispicio con reproducciones a la usanza, desprendidos de una propuesta como réplica razonable a peregrinaciones exploratorias de la búsqueda que rodeaba la Tierra sin Mal, mudar la pretensión integradora de dos mundos desconocidos –negativa de lo que no es–, para erigir un lugar inmune con el propósito manifiesto, descomunal, concentrado, apenas valorado en la periferia del hado, universo en inspiración, antípoda en ebullición decidida de la liviandad de los instintos disgregados. Ramón Fernández, debió llegar a la Misión que avanzaba con el método y dinámica del modelo: enclaves autodenominados como Conquista Espiritual erigidos en el medio de verdores vigorosos, mutismo interrumpido por la proximidad, salmodia de aves como invitación a detenerse en los detalles, tintes de espesura descubiertos con llaneza después de la dispersión de la corriente permanente de un celaje. Sinuoso, apretujado espacio entrecruzado por pasajes ocultos, heridas pasivas en el bosque, pasaje necesario, urgente, del intercambio atávico. En el medio, un descampado espléndido, lugar de encuentro, actividades, moradas, talleres, depósitos; detrás la huerta y, en el centro, el templo. Ruina espectral, edificación, majestuosa propiedad de lo permanente, llamado de la atracción, de lejos, espíritus celestes, adornos de la imaginería barroca de inspiración europea interpretada en el altiplano de los Andes, expresado allí, en el medio del inmenso resguardo de la selvatiquez. Paredes, ingeniería, piedra pajiza, hallazgos de cantera, tallas de madera en el detalle de la lateralidad, grafía de los significantes en las prominencias del frontispicio, púlpitos recubiertos de relieves hasta dominar la atención con la palabra de la lengua adoptada, cultivada, hecha carne en textos que conducen las voluntades por el angosto pasaje de lo cotidiano. Luego del baptisterio, a la izquierda, acceso al inframundo, oscuro extremo de la vida, identidad de la muerte y, a la orden la humedad del hipogeo; alborozo en el bautismo, indeciso instante de las sombras del descenso a los mundos inferiores para instalar la memoria en los sarcófagos porque al tercer resucitaría de entre los muertos al paraíso memorioso, columna del sacrificio en la tierra perpetuada y contigua de la simbolización del sacrificio en el ara, trono y, altar, centro de la tarea oculta de la liturgia y el mando: eucaristía de la largueza en espacio generoso, conexión nunca cercana a la inquietud de las fluctuaciones del empeño. Al final de la cubierta, ventanales, marcos de piedra en el remate del techo a dos aguas que iniciaba en los portalones de acceso, cubría el coro, única posibilidad de mirar todos los actos desde lo alto, alargue de metro y medio en los adyacentes para ver caer el agua lluvia a plomo y correr ligera por los canales del recubrimiento en piedra hasta depositarla en el canal, rumbo al huerto. Interior entramado a la vista, obstinación a toda prueba de las piezas de la entresaca de los bosques, mutiladas a trocero, transpiración y secado a la usanza italiana en la explanada de soles reverberantes, palmeras crepitantes, a lo lejos, cuando se dio por terminado el oficio con el rechinar del fuego que anticipó los tiempos del estremecimiento.
Ramón iniciaría las rutinas un día después en el espacio generoso de la sacristía de la Misión, luego de hacer su cuarto, abrir la ventana, entronizar en el pupitre el símbolo en madera del cristo de votos, hacer el examen para dar por terminada la oración.
Imágenes que inspirarían la distancia, sucesos inesperados inherentes a la travesía se tramitaron en la procrastinación, intimidad muda de su anhelo, así como, la narración, ahorro
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de palabras que verbalizaría concisamente, de vez en cuando, en el regusto del almuerzo de celebración del natalicio de Ignacio de Loyola. Hablaría de coincidencia y azar, años después de la ferocidad de la epidemia que aún latía en el ánimo andaluz, lo llevaron por segunda vez a las puertas de noviciado de los jesuitas con el firme propósito de hacerse hermano coadjutor honrando el eco del llamado en un sin adornos que había movilizado la voluntad, luego del sermón que el padre Díaz en la iglesia de su aldea en derrochada elocuencia, perífrasis, hipérboles, tonos, ademanes y florituras que enaltecían la gran metáfora: la imitación de la vida de Jesús de Nazaret. Luego continuó el discurso de las digresiones, incomprensibles para él, reiterados del dogma: Dios trino y uno, dones de la gracia y de lenguas que el Espíritu Santo concede por medio de la manifestación de la fe y la continua recepción de los sacramentos. En medio de vapores estivales, palabras y ritualidades pudo razonar con certeza que Jesucristo había nacido de Santa María Virgen, descendido de los cielos para hacerse al cuerpo de cualquier mortal, servir y salvar al pueblo elegido por Dios en el culto que exigía ser verdad para toda la humanidad, por tanto, trecho que debía iniciarse en el largo Nuevo Mundo pagano, imperio asentado y asumido en buena hora por la Europa Cristiana, hasta convertirlo a la fe verdadera, para lo cual, los fieles podrían depositar su donativo y contribuir con esta cruzada.
La pregunta la formuló en Sevilla el padre Becerra directamente recelosa pero respondida con rezongo flemático que dictó la pulsión del deslumbramiento para, después de revelada, regresarlo a casa a orar, rodear la cotidianidad familiar hasta por año y medio, darse a la marcha, camino de ida y de venida que transitó sin condiciones ni aspaviento a la insinuación que el padre Becerra le hiciera al padre Sánchez Mejías de que lo condujera, poco a poco, a presentarse como candidato de acuerdo con la disposición de las Constituciones y tramitar con detalle el ingreso.
Cada visita era advertida, de lejos, con una serena atracción, expresión familiar de identidad precoz con el proceder de los novicios y escolares que se acercaban a la intelectualidad en la extensión del ambiente creado al interior de los arcos del claustro: orden, aliño, sosiego, modestia, distancia, sobriedad entretejida en oración, reflexión constante, escucha, coherente y precisa distribución del tiempo para, con el mandato y cercanía de las actividades ilustrativas, floreciera cercanía natural, gozo cierto, inefable paradoja revelada de pervivir en lo inefable, andar constante, solo y a pie en la imitación de Cristo en la Compañía de Jesús.
Para el andaluz, Ramón Fernández, hijo de Ángeles y Pepe, luego de haber cursado el postulantado de más de tres meses – su presentación fue espontánea–, se hizo novicio, tomó la vestidura talar, se incorporó al grupo y, entonces, preparó con sigilo de cómodo cumplimiento, el mes de Ejercicios Espirituales.
No estuvo al corriente de cómo en la primera semana debía asumir el control de los escrúpulos, ciertamente, no los sintió cuando el Maestro de Novicios lo advirtió en la lectura en voz alta la respectiva explicación de las Anotaciones de que: todo modo de preparar y disponer el ánima para quitar de sí todas la afecciones desordenadas y, después de quitadas, para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida para la salud del anima,
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se llama excercicios spirituales. Indispensable para ello, entonces, iniciarse en el meditar o contemplar , narrar fielmente la historia discurriendo solamente por los punctos con breve y sumaria declaración, porque la persona que contempla, tomando el fundamento verdadero de la historia, quier por una raciocinación propia, quier sea en quanto el entendimiento es ilucidado por voluntad divina, es de más gusto y fructo spiritual, que si el que da los exercicios hubiese mucho declarado y ampliado el sentido de la historia, porque no el mucho saber harta y satisface el ánima más el sentir y gustar de las cosas internamente. Porque como acaece en la primera semana unos son más tardos para hallar lo que buscan, es a saber, contrición, dolor, lágrimas por sus pecados, asimismo como unos sean más diligentes que otros alargarla, y así en todas las semana siguientes, buscando las cosas según materia subiecta; pero poco más o menos que acaba en treinta días. (…) mucho aprovecha entrar en ellos con grande ánimo y liberalidad con su criado y Señor, ofreciendo todo su querer y libertad para con su divina majestad, así de su persona como todo lo que tiene se sirva conforme a sus sanctísima voluntad (…). Quando siente al que se exercita que no le vienen algunas mociones spirituales en su anima; así, como consolaciones y desolaciones, ni es agitado de varios spiritus, mucho se le debe interrogar cerca de los exercicios, si los hace a sus tiempos destinados y cómo; asimismo de las adicciones, si con diligencia las hace, pidiendo particularmente cosa destas.
El agere contra y el oppositum per diametrum fue anecdótico, irrelevante certeza de lo simple que se impuso finalizando la Tercera Semana, luego de un diálogo sucinto con el Maestro y la observancia del orden sugerido para encontrar la propia manera de orar, moción del espíritu que lo impulsó a vencer la cautela de la propia desconfianza, entonces se instaló en disposición de asumir con naturalidad y consecuencia la meditación de los Tres Binarios, la de Dos Banderas, fe de imposible expresión precisada en las Annotaciones: advertamos que en los actos de voluntad, quando hablamos vocalmente o mentalmente con Dios Nuestro Señor o con sus santos, se requiere de nuestra parte mayor reverencia, que quando usamos del entedimimiento, entendiendo.
La claridad, pues, fue acogida como virtud. En adelante, una vez encontró en la elección de estado que debía continuar su existencia hasta la muerte en la Compañía de Jesús, el deseo del superior fue voluntad de Dios, orden determinante de la convicción de que: El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y mediante esto, salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre y, para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado. De donde se sigue que el hombre ha de usar dellas, quánto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse dellas cuando para ello le impiden. Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, menos, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados. Medida de sus actos: apego a la orden estricta de los superiores de turno que gozaban, de antemano, la ventaja de lo conocido.
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Reflejo de lo sagrado: observancia estricta de la limpieza de la sacristía, cuidado y resguardo de la humedad de los ornamentos para ceremonias presididas cotidianamente por los presbíteros, brillo de los vasos sagrados, suministro, almacenamiento riguroso de las hostias consagradas, vinajeras, vino, agua y, el movimiento de manteles del altar, brillantez del sagrario, apertura a horarios del templo, abastecimiento de cirios y velones para candelabros que reverenciaban imágenes entronizadas en las naves laterales, plegarias, promesas ocultas, favores imposibles; el recojo y conteo de la limosna de los fieles allegados de fuera de la reducción que entregaría con precisión y selección –muchas almas descastadas del vecindario dejaban monedas falsas en las huchas–, anuncio oportuno de los pormenores de la pulcritud de las bancas, cuidado del enladrillado, paredes, tallas en madera. El acompañamiento distante de los ensayos del coro le confiaban las partituras que resguardaba en cajones de madera en la sacristía, celo en la protección del órgano, si lo había, sino la pianola, instrumentos de la fusión cultural, tiempo de promesas de combinación, sobrepellices de actos solemnes para los acólitos, el respectivo estímulo, la revisión diaria de las representaciones del Vía Crucis, la limpieza del polvo acumulado en el travesaño del crucifijo que presidía los supuestos de la dirección del rector - maestro de capilla; manojo de flores perennes a los pies de María. Y, el instintivo inconsciente y múltiple de la genuflexión al paso enfrente del sagrario. Recurso de la costumbre era el apego asaz a la exactitud. Horarios estrictos, urgencias de manutención: compra en el abasto, preparación, presentación, limpieza de los utensilios de la frugalidad diaria que ordenaba el superior de acuerdo con las recomendaciones del Santo y el flujo de las arcas. Frugalidad activa con base elemental del agua porque del pan, conviene menos abstenerse.
América, rigor del modelo mayor, gala de dispendio, intercambio de lo palpable por lo invisible, a contrapelo, la estructura y proyección sempiterna de las edificaciones, geometría de los asentamientos en el medio de la asimetría del relieve, sinuosa insistencia como excepción, amplitud y detalles del templo: arquitectura como concepción espacial de un mundo mejor ‘aqui y ahora’. Lo demás, organización de lo formal, apoyo extendido y exhaustivo a cualquier labor catecúmena y prosaica como sacralización de la práctica de la labor artesanal, la huerta, el canto y la astronomía.
Entonces la perseverancia fue comprendida dentro del mutismo, observación y escucha porque la palabra presurosa era para las prescripciones de la Teología Moral, argumentación, fatalidad y libertad, elucubraciones que daban curso con habilidad entre monoteísmo, panteísmo, antropofagia; la antinomia de la poligamia extensa y la fe verdadera; alegato de la sacralización en la nueva organización social, desde lo sedentario: vestimenta y desnudez, procreación y bautismo, discurso de la inculturación, fusión urgente del guaraní con el castellano como vía cultural unificadora y, la tertulia distante de los profesos. La política, validación del regicidio, reino y dominio, los bandeirantes; la supremacía, macrofamilia y conservación de las uniones sociales, liderazgo, tierra como propiedad colectiva, competencias, decreto encallado en un brazo de arena del río, vigencias caducas entre estaciones de largo, obispo y visitadores del Rey; sarcófagos, cosmogonía y ritual funerario, nigromantes y comparsas; pirotecnia en la espesura de la región de la Paraquaira.
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El rostro de Contucci se contuvo a la lectura de la noticia. Cualquier expresión de sorpresa se escapó por la ventana al horizonte del cuarto del Visitador. Ramón había actuado de acuerdo con la manera de ser. No podía esperar nada diferente frente a la advertencia, burla del P. Manuel Guterrei. Obrar en coherencia obtenida en el Prosupuesto de los Ejercicios Espirituales: (...) como el que los rescibe, más se ayuden y aprovechan: se ha de presuponer que todo buen christiano ha de ser más prompto a salvar la proposición del próximo que a condenarla, y sin no la puede salvar, inquira cómo la entiende, y, si mal la entiende, corríjale con amor, y si no basta, busque todos los medios para que bien entendida, se salve. Tanto cuanto, mesura que, ciertamente, quedó escrito y precisado en las bitácoras, cuentas del avance continuado y extendido en la AMDG, sigla tallada con laboriosidad en el frontispicio de las ruinas despejadas en la fronda, memoria de un tiempo que debía continuar inalterado. Y la disolución: 17. Para apartar altercaciones o malas inteligencias entre los particulares, a quienes no incumbe juzgar, ni interpretar las órdenes del Soberano; mando expresamente, que nadie escriba, imprima ni expenda papeles, y obras concernientes a la expulsión de los jesuitas de mis Dominios, no teniendo especial licencia del Gobierno e inhibo al Juez de Imprentas, a sus Sublegados, y a todas las Justicias de mis Reinos, de conceder tales permisos o licencias, por deber correr todo esto bajo de las órdenes del Presidente, y Ministros de mi Consejo, con noticia de mi fiscal.
El Extrañamiento, no fue profecía, barrunto consecuencia de la Pragmática Sanción del Rey Carlos III ( 2 de abril de1767), firmada por Don Carlos, por la gracia de Dios, Rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar de las Islas de Canarias, de las Indias Orientales, y Occidentales, Islas y Tierra–Firme del Mar Océano, Archiduque de Austria, Duque de Borgoña, de Brabante, y de Milán, Conde de Habsburgo, de Flandes, Tirol, y Barcelona; señor de Viscaya y de Molina(…) puso en evidencia otra vez, la prontitud de la indiferencia adoptada como fundamento de la obediencia ciega de sus votos.
–¿Qué ves?, preguntó Contucci a Ramón cuando la chalupa se dio al río abajo, incertidumbre y refulgencia que siempre es esencial avanzar con ligero ajuar y peso.
–Una llanura perdida entre grama verde, aguas detenidas, un extenso horizonte entre arboledas y retoño de árboles caídos.
–¿Qué oyes?
–La voluntad de Dios en su palabra, padre.
–¿Qué sientes?, Ramón.
–Que el amor se demuestra más en las obras que en las palabras.
–¿Sabes a dónde vamos?, volvió a interrogar Contucci.
–¡Al lugar donde nadie quiera ir!
El vago rumor de los vehículos del lado opuesto absorbió el golpeteo de un oleaje insignificante que iba y venía por inmediata, arenisca, beso constante de las aguas contenidas del Paraná. Marcial Barrientos se conformó en la oscuridad de la noche. El efecto letárgico
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de las emisiones titilantes dispersas en el agua lo condujo a distinguir en el pulso de los encuentros la ausencia, pretexto de una escucha, de nuevo, ojos que vieron tus ojos, nunca olvidaron pudieron: olor, cocción, sudor, huerto, cotidianidades; yerba entre piedra y boscaje; trascender, entonces, los rigores del paso del tiempo en la ilimitada evocación de documentos, vaivenes extensos de la presencia sugerida y renovada que se asume en el derecho al ensueño; ¡cuánto olvido en medio de tanta memoria! Compasión nueva, ternura antigua de la frustración del ideal esforzado de un mito fundacional, estaciones itinerantes de Raquel y Clemente.
¿Tierra prometida? ¿Expatriación o trashumancia?
Así en la tierra como en el cielo, punto de lo incontable, feudo de lo sublime, anhelo resumido, vigencia en la búsqueda permanente del equilibrio, disputa aplazada de lo inevitable. Desmayo y delirio, piedad o beneficio, mundo errabundo, desvarío o condición humana atrapada en contradicción hasta en espacios remotos de la geografía que se renueva entre vestigios del pasado.
La réplica del silencio. Pálpito extendido en polvareda, candil de santos, tránsito del mismo sendero, alma de propia identidad; se aleja, se acerca, entorno redondo, hechos distantes, carácter que se acerca en la tonada que irrumpe.
Un sonido grave, brillante, casi imperceptible de las notas de un acordeón antecedió al grito eufórico: ¡Sapucai! Y la escucha de Marcial fue tomada por asalto con el llamado de la melodía de acordeones, guitarras, compás de seis por ocho, acento resbaladizo, voz grave, descripción declamatoria precisa de la media noche. El verso, palabra prolongada con erres que se arrastran, conversatorio para sí, concurrencia que encontrará la manera de identificarse en el jolgorio y los vericuetos del relato: polvo, soledad, destino, lejanía, quema, humareda, lapacho. Nube negra, carancho, culebra, lagartija, carpincho, silbos, trino armonioso del ave, deslizamiento del yacaré, potranca, yegua, potro atropellado; reses en el extravío, estaciones de la profusión: agua, pastizales, soles candentes y, la arboleda interminable, apego cierto a los fundamentales de la ruralidad, fuerza velada de la tradición. Y el grito de emoción contenido en la monotonía de la distancia, desamparo, comunicación oculta después de la consunción convertida en síntesis del aún, antes y después: señores, aquí está la identidad. ¿Por qué negar la intención del baile? Cercano movimiento del torso, cuerpo, piernas: exultante escucha que se acerca, vaivén de la desdicha de los amores inconclusos: Kilómetro 11, Lucerito Alba... Chamamé… nota remota, entresijo vecino, luz de ojo, piedra y espesura que emerge de la espera; vida al aire libre, aspiración profunda, bálsamo exhalado y melodioso: Anivé angana, che compañero, ore korazö reikyti asy… No más, no más, compañero, rompas cruelmente nuestro corazón.
El duende de la noche entre acordeones, guitarras y exultación se disipó en la sutil propuesta de luz de sur lejana. El anhelo de que la atracción de otra jaisi pyahu se resolviera en llovizna fue nubosidad, refugio ligero, en tanto Marcial se alejó por la vereda de venida. “No hay felicidad completa”, dijo para sí. La sombra lo hizo figura delgada, paso corto, cuerpo errático en deliberación, tanteo de relato categórico, protesta interna disuelta en la Tierra sin Mal, peregrinar sin agotamiento porque lo inesperado, fortuito, extraordinario es rutina de la historia que requiere del estímulo en palabra para continuar el relato. Ella dijo
de Scheherazade, descifrable, apacible, extendida clarividencia, hálito también resuelto por el Karai Guazú, José Gervasio Artigas, juicio irrefutable más cerca del paraíso que de los mundos inferiores.
El estanque entre las manos
Primero
Vértigo, vacío, estimulo sin umbral, lapso inseguro, vapor blanqueado. En la escena lo consciente, el instante. Mirada atónita que reafirma, fragmentos, paredones alargados paralelos al embaldosado preciso y desgastado, parte entre líneas rectas, agrupadas y estrechas hasta el fondo del predio, techo bajo en el inicio que cubre el rigor de muros medianeros alzados entre agrietamientos, encalados, goteados con la precisión de una contingencia de chubascos cíclicos; demarcan la oficina, bodega, sanitario, secciones; el polvo errante es nimbo implantado en el recinto, limita los recursos de la definición de rostros, febrilidad que se disuelve entre el retumbo de pistones, mecanismos de transmisión de los equipos que, pausadamente, agitan la exactitud de sus movimientos, manos simuladas que depositan con escrupulosidad, pausa y delicadeza el papel dimensionado, cortado, agolpado en la bandeja, avance del tiempo al compás de las reatas, en tanto, el cilindro de la maquinaria se expresa en la esencia de la pirueta, lo timbra; las pinzas lo depositan en el orden dócil del platillo rígido de salida; el operario atestigua que todo sea preciso, instintivo pero insonoro, lejano, nebuloso porque, en adelante, cada actividad es tiempo sucinto y, en presente, habrá de escribirse en formularios un reconteo de circunstancias, cantidades, sumas, objeto, tiempo y dinero por cobrar a cambio de una información escrita cierta y rigurosa.
Rostros imprecisos en acecho, disturbio en la memoria, informe, precario, levemente soportable; súbitamente revive entre el adormilamiento del espacio, queja y capricho en la cornisa de telarañas; fisonomías alteradas adheridas alrededor, escudriñan una reivindicación desmedida, y ella sumerge el ahogo de una requisición: el costo, exactitud numerada, material incompleto y, la llamada de apoyo en la oportunidad, el timbre de la voz concreta del cliente que apura detrás de la llamada telefónica; el escritorio es un accidente en movimiento interior de apuro y ansiedad, pedido despachado, vehículo que avanza, a la derecha, ahora se deja ir al lado del parque apacible del anciano y el niño a la espera del sol matinal, un entre calles agrietado, irritación del trancón, incapacidad del operario de la máquina de acabados, el reclamo del vecindario.
El ejercicio de lo cotidiano es una comarca restringida a la inquietud en donde el anhelo se declara en tregua, aplazamiento; la emoción es refugio restringido entre la fuerza
El estanque entre las manos
idealizada, enfática y amorfa, punto de llegada calificado y urgente, ansiosa responsabilidad expresada a ultranza en el instante en que se impone. Lo acepto, descubro y renuevo. Extiendo la mano remisamente hacia la lámpara de la mesa de noche que obedece al llamado, la luz titilante hace de las sombras un repaso del entorno, a media vista: respiración aún es jadeo que se reconoce en el tic tac del reloj, atraso de quince minutos y, se acerca en flemático avance hacia las dos y media. La ligera transpiración del cuerpo es corriente incómoda y húmeda, se aposenta entre la frente y se limita en el inicio de la cabellera. Intento una respiración fluida y sin congoja, pero compruebo un leve impedimento en el movimiento de las extremidades inferiores que, poco a poco, recobran el meneo de los dedos de los pies. Supino rostro arriba, intento, de nuevo, aspirar fluidamente; logro quedo, pero constato la misma sensación antigua de que el tabique izquierdo de la nariz está obstruido. Espero, doy media vuelta, me apuesto sobre el hombro izquierdo, comprimo la almohada entre hombro y cabeza, apago la luz, cierro los ojos, rebusco en el eco de las voces perdidas una presencia reiterada y lejana, un timbre amable y delicado; la vista es distancia profunda y reservada que acude al llamado esquivo de la certidumbre del ensueño.
Segundo
Zumbido rasante es revelación en la periferia del oído. Un manotazo se agita, instintivo, extraviado y en presunción; otro, avanza raudo a un espacio sin control, más allá de la penumbra. El aleteo incesante se aleja, la tregua se expande presagiando una victoria resuelta y sin esfuerzo que alcanza a sugerir la prolongación del sueño; súbito, el ronroneo gira desde los cuatro puntos cardinales, largo aturdimiento que demora, en tanto, se regresa del silencio. El instante es un expedito recuento de opciones para declarar un ultimátum, en simultánea, refriega, insistencia, vestigios de las picaduras fruto del silbido agudo de un regimiento extraviado de insectos.
A mano, ¿ventilador, repelente ambiental o localizado? ¿Esperar el rayo en el avezado despunte del amanecer? Sin discusiones, instintivamente se elige el menos aparatoso. Con solicitud, las aspas del ventilador giran y, es el movimiento de la brisa que se dispersa en el asalto importuno que mitiga los efectos eruptivos de la arremetida, encuentra el último y persistente alivio en el movimiento de la mano.
De un extremo a otro, la litera se estrecha, el cuerpo totalizado se adhiere mancomunadamente al deseo, se revuelve entre montículos reconocidos y domésticos, pero se diluye en el momento indeterminado y ansioso de la vigilia, –paciencia–, digo, y los sentidos se extravían en la afonía, ceguera, sordera, liso e incoloro sentido de la sombra que ahora es movimiento pausado entre respiración, serenidad, elongación de la inconsciencia que, dócilmente se extiende en lejanías sin examen y, el aliento es un emisión lejana al finalizar la alameda por la que avanzamos en pedaleo febril. Adelante, por el lado izquierdo de la calle de macadam, intuyo, un cuerpo agigantado en manifiesta consunción por el culebreo incesante de la máquina, se llama Gregorio, somos últimos, nos han sobrepasado de lejos todos los competidores. Me esfuerzo, logro acercarme hasta una bicicleta de distancia, pero
El estanque entre las manos
el zigzag se interpone, dudo, escucho la voz interior clara y cercana que alienta la solidaridad, sin embargo, entiendo que la condición es que sea más de uno. Mareo. A lo práctico, sigo a rueda, aspiro con profundidad, atmósfera cercana, insisto que puedo dejar atrás la insuficiencia de la respiración, me impulso sobre los pedales, se acerca la meta, pero Gregorio cruza adelante, lo sigo…quedo con el farolito. Y, el premio es una sorpresa sin codicia. Lo entregan en aplauso efímero, victoria contundente contra la cerrazón bronquial de la alergia asmática de siempre. Pertenezco ahora al universo del riesgo, pasmo, valor transferido al futuro incierto y desconocido, idealización ingenua alimentada por actividades ingentes, al paso, cualquier espacio es inmenso, sorpresa que se interpone, pluralidad precoz, incontable y ampliada columna de rostros de los cuales no hay comentarios ni protestas, solo audiencia, aplauso en un horizonte de neblinas dilatadas que copan límites, rincones amables, andaduras joviales, los sigo con disponibilidad, sin duda, y es grupo a la orden del corifeo; trasponemos prudentemente la labranza, espigas candeales ascienden por el bluyín, la voz hace la pausa, nos reúne, y, es la palabra en la lectura que se desvanece en el contraste entre campo y fronda de resinas, acículas tupidas, espacio y sierra, semillas apiñadas, tiempo sereno, extenso, vago, hasta de incertidumbre que recibe orden de avanzar por collados de verdor hasta las estribaciones del mascarón de proa sobresaliente de un peñasco entre montaña; ascender y es paso quedo en las entrañas del desánimo, hierbajos envejecidos y rebrotados, indumentaria, peso, sudor revelado, infancia en retirada.
Y, de todos los atajos hay quien toma delantera, da la pauta y, arriba, en lo alto, llegamos; el grupo se dispersa, contemplación absorta de una nube libre que atraviesa el viento naturalizado en la altura y lo confirma en su feudo; el horizonte es un extenso lugar indeterminado y secreto. Un pitido ordena el descenso, desfiladero, hondonada, resbalón, caída entre tumbos, mundo en disturbio, humanidad de largo salto al vacío detenido en la hilera de sauces llorones en la ribera del río que, retomado el cauce, obliga a levantarse; un regreso entre el fango de huellas sonoras, profundas, deleznables, adelanto de cuerpo molesto, ruina del acicalado en franca humedad: ¡es la intemperie! Aprendo a visitar la brisa, esmeril que rasga, empleado que repara, por ella se cuela la intensidad del yermo y la neblina, se acerca palpitante, es la imagen de una gruta erigida entre estalactitas y carbunclos; excitante, serena, luminosa, recóndita, me invita cautamente al hontanar de lo sagrado. La luminosidad se disuelve, sosegadamente, entre voces dispares, cánticos en el alcor, y es un brusco aturdimiento el que me impulsa al vacío, avanza entre despojos, tonos probados, amables, eufóricos, lejanos; lágrima contenida, se desliza, lenta, abruma la mejilla; el pasaje es profunda cicatriz en la campiña.
Las aspas livianas y sonoras del ventilador se han detenido a la orden inexorable del automático que pospuso el silencio al despertar de tenue y ceniciento rayo fragmentado entre espacios de persiana. El alba esparcida no contuvo la premura: salto, tropiezo con un armario al paso entre el aturdimiento consabido que camina hacia la luz, ablución, mirada ondulante por el cuerpo desnudo que se detiene en el hematoma expandido entre los dedos del pie derecho que avanza sin limitaciones.
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Tercero
La vereda es amplia, la calle sombreada, del otro lado corre la estacada en paralelo que impide el acceso a un sobrio descampado, asemeja un parque desprolijo que acepta su destino sin mucha retórica reivindicatoria y, se adhiere a la carrilera en soporífera flojera dominical. Ingreso lentamente por el separador central, me detengo ante los barrotes del despacho de boletos de la estación. Espero conforme con la confianza de poco apuro, en tanto, descubro al momento y, de reojo, al funcionario mayor que atisba desde su nada espaciosa y serena, se acerca pesadamente, recito, con juicioso detenimiento el destino guardado en la memoria luego de repasar con insistencia el mapa de las estaciones colgado en el muro derecho de vestíbulo, antes de la puerta; dicta un precio, pago con un billete de la alta denominación a lo entendido, por las dudas, me expide el boleto, deja el vuelto sonoro en el cuenco que une la taquilla con lo impersonal, avanzo, traspaso el portalón, me lanzo al andén de la espera. Asisto en solitario a una dimensión y emoción de satisfacción y arrogancia insospechada cuando descubro que el tren programado demorará un tiempo de más en obligatoria previsión de que se detendrá, oficio de parada al recoger un único pasajero, anónimo que ahora detiene la mirada del reloj de la estación colgado encima de la contrapuerta, justo encima del vértice del atavío del friso oblongo, superior y decadente de la puerta, deja desprender un aliento dinámico, se extiende entre dos ventanales de al lado, ahora herméticos, permiten finalizar su formato con algún espacio hasta el ángulo de la pared del costado izquierdo donde se empina la escalera que atraviesa, entre límites enmallados y desgastados, zona espaciosa de carrilera doble que conduce al muelle del lado, enfrente, donde los asientos de acero inoxidable descansan lustrosos y vacíos. Un sol manirroto y tibio cumple la promesa originaria de las honduras del invierno, ilumina generosamente las piezas publicitarias de gran formato colgadas de medias paredes, espera franca del muelle de este lado con aspiraciones de revelar a los clientes el circunspecto secreto de la buena vida, la fórmula expedita para un emprendimiento feliz de hogares en un hábitat urbano que ha extendido sus brazos y fórmulas a los asentamientos provinciales; la belleza entre la realidad y las rutilantes estrellas de ficción, en contraste, medias paredes que otean, en permanencia, el parque extenso del otro lado; trazos coloreados y libertarios de expresión urgente, ecos interiores y espontáneos, necesitados de color, claves de signos abigarrados y escurridos en el intento de formular una metáfora urbana, absorta e indiferente, como promesa interpretativa de distintivos extensos y generales que, en definitiva, me supera, como también y ahora al merodeador que toma asiento en el extremo del muelle y la chica difusa que se desplaza al paso, gala, de preciso y calculado recelo al otro extremo del muelle de regreso. Lo plácido es preludio selectivo entre atención, mediodía, calidez, abandono en el tenor de un viaje que reinicio formalmente en la banca actualizada del asiento, algún interés curioso en el lugar donde permanezco es ahora interrumpido inopinadamente por el grito de victoria de un niño que guapea el instante de su propia y gallarda velocidad de crucero en interacción asociada, criatura–bicicleta, ante la mirada atónita de una abuela– nodriza–
El estanque entre las manos paciente– amorosa. Él enaltece la superioridad de su hazaña; intento entender su dejo expedito, espontáneo y consentido, respondo, se dirige a mí desde la brillantez del celeste de sus ojos, blofea de la máquina que ha recibido como regalo de cumpleaños, lo felicito, la señora de mirada de temerosa y surcada reformulación de su papel, navega entre la duda–cuidado–fatalidad a la vista, intento destemplado de romper la amistad naciente que se diluye con el pitido del tren que asoma en la curva, se acerca; el compresor abre sonoramente la puerta, me adentro en el vagón vacío de una esperanza fallida de mayores ventas formulada en el plan de mercadeo del aparato comercial público– privado para las horas valle. El sonido del rodamiento constante es estricto, rítmico, reconocido, la ventana se dilata redimiendo un paisaje seductor, despliega un raudo entre arrabales, paredones, revoques agrietados, sombra de ladrillos, bóvedas de segundo, tercero o cuarto pisos, guardavías, timbres sopranos y prolongado paso en alto y bajo. Barrios que renuevan su discurso con el soplo de una primavera entusiasta que avanza entre rebrotes, jardines y, un viscoso tapiz de hojas de paraíso; el río extenso, lejano, se descubre, poco más allá de las marinas, secreteo de oleaje, brisa y horizonte convocado desde apaciguamiento al que me entrego; despliego las piernas, manos aferradas al maletín, apoyo con docilidad la cabeza en el respaldar de la banca, las pestañas descienden hasta juntarse y, es cuando el cabeceo alarga el instante de vigilia, se detiene entregándose a lo imponderable que ahora es un espíritu libre que se desplaza entre el inquieto siseo subrepticio de olas marinas que arrastran a su paso vestigios de ostras, moluscos, algas reverdecidas, se cuelan por el entre piso del asentamiento provisorio, advierten una presencia en el roce helado de mis pies que yacen en el extremo del acampe, mirando afuera, y es ahora cuando el cuerpo ha encontrado su lugar reduciendo la arena a las formalidades del cuerpo. Despierto, el avance es acelerado, doy aviso a mis dos compañeros, aturdidos y enérgicos, levantamos la carpa, la marea avanza, cubre las extremidades hasta los talones, arrancamos a pasitrote, el descampado es una fuente luminosa que juega con fulgores de médanos dispersados contra el muro de contención del refugio instaurado por la municipalidad, sobre él, la doble vía que conduce a la ciudad de al lado; en la berma, permanece estacionado y a la espera, el Renault de la aventura. Ascendemos. El océano patagónico está sereno, lejano, ajeno, –los colores saben más–, el perfil de un buque petrolero se anticipa a la bandada furtiva de aves, celeste de abisal profundidad. La tienda fue erigida con toda la información disponible, curia y mesura, pero se ha expandido ante el movimiento de pleamar y la posesión marina es de uso diario y desmedido. La sorpresa es sonrisa, destierro es búsqueda de un pronto desagravio, relente, formula camino de la costanera en murmullo arbitrario de preguntas amontonadas, liberación de un tiempo entre olvidos de una voz confusa entre adiós y retorno. Destiempo afirmado en el huir que no suplanta una espera de más, respuesta esperada y dispersa y, al paso de la comitiva, una mirada compasiva, amorosa, extraviada se constituye en memoria infinita, imperecedera: ecos fusionados, cordiales y tiernos de los caminantes.
Ignoro si el gorgoteo en la laringe, la cantinela soporífera, fatiga, indómita resequedad gutural, postura flácida del cuerpo, pudo haber abrumado al viajero anónimo que se levanta, toca mi hombro con delicadeza y seguridad que infiere haber ejercitado esta
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licencia de público conocimiento; me dice, con voz queda, que el vagón pronto recibirá los pasajeros de regreso.
Me apeo. Atolondrado dejo el convoy, avanzo por el terraplén de espera, a la zaga, la estación aplacada en el intervalo del último timbre que se enmaraña entre el rezongo de la máquina que avanza; adelanto el recorrido y así, al crepúsculo. Afronto la calle que se estrecha y sucumbe en la explanada; avisto el cauce grandioso que resbala en lejanía; silueta templada que se asume entre orillas caprichosas e indefinidas, espejismo y memoria contenida en extremados meandros y azarosos rápidos, saltos, bajíos, remansos, remolinos, generosos tributarios, habilidosas ráfagas de viento, asentamientos temporales e indestructibles, arenales y pasos de viajeros sin fortuna; ecos ahogados de ánimas en pena y el buque fantasma que avanza con el peso de pálidas ropas al sol; riberas en erosión que transfieren materiales de arrastre al avance caudaloso y alevoso que asume entre profundidades y bamboleos; exuberantes y sugerentes frondosidades, escondrijos de contrabandistas, esteros y miradores mimetizados entre bastiones filibusteros de la banda de enfrente. Una onda se encrespa en el jubiloso, entrañable y emparentado estuario que refleja un entre luces apacible, rayos amarillentos y luminosos.
Cuarto
El grito intempestivo de Didier advierte que el próximo paso concluirá en una malaventura. Asumo la exhortación, me detengo abruptamente, hago un giro, al instante me inclino hacia atrás. Patino, caigo lentamente sobre el lado izquierdo de la cadera, el tronco se detiene enfrente del pelotón infranqueable, espigado, amarillento, punzante y tupido de las gramíneas que se han apoderado del terraplén de este lado del río. Escucho la risa de Galicia y de Didier detrás mío, luego del movimiento jocoso de mi cuerpo, acallado ahora, por la corriente que recorre el cauce, adelanta atropellado e impetuoso, arrastrando el borbollón de un cúmulo de aguas enturbiadas, descontrolas entre deshechos de maderámenes descuajados, ardillas remolonas, viajeras de troncos recogidos, abandonados a su suerte, impulsados por el extenso culebreo en un andar de cordillera. Me levanto, hago movimientos en el vacío, Galicia comprueba raspaduras y contusiones que irán causando escozor con el avance del día. Didier, interrumpe, con segura aseveración de obviedad, debemos apurar el paso no sea que un aguacero denso retarde, seguramente, el avance en dirección del vado para atravesar el río por el puente de guadua instalado en la propiedad de Octavio Galarza, regresar, luego, al predio por el camino que bordea la otra orilla.
Galicia toma la delantera, nos alejamos a paso constante con la mirada obligada de pisadas de apurado cielo de adelante, movimiento de horizonte inmediato, cultivos escrupulosamente levantados, árboles tupidos en los extremos, cercos vivos de menor fuste, custodios de una posesión aferrada a una tradición cultural.
El cruce es de movimientos cautos, temblorosos, pasos de riesgo, culebreo, uno adelante hasta alcanzar el otro lado, a la espera, el siguiente, el salto de ahora es por la zanja de drenaje. Otra vez, la terna avanza con paso largo, se aproxima a la propiedad donde
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la mirada protesta al detalle el ímpetu descontrolado del caudal adentrado por el lindero, descuajado en la ribera, ahondando el cauce, resonancia complaciente de un empeño anegado en los extremos de las suertes de enseguida que ahora recorremos a paso quedo, inventariado y riguroso. ¿Desconcierto o engaño? Desde algún insondable distrito, detrás del espíritu que se sumerge en la desolación absorta que es dislate de la entreverada y exuberante guinea, pelabolsillo, pica pica y arrocillo amontonado y, en avance incontenible, se apodera de surcos y calles con furor tumultuoso, absorbiendo la siembra consecutiva que se entrega extenuada a la advertencia en invasión que proclama la ruina de un ciclo. Despierto inopinadamente al emplazamiento de agitación aguda que recorre de izquierda a derecha, regresa, se centra en el mesenterio, me obliga a eliminar cualquier percepción diferente aunque, lejano, asciende el vacío de golpe neumático de frenos que se cuela por las ventanas abiertas de la habitación: el camión cotidiano de la recolección de la basura interpela desde el exterior, me levanto con urgencia, el tropezón de lanzada velocidad, el libro abandonado a su suerte en el piso se desplaza presuroso por este lado claro de la noche, cede en cuanto activo el interruptor de la luz eléctrica. Me traslado al sanitario, dolor agudo que se esparce ahora hacia las extremidades de los intestinos y prontamente la descarga ansiosa deposita sin recato en el sanitario. Un sudor frío escurre por el cuerpo, la vacuidad se prolonga entre los susurros permanentes de un tinitus que deja en el oído el mensaje de que la gastroenteritis requiere del remedio contundente de antes: elixir paregórico. Lo ingiero sin demora. Por ahora, debo asegurarme de que no hago chancuco al acceder al llamado que invita de nuevo a prologar un sueño de madrugada. Constato el efecto del medicamento, regreso, me reclino, tomo la almohada, volteo el cuerpo, miro la pared con la mente en la llama extraviada de la indiferencia del cuerpo desplegado que esquiva el sueño con la intención absorta y profunda de la laberinto de un pulso herido, infiero el origen de la sierpe inquieta que transita entre dos olvidos y un recuerdo, quietud extensa de perezosa intolerancia de la pesadilla interrumpida, indiferente y torpe lasitud que avanza entre objetos, a su lugar de espejismo impasible, retorno del sopor, se solaza en intención profusa de una composición idealizada de que la vida superior está a la espera del otro lado de la cama.
Mientras tanto avanza ágil, seguro y conformado por el callejón, esquivando las huellas hondas del paso que los tractores han patentado en el callejón. La mirada se extravía en el barbecho apretujado, multitud de especies agolpadas a mano derecha hasta que un céfiro llama la atención meciendo el cultivo en pleno, exuberancia verde del follaje que encubre de tallos nudosos y amoratados de la caña de azúcar, frota sonoramente entre hojuelas nuevas y decadentes en la breve interrupción de la canícula arrogante, luminosa, ligero y aislado tejido tornadizo de nimbos que se han desprendido alejándose de la numerosa y sumisa multitud apostada en los extremos del valle.
Se abandona, ahora, en lejanía, oscilando entre un diminuto punto en fuga y un arbusto convulso; práctico, sudoroso, seguro del lenguaje fluido y hermético recluso de las restricciones íntimas que ahora hacen mutis por el callejón intermedio entre el cañameral enhiesto y rígido y el añil luminoso del medio día.
El estanque entre las manos
El avance es reintegro de la constatación, antinomia absorta entre realidad y alucinación, fuga en el medio de la oscilación del puente, contemplación de las corrientes atropelladas, audaces tinglados antiguos de trozos de guadua incrustados en la ribera, absorbida por la multitud de arvenses apretujados entre orillas, doblez punzante del talón que resbala al paso en el montículo de sales blancuzcas, atolondradas, desapercibidas y esparcidas entre terrones irregulares puestas al azar del interior de la suerte estable y promisoria, borrada en el ensueño de una duermevela: hilera de setos, hogares de campanillas azules, asomas, chilacoas, refugios de rapaces al acecho y, arroparse en sus dinteles: auras, hojarasca de sombríos de árboles alinderados, suelo agrietado y polvoriento, canícula acumulada desde el mes anterior advertido entre destellos de areniscas de cauces extraviados. Una nube corpulenta se interpone, es circunstancia entre el espíritu alado, ágil, sugerido e imperceptible, se desvanece entre chulquines, rizomas, lígulas, tallos arqueados y lejanos penachos inquietos alzados en la cuantiosa fisiología e intensidad de la labranza. Démeter envía el soplo estimulante de próximas mañanas de temporales al abejorreo impenitente de cucarrones que sorpresivamente zarpan atravesando el limbo de un extravío indiferente de Galicia y Didier que continúan a la espera del paso paciente del tiempo en el que se han hecho compañía, ha curtido sus pieles de sol que, ahora, se manifiesta en caminar modoso, dentadura a la espera de un tratamiento experto, ojos apagados de párpados caídos desde las cejas que detallan sus propios rostros entre cuerpos de reconocido color inmutable de tierra que pisamos, la misma desapercibida intención de la desolación nocturna que se desvanece ante cualquier realidad luminosa. Esperan, ingreso con sorpresa al asentamiento. Callan, silencio que suspende el retorno de la conversación trivial y apasionada, reclamo del alimento, falta de carne en el hueso raído, sazón y dolor en la espalda, cita médica para dentro de meses, gallina ponedora, floración anticipada de los frutales y el embrujo de un echarpe. Me acerco. El agua diáfana se agita, se acerca atropellada, hasta llegar al estanque. Pronto las ondulaciones se apaciguan al acumularse en suficiencia; indago por una ninfa inquieta, transparencia reflejada en evidencia ante el impávido e intangible sonrojo del infortunio en detrimento, fugaz, huye dentro del agua patrimonial, íntegra y lejana, estremece el rostro. El mío se prodiga en tanto las manos agitan el esencial avance a la inmortalidad.
