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A la manera del día
Empuñó con fortaleza el pasamanos adosado en lo alto de la ventanilla derecha del jeep. Orteguaza apagó el motor, le ordenó encargar almuerzo para cinco personas en lo de Benilda, regresar antes de la una de la tarde y esperar estacionado el tiempo que fuese necesario en cualquiera de los flancos de la plaza. Abrió la puerta, giró el cuerpo hacia la calle, cedió suavemente las piernas hacia afuera quedando suspendido un instante en el vacío; la gravedad lo atrajo al pavimento con firmeza hasta quedar erguido; se alisó el cabello canoso y ralo, avanzó con decisión por la calle vacía dejando a espaldas el parque central en donde un único paisano extraviado adelantaba el paso en mareo de juego a pérdida al mayoreo, desafiando la neblina al menudeo. Se deshacía, escapaba a la retaguardia vaporosa de los bosques de niebla colindantes dejando en evidencia espacios prometidos sin impedimentos, asentados con prudencia a los primeros fulgores asociados a los verdes, rugosos y sólidos astiles de las araucarias vecinas de las bancas macizas en granito que la municipalidad dispuso todo el tiempo atrás, permitiendo identificar, como una invocación y alguna claridad, las siglas de los benefactores. Alborada que se sentaba en propiedad. Entonces atravesó la calle, se acercó al edificio de la Alcaldía; Orteguaza, en tanto, se acomodó en el asiento del conductor, se pulimentó el bigote a la vista del retrovisor, aceleró gradualmente, miró de soslayo cómo el doctor ingresaba a la Alcaldía, se instaló los audífonos y dejó deslizar el vehículo paulatinamente calle abajo. –Buenos días, doctor José Augusto, saludó Gómez. José Augusto Peñaranda respondió el saludo de mano y preguntó al portero por su familia. Gómez acentuó con la cabeza. Hasta que la norma legal de asignación de funciones del Servicio Civil ordenó, mediante decreto nacional, la definición y aplicación de funciones, proceso que llevó dos años de implementación entre la expedición de la norma hasta su aplicación, fue por tiempos el cuasi factótum de la corporación. La ley incluía dotación de uniforme, pago de riesgos profesionales, horarios previamente establecidos por escrito y, en caso de urgente necesidad, dotación de teléfono móvil para comunicarse con la Policía, Cuerpo de Bomberos Voluntarios, Ejército Nacional cuya vanguardia había quedado acantonada en la periferia del municipio, hospital local y la gobernación del departamento. En la práctica, el teléfono daba cuenta de la
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hora y fecha con precisión, siempre y cuando la pila estuviese debidamente cargada, las demás funciones llegaban retrasadas por la morosidad en el pago de la cuota mensual con cargo a la secretaría de Gobierno, es decir, a las penurias presupuestales, trámites burocráticos en la recolección de firmas y urgencias mayores, así como el agotamiento del plan por llamadas de favor especial solicitado cotidianamente por los funcionarios. La reglamentación desbalanceó con alguna diferencia los ingresos de Gómez, entre otras, porque sus oficios informales eran tan amplios que iniciaban en la mañana acarreando desayunos a los funcionarios, un poco antes de las diez de la mañana y, finalizaban a las seis de la tarde con los últimos cafés, refrescos o tentempiés para todos. Lo llevaba a cabo con esmero y cercanía, pasando por los visitantes del señor alcalde o funcionarios de alta, media y baja jerarquía. Las dádivas se convertirían en emolumento, en tanto, llegaba el pago de fin de mes, en dinero contante cancelaba los vales que, rigurosamente, los administradores de los ventorrillos guardaban con seguridad, dado que los frecuentes vaivenes financieros de las administraciones municipales hacían de los retrasos una constante en la retribución de los recursos. Entonces, en el cuadre de cuentas, Félix Gómez era determinante, se constituía en el principio y prueba de sus estímulos, como también, la claridad y determinación en la cesación de los servicios cuando el empleado de carrera, libre nombramiento o contratista se alcanzaba en los dispendios, situación frecuente, es decir, la costumbre en la práctica era de que si la morosidad se generalizaba por el no pago de la mensualidad por parte del municipio, los servicios se continuaban prestando a la espera que el mismo Gómez diera aviso de que el estipendio llegaría; en cambio, los que se salían de la regla de confianza del crédito abierto eran suspendidos sin mayores explicaciones con el sacrificio inusitado de las comisiones de Gómez. Capítulo aparte merecería la mensajería personalizada acogida, más que todo por el señor alcalde, cuando de citaciones se trataba a cualquier paisano, mujer, hombre, profesor, adinerado, hacendado, prestamista o contratista que Peñaranda trajo inconscientemente a la memoria por haber sido comunicado por estos llamados; en tanto, dio un paso al frente, continuó hasta la puerta cancel, se topó con los espirales de los barrotes labrados en madera consistente de comino de cordillera, curia y paciencia; dejaban entrever la amable vista del patio interior donde florecían rosales añejos, azaleas dentro de los perfiles del jardín que convergían al centro donde la fuente retozaba y encuadraba, entre figuras anárquicas, constantes, transparentes y sonoras, vuelos rasantes de azulejos y asomas, siluetas de torcazas que, ávidas y ansiosas de condumio, surcaban aquella mañana pródiga y muda. Gómez ingresó con parsimonia la llave, abrió el paso a Peñaranda, quien franqueó el umbral, avanzó, tomó asiento en el extremo de la banca de las esperas: sólida, ancha, brillante, cómoda y apacible donde los ciudadanos hacían puesto, presionados, tantas veces, por las circunstancias, citaciones, tragedias, insuficiencias apremiantes, trámites urgentes, solicitud de favores, permisos, subsidios, levantamiento de embargos, aclaración de linderos, arreglo de caminos, pago de impuestos, recursos contra multas, esperanzas de contratos o, el juego político que acomete, por excelencia, el aire de los sitios públicos donde se ventilan consejas, lanzan candidaturas veladas con la ambición de subir al segundo piso. A la izquierda, se dicta sentencia sumaria ante tal o cual decisión controversial o da rienda suelta a la crítica insepulta
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y memoriosa de las alcaldadas. Los ciudadanos esperan de los funcionarios la palabra de aliento, eufemismos en buenos modales y dilaciones. Una verdad escueta o enervada en medio de tanta revoltura que reembolse en casa alguna fantasía de futuro. Reconoció con la mirada el detalle de los dos pisos del edificio; la casona estaba en pie, dignamente erigida, años después de la fecha de la fundación del municipio en 1947, como testimonio fiel de la propuesta arquitectónica a la usanza de la estampida colonizadora entre la cordillera agreste y la tierra baldía: en el primer piso, amplios corredores asentados en tablón cocido a temperatura decidida, desiguales y rústicos que el tiempo, el tráfico incesante de los parroquianos fue desajustando y fracturando, hasta la necesidad de ser reemplazados mediante un contrato llevado a cabo dentro del presupuesto del año anterior, aprovechando que el segundo piso fue remodelado, mediante decreto de urgencia. La pasada administración había tenido que reemplazar las tablas de la madera insigne y sonora – al día, imposible de conseguir–, puesto que fue invadida por broma, situación a la que le habían dado largas por falta de recursos ajustados por la estampilla aprobada por el concejo municipal, hasta que una dama visitante, venida de lejos, tuvo la escasa fortuna de pisar en el extremo de una tabla desmontada de la chambrana, la cual cedió, ocasionando un accidente que, por suerte, no pasó a mayores pero produjo agrio debate en la sesión siguiente del concejo ya que en aquel momento la administración tenía dificultades de “gobernabilidad”, específicamente con un concejal que impulsaba el contrato de dicha remodelación para con unos de sus amigos, a lo que el Alcalde respondió con sagacidad con el decreto de urgencia manifiesta, adjudicó el contrato directamente pero fue demandado ante el Contencioso. Ahora, aún está a la espera de ser resuelto con el argumento de la defensa del municipio: evitar males mayores. Gómez ofreció café a Peñaranda quien rechazó el ofrecimiento con amabilidad y cercanía, en tanto, el olor a cigarrillo envolvió el espacio. Peñaranda invitó a Gómez a sentarse, agradeció, pero se corrió al otro lado de la banca, a la espera, dijo, de que alguien llegase más temprano, debería abrirle, poco antes de las ocho de la mañana. –Su familia ¿cómo está doctor? Hace tiempo que no viene por aquí doña Mariela, y sus hijas, Dorita y Matildita, preguntó Félix con familiaridad resumida y comprobada, rostro de seguridad consentida, conocimiento y comprobación durante el paso del tiempo. –Bien, muchas gracias, respondió Peñaranda, ahora anda por donde la mamá de ella, mi suegra, se fue un tiempo largo para la ciudad, descansa de mí y de las ausencias propias del trote de la política. –Ajá, la política es muy azarosa. Tanto compromiso y pedigüeñería…dijo. Ahora el énfasis se hizo acento de auto impugnación, desconcierto por la próxima respuesta confirmada, arruga de gesto cobrizo y acortado, ojos negros revueltos entre las córneas enrojecidas, jirones de cabello desordenado, medio cano que se esparcía por la base de la cabeza. –Al que le gusta, le sabe, decía mi papá. –Así es, en cambio estoy cansado de tanto traslape. Ya voy juntando papeles para la pensión, conseguir algo luego, para completar. Por suerte tengo la casa que usted me ayudó a conseguir con la ley, esa de vivienda rural. –¡Vea, ¡qué bueno! ¿Qué falta?
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–Un año, respondió. –No, hombre, me refiero a las cotizaciones. ¿Están al día? –Pues, de eso le quería hablar, a propósito, no lo sé, he ido a la secretaría General pero no me dan razón clara. El secretario de Obras, donde trabajé los tres primeros años, ¿recuerda cuando usted era concejal, doctor? –Verdad, ahora recuerdo que después te pasaste a la portería por cuenta del Gobierno, allí has estado. –Hasta allí todo en orden. –Pero lo pasado…es un verdadero dolor de cabeza, los archivos del seguro y los pagos desaparecieron. –¿Verdad?, es necesario buscarlos, si no pedirlos mediante Derecho de Petición, pero hacerlo rápido no te agarre la noche. –¿Usted no me puede ayudar ahora que suba en su recorrido por las oficinas? –Lo haré, pero a Dios rogando y con el mazo dando o que yo sea Dios, quizás, pero a las circunstancias hay que ayudarles. –Claro. Pero, ya verá, por aquí después de que ganamos las elecciones estamos todavía celebrando. Mire, en Planeación, el secretario de la L, Eberney, poco viene a trabajar porque dizque está muy ocupado en el levantamiento topográfico de la vía al Salao; el alcalde, ya verá…si usted no le avisó que venía, por aquí se aparecerá a las diez u once, estuvo hasta tarde en una reunión con los de Gestión del Riesgo; el tesorero, sabe de sobra que es amigo nuestro y harto costó que lo nombrara el alcalde por el problema ese de los votos en Sololao, todos los días dizque pasa, primero por el banco certificando las consignaciones, constatando si los giros de las participaciones del gobierno central han llegado; cuánto el ingreso de los impuestos y las contribuciones especiales, dice que lo hace personalmente porque hay mucho truco en esas transacciones –la vida está llena de trucos– dice, pero, ¡qué va!, amanece en la finca que tiene por La Cristalina y de allá acá hay más de 15 kilómetros; la secretaria de la Alcaldía, para qué, ella sí llega temprano, suele demorarse un poquito abriendo puertas y los despachos después de la remodelación del segundo piso, hubo cambio en el despacho del alcalde que quedó con vista al parque, la acompaño abriendo una por una porque las aseadoras las dejan cerradas cuando salen por la noche, esa fue la orden de ella; gusta medio abrirlas, como son piso techo, a la antigua, pesadas, airean y los primeros rayos oblicuos de sol destierran los olores concentrados que han dejado en el ambiente los paisanos que entran y salen a toda hora. Luego se pone a hablar por celular, será por eso que yo no tengo minutos, a la espera del jefe. Mejor dicho, esto empieza dentro de un rato. Luego de que ella llega va apareciendo el secretario de Gobierno, Rafael, es cumplido, consagrado y, por ahora, las cosas van bien, no ha habido muerto por estos días, el último fue por el camino a La Argentina, pero dicen que fue por robarlo, no faltan los facinerosos drogados o qué sé yo, opuso resistencia, lo dejaron tirado en la carretera. Era el hijo de Marcial Quevedo. ¡Ah, caigo en cuenta, sí señor! Probablemente en el cambio de oficinas se perdieron las constancias de las cotizaciones y ahí me tienen a la espera, lo mismo pasa con el almacenista, ese sí llega a tiempo, y hoy más, como el secretario de Obras, dicen que renunció – imagino que usted
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viene a eso–, a constatar qué pasó, pero dicen que los de la L le quitaron el respaldo por el debate que hubo en el Concejo en la sesión de la semana pasada. ¡Pobre hombre!, ya la mujer se le había ido desde hace un mes, anda por ahí como esos rascaniguas, echándole los perros a cuanta pelada pasa por ahí, pero cómo no iba a haber protesta si la maquinaria y la volqueta del municipio andaban por ahí, camaroneando; la excusa que dio al Concejo es que no tiene presupuesto, entonces, oí desde aquí, en la sesión, que por eso solo hay un proyecto y no tiene planos aprobados por Planeación, pero usted sabe que el jefe de él es Ismael, el del otro lado, claro como usted hizo coalición son ellos pero puede ser que juegue la doble. –¿Estás angustiado con lo de los papeles de la pensión? –Por supuesto, en el archivo no aparecen, ya los pedimos al seguro porque mis comprobantes los perdí en el trasteo cuando tuve que trasladarme luego de la inundación de la quebrada, ¿se acuerda? –Claro que recuerdo, sí, aquellos fueron momentos angustiosos, completó Peñaranda, ¿Cómo haces para que no te afecte tanto? –Hablando, respondió espontáneamente Gómez. Se levantó, avanzó hasta la puerta, Gómez dio un vistazo, regresó, se sentó del otro lado de la banca; en tanto, Peñaranda abrigó en silencio la invasión de la zozobra, incertidumbre a tientas de alguien que carga un hecho tan relevante como la pérdida de los comprobantes de años de trabajo. Retuvo un suspiro largo: aire renovado, disperso, sin limitaciones; aura congregada, desperezada, profusa y plomiza que se posesionaba en el patio aquella mañana de miércoles. El discurso incontinente remitido al sentido simple de la vida de Gómez, vestido de manida despreocupación, puso distancia el instante, pero progresó en el reconocimiento y cercanía mutuos. Los detalles precisos, desparpajo–lenguaje incesante de las manos–, contrastaron con un cuerpo menudo, dentadura en proceso de reconstrucción, asolado por la exposición al descampado, adversidad; acorralaron y desmenuzaron los hechos, luego de una pausa verbal la conversación se reinició con un gesto cuando la reiteración de nombres comenzaron a hacerse presentes, luego de un momento de distracción, Peñaranda recordó con atención los propósitos con los que programaba toda visita: día previo de precisiones a la hora de partida, vehículo, conductor, llamada de anuncio, combustible, llantas, encendido del vehículo comprobado desde el día anterior, auxilios de marcha, peticiones, favores o solicitudes de cumplimiento descritas sucintamente en un diminuto papel en el que insinuaba, con un giro o dos, el enunciado de lo por decir, guardado en el bolsillo de la camisa. Al instante, preparación previa del objetivo, momento de figura indefinida, diluida en el vaporoso pasado inmediato adscrito a los celajes que ahora se disolvían mudos, graciosos, ágiles, liberando el escenario azul de la cordillera Central, asentado en la perspectiva del espacio insubordinado al solar de la casona y al barbecho desparramado de la antigua huerta orgánica del programa agrícola suspendido por carencia de recursos. Asumió con autocontrol y prontitud el futuro vacilante e inmediato, preparó el inicio del encuentro con los funcionarios desviando la mirada hacia los detalles desairados por la trivialidad, persistencia o trascendencia de cada conversación, disculpas, pretextos, compromisos ocultos entre los
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paredones de los despachos; peticiones escritas a mano o a máquina, ahora en computador del negocio de alquiler, claramente reconocido porque además ofrecía venta de minutos, llamadas a España, Estados Unidos, ahora, a Chile; estanterías de registros contables, proyecciones económicas, planos amarillentos, facturas del debido cobrar, resoluciones, nombramientos, actas de visitas a lugares conocidos y vistos. El universo municipal simboliza el punto de llegada y de partida de todo empeño e inconformidad permanente de la ciudadanía. Pensó en los desfiles de rostros contrahechos de los sobrevivientes de las catástrofes, afables en las fiestas, pugnaces en la contradicción de toda verdad extraviada entre rumores de procesos sancionatorios de funcionarios, esguinces de la ley, alegatos, intereses particulares moldeados por los partidos políticos haciendo de su representación un ideal de concreción informe y baladí de toda teoría política y utópica, emanada desde la racionalidad y el pensamiento de la inclinación política. Contuvo abruptamente la clamorosa fuga de imágenes asociadas a los principios que le acompañaban desde el precoz inicio del quehacer político cuando escuchó el llamado, avanzó en los primeros pasos de la adhesión a la lenta actividad burocrática, tejemaneje municipal, pero lo entretuvieron las ráfagas de luz que se aventuraron a posesionarse del costado opuesto donde permanecía sentado, manteniéndose estáticas en el espacio del albor preciso del color encalado del edificio, frescura matinal de jardín interior que silenciaron las aves, rescataron los colores pajizos, azules de los ventanales, la chambrana y los balcones que pronto se ofrecerían al paisanaje y a la brisa que aclaraba las figuras insinuadas del amanecer. Funcionarios: uno a uno, a su aire e individualidad, como regodeándose de un amor en los oídos; otros en circunstancial confianza: diálogo franco, confluencia de preocupaciones comunes sobre aguando en la futilidad inherente de la cotidianidad, salvaron el portón sólido, añejo y sufrido. Algunos saludaron la mano que Peñaranda alargaba con decisión, repetía la proximidad de los nombres propios; los no conocidos fueron presentados por Gómez, mirada a los ojos para luego tomar el ritmo cansino de Lo Público. Exaltación, estimación, inclinación y enaltecimiento de la pausa, receta espontánea y reconocida del encubrimiento de los errores, la “reflexión”, apego a la normatividad para procrastinar sistemáticamente el “cuidado” del bien general, aunque, de verdad, primero lo mío. De la quietud y el corrillo, al movimiento: puestos de trabajo, puertas abiertas en rutina funcional, encendido de los equipos de cómputo, comunicación, repique de la tonadilla de la marca que inunda el espacio cuasi mudo, y espera en el banco del momento de la actuación del día. Gómez se alejó a la puerta, se enclavó en el profuso espacio de lo inmanente, trascendente, infinito e indefinible movimiento de la palabra de Dios, invitación fluida, voz grave y elocuente del predicador que machaca a diario versículos del Antiguo Testamento: la Buena vida en el Señor, castigo eterno sin purgatorio ni intermediarios, petición, dádiva urgente en los templos consagrados, porque al cielo se llega por las actuaciones terrenales y solo con Él y en Él, afirma la voz radial que se ha disuelto ahora en el vestíbulo, queda con Gómez porque la atención transitoria es desviada por el saludo de beso sonoro de Eunice–ahora se estila así–, cuando hace su ingreso con inclinación, copia glamorosa, la secretaria de la Alcaldía.
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–Cómo está de bien, Dr. Peñaranda, ¡qué milagro! –Muy bien, Eunice, gracias. Sonrió levemente, extrañó que ahora no rechazaba internamente las rotundas bienvenidas, entendió en un tiempo que sonaban a simuladas, para hoy aclarar que el trabajo y las responsabilidades asociadas a él, de hecho, distancian e individualizan a las personas. –Vamos al despacho, sígame, pensé que ya estaba arriba, pero como siempre, usted no avanza sin ser invitado. –Costumbre antigua, Eunice. Las escaleras y el tablado redoblaron los pasos de Gómez. Peñaranda y Eunice hasta el descanso. Entonces Gómez se adelantó con agilidad, subió el último tramo de dos en dos, avanzó por el corredor del segundo piso que daba al jardín quedando en evidencia la licencia de la construcción en L; la luminosidad que avanzaba se colaba por las hendiduras de los segmentos de madera que conformaban la puerta piso techo, entrevieron un sinfín de partículas coloreadas suspendidas por el recinto establecido en el extremo occidental del edificio. Entonces, el aire contenido las desvaneció, la calle quedó expuesta al balcón de los anuncios, discursos, dirección de las concentraciones del ejecutivo municipal. Ingresaron en plena autonomía los perfiles matinales que renovaron el despacho, en algún escritorio se planeó el vuelo y retozo sin consecuencias de una hoja de papel que se abandonó al azar. Gómez se despidió, quedaron solos a la espera del señor alcalde. –¿Toma algo, Dr. Peñaranda? –No, gracias, Eunice, Gómez ya me ofreció tinto. –El alcalde Blandón hoy se demora. Tomó asiento. –Me llamó hace un ratico, dijo que lo “entretuviera” mientras regresa de Bomberos, parece que anoche cayó una lluvia muy fuerte, normal para este tiempo, por allá en La Liborina, usted conoce más que nadie, ¿verdad? La quebrada arrastró mucho barro y no sé, parece que hay un niño magullado y algunos daños. Me dijo que llamara a la Personería y al hospital, por si acaso. Esperemos noticias, quedó de llamar apenas tuviera nuevas, mientras tanto, si quiere, le voy pasando las actas de las últimas reuniones del Consejo de Gobierno, sobre todo, la de la semana pasada, cuando se decidió aceptar la renuncia del secretario de Obras, pero venga, déjese querer, ¿le sirvo un cafecito? Sé que le gusta a esta hora. Eunice se levantó del escritorio, Peñaranda permaneció sentado en el asiento de recibo. Ella y su solicitud, forzaron la mirada de Peñaranda a seguir el condongueo, taconeo sonoro de figura estilizada y lozana, cabello corto, lacio y oscuro con rayos aclarados de la mitad del largo hasta el extremo final, vestida a color uniforme en fucsia ceñido al cuerpo, candongas sonoras y en desproporción a la ligereza de la silueta, hasta desviarla a su escritorio en el que permanecía como testigo un diminuto oso de peluche en el extremo derecho del escritorio. Desde su primera alcaldía, Blandón se distinguía en la escogencia de sus colaboradoras: la de mostrar de cada casa. Conocía la familia de Eunice, militancia política, fidelidad a los postulados del partido de Blandón que se traducían en cauda necesaria para hacerse a la victoria. Pensó en el por qué de tanta solicitud, respeto, quizás distancia,
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representación práctica y filiación política de cohabitación, tal vez, edad o alguna cercanía con la familia de su mujer, ausente, por ahora. Lo cierto es que ella expresaba con gestos, manejo, seguridad en su función, así como también, enterada de que su figura y recorrido, información a la que accedía con estratégica prudencia, le daban ascendencia en la comunidad. En su lugar, luego distrajo el miramiento al despacho: piso rutilante, machimbrado profundo de maderos de montaña en el que se reflejaban las sombras vagas y esparcidas de las astas de las tres banderas estáticas a la espalda del despacho del señor alcalde, afirmadas sobre pedestales sólidos de comino crespo. Del lado derecho, la fotografía del presidente de turno y el Libertador a su lado. En el escritorio, amplio arrume de papeles que Eunice iba ordenando de abajo para arriba en la medida que iban llegando por el ascensor manual cuya portezuela permanecía abierta en el extremo de la pared izquierda. El sube y baja, accionar de la polea desde el primer piso, diario vital del desarrollo de la acción administrativa, firma de la cabeza de la administración. En la pared medianera, entre el recibo y la secretaría, la fila de sillas estoicas y sin gracia en las que los ciudadanos de la cita de los jueves esperaban sentados, ansiosos, repasando en la intimidad de su instinto detalles de las solicitudes, comentarios, interminables litigios de linderos, aplazamientos, cauciones, apreciaciones, informaciones, pasivos a la espera de la dimensión práctica imaginada y sin mesura de que la autoridad municipal hiciera eco de la omnipotencia divina para solucionar todos los entuertos y ambiciones o, luego, al menos, diera un aliento cierto para reiniciar los fatigosos papeleos de los mandos medios y no tan medios; activos con el convencimiento inconsciente de que el ente municipal era poseedor de una cabeza gigantesca, resolutoria de cuanto detalle vagaba por la mente de los ciudadanos, pero, en la realidad, se desplegaba en un cuerpo raquítico lleno de tortuosos deseos insolutos que el impuesto predial iba sufragando a medias y, pesadamente, sólo para resolver una nómina limitada y comprometida. Esperaban, así, venidos de los extremados lugares del municipio cada jueves a la mañana, se apostaban nerviosos hasta que la voz aguda de Blandón dijera: el siguiente. Regresó con el amable servicio del café. Peñaranda dejó las actas en la mesa de recibo, agradeció, ella sonrió aceptando, se levantó, avanzó tres pasos, se apostó en el balcón, dio la espalda al recibo, detuvo la mirada en el flemático movimiento del parque. Vecinos: deseos de alma grande, pasos de ritual en cuerpo breve, encargo de la nonada. ¿Penas? Vestidas de colegial, paisano, acaudalado o indigente, quizás menos, quizás más, diligencia frustrada, informalidad sin tiempo, rutina desmayada y distraída en los brazos de los días sin trueno, indagación perenne del fulgor candente de la ocasión para la riqueza fortuita y, la feligresía que conoce de la indulgencia escasa, perdón prolongado y sin mesura del Señor. El café en el cuarto final de la calle de otro lado: encuentro, pitanza, palabra, aliento, presunción, aclaración, negocio, cita para después o un jamás, expectativa y perversidad; al lado, el garito del azar que se establecía en el capcioso espejismo de la noche, rebote de dados cargados y, en la plaza, el transporte anclado en el aflictivo pasaje a los adioses, espera excedente; el cuaderno de la compra en el almacén vecino con el título inalienable y libre del “después arreglamos”; llanto explosivo de la frustración que transita, anida la
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semántica libérrima de la interpretación, repaso denso de tragedias, código implícito de la colonización, fundaciones, frecuencia desalmada del desplazamiento, desembarco y sonrisa del recién llegado que advierte el parpadeo de ojos esquivos de la fortuna, enraizamiento del enamoramiento, compromisos conformados en el movimiento continuo de los significados que ahora se tornan en transparentes radiaciones de sol y descienden descuidadamente de la altura mayor y encalada de la espadaña de la iglesia hasta tomar posesión cierta y luminosa del paseo restablecido del parque. –Doctor Peñaranda, interrumpió Eunice, lo llama el señor alcalde. –Ah… sí, gracias. Regresó al escritorio, ella le prestó el teléfono celular. – ¡Jefe de las mayorías!, ¡Ilustre hijo de esta tierra! ¿Dónde anda? Esperó la respuesta al otro lado de la línea. Lanzó una imprecación casi imperceptible. –Ah, perfecto, maestro, lo espero a esa hora. Colgó. Devolvió el teléfono. –Viene a eso de las once, Eunice, en tanto, voy a dar una vuelta por las dependencias. –Quiere que lo acompañe, doctor. El tono de voz reveló la intencionalidad curiosa y conocida del celo guardián, a lo que respondió: –No, mil gracias. Peñaranda pasó del tono superior e interior a la tensión práctica de lo imprevisto, aceptación de la sorpresa que la asumía como una casualidad, oportunidad, inherente del ejercicio de la política. “Imponderables…”, dijo para sí. Tiempos detenidos, espacios propicios para la práctica e intencionalidad de perfeccionar otro arte del quehacer: contrastar información, precisar cotilleos…el saludo; luego, ocultamiento imperfecto de las emociones en el rostro expresivo que se inicia en el entrecejo, desciende a la quietud de las comisuras de la boca al paso por las arrugas de la nariz, el parpadeo constante de los ojos cuando las noticias son sorpresivas, tic del movimiento de los dedos que revela a los contertulios la inconformidad contenida al debatirse en el asombro del comentario inadvertido que confluye en una sonrisa amable y cordial y, de nuevo, apretón de manos, certeza pródiga entre las dependencias: parlamento fácil en la práctica de gobierno; avatares de orden público, aunque el turno ahora era para la represión por la remoción de las demarcaciones del bosque primario de la cordillera en el parque nacional compartido con el municipio vecino: siembra y laboratorios de procesamiento de estupefacientes, nueva propuesta de febrilidad alta, ambición de oro, corredores estratégicos, pasos al Pacifico; acción limitada, periférica al compartir la contención entre policía y autoridad ambiental en la diligencia de la aplicación del eufemístico “peso de la Ley” en una extensión territorial enorme; en el año –ya septiembre–, ningún homicidio culposo ni habilidoso, sólo riñas, sustracciones del común, generalmente fugitivos del infortunio, aunque por estos días, la acción administrativa–siempre con intencionalidad política creativa–, se enfocaba en la planificación, consecución de patrocinios, presupuestos obligatorios para las festividades, parrandas y cabalgatas de nostalgia que la tradición decretaba para octubre, día del santo patrono, san Remigio, en el parque y sus alrededores, este año haciéndolo extensivo a la periferia porque Blandón quería hacerse a los bastiones políticos
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de Peñaranda y sus tenientes, regalando felicidad contingente con bandas y cantantes–más barullo que arte, pero gusta–, sopores de bebidas fuertes de avance ciudadano. El secretario de Gobierno se introdujo en el diálogo con tos nerviosa, interrumpida por las noticias de la avalancha, apurado rubicundo del rostro, movimiento intempestivo y ligero del cuerpo en la silla giratoria: se levantó, la evidencia cedió ante el tamaño uniforme del cuerpo, presión del abdomen que despidió, tiempo ha, el botón bajo de su camisa a rayas. Abandonó los anteojos en el escritorio, el olor a cera del piso se esfumó al recibir los residuos de légamo del camino de regreso que el funcionario informador del acontecimiento del niño arrastrado por la corriente dejó a su paso; silencio forzoso de los funcionarios subalternos que pasaban el turno entre audífonos interpuestos y la pasividad evasiva de los tres que navegan con licencia por la redes sociales y, la pregunta evidente de la renuncia del secretario de Obras, obligó a Peñaranda a una despedida intempestiva; Rafael, el secretario, lo despidió con palmada solemne, ademán que sugiere no ingresar en la región de la imprudencia que pondría en riesgo años de ambición y desvelo con los que obtuvo aquel nombramiento de relevancia municipal. El corredor del segundo piso abrió el paso hasta llegar a Educación. Aligeró el paso, luego del saludo, cuando infirió que la funcionaria en propiedad gozaba de licencia de maternidad y, la encargada saludó con imperturbable displicencia–poseía el don pétreo del monosílabo–, vasta reverberación entre el sí o el no, la misma con la que radicaba en detalle las certificaciones diarias del magisterio: tiempos, estampillas, solicitudes de las escuelas rurales porque las urbanas pertenecían al ámbito de lo nacional, pagos en Tesorería, nombramientos, solicitudes de escalafón que tramitaba desde su restringido espacio interior, el mismo con el que citaba la Ley, artículos, incisos, parágrafos a los alcaldes de turno, secretarios, concejales, representantes a la Cámara, senadores, personeros, gobernadores, fiscales y hasta ministros, con su aplicación y rigor –ademanes funcionales–, en un rostro alargado y sin maquillaje que evidenciaba ligeras y esparcidas sinuosidades de acné juvenil, vestigios de un tiempo de letargo instaurado entre el ángulo lateral de una piel tersa de baños de agua fría al amanecer, frugalidad en la ingesta, rigor de cotidianidades establecidas sin segunda opinión entre labores domésticas, actividades solidarias y parroquiales que se ahorraban en un cuerpo estilizado en el medio de la fantasía de una soltería asegurada, condesciende, propiciada, adoptada y apostada en la casa de habitación a tres cuadras de la alcaldía, forzoso cumplimiento y preservación de la memoria, información escrita en los archivos custodiados con celo, ahora en vías de digitalización, por la vulnerabilidad de un edificio antiguo con componentes de materiales combustibles. Total, la Ley Nacional hacía claridades determinadas de las restricciones para cualquier “acción creativa administrativa” de un mandatario bien intencionado o idealista político. Adelantó, luego de evitar el ingreso a Educación, por el pasillo enlucido, descendió por las escaleras traseras hasta encontrar Obras Públicas en estado de interinidad. “Siéntese, por favor”, invitó el saliente ingeniero, disperso en su accionar y, en el escritorio, contratos esparcidos para revisión, interminables actas de obra, consultas a la comunidad, seguro cumplimiento de los interventores, sorpresas en excavaciones, atraso en los pagos, obras
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no presupuestadas, planos revisados e inconclusos que deberían digitalizarse, topografía y computadores, impresora y la improvisación. –Doctor Peñaranda, saludó el ingeniero Ricardo De la Vega, creía que estaba en el despacho de Blandón. Me encontró ocupadito, pero con gusto le atiendo. Se dará cuenta de que estoy entregando. Aún Blandón no ha nombrado reemplazo, seguramente usted viene a eso, quiero estar preparado para entregar rápidamente. –Gracias, ingeniero. Sí, pero el señor alcalde aún no llega. Parece que está atendiendo otras cosas urgentes. –Sí, esta mañana, luego de saludarnos, me enteré, por suerte, nada grave. –Eso parece, respondió Peñaranda. –Mire, esto aquí se complicó para mí, dijo De La Vega con voz de afirmación forzosa. Lo que ocurrió: el señor alcalde presentó un proyecto para el que fue necesario hacer una adición presupuestal. Es una obrita que mejora el alcantarillado de La Acacia, del puente sobre la quebrada La Princesa, usted conoce, no está en el Plan de Desarrollo que aprobó el Concejo hace seis meses. Claro, yo manifesté mi inconformidad en público porque mire, dijo haciendo mueca de desdén y tono de justificación, los concejales no quieren más obras inconclusas, me lo dijeron, hay demasiados reclamos de la comunidad para echarse otro encima; además, ocurre que la coalición es muy frágil, ahora tenemos uno de más, entonces, hay que contentarlo. El alcalde, luego de la sesión del Concejo me llamó, me dijo que lo había hecho quedar mal, mejor que me fuera, sino tenía qué hacer nuevos acuerdos y, claro, Rafael Pérez, el de Gobierno, le dio pedal. Pero, bueno… qué le vamos a hacer, mire eso no tiene ni siquiera levantamiento topográfico, dijo señalando el proyecto de Acuerdo Municipal. –Agradezco la información, dijo Peñaranda, no sabía. Apenas me entero. Esperemos que llegue y todo se aclare, a eso vine. Pero siempre es mejor callar, lo que uno piensa, más en público, para evitar líos mayores. El alcalde debe estar incómodo, ¿quién sabe qué compromiso adquirió por ahí? No lo comunicó, pero está claro con quién, en la administración uno a veces cree que todo se puede hacer, así, sin consultar y, ahora, con tanta cortapisa que hemos adelantado en el Congreso para darle más transparencia a la contratación, es inviable, pero bueno, esperar a ver. El ingeniero De la Vega se levantó del escritorio; Peñaranda y De la Vega mirándose a la cara, se despidieron. De la Vega lo acompañó hasta la puerta de la oficina, los funcionarios no escucharon el saludo, permanecieron en sus puestos; se detuvo, observó el cúmulo de actas y planos esparcidos por las mesas en aparente desorden e informalidad. La juventud, dijo Peñaranda, en tanto detalló a De la Vega regresando al puesto de trabajo; de nuevo, el cabello ensortijado y en anarquía, vaqueros desteñidos y amplios, camiseta ajustada al cuerpo atlético, botines cenicientos, cuello sobresaliente, oscuro, entre enrojecido y mestizo, combinado adquirido por la exposición solar, caminar de parsimonia y zozobra: “tal vez,– se dijo–, perder el empleo no es cosa menor, conozco la angustia de su búsqueda de bienestar, su compromiso con la causa y el significado que le da a su familia cuyo pilar es su trabajo, aunque ahora parece que no tanto…”.
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Un, dos, tres, cuatro, cinco pasos, se topó con el acceso interno a la Tesorería y Hacienda; en el fondo puertas abiertas, paso adelante, dos ventanillas de atención al público, cara a la calle, sabía que Román estaba incapacitado: comisionado de correrías y marchas interminables, votos, concentraciones, pega de afiches, sonido, agitación en perifoneo con consignas debidamente repetidas, listas; creador de trasnochadas, avatares, kermeses, atasco de vehículos con peso y sin él, con gente o sin ella, encuentros minúsculos de cordillera, atolladeros mayúsculos en vías deslavadas, trasbordo, atajos, visitas, disponibilidad y soltería. Ante todo, conmilitón dogmático: sueño grande en democracia, familia, quehacer político, mitigación extensa e indestructible del duelo perenne y desolado de la muerte de su madre, realidades cortas de servicio en la conspiración y gloria posterior de un voto más. Se abstuvo de entrar, volteó, llamó su atención el aviso nuevo, reluciente y amplio instalado en la puerta: Almacén y Archivo, ubicado debajo de la escalera por la que había ascendido cuando Eunice lo acompañó al despacho del alcalde. Media puerta abierta ponía en duda la atención, ante todo, al llamado Público Interno. Tocó la tabla de apoyo, al fondo del local apareció un rostro curioso que evitó, a propósito, levantarse del asiento. El joven encargado–supuso no había nadie más–, desconcertado ante el cúmulo de ventanas que emergían ligeras: imágenes, palabras, noticias, textos, juegos y luces del computador. Se acercó, Peñaranda preguntó si podría seguir puesto que no requería de ningún servicio, sólo detallar cómo había quedado el traslado y reubicación del que le habían hablado. Alberto lo detalló extrañado – nadie aparecía por aquellos lados salvo a solicitar archivos más o menos recientes, o enviar a empastar algún libro–, cada vez menos, registros de las ejecuciones presupuestales. No sabía de su filiación política pero el cabello lacio, mirada escurridiza, piel acanelada, estatura media, ojos negros idos a las ventanas abiertas de computador–urgencia de la que tomó permiso–, lo fueron siguiendo de soslayo hasta al fondo del extremo derecho de la oficina donde rápidamente detalló el apartado del Archivo Histórico. Se acercó pausadamente a la estantería. En el fondo, volúmenes inmóviles: tiempo detenido, pasado diseminado en el espacio–pasmo de la espera perenne–, engrosados de humedad asimilada del papel impreso después de la inundación del 98; pasta dura, forros en percalina carmesí, lomo reforzado con espacios limitados en ocre, titulados como Anales, los números de los años señalados impresos en letras doradas medio dispuestas en el orden vago de la impericia del almacenista, al margen de los criterios que él, a su edad, hubiera adoptado; ajustó sus anteojos al entrecejo, los volúmenes transitaron por su mirada, se dispuso al reencuentro de una historia agónica y extendida en el espíritu del poblado en un renovado, “abrir de nuevo lo que no se olvida”. Se dejó llevar por la imprecisión de lo formal: la irradiación de las diez de la mañana daba justamente contra los libros (sabía que a esa hora el ingreso de la luz solar por el tragaluz, ubicado en el entrepiso y el segundo piso, los podría malograr); el Libro Primero entre los años 47 y 57, estaba deteriorado y de difícil acceso para su artritis en avance, almacenista no es bibliotecario; había dejado un libro sin el lomo impreso a disposición y el orden consecutivo disparatado, entonces, un impulso de prudente dignidad contuvo los comentarios
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belicosos, de reojo miró al joven, constató la continuidad de su atención a las revelaciones absorbentes de la pantalla. Tomó entonces el Libro Segundo, 1957 al 1967, abrió sin mucho criterio en las páginas 65 y 66. Los párrafos residían por cuenta de la primera hazaña deportiva, acompañada en la página de enfrente por la fotografía amarillenta, mejorada en el revelado, notoria inscripción a máquina en altas, adherida con cinta pegante, daba cuenta de la reportería gráfica del momento y el encuentro final del equipo de fútbol en la celebración de la primera promoción que el colegio Joaquín de Caycedo y Cuero había logrado en el campeonato zonal y, allí, los componentes del cuadro que dio gloria al poblado en época dorada –el pasado decantado, extendido y distante representa un imaginario de colores dorado símbolo de valor y gloria conseguida–, tiempos de consolidación de la colonización, llegada de escurridizos y ansiosos compatriotas que conformaban un amontonado de familias de entre 2000 y 3000 habitantes entre niños, ancianos y adultos. Leyó detenidamente los nombres de los compañeros de aquel imbatible conjunto, hasta la goleada 5-0 en la final con el equipo del Miguel de Cervantes–, algún día un colegio llevaría su nombre–, pensó. Tal vez. Se sentó en el taburete sólido y heroico que servía de escalera para tomar los tomos en el cuerpo de la estantería mayor. El equipo esperó con franca disciplina, ansiedad y rezo en un camerino de ramada lado sur de la cancha, en el extremo de la población, espera de Doña Eulalia, primera dirigente comunal elegida por unanimidad entre los primeros pobladores Las Camelias, segundo barrio de Los Altos, según el acuerdo de la ley vigente de Gobiernos Municipales. La evocación se vistió de colores amarillo y verde del Municipio, escuchó la voz trasnochada, profusa, cara ojerosa y sin maquillaje; cuerpo de andar pesado y cabellera atusada con la que Eulalia se apoderó del campo de fútbol con los uniformes recién confeccionados, planchados con prolijidad, confeccionados a revuelos con recortes incompletos, telas de diferente calidad y color semejante e imprecisamente calculados, traídos de la capital, concluidos con retazos informes recogidos entre las costureras y vecinas, terminados al mediodía, cuando, finalmente, pudieron plantarles con ganchos diminutos escudos del Municipio en el lado izquierdo de las camisetas– incierto lugar de la pasión por las causas–. El trazo fue tomado de un libro francés de dibujos de blasones; impresos en screen por don Jeremías, pionero de la publicidad exterior, fueron perfectamente empacados en papel de envoltorio. Los vecinos se agolparon a la orilla de la cancha, el entusiasmo nunca decayó luego del inicio de la catástrofe de la goleada al minuto 25 del primer tiempo, cuando un contragolpe derrumbó la barrera defensiva interpuesta con entusiasmo, poca técnica, desorden, resistencia y pundonor, aunque siempre, hasta el pitazo final, se escucharon aplausos y aclamaciones salidos del fondo del aislamiento oculto que trajina en la precariedad, incertidumbre, informalidad, certeza imperturbable del orgullo y carencia esencial de las fundaciones, urgencias de la supervivencia, ingenuidad sin tradición, entrega sin cuartel al lugar elegido entre la duda invariable y la frustración del destino.
Y, luego, el errabundaje: ausencia en rostro transferido al espacio: Ir y quedarse y con quedar partirse, desmayo extenso y afectuoso, inefable, incurso en datas traspapeladas; anécdotas refulgentes de recorrido simple, sugerido en la permanencia y referencia en los
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Anales; dilatada extensión que se abstrae en el destiempo no fechado, vano y desafuero del exilio: demonio en pena; pedir de préstamo un abrazo, voz, resonancia remota de cordillera y, el retorno obligado a los apremios viscerales de la pena mitigada luego de perpetuos exámenes preparatorios, hoy diploma amarillento expuesto a la luz de un despacho en casa, ejercicio postergado por siempre; lo suyo era otra cosa.
La radiación del instante se filtró por el agujero imperceptible de la pared proyectándose en aumento exponencial, interponiendo su figura entre el espacio limitado y la página abierta del libro de Actas del Concejo Municipal de Los Altos de Veraguas, nominación con ínfulas que desembocó para siempre en el término abreviado de Los Altos. Una hornacina dilatada, entrañable, memoria y nostalgia desperezó la saturación húmeda de la pared, soplo profundo puesto en el taburete, entendió entonces, que aquella exhalación obligaba las once de la mañana. Devolvió el libro a la estantería, se dispuso a salir, lo hizo en forma prudente, el joven Alberto Olarte continuaba embebido en las entretelas de la máquina, cuando en la puerta se topó con la carita lavada, la figura estilizada y la voz de sorpresa de Eunice. –Doctor Peñaranda, lo estábamos buscando, ¡se nos escondió! El alcalde lo espera. –Gracias, muy amable. Subamos. El señor alcalde, Roberto Elías Blandón, había obtenido la victoria electoral más resonante de su vida. El voluntariado que asumió un movimiento de parroquianos con acciones imposibles convenció a suficientes votantes para que Blandón, quien encarnaba por comisión, los ideales de las familias fundadoras, lo llevaron a un triunfo avaro que jugó sus posibilidades con el argumento práctico de la inminente continuidad de la gestión dudosa enquistada en el pueblo por varios periodos consecutivos. “Las victorias ajustadas se pagan con precios muy altos”, remachó con vehemencia y con reconocimiento a Peñaranda cuando había recogido, en compañía de sus conmilitones Gómez, De la Vega y Román, a muchos mediocres y apáticos conciudadanos que no alcanzan a reconocer la importancia de la representación política que, no era otra cosa, que la receta inestimable de la confluencia de los intereses particulares con los generales, los mismos, la verdad, decía –porque lo había aprendido de él–, Peñaranda, que la política es el arte de servir; cualquier conquista de credibilidad comienza por la toma de conciencia que para los paisanos, con tantas limitaciones–la economía de los pueblos está circunscrita a la supervivencia–, o sea, la condena mansa a la pobreza digna. Importante, es lo baladí que aclara lo esencial de la vida en comunidad como son el respeto a las instituciones, la solidaridad obligatoria del Estado como principio rector. De esta manera, emerge el valor de la presencia política y pública que es tan profunda como lo evidente que coexiste con la soberbia, compasión, ambición, temple, decisión, aceptación de límites presupuestales, prohibiciones legales, galimatías de los reconocimientos de las necesidades personales de urgente figuración pero que no se renuncian ni se pueden negar.” Blandón prosiguió la exposición resaltando el símbolo máximo del enunciado general, como es el nombramiento de cargos de elección popular mediante el voto universal y secreto, que obliga a traducir el mandato recibido con nombramientos de libre remoción, el
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cual debe interpretarse como expresión del deseo de servir desde la óptica de las propuestas ganadoras con transparencia, austeridad en el manejo de los recursos, respeto por los entes de control y apreciación del riesgo y necesidad en las dificultades financieras que atraviesa cada campaña y administración posterior para llegar, así, a las comunidades con obras de saneamiento básico, acueducto de agua pura– insistió mucho en su pureza–, riqueza, decía, inconmensurable que se resiste a tratamientos sofisticados como en municipios vecinos y del Plan; estas aguas se reúnen por gravedad, sin limitaciones de contaminación porque llegan directamente de los nacimientos de la cordillera; asimismo, el programa incluye la instalación de antenas para mejorar las comunicaciones con el mundo entero, porque, insistió, aquí hay muchos coterráneos que viven en España, Estados Unidos, ahora en Chile, e invierten sus remesas en el municipio, así como otros inversionistas que tienen en mente desarrollar senderos ecológicos de talla mundial para avistamiento de aves o qué se yo más. Se debía coordinar con la autoridad ambiental, cuya presencia es, lógicamente, precaria. Igualmente, la sucursal de una fábrica de calzado para generar empleo, sobre todo a mujeres cabeza de familia– eje principal de mi propuesta–. Para todo ello, indicó, se requiere una alianza fuerte con el Concejo Municipal, por supuesto, la educación, de la cual somos consignatarios del Gobierno Central; la salud igual, un problemón en nuestras manos: insumos, atención básica, prevención y el hospital; también, las comunidades étnicas, río abajo, en los confines del territorio. En fin, todo lo que se deba hacer para complementar el saneamiento básico, las aguas servidas: en pleno siglo XXI, todavía tenemos barrios sin alcantarillado. –Todo este plan de gobierno mío debe ser muy ambicioso, pero sin liquidez es un horror, prosiguió Blandón, la reiteración de la obligatoriedad de un mandatario es que se debería generar empleo, tal y como usted lo propugna, no calificado y continuo. El monólogo se prolongó, en tanto la luz de mediodía perfiló, por fin, las siluetas del parque. De la ventana, hacia adentro, el perfil anguloso de Peñaranda se estrechaba con la cara rozagante de Blandón, movimiento de manos que afirmaban y reafirmaban el discurso: enfrente uno del otro, reflejo del despacho que se apartó del meridiano del pueblo cuando las campanas anunciaron, al penetrar su tintineo por el frontispicio abierto, el anuncio del mediodía; un antes previo a la hora del almuerzo en el que se encubrirían ineludiblemente los comercios, la actividad y el deambular ciudadano. –Sin devolver favores a quienes nos financiaron sería una verdadera desgracia. Por eso no entendí –sigo sin entender–, la protesta negativa de su amigo, el ingeniero De la Vega, cuando se opuso al contrato de esa obrita del alcantarillado de Las Camelias, le expliqué que debía avanzar en su contratación urgente, luego de que el Concejo aprobara la adición presupuestal. Hasta me visitó el párroco nuevo, Padre Macías, así que toda actividad de la administración pública supone dinero, conciliación de intereses particulares, consulta con la comunidad, avances sociales por medio de contratación, ¿cómo es posible oponerse a ello? Peñaranda infirió con claridad que su intercesión sería cantinela inútil. El repaso memorioso y ligero de estos preámbulos concluían en la evidencia de que debía hacerse un cambio por principio de autoridad, pero, antes que nada, por la ampliación de cuotas
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que daría cabida a una nueva formulación de la coalición, ésta debía incluir el “esfuerzo solidario” por el bien de la comarca; ¿cómo corroborar en aquel mediodía de septiembre que la hoja de vida que sacó de su maletín y puso a consideración del jefe de la administración local para reemplazar a De la Vega no sería posible tramitarla con éxito ante tal nueva deuda adquirida? A mayor expresión fluida en el compromiso del titular, menores posibilidades reales de continuar con la representación. Sobradas razones le asistían, como también, la tentación de la digresión, en apariencia inconsciente, hacia algunas prácticas que lo conducían al encuentro de un éxito pasajero en las artes de la manipulación posterior que siempre había llamado estrategia y resumía: “en juego largo, hay desquite”. Eco formal: cierre de puertas, cajones y pasos en avance precedieron al mutismo extensivo de la canícula. Obligatoriedad hecha clausura, salida rutinaria, apremio de finalización, conversación agotada al momento y hora: mirada de ojos dispares, distraídos, ahora, sabida respuesta. Un apretón de manos que promete continuar el contacto de acuerdo con la sucesión de aconteceres, confirmación de números telefónicos. Peñaranda dio media vuelta, Blandón lo acompañó hasta la puerta, se dio cuenta que quedaba solo porque Eunice había trasgredido rauda el portalón del edificio; se instaló con agilidad en el escritorio, miró con particular acento y arruga de la frente, guiño imperceptible y privativo que afloraba cuando leía los textos o escuchaba la voz de los solicitantes de las llamadas perdidas; en tanto Peñaranda descendió hasta encontrar a Gómez, paso a la calle, detalles de nuevo: resuello de un pasado estático, lejano, decidido, representación o velo idealizado en la talla de madera del friso de la puerta de acceso; celosía de arabescos erráticos en una revuelta cariñosa de los Andes pero con la armonía que se intercala como culto a la paciencia ilimitada en el sin tiempo de un mundo condicionado. Orteguaza movió ágil el vehículo por el espacio libre de tránsito de servicio público que, instantes antes esperaban el invariable cliente postrero de la mañana, antes de seducir la hora sagrada del almuerzo. Del extremo del andén adelantó el paso, cerró con fuerza la puerta, avanzaron pausadamente, doblaron por la calle inferior de la plaza hacia la salida de la población. Orteguaza alineó los anteojos en el extremo superior de la nariz, realineó el espejo retrovisor, condujo con el acallamiento propio del rastro diestro, arrugas apenas insinuadas, repliegue y abultamiento exterior del mesenterio calado por el efluvio pausado de los años nuevos, respuestas monosilábicas porque el recado del instinto es siempre el mismo; asombro de lo nuevo, pasión por las fundaciones, comunidad, progreso del prójimo colonizador zozobrado en el pasado de correría en correría, vereda a vereda, cascada a cascada, atolladero a atolladero. Puestos entre laberintos nocturnos de sueño rebatible, fugaz en el medio de la espera, anuncios, bandidaje, suspicacias, petitorios, sufragios arrojados a la torrentera, actas repintadas, rúbricas y extravíos contra evidentes, intercambio de favores que doblegaran la voluntad de los ciudadanos en víspera de los comicios; siempre airoso, Peñaranda, saludaba ahora desde la ventanilla al paso: la señora, en descarnada custodia en la ventana – de cara a la calle–, sueño del consorte trasnochado en el juego de cartas; el loco, inductor de temores de la infancia que regresa de la caminata consabida contrariando el retraso del transeúnte
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despistado, apurado o remolón de la hora del almuerzo y, en las terrazas, pausado vaivén de las ropas expuestas al bochorno como una revelación abigarrada de una tregua. Y, en el avance, barrios nuevos renombrados e inscritos en Planeación Municipal, en la sesiones del Concejo, luego en la Asamblea y en el Congreso de la República como renovación de la revelación inmortal de una fundación; levantados entre ahogos de la posesión, apuro para fundirlos en concreto, tejas de cemento adquiridas a cuotas en la ferretería y, en las estrecheces, cocina apretujada, en contraste con las, poco a poco, supérstites casas del pasado sublimado de una epifanía ininterrumpida por los itinerantes básicos del modo de distrito certero: maderas interpuestas verticalmente, guarda luces enclavados entre tablas pintadas de colores emblemáticos- llamado de atención inaplazable de lo estético y espontáneo-, pisos en traviesas, segundos pisos encerados, implantados con piezas de trocero, bastas, adecuadas y lijadas posteriormente con el uso; extensiones ofrecidas del descubrimiento que el destino fue reduciendo a una cotidianidad de solares, huertas, animales domésticos, geranios de balcón, aguas canoras copadas por los avances de allegados amontonados hasta la última calle, final del poblado: un absurdo suprimir del horizonte que ahora se prodigaba a la canícula serena y luminosa– verdores audaces–, hileradas de matarratones amoratados, alambrados veteranos en herrumbre dividiendo en conjuntos de vacadas apaciguadas, quebrantada región de aluvión a la hora del sesteo, viento inmóvil, respiro de la estación fugaz que se anexa al fulgor lejano del follaje quedo de los cafetales y sombríos que confirman la certidumbre de los contornos sin que las oscuridades se tramiten en lo ambiguo. El día avanzó, plenitud, llegar siempre requiere de muchas estaciones… Lo de Benilda: mesa rústica, espera puesta entre manteles de hule y de matices, estridencia en el volumen del equipo –aires de despecho– y, el próximo de fogón ardiente, expresivo, cubiertos, sal, azúcar, nevera, licor y refrescos, austeridad extrema, asentamiento informal, lavatrastos ampliado, aguas servidas acopiadas en pozo séptico alejado por metros de la casa de habitación, corral de gallinas, cercado en platanera y, en la pared, litografías mareadas en el primer color de la escala, gestas de a caballo, de a pie: épica fragmentaria de pantanos y equinos cerreros, desbroce de selva, precursores de río próximo, sonoro profundo, golpeteando entre piedras. Llegaron a su manera: amistad de conveniencia, propósitos altos con beneficio propio, ayuda al conglomerado como segunda o tercera opción, verdad de la renuncia – mejor así –, buena conducta al mayoreo, aislamiento de menudeo, la realidad política coyuntural avasallada por la urgencia de estabilidad administrativa de un programa previsto y apoyado en campaña, catarsis previa a la incertidumbre por venir. Benilda: oreja atenta, escucha de lo periférico, inclusive, rostro de entender nada, anuencia con monosílabos de las solicitudes concretas, previa al consumo para luego, a destiempo, repetir en síntesis precaria la fragmentación deformada y filtrada del recuerdo que, entre voces escasas, trocan un tema con otro otro, solicitud, vaivén de falda: Póker o aguardiente, tostadas, hogao, sancocho humeante y, el perseverante e infaltable: “estoy que me bailo” que irrumpe Martiza moviendo las manos hacia arriba, cerrando los ojos hacia abajo, pero otras manos se acercan, sirven platos a tope y a la mesa; rostro, rugosidades copiosas en cobre, caminar lento, cabellera
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negra, canas anchurosas entre cuello y talle y, se apostó el profundo sí o no del mediodía, en tanto De la Vega, Maritza, Herney regresaron ahítos, animosos, grandilocuentes, dejando de lado, por segundos, el titubeo del futuro, luego de la entrega del despacho. El estímulo rítmico se contuvo, entonces. ¿El próximo encuentro quedaría a merced de la casualidad? La respuesta, en tanto, la respondió la corriente extendida con el rumor inalterable: ondulaciones informales entre golpeteo y exuberancia. Las radiaciones y el sesgo entresacado a los primeros efluvios de la tarde anticiparon la vista encendida del lado de la ribera contraria, murmullo y fuero inmutables de la inmortalización de la luz sin conjeturas, nube, bruma, farallón lejano, cañón, trueno, borbollón, raudal y avalancha, salto y periplo conquistado en la semilla: germen, margen, espesura, hoja, tallo, limo, espesura, himno, vigor de arraigo en el lugar destacado y simple que persiste aun en el ciclo de renovación. –Las cuatro, Orteguaza interrumpió la enajenación de Peñaranda. Lo oportuno, al momento, debía ser el regreso: un gracias, promesas de pronto regreso. El encendido: arranque, avance lento, chasquido irregular y sorpresivo de las ruedas sobre el empedrado fino del callejón de acceso, bamboleo del jeep al paso por el quiebrapatas y, al fin, la retoma de la ruta principal que deja de lado el balneario. Dejar a Orteguaza en casa, retorno y saludos forzosos de los electores y vecinos no electores que interceptaron, a pesar del saludo distante y la solicitud repetida, promesa de otro encuentro. Ventanas que descorren los visillos, principio y creación del espionaje –lo vieron pasar–, tema de conversación a la noche en la intimidad de los hogares, luego del paso. Se despidió, citó a Orteguaza para la madrugada del día siguiente, en su casa, para tomar el vuelo a la capital. Primera, segunda, tercera, cuarta y el jeep encauzó dócilmente, pretensión y resolución inspirada en la sobriedad de la tarde. El roce del viento se filtraba por la ventanilla, al interior, estertor estimulante que dio cuenta del avance tranquilo a casa. Experimentó a placer, entonces, de que el sol finalmente se ponía a la espalda, iluminaba el esplendor de colectivos aspirados y níveos de figuras redondeadas, alargadas, volubles, nubosidades apostadas en el éter de enseguida, el de siempre. Y, el desorden, la una contra la otra, coloso en marcha en el sin rumbo de lo funcional espontáneo; serenas composiciones, colores cercanos, augurio de nuevas primaveras por venir renovaron la perspectiva del avance y el atisbo entendido como que el ocaso se ocupó de los resquicios del sotobosque, guaduales, potreros y, de nuevo, se deslizó entre destellos de ondas oscilantes y canoras del río, al paso. El puente. Instantes, un poco más, después del leve ascenso, el arribo a Los Altos del Recodo: crepúsculo, horizonte avivado y vaporoso que se desplegaría al paso de la vista del pavimento, señales divisorias del blanco luminoso de los dos carriles, ahora opacados en las tres últimas curvas en seguidilla bordeando sierra, erosión y talud hasta precisar, desde el penúltimo ángulo, la ambición de la casa. Ganó el falso plano anterior al portón, para entonces lo abrió, estacionó el vehículo en el garaje ubicado en la parte baja del desnivel, latió el dogo blanco, se atravesó al paso, le siguió adelantado, acezante y ligero subiendo, a buena cuenta, los escalones. Se detuvo un instante, pormenorizó en el descanso, el presagiado colectivo del sistema de baja
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presión oculto y diligente que ennegreció el dominio con la promesa incumplida del ocaso radiante, dominó de improviso y premura los espacios atorados de la cuchilla en serranía, enfrente, para luego, precipitar un turbión sobre la población. Suspiró profundamente el aura mimosa arrebataba al horizonte de aromas primaverales removidos por el aire fresco: resinas en un aglutinado de coníferas y espesura, yarumos, jiguas, leucaenas, variedad sin número en apurada competencia, apretujado arraigo entre blando golpeteo de ramazones, desparramo libre de hojas en el légamo sesgado de la montaña. Abrió la puerta, encendió las luces. Una racha de corriente precipitada y ligera ingresó conjuntamente con él y el alano atrajo pétalos, ramas ligeras y emancipadas, se dispersaron de inmediato por el vestíbulo, movilizaron las cortinas, lámparas; el cencerro repicó con profusión, en tanto, una ágil, lejana, ronca y furia luminosa anunció la irrupción en la oscuridad, aleteo resguardado de las aves en la evidente determinación de que la noche se entregaría al obligado peregrinaje de la lluvia. Un goterón, otro, el de más allá se precipitaron arrojándose con fuerza contra la cerámica del corredor en repiqueteo persistente, rítmico, ahora, gotas generosas desfilando atolondradas por el tejado, fluyendo por los drenajes, saltando en hilos de cristal ininterrumpidos al vértigo entre filo y cubierta, andén y desagües hasta conformar caminos de agua ordenados y confluir en la cañada que se mudaba en corriente canora, amplia, decidida y atropellada. Entonces tomó un saco, se apostó en la ventana, detuvo la mirada entre luces vacilantes y vagas del poblado que se alargaba en su extensión. Sin vacilar identificó cada lugar, barrio, calle y habitante, imagen repetida en su ejecutar de años de servicio. Entre celajes y volúmenes ciertos de lluvia escuchó el avance lento entre acantilados, pasos de mar, oleajes de transatlántico parsimonioso de luces intermitentes entre perplejidad y constatación de soplo inmaterial de lo ganado y lo perdido al puerto de destino y atención definitiva del Hades. El contraluz reflejó su rostro en el vidrio de la ventana apostada al descubierto. Se reconoció en la oscilación recurrente de estar en medio de un intervalo de compleción: jadeo nocturno, ventura de la temperatura alcanzada en el salón reducido e íntimo de su enclave apostado para estimar la extensión anhelada del aislamiento, frontera del entorno de su cuerpo reflejado en el cristal suficientemente asumido por las estrechas cotidianidades: constatación del inflexible tejido adiposo, reductos de la anterior, inmediata, abundante cabellera en el intento de disimular la calvicie irrefutable, hendiduras pronunciadas, labio y pómulo, cejas pobladas, arrugas profundizadas en la frente, papada y párpados. El ritmo propio del temporal atemperó a su propio compás transformándose en susurro cariñoso y lenitivo. Peñaranda se desplazó al cuarto instalado como oficina: escritorio atestado de folios, procesos, leyes, acuerdos, ordenanzas, y la pared atestada de condecoraciones, reconocimientos, fotografías pertenecientes a empresas emprendidas en favor del establecimiento. Luego, abrió la portezuela del compartimiento superior de la biblioteca, sirvió una copa de licor, saboreó con estilo el primer trago, dirigió el paso adelante por el corredor hasta el zaguán, prosiguió hasta la cocina con la certeza de encontrar en ella lo inamovible, invariable, seguro, lugar que los sentidos dan inicio al despertar consciente del deseo. Tomó del hornillo un envuelto de maíz, lo ingirió, apuró con fruición un segundo trago de licor hasta dejar la copa vacía. Abrió la nevera, bebió un sorbo de jugo de lulo dejado
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a propósito para consumo exclusivo, regresó lentamente al sillón, enfrente de la ventana, se acomodó con el beneplácito y la receta precisada del momento. Todo en orden: instante entre un antes, ahora y una siempre fúlgida intrusión a la provincia oculta del soplo nocturno, a los volúmenes inciertos de las tinieblas que se advertían entre equilibrio formal, emanación de imágenes sin control que viraban ante él, se posesionaban del espacio exterior, más allá del origen etéreo donde consideraba estaba dispuesto el aglutinado de la memoria: corazón, cerebro, víscera, vista, olor, sabor… y las voces: intencionalidades en el arte del disimulo; mutismo posterior al paso del extraño, superior, inmigrante, competidor o intruso; palabra abreviada entre un gesto que aguzada por la imaginación libertaria del interlocutor, promesa o reclamo, repaso anticipado, fragosidades del discurso de la intencionalidad inconsciente de engrandecer las circunstancias, tendencia del momento para encontrar lo que se tramita en el mensaje del otro, susurro, angustia, lamento, destreza en la lectura del documento situado desapercibidamente del otro lado del escritorio del funcionario, recorrido, propósito de cada acción y, los rostros, rictus temeroso del accionar de un cuerpo, reclamo de espaldas, normalidad oculta de la mano abierta y silenciosa de la propina subterránea del trámite asegurado y resuelto en el bolsillo, contrario al rechazo con la verdad de las acciones incurridas, malevolencia inmóvil de la observación, sagacidad limitada en el accionar del desparpajo. “Temer lo peor con frecuencia lo aleja”, repitió para sí, en tanto, la oscuridad invadió con resolución el inmueble, lo condujo a la ratificación constante de que todo control intentado, se escapa. Se confrontó: lugares, fantasmas, demonios, espantos; pena oculta en la esperanza desbordada, conjuro y ausencia no incumben al universo de lo inmóvil, son personajes de paso con la atribución y el recurso permanente de abrir sin vacilación la puerta invisible del paraíso. La llovizna rodaba aún por los cristales. Asumió con placidez que aquello, concluyente, era la fundación del paraíso: alma vestida de sonrisa, noción de un nombre, amor al oído, primaveras tiznadas de fulgores, un vos de ojos sutiles, prolongados, extensos en los macizos azules y remotos, acre y vivaz duende con esencia de café y de madrugada, espíritu abierto en la queja aguda y terca de la chicharra al mediodía, olor de una fritura de maíz en el abasto, relato jugado a la vida de uso corriente, rima a destiempo, parlamento de mulas ranchadas en la estación astral del puente colgante entre algazara y aflicción. Insistió en la circunscripción de la nostalgia y el estado presente, asegurado con cercado de heterogéneos hitos fronterizos asumidos como confín de su ahora, sereno edén: manumisión de la culpa, conformidad con la acusación en su contra y la descalificación, indiferencia e invocación. Sollozo y traición, libelos y, la siempre extrapolada manifestación de la historia; en el medio, el genuino e ingenuo elixir de servir. Porque el propósito del olvido es revelar el camino a la totalidad que requiere del ejercicio persistente de asumir con gracia y compasión el acto mayor que se interpone al encuentro de la ataraxia que ahora contenía en paz, poco antes de que las categorías de la noche avanzaran a su paso. Chasquear de las vigas a la vista, maderamen del artesonado, anfitrionas veteranas en la ambición de permanecer en vigilia, legitimaron el temor atento con
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presunción de indefensión, expectativa del asalto definitivo y en suspenso de los demonios, mirada adelante de la frustración que corre desbocada, incesante escena visceral del viento frío de la realidad, ahora, representando la tragedia con comediantes de reparto reconocidos y escogidos al azar, razonables y extremas condiciones pletóricas de luz del día y sus maneras.
Cerrazones densas emanadas pródigamente del humus, rocío, sierra, flores de un jardín de alborada del día después, desperezaron la salida al aeropuerto. La quilla del jeep avanzaba con los faros encendidos en lento, preciso, silencioso y diestro mando de Orteguaza, interrumpido por la lectura del noticiero en la radio, autocensura dirigida por intereses circunstanciales y funcionales de los canales, pensó. A las curvas, alteradas por el seseo de interrupción de la ruta de ida, Peñaranda, anticipo y promesa de tiempos mejores, provincias del aliento de fogón, sabor y remembranza. Aliento nuevo entre brumas, bostezo frío de madrugada que ingresa alertando al desconcierto, quehacer de la incertidumbre, quizá, en el próximo recodo.