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La vida con lo justo

Al doblar a la izquierda, la calle corrió paralela a la vía férrea. Desde el asiento delantero del Chevrolet Impala precisó el ligero grupo de caminantes. ¡Por fín! Avanzaban uniformes, hombro con hombro, por el andén en medio de la precaria luz crepuscular. Notó visiblemente el contraste de estaturas, edades y peculiaridades de los cuerpos al desplazarse como si la escena hubiese sido ensayada de antemano. Sin detenerse, escuchó un monosílabo que interrumpió el silencio asumido por el conjunto porque antes de que el vehículo los alcanzara, se silenciaron de nuevo, quizás por el peso de los morrales del avituallamiento o por el sentimiento de frustración de una espera incomunicada que, por algunas horas, pareció inútil en el lugar acordado para el encuentro, tal vez, por la bronca que no precisa, fluye dócilmente y sin contención luego del incumplimiento de una promesa cuando de compromisos se trata, o simplemente, por el cansancio de un viaje de 180 kilómetros en un bus de asientos severos y pasillos estrechos de Coflonorte el cual debería haber salido a las dos de la tarde de ese sábado de agosto. Pero no pudo ser. El vuelo llegó de Cali con un retraso de cuatro horas, de obligada y paciente espera –nada qué hacer– en el terminal aéreo, transcurrida en un tiempo de espacios circulares y turnos de a media hora cada uno: cafetería, librería, despacho de aeronaves, impersonal sala de espera y el encuentro persistente con la prédica en la nada de la chica de la agencia que apoyó su petición con un quizás sí, quizás no, a regañadientes; luego de los perseverantes llamados a la operadora auxiliar de la aerolínea en busca de un cupo negado sistemáticamente, a su vez, por el encargado del vuelo; el repaso al horizonte encerrado entre montañas, por si acaso, en una de esas, la torre anunciaba la llegada del vuelo procedente de San Andrés, liberaban el cupo esperado para embarcar a Bogotá. Y, sí, ¡uf!, adelante, entonces, a la plataforma de vuelos nacionales, al aparato por las escaleras movibles que acercaron los peones del terminal, encender los motores broncos del turbo, hacer el lento carreteo y poner el aparato en posición de despegar, de sur a norte, contra el viento y ahora obligado a sumar otro pequeño retraso, con las excusas vencidas y acumuladas desde la primera llamada del teléfono público del aeropuerto que se frustró; habían salido. Alzar el vuelo al espíritu maligno de los presagios del mediodía: un cumulus nimbus mimetizado entre vapores, eremita persistente del paso de La Línea, para luego, en el desenfado, percibir sin control posible, el movimiento constante de las alas y del fuselaje del Boeing; vacío inapelable de la última silla para avanzar

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hacia la obligatoriedad protocolaria de la radio ayuda de Ambalema; breves instantes de estabilidad para reiniciar un descenso en picada atravesando el banco de nubes terco, denso y plomizo. Victorioso, así, con los alerones desplegados, buscando el límite oeste de la sabana para un desplazamiento plácido por la pista de Eldorado. Y, sin los escrúpulos propios de las esperas, raudo a cualquier bólido, animal o persona que lo acercara por callejuelas– atajos urbanos– a la autopista Norte con la ilusión, diluida de a poco, de embarcarse juntos. Pero, ¡eureka!, el pregonero de Rápido Duitama lo esperaba. Qué más da, son las cuatro, a lo que vinimos, se dijo y subió. Primero, el tambaleo, frenazos descocados del tráfico capitalino, colgando de la barra herrumbrosa, adosada al techo para los de a pie y el piso para los bolsos, cajas, maletines de equipaje, encargos, aves de corto vuelo, pero, tranquilo, el sobrecupo disminuiría en Briceño. Luego, los que somos, porque el hombre compacto, de rostro esculpido en bronce–sol paramuno se apeó, dejó el puesto de la ventana en la cuarta fila, con su permiso, amigo, me siento–, pasó las piernas por encima de la humanidad del adormilado pasajero y, de nuevo, el equipaje apretujado entre las canillas, encima de la lámina corrugada, agujereada y robinada. Fue, entonces, cuando el animoso vientecillo del altiplano se fue colando por la ventana medio abierta ya que las fallebas sonaban a desajuste: al subir permanecía segundos en lo alto para luego caer estrepitosamente. –Los úmbulos están gastados, dijo el ayudante, ahora que lleguemos a Sogamoso pueda que las mejoren, pero si quiere le pongo un cartón doblado para que se quede arriba. –Gracias, mejor arriba. Pero claro, aún no refrescaba lo suficiente, el sol a la izquierda se expresaba entre tonalidades brillantes, cubierto cada tanto y sin permiso por cualquier nubosidad inquieta y gris, eso sí, sin alejarse del cancionero estridente de las láminas soldadas en el desajuste de la carrocería que avanzaba rauda a la caza de los camiones carpados, macilentos y humeantes que subían a media marcha por el lado derecho de la calzada, con lo justo, como la vida; en tanto, los bólidos competidores los adelantaban sin alharaca por la calzada de regreso, esparciendo diminutas partículas de agua en el parabrisas del vencido en carrera, pensando siempre y además en la hora de llegada que en el pasajero que tímidamente interponía la mano. La ruta se achicó: carril de ida y de venida. El bus alcanzó velocidad estable–no había poblaciones en seguidilla ni pasajeros ni destiempo–, entonces se acomodó en el asiento. Por la ventana, al paso, desfilaron a ambos lados del altiplano minifundios limitados por setos rompevientos: eucaliptus, sauces, praderas de todos los verdes posibles, vacadas de consolidado kikuyo, plantíos de papa florecida y maíz diseminado entre colinas interrumpidas por cicatrices ocres, espaciosas, empinadas de los taludes de la ruta poco antes de lograr un nuevo descenso; bordear el serpenteo de un río socarrón y orillas de acantilado, playas limitadas por pasturas para retomar el ascenso hasta los pasos de altura y de llovizna de la cordillera interminable. Lo apaciguó, entonces, la efusiva sensación de estar en camino, de reencontrar lugares familiares y espaciosos, referidos por la memoria, vestigios en evidencia: parcelas cercadas entre paredones de adobe erosionado, alambrados contiguos, improvisados ventorrillos,

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humo de chimeneas medio oculto pero vaporosos al borde de la vía, paradores de ahora, indiferentes a las administraciones del tiempo antiguo reeditado por el leve desfallecimiento que se esparce entre las curvas en medio de la altura, el altiplano y el olor profuso y sin filtros de la combustión. El cuerpo desmadejado del vecino del diálogo imposible, la concentración del conductor y el ayudante sentado en un banco al pie del timón colmó el bus de noticias interrumpidas de una radio que, luego, siseó de largo, expandió música irredenta y, el ronroneo cadencioso del esfuerzo se acrecentaba en cada ascenso, retomaba el descanso esquivando los rebordes empinados de las montañas hasta divisar un horizonte posible. La circunstancia, la feliz fruición, gozo de aquella nueva travesía que reeditaba pasmosas coincidencias que los llevaban a una acuosa familiaridad de realidades afines, distinguió el cambio de ánimo del grupo que escuchó el saludo, presentido en el largo silencio que partió del puesto delantero del taxi. Y, luego del abrazo, el saludo, beso sonoro en la mejilla, caminata y eran cuatro. Se alejaron pesadamente proveídos. Mario tomó la mochila de Ita, Ita la de Juanito y Susy se hizo la fuerte, llevaba la carpa. Las quebradizas luces municipales disgregadas entre ondas ligeras de la laguna, continuaron titilando al paso del puente. Luego, en los repechos del zigzagueo del ascenso, a la izquierda, se abrió el trazo iluminado de la fundación: el límite regulado de la población, luces en el relieve de las colinas, tenue columna azulosa de los fogones de las alejadas viviendas veredales, apenas insinuadas en portones llamativos, techumbres en adobe cocido, artesonados de madera redonda y recortada, contraste con el blanco de las fachadas en el dócil espacio del atardecer. En el medio, la espadaña de la iglesia. Imaginó el patio interior del claustro, las semi oscuridades de los pabellones internos que el práctico, planeador, director y constructor propuso a la usanza de la evolución ibérica para que fuese el centro de toda actividad comunal. Avanzaron, pues, en conversación funcional: la anécdota, el campo de aviación, vuelo, resignación y, para qué más, basta, ya estaban ahí para ganar el alto, toparse con las edificaciones encaladas y elevadas alrededor de una ablución de termas. Pronto encontraron la meseta de acampar. El sueño avanzó a la media noche. La llovizna agrupó a Susy, Ita y Juanito en el fondo de la carpa. Mario recostó el morral al pie de la puerta. Entonces, intentó sumergirse en la placidez. Afuera chisporroteaban, con el goteo, las huellas del fuego de campamento; luego escampó. Un impaciente fervor venció el cansancio, abrió el cierre de la portezuela, salió al descampado, revisó los templetes y miró el firmamento. Las nubes se habían desplazado dejando al descubierto la luz de los astros en el tinglado combado de la noche. Se recostó en una columna de madera redonda que sostenía el asador. La visión incluyó las osas, nebulosas y los imaginarios agujeros negros. Recordó a Nemo cuando Andrómeda señalaba a Orión, enfrente, un poco más a la derecha, los gaseosos contornos de la Vía Láctea pero la Cruz del Sur emergió allá, en el fondo extraviado de la noche. ¿Por qué la Cruz del Sur se reclinaba en las alturas del trópico si aquí había navegantes sin zozobras y brújulas sin norte? Aunque lejano estaba de su comprensión todo aquello, intuyó que era el perfil propio de la distancia, incertidumbre y orfandad las causantes de la duda. Entonces quiso poner a salvo los temores,

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apartarlos pero lo contuvo el perfil lejano y perfecto de Ita alejándose en el terraplén de la estación para justificar aquel mutismo, inexplicables cogitaciones que, sin duda, eran alimento de los titubeos que lo apartaron momentáneamente de la imagen lejana y en aumento: la carrilera interminable, los dos en difícil y único trance de equilibrio, caminando con agilidad inusitada encima de los rieles, manos arrebatadas al espacio, durmientes al paso del puente, creciente del arroyo, tensión y gozo del desequilibrio ilusorio, la locomotora inminente, oído en los raíles anunciando el paso del convoy de las cinco con el torpe bagaje de pasajeros trasnochados; la emoción del momento sin futuro, el regreso de la perplejidad a la complicidad ilustrada de Susy, rostro de sospecha, mirada prolija en el detalle crítico y amargo del resquemor, reclamo certero, permanente, enmarcado en la sonrisa fingida, cabellera alisada y a los hombros, la irrefrenable cercanía de los destilados del padre de Susy: delenda est Cartago, había dicho emocionado antes de ingresar a las lavatorios nocturnos de las termas, terminando el discurso, reclamo reiterado e inconsciente de la realidad partidista, socialista, comunista, cristiana, jerarquía eclesiástica, religiones comparadas, Islam, el Muro de Berlín, la represión, los militares, los políticos corruptos, la medicina imposible, las desigualdades sociales; en tanto, los vapores se disolvieron en el espacio cubierto de los termales, corrieron por la luz artificial y se concentraron, finalmente, en las claraboyas. La voz se alejó: llegaba tarde, cansada y entrecortada a los despreocupados espectadores del andén de la piscina con la representación de una antigua y paciente historia de barrio, clisés semanales, diarios, anuales, ignorada por la mirada indiferente de Juanito. La oscuridad se iluminó entonces. Refrescó. Tomó la chaqueta, se abrigó, contrajo las extremidades, acomodó la espalda contra la pared del asador; la brasa residual y la cal adherida en el improvisado espaldar lo caldearon y, como huyendo del lugar, desfilaron seductores fulgores de la hoguera de campamento, extravíos en bosques patagónicos y tropicales que concurrieron a la hacienda del sólido refugio libertario; allá, detrás de la colina en el aeropuerto del dictador, el frailejón, las voces dispersas en la oquedad y el eco de las salpicaduras del nado raudo, sin límites al extremo del ojo de agua de la cordillera, las distribuciones estrictas, el llamado del Ángelus, los besos sin olvido, el ideal y la aventura al encuentro de sí mismo. Luego, la espera. Estaba allí en medio de un torbellino de planos de abigarrados desencuentros, hoy rocío y ahogo. Ita se acercó entre el entumecimiento de un anhelo auténticamente renovado. Estoy, dijo. Sin reclamos ni pasado, murmuró. El desorden de la cabellera se apostó en su pecho, en tanto el cuerpo dócil y ligero se estremeció al compás de los latidos que los condujo a un espacio intemporal que disipó el letargo. La oscuridad se iluminó de ojos claros. Ella durmió en la orilla/ Tú, en la cumbre de una rama.

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