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Un día de estos

Desde la orilla opuesta, antes de atravesar el río, los siguió con la mirada. Identificó con facilidad su condición al caminar, la monotonía lejana y casi imperceptible de sus voces. Aseveró, para sí, que aquella conversación no debía ser diferente a la misma murmuración con la que habían iniciado la caminata al momento de salir: reclamos, gustos, disgustos, rechazos; toda aquella palabrería varada en la cotidianidad. Se adentraron entre el resquicio de la trabazón, matemonte y caña menuda abandonadas a su suerte por los intermediarios de la dependencia de materiales de construcción. Luego, los dos, se alejaron por la extensión arbustiva de esqueletos de maderos agobiados, resecos y arrinconados que dejó a su paso el desbordamiento pasado, para luego, encaminarse por el costado derecho, bordeando la espesura, describiendo un círculo por el guadual. Robustos caracolíes de fuste similar al de las ceibas de la planicie sobresalían del guadual entre penachos al viento, algunos tamarindos en flor se apretujaban entre el conjunto variopinto amarillo, ocre y verde de los tallos anudados y flexibles, medio desnudos de fibras que pendían tamizadas, punzantes y, en retazos, con las que las guaduas, alteradas, emergían del suelo irregular meciendo las copas con el sonoro movimiento de sus cuerpos al paso de las intermitencias del aire, propagando a lo largo y ancho de la periferia, hojas alargadas que, imperceptiblemente, se deslizaban por el aire en medio de un leve e inquieto zigzag ingrávido, voltereta grácil, lenta y graciosa para luego descansar en el piso dejándolo espesamente acolchado. Avanzaron entre el cuerpo extraño y caótico del rastrojo rebrotado que absorbía con ansia los nutrientes del humedal para transformarse, luego, en una extensión de tintes verduzcos y rastreros asumiendo con precisión, eficiencia y desenvoltura la mutación de la luminosidad, determinando su insaciable vocación de permanecía, agresiva ocupación del resto de la tierra baldía. Levantó la mirada. Retazos de añil, pequeños cirrus transparentes y aquietados se destacaban en lo extenso del firmamento y, en el espacio, se anticipaba la tarde entre despojos, tropeles bajos y veleidosos de nubarrones detenidos sin pausa en la cúspide de la sierra en boscaje. Súbitamente sintió el deseo de permanecer unos instantes en la orilla puntualizando el entorno del verde entre figuras onduladas y cristalinas que viajaban raudas al paso del caudal golpeteando el talud erosionado de la orilla. La ausencia de sonidos era un llamado a continuar en estado de contemplación: instantes, furor, rumor interior y extenso antes de

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vadear la orilla del acantilado conformado por tierra acumulada y deleznable, removida intempestiva y sonoramente por la frecuencia creciente de la estación lluviosa que se esparcía inusitadamente a lo largo de aquel año y prevalecía, más que todo, en el aparatoso cambio de curso, pero debía honrar su palabra, alcanzar los caminantes. Entonces, atravesar el río…descender paso a paso el rastro escalonado, apisonado y remarcado por otros. En la orilla, la arena inquieta advirtió del cuidado que debía tener al dar el paso entre el légamo, el piso pedregoso y amorfo del lecho. Pensó, para su tranquilidad, que el vado era frecuente. Tomó la rama de un chagualo arrinconado en la playa por la corriente. Ingresó en el caudal sonoro: primero, segundo, tercero, cuarto, quinto pasos y el chapoteo silenció por completo el descampado. El rumor del torrente contuvo el tiempo. Tiempo de rayo y sol vespertino fracturado en las crestas de las ondas. Un guiño en la mirada se asoció al concurso de una turba de golondrinas ansiosas e inquietas que revolotearon surcando en círculos el reducido ámbito de su cuerpo. Avanzó seguro: sexto, séptimo y octavo pasos, se detuvo en el medio del río, resistió vacilante la fuerza del caudal, ahora de pisada insegura entre el paso del agua a los talones; luego cubrió rauda la pantorrilla, noveno, décimo y undécimo, al tiempo la bota se enterró en el mismo lecho, paso esforzado y oblicuo, once, doce, trece y el centro del río: temor, concentración, el bordón adelante, la vertiente en huida. Por fin, suelo firme en la orilla opuesta. Un tramo de piedras arrinconadas se hizo cauce en el bajío. Después de la acumulación, las olas golpeteaban contra el pastizal que permanecía pasivo, acanalado, cortado a plomo, compactado con pedruscos incrustados en su vientre y, a la vista nuevamente, la erosión severa.

Caminó difícilmente con el peso húmedo de la ropa y de las botas. Dejó atrás los arbustos, poco más allá de la orilla, ingresó al bosque de las cañas. La atadura protuberante y manifiesta de los tallos le obligó a dar media vuelta hasta encontrar de nuevo el guadual ingresando por el campo vecino, donde permanecían, estáticas y mimetizadas entre el pastizal, aguas acumuladas en descomposición y el desagüe de la tubería del potrero vecino que colindaba con la extensión del baldío. El bronco sonido del raudal iba quedando atrás, la tarde resplandeció de nuevo con el sereno y la sombra arropó una mediana oscuridad. Decidido pero fiel al ritmo de lo inusitado que inducía a un sentimiento de vacío y dispersión, continuó empapado, pesado al caminar, sin encontrar el sendero cierto entre el bosque que lo debía conducir al antiguo puente de madera sin barandas que unía el bosque con el potrero contiguo donde habían acordado el encuentro. Con dificultad se inclinó hasta el lindero entre cordeles de alambre de púas que caían colgantes y herrumbrosos despegados de los postes de la propiedad de El Mago. Entonces, delante de la mirada un ternero avanzó en su dirección dejando en evidencia un gesto de pasiva indagación. Al fondo, más allá, en la extensión, el rebaño cebaba ávido satisfaciendo el hambre estructural de su condición con el rebrote de yaragüá añoso y entumecido. Quizás huía, caminó presto, giró en ángulo recto hacia el lado contrario del golpeteo hipnótico de la corriente. Creía conocer la dirección por donde podía continuar hacia el

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encuentro. Cruzó con dificultad charcos sobre los cuales se asentó, tiempo ha, un bosque de sauces llorones. Dio el paso. Escuchó lejano el latido de un mastín mil razas, lo imaginó correteando, acosando las extremidades traseras del último ternero del grupo obligando al hato a conformar una fila india y avanzar con un pasitrote acompasado hasta los corrales. El latido se extendió en el espacio, confirmó la sospecha de que estaba perdido al anochecer.

Carlos y Alcira se detuvieron, miraron hacia atrás. Ya lo habían hecho en varias oportunidades en tanto avanzaban por el campo abierto al encuentro con el camino que los condujera al puente. –No lo veo, dijo Alcira a Carlos. –Seguro se quedó en el río. –Pero se está haciendo tarde. –Bueno, no interesa, el hombre sabe caminar y es rápido, conoce todo el sector. –Ah, pero ya está tarde, de pronto se pierde, dijo Alcira. Me gustaría ir a buscarlo. –Hace tiempo que lo conozco y anda por aquí, segurito, como pez en el agua. La otra vez me dejó botado subiendo a Miravalle. El que se perdió fui yo. –¿Quién sabe?, replicó Alcira, del guadual al potrero de El Mago hay un pedacito aburridor. Hay mucho rastrojo y ahí se puede una perder. ¿Te diste cuenta si el hombre traía el celular? –No te acordás que se le descargó la batería desde anoche cuando nos quedamos en el resguardo aguas arriba, en la casa de don Rigoberto. –Claro, sí, se me había olvidado. –No me extraña, a vos se te olvida todo. –No empecés otra vez con tus reproches como si a vos no se te olvidara nada. –¿Olvidar? Si no fuera por mí no estarías andando conmigo, no escuchas ni te acordás nada. –Bueno, bueno, ya dejá eso pa’ otro día. dijo Alcira. Te guste o no así soy. Si me seguís hostigando, ya sabés. Se detuvo, luego él. Observaron con detenimiento el camino recorrido. La silueta de Otoniel, seguramente pensó, la arrebató el crepúsculo. Las sombras se ampliaron en la dispersión de la luz, interpusieron cualquier definición que pudieran precisar, a lo lejos, dejando la claridad intrascendente sugerida entre tintes verdes y azulados de montañas y, sobre ellas, entre estribaciones, cañadas, desfiladeros, valles en descanso, la neblina descendía pausada cubriendo primero los extremos agudos de la línea de la cordillera hasta coparlos en toda la extensión. Entonces, Carlos dijo a Alcira que siguieran. Se encaminaron por el atajo al zanjón, hasta llegar. Ella seguía dócilmente, a su ritmo, y él, de vez en cuando, se detenía a esperarla en tanto avanzaban internándose en la espesura de las orillas del área de protección por el camino paralelo a la corriente que avanzaba sosegada abandonándose en el rumor de aguas

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aligeradas que se abrían paso entre curvas y cárcavas, gorgoteo en alguno que otro escarceo inclinado exhalando vapor humedecido que absorbía ligero el ambiente y la vegetación. Ambos se reconocían en él y, en su memoria, imaginaban el recorrido de otro ritual propio de los encuentros furtivos en tanto llegaron al puente. Se sentaron, entonces, espalda con espalda para cubrir los flancos del camino. –¿Te quedan cigarrillos? dijo Alcira a Carlos. –Sí, dijo y lo encendió. Ella sonrió, inhaló la primera bocanada y lo besó.

El posible entorno que veía a su alrededor contrastó la percepción posible del horizonte con la realidad del crepúsculo, aguzó la imaginación y validó una ubicación elemental. Descubrió entre la calina de lo alto de las colinas, a la derecha, destellos de la luz del reflector de energía eléctrica de la finca de los Zuleta. Creyó avanzar por terrenos familiares pero el desconcierto inicial de la vulnerabilidad del extravío lo asentó en la duda… Respiró profundo. “Nunca se sabe”, se dijo e, intuitivamente, tomó un camino cubierto a trechos por malezas, humedad y desuso que le impedía andar a tranco largo al encuentro con el zanjón para doblar aguas arriba, en las tierras bajas de la desembocadura. Intentó retomar el ritmo acostumbrado con la destreza que había adquirido en las caminatas de adolescencia. Coincidía la respiración con el calor, transferencia inmediata de la sudoración que daba impulso interior y lo conectaba con los pensamientos. Va pensiero, sul´ alli dorate. Al momento del avance y el cuerpo a punto, rechazaba sistemáticamente imágenes que citaba su mente inadvertida, simplemente, tenía a la mano sus propias citas y elucubraciones, pero esta vez contuvo la práctica goterones informes y de sonidos graves que, de improviso, se colaron velozmente por la espesura golpeteando con fortaleza, sonoridad y desorganización el modelo ancestral de las formas del bosque. Se detuvo. Tomó conciencia de que no tenía abrigo para protegerse de la lluvia, salvo el pañuelo, tampoco teléfono para intentar dar su ubicación y aviso. Estaba sin carga, pero pesaba como peso muerto. Buscó el abrigo de un árbol corpulento, lo cubrió parcialmente y pensó entonces en lo que debería hacer: escampar, soportar el ataque inclemente de los insectos y zancudos de los que conocía el manual de agresividad, picaduras en orejas, manos, codos, tobillos, luego la espalda y la cara o continuar. En tanto la lluvia arreció. Decidió avanzar sin detenerse. Si se quedaba estático, además, el cuerpo se enfriaba y podía entumecer. Entre la lluvia que golpeaba la cabeza, avanzó, el agua sobrante escurría por la ropa mientras escuchaba el eco informe de las goterones sobre el boscaje, cuerpo y suelo. El camino se inundó a trechos, el avance se hizo lento pero constante. Se internaba, encontraba diversos puntos del camino: altibajos cortos, atajos pedregosos o resbaladizos, lluvia que avanzaban en escorrentía, atravesaba el espacio entre los árboles y presentaba una realidad sombría y agitada. Tomó un retazo de plástico que brilló, se movió ágil prendido del brazo saliente de un árbol. Continuó con la cabeza cubierta hasta encontrar una ramada de iracas que reposaba entre dos arbustos, hincada a un agua entre varejones enterrados en el piso. La lluvia amainó, gotas rezagadas se colaban persistentes deshaciéndose entre los resquicios de las hojas de palma. Se quedó estático, se asumió en compañía de la quietud profusa del bosque.

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–Uy, empezó a llover, nos mojaremos, dijo Alcira –¿Se desbordará el zanjón? preguntó Carlos. – Probablemente si llueve duro en la cordillera, sino nos mojaremos solamente. –Pero don Otoniel, ¿qué se habrá hecho? –Eso mismo me pregunto, dijo Alcira. –Lo único cierto que tengo es que a este man yo lo espero así me dé la madrugada. –Y vos, ¿qué tenés con él? Parece que fuera como tu papá o tu mozo. –No te habrás dado cuenta, acaso, de que soy lo suficientemente hombre, ¿o no? –La otra vez me dejaste plantada por irte a dormir a la casa de ese señor porque dizque estaba solo y había que acompañarlo. –Pues claro, ese señor es muy buena gente conmigo, además me paga cualquier favor que le haga. –¿Y es que tiene mucho dinero o qué? –No, es que vos no sabés lo que es la amistad a vos te gusta el momento solamente. –¡Cómo que no! Acaso a vos no te he sacado de muchos embrollos… –Pero vos sos mi amiga ando con vos porque quiero andar con vos y punto. –Ah sí, vos me decís que me querés pero me dejás a cada rato, un día de estos te dejo. –Es que tengo que conseguir para apoyarte en tus cosas, ¿no ves que no nos hemos podido ir a vivir juntos? –Pero también te lo bebés. –Claro, a mí sí me gusta, para qué, ¿acaso no fue con trago cuando te conocí en Mis

Deseos?

–Ya ni me acuerdo –Ve, así son todas ni se acuerdan cuando lo tienen a uno allí como una hueva, estabas caída de la perra y yo te llevé a la pieza donde vivías. Te olvidaste que vos estabas en nada sin hombre, sin mozo, sin hijos y andando con el que te dijera. –¡Vea este! Ya vas a comenzar con la mentira. Se levantaron. Esperaron acurrucados debajo del puente mirando cómo aumentaba el volumen de la corriente en escape. –No dejés que se mojen los cigarrillos, los necesitamos para calentarnos, para que el humo aleje los bichos y, además, se esparza para ver si don Otoniel lo huele y nos encuentre, dijo Alcira en tono conciliador.

El oscuro, espacioso y amorfo poblado de árboles quedó libre del golpeteo de las gotas. Entonces hubo silencio. Sólo el sonido de sus pisadas ahuyentaba el revoloteo de los murciélagos que surcaban invadiendo el espacio de vuelos rasantes, rutas insomnes y audaces, cantos afligidos de lechuza, fluyo lento y retraído del celaje que se fue desprendiendo lentamente de la superficie. Otoniel avanzó camino arriba redescubriendo aquello, como si la llovizna hubiera dado orden de nuevo a la diversidad y el desorden tropical de lianas, rebrotes, parásitas, camas de hojas caídas e indefinidas en la oscuridad hasta hallar un espacio desprovisto de selvatiquez que la vegetación corta y extraviada había dejado en evidencia.

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Prosiguió. Más adelante, un entrecejo entre la espesura anunció la continuación. Se acercó hasta una bifurcación, tomó a la izquierda, pero pasos adelante, encontró de nuevo el anterior lo que le indicó que debía ser fiel a él, pero cuando éste desembocó en el potrero de El Mago le sorprendió la oscuridad, cuantiosa sombra estable en su fase plena, pero sin luna. El despejado lo orientó por las luces de los montes donde volvió a descubrir fácilmente entre la bruma el reflector de los Zuleta. Se movió en aquella dirección por el potrero, ahora lentamente, con el panorama amplio y alguna claridad en las pisadas que soportaban las irregularidades del suelo. En su momento entendió lo que su maestro decía: el silencio no es ausencia de voces ni la distancia indiferencia, susurro interior es el llamado a una búsqueda y al encuentro del equilibrio en fuga. En verdad, al fondo, se encontró con el descampado hasta ingresar nuevamente por el camino del bosque. Se topó con un pequeño hato de vaquillonas lamiendo el saladero al pie de los postes del lindero. Ingresó y, cuatro pasos adelante, percibió el particular olor a tabaco recién encendido.

–¿Escuchaste el grito, Carlos?, dijo Alcira. –Claro. Contestó. –Respondamos, pero no nos movamos, ya está cerca. –¿Pero sí será él? Esperemos a reconocer mejor la voz. –Entonces calláte para escuchar si se acerca, por si vuelve a llamar, vos te quedás del otro lado del puente por si tenés que salir corriendo a avisar. No te olvidés que por aquí se va derechito a los restos del trapiche, al pié de represa. –Y, entonces ¿qué hago? –Pues contás la verdad a Esteban y volvés con ayuda si no es don Otoniel. –Y entonces. ¿qué me dijiste, qué le digo? –Ya, ah, cállate mejor y esperemos.

Otoniel escuchó el murmullo de voces y volvió a gritar. –Aquí, don Otoniel, siga derecho, aquí lo espero no se vaya a desviar siga el camino al pie del zanjón. –Listo, respondió Otoniel. Y avanzó. Carlos tomó la delantera, Alcira en medio, Otoniel al fondo. Caminaron deslizándose entre oscuridades, frescura con rumbo claro ahora hacia el poblado donde debían haber llegado horas antes. Unos minutos y salieron de nuevo al descubierto. El camino se hizo menos estrecho, llano en apariencia, pero ascendían por un falso plano, libre de los accidentes de los atajos y caminos al bosque. Formaron a paso uniforme, libre de angustia, intercambiaron espontánea y festivamente el extravío, hallazgo, expectativa, pensamientos citados desde la vacilación, tentativa del destino de propiciar el desconcierto mayúsculo de una pérdida. Entonces y así, el desasosiego quedó de lado, palabra ahora afirmada en seguridad hasta dejar de largo, única mirada en perspectiva imaginaria de los vestigios en pie de la chimenea, canales en declive perfecto que condujeron otrora las aguas de la quebrada hasta las pailas

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sostenidas en los contrafuertes y las columnas de los muros levantados en ladrillo en soga y, el patio de cañas en donde brotaban sin contención los yerbajos en evidente constatación de que hubo un tiempo de prosperidad y sosiego que se opuso a migrar de las orillas extensas del río, ahora inundadas por el rebalse, lugar de inicio, batiente de corrientes impenitentes, cañón por donde se empina el oleaje colándose con el anuncio sibilante que apura las alamedas de arbustos desdoblados hasta juntarse con la brisa de la cordillera que ingresaba entre fantasmas por las calles de los extramuros de casas uniformes y prefabricadas. Desfilaron, los tres alineados, por la calle adoquinada de inmuebles sonámbulos, andenes estrechos, luces apagadas, sombras agiles en movimiento al compás de ropas empapadas, intervalo sombrío de las luminarias municipales por las que se adelantaba el silencio inducido, cansancio, hambruna, momento y lugar de la existencia donde cada palabra hace su propio esfuerzo. Doblaron la esquina entre el colegio y la alcaldía. Subieron decididos hacia la plaza que estaba a casi dos cuadras y, en contraste con la semi oscuridad reinante, encontraron encendidas las luces de una casa esquinera. Docena de parroquianos dispersada a lo largo de la boca de la calle con mirada circunspecta, trajes oscuros, voces aplacadas les alertó del avance de un velorio que rezaba en el aviso como: María Gertrudis Rodríguez, Descanso en la Paz del Señor. Carlos se acercó, saludó, en tanto, esperaron Alcira y Otoniel, recelosos por desconocimiento de los personajes, permanecieron a la espera en la esquina. En la estrecha sala de recibo estaba el crucifijo de tamaño suficiente como para atraer la atención inicial de cualquier mirada que instigara la curiosidad con la disculpa del último adiós del cuerpo embalsamado de quien en vida se llamó Gertrudis, acercaban la mirada por el vidrio del catafalco sostenido sobre dos bases de hierro fundido y de figuras curvadas; cuatro candelabros de cirios encendidos, un par de adornos florales a los pies de la difunta; la representación, a mano izquierda, Stabat Mater, vecinas de estricto luto con el llanto, el santo rosario recitado, a intervalos, el Magníficat, imitación de los latines y el Requiem aeternam dona eis, domine, et lux perpetua luceat eis. A la derecha, en la mesa, un termo de café, pocillos, azucarera y dos habitaciones a la izquierda que permanecían herméticas, pisos de madera relucientes y, afuera, avanzada de media noche a madrugada. Ricardo, con ojos inflamados, esperó a Carlos y Alcira que regresaron luego de cambiarse de ropas. –Carlos, vení tomate uno. –Ya que estamos. Lo siento mucho y apuró el trago. –Estaba muy malita, mi mamá. –Si, últimamente, Ricardo, la vi muy disminuida esa es una enfermedad muy mal

parida.

–Sí, dijo Alcira, mi mamá también murió de lo mismo. –¿Dónde murió ella?, preguntó Juancho –En La Vega. Quedé muy entristecida. –Por eso ella se vino a recorrer el mundo, dijo Carlos. –¿Y mucho?, preguntó Juancho. –Lo suficiente, respondió ella –Hasta encontrarse conmigo que le puse el tatequieto.

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–Sí… dejáte de eso, respondió Alcira. Apuraron otro sorbo, luego otro y el de más allá hasta asumirse en euforia, olvido, estímulo del habla para seguir a la espera de los demás hermanos que debían llegar para formalizar el cómo debían tramitar los papeles, se iban o no, si él continuaba trabajando en la construcción y si Carlos podría ser su socio. La noche que se va y es madrugada, allá los vio Ricardo cuando iban subiendo la cuesta en tambaleo pronunciado y sosteniéndose entre ellos, Alcira y Carlos, al otro extremo del poblado, y él en el sardinel desde el extremo tomándose la cabeza sentado, aspirando a fondo el cigarrillo y otro trago, el del estribo dilatado de las rutinas, acciones repetitivas y, en la imaginación, la escena a cada tanto: cortejo fúnebre del día siguiente, empresario de pompas fúnebres conduciendo el carro mortuorio con paredes de vidrio, adelante y rodeando el ataúd ramos de flores expuestos a la aglomeración de los vecinos y advenedizos al acecho de un comentario cierto o adornado del instante después de la muerte: “¡tan buena que era!”, “una santa pero de mal genio” “ lo que necesités a la orden, soy como tu hermano”; responsos, el párroco, llanto efímero de plañideras de oficio, comadres, hermanas, tías, sobrinas, vecinas; salida de la iglesia, paraguas por si la lluvia o sol, desfile informe de todos en descenso por calles adoquinadas y luego abiertas al capricho del tiempo, del lugar más bajo del pueblo a los rostros pensativos y curiosos desde las ventanas al paso del silencio hacia el cementerio y la sentencia en el frontispicio de la puerta de entrada: Omnia, quae de terra sunt, in terram convertentur; Eclesiástico: 40,11, de la que se desprende cierta la trompeta que la estatua del Ángel de la Muerte representada de traje negro, mirada furtiva de los amantes –eros y tánatos como cofrades–, monaguillos y, el incienso, sepulturero sellando con cal y canto la bóveda, indicando el procedimiento siguiente de quién debía esculpir la lápida e indefectiblemente llevase inscrito el RIP en letras doradas y, de nuevo el maestro de ceremonias fúnebres a la salida rauda de mañana a la espera de un cliente nuevo: pago de los honorarios, anticipos para el arreglo del cadáver, en tanto los parroquianos se dispersarían y él, Ricardo Rodríguez, se despabilaría del letargo nuevo en casa, resaca, ojos de trasnocho, llanto interior pasajero y postergado del duelo.

Entraron. Inútil esfuerzo de segar cualquier sonido inoportuno cuando los gallos del vecindario habían cantado. Uno puede llegar a saber en cada monserga el tamaño, edad, color y quizás, con el segundo canto, la ubicación de cada espécimen. Lo cierto: la mayoría en el pueblo se despierta ante las primeras claridades luego voltean el cuerpo del otro lado contrario, se adormecen –el tiempo salta ligero en vigilia despreocupada–, mientras la opacidad se hace presente por una ventana.

La alborada es acto de revelación en el cuarto de herramientas de la casa de los Manrique. Carlos y Alcira dormitaron luego de alicorada discusión, cuando sí o cuando no, acuerdo imposible, forma de relacionarse. Por los intersticios de la puerta ingresa un breve e inédito esplendor. Tomo conciencia de que estoy en casa extraña, debo levantarme, llevar a cabo y, de prisa, el ritual de la ablución en el lavadero, vestir ropa seca, préstamo que,

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seguramente, no me irá por estrecha, irme a casa. Sí. Días extensos, preludio de la espera, la siguiente. Instaurar qué va con qué, es ritual de iniciación y, es la memoria que se traslada, casi siempre, la jurisdicción de una imagen, disculpa o reclamo. Y así, llegó el último día de las fiestas patronales. Carlos se acercó por el costado de la banca del parque donde había dado inicio el baile. Luces coloreadas giraban iluminando a trechos festones amarillos y brillantes que se bamboleaban de esquina a esquina disgregando la distancia, medida de un cordel. Los únicos portalones que permanecían cerrados eran los de la alcaldía municipal y los de la Iglesia, pero enseguida del atrio, las bandas musicales lanzaron notas estridentes de volumen intenso compitiendo entre sí, conformando una masa informe de sonidos que se fundieron con las voces de centro del parque, cerca de la fuente y de los ventorrillos de chorizos, arepas, chuzos y papas fritas, mujeres de bluyines estrechos, sombreros alones, escotes abultados, a la espera de la juerga, baile y parejos pues la cabalgata, regatas en la represa, fútbol de rodillones, carrera de encostalados, dieron paso a la danza callejera y espontánea iluminada por las luces a los cuatro costados de la plaza, concentradas en el pavimento, en las bancas del Club de Leones y la Sociedad de Mejoras Públicas, opacaron el colorido cotidiano de los balcones de geranios y claveles en flor, madera lustrosa, techos a dos aguas, puertas cancel, patios de begonias y hortalizas y, el amable chismorreo de mujeres en la cocina, café cargado, sin azúcar. Amaneció, las ventanas del pueblo ascendieron entre callejas y bullicio hasta opacarlo a las afueras. Entendí, entre el tumulto, que la invitación de Carlos quedaba para precisarla. Ni dinero ni interés me acompañaron para comprender la intención de conocer el cañón, fuentes del río, oferta de una finca enclavada de una leyenda de la avioneta cargada de lingotes de oro para el Banco de la República o, la fuga de los pasajeros con el botín o, viajes ingentes en busca de un ensueño emparentado con el éxodo del encuentro de Eldorado. Y se precisó una madrugada de paradero en la Virgen cuando Régulo, el propietario del jeep, nos recogió a Carlos y a mí. Más adelante, Alcira esperaría en Lejanías con las bestias aperadas. El vehículo avanzó en leve descenso por una ruta en balastro, plagada de baches rellenos de aguas resumidas y, adelante, un rugido de motor: primera, segunda, tercera, bordea la montaña siguiendo el camino abierto por recuas que luego se hizo carreteable. A lado y lado: potreros, minifundios, latifundios, casas, ramadas, corrales, botalones, apretaderos, cercados, silos hasta llegar al punto más bajo. De nuevo el río, murmullo de corriente encañonada debajo del puente y, el ascenso a cada avance, intento de revelar la fórmula personal de vida en ilusión de propiedad, recurso que se adorna de colores, avisos, imágenes, protecciones, anuncio de Perros Bravos, Se venden conejos, Propiedad privada. Y, los nombres: Mi rincón, Nepal, La serafina que aparecen nuevamente cuando el vehículo avanza, entonces, atravesando una floresta de coníferas, reforestación, vía sombreada, fresca y amistosa. Carlos encendió un cigarrillo. -De regreso ningún vehículo, dijo, apuró un trago de aguardiente, ofreció, Régulo y yo nos negamos agradeciendo y, accionando las manos encallecidas, limpiando el bigote, sonrió informando que Alcira estaría esperando porque le había dicho que lo hiciera y, ella hacía lo que él le mandara ya que le debía mucho desde cuando la conoció, dijo y continuó.

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–Antes no lo era tanto. Bailaba de noche y dormía en el día. El propietario de Mis Deseos le dio trabajo porque demostró que sabía bailar y hacer con naturalidad, de vez en cuando, estriptis con ese cuerpito delgado y sin arrugas. No lo hacía mal, como aquella vez que, para salvar a su hermano de un secuestro en La Vega, le tocó bailar delante del jefe guerrillero y, la verdad, estaba bien. También dizque cantaba, pero no tanto, la voz de los corridos era algo gangosa pero para qué, se veía bien bonita con las luces que intensas que borraban las costuras del vestido que se estrellaban contra las lentejuelas y canutillos irradiando luces matizadas que lanzaban las candongas, resplandor bacano; para qué, primero le prohibí el canto y luego lo otro porque una mujer decente no lo debe hacer y, si lo hace, debe ser sólo por necesidad y ella no la tenía porque la había llevado para mi casa, claro que mis papás no es que les guste de a mucho, pero ya era decente, y, para eso trabajo, darle para lo personal porque los hijos de ella nada de nada, y el ex, menos, es un hache pé, y qué hacemos si mi otra mujer se fue con otro y ya no le paso nada a la maldita esa, ni mierda. Esa huevonada de los celos ella los maneja muy bien, no dice nada ni se mete, pero cocina rico y mi mamá ya la estima un poco, pueda ser que encuentre trabajo para que ayude porque la construcción es una profesión inestable, usted lo sabe, Don Otoniel, construí su casa, demoramos tres meses y listo, quedamos cesantes, en cambio, cuidar una casa, hacer los oficios es más estable, menos duro y allí nos ayudamos porque con ella quiero hacer una vida larga y provechosa, total ya no tendremos hijos porque ella está operada y yo me amaño mucho porque nos entendemos, usted entiende, la experiencia. Sonrió, en tanto, Régulo evitaba los baches y el motor del aparato enronquecía a cada cuesta, en tanto y al momento, daba vuelta y media a la cabriola para evitar otro huraco que las ruedas desgastadas doblaban con pereza salpicando el parabrisas de agua empozada y amarillenta que yo veía entre la plumilla y el mascarón de proa, un equino de topes de goma en el capó, el chillido del torpedo refaccionado que, a la larga, indicaron que el destino estaba próximo al camino de herradura. Una curva más y Alcira nos detuvo. Allí la ramada, las bestias y el avío. Nos apeamos. Régulo habló por primera vez, cobró la carrera, su rostro ecuánime dejó de ser adusto para advertir que tuviésemos cuidado porque por allí ya no había señal de teléfono. Dio la vuelta, aceleró. El espacio esparció el ronroneo del motor y el olor a combustión. Tomó con pericia la curva cerrada y se lanzó al descenso entre el rechinar de la carrocería. Se alejó. Al instante fue calzada, tiempo de internarse en el albor germinal aclarado al paso de los caballos. Las herraduras chispearon, choque torpe, caos de piedras incrustadas y esparcidas y el camino fue revelando montes olorosos a menta / a ceiba, / a roble, /a cedro y a misteriosos mitos! Rocío, concurrencia indescifrable entre formas ocultas por un velo de niebla, manto contenido y tenue entre follajes, fustes apostados entre el dosel y un tapiz de hojas, al lado, semillas sin nombre, humedad, hilos de agua que se constituyen en torrenteras lejanas, altibajos, rebordes, precipicio, bromelias, orquídeas en flor, palmas, ramos tornadizos y colgantes, reliquia de cuerpos vegetales calcinados al paso del tiempo, musgos afelpados, huellas, suspiros, ninfas bulliciosas, enanos de zafiro, hadas etéreas; paso asfixiante, senda de una huida, espanto, persecución y rescate. Las cabalgaduras al paso seguro en ascenso

Un día de estos

y cauteloso en el descenso, salpicaron de fango la trocha angosta y extendida en un asalto de viento vestido de follajes, multitud de loros cantores en melodía perfecta, jerga incesante y bullangera, idioma del condumio entre vuelos y revuelos, retorno de colores, multitud de migratorias y, en lo alto, supervivencia, descenso, nubarrón de cerrazones indefinidas. En las copas todas, pétalos: extensos, delgados, adheridos a ramazones, especie y suspiro, aire renovado sin variaciones porque el movimiento no pertenece al reino del desconcierto y el escalofrío, sino a la inefable escucha del agua, jovial en la vega, transparente, invisible, imprevisible, perdida en los latidos temblorosos de regiones cristalinas, vida confiada a cuanto se expande entre el arrullo esencial a la quietud y las frondosidades, madurez de raíces añejas contenidas entre el capote para luego ascender ligero a los abrazos dilatados, insaciables, intemporales de la vista en alto: resurrección, éxtasis, porque la muerte no es materia de la que estamos hechos. El día señalado, fue burla del destino, tranco largo de un suspiro, memento de vivos, dije.

Respondió en silencio. La palabra para después, es verdad, pensé, porque también todo aquello es materia del olvido, ahora huida, apuro, confabulación y sospecha. –Volveremos, dijo Carlos. –¿A dónde?, le dije. –Donde se cure el aburrimiento al conocer solo un camino, a Lejanías. –Pero en la próxima oportunidad no nos podemos dejar coger del tiempo hasta quedarnos en el refugio de don Rigoberto. –Pues, dijo Carlos, así quisiéramos, ese refugio que fue de cazadores en la posesión de él, hace poco lo demolieron las autoridades ambientales. –Ve, no sabía. Y, ¿él qué hizo? –Demandó. –Vea, pues. –Entonces, ¿para cuándo? Ahora ya no está Alcira para que nos cocine, lleve los caballos eso sí no se ponga con esas pendejadas de adelantarse, dejar condiciones para luego no perderse. –¿Cómo? –Sí, se fue. A ella le gusta andar de un lado para otro, movimiento perpetuo, yo no me puedo ir de aquí, es mi lugar, ya habrá otra…como dice Luis Alberto, La que se fue, se fue, la buena vida aburre. –También, bueno, ya habrá tiempo, dije. –Por ahora, respondió Carlos, me voy al pueblo ya terminé los arreglos y necesito apostar Chontico antes de que cierren, dijo. Encendió un cigarrillo, se alisó el bigote frondoso, entró al sanitario y, al salir, miró al descampado. –Bonito esto, dijo –Ya lo creo, respondió Otoniel, y se levantó. Se dirigió al extremo del corredor. El reloj de pared que colgaba en la sala–comedor–cocina de la cabaña, marcó las cinco de la tarde y la aguja del aneroide anunciaba llovizna

Un día de estos

para la media noche. Miró entonces al frente, luego a la derecha, Lejanías: fragmentos visibles de riscos, picos azules que sobresalían entre un cuerpo estático de nubes de formas redondeadas, voluminosas e informes, neblina que se colaba, gris, marchita y continua por los intersticios de un bosque de primera frontera y, más allá, a kilómetros, al oeste, la planicie verde donde se mece el oleaje del Pacífico afirmado y seguro en virtud de la propia esencia de su constitución. Entonces imaginó torrenteras, espesuras, zigzagueantes caminos del agua nacidos en la última estribación que descendería compartiendo ecos entre accidentes del relieve, más allá de su vista, el "mar oceano". Se devolvió. Ahora la mirada recorrió el rebalse hasta posarse en el pueblo que ascendía desde los restos del trapiche de hiedras, calles, casas de tejas ocres ya, solares con cercados de trozos de guaduas afiladas y entrelazadas, murmullos, música de radio y despecho. Sosiego. La vista se detuvo en la espadaña de la iglesia que se erigía soberana en el espacio con vocación de solemne permanencia, badajos de campanas silenciadas a la hora del crepúsculo. Tomó las llaves del vehículo de la mesa. Salieron juntos. Un cuerpo vaporoso se adjudicó el espacio; a la izquierda, allá, en el dique lejano de la represa, la distancia se transfiguró en silueta esclarecida de colores ambarinos y grises porque el viento había cumplido la labor cotidiana de flagelación del promontorio, rocas y acantilados hasta establecerse la tersura y transparencia del cuerpo de agua. Entonces la noche extendió en brisa manifiesta, preludio de reflejos diseminados por el valle de enfrente donde antes estuvo poblado el agitado desfile de prósperas alquerías, ahora promisorios condominios. Cerró la puerta, encendió el motor, los faros desparramaron la luz por la ruta de regreso, pregunta, respuesta aplazada de gestas nocturnas, sombras intermitentes en continuo movimiento de otro día de estos.

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