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Nadie me quita lo bailao

Del museo Histórico Sarmiento tomó por Juramento. Se asumió en la práctica de la memoria elemental, audacia intangible que interpela, da trámite a la complacencia de imágenes atropelladas, citadas desde la espontaneidad de la propia evocación, en tanto caminaba por el lado contrario de la confitería elegida en busca de facturas y sánduches de miga para el tentempié. No permitió distracción. Pasó de largo ante el chasquido sorpresivo que desvió la atención de los transeúntes luego de la interrupción momentánea del rumor permanente y acompasado de los conductores que observaban circunstancialmente las normas de tránsito, entre otras, de que los vehículos deben deslizarse ajustados y silenciosos por el pavimento, aunque la avenida sea de adoquín, soportar a libre juicio también el apagón de los semáforos en el amarillo intermitente de la alerta. Lo cierto, se trataba del colectivo de cualquier número y línea, - no lo supo-, y de una 4 x 4, a la moda, instalada en el contraste situado en el pasaje cotidiano de lo imprevisto. Conduce, sin lugar a dudas, a la desazón de los pasajeros, tal vez sí, quizás no, y seguro a cualquier hilo de sangre de la contusión o la fractura, voces entrecortadas, descontrol, rostros en pálido guiados sólo por el trauma y la posterior paralización del tráfico, autoridades, seguro, ambulancia, dispensario, teléfono, aviso de retraso a la llegada al trabajo, opiniones, juicios y, luego, a otra cosa pero con la posibilidad de abrir un archivo nuevo, inopinado y amplio, posesión exclusiva del recuerdo. Continuó. Avanzó por la cebra ganando la acera de enfrente. Se detuvo un instante en el puesto de diarios, enseguida medio ojeó las tapas de las revistas y al soslayo detalló la nomenclatura en la esquina: Juramento con Vuelta de Obligado. Hizo la compra en la confitería. Jamón, atún, ricota y las facturas del día. Retomó la calle hacia la estación Barrancas. En el descenso se detuvo en la librería, retomó, –desconcierto reiterado de las coincidencias–, entre cajones, versos a disposición: Mis amigos no tienen cara/ las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años/ las esquinas pueden ser otras/ no hay letras en las páginas de los libros. / Todo esto debería atemorizarme, / pero es una dulzura, un regreso. Elogio de la sombra… Borges, – claro, dijo. Volver y la claridad memoriosa fue cine de noche despejada, colectivos de bienvenida y despedida renovadas de ida y de regreso, andenes impersonales de estaciones deslustradas por el tiempo y el uso, ruido inseparable de los vagones en una noche de largo: pesadumbre de barrios, transpiración de un sueño extenso al amanecer, invierno sobrio sabor a mate, conversación en la nada de un café, lo inesperado

Nadie me quita lo bailao

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a la vista o búsqueda de lo “extraviado” en una fiesta improvisada y aparatosa, atracción invulnerable del rostro de perfil, ojos claros, lejanos, reflejo de la duda en el vidrio de un aviso del otro lado del salón, puerta inerme del curso ampliado del sábado a la mañana. Siguió, pasó la barda del ferrocarril, topó a la izquierda la fachada luminosa y colorida del barrio Chino en contraste con el cielo aplomado. Bisuterías, tonalidades, informalidades, barullo, comercio, cuerpos afilados, masaje contra el estrés, cremas para la incontinencia y, la Casa China, oferta oriental con tonos de voz estrafalarios: Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte, / convergen los caminos que me han traído a mi secreto centro. –¿Por qué desecharlas? Déjalas correr, se contestó. Y así, la eclosión sin medida de un paro, la resequedad en una garganta de silencios, preludio de voz del otro lado de un teléfono, intuición omnipresente y premonitoria de la distancia, cercanía de un beso eterno en el asiento de atrás; en tanto, la ciudad giró entre calles averiadas, tráfago, plazas inundadas de ciudadanos, niños correteando, desvíos, pasos cortados por obras públicas, jamones colgados en los ventorrillos y, también pie de luces titilantes, anhelado siento tu mano tibia… o la noche pasada en la recepción de los baños medicinales e impersonales; avenida amplia y sin final, automóviles sin destino a lado y lado de la berma y, ellos, testigos incapaces, impávidos, manifesto ni entendimiento del significado inveterado de la extraña costumbre de vivir en el vacío sin retorno a la otredad. Dejó atrás la alusión de los objetos relumbrantes, el indescifrable trazo de los caracteres, fugaz entendimiento entre sonrisas. Se encaminó por Virrey Vertiz, subió por Echeverría y se internó en la plaza Barrancas. Por el camino adoquinado llegó a lo alto, en él, kiosco y tango. La grabadora difundía los compases con alguna precariedad: un, dos, tres, cuatro, dos por cuatro, ¿milonga o tango? Sinceramente, estaba lejos de apreciar la sutil diferencia entre melodía y movimiento, pero valorar la acción en redondo y la desenvoltura de un movimiento sin comercio, diálogo de los que se observan, preparan el asalto a la pareja en espera de una oportunidad–chanta o fulero, alicorado o subrepticio–, ¿quién sabrá del equilibrio en el puesto de observación afrancesado? Lo cierto, aquel movimiento que se expresa en sugerencia fecunda de un sentimiento triste que se baila. Absoluta concentración y cercanía: habilidad del profesor, torpeza de neófito, mueca irónica del sobrador, pañuelo expuesto y atado al cuello, aprendiz de compadrito; interés y debate ácido por contener la soledad, al menos ese día, tirando al caño los celos, desamor pero no el baile, cercana inclinación a la mutua proximidad de una pista de baile municipal, arrabal distante de la inmigración, rutina de un bulín traspapelado, frontera simulada entre lo público y lo privado, espacio restringido enmarcado entre columnas, pisoteo infinito; ir y venir de parejas en la apremiante unión de unas figuras de estereotipo. Y, en el intervalo…, Ché, bandoneón; creyó escuchar luego algo así como, no tuviste ni el viento a tu favor. Entonces hizo el repaso: Llego a mi centro/a mi álgebra y mi clave, / a mi espejo. / Pronto sabré quién soy. La noche es ahora pausada, tenue, invade de a poco los espacios abiertos que los edificios de departamentos han dejado la vereda libre para dar paso al parque en el intento

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de valioso refinamiento, introversión que da cuenta de las aspiraciones al buen vivir, quintaesencia del arraigo de la porteñidad: espejos ociosos, paredes lustrosas de las porterías, señoras con la compra, jadeo incesante de los perros, campera del diario, bufanda, encargado con voz de trasnocho, luces artificiales exuberantes detalladas en la fisura y la irregularidad de los adoquines, descampado y parejas relajadas en el sin tiempo de la atracción y el estertor de las promesas del amor. Dejó de lado la tesis y la hipótesis de los amores simples porque no le correspondió vivirlos y, conscientemente, abrazó la intimidad del anonimato de una sombra que se instaló en la media luz de los negocios llamando la clientela. Al paso, aparecieron dentro de sí hojas medio iluminadas, vibrantes ante el estímulo de la brisa que chocaba con los brazos colosales del ombú libertario, firme y ufanado en frondosidad, atado sin remedio a los gérmenes del suelo profundo del jardín del museo Larreta y formuló el introito de la periferia del sueño, aquel ritornelo que despierta la atención de quien escucha: hubo una vez un invierno sin itinerarios, ni Sur ni Norte, espacios descubiertos en las veredas sin pasado y sin presente, vuelo de un Jumbo de ruta aforada que esperó parqueado en la plataforma introduciendo un cociente de rechazo a las alturas y una ecuación temible e inconsciente de los tiempos por venir. Aurora etérea y pausada, extensa vigilia de un abrazo–residuo incompleto y virtual de unas imágenes impresas–, presencia sin sustancia de pesadillas que descansan al lado izquierdo de la cama y es eco suspendido, ya, del lado derecho, simplemente. Guardó los sánduches en la nevera de la habitación. Segurito, la mucama de turno haría buen uso de ellos ante la perspectiva del oleaje y la tormenta inédita del día después. La travesía se iniciaría dejando de lado las olas que se desharían en el talud, contención elemental de los muros ciclópeos del puerto: el canal, faro y balizas que restringen, sin pausa, lo caprichoso de todas las aguas resumidas del río. Un horizonte de nubarrones cubriría en gris la ribera encantada de la Banda Oriental. Un cuerpo de aves de aleteo riguroso y estable, al frente la seguridad que el más fuerte desafiaría la brisa caprichosa, formando una vigorosa y tradicional V, vuelo rasante y espumoso, jugueteo de formas, seguridad indiferente, regreso rutinario que desafía el estruendo espumoso de las hélices de los rotores de velocidad controlada de cualquier travesía de cabotaje. Ellas desdeñan cualquier gesto desde cubierta, se guardan el desaire. Quizás la prisa, empeño y perseverancia, privilegio del paso de días libres de ataduras que flotan en los espacios vacíos indiferentes al azar, tal vez sea el olvido.

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