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Te veré al amanecer

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Memorabilia

Memorabilia

El tiempo, designio extendido en el espacio, memoria en agitación constante, rastro disperso como expresión de movimiento. Pacto entre adverbios de tiempo: aún, todavía, hoy, palabra disponible, requerida, establecida en la suma de lo ganado. Emplazamiento, fermento improvisado de la evocación, condición paciente para una ficción; contención interrogada en el relato, destello de imágenes a riesgo de ser interpeladas, reclamo que envilecería. Equilibrio, ilusión precisada. Pausa extendida en la espera, pasado que se desharía en sí mismo en un futuro, vecino del presente. Los primos Monsalve y Ramírez, gesto de mano en el adiós se evaporaron por la escalera con emoción corroborada desde la azotea cuando el vehículo de sus padres se estacionó en la explanada. La espera llegó a su fin en la perplejidad compartida de quedarnos solos. Ahora lo estoy. Instintivamente camino al costado, me detengo en el muro del extremo sur que se levanta en el pie de la inquietud, –ansia controlada–, brote de incertidumbre, conjetura distraída en la luz menor e indeterminada que se esfuerza en darse nombradía entre la densa tonalidad de grises, cuerpos espesos, corriente de nubes oprimidas unas a otras. Prorrogan el avance de la oscuridad de un ocaso inminente. La mirada del momento se afianza hasta detenerse en un pormenor de ramas agudas de cipreses que rodean la extensión lateral del edificio, en tanto, el mutismo se apodera del movimiento y, es lucero que palpita, intersticio de horizonte que se cuela consolidando los límites de la inclinación inalterable y observable de pesos y contrapesos luminosos. La otra tarde Carlos Alberto –tampoco regresó este año–, nos reveló en el telescopio, luego del ritual de ubicación del trípode y el enfoque preciso de la mira al infinito, espera temerosa de mi turno en la base de la rampa de cemento que cubre el tanque del agua que ahora está a mi izquierda, la inacabable estancia del universo. Subí. El punto divisado, brillante y amarillo me alentó cuando pude superar el vahído de la altura. ¡Venus entre anillos! Entonces me dijo que se desplaza sin detenerse como la tierra que tiene una sola luna pero que ambos giran alrededor del sol en órbitas distantes, diferentes en la mitad del firmamento ennegrecido, hacia occidente. ¿Los volveré a ver? La duda me asiste, escuché a Jairo en un arrebato delator de que no volvería cuando hizo fila detrás de mí, después de mitad de año cuando regresamos de vacaciones. No supe de mi nueva ubicación hasta que el preboste midió la estatura, espalda con espalda y constatar, por cálculo de otro, los cambios sustanciales experimentados en mi

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cuerpo en el mes de vida al aire libre, excursiones, campamentos, caminatas, competencias, lecturas, actividades dirigidas y pantalones encogidos. Creo que le asiste el deseo de sentirse mejor, más cerca del afecto de mamá y alejarse de la disciplina inflexible establecida y, ¡claro!, su primo Ernesto, se adherirá a la decisión de Mauricio, es su guía. Con seguridad sus padres tampoco lo matricularán el año que viene. En cambio, quiero regresar. Extrañaré la cercanía, sobre todo, porque cautiva escudriñar el inquietante cotidiano de la observación, goce y predicción del paso del tiempo cuando fui iniciado en la consulta diaria del Almanaque pintoresco de Bristol calculado para la República de Colombia. En el folletín de cubierta llamativa color naranja que permanece en el salón de juegos colgado de un cordón, puedo inferir que la colonia de Murray y Lanman, promocionada en el anverso, es un curalotodo con base a alcohol y olor pasajero para hacer más amable el uso de tal menjurje. Lo trae cada año el papá de Mauricio que cultiva cereales en una finca cercana. Revela lo establecido como convención: santoral, hora de salida y puesta de sol, días de fases de la luna, anuncio de los eclipses a los que acudiremos con el permiso supuesto del maestro, pero con la casi seguridad de no poder observarlos. Estos fenómenos se pierden en la opacidad nubosa que se aposenta entre resquicios. A veces, los planetas se cuelan en posición menos voluble y, el horóscopo, como aproximación a la fascinante información de días en los que lloverá: temporales, aguaceros, lluvia, garúa o llovizna y hasta estados de ánimo. Entonces, por los ventanales alargados de perfiles de hierro, obra en secciones de vidrios, algunos herméticos, se avienen matices de verde intenso de los campos deportivos en receso a la espera de actores, estrellas principales y de reparto. Más allá, el siseo progresivo de los cultivos esperanzados de rocío y lluvia, apresto que fecunda la simiente, constante ir y venir por divisiones rectangulares de las yuntas de bueyes en agitación, remoción de arvenses, descepada, afloramiento de gérmenes que revivirán a cada pase y, la proliferación de terrones compactados, oscuridad esparcida en el avance, rusticidad en coyunda de la alzada llevada a lomo, arneses de cuero retorcido, tintineo de campanillas, madera crujiente, aliento humedecido de bestias, estremecida fluctuación de la esperanza en una próxima cosecha que pronto surgirá entre las quebraduras de una cementera que se apronta, suelo triturado que precisa de simetría, piolines extendidos de surco a surco. Pronto será espera. El folletín precisa, también, fechas de corte de cabello, pero el encargado no las contempla porque no colige que la actividad debe adelantarse con la fase de la luna menguante cuando las mareas se agitan en el océano en precisa influencia. Mis padres me llevaron un enero, antes de regresar al colegio. Entre vaguedades atisbo un enorme buque de carcasa herrumbrosa que distinguimos al paso enfrente de caños y manglares. La lancha avanzó entre olas de leve agitación. La infinitud es insinuación de la redondez del planeta. Todo este mundo lejano supera la evidencia de la pequeñez y es fantasía la que se instala en algunas noches estremecidas por Poseidón que se dispersa en el sueño, rige los movimientos del agua infinita y es monstruo de otro cuento que podremos tratar, entre paréntesis, si más adelante nos adentramos por los vericuetos de El Corsario Negro. Me pregunto, ¿cómo todo es un hecho establecido? Me refiero al paso del tiempo afincado en el nombre de días y meses – calendario que exalta celebraciones–, onomástico de

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santos, entelequias de la mitología, frases inspiradoras como la de san Agustín: la medida del amor es amar sin medida y acudir a la fuerza de lo espiritual. Le pregunté al Padre Fernández por el significado de esta frase, él es docto, me respondió con la simpleza de que hiciera todo con buena voluntad y diligencia haciendo el bien a los demás. Que eso era amor, me queda la duda.

Así también, recibir la noticia del rebose del cauce que sobrevino luego de que el temporal, en lo alto de la cordillera, obligó a los empleados de la represa a abrir las compuertas de los excesos. El río denso y ocre se esparció a su aire por las dos riberas recubriendo a lado y lado los vados aledaños del potrero de ganado y de paso, dejó cubierto hasta las primeras ramas de los sauces de la aflicción. Obligó, así, a asignar la mirada fija entre remolinos, centro del cauce que avanzaba a velocidad de propio arrastre, rebalse, fuerza indómita hasta descuajaringar los estribos del puente en la parte más baja del predio. ¡Y claro!, a esperar de nuevo la invitación temeraria que Marco Fidel me extenderá, acontecimiento a remo entre aguas estancadas en el bajel pintado a mano entre recreos y libertades de cultivar inclinaciones los jueves a la tarde. Finalmente, logró terminar el molde de letras manuscritas barrocas y negras, las dibujó en la quilla del navío, luego del calafateo con brea y el bautizo como Josephine de Beauharnais. Por supuesto, no estaré a disposición ni como remero ni guardiamarina. Insistirá en su solicitud a título honorífico de complicidad, sublimación de temores en el encallamiento hasta descender y, con el agua a la rodilla, salir del atolladero, como la otra vez, jadeando, remar hacia atrás y hacia adelante veinte o cincuenta metros mientras la mente en blanco asocia la deriva a la fuerza que se hará presente hasta desvanecer la tembladera en las pantorrillas del capitán de mar y tierra, para luego hacer de primera base, en días soleados, en el juego cabal de béisbol. Gusto de asistir a la competencia como espectador. Es cerebral, por tanto, esquemático, reglamentado y de mucha atención por la duración de cada episodio. Y la pasividad a la espera de los turnos de bateo. Entrenamiento, sobre todo, en el lanzamiento de la pelota con el efecto deseado que el lanzador imprime a la pelota en acuerdo con el receptor que el ojo avizor del bateador debe descubrir, efecto–engaño, bola que gira sobre sí misma, cambia rápidamente el destino del juego. El maestro Rodríguez disfruta entusiasta, planea, dirige, conforma su equipo escogiendo compañeros de mayor a menor malicia y competencia entre voluntarios, jugadores que dócilmente eluden la mirada para mostrar indiferencia de pertenecer al equipo ganador. Disfruto más, eso sí, cuando se surte un imparable: ¡qué frustración la del jardinero y, el gozo que dura todo el año de quien da la vuelta de base a base, hasta el Home! Satisfacción iluminada en la humillación del contrincante, más que todo. Juego pariente lejano del álgebra que ignoro hasta cuándo debo soportar, pero Robert, como le dicen al profesor, alto, paciente y lejano, insiste que es indispensable como requisito para el estudio posterior y solución de problemas de trigonometría, cálculo diferencial, física y química. Atención, disciplina inducida, lucha hasta someter el peso del cuerpo somnoliento en la mano de la primera hora de clase del día. Esfuerzo es intención del segundo pupitre de la tercera fila del salón que prefiere los ejercicios hechos en clase que dicen tomar el hilo del procedimiento, responder con reflejos, temor de salir al tablero invadido de números

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como un arrojo de siglas, luego pregunta si se puede borrar, me ofrezco con júbilo para hacer desaparecer la evidencia de tiza y severidad pero encuentro un respiro al sacar la punta al lápiz, borrar los errores que se disuelven en el ejercicio de copiar al maestro, hacer que entiendo y reitero: nunc coepi, consigna insuficiente. ¿Por qué negarlo? La exactitud colectiva uniforme de los resultados difiere en extremo de los números y signos invertidos en la constancia personal de un examen. Me pierdo en el embrollo del proceso, pero retomo el sentido de la vida en la clase continua que se debate en la inexactitud del presupuesto épico y atractiva de la lectura de Tabaré, el sosiego de la biblioteca al extremo sur del edificio: Más allá de Zanzíbar, El cruce los Andes, Roberto Faustino Sarmiento que viene en la revista Billiken. El capitán Fitz Roi hecho a la mar en el Viaje del Beagle, Charles Darwin iba con él para luego escribir El Origen de las especies del que tenemos prohibida la lectura, poco entiendo ese por qué, quizás es mundo imaginario que se disputa lugares y circunstancias de vida casi imposibles, allá, en la Patagonia, mundo exótico contrario al presumido y preciso de los inenarrables Tom Sawyer y Huck Finn. Moderación de cuatro horas semanales de disciplinas exactas ha sido diálogo con el maestro Ángel María. Me habla que la botánica, zoología, anatomía y, agrego, historia y geografía, son fuente cercana a la comprensión y aceptación de la evolución constante del origen de las cosas. Toda capacidad está por descubrir y redescubrir en la superposición de procesos humanos, seres minúsculos y mayúsculos incluidos en la totalidad de la orientación de la energía humana. No todo ha de ser tan exacto como las respuestas casi inmediatas que Carlos Alberto da a los problemas matemáticos, algebráicos o, la intención de descifrar las cifras caldaicas. Mi comentario es consuelo de tonto. Para ser irreverente, pienso que lo exacto está allí y, es intento de recopilar datos, reducirlos a una tendencia estadística, fórmula que, seguramente, es representación que ha de ser revisada constantemente. Entonces las cifras se hacen blandas como en las otras disciplinas. Allí nos encontramos con la ayuda de la reflexión. La imperfección del conocimiento resiste a ser limitada a números, curvas, planos cartesianos. “¡No todo ha de ser tan perfecto, la sorpresa se extraviará y nos desubica!”, dijo una vez Juan José.

La cubierta de hormigón cubre la escalera de acceso y es invitación al reconocimiento en desamparo. La azotea se ha hecho oscuridad plena que, por instantes, no es un a tientas, es titilar lejano que da curso a algunas luces de la vereda El Pombal donde algunos compañeros más inquietos como Vicente Berdugo, acuden los sábados al encuentro de niños para recitar de memoria y con ellos el catecismo. Alguna vez me invitaron como posible candidato para reemplazarlos. Acepté, pero me interesaba más el desafío de una afirmación, un lance de autonomía en pedaleo constante de la bicicleta por caminos de aventura, estrechos, pedregosos, amarillentos, desfiladero de encuentro con ligeras aguas canoras que desfilan al paso, que la explicación a infantes taimados y batusos de la que no tengo el más leve conocimiento. Pero dicen que Dios es quien habla a través de uno. ¡Vaya pretensión! Vacilé. No volví. En el instante debo encontrar una salida. Alguna dificultad insalvable, tuvo mi familia para no llegar a la cita. ¡Debo reportar al prefecto de Disciplina! La sola expectativa

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se detiene en un atasco al tragar, sequedad en la garganta, ardor palpitante de la incertidumbre manifestada en la boca del estómago cuando desciendo por la escalera al segundo piso. Del hongo de cemento que cubre el final de la escalera y converge a la azotea, encuentro el escalón de descanso escoltado de pasamos que no rondo porque mi tranco es ligero, fuga y evocación, secretean y la oscuridad se acerca entre voces de grillos, velocidad rasante de vampiros, llamados cercanos de ranas, crujir de ramazones de pomarrosos entrelazados encima de la cabeza, meneo breve y decidido de las epífitas que abundan y son como las barbas del viejo Zenón Valdiri que se acerca de madrugada por la avenida tupida de pinos, precariedad hecha de marcha, al recibo del desayuno templado por la ventana de la portería que la comunidad dona en ejercicio de caridad cristiana. Desciendo, me disperso. Color uniforme de la planicie en la meseta. Enfoque al aglomerado de farallones que la rodean, ¿por qué las piedras fenomenales sobresalen en la explanada que agoniza en las escarpas del cañón del río? Y la vertiente continúa, más allá es ocaso encubierto entre tonos fatigados y oscuridades inciertas de occidente, disgregadas en un más allá del vallado. Empedrado circunscrito al plano levemente inclinado hasta llegar a la casona de la hacienda. Descampado, movimiento imperceptible, aura de presagio y cercanía, sereno reconocimiento de constelaciones en la extensión combada de la noche, de pronto cubierta de luces centelleantes afirmadas en el rigor de sus órbitas reguladas por fuerzas propias, esferas remotas que la hoguera distraerá cuando se inicie el chisporroteo electrizante del fuego de campamento que arremete, se consume en troncos mayores de la estructura erigida, no como acto de purificación inquisitorial a lo Torquemada o de campos devastados al paso de las cruzadas, sino escenario de una representación del libreto establecido y estimulante de ideales mayores de servicio de la humanidad. Se dará inicio en oración con tono de ojos atentos, persuasión de lo abstracto, incierto e inocente término de una espera constante. Luego, la ritualidad que, por tres años, ha introducido Ernesto con el acordeón, (¡qué tinglado aquel de desplazar la caja de este instrumento!). Tiene privilegios mayores que los alimentos y, se iniciará con marchas conocidas, iniciativa adoptada para incentivar la mística de los regimientos como analogía vibrante de la lucha por la fe a conveniencia que repetimos memoriosa y altivamente hasta finalizar con la despedida coincidente en el rescoldo ardoroso del fuego consumido. Solicité, a título de cercanía con el maestro, estar de guardia de madrugada. Presiento que el año que viene estará signado por estímulos constantes: decisiones. Entonces, el momento descansará en la garrocha que sostiene el alero de la carpa, conjetura, presagio, claridad que, mañana cuando nos vayamos, será remembranza, vega de auroras presentidas. Los celajes ascenderán parsimoniosos por la depresión que el río ha esculpido entre crecientes, pedruscos, cataclismo precipitado entre saltos que afirman su identidad en parajes bajos de ría dadivosa y digna. Ha de ser voz ronca, constante e invisible que, diluida entre el nacimiento al arrullo en duermevela entre el boscaje del páramo andino y, la perspectiva entre sombras que es reverberación de fantasmas, regreso al vuelo rasante y audaz de los chimbilacos, acción devoradora apenas saciada de insectos y bayas, dispersión corpórea entre destellos de fogata, sepultura imaginaria, resurrección de difuntos, energía esparcida desde lo alto de las

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gargantas prisioneras de la cordillera. Encenderán de blanco las flores de cafeto del cultivo vecino, entrevero de ramajes sin número desde el árbol del canto de pájaro y ronroneo de la radio que pasa colgada del cuello de Patrocinio en busca de concentrar el recurso vacuno. Entonces cederé la ruana a Marco de guardia en la carpa de enfrente cuando el instante de consolación sea encanto continuo entre mutismo y revelación instantánea de rocío, momento fugaz interrumpido por el llamado a Diana que revele los vértices tutelares de tres horizontes caprichosos. Masas inmóviles, aprisionadas entre la pompa exuberante y perenne de una cordillera. Instante de demostración: entonar los himnos, despliegue de banderas izadas en el centro del campamento que permanecerán recogidas sin brisa, labor de ordeño, leche y café endulzado con panela hará parte indisoluble del escenario perpetuo del final de un ciclo con voz de medio día al final de una lectura. (…) Jim salió acercándose a mí con los brazos abiertos. Estaba rebosante de alegría, pero al verle a la luz de un relámpago, el corazón se me subió a la garganta y caí de espaldas al agua. Había olvidado que era el rey Lear y un árabe ahogado todo en uno, y del susto poco me faltó para echar el hígado a los bofes. Pero Jim me pescó e iba a abrazarme y bendecirme y todo eso, de la alegría que le daba verme de vuelta y libre del duque, pero yo le dije: –Ahora no, Jim, ¡Déjalo para el desayuno, déjalo para el desayuno! ¡Desamarra la balsa y larguémonos! De modo que a los dos segundos alejábamos río abajo, y resultó sencillamente maravilloso estar libres otra vez, solos en el vasto río, sin nadie que nos molestara. (…) (…) Cuando llegué, todo estaba en silencio, como si fuera un domingo cálido y soleado. Lo peones estaban en los campos y reinaba esa clase de zumbido de bichos y moscas en el aire que causa la impresión de tanta soledad, como si todo el mundo estuviera muerto; y, si se levanta la brisa y hace estremecerse las hojas, uno se siente melancólico porque parece como si fueran susurros de los espíritus… espíritus que llevan tantos años muertos…Y se tiene siempre la sensación de que hablan de uno mismo. Suele ocurrir que a uno le hacen desear haber muerto también y haber acabado todo (…) (…) Seguí adelante, sin ningún plan determinado, confiado únicamente en la providencia para que pusiera las palabras apropiadas en mi boca cuando llegara el momento, porque había observado que la providencia siempre lo hacía cuando yo la dejaba tranquila (…)

(…) Los seres humanos pueden ser terriblemente crueles unos con otros (…) (…) Pero es lo que ocurre siempre. Nada importa que uno obre bien o mal; la conciencia de uno no tiene sentido común, y en cualquier caso la toma con uno. Si yo tuviera un perro agüinado que supiera tanto como la conciencia de una persona, lo envenenaría. Ocupa dentro de uno más sitio que todo lo demás… y, sin embargo, no sirve para nada. Tom Sawyer dice lo mismo. (…) (…) Esto demuestra que uno puede mirar y no ver nada. (…) (…) ¡Vaya, hay que ver cómo eres, Huck Finn! Para hacer cualquier cosa se te ocurren ideas de párvulo. ¿Es que nunca has leído libros? ¿Del barón Trench, de Casanova, de Benvenutto Cellini, de Enrique IV ni de ninguno de esos héroes? ¿Has podido decir

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alguna vez que se dejara libre un prisionero de un modo tan anticuado? No, lo que hacen los entendidos es serrar la pata de la cama en dos, dejándola tal cual, y se tragan el serrín para que lo encuentren, y ponen sebo y porquería en el sitio serrado para que ni la persona más sagaz encuentre indicios de que ya ha sido serrado y crea que la cama está intacta. Después, cuando llega la noche señalada, echas abajo la pata de un puntapié, te quitas la cadena y en paz. Después no tiene más que enganchar la escalera de cuerda a las almenas, descolgarte por ella, romperte la pierna en el foso–porque debes saber que una escalera de cuerdas es diecinueve pies más corta –y, allí están tus caballos y tus leales vasallos, y te sostienen, te suben encima de una silla de montar y a galopar se ha dicho, hacia el nativo Languedoc, Navarra o cualquier otro sitio. El colosal Huck. ¡Ojalá hubiera un foso junto a esa cabaña! ¡Si nos das tiempo, la noche de la fuga, cavaremos uno! (…) (…) Tom está ahora casi curado y lleva la bala colgada del cuello como si fuera un reloj, y siempre está mirando la hora que es; ya no hay nada más para escribir; y me alegro una barbaridad, porque, si llego a figurarme lo fastidioso que es escribir un libro, no lo habría ni intentado y no voy a intentarlo ya nunca. Pero me temo que tendré que salir a escape hacia el territorio indio adelantándome a los demás, porque tía Sally va a adoptarme y a civilizarme, y esto no puedo consentirlo. Ya pasó por este trance. Atentamente vuestro HUCK FINN

A las dos y treinta de la tarde, Gabriel Almanza, el maestrillo, gesto de regusto, satisfacción de cierre de texto y anuncio del final de la novela en voz alta y por entregas –dos capítulos diarios–, durante las tres semanas y media de vacaciones. Se levantó del suelo con agilidad, dejó entrever, de nuevo, un respaldo de piedra bruñida a la sombra del naranjo de siete ramas y azahares. Al fondo, líquenes adheridos, segmentos atorados en el encerrado, salto y potrero abierto. El lugar definido, por su amplitud, es elegido para el inicio de actividades notorias. Pero esta noche será la despedida, es decir, tiempo regulado para apostar los morrales en orden castrense al pie de los catres de lona de estructuras en x, enrollar los colchones de fibra de plátano, cosidos a mano, control de sí dentro y de fuera, imposición del horario hasta asistir al dictamen de los números; suma de todo. Recuento de puntajes por patrullas, números asignados con la finalidad de distraer la cotidianidad. Concursos, marchas perpetuas a las fuentes de la vida renacida en torrentera conducida con pericia desde lo alto entre canales a la piscina–reservorio; natación, clavados, la cabalgata: bajo el peso inaudito/ de este tipo tan obeso/ desplomóse con estruendo /el pobrecito jamelgo. Y, la comedia, sainete, copla y comparsa, pugilato en la noche, trabajos forzados, resbalones, torcedura de tobillos, limo adherido a los vaqueros, borceguíes alivianados, símbolo de práctica adquirida para rastrear código de caminos incógnitos; tomar atajos, noción de señales de banderas al viento del idioma del semáforo, puntos y raya del código Morse, disponibilidad disciplinada a la autoridad jerárquica que incluye el acatamiento y aceptación de la norma expresada una sola vez aunque también se presenta el pretexto del entretiempo.

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En un santiamén, también, me atrae, a nombre del aroma irreductible, el espíritu ligero de caña madura que tira una columna de mulas, expresión de un arte en equilibrio, carga proporcionada a lado y lado del lomo, ingreso erguido a la boca dentada del trapiche por la mano sabia del hombre del sombrero y, la miel virgen encubierta, ligera en entrenudos, fluye sumisa a las pailas. Bulle y es estímulo viscoso del ímpetu del horno inferior que estalla atizado por la presteza continua, artesanía refinada, en tanto, en lo alto, el caney explosiona olores de fruto apretujado, tupido traslado de recipiente a recipiente y, ante los ojos del encantamiento, mutación en avío pétreo, rectangular, ocre para luego convertirse en bebida secular, aroma de alerta a los sentidos y, el episodio oculto es contrabando de cosecha: masticar caña al atardecer, néctar que correrá copioso por el extremo de los labios, se deslizará entre sorbos para retornar siempre a la fragancia trascendida al paso de las décadas, flama dulce. Llamado al porvenir. La intuición, estrategia de fantasía ilimitada, acopio de especulaciones, suma de precauciones, actúa con decisión y, la patrulla sigue al líder entre dudas relegadas, temores porque los tiempos son de acción, disciplina indeterminada por sí misma. Las normas y, en ellas, el promedio final, son estímulo a la velocidad en el actuar. Primero, segundo, tercer puesto, patrimonio efímero de quienes dominan; desventaja, división entre lo que permanece como afirmativo de aquel universo contenido, lugar elegido con prolijidad para crear un ambiente de idealización y funcionalidad dirigida a la recepción de un mensaje. Entonces, se asume con cautela la pretensión de la propia superación decantada en frustración exaltada en nuevos intentos. Llegar de último en el inicio, pues, es pensamiento perseverante del suspenso que se transfiere a los días por venir. Autonomía sugerida por la brisa vespertina: existencia redimida en la pausa desenfadada de las horas, agotamiento, amaestramiento desde la apertura de la temporada, carrera disgregada entre serpenteos de camino real que ha tolerado la reincidencia en arriería, lodo, desafío constante a la atención que se vislumbra en llegada entre piedras desparramadas en la niebla concurrida en la hondonada; orilla, pausa obligada que atraviesa el paso, sustituto de los maderámenes del puente anclados a la orilla por la corriente de la borrasca singular de abril, trastos acumulados por la guardia escogida que dirige la maniobra. Más temprano que tarde, acto seguido a la Eucaristía, el trasteo tiene dimensión de primer trasbordo que es operación novedosa, recuento de haberes porque las mermas quedarán en lo anecdótico y ocupan el significado de lo extraviado y, es repaso de descuido reiterado en cada miembro, ambición terca de la recuperación. Quizá haya quién se los tope hasta un instante antes de que el bus tome la ruta de regreso. Entonces se asciende entre desfiladeros que inspiran soliloquio, aprendizaje del abecedario propio, exploración continua de resonancias interiores, imágenes, palabras que no verbalizan el presentimiento de cada duermevela: relato actualizado de cada cual, charcas en el camino, evocación del afecto, oficio de difuntos apostado en el más o menos de una traza resignificada de los corredores entre columnas sólidas y vigas extraídas de la armadura encubierta en la espesura: dormitorios, flor de geranio desparramada, piso sonoro, descolorido sigilo entre artesonados de caña menuda, tejas porosas, jabón de arena acumulada, desagüe

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que recibe el lavado de los utensilios de peltre, espera del condumio en el orden de cada puesto remarcado con cubiertos de ligera fragua y manteles de madera, baño a voluntad, renovación, concurrencia infatigable de abluciones cotidianas, fuentes arrebatadas a los saltos de la efusión eterna de los orígenes patrimoniales. Irse de madrugada. Todo quedará en orden detrás del cierre hermético de puertas, ventanas, ambientes que serán vencidos por la humedad: polvo, telarañas, roedores, oscuridad entre aldabas herméticas hasta la temporada próxima. A lo lejos queda, se detiene en lo alto, entre la floresta –pomposa representación de lo permanente–, la casona a la espera de nuevas periodicidades. Ignoro si la confluencia del pasado movilizará otro empeño que debería surgir del agudo canto de gallos que no se reconoce en el legado intangible de una eternidad transitoria. Entonces Marco, agente puntual de la memoria, apostado en el puesto de la ventanilla, constatará en coloquio que sosiega la incertidumbre que, luego de la próxima curva, habremos regresado a las veleidosas corrientes del entorno paramuno, domicilio de nieblas y descenso circundado por jirones de nubes bajas disueltas en el mascarón de proa del parabrisas. Pronto se descubrirán los accidentes de la geografía del cordón de peñones exaltados enmarcados en la llanura vigorosa. El vehículo avanzará con fluidez por la ruta dejando atrás un poblado aletargado. Mañana, al regresar a casa, el juego a ser mayor no podrá eludir la certeza de que una vez hubo una infancia al aire libre, huida imaginaria, natural e inocente en constante disolución de soles en la bruma. Ad Deus qui laetificat iuventutem meam, corea a diario el introito de la misa matutina que el celebrante ofrece de espadas, y lo repito, para entender el verso del salmo 24. Presiento que el gozo es una carcajada que espanta una efeméride, ella da la vuelta, huye.

La escalera confluye al corredor principal del segundo piso, a cada lado, el piso es amplitud conformada por hileras de baldosas brillantes, diseños en rudimento ilustrado, ventanales cerrados iluminados de mañanas, puertas sólidas de los cuartos de los maestros y, en el centro, la oficina de la rectoría, enseguida, la prefectura de estudios y de disciplina. Un poco más, a la izquierda, la biblioteca y, en los extremos, los dormitorios de cuatro filas de literas separadas por armarios de madera de elemental comodidad. Dudo tocar la puerta del prefecto, la luz no se cuela por el espacio entre techo y dintel. Decido alejarme por el corredor lateral, hacia el fondo del edificio, me topo con las paredes de la capilla que se elevan desde el primer piso hasta la azotea convirtiéndose en el centro del edificio. Cinco pasos, voy al encuentro de los ventanales laterales, vitrales abatibles que aluden escenas evangélicas, algunos con María como centro de la composición. Descubro lámparas encendidas del altar, cirios a lado y lado dan cuenta de que el oficiante, al inicio, tocó la campana colgada a un lado de la puerta de la sacristía, salió por la puerta lateral izquierda al altar principal de los oficios que permanece al fondo de la capilla, arriba luego de tres o cuatro escalones, en el centro, un arco de medio punto vigila sólido el eje de la capilla, separado de las bancas de los fieles por el comulgatorio de balaustrada labrada de mármol. Me devuelvo, ingreso con recelo por la puerta del coro, enfrente de la rectoría, me siento en la semioscuridad del banco que he utilizado cuando me han llamado a reforzar el coro, detrás del órgano. El sacerdote oficia la eucaristía

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sin acólito. En el momento habrá concluido la meditación preparatoria en el reclinatorio de la sacristía para luego lavarse las manos, escuchar la voz interior de las mociones antes de iniciar el protocolo de revestirse con la indumentaria del rito principal de la conmemoración: poner sobre los hombros el amito, encasillar el alba, ajustar el cíngulo a la cintura, asegurar en él la estola, ajustar el manípulo y, luego, enfundarse la casulla de color morado del tiempo de Adviento. Salir, entonces, continuar el ritual con el cáliz cubierto en la mano, hacer la inclinación, ponerlo a mano izquierda del ara, desdoblar el corporal encima del mantel almidonado para retener la blancura, descubrir el sobre copón, dejarlo al descubierto e iniciar con la primera genuflexión, la señal de la cruz para ajustar su voz al ordo: kiries de expiación, lecturas, oración de los fieles, ofertorio, consagración…, todo el instructivo reposa en el misal cerrado a mano derecha del altar. Hoy, luego de la lectura de Isaías que transcurre entre figuras literarias de las cuales entiendo palabras desde mis rudimentos de latín, pero luego, me es familiar el inicio de la lectura del evangelio, aleluya y el secundum Matthaeum: Non omnis, qui dicit mihi. Domine, Domine, intrabit in regnum caelorum, sed qui facit voluntarem Patris mei, qui in caelus est (…) Mientras el celebrante continúa el oficio con extraña voz gutural, creo identificar al padre Jerome Leclerq que está de paso, pero no dejo de pensar en mi primera clase de latín. Las justificaciones del preámbulo no advirtieron las dificultades de los años venideros cuando en los deberes hacían parte la conjugación de los verbos, pasar continuo de las hojas finales del libro hasta encontrar el vocabulario, conversaciones que incluyen latinajos, consejos adornados en el resumen de citas de los clásicos del Aurea Dicta, síntesis donde argumentan consignas de actividades para escolares, errores repartidos al paso de las lecturas y, los significados erráticos que no se prevén en el entusiasmo de las generalidades del maestro Hernández el día de la Lectio Brevis: Gran importancia ha tenido el latín en la historia de la Iglesia y de los pueblos occidentales. Por mucho tiempo sirvió este idioma como lengua oficial de los Gobiernos para asuntos diplomáticos y administrativos, también los sabios consignan en latín sus conocimientos científicos (…) A estos hechos se añade el parentesco de los idiomas romances con el latín: italiano, francés castellano, nacieron del latín y aún el inglés tienen sus raíces en la lengua latina. Este patrimonio cultural y lingüístico lo convierte en un elemento eficaz de formación humanística. El origen latino de gran parte de nuestro vocabulario, hace que nosotros, al conocer el latín, manejamos con propiedad nuestra lengua castellana, la ortografía nos resulta fácil y segura (…) Más para el católico, el latín presenta todavía perspectivas más amplias y valores más preciosos; el latín es la lengua oficial de la Iglesia Católica. La extensión universal de la Iglesia, que abarca a los cinco continentes; su gobierno internacional en medio de mil idiomas diferentes a su vida religiosa y social que admite formas tan diversas en los pueblos, exigen un vehículo seguro eficaz de comunicación y este ha sido el idioma latino. (…) Así se manifiesta de un modo práctico la unidad de la Iglesia: en capilla ardiente del Africano o entre la nieve de Alaska, en San Pedro de Roma o en la Tierra del Fuego, en toda partes se habla latín, se ora en latín se mantiene contacto el centro de la cristiandad en latín. Un mismo cuerpo, una misma alma, una misma vida una lengua común.(…) La Iglesia Católica, al civilizar el mundo occidental encontró muy buena ayuda en la lengua latina: supo apreciar los valores culturales de Roma

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y de Grecia y, los entregó a los pueblos de Occidente antes de que perecieran(…) Hoy sigue incansable promocionando el estudio de los clásicos latinos.(…) Alfred Fouillée iba más allá al decir que, “ante todo, que hay que aprender a pensar y para pensar con justeza; creo en la eficiencia de las humanidades que están demasiado olvidadas…Una vez más las grandes figura internacionales le dan la razón a la Iglesia.” El celebrante, pues, luego del Sanctus y el Benedictus, hizo sonar con gesto de autosuficiencia y resignación, el tintineo de campanillas en la elevación del pan en hostia y el cáliz con vino consagrado, devoción acentuada en las palabras, idioma calculado de las manos y, la voz entonada de la liturgia de la eucaristía: Hoc est enim corpus meum (…) et sanguinis mei…remissionem pecatorum. Pasó por el ofertorio entre ascuas, para así, avanzar a la última parte de la celebración: Agnus Dei, Pater Noster, Acción de Gracias, comunión en soledad para dirigirse de frente a la capilla vacía con el Ite missa est. La eucaristía- latín vivo-, inicio cotidiano precedida de ayuno para recibir el sacramento de la comunión en un amanecer abnegado, arrebatado al sueño, autoridad de sombras alejadas entre velos, acatan la luz lánguida empapada de escarcha, espacios abiertos de clima despiadado. Los misterios de la fe son reformulados en el ritual, comprensión que no me anima, misterios, al fin y al cabo: Dios trino y uno, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Dios hecho hombre para redimir del pecado a los hombres que viven entre tentaciones y concupiscencia, constatación del mal, pecado original, caer en el aguijón que es evidente en la lectura del libro del Génesis, inicio del Antiguo Testamento. El anuncio, interpretación de difícil comprensión, remite al pueblo elegido, Israel, liberación de la opresión del enemigo en sus fronteras, listado de pecados de libre curso en la civilización Occidental. Todo lo dicho congrega a ceremonia cotidiana, constituye la figura central Jesús de Nazaret, vida y obra de los relatos evangélicos, revelación leída a diario de acuerdo con el tiempo en mensaje del Nuevo Testamento y los anuncios del Antiguo. No entiendo, la tradición lo intenta, profesa dar de sí una sola explicación, advenimiento de Jesús de Nazaret –tiempo de Adviento–, con el que termina la peregrinación de José y María, siempre virgen, esperando un hijo. Proclama sabida y representada: nacerá en una pesebrera en medio de pobreza extrema, reivindicación, es de creer, pero no de tan simple pensar en la humanidad y sus condiciones, luego, invitación clara a vivir entre misterios, como tales, incomprensibles a los ojos de los mortales, como me dice el P. Hernández en los momentos de dirección espiritual a los que me cita en horas de estudio. Guardo silencio sobre la reclamación, la muerte de Jesús entre indecibles sufrimientos –muerte en cruz–, Vía Crucis y, la resurrección al tercer día, –sicut dixit–, victoria de la vida sobre la muerte, en manifestación de amistad con los humanos. Uf… ¡todo se junta, salgo del coro! Las luces se han apagado, pienso en el cuadro de la capilla colmada en la Semana Santa, la feligresía de los alrededores sale en procesión de Ramos, celebración de algarabía rumorosa, cohetes con estela olorosa a pólvora, representación de la entrada triunfal en Jerusalén para, a los tres días, llenarse de sorpresa provocada por la celebración de la última cena, “Dios está aquí”, procesión, entronización del monumento, lavatorio de pies, flores al paso, magnetismo de la mente en el relato de cómo se rasga el velo del templo y, los celebrantes cantan el viernes a tres voces el evangelio de la pasión y muerte, motetes sin

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instrumentos, bamboleo de sahumerios por turiferarios que atrapan y esparcen los humores de la concurrencia, sonido de campanas hasta el Jueves Santo, timbres convertidos en matracas llamando a los oficios y, la quietud propagada por todo el edificio hasta la madrugada de la misa de Gallo. ¡Surrexit sicut dixit!, campos redivivos a la manera de cada cual aupados por los temporales de abril, presentida ceremonia de encender el Cirio Pascual, luz entre tinieblas, bendición de óleos y un aleluya que debería extenderse por todo el año. Gloria y Credo, genuflexiones menos que aparatosas, poco después de las filas de reconocimiento, instauración, revelación de un Reino con el beso de los pies de Cristo crucificado, la comunión, gloria de un almuerzo con postre y el gozo posterior de dar rienda suelta a la palabra retenida. Celebraciones anuales, extraordinarias, representaciones esenciales por lo solemnes, actos de fe explícitos que sobrepasan el entendimiento hasta plantar el espíritu en lo enfático. La práctica reiterada de la iconografía introduce al mundo de lo sagrado, inamovible, vidas jugadas entre sobresalientes virtudes probadas y muerte memorable; figuras aladas, etéreas, pero la cotidianidad es suficientemente rutinaria y el recinto es lugar convergente. Seguir la misa, iniciación de las labores, también, es dejar navegar el espíritu de la distracción que se agita entre la inestabilidad de una respuesta: Secundun Lucan y la relación con la imaginación que se remueve: Lectio Secunda, Sed lupa mutat animen et se da amigan; Lectio Decimoquinta: Cloelia, audax fugitiva, universo ignoto propuesto al entendimiento, confusión velada por la magnitud incomprensible atrapada en la sensibilidad, sosiego mitigado, provisoria rendición ante una aclaración racional, inconsciencia previa al sueño que determina el final del día por la práctica reiterada y simple de contar ovejas antes de dormir y la sorpresa silenciosa que evidencia la evolución de los rostros lampiños en ordenado desplazamiento hacia la expresión y movimiento que se anuncia en una consistente estación de cambios. Retrocedemos cada tanto de las bancas cercanas al altar de la capilla hacia la puerta de salida de acuerdo con la estatura; recibir la comunión en filas ordenadas con cabellos ordenados: rubios, ojos claros u oscuros, pómulos sobresalientes o coloreados, cuerpos ligeros de tiempo, distinción ni condición de mestizaje, celtas, otomanos, originarios, allegados del conglomerado social, locuaces o sutiles prendados de escapularios, sigilosos, timoratos, audaces, astutos, talante de familias u oficios asentados en mil lugares precisados o indeterminados en lo incógnito del relieve accidentado de la geografía nacional, imposibilidad de predecir cualquier futuro cuando se está apenas en proyecto. Certezas temporales, afinidades, cierto desenfado del propio esquema personal, distancia explicitada por el acento de la expresión de quejas, penas menores, breve o gran ausencia del afecto materno, palabra, habilidad, proficiencia… y los nombres agrupados que desfilan: Ernesto, Pablo, Jesús, Ramón…cubiertos con chaquetas, suéteres, vaqueros, manos juntas sobre el pecho y la inquietud, incierta verdad, ¿llamado y escogido? Promesa sin certidumbre, “ciento por una en esta vida y, después, la vida eterna”. Avancé, pues, por el corredor lateral de la capilla. Una idea me asalta cuando voy en busca del Prefecto. Debo avisar, claro, pero la soledad de la celebración de Leclerq me atrae. ¿Seducción por la libertad de discurrir? Posible. Tengo certeza de que no me atraen

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los rituales, dogmas, moralidad, elucubración ni la pretensión reiterativa de la vida sobre la muerte. Me gustaría un encuentro extenso con la condición humana, circunstancia de compleja manifestación, determinación y adaptación a lugares versátiles del planeta. Creo debo ver a Leclerq.

El ofertorio

No tengo ni pan, ni vino, ni altar. Otra vez, Señor. Ya no en los bosques del Aisne, sino en las estepas de Asia. Por lo cual trascenderé los símbolos para sumergirme en la pura majestad de lo Real, yo, tu sacerdote, te ofreceré el trabajo y la aflicción del mundo sobre el altar de la Tierra entera. A lo lejos el sol ha terminado de iluminar las fronteras del primer Oriente. Una vez más, bajo el manto ondulante de sus fuegos, la superficie de la tierra se despierta, se estremece, y reanuda su mágico trabajo. Colocaré sobre mi patena, Oh mi Dios, la cosecha anhelada de este nuevo esfuerzo, derramaré en mi cáliz el zumo de todos los frutos que hoy habrán madurado. Mi cáliz y mi patena son las profundidades de un alma pródigamente abierta a todas las fuerzas que, dentro de un instante, se elevarán de todos los puntos del Globo para derramarse hacia el espíritu. Que venga, pues, hacia mí el recuerdo y la mística presencia que la luz despierta en cada jornada. Uno a uno, Señor, veo y amo a todos los que me has regalado como sostén y como encanto natural de mi existencia. Uno a uno, también, los considero miembros de una familia nueva y muy querida. A mí alrededor se han ido juntando, paulatinamente, a partir de los elementos más disparatados, los parentescos del corazón, de la investigación científica y del pensamiento. De modo más impreciso, evoco, sin excepción, a todos los que conforman la hueste anónima de la masa innumerable de los vivientes: los que me rodean y me sustentan, sin que los conozca; los que vienen y los que se van, especialmente los que en la verdad o en el error, en su escritorio, en un laboratorio o en su fábrica, creen en el progreso de las Cosas y buscarán hoy apasionadamente la Luz. Quiero en este momento que todo mi ser repique al son del murmullo profundo de esta multitud de contornos confusos o definidos cuya inmensidad espanta, estremecido al eco de este Océano humano, cuyas oscilaciones parsimoniosas y monótonas trastornan el corazón de muchos creyentes. Señor, me esfuerzo en fusionar todo lo que a lo largo de esta jornada va a progresar en el Mundo, todo lo que va a disminuir, y también todos lo que van a morir a fin de convertirlo en la materia de mi sacrificio, el único que te es agradable. Antiguamente llevaban al templo las primicias de las cosechas y lo mejor de los rebaños. El crecimiento del Mundo conducido por el devenir universal es la ofrenda que ciertamente Tú esperas, de la cual tienes una misteriosa necesidad para calmar tu hambre cotidiana para apagar tu sed. Recibe, Señor, esta hostia total que la Creación, muda por tu atractivo, se presenta en el alba recién estrenada. Se bien que este pan, nuestro esfuerzo, por sí mismo no es más

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que una inmensa disgregación. Desgraciadamente este vino, nuestro dolor, es apenas una bebida disolvente. Pero Tú has colocado en el fondo de esta masa informe, estoy seguro, y así lo siento, un irresistible y santificante deseo que nos hace gritar a todos, desde el impío hasta el infiel: ¡Señor, haznos uno! A falta de celo espiritual y de la sublime pureza de tus santos, me has dado, Dios mío, una simpatía irresistible por los que se mueve en materia oscura. Me reconozco al punto como un hijo de la tierra más que como un vástago del cielo, y por eso me elevaré esta mañana en el pensamiento, sobre los espacios cargados de las esperanzas y de las miserias de madre; y allí, con la fortaleza de un sacerdocio que solamente, estoy seguro, me has regalado invocaré el fuego sobre lo que en carne humana se apresta a nacer o a morir bajo el sol que asciende. Cierro la puerta de la sacristía, me asiste una clandestinidad delatada por el cuerpo vibrante de vidrios coloreados de la representación rudimentaria de la Transfiguración, apenas sostenida por segmentos de plomo, alargados y maleables. Admito como trascendental el texto transcrito a mano, traducción del original de Pierre Theillard de Chardin. Infiero que lo habrá dejado olvidado Leclerq en la mesa de los ornamentos, luego de la celebración. Me alejo, así, por el pasadizo, subo la escalera hacia el segundo piso. Vericuetos, dependencias, habitaciones, espacios familiares y vidrios esmerilados de la apoteca empañados por la oscuridad, laberinto silencioso ahora interrumpido por voces masculinas y disformes reunidas en el refectorio. ¿Irrumpir? Me contengo. Continúo entonces en dirección al costado norte hasta encontrar el dormitorio. Instintivamente encuentro el puesto asignado desde finales del lejano enero. Debajo de la cama permanecen el morral, maletín, las dos cajas con cuadernos de deberes y los libros de texto. Me recuesto y, al instante, el cuerpo amorfo de la almohada insinúa una noche extendida, vela que se adhiere a una demanda en fantasía. El padre Esteban viste el traje talar lo suficientemente amplio, sin pliegues, desciende desde la banda de la cintura a los zapatos negros de suela de goma que sobresalen del ruedo sin mucha notoriedad, figura contraria a lo que pretende ser, pasar desapercibida. Se posesiona en la tarima del salón, luego de hacer el ingreso en compañía del bedel, minutos después de haber escuchado el timbre que ha señalado el cambio de actividad. Se sienta, pone los libros en la mesa asignada. Advierto un aspecto de mediana estatura, ojos claros, movimientos calculados, palabra medida. Son las tres de la tarde. Dictado, momento estimulante que escribo con facilidad en el cuaderno no sea que pierda el hilo. Hoy el asunto trata de cómo comprender textos de narrativa, para ello se hace necesario dar cuenta de la trama, los personajes, ellos en el ambiente generalmente acontecido en lugares lejanos. Y, el lenguaje: sujeto, verbo, complemento o adjetivo, conjugación de tiempos, coherencia con los acontecimientos, héroes o amigos, enemigos o avatares hasta llegar el clímax o tensión que el lector, ilusión desbordada, pueda concluir que el desenlace es fluido y sugerente. Fórmulas indiferentes pero la historia, jocosa, épica o de aventuras, relación con la naturaleza, familia y el infaltable complot en contra de los amores imposibles. Aguzar la imaginación, “la observación es la cualidad que legitima el relato. Para la semana entrante hablaremos, dijo, del acercamiento a otros géneros literarios: la lírica, el verso, los

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ejercicios y formas que se plantean en el ejercicio de expresar el sentimiento, hasta terminar el año con la representación de teatro. He escogido la obra de Alejandro Casona, La barca sin pescador, en la que todos deberán ayudar en la puesta en escena. Dudo que se alcance a tratar el tema de El Ensayo que quedará pendiente para el año siguiente”, dijo. Ordenó cerrar los cuadernos para dar inicio a la lectura: Tratado tercero / CÓMO LÁZARO SE ASENTÓ CON UN ESCUDERO Y DE LO QUE LE ACAECIÓ CON ÉL. Desta manera me fue forzado sacar fuerzas de flaqueza y, poco a poco, con ayuda de las buenas gentes, di conmigo de esta insigne ciudad de Toledo, donde, con la merced de Dios, dende a quince días se me cerró la herida. Y mientras estaba malo siempre me daban alguna limosna. Mas después que estuve sano todos decían: –Tú, bellaco y gallofero, eres. Busca un amo a quien sirvas. –Y ¿adónde se hallará ése –decía yo entre mí– si Dios ahora de nuevo, como crió al mundo no le criase. Andando así discurriendo de puerta en puerta, con harto poco remedio porque ya la caridad se subió al cielo, topóme Dios con “un escudero” que iba por la calle con razonable vestido, bien peinado, su paso y compás en orden. Miróme, y yo a él, y díjome: –Muchacho, ¿buscas amo? (…) Prosiguió alterando la entonación entre diálogo y voz neutra en la deriva omnisapiente del autor que anticipa las aventuras de La vida de Lazarillo de Tormes. De sus fortunas y adversidades. Ambiente interrumpido, a contrapelo, en el disimulo de movimientos sigilosos, papeles diminutos que circulan de un puesto a otro en las hileras del salón que desvirtúan la voluntad, acaparan la atención que busca insinuar, con la lectura, el instante de la acción; media voz que cita la organización del equipo de fútbol, ganadores de la bina de pelota vasca, carraspeo de Juan, chasquido del sacapuntas de Pablo León, el desgaste de la tapa de madera del pupitre de Óscar perfilando con la navaja la cara angulosa de Dick Tracy que dejaría grabada hasta final del año y el minuto soporífero de Héctor haciéndose el que mira hacia la cancha de tenis. Y él, que lo avizora todo, de vez en cuando, por encima de los anteojos, desvía la mirada, virtud del sabio que calla y calla hondo porque sabe el resto, legado inspirado arraigado en lo íntimo del recorrido entre el salón y despacho: discreción en la toma de la composición que busca una calificación, tarea que recibe y fue escrita a mano, la deja reposar encima de su escritorio en el cuarto de destino. Entonces el soslayo y la fascinación permanece un instante de más en la máquina de escribir sobre la mesa diminuta, aledaña a la ventana que cubre la vista de la explanada que se ha detenido en el frontispicio, acrecienta el volumen de la estatua blanca del parque, contiguo a las canchas. Un espíritu se desliza por el piso de parqué encerado y lustroso con los pies alados sobre retal de lana que deja de lado el corredor estrecho y austero, se detiene en la cortina cerrada de la litera. Y, es el resplandor del mediodía el que ilumina el tono de voz de la épica, historia telúrica del imaginario de pueblos, héroes que emergen también en la reafirmación constante del anonimato, inspiración, escuela constante de imágenes, etérea grandeza del verso entre palabras hechas canción, ambición de lo sustancial, literatura. (…) Ya le parece que avanza/reluciente la armadura, /por la estepa castellana. /Lanza al sol y de hierro/por el camino se traban; /el fuego flamea en las piedras,

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/en la cruz de las espadas, /en los deslumbrantes cascos/y en las brillantes adargas. / Desde Burgos hasta el Duero/con sus bravos él cabalga, / llevando en el corazón los Penates de la Patria. / Ya se adentra por la Sierra/ que es tierra de morería. Fiera lucha allí se entraba:/ chocar de lanzas y alfanjes, / de petos y cimitarras;/ la sangre busca la sangre y palpita en la corazas. / Cede Yace en el campo/con sus hordas infernales, /ante el empuje del Cid/que hasta el real de Valencia/ llega al fin con sus mesnadas y escala la fortaleza. /En la cumbre de la torre/se despliega su pendón/en que cifra la gloria/ de España y el Campeador. / Sobre fondo de oro y grana, /bajo deslumbrante luz, /campea su emblema invencible: ¡una espada y una cruz! Ímpetu de la elección, extensión hecha silencio, encargo reflejado en el encuentro de la identidad y, de nuevo, búsqueda del término preciso, no loa, homenaje sonoro, auténtico de complicidad acrecentada: La tarde te ve en silencio por la campiña/ llevando la lejanía reflejada en tus pupilas./ Pentagramas de anchos surcos se engarfian en los alcores/ y en ellos canta la yerba con el verdor de sus voces./Empuñando un bastón vas marcando los compases/y un arpegio de palomas se eleva hacia los trigales./En la agreste sinfonía cantan pájaros y flores;/tu corazón es la clave de sus notas y bemoles. (…) Tan solo las celosías de bejucos gigantescos/ circundan el oquedal de tus más caros recuerdos. / Bajo la tosca rancia de peñascales hirsutos/columbras por fin la imagen, perla en concha de carbunclos. (…) Allí fulgirán por siempre mis Votos y mis recuerdos. Recibo, así, en mi rostro la corriente veloz que acaricia, sobrepasa en tanto, continúo en su persecución, movimiento de pedaleo ansioso, frente y espalda humedecidas hasta alcanzarlo por la calzada empedrada, antes del encuentro en el santuario de penumbras y boscaje. Entonces me mira, silueta desatada del detalle detrás de los lentes gruesos y reverdecidos por la luz. Pregunta si mi nombre es Domingorena Arrazola, venido de los campos de Zumaia, respondo que vengo de más cerca. Estoy, así, enfrente de un rostro solemne que sugiere mundos detenidos que invitan a ser descubiertos. Penurias, quizá, viajes interiores asegurados de los que se nos habla a cada Triduo de Carnaval, se deslizan entre nombres, rostros de ausencia, rumores transfigurados, itinerarios. Me apeo, lo dejo enfrente, empuñando el bastón e ingresando en la perla en concha de carbunclos alojada en el oquedal. Arrojo sin cálculo la bicicleta, veo que una rueda circula entre fragosidades, sigo camino arriba, paso firme hasta perderme en el pinar y, es el intento de hallar el camino real hasta llegar, descifrar el petroglifo mayor que sobresale del escudo de rocas y, en lo alto, un cuerpo ligero se levanta, desciende por los accidentales cordones de montañas que intuyo como ejemplar de mapoteca, detalle de siglas en recuadro, atributo asignado a la geografía y, es la corriente del río la que me conduce a la desembocadura en el fiordo de la península de Jutlandia, albor de Dinamarca, y el príncipe que dice: si estuviera Tom Sawyer, pero la incertidumbre es baladí cuando se trata de discurrir por las estepas a donde me invita Leclerq, exclusiva posibilidad de hablar de sus obsesiones, empeño azulado del discurrir, exteriores que se baten en libertad, ley que apaña y acoge la sensación de bienestar. Se bate el aire seco de la ingravidez, símbolo de cruces de iglesias, símbolos de pan y pez en piedra al descampado de la ruralidad, caminos romanos, veta devastada, una señal que infiere hasta dónde llega el camino de Santiago, peregrinación, la Vía Láctea de la que

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habló Leclerq, manojo de energía, mensaje cuyo contenido ignoro, ni Carlos Alberto sabrá, miles de años luz en ruta, rielando en el Caribe, filibusteros a la vela, viento leve que impulsa la nave El Rayo del Corsario Negro, rompe la masa de cadáveres que flotan en las aguas cristalinas. ¿Te acordás cuando lo leíamos después del almuerzo en los asientos de kikuyo, aún húmedos, en la “graderías” de la cancha de fútbol? ¡Salíamos de barro hasta la coronilla! Es verdad, ¡frustrados a cada gol! Me ahogo, nariz reseca, no respiro, carraspeo seguido, me adhiero a la roca de San Martín en el Paso de los Andes, vuelvo a toser con insistencia, ¡un temporal de nieve me despierta! y es la mirada de interjección del padre Prefecto la que encuentro. Su voz grave se estanca en el por qué no lo busqué, toca el hombro, ordena que me apronte. ¡Han llegado por mí! El Opel Kapitan de color negro ha dejado atrás la alameda, da vuelta a la derecha y avanza dócilmente por el pavimento. Con refinamiento de veterano retirado –ex cabo Bermúdez–, explica el retraso con claridad de subalterno y desliza una mano con uñas atendidas que hace esfuerzos por retener la frecuencia de la radio, voz de locutor extraviado entre montañas que deja en el interior del vehículo un acentuado rumor de lluvia. El limpiaparabrisas despide a velocidad las gotas y el celaje del altiplano se interpone a la torpe e inveterada luminosidad, espátula de grises, campos de sereno, copiosa asistencia a las hojas de pasturas. Miro al costado, allá el páramo de la evocación: manos amoratadas, cuerpo ajeno que tirita en la duda de hallar una brújula. Mañana de incertidumbre cuando hube de elegir entre un camino u otro, el brazo invisible del azar busca el abrazo de un encantamiento. Luces de faroles, ahora, difuminan las nieblas y el cabeceo se disocia entre letargo, conciencia y embeleso con la imagen del recuadro en sepia del puente del bergantín HSM Beagle anclado en un fiordo de Tierra del Fuego al que se acerca la canoa de los onas, en tanto, el capitán Fitz Roy y Charles Darwin deciden la ruta hacia el Pacífico. ¿Llegaré alguna vez hasta la Patagonia?

Nos esperaba en Neuquén el gallego, tío de Marta. El intento de la comunicación de confirmación se frustró: el Citroën 2cv se apagó repentinamente kilómetro y medio antes de la estación de servicio ubicada a la entrada de Choele Choel. Me ofrecí a traer la gasolina. Efectivamente, en tanto regresé con los cinco litros, Horacio estaba al corriente de lo ocurrido: el medidor de gasolina del tablero se había roto. Avanzamos hacia Cipolletti, sin embargo, poco antes de llegar, una rueda delantera se pinchó. Por supuesto, el tiempo previsto de llegada se frustró. Espera, llegada del vehículo de apoyo del ACA que Horacio solicitó por teléfono desde la confitería en el medio de la nada. Uno de los tres pernos se rompió al bajar la rueda. Necesidad imperiosa de cambiarlo, aunque en Bahía Blanca nos lo habían advertido: todo puede ocurrir con tan altas temperaturas de verano que se resumen en el pavimento y afectan el rodamiento del vehículo. Y sí, enero, 40 grados, sur, Patagonia. Entonces buscamos un lugar para acampar. El vehículo quedó sostenido por el gato de rudimento a la espera de mañana hasta rehacer el perno, continuar a Neuquén, a lo del gallego, tío de Marta. A la madrugada recogimos la carpa, fui donde Ramón hasta recibir el repuesto, me dio instrucciones en dialecto que incluía algunas palabras del castellano, lo demás, una

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trabazón gutural, efectos del alcohol. Horacio montó la llanta, arrancamos hasta llegar a lo del gallego, tío de Marta. Sentada en el puesto de copiloto, rompió el silencio singular, indicó la ruta hasta hallar la casa, desde el parque principal hacia el norte. Atravesamos la ciudad. Como cualquier asentamiento por los que habíamos transitado, la propuesta es de trazas similares: manzanas de cien por cien, andenes anchos y embaldosados, retículas precisas, uno que otro árbol frondoso que sombreaba el verano. Y, el presentimiento cierto: la puerta de casa cerrada. La vecina plegó la cortina, Marta se acercó, dijo no demoraría. Decisiones: asombrarse con la profusión de agua silente en la desembocadura del río Negro con el Limay, dar vuelta por la ciudad porque al día siguiente –uno de retraso–, deberíamos estar en la represa en construcción del Chocón. Regresamos. A la una de la tarde el gallego abrió la puerta casi en el mismo instante en que Marta diera aviso. Abrazos, presentación, ubicación, agradecimiento y el encuentro desenfadado en un almuerzo de diario hecho por Rosaura, mujer araucana que iba dos veces por semana en apoyo del hombre que dependía de la Capital en el comercio de manzanas, peras y duraznos. La conversación, puesta a tono, notificación a terceros, intimidad de otrora entre ellos. Pormenores, validaciones, repeticiones, nombres, personajes idos para siempre, familia en América errante, regreso soñado como necesidad de contrastar el bálsamo de la ausencia con el éxito pecuniario que se fundamentó en las estrecheces de un puerto anónimo –residencia de paso–, cuarentena de asiento y el pasado familiar entre el imaginario deseo de dejar atrás el rigor de la precariedad y el abandono simulado en el no estar allí, requisito previo de lo que continúa. Aceitunas, sardinas en escabeche, milanesa de cerdo, tomate, cebolla, aceite, vinagre y sal, rociado con el olor privativo de un vino sanjuanino, mesa amplia, adorno sin pretensión, conserva de duraznos en almíbar poco antes del inicio de una tarde impasible de mates. Solar de asadero herrumbroso a la espera del regreso que los planes negarían con un hasta siempre: Chocón, Zapala, Junín y San Martín de los Andes, san Carlos de Bariloche, Esquel, Puerto Deseado, Jaramillo, Carmen de Patagones, Necochea, Mar del Plata, Miramar y Capital. Y el verano: letargo de un emparrado, frondosidad de capullo, ofrenda en madreselva, sol de ocaso extinguido entre faroles de calle, deserción de heladas de días grises de agosto, tamborileo lejano de gotas de lluvia y tormenta dispuesta en evidencia entre perfiles ambarinos, aridez dilatada, rezago entre ventiscas, país de mirada al espejo en el cristal de la propia resolana. Entonces el recuento, zaga de atisbo de paso: reverberación repetida de sierras instaladas en el centro de callejones de pampa infinita, poblaciones al resguardo sin intermitencia del rayo estival, cirrus adosados al azul de un cielo cercano, alamedas lejanas, momento la silueta doble se perfiló nítida sobre el cielo segado por un verdoso rayo de atardecer. Aquello que se alejaba era más una idea de un hombre. Y bruscamente desapareció, quedando mi meditación parada de su motivo en el mar de primera estación, cristal inalterable, deseo desorientado, bahía de reflujos indisolubles y el riego constante al paso de la continuidad

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de frutales de Río Negro para retornar al momento, avance entrecortado de jerigonza entre gallego y castellano: de Pontevedra a la profesión de encargado de edificios en Villa Crespo, La Paternal y Recoleta, escucha fluida, en tanto, la noche retornó al sigilo donde se reserva la severidad y la sonroja. Sospechamos el proceso de intermediación entre productores mínimos – más urgencia de supervivencia que amistad–, inmigrantes al valle del río Negro y mayoristas de Avellaneda y Capital, amistad frecuentada en rutinas urbanas. Quiero decir: escogencia de sembradíos, pago al contado, empaque en protocolos, fletes, seguro, transporte en tiempo exacto, piel tersa de manzanas, rugosidad de peras y la economía simple del granate aterciopelado de la epidermis del durazno; conocimiento del arribo por si la ruta se accidenta, aguante de recibo del pago fraccionado mientras se acumula el diario del minoreo para el giro bancario. Hasta allí el laburo. Luego mutis, un hasta mañana sin pucho, intención de sueño plácido, más que todo.

La búsqueda es revelación de cada valoración, recorrido iniciado en una sucesión de hechos triviales. Ahora es brisa ligera esparcida por el cuarto diminuto al momento en el que Horacio ha encendido el ventilador de techo, luego, las abluciones y la usanza de darse vuelta en la cama, huésped de sábanas de decente blancura, alacena de conservas, pared blanca y el sleeping. Una sombra abarrotada de desierto se cuela desde afuera dejando arrinconado el acaloramiento estival. Titila la luz, alguien la apaga y la fantasía se ilumina con la cara desvanecida del lado de un Santiago en Compostela colgado en pared mínima que presta su concurso para que el repaso sea un exordio memorioso de carácter transitorio desperdigado en Capital. Salir por Juan B Justo, avenida rebote de adoquines, presencia de rostros del anonimato desperdigados en la ruta, expectativa de la primera parada en Azul y el rubor en las mejillas luego de la llamada inesperada de un afecto que se extingue en la sinrazón de más de la conjetura; agradecimiento tardío desde la timidez, temor de dejar pasar el favor anónimo entre reproches interiores. Y así soy pisada extraviada en un horizonte de verdad entre baldosas, averiguación vehemente: número en la puerta en el medio de la propuesta urbanística, tentativa prolija y atrayente del equilibrio, bienestar de distancia imperceptible entre lo público y privado para cubrir con el guardapolvo la máquina de escribir– quedará para el viernes pasar a limpio los guiones–, descender raudo por la escalera de ascensor averiado, despedir la guardia, ascender por el clamor tempranero de Santa Fe y Callao, dejar de lado, a la izquierda de primeras luces encendidas del invierno en la plaza seductora de Vicente López y Planes y, el perro saltarín que juega con la dama, quintaesencia de la porteñidad. ¡Mierda, no puedo llegar tarde! Allá está Oswaldo. ¡Uf, llegó! Directo al segundo piso. Salón dispuesto para el maestro. ¿Se retrasará? Debe estar por llegar, confirmó que vendría, dijo Oswaldo. ¡Uf, vengo de Lomas!, dijo. ¡Hubiera querido encontrar al maestro en el tren! Pero ya está aquí. Vino de Rojas. Hablemos de lo que quiere tratar. Nada, escucharlo. ¿Vendrá Graciela? Seguramente. Nos sentamos. La ventana entreabierta deja ingresar un soplo fresco y es un vidrio esmerilado el que cubre la vista de la pared del edificio de enfrente: Cómo no acordarme de la distribución

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de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios quedaban en la parte más retirada, la que mira a Rodríguez Peña. Estoy en esa calle, Rodríguez Peña y, adentro la puerta cancel daba al living, el cristo medianamente dispuesto es el centro del salón, pero las circunstancias eran útiles como para dar inicio a la toma de la casa. El hombre llegó, Graciela se hizo a un lado, nos pusimos de pie como en la primaria, saludó de mano uno por uno, pedido suyo. Fuimos suficientes. ¡Qué exclusivo!, dije. Siete de entrada, pero llegaron otros tres o cuatro, convocatoria exclusiva. -Buenos Aires es un entrenudo que circula, giramos y giramos hasta llegar tarde, pero llegamos, dijo Oswaldo en voz baja.

Intento fallido el de Graciela al invitarlo a subir al estrado, se devolvió y se sentó en el medio: mirada impersonal que se detuvo en el suelo, viró en redondo, luego, de vez en cuando a los asistentes que aguardábamos en pausa amplia. Me detuve en el lugar donde sobresalía un ligero espacio entre el bigote poblado, prolijamente rasurado, y la nariz. Lentes cumplidamente verdes y gruesos, se destacaba la montura que cubría densamente la región ocular hasta las cejas. Se acomodó sin dificultad en la banca universitaria, cruzó los pies de mediana estatura, tiró a un lado uno que otro cabello embrollado que aún quedaba en la frente. Miró a Graciela, sonrió como si no estuviera allí, se pasó la mano por los labios, hizo un gesto con la mano e inició. –Graciela, desde hace más de un año, me ha pedido que viniera. ¡Es insistente la piba! En ese transcurso tuve que cancelar varias veces, pero accedí al final ante tanta insistencia. Querían escucharme, me dijo, para hablar del significado de escribir. Espero no se desilusionen, soy un tipo tímido, no me gustan los auditorios, figuración ni moda. Tal vez porque viví algunos años con bata blanca en un laboratorio antes y después de doctorarme de físico químico para luego irme al Pasteur. La investigación científica implica el carácter transitorio de lo inamovible. Las preguntas vienen y van y descubrí allá, en el frío parisino, que la búsqueda por hallar el instante permanente y totalizador, al margen de la religión, no lo podía encontrar en lo positivo. ¡Qué frustración! Entonces me topé con la escritura y el arte, aún estaba a tiempo para impulsar y aclarar las voces interiores: obsesión, agujero misterioso de la mente, energía de las coincidencias, los sueños que caminan con sentido de muerte situado en el centro de las respuestas del origen de mi causa. Entonces, escribí El túnel. Preciso, no hablo de mi obra. Para decir la verdad, se la debo a Matilde que en varias ocasiones ahuyentó que el desaliento las hiciera desaparecer en una hoguera en el patio de casa. Se daba sus mañas para que continuara corrigiendo. Después de escribir, lo que leo no me alcanza, quiero largar. ¡Siempre es imperfecto!, temo quedar mal, sobre todo, ante mí mismo. En la lucha interior, parte de mi problema, es quedarme en la contradicción, resistir o permanecer en el mundo de lo positivo. A ratos me preguntan por el acto creador…no sé qué responder, puedo decir lo que me propongo y es un impulso que nace desde la necesidad de ir develando fantasmas, encontrar entre lugar y mente la ficción que resuelva un hecho que contenga lo suficiente, aunque en el camino los personajes van tomando forma, se presentan, interrumpen, son parte de mi yo, se desplazan en la forma con la que se va conformando “la estructura” aunque nunca hay definitivos, fluye. La trama, pues, a veces, me regresa a

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lugares para precisarlos y cotejarlos con la percepción del momento en el que escribo. Hasta llegué a hacer una maqueta del Mirador donde Alejandra y su padre, Alberto, mueren en el incendio de Sobre héroes y tumbas. Imposible calcular cuánto demora para escribir prosa, otra pregunta frecuente. ¡Imposible! Las circunstancias distraen la memoria y, el desánimo del acontecer personal, nacional y hasta internacional se da sus mañas a la necesidad de regresar a refrendar el contexto de los protagonistas que infieren un proceso de constante interrogatorio. Seguramente la tentación mayor es la de ser original. No piensen que hay originalidad total y absoluta. ¡No existe! Ni en el arte ni en nada, todo se construye sobre lo anterior. William Faulkner leyó a Joyce y Joyce a Huxley. Si uno ha nacido para decir algo no se va a perder el tiempo leyendo libros. Escribe, se equivoca, borra, tira papeles al cesto, se arma de paciencia, se pone un sombrero para ver si le queda, quizás sea original en el día, mañana quién sabe. Admiro España, Andalucía y, en Andalucía, Granada. De allí es el más grande poeta y se llama Federico García Lorca, valoró mucho Argentina, vino de gira, él mismo, creo, dijo que era un poeta suelto en Buenos Aires. En Libro de poemas escribió en el inicio una Poética; Graciela, ¿podés acercar el texto? Ella lo acercó. Gracias, respondió. Escuché la resonancia confusa e informe del tráfago de Callao que se aposentó a las ocho y treinta, imaginé luces flotantes que subían del Bajo en la oscuridad de la noche tempranera del invierno porteño. –Lo leeré textual, ¿eh? Entonces Sábato inició con voz grave. Aquí está: mira. Yo tengo el fuego en mis manos. Yo lo entiendo y trabajo con él perfectamente, pero no puedo hablar de él sin literatura. Yo comprendo todas las poéticas; podría hablar de ellas si no cambiara de opinión cada cinco minutos. No sé. Puede que un día me guste la poesía mala muchísimo, como me gusta (nos gusta) la música mala con locura. Quemaré el Partenón por la noche para empezar a levantarlo por la mañana y no terminarlo nunca. En mis conferencias he hablado a veces de la poesía. Y no porque sea inconsciente de lo que hago. Al contrario, si es verdad que soy poeta por la gracia de Dios–o del demonio–también lo soy por la gracia de la técnica y del esfuerzo, y de darme cuenta en absoluto de lo que es un poema. Y continuó: la relación entre la especulación, escenarios, personajes y la metafísica forman parte de la ficción literaria, acercamiento a lo intangible, personajes inspirados en la realidad de la vida que avanza sin pretender saber de antemano cuánto se escribe ni cómo se escribe. Alcanzar que la ficción sea metáfora o simbolismo no está al alcance de quien escribe. Sin adentrarse en el problema del mito que consideraba trabajo de académicos como para el escritor, incuestionable es adentrarse en establecer el origen de los sueños. El surrealismo, una exploración circular y completa de la realidad, en ella está el fermento del caos de lo onírico. Palabra de largo, escucha pendiente en los presentes, pretexto de la noche como acontecer de otros. Invitación velada al atrevimiento hasta sumergirse en el aliento caótico y sorpresivo de los sueños. Coincidencias, apariciones que son premoniciones, anhelo errante de lo que está conformado el quehacer del ciudadano que gira por la ciudad inscrita en lo infinito de una espera, revelarlo entonces, en el texto de una edición de pasta dura, tamaño 10 de letra, prestado sin seña y entregado en la ventanilla, tomado del mismo lugar de tránsito

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dejado el día anterior sin regresarlo a la estantería de la clasificación: Literatura Argentina, parada del itinerario del mediodía y la caminata expresa de la tarde noche. Y las manos color leche, sobresalto de venas que surcaban hasta el inicio de unos dedos estilizados, uñas adornadas de tonos convencionales, rostro de lo inexpresivo, práctica reforzada en las arrugas y entrecanas de un cabello rubio, ojos profundos en azul, taconeo acompasado y sonoro por el piso de madera, voz aguda de las instrucciones reiteradas en lo íntimo de un tren y el Subte de la rutina entre Temperley y la biblioteca Harrods, Florida al 877. Sobre héroes y tumbas, más intuición que certeza, más estupefacción que sapiencia de la causa profunda del modo porteño. Para entonces la lectura en el rincón de luz blanca, banco penoso de biblioteca, tanteo de acercarme al mundo de Sábato que expresaba, ahora, una cierta incomodidad, estaba a punto de terminar. El cielo tenebroso y frígido parecía un símbolo de su alma. La llovizna impalpable caía arrastrada por ese viento de sudeste que (se decía Bruno) ahonda la tristeza del porteño, que a través de la ventana empañada de un café, mirando a la calle, murmura, ‘qué tiempo del carajo’, mientras alguien más profundo en su interior piensa ´qué tristeza tan infinita´. Y sintiendo la llovizna helada sobre su cara, caminando hacia ninguna parte, con el ceño apretado, mirando obsesionado hacia adelante, como concentrado en un vasto e intrincado enigma, Martín repetía tres palabras: Alejandra, Fernando, ciegos.(…) (…) Vea el caso suyo, usted viene acá, libremente, y me ofrece su fuerza de trabajo, a mí, por razones equis, me conviene y no lo tomo. Pero usted es un hombre libre y puede salir de aquí y ofrecer sus servicios en la empresa de enfrente. Fíjese qué cosa invaluable es todo esto: usted un muchacho humilde, y yo un presidente de una empresa, sin embargo, actuamos en igualdad de condiciones en esa ley de la oferta y la demanda: podrán decir los dirigistas pero esa es la ley suprema de una sociedad bien organizada, y aquí, cada vez que este hombre (señaló la fotografía dedicada a Perón), cada vez que este señor se mete en el engranaje de la libre empresa no es más que para perjudicarnos y, en definitiva, perjudicar al país. (…) Resultado: Buenos Aires está soportando un proceso de desmoralización cuyas consecuencias no podemos prever. (…) (…) Porque (como también decía Bruno pero ahora él no lo recordaba sino que más bien lo sentía físicamente, como si estuviera a la intemperie en medio de un furioso temporal) nuestra desgracia era que no habíamos terminado de levantar una nación cuando el mundo que le había dado origen comenzó a crujir y luego a derrumbarse, de manera que acá no teníamos ni siquiera ese simulacro de la eternidad que en Europa son las piedras milenarias o en Méjico, o en Cuzco. Porque acá (decía) no somos ni Europa ni América sino una región fracturada, un inestable, trágico, turbio lugar de fractura y desgarramiento. De modo que aquí todo resultaba más transitorio y frágil, no había nada sólido a qué aferrarse, el hombre parece más mortal y su condición más efímera. Y él (Martín) que quería algo fuerte y absoluto a qué agarrarse en medio de la catástrofe, una cueva donde refugiarse no tenía casa ni patria. O, lo que era peor, tenía un hogar construido sobre estiércol y frustración. (…) (…) Cuando llegó a la calle con mirada en un café, pero no vio ninguno cerca y no podría esperar. Se precipitó hacia el espacio libre y allí vomitó. (…)

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(…) Y así Martín trataba de rescatar fragmentos, recorría calles y lugares, hablaba con él, insensatamente recogía cositas y palabras; como esos familiares enloquecidos que se empeñan en juntar mutilados destrozos de un cuerpo en el lugar donde se precipitó el avión; pero no enseguida sino mucho tiempo después, cuando esos restos no solo están mutilados sino descompuestos. (…) (…) –Algún día, cuando se muera, se ha de hablar mucho del mismo caso de Galli Mainini, porque este país de resentidos solo se empieza a ser un gran hombre cuando se deja de serlo. (…) (…) Caminó al azar durante horas. Y de pronto se encontró en plaza de la Inmaculada Concepción en Belgrano. Se sentó en uno de los bancos, frente a la Iglesia circular parecía vivir todavía en pavor de la jornada. Un siniestro silencio y la luz mortecina, la llovizna, daban en aquel rincón de Buenos Aires un sentido ominoso: parecería como si en aquella vieja edificación tangente a la iglesia se escondiera algún poderoso y terrible enigma, y una suerte de fascinación inexplicable mantenía la mirada de Martín clavada en aquel rincón por primera vez en su vida. Cuando de pronto casi grita: Alejandra cruzaba la plaza en dirección de aquel viejo edificio. En la oscuridad, bajo los árboles, Martín estaba a cubierto de su mirada. Por lo demás, ella avanzaba con marcha de sonámbulo, con aquel automatismo que él le había notado muchas veces, pero que ahora se le ocurría más poderoso y abstracto. Alejandra avanzaba en línea recta, por sobre los canteros, como quien camina en sueños hacia un destino trazado por fuerzas superiores. Era evidente que no veía ni oía nada. Avanzaba con la decisión, pero también con la ajenidad de un hipnepta. Pronto llegó a la recova y dirigiéndose sin vacilar a una de aquellas puertas cerradas y silenciosas, las abrió y entró. Por un momento Martin pensó que acaso él estaba soñando o sufriendo una visión: nunca había estado antes en aquella plazoleta de Buenos Aires, nada consciente lo había hecho caminar hacia ella en aquella noche aciaga, nada podía hacerle prever un encuentro tan portentoso. Eran demasiadas casualidades y era natural que por un momento pensara en una alucinación o un sueño. Pero las largas horas de espera ante aquella puerta no le dejaron dudas; era Alejandra quien había entrado y quien permanecía allí dentro, sin motivo que a él se le alcanzase. Llegó la mañana no se atrevió a esperar más, pues temía ser visto por Alejandra a la luz del día. Por lo demás, ¿qué lograría con verla salir? Con una tristeza que se manifestaba en el dolor físico marchó hacia Cabildo. Un día nublado y gris, cansado y melancólico, despertaba del seno de aquella alucinante noche. (…) (…) Y como un náufrago en la noche se había precipitado sobre Alejandra. Pero había sido como buscar refugio en una caverna de cuyo fondo de pronto habían irrumpido fieras devoradoras. (…) Nada puedo saber ahora sobre el tiempo que duró aquella jornada. En el momento en que desperté (por decirlo de alguna manera) sentía que abismos infranqueables me separaban para siempre de aquel universo nocturno; abismos de espacio y de tiempo. Enceguecido y sordo, como un hombre emerge de las profundidades del mar, fui surgiendo nuevamente a la realidad de todos los días. Realidad que me pregunto si al fin es la verdadera. Porque cuando mi conciencia diurna fue recobrando su fuerza y mis ojos pudieron ir

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delineando los contornos del mundo que me rodeaba, advirtiendo así, que me encontraba en un cuarto de Villa Devoto, en mi única conocida pieza de Villa Devoto pensé, con pavor, que acaso una nueva y más incomprensible pesadilla comenzaba para mí. Una pesadilla que se ha de terminar con mi muerte, porque recuerdo el porvenir de sangre y fuego que me fue dado contemplar en aquella furiosa magia. Cosa singular: nadie parece ahora perseguirme. Terminó la pesadilla del departamento de Belgrano. No sé cómo estoy libre, estoy en mi propia habitación, nadie (aparentemente) me vigila. La Secta debe estar en distancias inconmensurables. ¿Cómo llegué nuevamente hasta mi casa? ¿Cómo los ciegos me dejan salir de aquel cuarto rodeado por un laberinto? No lo sé. Pero sé que todo aquello sucedió, punto por punto, incluso ¡y sobre todo! la tenebrosa jornada final. También sé que mi tiempo es limitado y que mi muerte me espera. Y cosa singular y para mí mismo incomprensible, que esa muerte vendrá a buscarme hasta aquí y seré yo mismo quien vaya, por mi propia voluntad, porque nadie vendrá a buscarme hasta aquí y seré yo mismo quien vaya, quien ´deba ir´, hasta el lugar donde tendrá que cumplirse el vaticinio. La astucia, mi deseo de vivir, la desesperación me ha hecho imaginar mil fugas, mil formas de escapar a la fatalidad. Pero ¿cómo nadie puede escapar a su propia fatalidad? Aquí termino pues mi informe que guardo en un lugar que la Secta no pueda hallarlo. Son las doce de la noche. Voy hacia allá. Sé que ella estará esperándome (…) (…) Mientras se intentaba apagar el fuego en El Mirador, después que fueron retirados los cuerpos de Alejandra y su padre, la policía sacó de la casa al viejo don Pancho, envuelto en una manta, sobre su misma silla de ruedas. ¿Y el loco? ¿Y Justina? se preguntaba la gente. Pero entonces vieron cómo traían a un hombre de pelo canoso y cabeza alargada en forma de dirigible; llevaba un clarinete en las manos y parecía demostrar una cierta alegría. En cuanto a la vieja sirvienta india, mantenía su impasible rostro habitual. (…) (…) Esta tragedia, que sacudió a Buenos Aires por el relieve de esa vieja familia argentina, pudo parecer al comienzo la consecuencia de un repentino ataque de locura. Pero ahora un nuevo elemento de juicio ha alterado ese primitivo esquema. Un extraño “Informe para ciegos” que Fernando Vidal terminó de escribir la misma noche de su muerte, fue descubierto en el departamento que, con nombre supuesto, ocupaba en Villa Devoto. Es, de acuerdo con nuestras referencias, un manuscrito de un paranoico. Pero no obstante se dice que es posible inferir ciertas interpretaciones que echan luz sobre el crimen y hacen ceder la hipótesis del acto de locura ante una hipótesis más tenebrosa. Si esa inferencia es correcta, también se explicaría por qué Alejandra no se suicidó con una de las dos balas que restaban en la pistola, optando por quemarse viva. (Fragmento de una crónica policial publicada el 28 de junio de 1955 por La Razón de Buenos Aires) (…) (…) ¡Qué descanso odiarse! (…) (…) Cubiche le mostró el lugar para dormir, en el acoplado, extendió colchonetas, preparó el despertador, dijo: “hay que meterle a las cinco”, y luego se alejó unos pasos para orinar. Martín creyó que era su deber hacerlo cerca de su amigo. El cielo era transparente y duro como un diamante negro. A la luz de las estrellas, la llanura se extendía hacia la inmensidad desconocida. El olor cálido y acre de la orina se mezclaba a los olores del campo.

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–Qué grande es nuestro país, pibe…. Y entonces Martín contemplando la silueta gigantesca del caminero contra aquel cielo estrellado, mientras orinaban juntos, sintió que una paz purísima entraba por primera vez en su alma atormentada. Oteando el horizonte, mientras se abrochaban, Bucich agregó: –Bueno, a dormir, pibe. A las cinco le metemos. Mañana atravesaremos el Colorado. La tertulia después, café y soda en la avenida Santa Fe. Graciela y los cuatro redivivos que la seguimos a la escena de inútil disimulo cuando se está cautivo del enajenamiento instantáneo. El maestro tomó el puesto que daba a la vidriera, capricho del azar que pudo habernos juntado en cualquier café donde se cuece la tertulia de casi todo Buenos Aires, calles renombradas que servirían de contexto para una próxima ficción: Perú, Montevideo, Cerrito, Charcas, Esmeralda, Corrientes, mirada excluida pero el razonamiento ininterrumpido que continuó alentando el encuentro de los motivos de la existencia en el lugar en el que nos tocó vivir. Brevedad es ademán de cercanía. Graciela, se arregló el cabello azabache, se levantó, fue a la toilette, él nos echó una ojeada ¿indiferencia, timidez o petulancia? Soslayo de un recuerdo que dejó de serlo cuando el rostro se iluminó. Graciela acercó su figura estilizada enfundada en vaqueros estrechos que contrastaron con la polera suelta que hacía juego con el rostro sereno adornado por ojos rasgados color castaño claro y la tersura juvenil de su piel. Cuando salieron, supe que se entregaron a la noche cuando la puerta de vaivén los arrojó a la calle. Y sí, la provocación renovada de la noche porteña no es representación de rostros disformes, figuras alargadas, palabras guturales que residen prisioneras a la luz del día de segundo piso hacia arriba de la ciudad congregante de la actividad comercial. Tampoco espectros que revolotean y se disuelven en el exterior entre figuras desprendidas al albur de los capiteles y apliques estáticos que remite a los maestros venecianos que moldearon el yeso, dieron forma de fisonomía imaginaria a la usanza europea de la solidez y altura regulada de las edificaciones. Los aparecidos, hijos del abandono, anonimato, carencias, pesadumbre que viaja y requiere del reencuentro con la iluminación, quizás, la propia piedra filosofal. Y se inicia en el vomitorio que desciende por las galerías del Subte. Reserva de un banco mientras el inframundo de los antepechos se descubre en los amorfos del paso de la luz del primer vagón y la intermitencia de un faro de tren que se estremece en los mecanismos de las coronas cuando se detienen al accionar del freno que anuncia la parada. Aquí es y uno desciende, el convoy arranca mecánicamente a la espalda mientras se asciende por la escalera desgastada que topa la vereda de baldosas acanaladas, desprendidas del suelo, el agua detenida chapotea en la calle adoquinada con pavimento superpuesto. Ella, pues, sombra de cualquiera otra, pero definida por el nombre de la confitería aún en servicio. Avanzo decidido al encuentro somnoliento de una litera congelada de agosto. Soliloquio iniciado al cierre sonoro de la puerta enrejada del ascensor, formas atropelladas polemizan consigo mismas, te veré al amanecer, de nuevo, camino de lo trascendental. Nostalgia menor, pasmo iluminado, destello, región del avatar onírico regido por una congregación de invidentes. Reclamación que atropella, mirada dirigida a lo absoluto, quizás esté en la Patagonia de Martín y Bucich.

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Horacio apagó el motor del Citroën frente al lago Huechulafquen. Alba simple reafirmada en perseverancia, algunas privaciones añadidas se honraron entre un ligero zumbido en los oídos de ausencia de asonancias que se extendieron entre la brisa renovada y húmeda. Boscaje, arraigo de coníferas, araucarias y alerces, previo a las estribaciones de la cordillera. Adentro, los celajes contuvieron el viscoso desenfreno de la luz usufructuaria de los secretos espaciales de lo recurrente, franca desenvoltura del agua que toma posesión entre cristales verdes y azulados. Fresco destemplado que proviene de las cumbres, nieves perennes estacionadas en conos perfectos, volcanes, visión esclarecida entre reflejos, contraluces prolongados en la corriente del viento libre recreándose en sutiles ráfagas por el lago alojado de los Andes. En la orilla, paso a la espesura, inflexión de risas y voces de turistas, remanso, onda de agua, deslave detenido en un asiento de guijarros, pasaje, paso de flores muertas, hojas secas, contrahechas, crujientes, ocres, necrosadas, expedición a la eclosión primaveral, frontera entre disolución, resolución, cimiento que permanece en la retoma en multitud de refulgencia, fascinación contrastada con el aliento seco, desabrido, rigor de areniscas, planicie sin límite, vegetación, penuria en lejanía del recorrido simple entre Neuquén, Chocón y Zapala y, el arribo polvoriento a Junín de los Andes. Y, noche de concurrencia, ritmo entre distancia y ensueño al fiado, refugio de cercanías, afluencia de ases de la mitología, ojos de desaparecidos, laberinto, vecindario de dríadas, metamorfosis de faunos, auras, gnomos, ninfas entre aguas apenas presentidas, aura de sosiego que huye, correría de un venado núbil que atraviesa el filo del universo de lo perdido, atrapado; preludio del inconsciente, gozo efímero de un rayo, inspiración y acento entre duendes. Viajeros de cuentas, Horacio, Marta y yo, abandonados en la conversación, balance, severidad, aporte entre el centavo. Horacio, presagio de una fuga de aceite en el motor del vehículo que se definiría en Esquel, compras del menú en la proveeduría al arribo a San Martín, asentimiento sin objeciones de Marta porque sabía que mañana no se ejecutaría el plan acordado, disfrute es el bien mayor que se inicia en fascinación anticipada. Avanzar de la noche, once y treinta y es frontera entre oscuridad y chisporroteo de hoguera agonizante hasta el emerger de una silueta. Un espantajo que surge en la precariedad entre atuendo y nombre: Donaila. Se sentó con familiaridad enseguida de Horacio, al pie del último rescoldo. Entonces Marta cebó mate …ronda y relato. –Vivo en el refugio del ejército desde que una avalancha del Lanín en el 60, inició en tanto se acomodaba en espaldar de pared improvisada entre troncos. Ya llevo once años por aquí. Pertenecí a la infantería del ejército de la República Argentina donde serví hasta el rango de suboficial principal. Me destinaron a las fronteras por dos años, patrullar y coordinar la reconstrucción del refugio y me quedé. Más temprano que tarde representó, para mí, la contradicción entre lo urbano y lo primitivo, en apariencia, instintivo. Poco voy a una ciudad, me aprovisiono en San Martín o en Junín según el lugar donde me encuentre de servicio en el momento. Son las dos únicas poblaciones que están en mi radio de acción. Me impresiona una ciudad. Vine a buscarte a vos, Horacio, y a tus amigos. Tú mamá me dejó razón en Junín de que estarías por aquí. Ofrezco, por si quieren subir a caballo, a las primeras nieves del Lanín. Conocí a tu papá cuando prestamos servicio militar en Mendoza. Tu mamá me dio las señas

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del coche. Aquí estoy antes de subir al nevado donde permaneceré hasta julio cuando las nieves, el frío y la imposibilidad de movilidad me obliguen a regresar aquí o al Lácar en San Martín para luego iniciar temporada cuando en la primavera se inicien los deshielos. Llevar grupos, recoger dinero para la supervivencia, tomar fotos con morrales, sonreír, ayudar a un recuerdo perdurable de algo y de alguien que nunca ha estado familiarizado con estos pagos. Apreciar el origen de tantas complejidades de movimientos de la naturaleza, viento, lluvia, nevada, todos los elementos, palpables o impalpables que conforman el clima, son cosas exóticas para un citadino. El silencio aturde, provocación que interrumpe cualquier diálogo o pretexto para los parlamentos. Preguntan temerosos por seres imaginarios que puedan afectar la seguridad producto de lecturas y cine, creen que aquí es imposible persistir sin tener las cuatro paredes de una ciudad. –Donaila, interrumpió Horacio, papá me habló de vos. Los planes que teníamos cambiaron, llevamos un día de retraso en la correría, después del pinchazo de Choele Choel. Agradezco tu ofrecimiento, mañana madrugamos a San Martín, llegar a Bariloche es importante por el alojamiento que nos ha ofrecido un familiar cercano a Marta que requiere de un día preciso. –¡Qué macana, che!, increpó Donaila. Efectivamente, he estado pendiente. Los caballos están disponibles más abajo en un establo de la estancia de mi coronel Redrado, ya retirado, pero no se hagan problema conozco cómo son estas cosas. Al destino hay que tenerlo en cuenta. ¡Qué va a ser! Los viajes son como la vida, están plagados de imponderables, cuando uno menos piensa, ¡pum! estallan y adiós planes. Si regresan…estaré atento, marcá el mismo número al que llamó tu mamá, allí me dan razón. Ya saben, no voy por las ciudades. Silencio, soy esclavo de la meteorología en estos lugares generosamente libres que me adoptaron y yo adopté: chillidos de rapaces que, emitidas al paso, percibo su olor, preciso de lejos las huellas de la familia de venados que huye ante la amenaza de los felinos y de los cazadores que no son tan furtivos. Se defienden con agilidad nerviosa ante cualquier sonido desconocido, evitan el fango de los atolladeros del bosque y se camuflan en él. Vivo siempre atento al cambio del tiempo que se inicia en los solsticios, entiendo que todo tiene una razón conocida que se manifiesta en lo impredecible, determinación de cada estación que se consolida luego de un corto periodo de transición y uno va y viene de lugares bajos a altos. Movimiento continuo: de la nieve al fango, del barro al polvo, días cortos y opacos a largos y refulgentes del verano. En cuanto el clima lo permita vengo a Junín por el pago que trae el estafeta del batallón, el ejército es quien me emplea. Los militares destinados sacan el cuerpo a venir por aquí. Difícil traer una familia a estos eremos, lo entiendo. Las mujeres se contrarían ante la falta mínima de comodidades de la vida moderna: heladera, estufa a gas, tiras de la televisión, coche, estudio de los chicos. Atajos, caminos, flores, hojas, caminos serpenteantes, estoy conmigo en el agua que fluye, es el compendio que confirma la llegada del mañana. –¿Y ahora a dónde vas? preguntó Marta. –Sigo el camino, allí está el rucio que me acompaña en la noche. Mirada nocturna, reflejo de la luna en ojos brillantes, docilidad de cielo despejado, paso firme, mejor que el de una mula. Regreso en dos días a recoger visitantes.

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–No sé qué decirte, interrumpo, sos admirable, me gustaría acompañarte un tiempo. –Uhm, ¿seguro? te aburrís al toque y qué problema bajarte con cara de aburrido. Entonces se fue yendo, marcha pausada, jamelgo y hombre se dispersaron en la

sombra.

Y cada cual al lugar que la carpa le ha asignado. El apaciguamiento es claudicación ante la noche. La abstracción avanza rauda entre silueta de seres que se esfuman ante el brillo de la madrugada. El césped del jardín del parador frente al lago Lácar cubre prolijo un ligero promontorio que resuelve el horizonte en fuga, detiene la vista en un sesgo remoto donde confluyen serranías, agua y una inusitada corriente de nubes desbocadas. Ocaso presentido, rayos refractados entre nubes son serenidad repentina de la escena que, a la derecha, reitera, en la tupizón, una promesa como advertencia dispersa en su interior. ¿Acaso toparé espíritus, nuevos de hadas y gnomos? Lo intentaré a la noche, en tanto doy la espalda al lago insondable de aguas verde azul, abrillantadas en el ondeo. Avanzo, escucho el golpeteo transitorio del oleaje que se aproxima, se aleja ahora mansamente de la playa mientras el capitán realiza la maniobra, acelera el fuera de borda, lanza el aparejo y fondea. Del embarcadero sigo a la avenida San Martín, la de San Martín de los Andes, que ostenta una serena propuesta de abstracción entre montañas, gente toda laya reunida en braseros, perfiles evidentes entre ventanales, vía a la invitación, interés de tertulia interminable que vaga alrededor de la merienda: chocolate y pastel de manzana. Solaz, paso olvidadizo de ciudadanos que se desprenden de la siesta, deambulan entre pretexto indefinido y el ocio de quien se introduce en el crepúsculo como retorno al hogar que chisporrotea, tizne de chimenea, confuso claro subsistente de afuera que regresa a compartir la noche con lo vago y cotidiano. Libro, orilla, savia, creación ascendente en el espíritu. Mónadas secretean asentadas en mi interior, es cosmos de números, potencias ocultas en contenido y profundidad del entorno indescifrable. Entonces persevero a nombre de lo espontáneo, mirada fija en el cristal, encanto de aislada permanencia, tentativa repetida, elevación diáfana de seres de singularidades, identidad de lo cierto, inconsciencia incluida como esencia del sueño, obediente consecuencia de la imaginación. La espesura constante es interrumpida a trechos por lagos enclavados entre hondonadas de vista remota, colinas de tiento en doseles, regocijo de besos incesantes entre hojas, acrobacia sonora inducida por el aura, iluminación velada, colorido heterogéneo de frondosidades, descubrimiento en verde, ruta ondulada, estrecha y polvorienta. Dictado de la diversidad, deshielo que fluye de las cumbres entre rápidos, cauces agitados y transparentes, cascos blancos encubiertos, emulación insinuada, extendida y embriagada al paso del límite posible de los sentidos, lugar natural de la fascinación que se asienta en andadura, limitación de un vehículo que se esfuerza en la penúltima curva y sorprende el horizonte ampliado del lago mayor recostado en la cordillera, el Nahuel Huapí. Bariloche, obstinación de corrientes, compendio de brillos, resplandor de un oleaje caprichoso, sumario pasivo en torrentera, glaciares asentados entre ciclos, tormentas, y cataclismos, acopio de ventisqueros, serranías, mirada al encuentro de prodigios, pasos de

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aventura, orillas ahogadas en sí mismas entre estaciones, márgenes ampliadas, extensas y sonoras que renacen en los promontorios en el medio del océano interior. Y, el albergue: es puerta enfrente y, adentro la primera vista de un mueble de copas, cuantiosa ilusión que se yergue del piso de madera lustrada, desperdigado olor a canela, cuatro ventanas, mirada al exterior de un mar apenas rizado. Tres escalones a la derecha, ventanal en el descanso, alerces del patio, mochilas de cuarto compartido –interés en una noche en cama mullida– y, en el corredor, confianza en abluciones presentidas de agua caliente. Turno para Marta y, nosotros, espera entretenida entre lugares comunes: lavado de ropa, dejarla secando para, raudos dejar atrás la dispersión de un vapor entre olores inadvertidos, sin mucho debate porque en el caminar está el acuerdo. Sorpresa reafirmada en la comprobación de la propuesta arquitectónica de hábito corriente, visión referida a imágenes de cualquier enciclopedia y, la plaza, afluencia de encuentros presagiados para continuar. Sumar actividad sin pausa, veredas de vista lateral referidas a la brisa y a la extensión del agua contenida, detallar recodos, imitación en la uniformidad entre madera y piedra a la vista, relatos despilfarrados hasta dar con una confitería: tres barras de chocolate, masas de la merienda entre risa y turismo para proseguir porque la categoría de viajero de especial está en dar por iniciada con presteza la gestión del reencuentro y es un banco arrinconado de la costanera que espera el zurcido de un rayo que disuelva la vista ampliada de la cordillera abanicada entre matices. Viajeros, condición de convergentes: desacuerdo, reconciliación y gozo. Y la plática es comunicación alborozada en vino que rocía sánduches de miga, gaudeamus de jamón y queso, salami, ricota y el volumen de la botella de tinto que impide que el papel periódico del envoltorio vaya por aquel exterior. –¡Es definitivo!, interrumpió Marta su silencio. ¡Cuando uno hace valijas no quiere volverlas a guardar! Estoy figurando que aún no me haría a una cabaña aquí, en la cordillera. ¡Aún tengo mucho planeta por conocer! Pienso en mi próximo viaje, podría ser al norte: Salta, Jujuy, La Quiaca y seguir, ¿por qué no hasta Canadá? ¿Se apuntarían? –¿Cómo pensás hacer?, preguntó Horacio. Hasta ahora nos ha ido bien, pero si querés hacerlo en coche este debería ser más robusto y de modelo más reciente. Creo que Citroën no hay mucho fuera de Argentina. Estoy ahora esperando llegar a Esquel y ver a un amigo de papá que nos va ayudar a cambiar los guardapolvos de los terminales del tren delantero, ¡están rotos! Es urgente, de acuerdo con lo que hemos planeado debemos ir de allí hasta Comodoro Rivadavia. Esa ruta está en construcción según el mapa, poca lluvia, entonces el polvo arruinaría el tren delantero. También hay que cambiar el retén de la fuga de aceite. –Che, este…, Horacio, replicó Marta, no hay necesidad de hacerlo en coche propio. ¡Mucho lío! Ir de lugar en lugar en transporte público, se corren riesgos, entiendo que esto no es Europa, salvo Estados Unidos y Canadá que tiene restricciones por el clima. No es como cuando íbamos en tren con papá desde Lisboa hasta Berlín en tren. ¡Lindo! –Yo lo haría en coche, me gusta conducir, pero regresaría a Buenos Aires mientras vivan mis padres. –Y vos, colombiano, ¿qué decís? Preguntó Horacio.

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–Uhm, ¡ni idea!, respondí. Puedo decir que todo es sobresaliente, quizás, me inspira el contraste entre la sobriedad y el orden de estos parajes contra los nuestros que son de exuberancia que parece desorden. Me atraen ambos con igual apariencia, no puedo decir con certeza cuál ha de ser mi lugar en el mundo, será una elección, lo infiero. Y las dudas, influencia de cordilleras, terremotos, inundaciones, vida privada, etnias, diferencias culturales, desigualdades similares a las del interior. La inquietud de él fue afirmación en la precariedad de las rutas, modalidades de vehículos, nivel de avance, confort, talleres de mecánica automotriz, ¿Automóvil Club? Detalle a detalle, marcas; ¡todos importados!, respondí, respuestas afincadas en la imprecisión sin distinción posible, percepción general en la ambigüedad de una asociación imaginaria. –Es claro para mí que siempre regresaría a Buenos Aires. Tengo una relación de mucho afecto con mi barrio, mi historia personal. Viajo con deseos de quedarme en algún lugar, pero siempre regreso, concluyó Marta. –¡Si!, complementó Horacio, mis viejos ¡Ah…mi vieja es el tesoro mayor! Y la estación de fulgores permanece a la sombra del ojo de agua. Ahora es placidez interrumpida por cuenta de la llegada del grupo de turistas con intención de desafiar el turno al contento, asentó sus reales en un malecón de botes alineados. Horacio continuó discurriendo en la evocación, Marta en la pasividad repetida de apartes de vida: cuitas entre la escuela y el departamento, secundaria, confiterías, cafés, cines, bailes, calles y avenidas que se fueron acortando de tanto transitarlas, inmuebles uniformes, deslustrados y parrillas en las calles de San Telmo. Fines de semana de asados prolongados hasta un atardecer de pousse cafe, conversación en el parque Lezama y, de vez en cuando, un paseo por la Costanera, aventura por los bosques de Palermo. Difícil, entonces, soslayar el perfil desprevenido, sereno de Marta que asiente en el recuerdo: jurisdicción de cercanías que Horacio admite y es mi presencia la que importuna el acumulado vecino que ella disimuló. Se levantó y es estatura mediana y estilizada la que inspira una digresión que inicia en un departamento en Balcarce con Independencia, me detuve, avancé, paso de largo, los dejé, me apegué a mi relación reciente con la ciudad y es otra vez el reglamento de la Biblioteca circulante Harrods A todos los efectos, mientras retengan libros en su poder, los adherentes a la Biblioteca circulante Harrods seguirán considerando suscriptores (…). Caminaba por la calle Perú: apretándole un brazo, Bruno, le señaló a un hombre que caminaba delante de ellos, ayudándose con un bastón. –Borges. Cuando estuvieron cerca, Bruno lo saludó. Martín se encontró con una mano pequeña, casi sin huesos ni energía. Su cara parecía haber sido dibujada y luego borrada a medias con una goma. Tartamudeaba. –Es amigo de Alejandra Vidal Olmos. –Caramba, caramba, Alejandra…pero muy bien. Levantaba las cejas, lo observaba con unos ojos celestes y acuosos, con una cordialidad abstracta y sin destinatario preciso, ausente.

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Bruno le preguntó qué estaba escribiendo. –Bueno, caramba… –tartamudeó, sonriendo con un aire entre culpable y malicioso, con ese aire que suelen tomar los paisanos argentinos, irónicamente modesto, mezcla de secreta arrogancia y de aparente apocamiento, cada vez que se les pondera un pingo o su habilidad de trenzar tientos… –Caramba…y bueno…tratando de escribir alguna página de que sea algo más que un borrador… ¿eh?, ¿eh?... Y tartamudeaba haciendo una serie de tics bromistas con la cara.

Y mientras caminaban hacia la casa de Rinaldini, Bruno lo veía a Méndez diciendo sarcásticamente, ¡Conferenciante para señoras de la oligarquía! Pero todo era mucho más complejo de lo que imaginaba Méndez. –Es curioso la calidad e importancia que en este país tiene la literatura fantástica –dijo– ¿A qué podrá deberse? Tímidamente Martín le preguntó si podía ser consecuencia de nuestra desagradable realidad, una evasión. –No. También es desagradable la realidad norteamericana tiene que haber otra explicación. En cuanto a lo que Méndez piensa de Borges. Se sonrió. Dicen que es poco argentino–comentó Martín. –¿Qué podría ser sino argentino? Es un típico producto nacional. Hasta su europeísmo es nacional. Un europeo no es europeísta: es sencillamente europeo. ¿Usted cree que es un gran escritor? Bruno se quedó pensando. –No sé. De lo que estoy seguro es de que su prosa es la más notable que hoy se escribe en castellano. Pero es demasiado preciosista para ser un gran escritor. ¿Lo imagina usted a Tostoi tratando de deslumbrar con un adverbio cuando está en juego la vida o la muerte de uno de sus personajes? Pero no todo es bizantino en él, no vaya a creer. Hay algo muy argentino en sus mejores cosas: cierta nostalgia, cierta tristeza metafísica. Tomé la Línea D del Subte, seguí con atención. Las paradas son representaciones remitidas a un preciso sentido de simbolización: Pueyrredón, Bulnes, Plaza Italia. Verifiqué a la salida que efectivamente estaba en Palermo. Las instrucciones de Graciela fueron precisas: caminar tres cuadras por la vereda contraria a la salida de la estación. Avanzar dos cuadras por la avenida Santa Fe, camino al Zoológico hasta encontrar la dirección. Timbré en el 5A, ella contestó. –Seguí, dijo. La puerta se abrió, avancé por el vestíbulo reluciente, a la izquierda un escritorio sólido sin encargado, los casilleros con las cuentas y la correspondencia, al fondo cité al ascensor, paró en el Quinto, no hubo pierde, Graciela esperaba con la puerta abierta. La invitación a sentarme incluyó la ventana abierta que daba a la Plaza desde la intimidad forzosa del departamento de un ambiente. Invitó a sentarme en los cojines abullonados que hacían de sala. ¿Querés un té? Asentí. Con soltura sirvió el agua de la tetera para dos. El protocolo terminó, se sentó enfrente con agilidad, tiró la espalda sobre la pared, se puso cómoda y el humo Jockey Club se extendió en la circunstancia.

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–¿Cómo te trata la vida? Preguntó. –Bien, por ahí, conociendo. –¿Has vuelto a ver a Oswaldo? –Hablé con él la semana pasada. Me preguntó si quería ver a Borges. –¡Qué suerte! ¿Dónde? –Me dijo que estaba en contacto con Victoria Ocampo. En estos días iría a lo de ella, un departamento de Barrio Norte. Lo ha invitado, será rápido por cuestión de tiempo, pero por supuesto, si me lo permite, me pegaré. –No es fácil ver a Borges, menos en lo de Victoria. Es la élite ¡Qué orgullo si se te

da!

–La verdad que sí. Un privilegio, dije. –Y… ¿qué te pareció Ernesto? –Suerte haber podido ir esa noche. Un tipo tan competente venir desde tan lejos para hablar con cuatro pelagatos cuasi imberbes, en verdad, fue un momento inolvidable. Tuviste mucho qué ver, según dijo. –Lo perseguí por varios meses. Es un personaje muy callado, alejado y reservado. Vive en Provincia. ¿Te gusta? ¿Has leído algo de él? –Leí El túnel y ahora último, Sobre Héroes y Tumbas. Intento ahora tener alguna idea, primero entender y, luego adentrarme en el mundo onírico, el contexto obvio es Buenos Aires. Es bastante atractivo este ambiente, intento conocerlo. –¿Estás cómodo en Buenos Aires? –Cuesta adaptarse a tanto cosmopolitismo. Hay mucho contraste con la vida bucólica y cerrada que llevé en mi adolescencia y, el lugar de donde soy, dice mi amigo Javier: los cuentos venían de los campo. Cuando viajo en el subterráneo – es a diario–, leo a Sábato, infiero que hay un sustrato por definir que es de libre interpretación pero que sugiere mundos ocultos. Un ambiente de expectación, encuentros y desencuentros, listado de preguntas esenciales sin resolver que quedan para ser resueltas mañana o pasado y revierten en el misterio de un estado muy particular de duda constante, lejanía e introspección. –Esa percepción no es alejada de lo que he vivido. Soy de provincia, interrumpió Graciela, vengo de Santa Fe, quiero ser escritora. Algo así. Es todo impersonal, me esfuerzo, pero siento que resulta insuficiente. Trabajo en lectura, frecuento círculos que sugieren abordajes diferentes a lo particular de las propias necesidades que no son necesariamente las apetencias de un público indefinido, titulares, historias, tantas banales que se devoran con facilidad en la creencia de que leen, llaman tanto la atención de los editores que, en definitiva, son los que dan para vivir en el atrevimiento de los que intentamos decir cosas con palabras. Mirá, escuché mientras apuraba la tasa de té y dejaba la colilla en el cenicero, ¿sabés quién es Giuseppe Garibaldi? –Lo ubico como un personaje italiano que anduvo por aquí, luego hizo mucho por la unificación de Italia en el siglo pasado. Más no te puedo decir, no sé. –Pues este tipo es la representación que está en la estatua ecuestre en la plaza que ves enfrente, Plaza Italia, un lugar muy importante en la ciudad. Quizás la admiración sea mayor

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porque es tano y un poco mucho anarquista. Nuestra cercanía con Italia es suficientemente grande, comparada solamente con la de España. Sin embargo, a pesar de que Buenos Aires es hechura de europeos, tiene un dejo muy particular que puede ser un mundo a lo Sábato como un mundo a lo Borges. –¿Me podés contar? –Querés que leamos algo de Borges para que cuando lo veas sepás algo más de él. –Me interesa, claro. En la facultad leímos a Cortázar, Borges, no… –Uhm… de nuevo nuestros prejuicios. Se levantó, me ofreció ahora café, otro Jockey Club. Agradecí. Se dirigió a la habitación y trajo un libro, en tanto el agua hirvió y el café estaba servido. –Bien, sabés que Plaza Italia, enfrente, forma parte del corazón de Palermo y de la ciudad como ser. Este barrio, en el poema Fundación Mítica de Buenos Aires, Borges dice un supondremos, como lo leo, da origen al mito que es metáfora, como tal, sugestiva: Una manzana entera en mitá del campo/expuesta a las auroras y lluvias y sudestadas/ la manzana pareja que persiste en mi barrio/Guatemala, /Serrano/ Paraguay/ Gurruchaga. (…) Una cigarrería sahumó como una rosa / el desierto. La tarde había ahondado en ayeres, / los hombres compartieron un pasado ilusorio. / Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente. (…) A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: / La juzgo tan eterna como el agua y el aire. Ahora que estás ubicado en dónde estamos físicamente quiero proponerte una manifestación explícita de los significantes que crea Borges de este conglomerado humano, particular, contradictorio pero arrebatador, implícito, también, en algunos personajes de Sábato. –Tenés allí en el texto, Fervor de Buenos Aires, ¿verdad?, pregunté con la seguridad de una respuesta evidente. –Sí, es precisamente del que te iba a hablar, me gustaría leer para que veas otra experiencia que, en el fondo, puede ser analógica, pero con un entrañable diferente. Leo. Se puso los anteojos, a su aire y con incitante voz femenina inició la lectura con entonación: Las calles de Buenos Aires/ ya son mi entraña. No las ávidas calles, /incómodas de turbas y ajetreo,/sino las calles desganadas del barrio /casi invisibles de habituales/ enternecidas de penumbra y de ocaso/ y aquellas más afuera/ajenas de árboles piadosos/ donde austeras casitas apenas se aventuran/abrumadas por inmortales distancias,/ a perderse en la honda visión de cielo y llanura(…) Haber sentido el círculo del agua/en el secreto aljibe,/el olor del jazmín y la madreselva,/el silencio del pájaro dormido,/el arco del zaguán, la humedad/ –esas cosas, acaso son el poema.(…)En esa horas en la luz,/tiene un figura de arena,/di con una calle ignorada,/abierta en noble anchura de terraza,/cuyas cornisas y paredes mostraban/colores blandos como el mismo cielo/que conmovía el fondo./ Todo la medida de las casas, las modestas balaustradas y limadores,/ tal vez una esperanza de niña en los balcones entró/en mi vano corazón,/ con limpidez de lágrima./ Quizá esa hora de la tarde de plata diera la ternura a la calle(…) Con la tarde/se cansaron los dos o tres colores del patio,(…) Serena,/la eternidad espera en la encrucijada de estrellas./Grato es vivir en la amistad oscura/de un zaguán, de una parra y de un aljibe(…)Con los colores del perdón la tarde,/y un olor a tierra mojada/alentó los jardines,/nos echamos a caminar por

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las calles/como por una recuperada heredad,/en los cristales hubo generosidad del sol/ y en las luces relucientes/dijo su trémula inmortalidad de estío.(…) La brisa trae corazonadas del campo,/dulzura de las quintas, memorias de los álamos,/que harán temblar bajo rigideces de asfalto/la detenida tierra viva que oprime el peso de las casas,/en vano la furtiva noche felina inquieta los balcones cerrados/que en la tarde mostraron/la notoria esperanza de las niñas./También está el silencio de los zaguanes./ En la cóncava sombra/ los relojes del media noche magnífica, un tiempo caudaloso,/ donde todo soñar halla cabida, tiempo de anchura del alma, distinto/de los avaros términos que miden/las tareas del día. Detuvo la lectura. Se levantó rápidamente, pidió disculpas, contestó el teléfono en la habitación, regresó en unos minutos, en tanto, las primeras luces municipales iban acopiando la fatiga de la ciudadanía de invierno, estatuas rígidas, testigos del silencio vecino y cercano a la majestad del río, las plaza y los parques cerrados a los visitantes ajenos al acaso de la tentativa de apropiarse de la conversación con las figuras que inspiran fervor por una ciudad de barrios, zaguanes, aljibes, madreselvas, solares, desplazada por calzadas ampliadas y rectas, edificaciones equivalentes de la planeación urbana y, la muchedumbre en su oficio de salir del anonimato, a lo que Graciela respondió con lectura: Atardeceres; La noche de San Juan: El poniente impecable de esplendores…su rosario de estrellas desparramadas; Sábados: despecho de tu desamor, prodiga su milagro por el tiempo; Trofeo; Barrios reconquistados; Inscripción sepulcral; Jardín… Sí, el rendez vous se dio por terminado. La llamada de Sábato anunciaba un próximo encuentro, ¿el lugar? Una coordenada de calles de la cosmogonía porteña. Al dirigirme al ascensor percibí el cierre dócil de la puerta a mi espalda, acecho de la imagen de un lugar puestecito, orden delicado y sobrio, expectativa que hizo curso en la línea entre el quinto y la planta baja de que el próximo encuentro pendía del azar, resonancia de un coincidir de una próxima llamada, tal vez, un encuentro fortuito donde pudiese iluminar el interior del reflejo de unos ojos detrás de los lentes, afanosa pausa opuesta al desgobierno de una búsqueda inquieta, desvelada, que pretende encontrar la clave de un relato entre formas requeridas para ser contado. Figura menuda, cabello corto, expresión desenvuelta de quien posee la autoridad de la paciencia, respuesta a la presunción de que en los atajos de la sensibilidad se presenta el nombre como conexión inesperada, pariente implantado en el ánimo y el ejercicio de observar como método, lectura como uso de la palabra escrita, convicción de que otros revelen el legendario lugar de lo trivial, conocido o indecible, consecuencia entre lo cotidiano y la distancia conquistada en la forma de caminar, conversación constante entre lugares inveterados. A todo aquello se le nombra como arraigo, creación de la imaginación, construcción de nombres idealizados, eternizados, fuga constante entre figuras que se anticipan a la palabra. La tarde asumió la avenida Santa Fe. Fui apurando en vano las calles entre luces dilatadas, comercio ajeno, abasto de barrio, vidrieras sofisticadas de títulos en dorado, encuadre entre fogones de pizza a la piedra, algún piso, fisgoneo elemental, donde encuentre dentro (…) un extraño país;/las aventuras del envido y quiero,/autoridad del as de espadas,/ como don Juan Manuel, omnipotente,/el siete de oros tintineando esperanza(…) El Truco

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donde pueda poner la baza en la resulta del tráfico vehicular, densidad del mismo sentido en mi avance, semáforos de regulación peatonal en la travesía de la 9 de Julio hasta la sofisticación de las edificaciones altas que cerraron los zaguanes entorpecidos de sombra, figura entre la opacidad de necia incomprensión de que el silencio es el ornamento de toda atracción, hasta el intento de desertar en la primera boca del Subte para ir a casa sin esclarecer el deseo de otro encuentro con – jacarandás, acacias cuyas/ piadosas curvas/ atenúan la rigidez de la imposible estatua/ y en cuya red se exalta/ la sombra de las luces equidistantes/ de leve luz y tierra rojiza./ ¡Qué bien se ve la tarde/ desde el fácil sosiego de los bancos!/ Abajo/ el puerto anhela latitudes lejanas(…) Entonces preciso la fórmula interior de que estoy en Plaza San Martín.

Inadvertida, una brisa anticipada se coló por las ranuras de la ventana, atrajo la algarabía de un gozo agónico del rezago de turistas que avanzaron desde el lago hacia el centro. Entonces el penúltimo deseo concluyó: permanecer en cama blanda hasta el límite del plazo de entrega de un cuarto ofrecido como pensión. Con seguridad Marta y Horacio acudieron al recurso de darse vuelta en sus catres obviando el paso cercano de los juramentos de amistad, así como la adopción del sigilo para salir al descubierto: descendí los tres escalones del camarote, tomé en la mano los blujines, la campera, detuve con entusiasmo la tentación del peso en los ojos que se interpusieron a la pretensión de pasar de largo y adoptar el avance con diligencia. Tomé de la mano el cencerro, salvé el tintineo, resolví con éxito el trayecto entre la puerta de calle y el descampado, en tanto, apreté el paso, frialdad desnuda que golpeó mi pecho que, con circunspección, ingresó en la espesura. Sombras entrelazadas fueron preludio del próximo deseo y fue pregunta detenida de un infinito incauto de hojas caídas, humedad reconocida en el reflejo impreciso entre la bruma. Descendí, revelación en la orilla, yerro imposible cercano a la imaginación. Allí, la simplicidad es oficio, formalidad, proceso, propiedad del espacio en cuanto el primer fulgor se disuelva entre celajes y aproximaciones a la superficie queda del lago. Estuve allí, escuché el eco lejano transfigurado en algarabía de trinos debatidos entre asombro, vanidad, heredad e invitación a la permanencia. Albor: despertar de la ternura de un guiño generoso recibido de la madre primeriza oculta, lanzamiento en el temor de un impulso anónimo y, entre gritos, avanzó en busca del condumio. Entonces fue coro, itinerario urgente que, aleteado en tonalidades de firmamento y plumaje, atravesó el plano cierto de hojas estremecidas, sorprendidas ante la energía manifiesta del oleaje, formidable exclamación que recibe el don de los cuatro picos de la rosa de los vientos. Ingreso al ceremonial: solemnidad descubierta y cierta de sur, atrevimiento penetrante entre peñascales y nieves de lo eterno, vínculo y frontera ausente de horizontes, grito fragmentado y sublimado, distancia presta al renacimiento, legado cierto, iniciación.

Momento de partir a tiempo, sustrato de abdicaciones, orden, gobierno implícito de rutinas, barrunto de imprevistos, intercambio de expectativas, exaltación de sensaciones, espera lenta, previsión del estado de las calzadas. Sin embargo, ninguna práctica garantiza

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estrictamente que el inicio al nuevo destino prescinda de los rigores del cansancio, parada de última en la calle del poblado, monotonía del sonido del motor, sopor evasivo que disimula las severidades de la convivencia, tampoco llegar en tiempo previsto, a veces, es lapso menor. La decisión en el crucero fue por cuenta del rompimiento del pacto de silencio consigo misma. Marta detalló el mapa, intuyó y, no fue riesgo el incursionar expedito por la vía alterna que bordea el piedemonte de la cordillera hasta llegar al Parque Nacional Los Alerces en Esquel. Una hora antes de lo previsto, pues, el guardabosque de enfrente nos dio la bienvenida, cabeza cubierta con sombrero a la usanza de la Policía Montada de Canadá. Presentó con distancia su autoridad, horarios de apertura y cierre, repasó enumerando las instrucciones del cuidado, usos y costumbres al pie de lago: fogata, conversaciones en voz baja, cuidado con las especies, pesca prohibida, destino de los residuos, baterías sanitarias y horarios. Señaló en el mapa los lugares de camping, se puso, además, a la orden al recordar la tradición instaurada desde la fundación del parque en 1937. Avanzamos hasta consolidar las formalidades de un asentamiento nómada como rutina conocida, perfeccionada en solicitud, distribución de cargas de acuerdo con las competencias: repartición de los elementos de la manutención, cocina, montaje de tienda, arreglo de “vajilla”, lavado de ropa, frugalidad, revisión hasta alcanzar la profesión en el oficio constante de dejar turno a la curiosidad, engrandecer el paso de la contemplación, asombro, pausa en licencia del aprovechamiento prometido por la circunstancia. Mediodía, la canícula se cuela por los claros del exceso extremo del bosque de alerces. Y, el lago es finura, vista transversal del asentamiento puestecito que no logra interrumpir la angustia de Horacio constata la gota de aceite, caída en plural y brillo sobre el macadam del parqueadero. La contundencia del hecho aleja cualquier intención, ¡se decide!, emergencia. Arranca de inmediato –los otros estamos de sobra–, en busca del mecánico de Esquel, sugerida sabiduría paterna y allí, estoy entonces en titubeo silencioso en el medio de una indiferencia en inicio. Marta me mira, yo a ella. Dice que se encargará para que al regreso, Horacio esté el almuerzo: asado prometido de costillar y paletillas de cordero patagónico urgidas a propósito en la pulpería. Asiento. Me pongo a disposición, dice que lo hará con gusto, pero sin ayuda. Digo entonces que me encargo después de poner la mesa y lavar los platos. Asiente levemente con la cabeza. Allego leña a la parrilla, dice que está aún húmeda, que no me preocupe que ella lo hará. Digo que daré una vuelta por los alrededores. Me alejo, regreso rápidamente por el traje de baño, vuelta y me detengo en un rellano de la escalera sostenida con troncos, me atrae el verde rizado de la extensión del ojo de agua que se pierde en el horizonte, desciendo a la playa, bahía ligera enclavada entre el bosque que bordea el lago Menéndez me cambio en el bosque, me acerco. Un paso, otro, cautela afirmada en el lecho del lago, prolongación de piedrecillas y arena hasta sentir un ligero movimiento dilatado y de costado, en tanto, un oleaje menor se cuela entre las piernas. Ingreso, el agua cubre lentamente el cuerpo hasta la altura del mesenterio estremecido en frialdad, llama al ánimo presto que se transforma en valentía. Me zambullo, abro los ojos entre verdores, apuesta de sensación cercana que ahora se disuelve en aguas cristalinas. Un ligero zumbido del viento me aleja de la voz lejana de los

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caminantes, siento que el peso ausente de un cuerpo impropio se desliza grácil, aspira y expira acompasadamente, se dirige al centro de un rumbo incierto, ritmo de la creación que enciende de matices cada brazada. Esta vez no abandonaré el intento ante el frío recurrente de las aguas. Me detengo, agito los pies en franco desafío de la gravedad, de inmediato, disperso con expedición mi cuerpo, estiro los brazos a lado y lado hasta permanecer horizontal flotando entre cirrus, cielo y estío que ahora cede al encantamiento del vacío, ablución del espíritu que se explaya en la sospecha, mirada indiferente de ojos azules, orilla que se adentra entre columnas arboladas, densas y uniformes. Me atrae el paso lejano, pero escapo, preciso que estoy cerca del fin del mundo. Mañana atravesaremos en diagonal la Patagonia entre dos dilataciones paralelas, pie de cordillera y océano. Ulular de corrientes, torbellino originado en árida dilatación, desolación, estancias lejanas que se debaten entre agitación incesante, aspas de molinos de viento, vegetación domesticada en apriscos, ventisqueros de medio día que se estrellan en el parabrisas, bamboleo que reta la precariedad mecánica de la corrección del Citroën que Horacio eludirá con éxito hasta anclar la tienda en playa ajena de Comodoro Rivadavia que, por mandamiento mayor de la estética de la aventura, enajenará la alucinación de lo inadvertido: una pleamar cosquillea mis pies, obliga a tomar posiciones en la costanera dando fin a la ilusión entre olvido y aviso de contemplar la mar de madrugada. Y, la respuesta diligente en común, objeto de la frustración en el destino: avanzar con el programa hasta llegar al bosque petrificado de Santa Cruz como asiento de la imaginación en el centro preciso del reinado de Eolo. Ímpetu afirmado en la devastación rojiza de la contextura pétrea de titanes caídos que resisten a ser vencidos por la tragedia de la hecatombe hasta regresar. Inevitable establecer la estación del tren al buen estilo del modelo británico que llegó una vez a Jaramillo entre apuesta y proyecto erigido en el medio de siete cuadras y una cárcel con seis celdas sin estrenar tan siquiera con detenciones culposas que alberga una estancia ofrecida por un intendente de trámite; resguardada, difusa circunstancia del clamor del viento que disgregó con diligencia los disparos de los fusilamientos de opresión a la primera rebelión y es, de nuevo, una inesperada noche de largo en colchón pajizo y un alba que se ofrece entre trinos extraviados al fin del mundo. Asciendo apresurado por la rusticidad de la escalera, eximido de los ojos de iluminación imposible del bosque. La mesa está puesta en exquisita ascesis: flor de cordillera agitada a la vista, mantel de madera labrada, bife, costillar al punto y el tole tole familiar del motor del Citroën aprestado en prolijidad por su propietario; mascarón de proa, trompa achatada y rugosa, mirando a Comodoro. Otra tarde que se oculta en lentitud después de las labores de purificación, orden y conversación circunscrita al detalle del arreglo, su costo y un mañana. Escuchamos a Horacio en monólogo, desliza una mano con afectación por la calvicie incipiente y blanca. Dispersión de colores, fraccionamiento tenue y variable, difusión constante antes de perderse entre tinieblas. Noche, Marta interrumpe, repite la sentencia pronunciada al inicio, allá en Azul, en el primer almuerzo de milanesa, fritas, ensalada mixta y vino con soda: “Lo que vos perseguís, en vos mismo muere”. Quizás lo describió Saintex, Vuelo Nocturno, entre preguntas, aeropuerto, correo de la Patagonia perdida entre avatares concluyentes de la tormenta.

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Despierto, conciencia atenta, estremecimiento súbito y liviano que mueve la tienda, brisa que arrulla y es escucha, invitación a cerrarla de nuevo. Doy vuelta, el saco de dormir hace las veces de almohada, desplaza el despabilo, se actualiza y sabe que estoy del lado contrario al contorno que congrega fracciones de la presencia laboriosa, incesante, ligera, aglomerada de la periferia promiscua del sueño posterior a la vigilia. Imágenes asociadas a la oscilación constante de las olas de la creciente que se acerca y se retira de los médanos. Me levanto. Salgo y el aura revela a media luz la línea lejana, infinita, extraviada en la extensión interrumpida por una tonada, lontananza y silueta de pescadores en el malecón. Me desplazo restableciendo el camino de arenas humedecidas, la marea vuelve a deslavar prontamente las huellas, se aleja, deposita la naturalidad de un largo de algas de extravío que constato en el avance con una indumentaria mínima tolerada desde el mínimo del pudor y la costumbre. Destino inmediato, tentativa renovada de moldearse en la delicada y sugerida comunión con el equilibrio atribuido a la admiración, propuesta de universo precisado entre el firmamento uniforme de la coloratura. Enajenación, oficio propio de la inmensidad, instante conculcado por la memoria que se abstrae de improviso, impone la inmediatez de lo trivial. Vecindades, precisiones privativas de los hechos. Y, las preguntas de viajero de despedidas que desafecta el contrapunto, lo buscado y lo encontrado, fuga hacia adelante. La réplica se hace inmediata, recorre, se precisa en el punto que hace tránsito al territorio de lo indefinido: especulación, hipótesis e interpretaciones desfallecidas en imposición que interviene, actualiza la duna estacionada en una playa de Miramar donde quedó atrás la locuacidad centrada en las ambiciones de Horacio, silencio prolongado de arrestos contenidos, ansia juvenil y soñadora de Marta. Tuyo y mío, lo que fue nuestro, ausencia de incordios, me corresponde la carpa, mi alijo exclusivo y un lugar transitorio en parada posterior al inicio de la ruta final que diluirá el regreso a Buenos Aires, será el disgregue del relato que bordea fronteras aparentes. La playa queda atrás, doy vuelta, me adentro en el malecón hasta detenerme a la escucha del sonido apaciguado de la alborada. “¡La mierda!, mordió, pero se llevó la carnada”, exclamó el pescador, escucho seguido el sonido ligero del carrete que obedece a la firmeza de la mano recogida en el nylon hasta que el anzuelo se bambolea a la intemperie, espera de la acción reparadora del aficionado. Del lado contrario, tres pescadores estimulan la espera del éxito, me siento en la banca, miro si hay un más allá del infinito. Valoro la intrepidez de las columnas que sostienen el puerto, soportan con determinación el oleaje que afirma su tarea. Entonces los albores imprecisos remiten a velámenes, aparejos, travesía de navegantes instalados en la irreverencia, intuición insoslayable del hallazgo de los centros de certeza legendaria orientados por el movimiento secular del firmamento, coordenadas y, el sextante de Magallanes en cubierta. Tesoros que hoy son expediciones al intercambio cierto entre almas absorbidas por reinos de fatiga e ilusión. La aurora subyuga la sed momentánea de existir, sustancia lejana y próxima, corriente que aspira, equilibrio que no desecha el instante próximo a un término de vibración irrepetible. La certeza del momento: no me extenderé en la playa hasta ver pasar un sin tiempo que moldea la intención de forzar al bochorno, furor de oleaje salobre, gota que se desliza por

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mi cuerpo e iniciar un cambio de fisonomía, obviar debates y conciliaciones de la próxima pitanza, encuentros, flirteos, gozo, movimiento rítmico en la noche. Bastará una actividad que congregue lo simbólico, tentación, ansia de inspiración en la obtención de una casa común presentida en el suceso existencial.

Entonces y ahora, el correntino se llama Manuel y Elsa, su esposa. Está de espaldas al fondo de su departamento de la planta baja del edificio. En la pared medianera, la parrilla empotrada a la pared, Elsa celebra el afecto con beso sonoro en la mejilla, sonrisa e invitación a seguir, me acompaña hasta el fondo. Manuel se da vuelta, saludo de mano, continúa el oficio mayor del parrillero: el rescoldo. Carbón porque hallar un trozo de ñandubay en Capital es obra de romanos. A falta de él, es necesario avanzar con el proyecto dominical así sea traspasando en zig zag la frontera de la heterodoxia. En la mesa lateral, espera pasiva de las achuras, chorizos, morcilla, vacío, bife angosto y queso provolone. El asado de tira quedará para próxima ocasión, dice, en cuanto avanza la actividad con mate que Elsa le acerca, prueban juntos, me ofrecen. –Ya casi inicio, mirá, vamos a ir picando chorizos, morcilla y achuras, dice. Tenés el privilegio de llegar primero, si los demás demoran, se lo pierden. La intención de participar activamente no prospera. Manuel responde que soy invitado, categoría dicha en tono de hombre mayor que da a entender con respuesta abreviada, el ser invitado tiene estatus distinto al de ser vecino. Honor de despedida que Elsa interrumpe con el ofrecimiento de un Fernet, apuro mate con ellos. El calor de la parrilla al punto, Manuel revuelve la base del rescoldo, distribuye en el asiento el gris de la evidencia, suena el timbre, Elsa acude, llegan los próximos tres invitados, descorcha una botella de vino mendocino, el aroma revela la animación del diablillo de la primera botella. El asado marcha conducido por la conversación alrededor. Ahora se asocian Cacho, Belén y José, su hijo. Afuera se ha consolidado un profundo cercano de nubes bajas. Humedad propagada por los vericuetos del conglomerado inagotable de la ciudad, percibido de igual manera en el efecto coercitivo del movimiento de las coyunturas y, es el primer sorbo de vino que lo aleja para librar el ánimo que se presenta en cercanía y es coloquio que se adelanta raudo entre pesadumbres del extrañamiento, encerramiento cargado de todas las razones posibles, extravío de los cálculos iniciales de permanencia, razones económicas, militancia del desorden peronista al que la dictadura asienta la bota. Manuel se juramenta como radical, Cacho frunce el ceño cuando se nombra la maniobra del Renunciamiento de Evita como ilusión disipada del justicialismo, la CGT, la cercanía con Rucci pero Manuel reclama como propio el pacto con Frondizi, tan correntino como San Martín. El chorizo ahora es choripán, otro trago de vino, provolone y orégano que se disolverían en el paladar anónimo de cualquier tierra lejana, morcilla al plato y, las achuras esperan el mejor punto. El vino baña el asado, pero ya no son los milicos que tumbaron a Frondizi y a Perón sino la extensión enaltecida, ebriedad del aire libre del litoral, picazón en las entresijos, agua turbia y la correntada/ que baja hermosa por su barrosa profundidad, fragancia donde el cielo remonta el vuelo en el Paraná que resbala sin orillas de Ituzaingó a Itatí para precipitarse holgadamente rumbo al delta. Pero es propósito sereno y firme peregrinar a Mercedes, a lo del Gauchito Gil, para solicitar el favor del regreso.

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Evocación de tono mayor descarriada en el sin término de las llanadas, manadas de ganado, caballada entre bosques de coníferas y la parada: apearse del penco, fragmento en neblina de cualquier estancia para un asado al descubierto. Sí, allí se habla siempre de la República de Corrientes, conjugación a secas de la austeridad, mesura, volar de aves, ñandúes, carpinchos, corzuelas, jacarés y el jaguareté que pasea el instinto de recuperar una dominación suplantada. Murmullo impreciso, cercanía impenetrable, proximidad de Cacho y Manuel, trato existencial que, liado saber de lo guaraní con lo correntino, es adjetivo aprendido en el instante después de alejarse de la niñez bordeando el río en la costanera, internarse en lejanía de campos, aventuras reiteradas de pesca a orillas bajas y cenagosas de la desembocadura del Paraguay. Sueño que alzo la proa y subo a la luna en la canoa/ Y allí descansa, hecha un remanso mi propia piel. Rumores de mínima comprensión de guaraní contra el lunfardo rastrean los muros del edificio. Lo preciso por disipado en la protesta amable del vecindario: imprecación declamatoria, solicitud de acción cierta de retorno con géneros del regusto por el asado. Ánimo desorientado, raíces ajenas, perseverancia en el ahora que trasciende la limitación de los metros de un patio colectivo de uso exclusivo que Elsa barre en el refunfuño cotidiano – congregación entre escoba y recogedor–, miserias que llueven sordamente de las alturas que ella esfuerza ahora en dejar de lado en los compases iniciales de acordeón y guitarra versada en chamamé. Chamameceros, ¡Sapucai!: elevación dócil de las puntas de los pies sobre el embaldosado, vuelo de falda, ave desplazada al compás, me adhiero a las formas del movimiento, medida de vista que reanima, lugares actualizados en lo interior: contorno de agua, extensiones innúmeras, lucero de horizonte, ausencia, hálito entrelazado entre baile y parrilla en el rebase del afecto condicionado por lo urbano. La conmoción se sustrae del instante, el sentimiento esclarece un revuelo en fantasía que transporta una bandada de luciérnagas que la distancia facilita a la imaginación prestada del partido del viento, que apaga los fuegos pequeños, pero enciende aquellos grandes. Asiento del desarraigo, constatación del estar de más afirmado en lo racional como escapatoria, levantamiento continuo de la cartografía de la pérdida que reinicia la afirmación de los encuentros: fulgor ojiazul, fragmento de mirada disipada en casualidad, rasgo en desparpajo albergado en el tránsito solícito de una silueta menuda, cabellos de avellana, manos al aire señalando lo irrebatible ante los hechos de cualquier escenario, rostro del ardor debatido entre ternura y severidad, escucha, sonido generoso, fantasía en vecindad, remisión a mundos lejanos e idealizados. Duda, ¿rechazo o recomienzo? Encuentro, desencuentro: ir y venir del movimiento, indecisión del latido, recordación inconmovible. Y, la atracción indefinible, voluntad vencida, atrapada en el beso, – damasco lleno de miel–, admiración que trasciende el mundo entero: ¡qué herida la de tu boca!, desnuda indiferencia dispersa en calles, cafés, adoquines, comercios, parques, búsqueda en la dirección de la cita frustrada, tren de lo cotidiano, tiempo y destiempo, muerte y resurrección en noches de luna sin espejos instalado en la región traslúcida del corazón. Claudicación, escena sin ambiciones. ¿Centro o equidistancia? Fuego primitivo, imposición comprometida, rechazo del argumento de un nuevo latido tembloroso. Idioma

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de infancia, secreto entre los dos; me duele si me quedo/ pero me muero si me voy, lágrima escondida asociada a la tonada del chamamé, acallada charla que se declara en retirada y es palabra remota mecida a la orilla de la evocación de un quisiera volverte a ver, /sé que no vuelve más. Significado recóndito de lo ancho y negro del olvido. La nostalgia es ángel de memoria imperceptible, enaltece verdades, actualiza la orientación del fato, otorga identidades, contradice el olvido, estimula la escucha, se presenta en Días que te lleva la melancolía / y hasta tarde no te deja, / (…) rezo y pienso para mí que también lo intentamos con Dios, / nunca se sabe. Y nada hay más triste / que en días como esos te recuerden la felicidad / Sabiendo que es inútil repetir/, quién sabe, / mañana será otro día, ya verás. / En uno de esos días en los que aquí veo toda mi vida de nuevo, / ¡presupuesto que nunca ha cuadrado! / Puedo decirlo todo/ que hice mi camino/pero con qué resultados/ no sabría. /No, no me ayudó experiencia y decepción, / y si prometí que no lo hago/siempre digo lo último, /perdí de nuevo, / pero mañana será otro día. / Ya verás. (…) Pero a pesar de todo no me rindo/ creyendo que podría volver aquí. Pero cuánto tiempo hace que recuerde, quién sabe que mañana es otro día, / ya verás. He visto al viento girar en sí mismo como emanación intempestiva que se reconoce en el misterio de su origen, avanza removiendo cimientos de lo que encuentra al paso, lo cierto se extravía y el silbido es pregunta de la inutilidad que se impone como inexplicable. El desconcierto, conmoción consolidada de la emoción, acude a una prórroga, nada de todo es lugar de lo eterno. Flan de caramelo, entonces, es epílogo de la noche, prólogo de madrugada, destino final de una marcha a la prodigalidad. La fatiga cubre de mirada corta el torpe intento de alertar los rostros traspapelados en los vericuetos de la evocación rediviva de un acto festivo que está aclarando la espera de nuevos dones de amistad, desbordada celebración alrededor de la lumbre entre risas de la supervivencia. Tentativa vana referirse a hechos y a entornos que, aparentemente, unos con otros no son consecuencia ni relación directa como imposición del destino. Es probable que se encuentren entrelazados o guardados en el anhelo oculto actualizado al paso lento del ascenso a una colina, presencia que se estrella con torpeza en el parabrisas del segundo piso de un ómnibus, ademán de un paisano nunca visto, pasividad profunda e inspiradora de la hora de la siesta de otros o lágrima cursi que descorre el velo de lo inalterado. La existencia no es un listado de búsquedas inconexas, es camino a la historia juzgada como establecida, expresada en la propia narración, rechazada, a veces, retomada después de la tregua en el momento mismo cuando nadie nos ve. Espacio subvencionado que tensa el hilo determinante del mandato del qué hacer, destino nunca clausurado porque es pasado convencido de que está consolidado pero que la ausencia de perspectiva del presente es aguda manifestación de los límites, contingencia y confluencia de elementos. No se trata del entendimiento, del pensar, la memoria no existe: el cerebro recuerda lo que los músculos se esfuerzan por hallar, ni más ni menos, y el resultado es generalmente incorrecto y falso merecedor apenas del nombre de ensueño.

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Sí… ¡ya! Sabés lo que sé. Tampoco te vas a molestar porque repito a William Faulkner y no a Marcel Proust, terminé de recordar cuál es la trama sempiterna de El Corsario Negro o porque omití el encuentro con Borges que no se dio, pero sí hablamos con Victoria Ocampo, conversación de trámite porque su vida era salirle al instante y, esa tarde, debía sostener una entrevista en el espacio cultural de Radio Mitre. Hasta caminamos improvisadamente, a la carrera, cuando aún había hojas coloreadas de otoño desvariando inquietas por las calles de la avenida Callao hasta tomar un taxi, encuentro que Oswaldo vio ir con cara de pocos amigos. Tomamos otro café, concluimos que debíamos seguir el trabajo hasta encontrar la expresión propia, la que Victoria propuso entre el avance nervioso de los vehículos, dedicación para alcanzar la perfección, escribir marginados de movimientos literarios en boga o del deseo de figuración. Era clara la alusión que hizo Borges a García Lorca cuando vino a Buenos Aires, hecho que Sábato citó sin aludir a aquello de que: me pareció un hombre que estaba actuando, ¿no? A que era un andaluz profesional. Lorca había hablado largamente en aquella ocasión a una personalidad muy conocida que, según aseguraba, expresaba toda la tragedia de Estados Unidos. Borges, intrigado, había querido saber a quién se refería. “Mickey Mouse”, contestaría Lorca. Tal vez la intención de Lorca había sido irritar al escritor, comprobar su reacción. Quizás sabía que Borges lo consideraba “un andaluz profesional”. Lo que está claro, en cualquier caso, es que él y Borges eran incompatibles, entre otras razones, porque ambos querían acaparar en exclusiva el escenario. Hacerse cargo del vacío es media frustración de no haber asistido al asado en el solar de casa de sus padres en Lomas de Zamora. Visión encantada de una cabellera larga con corte a la moda, campera de cuero que se aleja de espaldas en el descenso por la boca del Subte hasta ahora a ninguna parte entre el desbalance permanente de la gran ciudad, tampoco pude regresar a dónde está. El recuerdo atropella y es ensueño, dice Faulkner, entonces barrera segura contra el olvido, olvido ausencia y, ausencia viaje a la desolación o a la quietud, esencia contraria de la memoria y, la memoria, sustancioso patrimonio de lo propio, gozo de lo que se es. Puede ser mar Atlántico, viento, y América/ Soy un montón de cosas santas/mezclada de cosas mundanas (¿cómo te explicás?) /Cosas mundanas (¿qué le hacemos? Nada, ¿Verdad?) ¡Divina! (¿ahí?) /Fui niño, cuna, teta, pecho, manta. Más miedo, cuco, grito, llanto, raza (¿Qué pasó?) /Después se mezclaron las palabras / o se escaparon las miradas. Algo pasó, no entendí nada (…).

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