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Junio

Adelantó dos pasos, se detuvo de pie debajo de las ramas oblongas, frondosas y desparramadas de la estructura del almendro. Luego se sentó en el tablón curado y llano, espaldar adherido aún al tronco con clavos robinados, detalló las nervaduras amarillentas de hojas perforadas y sinnúmero que tapizaban el suelo, ocre disonancia afirmada entre aura y espacio. Recordó su condición de sujeto vulnerable a la luminosidad, fulgor propagado por la llanura esplendente, exuberante; evidenció cada recoveco entre callejón, suertes, alameda, rastrojo y lejanía. Entonces se caló el sombrero de alas amplias que cubrían los espacios francos entre tronco y cabeza. Esperó con atención la respuesta de un llamado telefónico, en tanto, los extremos de las naves de ángulos de acero entrecruzados del portón descansaron sobre sí prolongándose desasidos del rigor de las bisagras amparadas dentro de los brazos vigorosos de los tubos de concreto de alcantarillado rellenados de arena de río; alas francas de testigos entregados al día y a las celeridades que daban inicio a la jornada sobre las esquinas del callejón. Un siseo vano y luminoso se filtró entre un fragmento de espacio y centelleo de vallado amoratado de josefinas. Percibió los albores como una usurpación de la quietud palmaria del lugar sombreado donde observaba la emulación anticipada de luz matinal y, la perspectiva obstinada de la cordillera que, ahora, permitía la pausada y colosal procesión inverosímil de cuerpos informes de nubes. Cirrus adelantados a un tremor reciente, momento de aguas y relámpago precursor de cataclismos que apartaron del recuerdo la revelación de los deslaves de la época que terminaba, ahora manifestación clara y a la vista de hondonadas, gargantas, picachos, cañones, peñones, ventisqueros, pliegues, senos, fuertes, contrafuertes, perfiles, gotas, lagunas, ondas de aguas estáticas, corrientes, hilos cristalinos, nublazones. Páramo distante, frecuencia de caminos sonoros atados a la lluvia indefinida que capituló entre frondosidad y bosque. El repaso fue determinación para la avanzada de nimbos que marchaban al sur, así, en firmamento de fragmentos añil incólume, curvatura precipitada de cuerpo volátil del siguiente cerco de cuerpos blancos que se aposentaron en los extremos de la concurrencia entre macizos. En el descampado, se disgregaron ráfagas oblicuas de tinte inconfundible, vapor perseverante interpuesto entre latidos silenciosos de miríadas de células y temporalidades cilíndricas anudadas, agrupadas en su orden, expresadas en espacio medible: tablones, suertes,

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surcos, gárgolas; verdor abigarrado y estentóreo que traza efigies rugosas y áticas, delimitan la territorialidad, áreas resguardadas por cotos estacionados que trascienden las derivaciones detenidas entre heridas de alambres de púa, novedades diseminadas en la estación próxima que se presentará entre crepúsculos profundos, polvaredas, ímpetus caniculares, claridad detenida en la certidumbre de que el cambio de tiempo contrasta con los desaguaderos impacientes, huellas profundas entre limos esparcidos, pisadas confundidas en la decolorada conformación caliginosa de las nubes bajas, amenazantes, vacilantes que se desplazan raudas entre abril y mayo.

Junio deshojaba, pues, un nuevo calendario de matices profundos, superficies despiertas de sucesos nuevos: aromas precisos, terrones expuestos a próximos soles, vientos que sacuden resinas emanadas de una arquitectura de cortezas ásperas, humedad en fuga oculta entre resinas y verdores extendidos en permanente insurrección. Miró el teléfono. La llamada quedó en espera pero en las inmediaciones se adelantaba una nueva actividad impalpable, frenética que se difundía delirante entre poblaciones de tallos arraigados, resumidos plenilunios, despabilados al impulso de respiros invisibles de savia elaborada, clorofila, densa fotosíntesis de fibras dulces, disposición de entre nudos, yaguas; tallos erguidos y apretujados entre secciones a la vista estática y frondosa de guaduales, diminutas hojuelas lejanas, arraigadamente intemporales entre los fulgores de oriente. –Nada que llama el tractorista, ¿verdad?, preguntó Adán de Jesús. –Nada, respondió el hombre sentado. –Entonces, ¿no cree que es mejor ir adelantándome para seguir con el riego en los tablones de la suerte dos? –Creo que es lo mejor. Vaya bajando, entonces. Lo busco por cualquier cosa. –Muy bien. Tres dogos prietos de atolondramiento y latido, mil razas lanzadas en avance afincados en el pulso nervioso de los cuartos delanteros, brisa veloz entrecortada por el cántico de las cotorras. Adán de Jesús avanzó con paso de marcha dependiente, aliciente incómodo de saberse observado por la vista y el silencio del hombre, ausencia de turno matinal expandido entre emociones avivadas con vocación de totalidad. En medio de decidida y espera paciente de un efluvio restaurado, ajustado a la incertidumbre indisoluble del momento que avanzaba, sonó el teléfono. Contestó con celeridad, la voz del otro lado era franca, dicción apocopada e imprecisa, atropellada premura de circunstancias. Ahorró el saludo, el hombre pudo escucharla firme: el tractor de Gaspar estaba varado, necesitaba que fueran las ocho para comprar la correa del ventilador que se había deshecho al encender la máquina, poco antes de salir. El hombre aceptó lo obvio y, desde el instante del otro lado de la información, infirió que sin la correa sería inútil. La demora era conseguirla así fuera de segunda o prestada, pero debía llegar más tarde de lo previsto.

El hombre, así, se desvió del callejón transversal, se internó tablón adentro con paso pausado y firme alentado por el suelo firme y los sedimentos de humedad. A los costados, el cortejo de tallos erguidos, apretujados conformando hileras uniformes y estructurales de

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individuos sostenidos con fortaleza en los rasgos determinados por sí mismos, aferrados entre raíces anárquicas, sostenían con audacia el brío paciente de la manumisión de hijuelos vigorosos desprendidos del centro gravitacional, espesura afirmada en vigor permanente y roce de hojas punzantes. Manos verdes, inquietas pegaduras de tallos lanzados en el intento libertino de la conquista de un espacio propio, afirmativo; despojos pajizos desprendidos de los nudos descubiertos en el medio de surcos limitados por la geometría del diseño del laboreo. Una racha ligera inquietó las formas hasta el momento estáticas, chasquearon los extremos irritantes entre sí hasta volver la mirada al espacio restringido del territorio y el espacio. Pronto el reconocimiento de la seguridad que ofrece el conocimiento de lugares particulares de aquella provincia arraigada en los afectos, esencial verdad estacionada, cuestionada en el encuentro de nuevas conformaciones de arvenses vagabundos y testarudos que despuntaban vigorosamente en activa competencia con los nutrientes del suelo húmedo y radicado. Un fragmento de tierra compacto, terrón de incauto trastabille, mano asida al cañuto devolvió el equilibrio, aludió imágenes balbucientes en el desgobierno de lo inesperado, redivivo instante de asunción a una responsabilidad prematura con la que avanzó por los parajes ahora aquietados y en orden, no con el asombro desprevenido de quien ve lo propio como un lejano estado al que se llega en franca secuencia del decurso de lo natural, legado de preparación a la espera del paso del tiempo, extremo lejano del instante en el que confluye el destino, sino como cobro anticipado del costo ingente de unos ojos afligidos de madre y hermana, ahogadas en el llanto de la mirada que se detiene en el embaldosado de lo inopinado. Desconcierto de figuras e indiferentes del piso de la casa de velación, reclamo atraído por el murmullo contingente de preguntas infrecuentes, respuesta a la parentela, amistades, allegados, arraigos, acreedores y, la curiosidad en ese lugar que desdobla el entendimiento precoz de un ejercicio después de la tragedia. Luego, el relato reiterado, realidad insistente, enfermedad interpuesta desenlace saturado en la interrupción de cualquier actividad de un cuerpo yerto que aclara el entredicho de lo que pudo ser. Y, la mirada en una nada sin reparos: ellas, esperanza y estupor, inseguridad en la subsistencia y el estancamiento en la deriva del tiempo. El ingreso al dominio de los temores fue la exploración de inició establecida en el pasmo de lo desconocido, un vano obstinado en la boca del estómago, duelo enconado entre expectativas, ignorancia, interrogatorio, consejos al oído, alguien cuyo nombre quedó en las líneas del pasado con la defensa de una sola voz de rechazo a fantasmas impropios de escucha lejana y cercana fragmentada entre padre y madre en un cuchicheo de sobremesa, noche y relato de un cómo lo hizo. Clave interpretativa fueron los libros de cuentas, semiología y semántica elemental: llamados de atención al borde de la página, anotaciones ilegibles, fechas de compra, recuperaciones, contratos, impuestos, registros de lluvias, cuenta de sembradíos, hojas de vida de la peonada, tiquetes de báscula, identidad casi absoluta con quién compra y se presenta como el mismo que cobra en el recorrido circular de la economía. Y, los favores, relación con banqueros, situación escrita concentrada en tiempos de actividad que se extiende como

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inigualable, imprecisa, intangible que dio pie a la reiteración mecánica de los oficios de padre que se establecieron en la certeza del conocimiento, sendero intacto que conduce al guadual, secreto refugio de las canoras, repercusión presurosa, lejano de nido de halcones, emboscada madrugadora de una legión anónima e innúmera de mosquitos, golpeteo ligero y estrecho del zanjón y, la caricia del silencio excluyente, bullicio interior, activo y excluyente, presente sublime, sentimiento de abundancia y revelación del espacio infinito de la infancia refundida en lozanías. Y, en la marcha, de nuevo a la llamada. –Habla Gaspar, el tractorista. –Ah, ¿qué tal, ya casi? –Pues aquí intentando desvararme, pero demora aún. –¿Dónde está? –En la 16 con 32, en el taller. –¿Necesita algo? –Claro, ¿usted me puede adelantar algo de plata? Es que me quedé sin efectivo, el mecánico me espera, pero el repuesto, o sea la correa, ¡no me la fían! Hay que traerla del concesionario. –Bueno, espéreme, salgo para allá. Por favor, deme la dirección exacta, allá le llego. Anotó como pudo la dirección en el reverso de una tarjeta de presentación a la espera de cliente de fotocopias que plisaron en el brazo del limpiaparabrisas saliendo de la estación y cargaba en el bolsillo de la camisa. Intentó grabarse las indicaciones para llegar de forma expedita. Entonces se devolvió. Al atravesar el tercer tablón de la suerte cinco, vio venir a Adán de Jesús, senda errante de corrientes y días acumulados en un cuerpo enjuto, esbelto, ausente de grasa en los ijares, canas en avance, rostro, síntesis de atributos étnicos, expresión irrevocable de la interacción fecunda: color de tierra mojada, expresión disímil entre vetas profundas, ojos oscuros en el aquí y ahora del asesar incesante y presente de las migraciones. –Regreso más tarde, le dijo el hombre, voy por el tractor que se quedó varado, Gaspar se quedó sin dinero. –Casi siempre pasa esto con Gaspar, anotó. –Valoro la disposición, lo demás, con él no puede haber planeación posible. –Lo que hace que estoy aquí, pocas veces es efectivo en el tiempo para comenzar. –Así es, pero hoy en día el precio de la honradez es invaluable, preferible rabiar para luego tener que aceptar los imponderables, dijo el hombre. Precisó algunas instrucciones como conclusión del cambio de planes, se devolvió ágilmente a la portada, subió al jeep, dio media vuelta, encendió y arrancó callejón adentro. Avanzó con la fortaleza ronca de primera velocidad, rápidamente pasó a segunda, tercera y cuarta y fue cuando pudo atravesar la estructura del puente sobre el zanjón que asentía debajo la faena de un desliz: corriente en burbujeo, apretujada escorrentía residual de mayo. Avanzó entonces con seguridad, presteza al hallar la vía terciaria, luego de la curva, pero encontró de frente un rebaño de vacunos que avanzaban a su aire ocupando el ancho del callejón. Se detuvo cuando el vaquero, en el intento de abrir paso, comenzó a vapulear

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las ancas de los terneros mamones, remolones, apuró el lote de atrás hacia adelante donde el padrón, un torete con conciencia y seguridad de ser cabeza– importancia vital del negocio–, avanzaba entreverado entre las hembras ronceras de ubres escurridas, rostro distraído, olisqueando cualquier tallo de caña madura tirada en el centro del camino o del barbecho aglomerado en la hilera desordenada a lado y lado de la calzada. Finalmente, el vehículo se abrió pasó, miró por el retrovisor cómo volvía el lote a copar instintivamente el ancho de la vía, dejando en ella depósitos alargados de bosta. Entonces llegó el extremo del callejón, se detuvo de nuevo para dar paso al bullicio de los niños uniformados que estrenaban el día, arreglados y animosos. Peinaditos ingresaban a la escuela cercada en malla, avivados por voces últimas y recomendaciones de madres solícitas y, adentro: paredes estucadas de colores primarios, adornadas de composiciones grandilocuentes de heroínas atribuladas, inexpresiva y fraccionada interpretación del tiento de la ideología, fantasía de la opresión, ensayo velado de entorpecer la propuesta elemental del desenfado infantil que pretende ensanchar la fantasía en la conciencia de juegos rudimentarios: llantas pintadas con sobrantes de la pintura del vecino, calesa desvencijada, columpios a la espera del recreo ansiado y, la cancha multipropósito dónde hacer las reuniones de padres de familia, bingos, actividades sociales, descampado en el intento de proponer una vida de quehacer escolar cierto con ojos de adultos. Pero no era instante de reflexión ni de debate interno con dudas metafísicas, morales e ideológicas. Arrancó de nuevo, tomó a la derecha, dejó atrás el caserío en certeza desperezada, ingresó al pavimento de la carretera troncal, aceleró, puso quinta y poco después ingresó a la ciudad. Se detuvo de nuevo ante el titilar del semáforo, escuchó el pito apurado del vecino, verde, humareda extendida en el ambiente por una masa informe de motociclistas cuando tomó la 32, hasta llegar a la esquina de la 16. Logró estacionar en cuanto pudo y caminó al fondo de la calle. Ramada sin nomenclatura y el taller al fondo: lote de tres costados encerrado en tapia de ladrillos de bahareque descansando sobre guaduas, cobertizo alzado hasta tres metros, cielo falso de peinemono, paredes encaladas, techo de vigas a la vista, telarañas desparramadas, amalgama de aceite y grasa en el piso, huella de zapatos y, al lado izquierdo, un seriado de mangueras, correas de distribución, guayas a la espera de clientela y, el aviso de fondo amarillo de rudimento axiológico: Qué día tan lindo, ahora no falta el amargado que venga a tirárselo. El tractor parqueado esperaba al mecánico que había desbaratado apenas lo necesario de un desvare, sustituir la pieza interesada que permanecía en el suelo. Se presentó, preguntó por Gaspar. No obtuvo respuesta. Salió a la 16, sobre la diagonal logró ver a Gaspar, espaldas al aire, atento a una mesa rodeada por otros tres hombres mayores, concentrados en el acontecer de suerte mañanera. El hombre lo saludó, este devolvió el saludó. –Aquí apostando los restos a ver si tiento la suerte y saco lo del día. –¿Y entonces? respondió el hombre. –No, pues nada, toca esperar que Wilder termine de arreglar para irme. Son $200.000 lo que cuesta la correa, la balinera y la rectificación de la polea. La correa de segunda, la

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balinera sí toca comprarla nueva, es un Jhon Deere y ésta marca es muy exigente. Es lo que menos cuesta para trabajar. Mientras tanto juego lo que tengo a ver si recupero algo de lo que dejé de ganar, ayer casi le pego al Chance, se me fue por un número. –No, pues, respondió el hombre. Cuidado te hacés rico jugando Fierro. –Ah, usted sabe que ya me quedé, así como estoy: vivir decentemente, responder por Débora, si no, ¿quién me hace de comer y lava la ropa? Total, ya los hijos se fueron a Estados Unidos. Se fueron por el hueco. Es más, están consiguiendo un tractor para mandarlo. –Sí, eso me contó el año pasado cuando nos vimos. –Dudo que entonces pueda empezar hoy, ¡imagináte!, ya son las nueve y media mientras el mecánico termina, rectifican la polea, arman las piezas, es medio día. Creo más útil que mañana madrugue. –No, nada de eso, mañana tengo compromiso para ir a Guayabal, prefiero trabajar hasta entrada la noche, seguro, le llego al medio día. –Está bien, respondió el hombre sin mucha convicción (conocía de estas respuestas), imposiciones de momento sin alternativas, asociado con la necesidad de avanzar. Fue entonces cuando decidió entregar cuatro billetes de cincuenta mil, Gaspar los tomó como anticipo, ansia y arrebato, sin recibo, los embosilló. Se retiró de la escena despacio, no muy lejos, a la espalda, escuchó el dicterio de los hombres sentados alrededor de la mesa: amplios de espalda, suficiente tejido adiposo para destacarse por fuera de los overoles deshilachados, exclamación que dio por sentada la pérdida de la mano por cuenta de Gaspar. Al instante el alegato, la negación: lucha, palabra, agitación, suerte, coincidencia pura entre número, carta y turno para jugarla, soplo del destino en el que un estado de cosas cambia con la certeza de haberse puesto en camino.

Encendí el jeep, dejé deslizarlo en la disipación, novedad conforme de una huella que corre con experiencia indolente, vacío de no tener qué hacer. Circunstancia, detención de la expectativa condujeron rápidamente a la imaginación hasta encontrar explicaciones, juicio de tal estado –siempre fuera de mí– y, el primer dato inmediato, vago, sin confirmar, justificó la función y utilidad de la ocupación frenética que provino del encargo obligatorio, necesario por demás, un contra la pared de madre y de Consuelo, imagen firme del rechazo de no estar ocioso para no enfrentar un duelo que debería desvanecerse, cambio de rumbo y, si experimenté luego instantes de desocupación, ingeniaba actividades, tomaba un teléfono, concertaba citas inútiles, preparaba jornadas de proyectos de inversión con base en experiencia en cuerpo de otros, supuestos esenciales como imprecisos por tratarse de factores sin control como la inestabilidad de los elementos y los factores indeterminados de lo humano. Concluía obligando la madrugada a coincidir con escenarios de cifras exactas para encadenarlas, unas con otras, tener la sensación de que desarrollaba prontitudes con el frenesí y el ímpetu de saber qué hacer, pero no cómo, apenas ahora lo preciso. Y arranqué. Tomé la carrera hasta encontrar la 33, me detuve en la estación de servicio, pedí llenar el tanque de gasolina. Los números se fueron estimulando unos a otros hasta expresar la cifra estática de un valor intermedio de trueque por el servicio. Puse el tapón del tubo, di

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media vuelta por detrás del vehículo, acepté que debía arrancar sin rumbo fijo, precisé la desorientación hasta que una espiración indicara al carro el rumbo y, este comenzó a ganar espacios hasta llegar a la glorieta de salida. La esencia del deseo es dejar que el gozo tome el lugar de lo inefable y busque encuentro confluente entre demanda, ensoñación y experiencia. Adelanté, dejarse llevar por el impulso inicial y, éste tomó las primeras rectas de salida hasta toparse con el aviso en lo alto, La Fortuna a la derecha. Decisión inmediata, instante de apuesta: devolverse, tomar la avenida al sur hasta llegar al crucero. Avancé, parada, de nuevo, semáforo, amarillo a verde, amarillo a rojo y el bólido que pasa rozando, mece la estructura del vehículo, barrunta un accidente, pienso, no por mucho tiempo, adelante un ejército de motociclistas mitigan la ansiedad de la intención de llegar a tiempo en preciso y constante desafío a la integridad, el hombre del taxi pita con apresuramiento, el desahogo es clara intención de evadir, en cuanto sea posible, el control central de las luces pero la señora de la derecha prefiere llegar tarde a impulsar el acelerador, pare y siga, y el odómetro marca seis kilómetros de avance, pero la hora ya no importa, sigo la disciplina citadina, la radio anuncia hechos relevantes, para ellos, la voz meliflua los lee con acento impostado, los demás, a la supervivencia, gestión de lo que corresponde, toca, en el instante solo pienso en el tractor, desvare, pero la desconexión, apenas aparente, de los hechos ahora son multitud de imágenes que se confunden con el ciclista irreverente, se aparece de la nada en contravía, el peatón, metros adelante atraviesa campante el pavimento en medio del tráfago, riesgo aplacado resguardado en la frondosidad de los samanes del separador central, osadía, malicia validada por la memoria de un tiempo de vías sin vehículos; un amplio espacio desprendido de la reminiscencia, cimentado en la tranquilidad de poco dinero en circulación, y el pasado: hechos fragmentados que impulsan el momento que fluye, descorre el desarrollo interrumpido por la escena con atributos de lo conmovedor: padre en su lecho, mirada inquirente, al menos de larga conversación pendiente, espera de la palabra segura que mitigue el trance de profuso desconcierto, Consuelo y Madre tomadas de la mano, mirada de asombro, reclamo, pasmo de rostro de padre lívido, abandono inmóvil, comisuras de los labios amoratados, voz extinta, vitalidad detenida, impulso sin afecto, estático ser ausente, inalcanzable en el laberinto del recuerdo que se actualiza, detalle en la manos exangües interpuestas en el pecho deprimido sosteniendo el crucifijo, vano de la expectativa, decoro interrumpido. La familia abreviada, identificada con el sentimiento de adhesión al hecho consolador de la ausencia de sufrimiento prolongado, habitación como expresión de la mesura heredada: orden de lo resumido. Yo, en el intento fútil de la deserción, bochorno de ser el centro de una tragedia sin anuncio, fama estéril e inculta pero la escena citada pregunta ahora para quién perseveran los corpúsculos estáticos, aéreos, descubiertos por la luz que penetró por la ventana del cuarto del segundo piso, tarde de secreto, mandato sin explicitar, instinto y dolor, vacío en la entraña de la noche, pálpito en vela, silencio extenso del aturdimiento hasta ingresar en el paso a paso de la ceremonia que se supera a ella misma y, la queja, pena que eleva preces de confusión, curiosidad funcional acreedora que busca respuesta sin especular para cuando son las acreencias, el vecindario

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que espera la respuesta a la pregunta impertinente sobre el rumbo inmediato de los bienes inmuebles. Una ligera ventaja y de nuevo el aviso como opción única y es a la derecha, La Fortuna, adelante el guarda da la orden con el brazo, ademán de desvío, a metros la ambulancia ha abierto las puertas para subir la camilla del herido inmovilizado, la motocicleta tendida en el asfalto, el automóvil abollado y atravesado en la avenida a la espera de la grúa. A la derecha, vuelta, calle rota, estrecha, paso más lento, el jeep se ladea, descubre la efervescencia del barrio que encuentra la sabiduría con la que enfrenta la supervivencia poco antes de la hora del almuerzo: ferreterías en movimiento, cargue y descargue, furgón que va adelante tambaleando, la señora con la compra que ha dejado información privilegiada del alza en el costo de los servicios públicos, el atraso es cuota del televisor, carencia de trabajo, ausencias de los del exterior e intuyo el olor de condumio que se acerca entre vapores. La lectura extensa y esforzada fue un encuentro con un universo novedoso, lejano, inalcanzable expresado en la semántica de letra menuda: simbología de signos extendidos entre abuelo Rómulo y padre José Félix, folios en el detalle de fecha de siembras, alumbramientos, hábitos de crecimiento de los brotes, perfiles a mano alzada de tallos, entrenudos, forma, canal de yema, nudo, anillo de crecimiento; flecha en rojo que señala los colores de acuerdo con la edad. Y, las hojas o láminas foliares, longitud, anchura, disposición de la vaina o yagua, colores, pelusa, deshoje, características morfológicas generales y particulares en las odiosas comparaciones con los cultivos vecinos y, los penachos de la floración en carboncillo y al pie: La inflorescencia de la caña de azúcar es una panícula sedosa en forma de espiga constituida por un eje principal y articulaciones donde se insertan las espiguillas, una enfrente de la otra. Las espiguillas contienen una flor hermafrodita con tres anteras (productoras de polen), y un ovario (con óvulos en espera de ser fecundados) con dos estigmas (reciben polen de durante la polinización). Recuento perfumado. En el otro escritorio, arrinconados, cuadernos agronómicos, notas pormenorizadas: germinación, firmeza, enfermedades y, el control y prevención de plagas, esquema detallado de trampas extendidas con miel para el barrenador dibujado a color al pie de cada anotación. “Ningún año es igual a otro”, decía el epílogo del cuaderno del año de la inundación. Retomé la avenida, otro semáforo quedó atrás, doblé a la derecha y proseguí a La Fortuna. La amplitud del campo visual se redujo, guinea cuantiosa se había apoderado de las orillas de la calzada y obligó a disminuir la velocidad hasta dejar atrás el pavimento. Ingresé y el momento fue el tramo de ahora constituido entre placas de cemento, ascensos más empinados, cambios de velocidad frecuentes, rumor de motor acallado por el alboroto descendente del cauce del río que fluía raudo entre el cañón. Y, la frecuencia de los saltos de agua sobre la vía, pronunciada convergencia al cauce de los elementos en ebullición. Bordeaba la carretera en medio de la exuberancia, vorágine de verdor asida con firmeza a los barrancos, rellanos de raíces sobresalientes, musgos de ligeros tallos amarillentos y, entre los espacios encañonados del cauce, la visión impasible y provocadora de los escudos pétreos de la cordillera enmarcados en el cielo voluble en movimiento sempiterno de las nubes.

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A cada tanto, ventorrillos de lado y lado, avance sin pausa, economía de honda persistencia, poco ingreso entre avisos de bebidas, comida saturada, expuesta, empaquetada en celofanes recubiertos, embutidos oreados, sentaderos antes de llegar a la cercanía de Tres Portones. El entorno, ahora, fue un espacio llano, preciso de apuro obligado en la memoria, momento de indecisión, espíritu de la evocación, lugar de asombro amplificado, imágenes avasallantes e inmóviles de la primera vez. La emoción de la humedad del entorno quiso detenerme, llamar a la puerta cuando el olor a montaña anónimo nacido en la levedad de la neblina sin título del bosque. Me acerqué, escuché la dirección, sentido de la evocación, voz entremezclada de los encargados y los latidos de un mastín. Universo lejano de los mayores al que nunca quería acceder. Me detuve, sí, voces íntimas, rostros con mirada de retorno, posesión de un más allá de inmensidad reservada de pasado, deseo de invadir los corredores y, entre pasos, detenerme en el barranco, hacer el inventario de mirada a la floresta que ascendía pródiga de la cocina hacia el franco lagrimeo de gotas escurridas por el talud como patrimonio y reconocimiento, nueva revelación de lo silencioso. Entonces la exhalación abierta y vigorosa, instante de vacilación que se abre en paso raudo a la actualización memoriosa del día cuando el tractor quedó varado, del cambio de planes que incluía llegar a las cascadas al medio día. Allí, el vado, orilla y remanso, puente de troncos arrebatado al bosque por corriente que avanza en presente convulso entre golpeteos incesantes del agua entre grafitos. Después de Tres Portones, 500 metros a la derecha, el carreteable de la izquierda diseminó la base de la banca revuelta por la escorrentía, guías irregulares de huellas arriesgaban la estabilidad del vehículo, los esquivé con curia por temor a un pinchazo entre piedras sobresalientes, guijarros puntiagudos y en desorden. Me acerqué lentamente pisoteando la ronda amarillenta del drenaje rozando el desnivel del talud hasta lograr un leve viraje a la izquierda, último recodo que me condujo hasta un corto plano adecuado para el estacionamiento. Si la iteración es un vocablo de indicio mediador, soledad es el introito del silencio, sosiego de acceder a la región oculta, palpable y extendida del presente. Entonces se avanza entre el aturdimiento de todo aquello que es arraigo, urge permanencia en el oficio: rutinas cotidianas propias de la supervivencia, entramado discordante de la trama del ideal, apuro por lo necesario y conocido entre afecto que impone encuentros, rostros, voces, condiciones, intereses, precariedad, limitaciones, identidades frustradas y familiares y, el bosque es expectación permanente, eco atrevido de todo aquello que mana como fermento explicitado, tanteo ondulante de lo disponible, pasaje de extravío, enajenación y, es el nombre de la sombra alerta que excita la propia piel, torrente vertiginoso que rompe la quietud, anuncia el equilibrio en el medio de la espesura de matices, raudos, tupido albor descaminado por el dosel apretujado, brillo explayado desde las perplejidades de guijarros que avanzan ataviados en procesión solemne por los cristales de las ondas, energía desbordada en el espejo innumerable y vehemente, borbotones de brillo turbulento y espumoso, tremedal y abundancia. Vértigo y soplo recién aparecido, se detienen, se asientan y avanzan entre el movimiento de mis pies;

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ahora es un velo amplio y ligero que acerca el agua en apremio y transgredo al paso, torrentera y hálito esparcido generosamente en el estanque; estremecimiento de la corriente en la piel, caída libre sobre el cuerpo, jadeo, anuncio que celebra franco y plácido ofertorio. Referencias obligatorias ordenan la lectura, que hizo parte de un encargo cauto de mamá. Me entregó desprevenidamente un cuaderno de anotaciones que guardaba con íntima moderación. Pasé la lectura entre brasas, la signifiqué como que debía poco tiempo después cuando la poderosa imposición de las circunstancias nos obligó a la enajenación de la casa que con dedicación y detalle ellos habían erigido con ahorros y ayudas de las dos familias. Llegar a la decisión fue pasaje doloroso de vueltas, idas y venidas, dilaciones, sumas, restas, divisiones, pago de intereses hasta concluir en el acierto. Los temores fijan prioridades, evitan males mayores que confluyen, con claridad, en el año de la inundación. Entonces, contener el aliento en la lectura: El agua grisácea, ágil, abundante y olorosa se fue colando pródiga por los intersticios de la compuerta que la detiene, comprendí la dimensión de lo que se aproximaba. Como casi todo en la existencia no calcula ni mide el alcance de los acontecimientos, menos cuando se trata de aguas impetuosas que desborda todos los flancos elevados de los taludes protectores, palizadas que la detienen hasta penetrar por las alamedas profundas de las hormigas y los rompientes de los canales naturales de los surcos. Conocía las fuentes cuando las habíamos descubierto y reconocido para nosotros entre los riscos de la cordillera, en el arrojo de las caídas, en los remansos aquietados, saturados de rumores de aves canoras y vientos tenues, transparentes, idílicos, inspiradores y silenciosos por los que incursionábamos en los meses de verano para chapucear en ellos a medio día. Pensé que nos había tomado por sorpresa, la mente siempre es ágil, significó un sistema denso de cúmulos, nubes plomizas y bajas se habían posesionado del páramo desde hacía tres días entre grises tormentas inéditas, centelleantes y broncas, irrumpieron en la madrugada, antecediendo el inicio de aguaceros profusos. Entonces fue cuando constaté de pie, ante el cultivo y con la última ráfaga del aguacero que el nivel del agua aumentaba sin detenerse, se explayaba sobrepasando defensas y drenajes, penetrando a sus anchas por el costado norte de los tablones de la suerte baja, borrando cualquier cálculo ilusionado de que pasara de largo. La realidad impuesta nos declaró en retirada. Inicié el regreso por el callejón, Adán de Jesús observaba cómo el agua iba copando y rebasando el cultivo, dejando expuestos unos centímetros del manojo ingente de hojas que se elevaban abonadas y tiernas al espacio, agobiadas por el cúmulo de la creciente. De retirada se acercó, nos quedamos esperando que amainara y encontrase los límites naturales de su enorme volumen. Escampó. Los últimos rayos de una luz corta brillaron escasamente sobre el espacio anegado y quedo. Luego, una suave pero aguda racha levantó un oleaje encrespado hasta batir las hojas ahogadas de los surcos antes de que el silencio aturdido y ensimismado arrebatara el atardecer. Los pasos de regreso los pude transitar luego de la primera arremetida de las corrientes entrecruzadas, en tanto, la oscuridad plena se embebió en la noche de octubre. Y, fueron muchas las acciones que imaginé para desecar la anegación, pero mi ilusión se

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quedó corta cuando, a los lejos, en los bajos de la planicie, me detuve a observar la longitud de las aguas en los reflejos de las primeras luces de las casas del vecindario, reflejadas en la quietud de la superficie estática de las corrientes, abundantes y en desorden que atravesaban la vía en frente del jeep. Entendí que estaba ante un acontecimiento mayor. Avancé con fluidez hasta llegar a la vía principal, las luces de los vehículos que regresaban en contrario se fraccionaron prontamente a la vista cuando ráfagas de lluvia densa, goterones sonoros se estrellaron sobre el parabrisas. Vela de frustración, imaginación en el acento del rostro contrahecho y serio del infortunio que se puso a nuestro lado de paso con las noticias limitadas que escuchábamos simultáneamente frente al televisor y la radio al lado. Mariela cuantificaba e imaginaba en su interior el volumen del agua, la localización, y yo cómo habría de salir. “El cordonazo de san Francisco no perdonó el cambio de luna”, dije en mi interior. Apenas ahora entiendo la decisión que la angustia llevó a los vecinos a darnos a la tarea, después, de instalar un sistema de alertas que no tuviera fisuras ni dependencias; el sistema meteorológico es más solícito en dar explicaciones que consultar la tradición, mirar los calendarios y hacer una interpretación de los signos atmosféricos. Los medios de comunicación, a su vez, se proveen de las limitaciones propias de sus intereses: la audiencia es una hipoteca abierta a la cotidianidad que genera o no facturas para la sobrevivencia, por tanto, los reporteros viven de sus ventajas. Lo cierto es que, en adelante, la noche fue una soporífera congoja recostada en un sillón que sacudió la quietud del cuerpo hasta dos horas más allá de la escucha del himno nacional que da por finalizada la programación. La emisora finalizó el programa dirigido a seres sonámbulos que debaten su vida entre versos, amores inconclusos, visiones del más allá, cura de enfermedades, insomnes en la vida y la certeza del perdón de los pecados. Al alba dio inicio el eco de las noticias, se coló por el ancho gris plomizo del cielo que desgajó el segundo anuncio de una tormenta, justo cuando ingresaba de nuevo a la propiedad. Las corrientes escurrieron pródigas por los callejones vecinos, descendieron inadvertidas por las plantaciones hasta acumularse en los lugares bajos. Un extenso horizonte de humedales apaciguados entre cristales nuevos detallaba figuras contrahechas de tallos alargados y adormecidos de guaduales, árboles y cañutos. Descendí de la bicicleta en el intento de cuantificar el volumen de la inundación e idear un sistema rápido que drenara con rapidez, pero la cordillera no advirtió, sólo estalló de nuevo advirtiendo entre centellas y sin anticipación, lluvia copiosa. Las gotas ingentes resbalaron por la cubierta de las tejas de barro, penetraron sin piedad por las fisuras, se represaron en los canales e iniciaron el recorrido hasta sumarse a los acaparamientos del zanjón que rebalsaba su propio cauce con inquietante solvencia. Tres días de lluvia inmutable saturó los suelos, impuso a cualquier ceño fruncido la incertidumbre en rogativa. Descendí, así, al inmenso estanque terso sin promontorios a la vista donde ya los patos emigrantes remaban, sumergían el cuello en busca de la caza con el paso agitado de siempre, antes de que las aguas fueran evacuando dando paso a un piso deleznable de olor profuso, penetrante de légamo y limo, gérmenes ingentes que iniciaron el ciclo nuevo de regeneración.

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La lectura fue praxis liberadora cuando comprendí cómo el asombro, sin espacios adecuados de desahogo, precedió a la angustia de Lisandro Gómez.

El pasaje de regreso fue un dilatado introito de ceremonias de estática y sublime ritualidad rectora entre bromelias, arcos impenetrables de ramazones; correteo de aves remotas entrelazadas, lianas sin número, sostenidas en astuto desafío de raíces ligeras, líneas verdes adheridas a troncos abigarrados y saturados, tallos, musgos, figuras antagónicas a humedad remota y resbaladiza de pedruscos; embriaguez inevitable, caídas de ronda indeleble, aspiración, contemplación que se afirma en laberinto sustancial. Ciertamente el hombre no regresó esa noche a casa; Gaspar incumplió el compromiso de avanzar en las labores acordadas ni en la tarde del día convenido, tampoco al día siguiente. Regresó a la propiedad al tercer día conduciendo lentamente el jeep detrás del tractor que avanzaba a su aire esparciendo nutrido humo negro por el tubo de escape, estallando al paso los pozos remanentes de la lluvia de mayo. Sonoro desafío al mutismo de toda actividad. –¿Por dónde comenzamos? preguntó Gaspar. –Deberíamos descepar primero lo que está señalado, luego lo reforzamos en redondo para terminar con las malezas. –Perfecto, consintió. Se apeó, tomó la barra de acero macizo para calibrar el implemento, accionó el mecanismo que eleva el tren de carreteo, éste se contrajo e inició las circunvoluciones de la rastra en traba removiendo la cepa antigua, integrando en círculos residuos de arvenses y cosechas, cerrando grietas del terreno compactado, dejando al descubierto la feracidad generosa revuelta entre trozos en espacio ampliado que se abrieron hasta airear las capas bajas en exigente remozamiento; labranza mecanizada, expresión determinante de la preparación e inicio de un ciclo nuevo que se abrió al futuro, se arraigará en el dominio de tierra pasiva: delineación de la parcela, información precisa de la variedad adecuada, analogía de los análisis de suelo, llamativo y preciso bandereo entre surcos, siembra atenta, precisa, regadío y, el extenso granero de yemas cubiertas de humus que brotarán en ilusión a la espera de la lluvia germinal. Y, el alumbramiento alborozado: diligentes, menudo brote de hojas timoratas, luego tallos, gregarios en hilera de continuo verdor emergiendo vigorosos entre nutrientes, raíces ocultas y prolíficas que mañana constituirán una densa espesura. Y la sentencia: “Toda vida es proceso, pausa en el intento si se apura, se impone”, dijo con parsimonia sombreada de un resuelto totocal.

–¿Cómo puede prever que el rumbo elegido gira tantas veces como grados tiene un compás? Me pregunta usted con evidente y curioso interés, descubierto entre parpadeo incesante. –Mira, respondí, te quiero contar, infiero lo que quieres saber para satisfacer tu curiosidad. Pasé por el colegio cómodamente. Ahora considero que para asistir con seguridad al encuentro de la plenitud se precisa estabilidad en el hogar. La infancia es un vasto campo de batalla, un Pantano de Vargas donde se libra en prevalencia ángeles y demonios hasta

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el Armagedón del final de los días. La tuve a plenitud. Fácilmente fui honor y orgullo de mis padres. Juicioso, dirán. Cada sesión solemne fui reconocido, entre varios, con algunas distinciones. Tuve facilidades para elucubrar, expresarme en escritura, hacer los deberes, participar en clase, discutir– tu debes saber, por tus estudios, que los maestros prefieren quién no los pone en evidencia–, entonces tuve maestros cercanos, cumplidores en la estricta rutina de la escuela y de una sociedad que convivía enmarcada entre límites, es decir, deberes. Me alcanzaba el tiempo libre para amistades, practiqué con desinterés algún deporte obligatorio, no tengo para contar esplendorosas aventuras que transgreden lo establecido de las que otros narrarán con detalles para tu admiración pero, ante todo, reconozco que, cuando la mano firme del tutor mayor se había ido, tomé conciencia, asumí con toda valoración, emoción la certeza firme y enfática, –verdad verdadera–, que ahora aprecio como dimensión suprema, la libertad que simboliza la vida al aire libre, atracción irrefrenable de la limitación precariedad existencial. Inicié una etapa nueva, camino de tiempo abierto, establecimiento, trámite de un afloramiento estimulante y generalizado de los sentidos con la consecuente tentativa de liberarse del lastre de la cotidianidad que se avecinaba inferida entre códigos establecidos para hacer tránsito a la vida de adulto; la afirmación de la personalidad rechazó la fragancia, ahora permanente, que emana de la certeza del pasado. Quietud impregnada por el designio inalterable de los eventos familiares, invitación constante a la práctica de protocolos de relacionamiento social, término del dominio inestable de los elementos y el juego de los humanos, me llevó a buscar seguridad en los textos, invitación pasiva que plantean las bibliotecas, elucubraciones utópicas de los maestros del derecho y la filosofía. En aquella hora de deslumbramiento se apoderó de mí un entusiasmo inusitado por la pedagogía. Fue tentativa lograr una existencia regida por la estabilidad a la que ofrece la racionalidad: largas discusiones, verdades planteadas, teoría y juzgamiento en la heterogeneidad de la transferencia del conocimiento al que llegué a considerar como ley inamovible, repetitiva, ahora, conocimiento afanoso. De aquella ebullición apasionante, hallé casualmente, espíritus trascendentales centrados en el firme y valioso intento por desprenderse de las categorías torpes de la aspereza y la trivialidad convertida en lenguajes resumidos, recuentos detallados e interminables de hechos, enfermedades, afectos, desafectos, apetencias, inclinaciones, rivalidades revestidas de beneficios políticos, tragedias que arrebatan la conciencia del quehacer de los oficios humanos. La convicción de la existencia del ser supremo que se pronuncia en códigos de disciplina, austeridad desnuda, límites heroicos, intercambio permanente y silente con la creación inalterada; invitación a un exigente y permanente viaje interior que signifique y acalle la multitud de eventos cotidianos para darle un significado subjetivo fundamentado en la conexión del hilo conductor de todas las opciones erigidas en manifestaciones y conquistas supremas de la civilización Occidental. Tradición consecutiva y obligatoria en el encuentro de la comunicación subjetiva y señera con Dios, expresión del tributo inexorable de la fragilidad de la existencia, combate ilimitado con el sinsentido del mal, viajero de puesto seguro, presencia asfixiante de lo perecedero como ineludible y, la promesa etérea de la tierra prometida como introducción a la ataraxia existencial, preámbulo

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de la eternidad, reinado de la orilla de enfrente, luego del trance de la muerte. En ese acendrado estado de cosas, hace curso la compasión para con el prójimo, acentúa en coexistencia con la prodigalidad extrema, disponibilidad al servicio de los intangibles y los ininteligibles aspectos de las categorías humanas que urge desentrañar con razonamiento patente. Extraño estas vecindades, ¿sabe?: conversación intensa, ponderada extensión desprovista de intencionalidades centrada en la frontera estrecha entre necesidad y sobrevivencia y contacto personal inquebrantable como fundamento de lo inamovible. Sin embargo, las propuestas contradictorias desde la certeza de lo razonado que induce al camino de la perfección, estimulado por la ritualidad inmutable, voluntad permanente de discurrir por el campo desigual de las limitaciones y, el deseo de un ascenso invicto a la liberación definitiva que debe construirse en lo incorpóreo, contrasta con el descubrimiento de escenarios evidentes de dolor, transgresión de límites mínimos sociales de convivencia que permanecen al margen de las normas; justicia y religión plantaron dudas, indujeron a ingresar en el universo concreto del existencialismo en el que estos asuntos son obvios, aclaran, sustentan y adoptan desde la propuesta del clásico Terencio de que nada de lo humano me es indiferente. Entonces, nada se aclara, todo se aclara porque se vive, se considera el sufrimiento y se instala en lo paradójico, probablemente absurdo. Se actualiza en la calidez de las presencias: imágenes que irrumpen, furtivas, se colorean en larga fila de espera al ingreso de un matinée, hoguera en la que se inspira la canción, balada de lejanía, existencia que huye, contribuye con sonrisa. Gozo inexplicable detrás de una vidriera que constata el paso de lo irrazonable de estar absurdamente alegre. La afluencia de encargos asumidos luego, materializados con conciencia clara, distienden aún la vivacidad irradiada en asocio con búsquedas y encuentros de primera certeza, imperfectas para otros, pero de inocultable fascinación segregada de estilo de voces significadas en encuentros de permanente inercia en la memoria: adhesión, desprendimiento detenido en lugares lejanos, momento y destiempo, coetáneo pálpito genuino y expectante con quienes despertábamos con las mismas dudas incontestables en complicidad, fundamento de fraternidad, creo, entonces más raciocinio que abundancia. –Pero entonces, ¿por qué tuvo que hacerse cargo de la propiedad si todo ese mundo no lo atraía?, pregunté. –Los calendarios no dan por terminado ningún suceso. La ansiedad atravesó una atmósfera cargada de lluvia de mayo. En la transición de un regreso para junio a pasar unos días con mis padres y hermana, antes de volver a reiniciar el último tramo que preveía como el de mayor incertidumbre prevista entre un campo plagado de dificultades y trampas interpuestas por los maestros que dirigían el trabajo de grado en el afán de perfeccionar al discípulo, se transmutó en mandato cierto del destino. Lisandro Gómez había fallecido instantáneamente de un evento cardíaco fulminante, dijo madre del otro lado de la línea, entre el silabeo estremecido y la extensa desolación de la tarde.

Retorno, ardor confuso en la boca del estómago, transpiración, pasmo entre los dedos, quince gritos que suspiran, luz de luna extraviada entre celajes del paso de la

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cordillera, el primer peldaño de ingreso sucesivo a los círculos del infierno, manecilla estática de un reloj en el tablero bamboleante del bus que marcó las siete durante las doce horas del viaje, semiótica de la incertidumbre, escenario necesario de episodios recurrentes de la convocatoria atropellada de la memoria. Debo terminar, querida amiga, me da pena contigo, mañana madrugo, espero verte pronto para continuar esta conversación. Se despidió al otro lado, sin comentarios. Colgué. Volví al escritorio.

Doy vueltas de derecha e izquierda, aprieto fuerte la almohada en tanto apruebo como alijo entre manos, cabeza y hombro que rebuscan un sitio de relajación en la opacidad facciosa de la duermevela que ha invadido mi cuarto. Intento precipitar la espera que no terminará ni antes ni después de los primeros fulgores, alborada que se cuela por las persianas de la ventana, refracta la luz de la luminaria de calle atraída por el vuelo hipnótico e irrefrenable de las polillas. Se anima el deseo de representar una ilusión junto con la gratitud inexpresiva de estar despierto antes de que padre toque delicadamente mi hombro. Entonces, con seguridad me levantaré, diligencia y expectativa viajera, registraré entre la diversidad nebulosa, el morral y la ropa del día, ingresaré a la ducha, en tanto escucho el trajín sin voces de la planta baja porque la cocina es aroma de café que se diluye en entremezclada y seductora cocción de arepas y huevos fritos. La incertidumbre se renueva cuando me acojo a la certeza de la voz profunda y segura del tío Aldemar que arriba y pregunta si todo está dispuesto. Tío Aldemar apuró un sorbo sonoro y abundante de café negro sin azúcar, tres saludos y un apuro. Se despidió de madre que dirige el operativo a distancia cuando en la puerta pregunta por los pormenores ciertos de que los preparativos han culminado, recibo aparte recomendaciones, observo con un ojo el cuadro del Sagrado Corazón y, con el otro al tío que termina de acumular bártulos: recipientes de agua, ollas abatidas con resquicios imperturbables de hollín, vajilla de peltre estallado, utensilios para el buen comer, vituallas de lista minuciosa extendida entre los días de expectación creciente, todo en orden en logística prusiana en la extensión de la cabina del jeep. Ernesto entonces se recuesta en los bultos, decide reclinarse sobre las colchonetas alista un zurullo hecho con el suéter en el intento de dormitar, subo y tío Aldemar asegura la puerta con firmeza, espera a que padre ocupe el puesto de copiloto; pausa obligatoria rectificando los retrovisores. Entonces arrancamos. El avance es intuición de un hallazgo imaginario en la placidez del último sueño, reconocimiento de la actividad de las calles en el más acá de la media noche, a la sazón, asalto del pitido desorientado que se estrella con las luces del jeep al frenar en el último pare, antes de tomar la ruta entre albores fraccionados, donde la entrevela es la figura fantasmal del sereno parado en la esquina, antes de la estación de servicio. Avanzamos. Por la escotilla de la puerta trasera, descubro un horizonte lejano entre cerrazones disueltas y es la aurora que se manifiesta en el cauce lejano y decidido, pálpito ajeno que se afirmó como sujeto libre, pausado entre el equilibrio de los elementos y la hecatombe. Ascendemos, el rugido dificultoso del motor se asocia al instante, se difunde entre el mutismo y el eco incesante del agua difusa entre piedras en el vórtice distante de los espacios, ventiscas, pasturas, revuelos y nubecillas blanqueadas; se esparcen, desvían con destreza al

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recogimiento e inclinaciones ligeras de pequeños valles incrustados entre arbotantes de este, otro lado y más allá de la dilatación de alcores, resguardos pétreos que sobresalen de los farallones asombrados por la luz. Me esfuerzo en detallarlo todo entre mirada y fascinación que se frustra desde el ángulo de vista porque apenas puedo definir los perfiles de lo inalcanzable, volúmenes diluidos entre brumas ligeras que corren con soltura de norte a sur. Fascinación es silencio de ahora, ineludible avance constante entre pliegues y desfiladeros disgregados entre sí, convirtiéndose en dilataciones irregulares de occidente para oriente, abismos de vértigo disgregados en la planicie remota. El motor retoma el brío inicial, la curva que sigue revela una herida avanzada en sierpe pajiza extendida en los entresijos de la montaña, nos acercamos al firmamento entre el reino de verdores escurridizos, gotas lentas y perennes que resbalan entre musgos hendidos, arboledas densas, intervalos inseguros de luz entre la impaciencia de los cristales de un celaje. Ingresamos en él, entonces, tío Aldemar detuvo el vehículo, lo orilló en un plano improvisado y se apeó enfrente del ventorrillo. –Bueno, muchachos, un momento para estirar las piernas, calentarnos con algo de tomar antes de internarnos en Las cuarenta. –Excelente, dijo, padre. Pausa singular es respiración de chimenea, humo azulado y caprichoso, conexión de bruma profusa que ingresó con nosotros por el portón de madera; el cencerro tintinea, la fonda se erigió entre tablas horizontales pintadas de azul profundo, tablillas que cubren las ranuras, frágil y techo disonante de zinc y, el recinto: piso de tablones irregulares de madera donde el mesón es límite y centro de la escena diaria. Nos acercamos y el dependiente, Hernando, a la espera del primer convoy del día, saludó efusivo a padre, tío Aldemar y de mano a nosotros. Sin dudar, sirvió agüepanela con queso cuajada y de la parrilla, tomó arepas. Y la voz fue relato inestable al por menor: mueca errática, balbuceo de tabaco entre diversidad de nombres cercanos, eventos, trivialidades, enfermedades, desgobierno, vecindario y, la economía anticipada a la duda en la respuesta: estado de la vía, lluvia, verano o invierno, estado de la cabaña y con voluntad dócil, salimos detrás de ellos. El meneo fragoroso del aparato en la última curva del ascenso, constató entre la precariedad de las huellas, con audaz persistencia, la explanada entreverada entre la prodigalidad, verdores intensos en el medio de brillos transparentes, gotas espesas pendidas en la inactividad circunstancial de las hojas del dosel. Descendimos. Tío Aldemar tomó la iniciativa, abrió con confianza los dos candados pendidos de la puerta de orillos, solidez curtida de intemperie que se activa en la espera permanente del traquido de los pasos, estridencia en el mutismo oculto del estado de mesura fundacional, pausa larga instaurada y percibida desde el primer conato de cercanía, ilusión atolondrada de la primera vez. De inmediato, el aguijón impulsivo de la orden de habitar: ventanas abiertas de par en par y, el sentido desenfado del celaje que emerge penetrante, subvirtiendo el entorno de los maderables, me detengo en las láminas lavadas de litografías frustradas,

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representaciones sugeridas que inspiran, en contraste, un exótico paisaje de mar infinito, atardecer entre palmeras y arenas idealizadas desde la mediterraneidad simple y contenida del almanaque Bristol en el suelo, año pasado de humedad concentrada intercambiada con la corriente transitoria de un ahora que ingresa sin restricciones por baúles, ropa de cama, armarios que amparan chaquetas, suéteres en franco doblez, cobijas en rigurosa y franca disposición y, desde la ventana trasera, la diminuta corriente esparcida entre la hojarasca, bocatoma obligada en la inmediata remoción de líquenes, mil brazos adheridos a la pared gélida del tanque de almacenamiento. El servicio es restituido en un santiamén y, al fin, es el flujo primitivo que corre presto al lavaplatos, sanitarios, pero urge el revoloteo frenético de la organización del abasto en la alacena, rehabilitación de los vidrios estampillados por cazadores furtivos, fiasco de un ingreso al refugio seguro; inventario y acomodación tomado por el olor a cebolla, cilantro y perejil. Y, es el fuego que enciende padre con destreza, atributo de un hálito humeante propagado al interior. Pronto quedará extendido el ardor de hogar de temporada sublime. Hervor es vapor en el recinto, se desliza ardorosamente por la puerta, se interpone entre el embeleso de la vista fija en la veleta apostada y, el nervio central de la viga, entrecruce del tejado de zinc y, la escena se instaura de nuevo en el espíritu nuevo de un ahora y un después: sin ningún viento, / ¡hazme caso! gira, corazón / gira, corazón. Culto repetido, celebración consecutiva durante seis años cuando el ingreso al embeleso es la diligente incompetencia infantil, búsqueda insaciable de cierta identidad oculta en el lenguaje de las cosas. Me pregunto repetidamente por ellos. Quisiera describirlos con el detalle exacto de lo que fueron, pero acierto a decir, en el momento que me distancio de ellos diez metros, que veo cuerpos adultos que dan la espalda y son opuestos en extremo como si la genética hubiese hecho una digresión a propósito en el instante de la concepción desvanecida ahora en la conciencia extasiada del diálogo que se dirige a la distancia. Intento escucharlos con exactitud, pero es la mirada en los detalles del descampado la que me distancia de ellos, temor de ser sorprendido, soslayo de movimientos mientras el continuo es el de pegar, detrás de la puerta de orillos, la distribución de las actividades de los diez días: horarios de levantada, reinicio del fogón a la mañana, ¿quién cocinará el menú del día, ¿quién hará la limpieza? Todo previsto antes de la salida del día siguiente. En el espacio de enseguida, al lado de la asignación de funciones, figura el inventario de las incursiones, inicio y hora señalada, si no hay lluvia, será al amanecer. Control preciso dentro de las cuatro paredes porque, del escaso ámbito de lo controlable, continúa en la espesura, el dominio de lo inesperado. Los seguimos Ernesto y yo. Estamos en el medio de los dos, avance en paso cauteloso. Descendemos en zigzagueo constante en el medio del pasmo, desconcierto e indagación por el boscaje. Pausa. Observo, escucho la inclinación de la simplicidad, equilibrio cardinal precipitado entre los elementos, espacio circunscrito que conduce a la profusión de las pautas del bosque, huella antigua, mirada aguzada, brisa leve entre el chasquido lejano de chusques que nos devuelven al sesteadero, olor a menta delatado por el ciervo que se acerca incauto al manantial.

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Un ademán, se acurrucaron, imitamos, la mano puesta en la boca de tío Aldemar como orden perentoria de que hasta el aliento se interpone al olfato del individuo que levanta la cabeza y, son los cuernos cortos, delgados los que chocan contra el espacio limitado del falso plano por donde huye la cañada. El ciervo bebe con avidez, se pierde ansioso en la mímesis perfecta de los rumores, miradas sesgadas, revuelo, vaho, pálpito de savia que se asume como nuevo abrazo de la luz que se cuela como redención absoluta del verdor, follaje y talento desplegado en tanto ascendemos en introvertida sumisión hacia la fuente. Allí está. Brota intermitente. Acto solemne entre la escena de piedras arropadas por hongos y el ininterrumpido alumbramiento se desnuda en el basalto, corre firme en oficio y condición, abre paso ondulante entre la espesura, se expande, se angosta, se aquieta y es forma clamorosa aquietada en ligeros y diáfanos remansos, pétalos que avanzan en diligente y permanente conmoción, extravío, colisión de fragmentos espaciales donde la corriente roza troncos inertes, taludes desgajados, saturación frágil de la corriente en receso, algarabía constante precipitada en espumas ligeras, saltos, cañones y, el ojo palpitante de las especies que avistan entre lianas en dilatado e inconcluso latir. Opacidades sin tiempo, luz de día, extravío sin horario que se extiende, barrunto de oscuridad y, el camino que ahora toma la derecha del regreso es una provocación para no perder de vista el plenilunio de junio en el cambio de equinoccio anunciado, vuelco inesperado de la mudanza de condiciones anunciado por murciélagos, vuelo rasante como amable presagio entre neblinas, se apuesta por momentos al oriente, avanza, ilumina en profundidad, se oculta mientras encendemos la hoguera unos metros más allá del porche, frustración del instante efímero que se extingue con la llovizna pertinaz que obliga a entrar a casa. Entonces es el instante del relato. Palabra y narración son condición del pretérito, breve, temerario y repetitivo intento de acceder a lo inmutable como instante integrador, memorioso, detalle emana atento en el lugar descrito, inspira el hecho sobresaliente, alienta un encuentro entre regiones de espíritus libres constituidos en el acento individual e irrepetible relacionado con figuras, apenas ingresadas al imaginario de la fantasía avivada por el contertulio pasivo; voces, ecos instalados en el turno de enfrente para ser representados; precisar es el mismo hecho, ilusión recóndita avivada por los mismos ardores entrañables, identidades que desatan antes de entregar la conciencia al sueño, vuelta entre cobijas, camarote de mirada queda entre la penumbra filtrada y rauda de la claraboya que atrae el grito vecino y agudo de las rapaces de turno que se internan en la próxima alborada. Y, al desayuno, anuncio de lo mínimo: profusión de espacios esparcidos, lepidópteros, sonrojos en fuga, avanzan cargados hasta desaparecer en el incesante camino al sur, helechos esponjados, musgos aferrados al universo de lo inerte; coleópteros se abren el paso en los espacios inferiores, manoteo de rechazo, aleteo ingente de la legión de insectos que se adhieren a la piel y, a un paso, capullos abiertos, escarabajos crispados en el tejido espacioso de la subsistencia, matices recubiertos, excitados en el impulso incesante de una apuesta urgente del sustento perseverante en la impenetrable diversidad.

Junio

¡Sí, señora!, la vida se detiene. Cada paso extrae la esencia del recuerdo, establecimiento sugerente manifestado en los sentidos, precisado en amistoso fulgor sin requerimiento de invitación. Aquella irrepetible noche de regreso se instauró en la plenitud consciente e inspiradora de una promesa, presagio de un legado que se representa en imágenes de recurrente expectación silenciosa: un turno para la ducha de agua helada, cuarto de atavíos húmedos que espera en sol de generosa lentitud, ardor penetrante que se colaba de madrugada por los intersticios de las paredes contiguas a los camarotes de la habitación compartida con Ernesto; quietud es entorno interior que no exhala cuando se regresa de los bosques, retrato de borceguíes anudados a la pantorrilla, amoldados a los pies, remontados con retazos de goma, puerta entreabierta por donde se depuraron los ronquidos de padre; tío Aldemar: liturgia del cuidado y la precaución con la benzina blanca del combustible de lámparas y caperuzas encendidas que ilustran el último estertor de luz y primera oscuridad, bombeo frecuente de oxígeno que durará hasta que el sueño, en sincrónica coincidencia, ejecuta la cuota de combustible para esa noche, cansancio del vencedor porque a cada incursión lo controlado tiene dos centímetros de extensión y demora el segundo siguiente. Seis años consecutivos en que la ebriedad ansiosa era un hallazgo íntimo con la luna, inicio del equinoccio de verano, mirada inquisitiva y ampliada como anticipo del secreto cierto de la heredad.

La pregunta tácita del por qué del frenesí, es respuesta del mutismo que se precisa en las semanas siguientes ante las primeras señales de lo continuaba. -Y, ¿qué ocurrió después de la llegada y constatar que padre había muerto? Preguntó

ella.

El hombre miró de largo, calló, rebuscó comodidad en el respaldar del almendro, miró sus manos, hizo un giro con las manos como anticipo preciso de la respuesta. Prosiguió. –Hay hechos que no se instauran con cálculo alguno, se precipitan, entonces se reacciona en seguro embarque de consecuencias. El destino avanza en dirección contraria a la calle de la economía, siguió, creí escuchar a padre decirle a tío Aldemar cuando dialogaban de frente al bosque. Iniciar un ciclo es abrir la ventana doble de ilusión: frutos copiosos y satisfacción plena, sin embargo, no es todo, el que avanza se topa con el rostro del riesgo y la incertidumbre. Cuando padre renovó esas suertes contó con la certeza de todos los años de que llovería en octubre. Con seguridad estuvieron presentes en el cálculo inicial de las labores, cosa que cuando se presentaran las precipitaciones el implante debía estar establecido. Y lo lograron una vez el ejército de sembradores y tapadores se alejaron instalando con precisión, celeridad y pericia los cañutos entre los surcos, a la espera silenciosa de la humedad y el alumbramiento. Y las plántulas reventaron vigorosas de las yemas, iniciaron la toma de posesión del espacio destinado para el verdor intenso, entre el suelo terroso y los añiles de septiembre. Y luego, sin duda, pero sin clemencia, las lluvias cayeron, los jarillones fueron sobrepasados por los torrentes, se estancaron hasta finalizar noviembre, aunque la borrasca de las Ánimas fue benigna, al punto de que padre me dijo que las lluvias de dos meses se

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juntaron en uno. Vinieron, pues, las tareas de desagüe, dirigidas, acumuladas en el manual del sentido común con la ilusión de apurar el despeje de los lotes y salvar el sembradío pero toda la materia acumulada se tornó en masa informe, la profundidad erosionada de los estanques se tornó piso oscuro, olor intenso a descomposición transformada en limo bronco y estéril, masa movediza interpuesta al acceso del área agrietada que se fue desecando de manera irregular hasta luego de meses después, en el inicio del nuevo volteo. El espíritu del momento fue expresión firme del esfuerzo, impotencia que corre como una mueca permanente, grito penetrante desde el interior sin escucha, se palpa sólo en el tanteo del desconcierto disgregado en instinto, estimula la toma anticipada de decisiones, alejamiento de lo inoportuno que se ampara en lo inevitable, toma perfiles, nombres, encargos, apoyos y, el peregrinar se inicia enfrente de la funcionaria gubernamental que precisa del turno para la duda: dimensión del daño, – por qué de lo imposible–, “¿ se hubiera podido evitar?”. Entonces vuelve la memoria a describir por tercera, cuarta o quinta vez y, es el cuadro detallado de los daños en los que se reitera una solicitud, certificación para la oficina siguiente, la de meteorología, hace tránsito a la capital en un intento cierto de comprobar, con rúbrica, en texto simple que dicta el final del juego, el del inicio para ingresar al siguiente juzgamiento. El proceso para la condonación de los intereses y la reformulación de las deudas fue iniciado por tío Aldemar. La naturaleza del destino es el rigor, el acontecimiento es agitación, condición de la certeza. Se acopiaron los documentos con curia y diligencia, se presentaron en un acto casi solemne en donde se incluyó la solicitud de tregua que prosiguió en el peregrinar de comités, en tanto, el terreno continuó el drenaje de los fondos destinados a una promesa que ahora toma forma de deslave lento hasta agotar toda posibilidad de un recomienzo, entonces, en el día para otro, la espera es razón anodina y confluyente que se hace cargo del desamparo como dimensión de lo posible: la enajenación. El breve capítulo familiar desata los nudos del atrevimiento y concluye como certeza que lo pasajero es el enemigo del momento considerado como de estabilidad. Cualquiera hubiera pensado, dijo madre, que el instante de la toma de la decisión de vender el inmueble se vestiría con todas las manifestaciones de lo trágico, pero no. Los acuerdos estaban flotando e impelieron a las acciones inmediatas manifestadas como expresión fluida del decoro. Y, así, el señor Barrenechea hizo su aparición, extrajo del maletín un decámetro, midió el lote con el desinterés que da la experiencia, oficio que inició con un punzón, extrajo un polvillo de las paredes, detalló las tuberías de desagüe, puso en funcionamiento la estufa, hizo correr el agua de la ducha y del sanitario, cotejó las maderas de las ventanas y del pasamos de la escalera con una uña, miró prolijamente el estuco de las paredes, inspeccionó en el solar, cosa que no hubiese humedades en el lavadero, patio de ropas; con la mano izquierda constató de que los alambres donde se tendía la ropa estuvieran lo suficientemente anclados a la pared medianera. El examen del estado terminó cuando se detuvo a mirar los techos y explayó el volumen de su cuerpo en el sillón de la sala de recibo, pasó las dos manos por el corbatín en el intento de que la compostura perdida se pusiera de su lado. Entonces detalló los planos.

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Los sucesos son como uno los significa extraídos del relato, memoria de mamá que observaba, desde su integridad, lo inédito del momento, sorpresa que se iniciaba en el detalle vehemente del detalle de lo propio, continuaba con atención pasiva a palabra dicha y finalizaba con la frase que abreviaba lo acordado para iniciar, con seguridad, el próximo paso. Barrenechea, así, terminó tomando un sorbo de jugo de lulo, miró los planos, preguntó cuánto tiempo tardaron en construir el inmueble, cuánto costaba el avalúo catastral y los correspondientes impuestos. A la sazón, acordó que en la semana siguiente daría el veredicto de cuál era el precio posible de venta y comenzaría la labor de promoción. Se despidió en el porche, no sin antes recomendar que, por estrategia comercial, no se comentara. –Es de su conocimiento, me dijo madre que le dijo, que los compradores aprovechan cualquier información para hacer ofertas por debajo de lo que vale realmente, demeritando el inmueble y mi propia comisión. La ciudad es un pueblo, todas estas cuestiones se exageran. Haré todo lo posible por efectuar la venta. Tengo ya algunos clientes en mente, les diré que ustedes se mudan porque necesitan mayor espacio. Si las penas tienen su pudor el precio del pudor lo olvidó Barrenechea. La condición de la ceremonia luctuosa es aún pan áspero y diario. Se ensancha a lo largo del día con la expresión familiar de tantos instantes de cotidianidad. Uno recorre el barrio, intenta mirar con ojos diferentes las transformaciones, nuevos vecindarios, pero la pegadura se remueve y, de ella, se desprende el aroma irrepetible de una estación florida que se interna con amplia resonancia, rellena desmañadamente los hechos desprendidos del supuesto de ser dignos de aprobación para desentrañar del pasado un gesto, una señal – abrazo del aliento que se líe con un hecho extraordinario–, reviva la presencia alterna de lo que pudo ser. El minuto tiene sesenta segundos, la hora sesenta minutos, el día veinticuatro horas, el mes treinta y el año siguiente irrumpe bruscamente entre los números convencionales del porvenir. El duelo transcurrió a la espera pasiva del desamparo que se dio cita en casa. Regresábamos, Barrenechea se acercó, me dijo con voz impostada de falso dolor que vibraba entre el bigote, pómulos caídos, nariz alargada y sudorosa de que, gracias a Dios, padre y madre habían alcanzado a firmar la escritura, recibido el último valor del anticipo pero aún quedaba pendiente el desembolso del Banco Hipotecario que debía efectuarse cuando saliera el registro del inmueble, pero él podría interceder para que se hiciera rápidamente a nombre de mi madre, evitar una objeción por sucesión y, claramente, en ese caso, la parte de su comisión quedaría retenida en el juzgado en un proceso hereditario después de todos los altibajos pasados para que la venta quedase en firme. –¿Y después?, pregunté. –El repaso son cuadros, se asumen como búsqueda del equilibrio, aprendizaje, recuento numeroso de hechos que imprimen su carácter, se confunden en sí mismos. Así, esperamos en el vestíbulo del Banco Hipotecario. El funcionario recogió las últimas firmas que daban paso a los fondos con los que la familia Gómez Albornoz debería iniciar el capítulo nuevo de la vida. Ellas, madre y Consuelo, se miraron entre sí mientras el banquero solicitó que los tres llenáramos las formalidades firmando uno enseguida del

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otro – casos se han visto–, dijo. Hacía quince días, Consuelo, había estrenado la mayoría de edad, la mía había sido hacía cuatro. Padre celebró con alborozo, le abrió un paréntesis a la adversidad. Sentadas en el recibo callan, miran al suelo, me acerco, se identifican en solidaridad femenina, ¿la convención?, vestir de riguroso blanco, aunque la fisonomía es indiscutiblemente opuesta, ojos claros de madre, oscuros de Consuelo, madre baja, Consuelo asegurada en la elegancia de su juventud, introvertida e indisolublemente solidarias con las manos tomadas, dejando de largo el gesto de la tragedia. Igual, me siento, esperamos. Observo el brillo de las columnas cubiertas de pequeñas figuras de mármol importado, pisos rigurosamente lustrados de donde sobresalen las juntas de cobre, detallo el artesonado del techo del que se desprenden apliques de yeso estilo veneciano del que cuelgan arañas llenas de bombillos que desgajan luz a los espacios de las oficinas, puestos medio escondidos de los cajeros, sólido mobiliario de apoyo y la cadena de mentes supervisoras perfectamente ataviadas a la caza de cualquier desajuste en las cifras del cuadre. La respuesta a aquella invitación al orden, a la disciplina de las filas, ahorro en la palabra es para que todo deba ser una propuesta de un entramado de seguridad explícita para impresionar a la clientela de la estabilidad económica, donde el dinero y los negocios se resguardan figurativamente en la caja fuerte que advierto compacta al fondo del local holgado entre paredes de acero y claves cifradas. El inicio, así, fue la formalidad de un cheque, una deuda, propiedad por reconstruir, una familia de tres en busca de un lugar de alquiler donde abrigar el cúmulo de remembranzas ensanchadas en cada aplique, adorno, sofá, alcoba, asiento, fotografía que fueron cargando en el transporte los empleados de la propiedad de tío Aldemar. Las circunstancias emplazan, se descubren en el propio aliento. La experiencia se afirma, se significa desde canales externos: murmullos, voces alrededor, intereses de otros que liberan las bridas de corceles atropellados; incertidumbre, desbocado intento que pretende alcanzar el sitio del no saber qué hacer. Murmullos en vela, fantasmas en lugares insólitos donde se rehúye al empadronamiento porque simplemente se es un infrecuente atraído, impelido por decisiones urgentes, no se afirma en el convencimiento de estar de paso, entonces se expresan, cuchichean, aconsejan, señalan caminos, dan por cierto lo acordado y al instante se contradicen, plantean alternativas antagónicas, se detienen, ordenan de nuevo, liberan el jadeo en un quehacer porque el futuro es lo absurdo de enfrente entre cuadros imaginarios que reaparecen en agitación, impregnan los sentidos y las acciones quedan expectantes. Finalmente, se desfallece y el reposo es una lámpara encendida en la mesa de noche y la escena es de comediantes activos de un sainete alucinado, fuego extraviado al amanecer y el alba es relámpago secreto que se disuelve en la afirmación de los aparecidos, inmoviliza el aluvión y la acción iniciada es ganarse espacios con el impulso de la verdad del día que remonta al siguiente y el otro que impone la necesidad; estoicismo y periodo que avanza asignando orden al mandato del destino. Instalados, madre nos llamó a los dos. Anunció la decisión de que tía Edelmira estaría con nosotros durante este espacio de congoja y aislamiento. Consuelo y yo nos miramos, apoyamos con entusiasmo transitorio sin pasarnos por la mente la aprensión de que

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la temporada se extendería para siempre. No quiero expresar lo que pensé al ver su gesto de apariencia impasible, de que se ahondarían las dificultades. Lo que continúa pueden ser capítulos que se catalogarían con el fin de facilitar la lectura de su trabajo. Libertad cotidiana, creo, dijo, se titula. Los esquemas priman, lo funcional sobre aprecia lo ordinario de las vidas y, la palabra, sin proponérselo, lo magnifica. El recuento puede ser un moralizante recuento de hechos lineales o una entusiasta ocurrencia que active la imaginación con una propuesta escrita. Ahora que me acuerdo, creo haberte aclarado, no ser mi intención. Brillo del espejo suspendido en la puerta de mi cuarto reafirma perseverante mi nombre: cuerpo o figura, forma o espectro que invita a una síntesis que se aleja, al menos por ahora. La memoria estimula los hechos y, ellos, unos con otros se entreveran, se confrontan en la búsqueda de una fórmula, relato que se hará indeterminado porque la voz precisa ordenar la acción que hace su arribo de carácter firme, inoportunidad que proyecta el cuadro y, ella, se detiene en el primer almuerzo luego de poner la mesa, ordenar los platos y presidir –sordina de pena larga–, preámbulo de lo que continuó. Madre y tía Edelmira se observaron en el detalle que toma como cierto el manual convencional de las acciones– nada de lo ocurrido es novedoso–, únicamente extensión de periodos pasados que se renuevan en la vida de otros. Me asisten algunas claridades de que lo destacable no fue el futuro inmediato que debía consolidarse porque, dicho sea de paso, todas las posibilidades estaban enfrente, de todas maneras, la vida continuaría. Tampoco sobre exaltar el trabajo pertinaz de madrugadas febriles que contribuyen a la secuencia del contrabando del ahorro, tono inherente de la orfandad y la viudez, culpa que no pudo ser, pero sí prácticas para el olvido, sensibilidad contendida y sosegada en la repetición del rosario de las seis de la tarde, antes de la cena. Tampoco el sentido común emanado de la fuente de la cultura citada a menudo por las dos. Texto en letra cursiva, silueta de la abuela que emerge desde la candorosa aceptación consolidada del rigor del pasado, simpleza calificada de no poder ser modificado sino asumido para detener, sublimar y relativizar el pensamiento excesivo; el referente se citaba reiteradamente con la sutileza que establece la sabiduría como teoría: Dedico este acopio de Máximas cuidadosamente seleccionadas de los mejores autores y muchas de ellas son el fruto de una larga experiencia adquirida en mi propia cabeza de una existencia combatida por los más excesivos dolores y por las mayores injusticias. Copiadas por mi propia mano y dedicada a mis nietos. Y, la máxima seleccionada para cada circunstancia: Ante todo, respetaos a vosotros mismos, Pitágoras. Ten carácter, al carácter se le debe el buen éxito. El carácter es la única fuerza que actúa por su propia virtud en el mundo. Es esencialmente necesario aprender a vivir la vida para evitarse falsos sufrimientos y muchos pasos inútiles y que pueden acarrear grandes males siendo irremediables en muchas ocasiones. Es indispensable aprovechar bien el tiempo distribuyéndolo lo mejor posible y con método en las cosas positivas y útiles, sobre todo. Piensa por tu propia cuenta, medita, observa, escoge para ti la labor más ventajosa y que le convenza mejor a tus facultades y la sientas más capaz de hacer bien, y una vez hecha, adhiérete en serio a tu elección, adhiérete a ella obstinadamente con indiferencia para con las excitaciones externas y las distracciones pueriles. Cierra el oído a los que traten de

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sacarte de tu labor; la mayor parte de tus consejeros ignoran tus gustos y tus ambiciones. No todos miramos las cosas desde el mismo ángulo, porque todos tenemos temperamentos y gustos diferentes. Al poner orden en la decisión y ejecución de tu trabajo doblarás tu tiempo, harás doble labor que los demás y vivirás la vida interesantemente. No tengas sino una sola palabra. Reflexiona mucho antes de hacer una promesa y no faltes a ella. Sé exacto, nunca hagas esperar. En el trato con la humanidad hay que ser muy pendiente teniendo siempre en cuenta lo que decía Salomón que el número de Mesías es infinito. Lo más dominante en la humanidad es el interés, la envidia y el egoísmo. La envidia es el homenaje que ejerce la pequeñez al mérito y la injusticia y la ingratitud es lo que se tiene siempre seguro en el trato con la humanidad. Sin orden ni método no puede haber prosperidad. Por buena que sea la cuna es mejor la buena crianza. Una de las más valiosas cualidades que pueden adornar a una persona es el acierto en el hablar. Las palabras son como las hojas, mientras más abundantes poco fruto hay en ellas” Y la reiteración diaria: “Saca el mejor partido de lo inevitable sin sentirlo inútilmente. El sentido práctico a imitación de Alejandro con los nudos que no se pueden desatar, conduce a los ejércitos a la victoria porque, ten claro, los nudos se desenredan solos, solamente hay que estar cerca.” Evidente que todo aquel manual para la vida y, en ella, cotidiana y excepcional cuidado preservado como un texto bíblico: “¡¡¡ Atención ... sin escepción a nadie debe prestarse!!! Arregladas y copiadas y trabajadas sobre todo para mis nietos. M. de A. Tampoco puedo resaltar un ímpetu furtivo como verdad definitoria, tan sólo transitoria, en una vida común, circunstancia coincidente y excitante del rostro de la heroína de la historia, contoneo garboso de un cuerpo, una sonrisa a contraluz, silueta que encubre el accionar de unas manos; delfines en la voz es himno vinculante de la estética del encuentro o del naufragio seductor de dos cuerpos agitados que podrían conducir a la deriva del rumbo de los hechos, suspenso posterior de un te quiero mientras permanezcas, olvido de las coincidencias admirables que niegan el valor de la imposibilidad de trascender aquello de que las cosas la están mirando y ella no puede mirarlas. Hecho encomiable es buscar, encontrar, divulgar fórmulas milagrosas; fundamentos, impulsos externos que faciliten la existencia de otros que atraviesan realidades similares o exaltan la vida común y corriente que sirva para una audiencia cautiva. Te digo, así, cambiar de rumbo es un hecho común como lo es la muerte a destiempo, amor fugaz o perenne, comportamiento incomprensible y feroz, si se quiere, de la naturaleza que actúa en sus propios dominios, comprensibles sólo con el paso de los años. Se cambia de idea y, el azar es el rasero del camino que pone todo al descubierto, los dones son lágrima o reproche, exploración con el báculo indeciso, fatiga que encuentra en ellos la opacidad de la sombra propia, se acerca a plenitud que es penumbra en un zaguán, desemboca en el contra portón de arabescos, frisos, tallas, vitrales y, este, al jardín de la sonrisa postrera. Entrar en detalles, largas enumeraciones de hechos entrelazados, quizá, inverosímiles por lo tedioso y absurdo, pueden disgregar la cercanía notoria del significante. Imágenes, sí, almas que se asoman, se aproximan por el callejón y la mirada se encuentra en el guadual. Escapan, remiten a la mecedora de mimbre del cuarto de manualidades,

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voces perennes que se encuentran en la pausa: si la boca calla, el cuerpo habla y, es el reposo del sillón tapizado, efervescencia abigarrada de flores orientales y, ellas puestecitas: nariz corta, aguileña, abundante cabellera entrecana, prolijamente conservada, pómulos salientes que resguardan un ligero tinte de rubor, mitad certeza, mitad ficción y, mirada azulada, oscura y penetrante que concluye en intuición, oído aguzado que disgrega las intenciones ausentes. La jornada, siempre extensa, concentrada o la febrilidad dispersa de las artes manuales, anteojos descargados nariz abajo para bordados de punto, bolillo y costura de la dignidad, al término, colores de cotidianidad, desvío de miradas, manifestación de elogio, anhelo de la recepción y la devolución de las visitas al centro de la mesa; remoción y término de orden atávico que se descuenta del listado cotidiano de pendientes: polvo, lista de la compra, lavado y el planchado de lo prolijo, presentación, representación de lo impecable, vestimenta rodilla abajo, amplitud de modelos encontrados en la revista, recato que atiende el agobiante rigor tropical del medio día y, se disuelve con la brisa fresca de la tarde, víspera pausada, angustia que aplaza los aspavientos de la llegada del porvenir. Sin el agregado de los detalles patentes u omitidos, confluyo en la urgencia que se tiene para una interpretación. Se tramita y, en la búsqueda, ahora veo las ausencias con obsecuente claridad: exigencia de crear intimidad sosegada y distante como ambiente posible para atravesar cada trance con la voz apaciguada del aislamiento, abrirse paso en lo posible de la progresividad de los hechos, mente ligera en lo posible, arraigo y proximidad que exalta, desde la propia función, presencia constante de frustraciones que vigorizan el cortejo de lo cotidiano, sonrisa recuperada de tío Aldemar, intrépida y emotiva ovación de Ernesto, luego del vino en la mesa del sábado a la noche. Se adopta un rumbo y él es opción inadvertida; movimiento constante que germina entre relieve, transición, pálpito, tregua, sopor, presagio, vigilia, aurora, crepúsculo, oscuridad, mensaje, rostro, acciones, canículas que se acumulan en el ejercicio de lo estético, prosaico o natural, se hacen tiempo, intencionalidad que mañana puntualizará la memoria distorsionada en la sensorial pretensión, augurada o fementida.

El hombre se levantó. Abandonó con alguna dificultad la precariedad de la banca del almendro, se dirigió hasta el estanque del lavadero. El agua permanecía cristalina y queda. Se acercó, reparó el rostro reflejado en ella, silueta señalada por sucesos abundantes y habituales, permanente e inalterable mirada en el pretérito del asombro. Tomó, entonces, agua entre las manos, la roció abundante sobre el rostro y el cabello salpicando sonoramente el piso y las ropas pegadas al cuerpo magro en franca afirmación y apropiación de la abundancia. –¿Sabe?, dijo, olvidé emberracarme; no nos hacemos viejos, nunca lo fuimos. Le di la mano con gratitud, momento de despedidas, instante confuso en donde la duda fue por qué le seguí hasta aquella propiedad, tomar notas grabadas para clasificarlas y ser publicadas. Me detuve, di media vuelta. Lo vi alejarse con paso ligero bordeando el segmento de setos vivos hasta detenerse en la precisa supervisión de los pases continuos de la rastra que roturaba con pasión los perfiles en desorden de los gérmenes de la tierra. La concentración en

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los comandos del tractor distanciaba el momento entre quien contrata y las angustias de quien ejecuta. De pronto Gaspar detuvo el tractor a los pies del hombre, se bajó, dialogó, se subió de nuevo y continuó dejando una ligera estela polvorienta detrás de sonido lejano del rotor. ¡Saben más del país!, me dije. Un destello en la memoria comprendió que un hecho fútil como el retiro inopinado a un pasaje entrañable, noche de austeridad en la cabaña abandonada, ahora medio arruinada por el ejercicio impróvido de los elementos, anhelo inaplazable de la fuerza de un retorno frecuente al encuentro del amparo en medio de la anarquía de la penumbra, ausencia de asonancias interrumpidas por el golpeteo constante del salto entre granitos que se acerca en la oscuridad, eco errante de las aves transitorias, tiempo de vagar entre destellos de niebla en el titilar sin pausa de las constelaciones, senderos extraviados, estatuas de humedad que dan inicio al viaje circular de limos que harán su estación en las tierras bajas, almas libres, inmunes al agobio del abandono. Pabellones de luz se desprendieron del rostro inamovible de las cordilleras, enfrente descubrí el acento del manto ondulante, corriente formidable de energía, universo estimulado dentro de sí, brisa deslizada en clara incitación a la armoniosa apreciación del acto sin fin y creador del beneficio de la vida. Lacrimae rerum, presencia que no es espíritu, fragmento de acontecimientos, agitada acumulación de actos, latido del corazón extendido en mirada fija que intenta abarcarlo, tiempo que se desliza a sus contornos, olvido en paradoja iluminada de junio.

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