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El estanque entre las manos

Primero

Vértigo, vacío, estimulo sin umbral, lapso inseguro, vapor blanqueado. En la escena lo consciente, el instante. Mirada atónita que reafirma, fragmentos, paredones alargados paralelos al embaldosado preciso y desgastado, parte entre líneas rectas, agrupadas y estrechas hasta el fondo del predio, techo bajo en el inicio que cubre el rigor de muros medianeros alzados entre agrietamientos, encalados, goteados con la precisión de una contingencia de chubascos cíclicos; demarcan la oficina, bodega, sanitario, secciones; el polvo errante es nimbo implantado en el recinto, limita los recursos de la definición de rostros, febrilidad que se disuelve entre el retumbo de pistones, mecanismos de transmisión de los equipos que, pausadamente, agitan la exactitud de sus movimientos, manos simuladas que depositan con escrupulosidad, pausa y delicadeza el papel dimensionado, cortado, agolpado en la bandeja, avance del tiempo al compás de las reatas, en tanto, el cilindro de la maquinaria se expresa en la esencia de la pirueta, lo timbra; las pinzas lo depositan en el orden dócil del platillo rígido de salida; el operario atestigua que todo sea preciso, instintivo pero insonoro, lejano, nebuloso porque, en adelante, cada actividad es tiempo sucinto y, en presente, habrá de escribirse en formularios un reconteo de circunstancias, cantidades, sumas, objeto, tiempo y dinero por cobrar a cambio de una información escrita cierta y rigurosa. Rostros imprecisos en acecho, disturbio en la memoria, informe, precario, levemente soportable; súbitamente revive entre el adormilamiento del espacio, queja y capricho en la cornisa de telarañas; fisonomías alteradas adheridas alrededor, escudriñan una reivindicación desmedida, y ella sumerge el ahogo de una requisición: el costo, exactitud numerada, material incompleto y, la llamada de apoyo en la oportunidad, el timbre de la voz concreta del cliente que apura detrás de la llamada telefónica; el escritorio es un accidente en movimiento interior de apuro y ansiedad, pedido despachado, vehículo que avanza, a la derecha, ahora se deja ir al lado del parque apacible del anciano y el niño a la espera del sol matinal, un entre calles agrietado, irritación del trancón, incapacidad del operario de la máquina de acabados, el reclamo del vecindario. El ejercicio de lo cotidiano es una comarca restringida a la inquietud en donde el anhelo se declara en tregua, aplazamiento; la emoción es refugio restringido entre la fuerza

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idealizada, enfática y amorfa, punto de llegada calificado y urgente, ansiosa responsabilidad expresada a ultranza en el instante en que se impone. Lo acepto, descubro y renuevo. Extiendo la mano remisamente hacia la lámpara de la mesa de noche que obedece al llamado, la luz titilante hace de las sombras un repaso del entorno, a media vista: respiración aún es jadeo que se reconoce en el tic tac del reloj, atraso de quince minutos y, se acerca en flemático avance hacia las dos y media. La ligera transpiración del cuerpo es corriente incómoda y húmeda, se aposenta entre la frente y se limita en el inicio de la cabellera. Intento una respiración fluida y sin congoja, pero compruebo un leve impedimento en el movimiento de las extremidades inferiores que, poco a poco, recobran el meneo de los dedos de los pies. Supino rostro arriba, intento, de nuevo, aspirar fluidamente; logro quedo, pero constato la misma sensación antigua de que el tabique izquierdo de la nariz está obstruido. Espero, doy media vuelta, me apuesto sobre el hombro izquierdo, comprimo la almohada entre hombro y cabeza, apago la luz, cierro los ojos, rebusco en el eco de las voces perdidas una presencia reiterada y lejana, un timbre amable y delicado; la vista es distancia profunda y reservada que acude al llamado esquivo de la certidumbre del ensueño.

Segundo

Zumbido rasante es revelación en la periferia del oído. Un manotazo se agita, instintivo, extraviado y en presunción; otro, avanza raudo a un espacio sin control, más allá de la penumbra. El aleteo incesante se aleja, la tregua se expande presagiando una victoria resuelta y sin esfuerzo que alcanza a sugerir la prolongación del sueño; súbito, el ronroneo gira desde los cuatro puntos cardinales, largo aturdimiento que demora, en tanto, se regresa del silencio. El instante es un expedito recuento de opciones para declarar un ultimátum, en simultánea, refriega, insistencia, vestigios de las picaduras fruto del silbido agudo de un regimiento extraviado de insectos. A mano, ¿ventilador, repelente ambiental o localizado? ¿Esperar el rayo en el avezado despunte del amanecer? Sin discusiones, instintivamente se elige el menos aparatoso. Con solicitud, las aspas del ventilador giran y, es el movimiento de la brisa que se dispersa en el asalto importuno que mitiga los efectos eruptivos de la arremetida, encuentra el último y persistente alivio en el movimiento de la mano. De un extremo a otro, la litera se estrecha, el cuerpo totalizado se adhiere mancomunadamente al deseo, se revuelve entre montículos reconocidos y domésticos, pero se diluye en el momento indeterminado y ansioso de la vigilia, –paciencia–, digo, y los sentidos se extravían en la afonía, ceguera, sordera, liso e incoloro sentido de la sombra que ahora es movimiento pausado entre respiración, serenidad, elongación de la inconsciencia que, dócilmente se extiende en lejanías sin examen y, el aliento es un emisión lejana al finalizar la alameda por la que avanzamos en pedaleo febril. Adelante, por el lado izquierdo de la calle de macadam, intuyo, un cuerpo agigantado en manifiesta consunción por el culebreo incesante de la máquina, se llama Gregorio, somos últimos, nos han sobrepasado de lejos todos los competidores. Me esfuerzo, logro acercarme hasta una bicicleta de distancia, pero

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el zigzag se interpone, dudo, escucho la voz interior clara y cercana que alienta la solidaridad, sin embargo, entiendo que la condición es que sea más de uno. Mareo. A lo práctico, sigo a rueda, aspiro con profundidad, atmósfera cercana, insisto que puedo dejar atrás la insuficiencia de la respiración, me impulso sobre los pedales, se acerca la meta, pero Gregorio cruza adelante, lo sigo…quedo con el farolito. Y, el premio es una sorpresa sin codicia. Lo entregan en aplauso efímero, victoria contundente contra la cerrazón bronquial de la alergia asmática de siempre. Pertenezco ahora al universo del riesgo, pasmo, valor transferido al futuro incierto y desconocido, idealización ingenua alimentada por actividades ingentes, al paso, cualquier espacio es inmenso, sorpresa que se interpone, pluralidad precoz, incontable y ampliada columna de rostros de los cuales no hay comentarios ni protestas, solo audiencia, aplauso en un horizonte de neblinas dilatadas que copan límites, rincones amables, andaduras joviales, los sigo con disponibilidad, sin duda, y es grupo a la orden del corifeo; trasponemos prudentemente la labranza, espigas candeales ascienden por el bluyín, la voz hace la pausa, nos reúne, y, es la palabra en la lectura que se desvanece en el contraste entre campo y fronda de resinas, acículas tupidas, espacio y sierra, semillas apiñadas, tiempo sereno, extenso, vago, hasta de incertidumbre que recibe orden de avanzar por collados de verdor hasta las estribaciones del mascarón de proa sobresaliente de un peñasco entre montaña; ascender y es paso quedo en las entrañas del desánimo, hierbajos envejecidos y rebrotados, indumentaria, peso, sudor revelado, infancia en retirada. Y, de todos los atajos hay quien toma delantera, da la pauta y, arriba, en lo alto, llegamos; el grupo se dispersa, contemplación absorta de una nube libre que atraviesa el viento naturalizado en la altura y lo confirma en su feudo; el horizonte es un extenso lugar indeterminado y secreto. Un pitido ordena el descenso, desfiladero, hondonada, resbalón, caída entre tumbos, mundo en disturbio, humanidad de largo salto al vacío detenido en la hilera de sauces llorones en la ribera del río que, retomado el cauce, obliga a levantarse; un regreso entre el fango de huellas sonoras, profundas, deleznables, adelanto de cuerpo molesto, ruina del acicalado en franca humedad: ¡es la intemperie! Aprendo a visitar la brisa, esmeril que rasga, empleado que repara, por ella se cuela la intensidad del yermo y la neblina, se acerca palpitante, es la imagen de una gruta erigida entre estalactitas y carbunclos; excitante, serena, luminosa, recóndita, me invita cautamente al hontanar de lo sagrado. La luminosidad se disuelve, sosegadamente, entre voces dispares, cánticos en el alcor, y es un brusco aturdimiento el que me impulsa al vacío, avanza entre despojos, tonos probados, amables, eufóricos, lejanos; lágrima contenida, se desliza, lenta, abruma la mejilla; el pasaje es profunda cicatriz en la campiña. Las aspas livianas y sonoras del ventilador se han detenido a la orden inexorable del automático que pospuso el silencio al despertar de tenue y ceniciento rayo fragmentado entre espacios de persiana. El alba esparcida no contuvo la premura: salto, tropiezo con un armario al paso entre el aturdimiento consabido que camina hacia la luz, ablución, mirada ondulante por el cuerpo desnudo que se detiene en el hematoma expandido entre los dedos del pie derecho que avanza sin limitaciones.

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Tercero

La vereda es amplia, la calle sombreada, del otro lado corre la estacada en paralelo que impide el acceso a un sobrio descampado, asemeja un parque desprolijo que acepta su destino sin mucha retórica reivindicatoria y, se adhiere a la carrilera en soporífera flojera dominical. Ingreso lentamente por el separador central, me detengo ante los barrotes del despacho de boletos de la estación. Espero conforme con la confianza de poco apuro, en tanto, descubro al momento y, de reojo, al funcionario mayor que atisba desde su nada espaciosa y serena, se acerca pesadamente, recito, con juicioso detenimiento el destino guardado en la memoria luego de repasar con insistencia el mapa de las estaciones colgado en el muro derecho de vestíbulo, antes de la puerta; dicta un precio, pago con un billete de la alta denominación a lo entendido, por las dudas, me expide el boleto, deja el vuelto sonoro en el cuenco que une la taquilla con lo impersonal, avanzo, traspaso el portalón, me lanzo al andén de la espera. Asisto en solitario a una dimensión y emoción de satisfacción y arrogancia insospechada cuando descubro que el tren programado demorará un tiempo de más en obligatoria previsión de que se detendrá, oficio de parada al recoger un único pasajero, anónimo que ahora detiene la mirada del reloj de la estación colgado encima de la contrapuerta, justo encima del vértice del atavío del friso oblongo, superior y decadente de la puerta, deja desprender un aliento dinámico, se extiende entre dos ventanales de al lado, ahora herméticos, permiten finalizar su formato con algún espacio hasta el ángulo de la pared del costado izquierdo donde se empina la escalera que atraviesa, entre límites enmallados y desgastados, zona espaciosa de carrilera doble que conduce al muelle del lado, enfrente, donde los asientos de acero inoxidable descansan lustrosos y vacíos. Un sol manirroto y tibio cumple la promesa originaria de las honduras del invierno, ilumina generosamente las piezas publicitarias de gran formato colgadas de medias paredes, espera franca del muelle de este lado con aspiraciones de revelar a los clientes el circunspecto secreto de la buena vida, la fórmula expedita para un emprendimiento feliz de hogares en un hábitat urbano que ha extendido sus brazos y fórmulas a los asentamientos provinciales; la belleza entre la realidad y las rutilantes estrellas de ficción, en contraste, medias paredes que otean, en permanencia, el parque extenso del otro lado; trazos coloreados y libertarios de expresión urgente, ecos interiores y espontáneos, necesitados de color, claves de signos abigarrados y escurridos en el intento de formular una metáfora urbana, absorta e indiferente, como promesa interpretativa de distintivos extensos y generales que, en definitiva, me supera, como también y ahora al merodeador que toma asiento en el extremo del muelle y la chica difusa que se desplaza al paso, gala, de preciso y calculado recelo al otro extremo del muelle de regreso. Lo plácido es preludio selectivo entre atención, mediodía, calidez, abandono en el tenor de un viaje que reinicio formalmente en la banca actualizada del asiento, algún interés curioso en el lugar donde permanezco es ahora interrumpido inopinadamente por el grito de victoria de un niño que guapea el instante de su propia y gallarda velocidad de crucero en interacción asociada, criatura–bicicleta, ante la mirada atónita de una abuela– nodriza–

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paciente– amorosa. Él enaltece la superioridad de su hazaña; intento entender su dejo expedito, espontáneo y consentido, respondo, se dirige a mí desde la brillantez del celeste de sus ojos, blofea de la máquina que ha recibido como regalo de cumpleaños, lo felicito, la señora de mirada de temerosa y surcada reformulación de su papel, navega entre la duda–cuidado–fatalidad a la vista, intento destemplado de romper la amistad naciente que se diluye con el pitido del tren que asoma en la curva, se acerca; el compresor abre sonoramente la puerta, me adentro en el vagón vacío de una esperanza fallida de mayores ventas formulada en el plan de mercadeo del aparato comercial público– privado para las horas valle. El sonido del rodamiento constante es estricto, rítmico, reconocido, la ventana se dilata redimiendo un paisaje seductor, despliega un raudo entre arrabales, paredones, revoques agrietados, sombra de ladrillos, bóvedas de segundo, tercero o cuarto pisos, guardavías, timbres sopranos y prolongado paso en alto y bajo. Barrios que renuevan su discurso con el soplo de una primavera entusiasta que avanza entre rebrotes, jardines y, un viscoso tapiz de hojas de paraíso; el río extenso, lejano, se descubre, poco más allá de las marinas, secreteo de oleaje, brisa y horizonte convocado desde apaciguamiento al que me entrego; despliego las piernas, manos aferradas al maletín, apoyo con docilidad la cabeza en el respaldar de la banca, las pestañas descienden hasta juntarse y, es cuando el cabeceo alarga el instante de vigilia, se detiene entregándose a lo imponderable que ahora es un espíritu libre que se desplaza entre el inquieto siseo subrepticio de olas marinas que arrastran a su paso vestigios de ostras, moluscos, algas reverdecidas, se cuelan por el entre piso del asentamiento provisorio, advierten una presencia en el roce helado de mis pies que yacen en el extremo del acampe, mirando afuera, y es ahora cuando el cuerpo ha encontrado su lugar reduciendo la arena a las formalidades del cuerpo. Despierto, el avance es acelerado, doy aviso a mis dos compañeros, aturdidos y enérgicos, levantamos la carpa, la marea avanza, cubre las extremidades hasta los talones, arrancamos a pasitrote, el descampado es una fuente luminosa que juega con fulgores de médanos dispersados contra el muro de contención del refugio instaurado por la municipalidad, sobre él, la doble vía que conduce a la ciudad de al lado; en la berma, permanece estacionado y a la espera, el Renault de la aventura. Ascendemos. El océano patagónico está sereno, lejano, ajeno, –los colores saben más–, el perfil de un buque petrolero se anticipa a la bandada furtiva de aves, celeste de abisal profundidad. La tienda fue erigida con toda la información disponible, curia y mesura, pero se ha expandido ante el movimiento de pleamar y la posesión marina es de uso diario y desmedido. La sorpresa es sonrisa, destierro es búsqueda de un pronto desagravio, relente, formula camino de la costanera en murmullo arbitrario de preguntas amontonadas, liberación de un tiempo entre olvidos de una voz confusa entre adiós y retorno. Destiempo afirmado en el huir que no suplanta una espera de más, respuesta esperada y dispersa y, al paso de la comitiva, una mirada compasiva, amorosa, extraviada se constituye en memoria infinita, imperecedera: ecos fusionados, cordiales y tiernos de los caminantes. Ignoro si el gorgoteo en la laringe, la cantinela soporífera, fatiga, indómita resequedad gutural, postura flácida del cuerpo, pudo haber abrumado al viajero anónimo que se levanta, toca mi hombro con delicadeza y seguridad que infiere haber ejercitado esta

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licencia de público conocimiento; me dice, con voz queda, que el vagón pronto recibirá los pasajeros de regreso. Me apeo. Atolondrado dejo el convoy, avanzo por el terraplén de espera, a la zaga, la estación aplacada en el intervalo del último timbre que se enmaraña entre el rezongo de la máquina que avanza; adelanto el recorrido y así, al crepúsculo. Afronto la calle que se estrecha y sucumbe en la explanada; avisto el cauce grandioso que resbala en lejanía; silueta templada que se asume entre orillas caprichosas e indefinidas, espejismo y memoria contenida en extremados meandros y azarosos rápidos, saltos, bajíos, remansos, remolinos, generosos tributarios, habilidosas ráfagas de viento, asentamientos temporales e indestructibles, arenales y pasos de viajeros sin fortuna; ecos ahogados de ánimas en pena y el buque fantasma que avanza con el peso de pálidas ropas al sol; riberas en erosión que transfieren materiales de arrastre al avance caudaloso y alevoso que asume entre profundidades y bamboleos; exuberantes y sugerentes frondosidades, escondrijos de contrabandistas, esteros y miradores mimetizados entre bastiones filibusteros de la banda de enfrente. Una onda se encrespa en el jubiloso, entrañable y emparentado estuario que refleja un entre luces apacible, rayos amarillentos y luminosos.

Cuarto

El grito intempestivo de Didier advierte que el próximo paso concluirá en una malaventura. Asumo la exhortación, me detengo abruptamente, hago un giro, al instante me inclino hacia atrás. Patino, caigo lentamente sobre el lado izquierdo de la cadera, el tronco se detiene enfrente del pelotón infranqueable, espigado, amarillento, punzante y tupido de las gramíneas que se han apoderado del terraplén de este lado del río. Escucho la risa de Galicia y de Didier detrás mío, luego del movimiento jocoso de mi cuerpo, acallado ahora, por la corriente que recorre el cauce, adelanta atropellado e impetuoso, arrastrando el borbollón de un cúmulo de aguas enturbiadas, descontrolas entre deshechos de maderámenes descuajados, ardillas remolonas, viajeras de troncos recogidos, abandonados a su suerte, impulsados por el extenso culebreo en un andar de cordillera. Me levanto, hago movimientos en el vacío, Galicia comprueba raspaduras y contusiones que irán causando escozor con el avance del día. Didier, interrumpe, con segura aseveración de obviedad, debemos apurar el paso no sea que un aguacero denso retarde, seguramente, el avance en dirección del vado para atravesar el río por el puente de guadua instalado en la propiedad de Octavio Galarza, regresar, luego, al predio por el camino que bordea la otra orilla. Galicia toma la delantera, nos alejamos a paso constante con la mirada obligada de pisadas de apurado cielo de adelante, movimiento de horizonte inmediato, cultivos escrupulosamente levantados, árboles tupidos en los extremos, cercos vivos de menor fuste, custodios de una posesión aferrada a una tradición cultural. El cruce es de movimientos cautos, temblorosos, pasos de riesgo, culebreo, uno adelante hasta alcanzar el otro lado, a la espera, el siguiente, el salto de ahora es por la zanja de drenaje. Otra vez, la terna avanza con paso largo, se aproxima a la propiedad donde

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la mirada protesta al detalle el ímpetu descontrolado del caudal adentrado por el lindero, descuajado en la ribera, ahondando el cauce, resonancia complaciente de un empeño anegado en los extremos de las suertes de enseguida que ahora recorremos a paso quedo, inventariado y riguroso. ¿Desconcierto o engaño? Desde algún insondable distrito, detrás del espíritu que se sumerge en la desolación absorta que es dislate de la entreverada y exuberante guinea, pelabolsillo, pica pica y arrocillo amontonado y, en avance incontenible, se apodera de surcos y calles con furor tumultuoso, absorbiendo la siembra consecutiva que se entrega extenuada a la advertencia en invasión que proclama la ruina de un ciclo. Despierto inopinadamente al emplazamiento de agitación aguda que recorre de izquierda a derecha, regresa, se centra en el mesenterio, me obliga a eliminar cualquier percepción diferente aunque, lejano, asciende el vacío de golpe neumático de frenos que se cuela por las ventanas abiertas de la habitación: el camión cotidiano de la recolección de la basura interpela desde el exterior, me levanto con urgencia, el tropezón de lanzada velocidad, el libro abandonado a su suerte en el piso se desplaza presuroso por este lado claro de la noche, cede en cuanto activo el interruptor de la luz eléctrica. Me traslado al sanitario, dolor agudo que se esparce ahora hacia las extremidades de los intestinos y prontamente la descarga ansiosa deposita sin recato en el sanitario. Un sudor frío escurre por el cuerpo, la vacuidad se prolonga entre los susurros permanentes de un tinitus que deja en el oído el mensaje de que la gastroenteritis requiere del remedio contundente de antes: elixir paregórico. Lo ingiero sin demora. Por ahora, debo asegurarme de que no hago chancuco al acceder al llamado que invita de nuevo a prologar un sueño de madrugada. Constato el efecto del medicamento, regreso, me reclino, tomo la almohada, volteo el cuerpo, miro la pared con la mente en la llama extraviada de la indiferencia del cuerpo desplegado que esquiva el sueño con la intención absorta y profunda de la laberinto de un pulso herido, infiero el origen de la sierpe inquieta que transita entre dos olvidos y un recuerdo, quietud extensa de perezosa intolerancia de la pesadilla interrumpida, indiferente y torpe lasitud que avanza entre objetos, a su lugar de espejismo impasible, retorno del sopor, se solaza en intención profusa de una composición idealizada de que la vida superior está a la espera del otro lado de la cama. Mientras tanto avanza ágil, seguro y conformado por el callejón, esquivando las huellas hondas del paso que los tractores han patentado en el callejón. La mirada se extravía en el barbecho apretujado, multitud de especies agolpadas a mano derecha hasta que un céfiro llama la atención meciendo el cultivo en pleno, exuberancia verde del follaje que encubre de tallos nudosos y amoratados de la caña de azúcar, frota sonoramente entre hojuelas nuevas y decadentes en la breve interrupción de la canícula arrogante, luminosa, ligero y aislado tejido tornadizo de nimbos que se han desprendido alejándose de la numerosa y sumisa multitud apostada en los extremos del valle. Se abandona, ahora, en lejanía, oscilando entre un diminuto punto en fuga y un arbusto convulso; práctico, sudoroso, seguro del lenguaje fluido y hermético recluso de las restricciones íntimas que ahora hacen mutis por el callejón intermedio entre el cañameral enhiesto y rígido y el añil luminoso del medio día.

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El avance es reintegro de la constatación, antinomia absorta entre realidad y alucinación, fuga en el medio de la oscilación del puente, contemplación de las corrientes atropelladas, audaces tinglados antiguos de trozos de guadua incrustados en la ribera, absorbida por la multitud de arvenses apretujados entre orillas, doblez punzante del talón que resbala al paso en el montículo de sales blancuzcas, atolondradas, desapercibidas y esparcidas entre terrones irregulares puestas al azar del interior de la suerte estable y promisoria, borrada en el ensueño de una duermevela: hilera de setos, hogares de campanillas azules, asomas, chilacoas, refugios de rapaces al acecho y, arroparse en sus dinteles: auras, hojarasca de sombríos de árboles alinderados, suelo agrietado y polvoriento, canícula acumulada desde el mes anterior advertido entre destellos de areniscas de cauces extraviados. Una nube corpulenta se interpone, es circunstancia entre el espíritu alado, ágil, sugerido e imperceptible, se desvanece entre chulquines, rizomas, lígulas, tallos arqueados y lejanos penachos inquietos alzados en la cuantiosa fisiología e intensidad de la labranza. Démeter envía el soplo estimulante de próximas mañanas de temporales al abejorreo impenitente de cucarrones que sorpresivamente zarpan atravesando el limbo de un extravío indiferente de Galicia y Didier que continúan a la espera del paso paciente del tiempo en el que se han hecho compañía, ha curtido sus pieles de sol que, ahora, se manifiesta en caminar modoso, dentadura a la espera de un tratamiento experto, ojos apagados de párpados caídos desde las cejas que detallan sus propios rostros entre cuerpos de reconocido color inmutable de tierra que pisamos, la misma desapercibida intención de la desolación nocturna que se desvanece ante cualquier realidad luminosa. Esperan, ingreso con sorpresa al asentamiento. Callan, silencio que suspende el retorno de la conversación trivial y apasionada, reclamo del alimento, falta de carne en el hueso raído, sazón y dolor en la espalda, cita médica para dentro de meses, gallina ponedora, floración anticipada de los frutales y el embrujo de un echarpe. Me acerco. El agua diáfana se agita, se acerca atropellada, hasta llegar al estanque. Pronto las ondulaciones se apaciguan al acumularse en suficiencia; indago por una ninfa inquieta, transparencia reflejada en evidencia ante el impávido e intangible sonrojo del infortunio en detrimento, fugaz, huye dentro del agua patrimonial, íntegra y lejana, estremece el rostro. El mío se prodiga en tanto las manos agitan el esencial avance a la inmortalidad.

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