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Hoy, como los días anteriores, me ha despertado la campana. Está oscuro. Quisiera seguir de largo bordeando la deriva de la amable duermevela de la alborada. Sin embargo, el hoc signum…, en la voz grave e insistente del H. Iturralde no es precisamente la invitación a un agradable despertar. Abro los ojos pesadamente, rescato lentamente del velo profundo del sueño, el desconcierto desperdigado entre novedad, emoción, asombro, expectativa y la incertidumbre en el futuro inmediato; sin embargo, ahora, la mirada permanece estática en el techo, la penumbra va aclarando el ángulo recto formado entre la intersección de la pared y la losa del techo: el cenit, dicen se llama este espacio que tengo enfrente, aunque, me gustaría que el cenit fuese algo vasto, natural, luminoso, sobre todo antes de la alborada. Lo recorro. Es amplio, encalado, se ilumina con los primeros destellos de luz que se debaten con la titilante precariedad de la luz eléctrica. Rechazo aceptar que quiero voltearme, arroparme de nuevo, cerrar los ojos, dar media vuelta, descansar sobre el hombro, encoger las piernas, envolverme en mí mismo; dejarme llevar de nuevo por el preámbulo de la pesadilla que sumerge los prejuicios en una profusa y difusa inconsciencia. Por ahora, no alcanzo a intuir aún la frenética actividad que ha de iniciarse allá, delante de la cortina del cubículo. Doy media vuelta, me reacomodo, vuelvo la cobija sobre la izquierda, descubro pausadamente las vetas de la madera de la cómoda que ignoro si las detallaron quienes me antecedieron. Inadvertidamente asiento en el recuerdo los Puntos de la noche anterior, la lectura introductoria: “Uno de los medios que nos ayudará mucho para aprovechar la virtud y alcanzar la perfección será refrenar y mortificar la lengua; y, por el contrario, una de las cosas que más nos dañará e impedirá nuestro aprovechamiento será descuidarnos en esto.” ¡Uf!, propósito de difícil logro. Y… la Composición de Lugar, la imposibilidad con la que debo dejar a buen recaudo la imaginación, esa loca de casa, así como la llamó el Maestro en la plática de ayer. Escucho el avance y el silencio contenido con los que mis vecinos van dirigidos por una inmerecida pero piadosa convicción como la de que seremos purificados al recibir resignados el espasmo irreverente del agua helada sobre nuestras humanidades. Descubro, más intuición que realidad, el amanecer entre la bruma, lo detallo en su ascensión desde el paisaje largo y estrecho del valle que inicia un recorrido al firmamento que, hoy como siempre, como todos los días desde que llegamos, permanece plomizo, envuelto en una
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luminosidad sumisa a la perspectiva ambigua de la neblina que se cuela por el vacío que, desde la azotea, se desliza hasta el patio de los rosales. La percibo, también, desde el balcón de la batería de sanitarios y duchas. Un golpe helado agoniza en mi pecho medio desnudo, en tanto, espero el turno para las primeras abluciones. Igualmente que mi rodilla se ha ido interesando en la balaustrada que divide los dos ventanales de los cuartos del aseo y, ahora, pienso en la irrenunciable vocación del celaje, quizá sea un reparo, una costumbre o una simple delimitación de territorio, lo ignoro como tantas cosas, admito, sí, que tiene la particularidad de vagabundear por el altiplano haciendo de su ambición un imperio, del sigilo un llamado, de la movilidad una invitación a lo que nosotros aspiramos sea recogimiento absoluto; un imaginario interrumpido sólo por el canto esporádico y lejano del gallo que pudo graduarse de taciturno por exceso de amistades, de un vaquero parsimonioso y enfangado hasta la médula que resopla en su chicote arriando el ganado de leche que marcha gregario y paciente por el sendero que conduce al establo. Veo alejarse el rebaño con docilidad, absorto, cadencioso, disperso, cubriendo con sus moles lo ancho del camino salpicado y contenido. En tanto, el rocío de la aurora permanece contemplándose en sus cristales, entre la hierba, solicita la presencia de un sol irresoluto que deberá ir encendiendo el brillo de los ventanales que dan a los jardines exteriores para ir entregando, por cuotas, una impalpable tibieza cuando, con solicitud y luminosidad, encienda el costado derecho del edificio cuyo frontispicio se levanta arrogante y ambicioso –fortaleza extemporánea e inexpugnable– que otea el último sur. Ahora no percibo la prisa ni el movimiento, la carraspera ni los errores somnolientos que se expresan en apresuramiento, sonora caída de objetos, lamentos quedos e interrumpidos. Únicamente pasos cautos que confirman la intención de dejar seguir de largo la quietud. Estoy de nuevo conmigo. Me reclino diligente sobre el escritorio, me arrodillo en el por lo menos, tomo la cabeza entre las manos. Empiezo. Una bocanada de viento frío irrumpe de nuevo la ventana que el H. Ramírez ha abierto, consultando presuntamente, la anuencia de sus compañeros de dormitorio. Atarme al péndulo de mi esfuerzo. Va, viene, regresa del recuerdo al anhelo, de las originarias frustraciones a la anarquía del deber ser; del camino trazado, de la decisión prematura al desborde de mis ambiciones; del amplio espacio de todos los intentos a aquello que quiero conocer, tentar, transigir, disculpar, escuchar, amar. Todo converge y es la duda la que examino en la extraña e indefinible sensación del deseo de acertar, de saberlo todo de inmediato, de apropiarlo. Imposible, se aleja. Vuelve: afuera todo es incierto, frágil, inseguro, postergado, figurado. Entonces ingreso, de nuevo, insisto en lo que tengo por seguro: yo.
Lunes
–Abran sus libros en la página siete del Libro de las Constituciones, dijo el Maestro. La sesión se dio inicio en el Salón de Reglas. El sonido del paso de las hojas del libro, impresas en color negro y en un papel delgadísimo con letras minúsculas y apeñuscadas, compitieron con el aleteo nutrido de un moscardón aturdido. Eran las tres en punto de la tarde. A partir del momento, su voz se escuchó en todo el amplio recinto ocupado por mesas
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alineadas en estricto orden de a dos en dos, interrumpidas por un espacio intermedio, cada una con asientos para tres, iluminadas por la luz del sol de la tarde que fue ingresando, sin permiso ahora, por los amplios ventanales que invitaban a la dispersión. Más allá, el patio de sábanas extendidas tentaba el gusto de perderme entre un ocaso prematuro y los caminos en dispersión que conducen a los campos. El salón quedaba a mano derecha bajando por las escaleras principales del ala oeste del edificio, en el segundo piso. Todos descendíamos de los cubículos con cinco minutos de antelación, luego de la sindicación alevosa de un timbre que anunciaba el inicio de cada reunión. Enfrente de las escaleras, enseguida del amplio corredor de baldosas uniformes, brillantes, fraguadas con adornos y florituras de colores combinados, sobriedad en el medio de figuras geométricas elementales, estaba el Refectorio, igualmente, con mesas alargadas pero ubicadas en U, impecables manteles blancos pero bastos y el púlpito para las lecturas que se llevaban a cabo, por turnos individuales, durante las comidas de “primera y segunda mesa”. Dos puertas: una de entrada y otra de salida por la que ingresaban los alimentos que venían de la cocina por el corredor en un coche de rodachines diseñado austeramente para tal fin. En la plataforma de encima se transportaban los alimentos de venida y se utilizaba para regresar la loza y los cubiertos a la cocina, los “fregaderos” de platos y de ollas, situados en el corazón mismo del segundo piso del edificio. El refectorio, así como el Salón de Juegos– también de reuniones informales y de relatos de visitantes que pasaban a narrar experiencias–, era vecino del ala norte y miraba a las afueras. Por aquellos ventanales de perfiles de hierro alargados, despojados de cortinas, seccionados por pequeños vidrios ajustados con masilla, uno podía distraer la vista por las canchas deportivas, los senderos empedrados, bosques, pinares, quietes… y, presentir así, las futuras extenuantes caminatas, aventuras incitadas con la misma ansia de experimentar y saber lo que ocurriría en lo que quedaba de la propiedad que, por su extensión y mi candidez, estimulaba la imaginación de tener linderos indefinibles. La norma, en términos generales y precisos, salvo necesidades apremiantes, era la de guardar silencio durante todo el día. Los permisos para el diálogo quedaban generalmente establecidos para después de las comidas: almuerzo y cena. De acuerdo con la distribución publicada en la cartelera del tercer piso, enseguida del cuarto del bedel de turno, uno tenía permiso para conversar únicamente con los de una terna asignada por él. La terna también podía ser cuaterna o bina, de acuerdo con la disponibilidad matemática de los existentes y se debía caminar unos para atrás, otro u otros para adelante, alrededor del amplio corredor en la noche o, después del almuerzo, salir a los jardines contiguos, cuando no llovía. El tiempo de diálogo solía estar cercano a los cuarenta o cincuenta minutos mientras se desarrollaban, diligentemente, los recurrentes oficios de limpieza de los utensilios del Refectorio y del condumio. En la noche se caminaba del Salón de Reglas a la Peluquería, de allí al Salón de Oficios Manuales, pasando por los salones de clase y por el ala oeste del edificio que colindaba con el tradicional Salón de Actos, cuyas paredes se erigían adustas y robustas que, desde sus cimientos, reafirmaban la solidez al pasar por la capilla doméstica, hasta terminar en la azotea.
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Así, nuestras actividades de socialización, salvo excepciones, se cumplían, en su mayoría, entre el primero y segundo pisos. Por lo demás: estudio, trabajo manual, reflexión, oración, descanso, entre el tercero y cuarto pisos, incluida la amplia azotea, desde donde se apreciaba, por los cuatro costados, el seductor horizonte andino: un estrecho valle en cuyo centro reposaba el poblado y, en ella, la presunción idealizada de la simplicidad de los atávicos habitantes. La vista se topaba en ocasiones con algunas copas de árboles añosos y exóticos, con un firmamento cuajado de estrellas en cualquier enero con los caminos accidentados, sugestivos y polvorientos… Y, en el extremo norte del ala izquierda, mejor dicho, en el cuarto piso del espacio donde discurría nuestra vida, el silencio se hacía súplica, encuentro o desencuentro, dolor, titubeo, adoración, consolación, queja, abatimiento, contención de la inseguridad y de la incertidumbre: la sobria capilla de la semioscuridad, la de la Virgen de las puertas siempre abiertas. Allí, la liturgia romana, compendio y representación de gran parte de la historia occidental, tal y como lo entendería después, pervivía milagrosamente en medio de una terca jactancia, manteniéndose en la imperturbable severidad de las renuncias, los secretos, navegando en el medio de los siglos, las realidades de espacios nuevos apropiados por la especie humana occidental. Inmodificable tradición de penumbra, gestualidad, ornamentos, inciensos, cirios, lecturas: condición explícita para los significados, implícita para los significantes, supuestos básicos, dogmas, paradigmas de virtud, enajenación, bondad y contradicción. Todo allí en la síntesis densa y sabia de la palabra. A contramano, sí. Me distraigo de nuevo, no capto mucho su explicación. Me pierdo en el Proemio. La voz del Maestro vuelve y retorna con la …ley interior de la caridad y amor que el Espíritu Santo escribe e imprime en los corazones ha de ayudar para ello, pero todavía porque la suave disposición de la Divina Providencia pide cooperación de sus criaturas, y porque así lo ordena el Vicario de Cristo, nuestro Señor… tenemos por necesario se escriban Constituciones que ayuden al proceder conforme a nuestro Instituto en la vía comenzada del divino servicio. Y luego, el implacable, simple e ingenuo, … nec nominetur in vobis, en contra de una compleja certeza, característica de la disponibilidad u obediencia ciega: como bastón de hombre viejo, per inde ac cadaver, el arraigo y la vocación de permanencia en una pobreza elegida y observada en lo personal, sin tantas limitaciones en lo colectivo. Todo esto para el servicio de Dios, nuestro Señor. Me disperso pero en el todo amar y servir encuentro una posibilidad de libertad… sí, sin embargo, debería ser sin los impedimentos ni limitaciones, sin las interpretaciones ni los dogmas; tampoco de los procedimientos subjetivos: impuestos códigos tácitos de los vicarios, la organización y de sus elegidos. No al extra Ecclesia nulla salus. Mejor allá, navegando a la deriva, en la corriente amplia de las incitaciones del age quod agis…, del hic et nunc, de la responsabilidad para con una existencia moldeable entre las manos. Con la ley interior como efluvio de aromas inspirados, volar, interpretar en libertad antiguas claves universales. Hallar, en el único arraigo contradictorio de la disponibilidad y encontrar un lugar a donde nadie quiera ir con el propósito de dejarse llevar como la tropelía del agua que, al fluir, transforma
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en inusitados e irredentos caudales, torrentes, saltos, ríos ancestrales, remansos de admiración que encuentro al paso de la mirada de todo aquello, pero requiero urgente descifrar.
Martes
Ignoro si la simetría del claustro es copia fiel de otros edificios de la misma institución que han sido traídos de la Europa Hispana. Creo, sin embargo, que, por sus características transcendentales, es una propuesta colectiva para crear un ambiente de seguridad en el rigor, firmeza con los acordes de la esencia misma del inagotable mundo de la formación, aprendizaje, fidelidad en la propagación de un legado y la escucha diligente y clara de un llamado.
Lo cierto es que, una vez me hice a los recovecos del ala en donde se desarrollaban nuestras actividades cotidianas, la edificación, dentro de su lógica, no es impredecible. Tampoco lo era la estricta distribución del tiempo que se establecía sin ninguna variación, con la suficiente predicción, consistencia y dirección para lograr encauzar interiormente los minutos de ocio que uno podría llegar a desear. Con todo, algunas diferencias se encontraban en los eventos que imponían las constituciones y las tradiciones. Ellas, por supuesto, se deberían desarrollar inmersas en una particular concepción del tiempo: restringir los espacios a la inactividad. Total, las expectativas conducen a la imaginación, ella excluye las dificultades, la realidad se encarga de sepultarlas. Así, de la levantada al corredor, por donde quisiera tomarlo, me encontraba una escalera por donde descendía siempre presto. Y aquí voy, de nuevo, camino de la montaña. El barrunto atraviesa el aire plomizo que segrega el sendero del bosque y el pináculo de la montaña. Un viento calmo ahuyenta el silencio, se dilata meciendo las copas de los árboles; la fuerza de la compañía de mis amigos es la que asciende con pasos regulados al firmamento entre sombras matinales que cubren el descampado, la cartografía del rocío es de cristales, se dibuja en los matorrales y los pasajes que se pierden en la espesura de los sembrados. Me disipo entre ellos como a tientas, perseguido por mí mismo: de las canchas deportivas, a la gruta de la Virgen, piscina, establo y, de nuevo, al campo interminable e inclinado. Resuello. Diástole y sístole apuradas y, allá, en la cima, descubro inopinadamente, el anchuroso añil del firmamento. Abajo, la neblina se asienta en el valle del que sobresalen los picos mayores negando a la vista los pormenores de la población. Se asigna para sí el paisaje como si la serenidad sentida fuera encubrimiento. Pisadas amontonadas, unas encima de las otras. La ruta, ahora, se ha profundizado llenándose de vericuetos, duplicando la calzada: a veces, por la caprichosa comodidad del instinto de las caravanas, otra por el sin sentido de las ilusiones amarillentas e insinuadas en la acción advertida y evidente de la escorrentía. Claro, la urgencia del caminante está puesta en el destino. Y, en el espacio abierto, el punto de llegada; en el deambular impulsado por el poder seguro de la tradición que prorrumpe del tiempo, con voz agitada como garantía para
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estrechar la destreza de la experiencia, en apariencia, infalible e irrevocable, probada en otras cementeras y otras gentes. Así, del camino de herradura al carreteable. Del paso urgente y sigiloso, a la cautela en las inclinaciones abruptas, a los verdes elementales y ordenados cultivos de hortalizas, al humeante despertar de los montaraces, a los rostros del cobre impenetrable que avisa y se esfuma entre las ventanas de madera. En tanto y, de nuevo, la neblina se desliza entre los esqueletos de maíz, los parapetos de bahareque, las yuntas de bueyes agitados y parsimoniosos que roturan y revierten el suelo con el impulso de la usanza entre el revoltijo de los gérmenes de la tierra y, al llegar, los habitantes conspicuos de la plaza impecable del caserío en lo más bajo del valle intermedio. En la plaza, la capilla. En la capilla: muros anchurosos, artesonado de vigas conjugadas en pretérito estético, cortado a plomo por el avezado, pulsado y ancestral trocero. Tragaluces en lo alto, apenas insinuados hasta hacer descender la mirada luminosa en el altar. Atrás, la reliquia de María, imaginada en el lienzo, requerida desde el apremiante lugar donde se fraguan los afectos, se radican las carencias, se ofrecen las renuncias. Ella, en tanto, muda, silenciosa, vislumbrando una nueva epifanía, una tácita entrega de valor sin la exigencia propia de lo masculino. Impulso interior e individual para los caminos, orientación para lo que se va tropezando, como cuando llegó la vacilación y el aliento de los antiguos pioneros en el descansillo del qué hacer, antes de ingresar a los vastos territorios ignorados. Y, al regreso: descubrimiento, admiración, fatiga; la vegetación hirsuta, extraviada en el corazón mismo de los Andes, en la aridez avivada por la urgente supervivencia. Regresamos, entonces, la palabra es locuaz, alienta la complicidad sin conjuro de la hermandad que, para siempre, hace corto el camino y la expectación clara. Noche en vela. Las volteretas en el catre adusto porque mañana es el inicio de la prueba cardinal, la de la antesala, quizá, desde todo el año anterior, desde cuando nos admitieron. Serán cinco semanas repartidas en ciclos que suman cinco, de acuerdo con la dinámica de la propuesta esencial, absoluto silencio, con el único acompañamiento del Maestro, tutoría cercana que indicará una ruta similar a la de la experiencia indeleble e inefable del fundador… ingreso. Primera semana. ¿Qué expío? No encuentro en mi pasado cualquier afección desordenada, pecados que llaman. Esculco sin éxito en mi interior. ¿Por qué insistirán tanto en la muerte? Estará presente siempre pero la imaginación toma de nuevo los desvíos y son paisajes, cascadas, torrenteras, pinares verdes agrupados y enfilados; la voz prudente e idealista de padre y madre firme, hermanos lejanos: sombras que divagan, sombras envueltas entre tules de lejanía, se acercan, vienen también como el rumor de las corrientes, chapuzones en los ríos de la infancia, coloreadas y ancestrales peregrinaciones, extenuantes zambullidas en el medio de la floresta tropical surcada por turpiales: selvatiquez, aventura entre trigales y las voces relato del maizal. Lectura de bucaneros, rumores y voces adolescentes inquietas en tierras de soles cortos y competidores esforzados entre radios de bicicletas; extensos ensayos, cantares elementales y la monotonía de clases al mediodía entre álgebra, historia, latín.
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Rómulo y Remo, Cayo Julio César y los dictadores, el Rapto de las Sabinas, los emperadores y Mil Noches y una noche. Este es mi pasado. ¿Dónde estoy? Hago oración, pido luces… ¡pucha!, debo estar arrepintiéndome, pero de qué si intuyo que soy un autor de nostalgias…Y la vida de la Imitación de Cristo… El Sermón del Monte, José y María, y un chillido agudo de aves matinales que no ciegan ni hilan, pero acuden a las tentaciones de Jesús, el Nazareno. Además, ahora pienso en el demonio. ¿Quién es? ¿Con quién debo batirme el resto de mis días? El demonio, encarnación del mal, pero ¿qué es el mal? ¿Una inconsciencia que se manifiesta en culpa? Me dirán: es la concupiscencia. ¿Qué es la concupiscencia? Lo que me impide ser ángel, es decir, lo irreal o lo que no deja seguir por los preceptos morales de la propuesta religiosa. La respuesta se pierde. Encuentro, por la insistencia del libro rector o inspirador o por las palabras del Maestro, que la vida es la lucha contra Mefisto y sus tentaciones. ¿Cómo se manifiesta? Lo ignoro, pero dicen que es tan sutil, que está en todas partes. Si lo está, entonces, es un dios, igual que el bondadoso, omnipresente, omnisapiente… Sí, ya sé que se manifiesta en múltiples formas, según dice el libro orientador, para ello es necesario hacer un discernimiento permanente. La ejercitación de por vida alguien como el que, aún no halla lo que desea, ansí como lágrimas, consolaciones, etc. muchas veces aprovecha hacer mudanza en el comer, en el dormir y en otros modos de hacer penitencia, de manera que nos mudemos haciendo dos o tres días de penitencia y otros dos o tres no; porque a algunos conviene más hacer penitencia a otros no; y también porque a veces dexamos de hacer penitencia por el amor sensual y por juicio erróneo, que el subjecto humano no podrá tolerar sin notable enfermedad… Consolación, desolación, depresión o euforia, paz, felicidad, fidelidad, alegría o llanto, salud o enfermedad. ¡Todo a la vez! ¡Vaya aprieto! Se dice que son los extremos de la dialéctica de la vida. De todo esto, dicen, hay que escuchar la voz de lo que se quiere, poner los medios para conseguirlo. En ese `se busca´ y que asoma en el consuelo del tomar decisiones que se van afirmando en su momento, que siempre debe estar en la disposición de acoger la decisión del día anterior. Debo, entonces, saber lo que quiero y poner los medios para ello. ¡Encontraré algún día la cara del demonio! ¿Cómo aparecerá? ¿Cuáles serán sus manifestaciones? Lo ignoro, pero me resisto a creer que no sea visible. Entonces es cuando desecho la posibilidad de imaginarlo. La imaginación lleva a la aprehensión, la aprehensión a tener supuestos irreales. Casi siempre las cosas aparecen inusitadamente. Uno cree no poder descubrirlas, pero, no lo entiendo mucho. El Autor– Fundador se lo imagina en su trono de fuego y humo, Belcebú disfrazado de animal, de consolación circunstancial, de desolación permanente, de mujer o de uno mismo. Y si Dios habla en mi interior, ¿cómo discernir lo que Él quiere de mí? Tanto tiempo para decidir lo que se debe hacer a diario, en tanto otros toman decisiones por mí, entre ellos, la Santa Iglesia. Cómo sentir con la Iglesia si está alejada de los preceptos evangélicos. Es más fácil que entre un rico por el ojo de una aguja que en el reino de los cielos. Miles de justificaciones para prolongar los tesoros arquitectónicos, artísticos. La Iglesia de los pobres, su opción preferencial en el principio de los tiempos se convierte en el
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rico Epulón, Giovanni Antonio Fracchinetti, o Clemente XI o Inocencio VII, en los Estados Pontificios, en los contubernios y maquinaciones de Felipe II, Alejandro Farnesio, el Cardenal Richelieu o Monseñor Uribe Urdaneta. Yo, entusiasta anónimo en la Institución, en una Orden excelsa que descubre en sí misma los signos de los tiempos como en las Reducciones del Paraguay y que, a la vez, siente la Iglesia. Que Dios habla en mi interior, rige mi conciencia. Intento elegir, discernir lo que debo hacer, pongo los medios para los mismos y otros aprietan la marcha hacia lugares diferentes. La contradicción es manifiesta, paradoja clara como, el morir para vivir del misterio pascual. Cuarta semana. Quinta semana: Jesús de Nazaret: resurrexit sicut dixit…Gaudeamus igitur/ iuvenes dum sumus. Deo gratias. Aleluya. Hemos terminado. Nos espera un día de animación y compañía.
Miércoles
–Tal vez no te acordás. Vos tenés una extensa laguna de olvido. Te ayudo. Después del 8 de diciembre empezamos a ensayar los cánticos de Navidad. –Claro, hagamos memoria. –¿Por dónde comenzar? Mirá…, vos estabas primero reclutando voces para llenar entre los que llegamos nuevos, sobre todo las graves… Claro, nosotros ya nos conocíamos mucho antes de entrar. La mayoría teníamos voz de tenores, tiples o barítonos, estábamos finalizando la adolescencia, ¡qué sé yo!, uno cambia, pero los bajos se hacían para parecer mayores… casi siempre eran tarros. –Pues claro, respondió Luis Hache, ¡ah!, cuadrar cuatro voces era bien complicado, además pocos sabían solfear. Lo mismo daba bemol que una redonda, una corchea que una semicorchea, leer partitura ni soñar, fusas, semifusas… un calderón… menos y mientras tanto yo ya tenía escritas mis canciones, dominaba muchas cosas, mejor dicho, un pentagrama no me embestía. Por eso resolvimos, para aquella Navidad, realizar presentaciones sin mucho conflicto. Algo lineal, coros, algo que pudiera llevarnos con el oído a la melodía, que fuera sonora, que llenara los espacios, casi que intuitivamente: El Coro de los Martillos, Rondó a la turca, De Gigantes y Cabezudos… (…) tras larga ausencia, con qué placer te miro, en tus orillas tan sólo yo respiro(…) tarareó Va pensiero. –O de Los Gavilanes, continuó, (…) palomita, palomita, cuidado con el ladrón (…) o no sé si te acordás de: Vecchio scarpone, quanto tempo è passato, quanti ricordi mi fai vivere tu (…). Conformar un coro con todo esto de novedad, rapidez, sin tiempo para ensayar…fue difícil para ese momento. No dormía bien. Después del gran silencio, revisaba las partituras con una linterna que me prestó el Maestro, me parecía que toda la noche repasaba la música y la letra. En sueños devolvía el carrete de cinta de la Grundig. Es que la música siempre es disciplina, ensayo, repetición. No había con quién conformar el coro de nuevo, los otros, las mejores voces habían ya pasado a los estudios siguientes; mejor dicho, al frente, pero ni modo…lo sabés perfectamente: separación de clases.
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–Claro pero también la música es exultación, paciencia, amistad, dije dando un giro a la conversación en el intento de no continuar circulando en lo meramente anecdótico, aunque lo importante era copar el tiempo antes de las cinco de la tarde. La puerta de la confitería dio media vuelta. Volvió a su puesto describiendo un abanico aplaudiendo el ingreso de un par de chicas. Desfilaron enfrente nuestro sonrientes y arrogantes, con el regocijo de la consabida interrupción laboral, reclamando miradas para con la belleza recién librada. Pasaron al pie de la mesa. Los cuatro ojos se desviaron, volvieron a su lugar cuando se supieron descubiertos al chocar, fugazmente, ojos contra ojos, celestes unos, oscuros los otros. Entonces, Luis Hache continuó: –Creo que entendés lo fundamental que para mí es el canto. Ahora mismo estoy aquí en un concurso de coros…nos fue muy bien. El teatro es estupendo… para explorar nuevas fuentes de inspiración, tocar la guitarra, concentrarme, elevarme. Esta es mi verdadera vocación. Desde aquella época lo entendí, me costó un poco de trabajo, pero lo acepté, aún a pesar de lo renegado que soy de mi pasado. Teníamos todo a la disposición: tiempo, dedicación, deseo, juventud, voz, oído, maestros, alegría, ensoñación… Los profesores de música insisten ahora– ¡vaya descubrimiento! –, que el oído bien educado desde niño es lo más importante. La tesitura de la voz se va moldeando desde los primeros años y allí es donde aparece, entonces, el maestro para descubrir esa voz, cuál va o qué no va. Particularmente, yo estoy dedicado a todo aquello que tenga que ver con la interpretación, aunque bien metido en esto, no dejo de tener la posibilidad de componer. Sin embargo, ahora, con tanto programa de computador, es probable que sea mucho más fácil hacer música comercial y que las tonadillas radiales sean dictadas por la tecnología. No me asusta. En definitiva, la música es algo inherente a los seres humanos. Nace el Rock, por ejemplo, y mirá, casi no tiene ninguna melodía, es sólo ritmo, no hay mesura ni posibilidad de adelantar una lectura coherente de acuerdo con los cánones de la música occidental convencional, pero, ahí va…, uno habla y casi todo está escrito, inclusive allí, en el Rock, hay músicos de conservatorio… –Sin embargo, mirá, le dije, esto tiene que ver con la sociedad; la música es uno de las manifestaciones del mundo en que se vive, expresa muchas cosas del entorno, de los cambios de vida; fija algunas veces caminos, invita a la amistad, a la solemnidad, a la solidaridad, moviliza sentimientos… –¿Que si qué?, dijo Luis Hache, en tanto apuraba otro sorbo de café. Se acomodó en la silla perdiendo la mirada en el amplio salón donde el discurso tirado en cafés precisaba sus nuevas. Hubo silencio de respiración para retomar la conversación. Nuestras miradas se cruzaron como evidenciando en nosotros el paso del tiempo. Insinuadas arrugas en la frente y en los extremos de los párpados, canas a lado y lado de la sien, nariz prominente. Sobre todo, amplias espaldas…, y la inflamación de los tejidos alrededor del estómago escondido en la mesa solo dejaba sobresalir el tronco. En tanto la calle fluía en las cotidianidades de la hora. –Cuando estábamos allá, continuó, lo que más me distraía de las lecturas y de las otras obligaciones era cuando llegaban desde la capilla central, la capilla doméstica del coro de los mayores. ¡Ah!, ese sonido tan particular del órgano. ¡Llena los espacios! Una pieza de
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Bach o Mozart me remitía a lo sublime. Retumbaba en mi interior. Ahora, romper el silencio de una ceremonia con un aria y una voz clara y de dicción perfecta realmente es algo para no olvidar… Esa capilla tenía sus problemitas de acústica…creo que en aquella época no había tantos y tan ingeniosos expertos en sonido, las cosas se iban haciendo intuitivamente, pero aferrados a la tradición, aunque, a nosotros nos parecía fantástico poder cantar allí. –A ver, ¿cómo era esa capilla?, me pregunté mirando al techo del lugar, luego perdiendo los ojos en la calle… Estaba precisamente en medio del edificio, continué, exactamente en el centro, subía desde el segundo piso hasta la azotea, haciendo una división perfecta entre el noviciado y el juniorado. Era una imitación gótica poco feliz, mármol, eso sí, importado de Italia, pero no recuerdo si tenía cúpula, creo que el techo era parejo, a dos aguas y, terminaba con una inclinación semicircular donde convergían las ojivas que partían desde atrás del altar mayor, ¡bah!, mayor… no había sino uno. Arriba de él, en el fondo, finalizando las ojivas estaban rosetones y vitrales que ascendían desde el comienzo, y las venas de la estructura encontrándose en el ábside de la semicúpula. Jesús resucitado en el medio, todo en vitrales imitación de una realidad gótica que aplicábamos en la clase de historia del arte… Con todo, no era tan barroca, más bien sobria, aunque tenía algunos adornos ovales, inclusive en la madera noble que cubría las paredes y en la pequeña balaustrada del comulgatorio. ¡Ese excepcional olor a madera de montaña!… y de cera con canela. El ambiente siempre lo llevaba a uno a los vitrales del fondo. La luz ingresaba, a veces, por el costado derecho en la mañana y al atardecer por el costado izquierdo. Había un efecto de iluminación muy especial de acuerdo con la época del año. En ese tiempo era hermosísimo. Y las voces allí, después de ensayar y ensayar… –¡Cómo me gustaría tener una memoria binomia!, dijo Luís Hache. –¿Cómo es binomia?, repliqué… –Sí, claro, poder recordar lo agradable de todas las vidas que hemos frecuentado. Resolver la ecuación eliminando lo jarto y conseguir una nueva igualdad. ¿Vos te acordás de tantas vainas que para mí son materia de olvido? Sin embargo, me encantan cuando las recuerdo… –Parece, continuó, que hicimos un largo recorrido durante esos años por toda la música occidental. Opera, motetes, gregoriano; coros a capella en la Semana Santa; hasta opereta, zarzuela y la música popular de todo el mundo; canciones de montaña, italiana y vasca, bambucos, guabinas; festivales de San Remo, nigro spirituals, orquestada, sobre todo el italiano. El italiano y el latín son lenguas que parecen estar hechas para llevar mejor la melodía, es como si el canto hubiera sido inventado para ellas: ¡Suenan esas letras, hágame el favor! Danza, orquesta, canto, puesta en escena; inspiración, nervio, método, visceralidad, paciencia, instigación, investigación, invención; ver, escuchar, en fin, vocación…eso es todo mi quehacer… Me falta dirigir orquesta. Me sueño en el estrado afinando los vientos, las cuerdas, la percusión… Finalmente, dando la bienvenida llenando el escenario de voces y música, como la novena de Beethoven. ¡Sublime, grandioso!… –Debe ser, me invitás… claro, desde aquella época tu pasatiempo máximo era cantar. En la azotea, en las famosas academias al aire libre, en la sala de música y las audiciones,
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Beethoven, Haendel, Mozart…a mí no me llamaba mucho la atención algo ya tan elaborado, pero era sólo ignorancia… ahora, es muy chévere andar de la mano, tener relaciones casi eróticas y a diario, con la belleza…exclamé. Miró su reloj. –Uf, y Carmen de Bizet: ¡Toreador, toreador! Me encantaría montarla, exclamó, mientras nos levantábamos de la mesa. El retardo era mayúsculo. Hablamos, pero el tiempo atropelló el apuro… Y la conexión de Luís Hache a Ezeiza. –Menos mal llevo el equipaje conmigo, ¡la madre, me voy! y el taxi y dame cambio que este huevón no tiene, mejor voy hasta la calle Montevideo, allí retomo otro taxi. Y subo por Corrientes. Doblo por Callao, llego a Rivadavia. Desciendo al subterráneo hasta Plaza Miserere, miserere mei, Deus… y de allí el colectivo a Plaza Italia, donde debo encontrarme con alguien que no llega y la porteña noche plomiza se viene encima. Vuelvo a caminar absorto, el pasmo de la mente en blanco, con ánimo entusiasta sólo para recordar, marchar y…cantar. Otoño ambiguo que se reveló en el imprevisto atardecer de calle a calle, adoquín por adoquín, barrio a barrio, edificio con edificio, cortinas a media asta, silencio cansado de los porteros gallegos, olor a asado y a tuco. Luz tenue, tonada de bandoneón apagado por bostezos ineludibles de tráfago en la avenida que cumple estrictamente su misión: llevar con avidez en bólidos que simbolizan el ir y venir de lejanías con vocación de permanencia: vaivén, estruendo, smog y un lamento quedito, quedito… ¡Ah! Ese lamento… Atado al poste de un colectivo cualquiera: número, ¿cuál número?, no ingreso…espero. El autobús arranca. Las voces llegan del otro lado de la avenida. Escucho el ulular de una sirena. El trancón, ningún curioso, por ahora, mejor… no te metás. Otro atasco de vehículos, la grúa que se acerca, las voces del enfermero apenas perceptibles que advierte: “… ¡cuidado, el omoplato! Sangra en la cabeza, pero no está inconsciente…” El vehículo pequeño destrozado contra un poste y el cuerpo ligero de una chica sobre la camilla. Entreveo por entre los claros que dejan los que asisten el accidente y, de lejos, encuentro los mismos ojos celestes de la confitería, me miran, pero ya alguien la acompaña y la ambulancia parte. Gustaría saber detalles, mera curiosidad, ayudar, abrazarla para aquietar la escucha del golpeteo incesante de su corazón, fugaz, quizás, sea la última mirada desde el fondo, estar allí con cualquier bálsamo en medio de una tragedia agenciada por cualquier descuido, pero siempre estuve fuera y por supuesto lejano… lejano. ¿Por qué no llegar primero a la puerta del sanatorio e impedir el ingreso y formular una promesa al oído?: ci sorrideva il sole, il cielo e il mare… dile che non sara più sola, e che mai più, la lascero… Me deslizo del escalofrío que corre de cuello a cabeza: temor, congoja, dolor ajeno, fatalidad. Quizás la intuición de una pérdida que alcanzo a divisar en rebelión, en dispersión, en ambulancia al sanatorio. ¿Duda?, es claro. Quizá resuelva este doble sentimiento: protocolo entre el ir y regresar con la promesa de una voz que se convierta en canción. Llega el susurro de lejos… volvamos a empezar: allá en el pinar, bañado de luz y rodeado de montañas mi rancho se
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ve, con su mirador(…) pronto patrón, suelta el bajel que se despierta mi corazón, no sé por qué, dulce ilusión, quiero brindarte una canción(…); lotos fantásticos veleros ya listos para un viaje que nunca ha de volver(…); rumor de arrayanes muy cerca del río, pasa el trapiche las horas moliendo un cantar(… ); el cafetal va entregando la pulpa fragante de su corazón(…) ; (…) el ruiseñor modulaba unas cantas tropicales, con rumor de serenatas que alumbran los maizales, oí tu voz(…);(…) para intentarlo de nuevo desde el fondo del alma(…); Non dimenticare.(…) en esta carrera buscando el amor dejaste a tu espalda el tiempo mejor(…);(…) mi fruto, mi flor, mi historia de amor, mi paisaje(…); (…) o tal vez allí (…)duerme mi primer amor llevo tu luz y tu olor por dondequiera que vaya(…);(…) when the stars, begin to fall(…). Porque (…) era la piccola, dolce di mora la Soreghina, la figlia del sole (…); (…) l´ora di respirare un poco d´aria pura, (…) per un miglio di liberta… ho venduto le mie scarpe”. O, simplemente, porque una voce poco fa.
Jueves
El hombre respiraba con dificultad. La médica de turno me dijo que estaba en coma, que ya no la reconocía ni a quien le había medicado en los últimos tres días. Con mucha seguridad impartía órdenes: el oxígeno aquí, la inyección intravenosa allá, la respiración artificial, el masaje cordial, la historia clínica, el llamado a los familiares. Llegué a pensar que todo esto evadiría de nuevo el deceso, pero los cambios que iba experimentando el rostro del paciente, la inexpresividad de los ojos, la ausencia de movimientos en el cuerpo, la quietud amarillenta de sus piernas, la palidez del rostro…el rictus de la muerte…contrastaba con todo el movimiento delirante a su alrededor; además, con la impotencia de la doctora, que aparentaba inexperiencia, por supuesto, allí, en la absorbente fragilidad y desconcierto…El salón masculino de Medicina Interna permanecía con el cupo completo y a la expectativa del desenlace de la cama uno. Casos altamente complicados con la esperanza de una curación, ahora debían contemplar la posibilidad de que allí no sólo se aspiraba mejoría. Y no llegó. Al cabo de las dos horas siguientes el hombre había sufrido tres infartos consecutivos, la enfermera retiró los aparatos que estaban conectados a los orificios de su rostro, cerró los párpados y cubrió el rostro con la sábana. Quedó inmóvil, sin musitar palabra ni quejido, se dejó ir de a poco por la corriente de la muerte. De profundis. Habíamos llegado el domingo pasado, después del mediodía. Hoy es jueves y ya tuve que recomendar a la dirección del hospital cristiana sepultura para el hombre venido de lo más adentro: del Santander profundo, de la selvatiquez del Carare. Nadie vendrá por él, eso es seguro. “No hay registro alguno de familiares,” –dijo la Priora, a la hora de la merienda de la tarde–. Entonces, debí comunicar esta situación al empresario de pompas fúnebres para que diligenciara la correspondiente cuenta de cobro a la administración del hospital. Sería un funeral anónimo, simple y sin perendengues, como lo establece el decreto del señor alcalde del municipio, numeral tercero. Así, pues, de la nada apareció un hombrecito rollizo– a mi edad todos me parecían señores gordos–. Cargó en una jeringa de esas que se utilizan para vacunar el ganado una
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cantidad de sustancia grisácea y de olor penetrante. Inyectó lentamente por la vena del brazo izquierdo y por el glúteo derecho; luego, lo afeitó y trazó con maestría las patillas, le cortó el cabello con una máquina de afeitar eléctrica, las uñas con tijeras diminutas, lo vistió con un traje de dril color caqui, le puso el saco después de la camisa que quedó abotonada hasta el cuello. Entre los brazos colocó un Cristo, y nos pidió que le ayudáramos a descenderlo de la cama de hospital al ataúd sin adornos ni ventanas, solicitó la certificación del deceso para poder retirarlo. La médica en el año de internado, en principio, dijo que ella podía certificar. Luego reflexionó. Pensativa, recordó que estaba allí haciendo el año de internado y que aún no tenía la tarjeta de médica profesional. Entonces manifestó que debía consultarlo con el médico jefe. Miró al piso, guardó el estetoscopio en el bolsillo derecho de su bata blanca y la vi dirigirse rápidamente al consultorio de su jefe. El hombrecito se impacientó por la demora de la médica, algo así como si fuese transportador. Los transportadores andan de afán, no sé de qué ni por qué…quizás para llegar y de volver a irse. Entonces fue cuando me preguntó qué hacía allí atendiendo a los pacientes sin saber nada de nada. Le respondí que mejor para él. Insistió que era una irresponsabilidad del hospital tener unos pelados disfrazados de curitas aprendices de nada, callé. Quien calla, otorga, pero la dimensión de lo buscado era diferente. Luego, después de una hora, apareció un asistente de la dirección con el certificado firmado y sellado. Le ayudamos a llevar el féretro en medio de una calle estrecha al paso de espontáneos dolientes, hasta el carromato fúnebre de color negro, cerrado, con cortinas a lado y lado, cuyo destino era el cementerio central. La hermana Herminia, mi jefa inmediata, le advirtió que allá, en el cementerio, tenía que hablar con el cura para cantar el Miserere, despedirlo para que Dios, nuestro Amo, acogiera en su seno a este buen hombre que había recibido la muerte con resignación, sin la angustia del pagano que no lleva sino a la desesperación y al estruendo. El buen cristiano la recibe con dignidad. –Seguro, Madre, respondí y así fue. Día siguiente. Cuando llegamos los de la terna eran las ocho en punto de la mañana. Casi mecánicamente, una vez pasado el umbral del portón del hospital, nos distribuimos de nuevo por las mismas salas del Hospital de caridad. Ya la cama uno estaba ocupada. En la noche había llegado un enfermo con mordedura de víbora. El colono permanecía estático en la cama, con una pierna levantada sostenida por una polea. De la rodilla hacia abajo la hinchazón era mayúscula, aunque llegué a pensar, en ese momento, que ojalá no nos tocará otra vez entierro. El suero antiofídico llegó apenas a las nueve. Así lo anotó la enfermera en la historia clínica que colgaba del espaldar de la cama. Intenté leer lo que decía, pero el documento daba cuenta de la evolución de los signos vitales con una curva a lápiz: anotación de los grados de fiebre, los medicamentos suministrados, el suero, venoclisis y comportamiento. Se estabilizó y dormitó sonoramente. Me dijeron que lo había mordido una serpiente mientras desbrozaba monte en el río Magdalena. Claro, me dijeron, como no usan cotizas sino para bajar al pueblo y bueno, lo pilló en un descuido. El traslado hasta el hospital duró ocho horas.
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–¡Qué cosa!, dijo el enfermo de la tres, un tipo simpático, macizo, mestizo y de rostro afectuoso. Él sale, en cambio yo, entro y salgo cada rato…con esta hernia discal que me tiene jodido… Enseguida ingresaron a la sala el contingente de profesionales de la salud: médico, enfermera jefe, médica interna. Cama a cama escuché atentamente las órdenes impartidas en la revista. Inmediatamente, después de terminar, cambié las sábanas de los que tenían turno para ello. Tomé una vasija. Recordé el Yelmo de Mambrino. Afeité a quien pude con la dificultad propia que daba la precariedad del filo de una cuchilla Gillette re amolada. Al terminar esta labor, pacientemente, me fui deslizando, empujando el carrito hasta la lavandería con el producto del cambio de lencería, medio raída ya, pero que ostentaba orgullosa en letras de molde, casi imborrables y en mayúsculas: R… G. V, Hospital Regional. Regresé. Pasé por cada cama ofreciendo el pato al que lo necesitara. Al extremo del salón quedaban los sanitarios. En ese ir y venir de patos y asistencia encontraba el ventanal que daba a la pared de fondo: incólume a los avatares del tiempo, uno adivinaría la cantidad de agua que había corrido por la ciudad cuando detallaba las vertientes ennegrecidas de los residuos que la lluvia iba dibujando, caprichosamente, en la pared encalada. Allí, amontonados, permanecían los catres de enfermo, desvencijados, esperando el turno para el taller de reparación. En eso, dieron las once. Hora de la merienda…un poco tarde. Regresé. El hombre de la mordedura de serpiente me llamó, pidió nuevamente el pato. Lo acerqué. Volvió a dormitar. Dijo la enfermera que bajara un poco la polea para que descansara. Luego, escuché que deliraba, “Ay, me he de morir sin ver el mar. Papá, ¿por qué no me llevó la vez que usted se fue para Barranquilla en ese vapor Estudiante anclado en las petroleras de Barranca? Usted se fue y nos dejó a todos con esas ganas de conocer el mar. Pero usted no volvió. Eso hace que lo preguntamos mis hermanos y yo. Dicen que es mucha el agua que hay y que es como un lago muy inmenso que no se ve la otra orilla y que uno no puede tomar de esa agua porque la sal lo purga. Cómo será que ahora me quedé sin verlo. Sólo imaginarlo. Pero esa jijuepuerca culebra me cagó la cara…” Se dio media vuelta y despertó. –¡Ay, hermanito!, dijo, ayude a curarme ¿sí? –Claro, por supuesto, le contesté. Haré lo posible, pasa que no sé nada de nada de esta medicina. –No importa. Usted tiene relaciones muy buenas con el de arriba, usted es buena persona. Dios escucha a las buenas personas, nos ha dicho el cura de San Vicente. –Bueno, pero eso no basta. Hay que poner todos los medios…yo solo tengo la palabra y pueda que el rezo. –Sí, pero dígale a la señorita doctora que me mire una vececita más al día… A usted ella le hace caso… –Claro, mientras pueda, pondré todo mi empeño. De nuevo se volteó adormilado pero un tirón de la polea le recordó que debía quedar supino rostro arriba, como la recomendación para mejorar el resultado de la medicación. Y la comida de las once y media había llegado. La serví uno por uno, ayudé a todos a comer. Luego mi jefe de terna me llamó al orden. Salimos a almorzar y el sol tropical
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hizo avanzar a paso del más débil que, sin duda, era yo. ¿Cómo competir con un atleta de todos los deportes como Sergio o con un agricultor de las montañas boyacenses? Ni modo. El camino debía ser en silencio hasta el colegio que nos alojaba. Deberíamos volver a las dos… Y así, como todo, tan simple como una rutina, ella se extendió durante todo el mes. Ir y venir. Acompañar enfermos: adoloridos, irritados, sanos, sonrientes, pálidos, ojerosos, hipocondríacos y, de nuevo, la ronda audaz y sombría del empresario de pompas fúnebres que dejó en el escritorio de la médica una tarjeta con su número telefónico para que cuando ocurriera… Con dinero o sin él, se encargarían de todo, hasta de fiarle a la familia. Cuatro semanas y media enmarcadas en la más estricta distribución del tiempo. Interiorización y fuerza para ser esgrimida en cualquier circunstancia. Durante el primer año, el que pasó, la rutina, la distribución, las órdenes implícitas y explícitas del Maestro y su ayudante, los deseos de los mandos medios, contribuyen a que todo el andamiaje se constituya en un ejercicio esmerado. En el gran edificio todas las actividades y, desde una extensa tradición, se encaminan hacia la formación de la voluntad, la autorreflexión, el autocontrol, la corrección de los defectos, la búsqueda de la perfección en una simulación imaginaria de seres asexuados, desapasionados, dóciles quizá angelicales. En fin, es la voluntad de Dios la que debe manifestarse en el medio de todo ese cúmulo de actividades, lecturas, pláticas, ejercicios de humildad, oficios varios, cánticos, silencios, regulaciones y eucaristías. En fin, límites. Un simulacro de la construcción de la edificación de nosotros mismos, sin contar mucho con el entorno, con los otros. El ideal de un monumento perfecto en medio de una extraordinaria diversidad de caracteres, orígenes, habilidades, inteligencias, rostros, etnias y condiciones. Sin embargo, con intereses diferentes que, aparentemente, debían asemejarse, sin hacerse evidentes. Una preparación para que, en adelante, se estuviera trasladando esta gran edificación en solitario, levantada con defensas sólidas, inmensos espacios interiores lo suficientemente seductores como para no tener necesidad de contar con nada ni con nadie –sólo con uno mismo–, e ir por donde se quisiera con los prejuicios de los ya reflejos adquiridos, encarnados y de difícil sustracción. Así llegó. Cruzó raudo un enero radiante, de fastuosos amaneceres, atardeceres melancólicos, noches diáfanas en el negro exultado tachonado por miles de puntitos resplandecientes de galaxias innominadas que invitaban de nuevo a recrearse y extasiarse en la fragilidad de nuestra condición. Campos macilentos, desarraigados y amarillentos arrebatados a la inmisericordia de las heladas de la madrugada. Caminatas y, la expectativa permanente, la incertidumbre de comenzar, en la práctica, todo aquello que se leía, escuchaba, fantaseaba por boca de otros que habían hecho el recorrido, en un intento exacto por comprender toda esa corriente interior. Y aquí vamos los tres en los primeros bancos de un bus. El ronroneo impertinente de la máquina rasgaba el imperio apacible del celaje, cordillera, barbechos, bosques milenarios sin nombre ni apellidos ni cercas que certificasen propiedad, interrumpido por el sendero desigual, pedregoso, estrecho, diseñado exclusivamente para que el bramido del animal de hierro rasgara de nuevo los yermos. Por allí, donde las
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manos implacables y contradictorias del hombre extendían sin remedio la destrucción de los boscajes profusos, estoicos ante la presencia permanente de la lluvia, de la semioscuridad, del frío; los pliegues y repliegues de las montañas, permeables al agua, que luego se transforman en arroyos, cascadas, torrenteras en periplos inmutables. El motor arrullaba, también, a los pasajeros casuales, enruanados, silenciosos, pequeños y de sudores acumulados. Abrigados o adormilados vaya y venga, pasaban de largo: nosotros, adelante, sin tan siquiera conseguir presagiar, en el murmullo de su conversación, en qué útil paraje permanecían las frustraciones o hacia dónde enfilaban sus ilusiones. Ahora, observo sin descanso el zigzagueo de la cabriola, soporto el rebote permanente de la carrocería. Mi concentración se dispersa, mi atrevimiento niega a dejar de lado el deleite de las corrientes vertiginosas que fluyen desde la cúspide del páramo, los verdes tenues y sin número de las alturas a los plumajes indistintos, inquietos y vacilantes de las aves que transitan en busca del condumio: delante del parabrisas encuentro el nuevo emplazamiento a deambular en libertad, en medio del desorden en el que conviven breñas, pájaros, parásitas, árboles, arbustos, insectos y solsticios. Y así, del sólido frontispicio, al hospital de la cruzada lucha en el descubrimiento de las miserias humanas. De las escaleras de acceso al edificio, redondeadas lejanas e impersonales, al valle del altiplano, a la ascesis de un paraje inhóspito y sugestivo; de los espetaperros de una geografía de ríos extensos y lejanos donde el agua ocre de la degradación se sobrepone a la cristalina cadencia del fruto de la exuberancia incontenible de nuestro recinto tropical, donde, de un lugar u otro, imperceptible, permanente, se aspiran aromas a menta, azahar y humedad. Una primavera incontestable e indeleble impide el naufragio de la expedición que intenta la captura de todos los espacios visibles y sinnúmero que anuncian la permanencia de los deshielos imaginarios, inviernos reverdecidos sosegados y solícitos, otoños de corrientes amables, veranos cotidianos, radiantes y animosos del páramo. Finalizó el mes y el retorno. El tiempo, ahora, es cómplice de la nostalgia que inicia el juego de la experiencia de una vida a tope. Y, de nuevo, un destino: el barrio en la gran ciudad. Enseñanza de los dogmas indestructibles del Astete. Incomprensible ayudantía en las encuestas de una parroquia de migrantes y supervivientes de todas las violencias. Cánticos fúnebres en las infatuadas misas citadinas. De la renovación permanente de la ascesis, de la negación de uno mismo, a la reafirmación de querer seguir creyendo sin ver, sin palpar, esperando un impulso diario, el elan que confluye en la promesa de una elección promovida y honrada por la palabra, por el arquetipo, por la seducción de una aventura. Aventura en el discurrir, discernir, largar, desafiar los apegos, obediencia a los llamados del corazón, de la integridad, persistencia, coherencia con el propio sentir. Vobeo.
Viernes
La impresión de que mi vida transcurrirá subiendo y bajando escaleras hoy es una realidad. He descubierto en cada una de ellas la erosión del granito producto de tanto uso. El pisoteo
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constante de la ansiedad en un sube y baja constante. Pensé que algo cambiaría, que podría tener menor actividad al dejar el ala izquierda del edificio, pero la propuesta formativa lleva consigo ponerse siempre en movimiento, dicen mis maestros. Todo este sector, nuevo para mí, salvo algunos pocos espacios, es réplica exacta de los del costado izquierdo. Sin embargo, ahora, son contenidos novedosos y es deber presentar un extenso examen semestral. Desciendo raudo del cuarto al segundo piso. Llego. Me deslizo empoderado por el piso brillante, sugerente, radiante con las mismas baldosas con pintas geométricas y colores elementales. Recuerdo la preparación de examen en la biblioteca del segundo piso, copiando fichas de algunos libros de consulta, intuyendo las preguntas que me harán y, en el descuido del bibliotecario, ¿a propósito?, quizás lo ignoro: ¡el descubrimiento de los libros prohibidos! Me pregunto, ahora, mientras me acerco al salón de la prueba, si están prohibidos ¿por qué permanecen allí? acaso ¿no tan edificantes?… En fin, pasa la mente por la estantería y el cuerpo principal de la biblioteca se asienta finalmente en mi mente…pero la puerta está allí. Creo que vengo retrasado, pero no. Justo mi compañero sale del salón donde están los examinadores, ya, sí… llegué. Samuel sonríe. – Ánimo, dice. Camina, dobla por el corredor que da al Salón de Actos, lo veo camino al Refectorio. Me instalo en la contradicción, rendir cuentas de lo aprendido e instalarme en la máxima primera: no el mucho saber harta y satisface el ánima sino el degustar de las cosas internamente. Ingreso. Veni, creator Spiritus, mentes tuorum visita. Al fondo, sentados y con mirada distante, delante del tablero están los dos examinadores. El extenso salón donde pasamos tantas horas de clase mira al jardín de adelante. Más allá, la población, la vuelvo a detallar por los ventanales y se escapa a la mirada fija de ellos. Sus ojos, inexpresivos, me miran. Quisiera adivinar el tenor de la primera pregunta. La inquisición comienza, digo yo. Presiento una vapuleada. Ahora, estoy delante soy fácil presa de la incertidumbre. Me abruma. Pienso en el por qué de los exámenes. Los rechazo, quizá pongan en evidencia mis limitaciones, sin embargo, estoy consciente de que me la pasaré rindiéndolos toda la vida como el sube y baja de las escaleras. Si pudiera saber previamente las preguntas, pero realmente, si se domina el tema, no repetiría lo que otros quieren que diga para dar una nota “objetiva,” el pase al curso siguiente de Literatura I. Y sí…preguntan, claro, obvio lo presentía, y es por lo que el autor quiso decir en tal párrafo de tal capítulo. Repito la pregunta. Contesto. Vuelven sobre los capítulos. Sobre la estructura de la obra como si el autor pensara, en el arrebato creativo al instante de inspiración para darle estructura, arquitectura con planos y todo, algo así como si la palabra fuese predecible o funcional o tan precisa como la puerta o el ventanal. Y dale con la estructura. Cito algunos párrafos. Tomo el libro que está sobre la mesa que tengo delante… ¡Oh!, sorpresa el libro está incompleto. Culpo por ser de traducción española. Pero no hay tiempo de quejarme, mucho menos de protestar. Continúo. El contexto, la mitología… Los dos examinadores miran detenidamente el paso del tiempo. Sigo hablando lo aprendido, mejor, lo memorizado. Ahora siento que no me enredarán, sólo faltan cinco minutos. Mi turno es de media hora. Y ya
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dije lo que tenía que repetir, sin embargo, me lanzo a la opinión. Y es la propuesta académica sobre el problema homérico. Allí tengo más afirmaciones intuitivas que conocimientos. ¿Por qué tanta importancia para dudar si Homero vivió o si su obra es colectiva? Si existió o no. ¡Qué importa! Están allí, ojalá para siempre: La Ilíada y La Odisea. Si es ficción o no, pues, honor que le hacen al autor. Es como si los doctores ingleses creyeran que son mucho mejores que los griegos y que el hombre griego era minusválido, que no podían haber alcanzado un cierto grado de madurez como para escribir lo que escribieron. Entonces, ¿por qué no dudan de Aristóteles o de Sócrates? Total, doscientos o trescientos años en la historia son tan poca cosa…él, Homero, aún ciego, como se dice, personalmente creo que es obvio que podría escribir tal monumento. Las obras tienen un mismo lenguaje… y la métrica lo demuestra… El tiempo se agota. Viene el próximo en el turno. Final…Entrego el trabajo escrito. Saludo, me despido de los examinadores que me saludan. Salgo. La ausencia del peso de una responsabilidad menos me hace soñar con el fulbito de las tres. Falta mucho para llegar al medio día. Algo haré en la biblioteca, antes de la hora en que el timbre llame al examen de conciencia del medio día y luego el almuerzo. Hoy, viernes, tendré un poco de holgura. Tengo tres días para preparar el próximo. Sin embargo, pienso que el tiempo es oro y por qué la desazón permanente del tiempo que se ensaña en prologar todas las obras escritas, me gustaría repasar para plantear y resolver dudas, no memorizadas, espontáneas, diferentes en su formulación a cada instante posterior: … fato profugus, virumque cano y un ab oris. Claro, ¿por qué la omisión, a propósito, de los amores de Dido y de Eneas en las playas africanas? ¿Por qué restarle importancia a Hermes (el de la hermenéutica, seminario siguiente…) que obliga, mensajero de los dioses, a la lujuriosa Calipso a que Odiseo continúe el viaje a su Ítaca? ¿Qué virtud escondida tendrá el destino, el hado, que el viaje mismo? ¿Ulises se resistía a regresar a su reino? Y continuar… Lugares. Amplios espacios, lejanías sugestivas que impelen a los llamados del humano acontecer, mandato a una búsqueda incesante de la belleza. La Belleza: inalcanzable, sugerida, inquirida por la forma. Y la forma que es voz. Y la voz, palabra. Y la palabra signo, escritura, papel. Papel, signo, lápiz, palabra, expresión sonora, estricta, precisa: términos, significados, significantes, traducción de la trashumante, para bien o para mal, efímera e innegable condición humana. Entonces, las restricciones y los contextos. La bruma del tiempo, de los lugares, de las personas. Las causas y el juego eterno de relacionarse, de no encontrar acuerdos con respuestas simples o complejas a la muerte, vida, esencia del azar, tormenta, amor, traición y vejez. Divago entre mente y palabra, intentona de abrazar el conocimiento en medio del asedio constante de la nostalgia, del extravío, del destierro, ostracismo, dialéctica del olvido y la memoria, al juego de la maldición y el conjuro, el sueño y la verdad. Némesis intangible que lentamente transforma la justicia en ficción. La ficción en literatura, la literatura en mito. Literatura: síntesis, letra, intuición, verbo, palabra inagotable, ficción, leyenda, comunicación, memoria, ejercicio. Mundo insinuado. Deidades, lucha, grito, éxodo,
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sufrimiento, exordio, preámbulo, hipérbole, llamado, metáfora, ensoñación o naufragio. Recreación, vuelta a ser. Búsqueda de un hecho totalizador. Busco la cita que señale el camino a la tierra prometida. Y así, reiterar, releer, memorizar, regresar, repetir en cualquier lugar. Reiterar con la voz en el oído, por siempre y para siempre: (…) centro del pueblo, llegó la compañía bananera perseguida por la hojarasca. Era una hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos; rastros de una guerra civil que cada vez parecía más remota e inverosímil (…); (…) ¿Quién estableció el desequilibrio entre la realidad y el alma incolmable? ¿Para qué nos dieron alas en el vacío? ¡Nuestra madrastra fue la pobreza, nuestro tirano la aspiración! Por mirar la altura tropezamos en la tierra; por atender al vientre misérrimo fracasamos en el espíritu. La medianía nos brindó su angustia. ¡Sólo fuimos los héroes de lo mediocre!(…); de modo que era la tierra, el suelo, quien tenía ahora que angustiarse, que apenarse(…);(…); En mis cuadernos de la escuela/ en mi pupitre y en los árboles/ en la arena, sobre la nieve/ escribo tu nombre(…); Animula, vagula, blandula, hospes comesque corporis(…); Aparte que no olvida, porque es arte de pocos / lo que quiso, esa sopa de estrellas y de letras / que infatigable comerá / en numerosas mesas de variados hoteles, / la misma sopa, pobre tipo, / hasta que el pescadito intercostal se plante y diga / basta. (…) de esa desolación, de ese erial embarrado sin cercas ni senderos, ni tan siquiera un cobertizo con paredes para que los animales se cobijaran, sobretodo, permeable, colgando de las propias ropas del hombre y rezumando de la propia piel, aquel hedor rancio de ilusiones sin fundamento e imbéciles, aquella rapacidad y locura sin límites de los explotadores yanquis aventureros, seguidos del ejército victorioso (…); -Fortinbras. – ¡Que cuatro capitanes levanten sobre el pavés a Hamlet, como guerrero, pues si hubiese reinado, no cabe duda que hubiera sido un gran rey! ¡Que por su muerte hablen alto la música marcial y las honras guerreras! ¡Llevaos los cadáveres, que el espectáculo es más propio de un campo de batalla! ¡Id y mandad a los soldados que hagan fuego! (…); lacrimae rerum( …); Otra vez / escucho aproximarse como el fuego en el humo / nacer de la ceniza terrestre, / la luz llena de pétalos, / y apartando la tierra / en un río de espigas llega el sol a mi boca / como una vieja lágrima que vuelve a ser semilla.(…)Quiero llorar porque me da la gana / como lloran los niños del último banco, / porque no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja, / pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado(…); (…) A veces yo conseguía dormirme repitiéndolo una y otra vez hasta que se mezclaba con las madreselvas todo terminó por simbolizar la noche y el desasosiego no me parecía estar ni despierto ni dormido mirando hacia un largo pasillo de media luz grisácea donde todas las cosas estables se habían convertido en paradójicas sombras todo cuanto yo había hecho sombras todo lo que yo había sufrido tomando formas visibles grotescas y burlándose con su inherente irrelevancia de la significación que deberían haber afirmado pensado era yo no era yo quien no era no era quien(…); (…) Miró por sobre el mar y ahora se dio cuenta de cuán sólo se encontraba. Pero veía los prismas en el agua profunda y oscura, el sedal estirado adelante y la extraña ondulación de la calma. Las nubes se estaban acumulando ahora para la brisa y miró adelante y vio una bandada de patos salvajes que se proyectaban contra el cielo sobre el
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agua, luego formaban un borrón y volvían a destacarse como un aguafuerte; y se dio cuenta que nadie esta jamás solo en el mar(…); Cur me querelis(…) Delicta maiorum Tu ne quaesieris, scire nefas(…); O navis(…) Y nunc coepi.; De pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el que afligirse, con las esperanzas, las pasiones y los miedos, la justicia y la injusticia y el dolor, dejándoles a ellos libres, mezclados confortablemente, sin que nadie se preocupase de adivinar quiénes eran los demás, porque eran todos iguales, todos buenos, todos valientes, todos desconocidos. Porque todos, eran hermosos, altivos, valerosos y desde allí, presidían el desfile de los fantasmas y los sueños que constituyen la esencia de la vida humana, Helena y los obispos, los reyes y los ángeles sin hogar, los serafines despectivos y malditos. (…); dos días después salieron a la alameda, llegaron don Quijote y Sancho al río Ebro, y el verle fue de gran gusto a don Quijote, porque contempló y miró en él la amenidad de sus riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego de su curso y la abundancia de sus líquidos cristales, cuya alegre vista renovó en su memoria mil amorosos pensamientos. Especialmente fue y vino en lo que había visto en la cueva de Montesinos; que, puesto que el mono de Maese Pedro le había dicho que parte de aquellas cosas eran verdad y parte mentira, él se atenía más a las verdaderas que a las mentirosas, bien al revés de Sancho, que todas las tenía por la mesma mentira. Yendo, pues, desta manera se le ofreció a la vista un pequeño barco sin remos ni otras jarcias algunas, que estaba atado en la orilla de un tronco de un árbol que en la ribera estaba. Miró don Quijote a todas partes, y no vio persona alguna. Y luego, sin más ni más, se apeó de Rocinante y mandó a Sancho que lo mismo hiciese del rucio, y que a entrambas bestias las atase muy bien, juntas, al tronco de un álamo o sauce que allí estaba. Pregúntale Sancho la causa de aquel súbito apeamiento y de aquel ligamento. Respondió don Quijote: – Has de saber, Sancho, que este barco que está aquí, derechamente y sin poder ser otra cosa en contrario, me está llamando y convidando a que entre en él y vaya en él a dar socorro a algún caballero, o a otra necesitada y principal persona, que debe de estar puesta en alguna grande cuita;(…); (…) era precisamente como si todo se aliase contra quien mata a un hombre. Después se dio cuenta de que husmeaba el tufo porque ya no había ni lugar de origen ni punto de referencia; el tufo estaba en todas partes (…); Creonte – Para, antes de llenarme de ira con tus palabras, no vaya a ser que se descubra que además de viejo eres insensato. Porque dices cosas que no se pueden consentir, sugiriendo que los dioses se preocupen de este muerto. ¿Acaso enterraron a éste porque le honraban como a un benefactor, a una persona que vino a prender fuego a sus templos rodeados de columnas y a sus ofrendas y a destruir sus tierras y sus leyes? ¿O acaso ves que los dioses honran a los malvados? No es eso, sino que desde hace tiempo algunos ciudadanos que apenas me soportan andan murmurando contra mí y a escondidas intentan zafarse retirando el cuello y no poniéndolo bajo el yugo, como debe ser, para acabar aceptándome. Movidos por el dinero de esa gente, yo sé bien que estos (señala al guardián) lo han hecho porque no ha nacido institución más nefasta para los hombres que el dinero. El dinero destruye las ciudades, el dinero expulsa a los hombres de sus casas, el dinero hace desvariar a las mentes honradas de los mortales y les enseña a dedicarse a acciones vergonzosas. El dinero ha enseñado a los hombres todas las artimañas y el conocimiento de todo tipo de
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impiedad.; (…) Nadie pudo / recordar después; el viento / las olvidó, el idioma del agua / fue enterrado, /las claves se perdieron / o se inundaron de silencio sangre. … Águila sideral, viña de bruma. / Bastión perdido, cimitarra ciega. / Cinturón estrellado, pan solemne. / Escala torrencial, párpado inmenso. /… Sube a nacer conmigo hermano. / Dame la mano desde la profunda / zona de tu dolor diseminado. / No volverás del fondo de las rocas. / No volverás del tiempo subterráneo. / No volverá tu voz endurecida (…); Pasados seis años, los últimos días de un lujoso agosto me recibieron al regresar al nativo valle. Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era la última jornada del viaje, y yo gozaba de la más perfumada mañana de verano. El cielo tenía un tinte de azul pálido hacia el Oriente, y sobre las crestas de la cordillera, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso. (…) montañas americanas, montañas mías, noches azules. (…) Estremecido partí a galope por en medio de la pampa solitaria, cuyo vasto horizonte ennegrecía la noche. (…); –¿Conoce usted a Pedro Páramo? –le pregunté. Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza. – ¿Quién es? Volví a preguntar–Un rencor vivo me contestó el. Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad, ya que los burros iban mucho más adelante que nosotros encarrerados por la bajada (…); que, a través de tantos años de tiempo no se ha enseñado a sí misma el don de la muerte, pero si la forma de recrear y renovar. Luego muere, se va, se desvanece: nada queda, pero es que esta verdadera sabiduría logra comprender que existe un podría–haber–sido que es más cierto que la verdad y de la cual, al despertar, el que sueña no dice “¿solamente fue ensueño?, más bien dice, invocando al mismo cielo, (…) ¿Para qué desperté si ya no dormiré nunca más? Hubo una vez (…) ¿se ha percatado usted cómo perfuman y llenan este cuarto la glicinas bañadas por el sol en esta pared como si (liberadas por la luz), se desplazaran con secreto paso, rozándose, pasándose de átomo en átomo de los mil ingrediente de las penumbras? Esta es la esencia del Recuerdo –sensación –vista –olfato. Los músculos con los que nosotros vemos, olemos y vemos, –no es entendimiento, no es pensar, no es algo como la memoria del cerebro recuerda justamente aquellos que los músculos se esfuerzan por hallar… Percátese usted cómo la mano extendida del durmiente, al tocar la vela encendida de la palmatoria, trae remembranzas de dolor y retrocede sola mientras la inteligencia y el cerebro duermen y sienten ese calor cercano como un absurdo mito de la realidad o esa misma mano, unida en sensual matrimonio o con alguna superficie tersa es transformada por la mente y el cerebro dormidos vacía de toda experiencia. ¡Ah, si el dolor se aleja, se desvanece lo sabemos–pero pregunte a los lagrimales si se han olvidado de llorar! Hubo una vez, en otros tiempos (y esto no se lo han dicho tampoco) un verano de glicinas. Todo estaba impregnado de glicinas (yo tenía 14 años entonces), como si todas las primaveras futuras se hubieran condensado en una sola, en un verano donde la primavera y el verano que pertenecen a toda mujer que…”. Intentarlo. Fluir de la emoción, pregunta en el malestar. Brota la perplejidad, pretende detener lo inevitable: un exorcismo a la muerte, no como liberación– ella es exigua–, sino como ausencia de lo conocido que se llama vida. Y en la vida vencer el pudor, abrazar el riesgo para ingresar en la intimidad. Repetir:
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“Bueno, así, vuelvo a empezar. ¿Vos qué decís, entonces, cuando se refieren a los sueños?, me preguntan por: ¡los sueños! Inicio por demás sugestivo. Uno podría decir, bien gracias, allí van. Para qué, pero ello no sería verdad. Por y para qué negarlo. Vienen y van. Se acercan, se alejan. Unos duelen, otros nos remiten a un lugar atemporal, intangible, claro, actualizado por la misma mano que descorrió el velo de ese tiempo de rosas, donde, el arrojo conformaba la otra cara de la cotidianidad, el ideal alimento. El futuro: una extensa huella donde la visión hace posible el aroma de mora y de café. El tacto: profuso sabor a hojas verde oliva, campo roturado, soles, nieblas, vigilia. Anhelo de mieses, de trojes. Y ellas, sin preguntarse, ponían la fe en su destino, entregaban su historia sin pasado a la generosidad de las manos matinales y hábiles del panadero. Sí, ellos, los sueños, me acercan, además, a rebaños de rostros perdidos en la ruta azarosa del quehacer. Talantes por los cuales debí trenzarme en más de mil disputas, como aquella que libré por una palmera de Versalles una tarde innombrable y calurosa. Escucho, entonces, sus voces, olvido, desencanto, reclamación. Más que un susurro, un grito que se pierde en el eco mismo del lugar donde alcancé a correr detrás de una constelación en medio de una avenida de bólidos que desafiaban la trivialidad de la propia existencia, la vanidad de la especie y el lapso atolondrado de los anhelos. A veces, me encuentro enfrente del abismo. Los pies no responden ante el balanceo del cuerpo en el viento que impulsa a saltar. Entonces el run–run acompasado del ventilador es el que me remite a una espera, al clamor vigoroso de un sol estival que se cuela a retazos por la cortina, a la escucha lejana del silbido o al lamento del todavía sereno de Granada, al rumor del río de la infancia. Es allí donde todo se confunde para reinventar, renacer con el repaso de “debido cobrar” de mis acciones, evaluación de los daños que permanecen superficiales en el pasmo de cuando permito dejar caer las abluciones matinales del agua de mis montañas sobre la cabeza, invitándome deferentemente a lo que continua. ¡Qué tal eso! Me pregunto, a veces, si debo darles la importancia que merecen los contenidos, figuras que reinician el pasado, intentan elaborar la fenomenología de ellos mismos para consolidar la variable dinámica. Al menos eso recomendaría mi profesor de Literatura I. Probablemente sea mejor vivenciarlos, encuadrarlos en la cotidianidad y que atropellen. Que devuelvan la corresponsalía al vertiginoso y exquisito lugar del cual nunca debí haberme alejado. Disculpa tanta cháchara. Sólo para desearte una arroba de deseos soleados y vallecaucanos para los que emprenden el viaje sin retorno a la casa de habitación a su gusto.”
Sábado
Y al séptimo día, descansó, reza el Génesis. Desde mi llegada, la vocación, la razón de ser, todo este ambiente ordenado gira alrededor de la propuesta judeo-cristiana. Antiguo y Nuevo Testamento. Mandatos, Ley Mosaica e Historia de la Salvación. Pueblo de reyes/ asamblea santa. Y, hoy, víspera de domingo percibo cómo una rama del judaísmo se convierte en cristianismo, el cristianismo florece en helenismo y éste es el embrión de la civilización
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Occidental, enraizada desde la primera hora del año cero del monoteísmo. ¿Quién creyera que el sábado tiene que ver con Alejandro Magno? Historia narrada por supuestos protagonistas. Dispendiosa, larga y cruel. Registro, también, de hechos taumatúrgicos en la transformación del panteísmo en monoteísmo, traducción del mensaje cristiano en disquisiciones aristotélicas. Y el poder, dictadura, emperador, reyes, fronteras, acueductos, la vía Apia, Aurelia y los arcos de medio punto y, Galia est omnis divisa in partes tres… Vercingetorix. De los sumos pontífices de Roma: Trajano, Adriano, Claudio, Arriano al credo, a las bulas y profesiones de los Sumos Pontífices de la sanctam, catolicam et apostolicam ecclesiam. Bueno, hoy es sábado, mejor dejar manar la creación. Y… mañana domingo. La pausa se hará durmiendo un poco más de lo usual. La víspera del descanso siempre es placentera. Todos los sentidos, sobre todo la memoria baja la guardia, deja de alertarse, permite interrumpir el olvido y se sospecha en posibilidad de mirar todo en perspectiva. Así y entonces, voy a predisponer el ánimo, liberar cualquier recelo cuando llegue un arrebato de irresponsabilidad como, por ejemplo, tenderse sobre la yerba en lo más alto de la montaña. Sentirse contemplando el añil interminable o intentar apropiarse del sin sentido al explayarse en la intrepidez del vuelo rasante del halcón en busca de su presa, descifrar las figuras maleables como la explosión permanente de gases: nubes llevadas de la mano por las corrientes, cúmulonimbus, cirrus, cirrocúmulos, cirrostratos… todas animosas, raudas, pasajeras. Altas, medias, densas, compactas, asociadas siempre con el viento, prolijas ágiles alas del ensueño insinuado en la oscilación del sol o la tormenta, equinoccios de cosecha y de siembra. Y, la disponibilidad irrenunciable de sentirme creación. Total, mañana será domingo y seré un poco dios. Sí, sí, Él descansó, ¿por qué no, yo? En marcha de nuevo. Procuro referir mi historia caminando, y apropiar las imágenes numerosas del Foro Romano, de los anfiteatros, de las colecciones de la biblioteca, columnas, imitación de columnas dóricas, frontispicio y ausencia de alguien en el balcón como un hecho reprobable. De la sastrería saliendo a mano izquierda, camino del pueblo. De allí, la plaza y los comercios, los ángeles trompeteros que anuncian guardia advirtiendo el final de los tiempos – escatología–, juicio final y resurrección de los muertos. Más allá, una reja circular da acceso al cementerio. Suspiro en el temor para alejarnos rápidamente con el vivo deseo de continuar hacia lo más alto de la cordillera, impulsa cruzar sin pausa el oquedal para rodear la tapia de ladrillos que encierra los monumentos funerarios, sarcófagos estrechos, encalados, camarotes en alta, sellados, puestos resignadamente, unos al pie de los otros, otros encima de los unos al arbitrio y gobierno de los vivos: los miro de reojo por entre los resquicios de la pared, la maleza se levanta arraigada entre las orillas divisorias y extremas de las edificaciones en medio de la quietud eterna de los jardines florecidos. Un aliento marchito y suspicaz llega hasta el empedrado. La distracción, al percibirlo, hace que pierda el equilibrio, tambalee al pisar un hallazgo de piedrecillas en el talud del camino. Vuelvo a lo que tengo: mis piernas. Reinicio el ascenso. Y, la bifurcación del camino real que continúa hacia la izquierda y el desecho debe tomarse a la izquierda. Paso a paso, pausa a pausa, piedra, piedras y el ascenso. Jorge Enrique
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espera inalcanzable, paciente en el medio oculto e insinuado bosque de niebla. Su sonrisa es maliciosa, su rostro contradice el sentimiento cuando brilla su dentadura de marfil iluminada por los rayos de sol que se cuelan por la techumbre rota del dosel del bosque. Apura una naranja, y dice –“vamos, la laguna nos espera.” Sin duda más sudor, fatiga, ahogamiento y, al fin de la curva, frailejones, quiches, parásitas, vapores y el pajonal, reinado del viento, niebla y la vista perdida en el mucho más allá del horizonte azulado y etéreo. Horizonte de fantasmas, reliquia de aventureros, arcángeles, filibusteros, piratas y obispos. Reyes, tiranos renacentistas y milenaristas. Recuperación del Renacimiento y de la Ilustración, de los mitos, Sísifo, Sófocles, Ovidio, Horacio, Cicerón y Eneas, Helena y Amenofis. Del arte y de la arquitectura. Electra y Edipo dispersos y prófugos en el extravío de la caravana de nómadas que inspiran la acusante búsqueda de Eldorado. Más bien, invitación al descubrimiento, atrevimiento al saltar de la inestabilidad, a la síntesis que inspira La región más transparente, allí donde la luz se apodera del aire y éste se esparce desde lo alto con arrojo, generosidad y dignidad por las sinuosidades caprichosas de la cordillera interminable. Ahora el viento atrae la lluvia. Tiempo de indecisiones. Encendemos la hoguera antes de que las gotas golpeteen contra el suelo, y humedezcan los frailejones. Las urgencias de la supervivencia hacen que Jorge Enrique y Eduardo llamen al orden en el vallecito, después de solazarnos descendiendo raudos desde lo más alto, por el filo del precipicio y del cañón, desde el cráter antiguo, donde se aquietan los vapores y ahora es agua tersa y cristalina. Entonces, sin pausa, recolectar reliquias de tallos, ramas secas del bosque achaparrado, verde intenso en la altura. Hojas muertas, ocres, más un trozo de papel de la merienda para dar inicio a la solemne representación del ritual sempiterno del fuego. Primero el fulgor, humo, exhalación, llama azulada, amarillenta. Avivarla entre las piedras, hervir en la vasija el agua de panela, para calentarnos y el abrigo que llega con la quietud de la lectura: Guy de Larigaudie, Bali. Y yo avanzo en la mirada: montaña, arriba, más arriba, expectante, abstraída, silencio omnipresente, sublime en el abandono, enigmas en la voz y el desencuentro. Y, ¿quién soy? ¡Qué serafín de llamas busco y soy! ¿Alma o cuerpo? Tiempo o espacio. Pero ¿qué es lo primero: el tiempo o el espacio? Me gustaría descubrir todo de una sola buena vez. Armar sin encontrar una “piedra filosofal”, sin poner cada pieza del rompecabezas de este juego de intereses que se apellida humanidad o descubrir, al menos, el hilo que me lleve al “vellocino de oro”, al espíritu esencial de la insatisfacción humana, es vano, pero la llama se consume incesante, extraviada. Se extingue en el medio del fogón improvisado. Avivada, laboriosa, actividad de los esperanzados comensales que atizan con esqueletos crepitantes de las ramazones. Vuelve a iniciarse. La llama queda de nuevo en la débil frontera de lo que es y no es. Frontera del pasado, presente o futuro. Disolución o gloria, permanencia o circularidad, evocación o recuerdo. Me pregunto en qué límite debo tropezar el fanatismo y la congoja, delirio o cordura. De dónde parte el ardor y el entusiasmo, denuedo y fortaleza para sobre andar las incitaciones del medio y la respuesta creadora. Si en algún momento, un hombre exhausto dirá que ya no puede más es la imaginación su existencia donde reviven sin cesar los personajes del desfile interminable de las peregrinaciones. Todos allí, en la
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compleja y fantástica consecuencia del paisaje totalizador de la cima. Entonces, la oración se desenvuelve en nuestras manos entrelazadas, se hizo rezo, solidaridad y promesa, espacio cerrado para la solicitud, el oficio interior es extenso, intemporal: benedictus qui venit in nomine domini. Ahora, la brisa suspira al oído, acaricia el rostro en el descenso raudo: trote mar, llegar a la hora, encontrar en la velocidad el sentido de la reivindicación, recreación particular, tangible y sugestiva de los personajes interpretados en la comedia, plasmados en la síntesis apretada, recreada y reflejada en una pantalla, que pueda hacer volar los sentidos, como cuando se apagan las luces del cine y los rostros ejemplarizantes, arrojados de Sundance Kid y Butch Cassidy, o la nostalgia desenfadada de Zampanó o la dureza de Citizen Kane o la danzarina altanería de Zorba el Griego, me cuenten que, a lo mejor no es necesario pensar tanto, la humanidad se inspira en los domingos, día del dolce far niente. Llegamos, uf. Todo se somete a la campana del largo peregrinaje. El deber lo interrumpe.
Domingo
De paso, en cualquier sitio, encontré escrito en el libro de visitantes que el destino es implacable en su horario y en su entorno. Su “absoluta insistencia” no es posible evadirla, grave ignorarla. Sin embargo, uno se ilusiona en que lo dirige. De pronto, con la sociedad insubordinada del tiempo, uno puede asumirlo. Lo valora en su complejidad cuando, hechos posteriores, iluminan la perspectiva y los espacios se reducen. A veces acude, casi de inmediato, en medio del zumbido de la turbulencia que se adhiere a la conexión de los prejuicios, las deserciones inducidas entre la abismal diferencia de lo que se busca y no se encuentra. Otras veces, se abraza sin alharaca. Entonces, uno se lanza hacia él, deslumbrado, asombrado, navegando en el efluvio de las propias intuiciones, con la fuerza de los encuentros a destiempo o, intentando repudiar dolores anteriores que deambulan por las amplias calles de la voluntad aventurera, inmersa en una quimera de juventud. Y, son las despedidas pérdidas inherentes al riesgo. Con ellas se cambia de lugares, se adopta un espacio novedoso, se retoma el brío y el arrojo que se siente inagotable. La sospecha se esconde, pero a la vuelta de la esquina, la puesta en escena necesita de los mismos actores con los que se fue de gira por primera vez. Y, la representación, los personajes por siempre idealizados, carecen de circunstancias particulares que uno padeció, gozó o abandonó en la dispersión, en la propia sustancia del hado, en la superficialidad del haber vivido historias a medias.
Adioses. Quisiera que todo fuera la simple seducción consumada del olvido que no es voluptuoso canto de sirena ni agridulce sabor del sonido de unos motores del avión de turno, anhelo veleidoso de las bisuterías de un duty free o rostros enigmáticos de una sala de espera. Se vive un relato que, a veces, traduce actividades desordenadas, búsquedas nuevas, números y amoríos. Los otros, con los que caminé, amé, compartí, alcancé a soñar senderos amables y solidarios, ya no pertenecen ni al pasado ni al presente, sino a la instauración del propio patrimonio o acumulación de bienes.
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Así, unos regresan. Al volver e interactuar, parecería que algunos poseen las dudas resueltas, por el sentido y la fuerza que le han dado a su existencia. Otros, uno los percibe ensombrecidos por el peso de su propia fábula. A algunos ni hallándolos, los encuentra. Quizás uno, inútilmente, busca en ellos la misma abreviatura, el mismo brillo en los ojos, la misma seguridad con la que percibí todos los verdes posibles del altiplano, cuando el DC–4 se fue elevando lentamente, con la cara hacia las nubes cargadas de un rocío anticipado, mirando a ciegas los complejos montañosos, cómplices del abandono de mi niñez y de mi adolescencia. Algunos recuerdos, en lo formal, se suponen: asociaciones instintivas de lo que ocurre siempre. Las emociones son ladrones de la paciencia, del bienestar. Enemigos recalcitrantes del olvido. No son confiables, traicionan cada momento. Por eso ahora, desde aquí, veo a Hernando que me trajo al aeropuerto. Presenté el billete de regreso. Hice la fila. Él, detrás del vidrio, levantó un brazo con la palma abierta, movimiento acompasado, con el rostro en nada. Lo demás: embarque, ascenso por la escalerilla movible de la aerolínea, silla junto al descansillo, mirando hacia el ala izquierda o derecha, el cómodo sillón, cinturón de seguridad… Las puertas se cierran, cuatro motores se encienden uno a uno. Primero, los de la izquierda girando, lentamente, las aspas a la par lanzan una estela de humo negro por el tubo de escape; luego los de la derecha para que aceleren a tope, el carreteo por la pista, el lanzamiento en dirección a la próxima y única estación. Y, al aproximarse, luego de romper el tapiz de nubes que se agolpaba sobre el valle, descenso lento y sonoro hacia el campo de aterrizaje para redescubrir lo que uno ha ido acumulando en visiones nocturnas: escenas lejanas, avivadas por lecturas de paisanos, aquello que uno afirma como fundamento y precio de una herencia, vacadas, praderas, árboles agolpados y corpulentos, cañaverales en flor, ríos rumorosos y melancólicos, bocanada de aire nuevo que, caluroso golpea mi rostro. Entonces, el umbral crepuscular atrae el ventisquero particular del arrebol, ahora pálido y confuso entre el farallón del occidente, insinuando la vehemencia de la noticia de que el tiempo de verano ha terminado. En tanto, el automóvil avanza a casa por la avenida de la Base Aérea y las primeras sombras del anochecer. Siseos nuevos. Espacios amplios, gente numerosa, todos parlamentan. Y la calle desierta de la una de la tarde, canto de chicharras desde las diez de la mañana, quietud y silencio de siesta, el campanario de la iglesia que da el aviso con música de las medias horas, agitado paseo del lechero de mañana, el grito de la vendedora de mangos en la tarde y arrullo inequívoco de las aguas del río de la noche. Todo es referido al destino que ahora es olor de comarca. Color de remembranza esparcida, fragancia de niñez: espanto de duendes, ahogamientos, patasolas, turbación de ardillas en el tejado, largos pasajeros de aire libre, presunción de libertad, bondad, prurito y veto provinciano en los rostros de siempre. Una atadura enajenada.