El Fundador / Enero 2023

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Lasentenciaseráel6/2:Culminóel juicioporelcrimendeFernando Enero 2023 Villa Gesell Año - XXXVI Nro 2057 El Fundador www.elfundadoronline.com 2255531935 /elfundadoronline @fundadorgesell /elfundadorgesell
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La Municipalidad anunció una temporada récord

La Secretaria de Turismo del municipio informó que en tercer fin de semana de enero, el nivel de ocupación llegó en promedio a un 98%, marcando un nuevo récord estadístico para nuestra ciudad.

El relevamiento se realizó en 303 alojamientos de la ciudad y las localidades del sur. El mismo arrojó que la estadía promedio de los visitantes fue de 6,4 días. Y se desprende que la ciudad de Villa Gesell tuvo un 96% de ocupación, mientras que las localidades de Mar de las Pampas, Las Gaviotas y Mar Azul, estuvieron a un 100%.

Expectativas para febrero

La Secretaría de Turismo, de acuerdo a los relevamientos realizados en emprendimientos hoteleros de todo el partido, pronostica un flujo turístico alto para el mes de febrero, con porcentajes mayores a los registrados el verano pasado.

De acuerdo con las estimaciones, el partido cuenta con un promedio general de 77% de reservas, 4% más que en el mismo periodo durante el 2022. Las localidades de Mar de las Pampas, Las Gaviotas y Mar Azul cuentan con un 88%, 86% y 84% respectivamente, superando por 6 puntos lo registrado el verano anterior. Por su parte, el casco urbano de Villa Gesell presenta un 65% de reservas. Cabe destacar que, al faltar una semana para el comienzo de febrero, se prevé una ocupación muy alta, continuando con la tendencia récord de turismo este verano.

El Fundador

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Finalizó el juicio por el crimen de Fernando Baez Sosa

Luego de dos intensas jornadas terminaron los alegatos del juicio por el crimen de Fernando Báez Sosa. Como un bloque, los funcionarios del Ministerio Público Fiscal, Juan Manuel Dávila y Gustavo García, y los representantes del particular damnificado, encabezados por Fernando Burlando y Fabián Améndola, mantuvieron la calificación original de la causa “homicidio doblemente agravado en concurso ideal con lesiones leves” y pidieron la pena de prisión perpetua para los ocho rugbiers acusados de ser “coautores” del crimen.

Por su parte, la defensa, a cargo de Hugo Tomei, solicitó la absolución “por una cuestión técnica y procesal”. “Se prueba lo que se imputa y se imputó otra cosa distinta de la que se alegó. La imputación habla de cinco sujetos involucrados en la golpiza. Los alegatos, en cambio, de los ocho”, arrancó el abogado el jueves en la jornada de clausura.

Tanto los fiscales como los abogados del matrimonio Báez Sosa sostienen que la madrugada del 18 de enero de 2020 los imputados se pusieron de acuerdo para matar a Fernando. En su exposición, el fiscal García detalló que el ataque duró 45 segundos y explicitó que, previo a eso, los agresores tuvieron siete minutos para pergeñar el plan.

“Habían sido expulsados del boliche y estaban en la misma vereda y a escasos metros de Fernando. (En ese lapso de tiempo) hubo una estrategia o una planificación sobre cómo iniciar el ataque”, sostuvo el fiscal. Por su parte, el fiscal Dávila agregó: “La premeditación no quiere decir que hayan pensado: ‘Hoy salgo a bailar y mato una persona’. Quiere decir que instantes previos a la comisión del hecho, las personas se ponen de acuerdo para matar. Eso se puede advertir en todos los videos: que siete minutos antes salen del boliche, cruzan la calle y van al lugar donde está Fernando. Se observó que, ni bien se va el último efectivo policial, inician”.

En sus alegatos de este jueves, Tomei dejó en claro por qué considera que ese plan no existió, y apuntó contra los acusadores. “A falta de pruebas, dicen que siete minutos después de que salieron del boliche (mis defendidos) acordaron el plan: falso, inverosímil o poco consistente. Nunca hubo un plan para matar. Estos pibes no tuvieron dimensión de lo que había pasado”, sostuvo y descartó que sus defendidos tuvieran intención de asesinar a Báez Sosa.

“Cuando hay una pelea previa, el caso del homicidio deja de ser alevoso porque

hay un contexto en que el estado de indefensión no estaría. (La persona) estaría atenta, podría tomar ‘armas’ en el asunto en el sentido de procurar su seguridad. Si tomamos como dato el golpe de Báez Sosa a Thomsen, él (Fernando) ya sabe que puede terminar en otro problema”, expuso. Si bien mantuvieron la calificación de la causa, los fiscales y los abogados de los padres de la víctima descartaron que en el ataque feroz hubiera roles y funciones. “Todos hicieron todo. Todos se pusieron de acuerdo para matar a Fernando. Todos lo golpearon. Todos se turnaban”, sostuvo García y acusó a los ocho como coautores.

Pero para Tomei, “si todos hicieron todo, hay incongruencia”. Por ese motivoun tecnicismo-, primero pidió la absolución y, luego, planteó tres escenarios diferentes de posibles calificaciones: homicidio en riña, homicidio preterintencional y homicidio simple con dolo eventual. Este último contempla una pena de 8 a 25 años; los otros dos, menos de seis.

El veredicto del Tribunal Oral en lo Criminal N°1 de Dolores se conocerá el próximo 6 de febrero a las 13 horas.

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Las recetas de Olivia

Cazuela de tiburón

Ingredientes (para dos personas): medio kilo de posta de gatuzo, 300 gramos de papa, 200 gramos de garbanzo, una cebolla, 250 gramos de puré de tomate, aceite, sal, pimienta, laurel, dos dientes de ajo, un vaso de vino blanco

Preparación: en una cacerola con aceite, ponemos a dorar la cebolla picada fina, y le agregamos un chorrito de vino blanco, tres hojas de laurel y el ajo. Casi inmediatamente después, agregamos el tiburón cortado en dos o tres trozos, a dorarse. Lo damos vuelta después de un minuto, y agregamos la salsa de tomate. Cuando hierve, agregamos la papa ya hervida cortada en cubos de 3 cm de lado, y los garbanzos que hayamos dejado hidratándose desde la noche previa y luego hayamos hervido 40 minutos. Agregamos entonces el resto de la copa de vino blanco, sal y pimienta, y dejamos así por siete minutos. Apagamos el fuego y dejamos reposar un ratito antes de servirlo.

Cabe aclarar que la pesca del tiburón está prohibida en la Pcia de Buenos Aires para todas sus sub especies, con excepción del gatuzo, cuya pesca

comercial está permitida. En estado adulto, este pez cartilaginoso alcanza una longitud de 90 cm, siendo su carne muy valorada por su sabor suave, textura firme, y ausencia de espinas, lo que la vuelve muy sabrosa y fácil de comer. No tiene problemas de supervivencia, por el momento, pero la mayoría del resto de los tiburones de todos los mares del mundo, efectivamente están en problemas, algunos al borde de la extinción. El gatuzo no tiene ese problema, por eso podemos contar con él. A disfrutar. Salud!!!!

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El fantasma

Hace años escribí que mis cuentos no destilan una visión consoladora. Sigo sosteniéndolo, aunque a veces me parece advertir un destello en alguna parte. Podría decir que se trata de construcciones imaginarias a partir de la percepción de una situación, una frase escuchada, un rostro, un gesto, un aura. Las historias se presentan cuando menos lo espero. Sin embargo, cero inocencia: no se trata tanto del azar como de estar al acecho. Y de las influencias, una lista larga. Su eco puede resultar fácilmente detectable. Me resisto al tono declamatorio de los recetarios. Lo único que sé es que esto es un trabajo y no tiene ni francos ni feriados ni licencia por enfermedad. Cada uno escribe lo que puede. Yo escribo por necesidad, pero también por gusto. Estos que publico hoy, si bien inéditos, seguramente irán a parar en algún libro. No tienen título porque prefiero que se recuerden por lo narrado, que el escritor sea un fantasma.

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Al leer las biografías de Chejov, todas, sin excepción, impregnan el aire con una tristeza adhesiva. Chejov, desde su vida, nos observa con una distancia clínica. Una biografía informa que su “infancia tan sombría” le enseñó muy pronto el lado negro de la vida, le habituó a tener un juicio sin indulgencia hacia los hombres”. La pregunta que Chejov siempre nos deja picando: ¿Cómo ser inflexibles y compasivos a un tiempo?

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Conversan, no discuten. Cada uno puede comprender lo que siente el otro. Y es mejor así. Se devuelven las cosas. Se despiden con un beso en la mejilla.

Llamame, cualquier cosa que necesites, le dice él. Vos también, dice ella. Y después: Amigos, dice él. Amigos, dice Ella. Se dan otro beso. Y la espalda. Días después, ella revisa las cosas que él le devolvió. No quiere llorar. Un día antes o un día después, él revisa las cosas que ella le devolvió. La congoja lo puede. Pasa un tiempo. Él tiene ganas de buscarla, el impulso lo domina, pero se contiene. Si lo hiciera, resultaría invasivo. Más o menos en ese tiempo, una noche, ella no da más y se viste. Se sube al auto. Llega hasta el edificio: la luz de la ventana está encendida. Tal vez esté con otra, piensa. Lo que le preocupa es que pueda considerarla posesiva. Un año después se encuentran en una fiesta. Ella está con otro. Y él con otra. Se presentan las parejas respectivas. La mañana siguiente él piensa en llamarla. Y ella también. Pero no. #

Entre la contada gente solitaria que puedo ver los domingos desiertos en este barrio céntrico está la chica gordita que pasea su perro. En verdad no es gordita, tan sólo no responde al canon de belleza raquítica de la moda. También, en verdad, ignoro si su mascota es perro o perra. Camina resuelta por la pendiente de Viamonte hacia el Bajo. El perro no es de raza, más bien cruza de callejeros. El perro, o la perra, parece tirar de ella, imponerle el recorrido. Y ella le habla. Cuando se acerca alguien, yo en este caso, se calla. Nos cruzamos. A pesar de que nos vemos todos los domingos más o menos a esta hora, las diez pasadas, en que vuelvo transpirado y resoplando después de la caminata por la Reserva, no nos saludamos. Nuestras miradas se esquivan. Me alejo unos metros y me detengo, me doy vuelta para verla caminar hacia el Bajo,

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alejarse. Ella también se ha detenido. El perro, que tal vez es perra, caga en un umbral de mármol blanco. Muevo la cabeza y sonrío en una especie de saludo. Ella saca de un bolsillo una bolsita de plástico, recoge la mierda, la envuelve, me sonríe. Y sigue su camino. También yo. Uno de estos domingos quizá me anime a hablar con ella, pero la timidez me puede.

# “Sé que largué un bumerang que todavía no volvió”, leo en un poema de Juana Bignozzi. Esta mañana entro en el día con la intención de encontrarlo.

# Apenas sale a la calle, alguien le pregunta cómo llegar a tal o cual parte, qué colectivo va, dónde para. Y él les contesta con amabilidad. Le gusta ayudar a que la gente pueda llegar donde quiere ir y, aunque ellos ignoren cómo, siempre es bueno, se dice, saber que se quiere ir a determinado lugar y no como él, esta mañana, que ha bajado una vez más a la calle y no sabe dónde ir, tal vez un banco de plaza, que alguien se le siente al lado, conversen, no importa sobre qué, alguien que lo extraiga de sí como si le extrajera una muela.

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En el rascacielos de enfrente, un edificio de oficinas y de departamentos de alquiler transitorio, que tiene exactamente veinte pisos, todos los años alguien se arroja desde lo alto. Puede ser una mujer, puede ser un hombre, que siempre permanecen un rato en la cornisa esperando el público. El suspenso causa los más diversos comentarios. Nunca faltan los apostadores. Y siempre gana quien apostó a favor del salto. Al que más enoja la situación es al dueño del bar en la planta baja. Está indignado por tener que cambiar el toldo al menos una vez al año.

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No es la primera vez que se aloja en este hotel de la Rue Saint Jacques. No lo hace tanto por comodidad como por ella, por haberse alojado juntos allí en aquel primer viaje y experimentar, además de la ciudad soñada, la ilusión de una pasión infinita. Pedir la misma habitación, lo remite a ella. Y como cada vez que vuelve a entrar, abre la ventana, se asoma y estudia qué cambios se han producido en la calle durante su ausencia. Todo permanece igual que la última vez. Al menos eso le parece. Hasta podría jurar que, al darse vuelta ella estará

entre las sábanas, somnolienta. Se inclinará sobre su cuerpo desnudo, la respirará sin tocarla y otra vez ese sobresalto en el pecho. Esta vez prefiere no darse vuelta, no comprobar si ella está o no está. Así que salta por la ventana. Y mientras desde la calle suben un bocinazo, voces, ella se despabila, ve el cuarto vacío, la ventana abierta que le llama la atención, siente frío. #

Desde que se separó hace dos años la remisera pasa catorce horas por día en el auto. Por culpa de su marido, que extrañaba el país. Al año de volverse se separaron. Ninguna de las dos hijas ve al padre: la justicia le puso una perimetral. Las dos estudian comercial nocturno. Una está en quinto y la otra en cuarto. Las dos trabajan, la mayor en una peluquería y la menor en un vivero. Por suerte, el auto es mío. Cuando las chicas terminen el secundario venderá el auto y con lo ahorrado volverán a Canarias. Estas vacaciones, se lamenta, tampoco tendremos playa, dice. Pero se las ingeniará para pasarla bien en Pigué, el campito de sus padres, que tiene un tanque australiano donde las chicas se refrescan y ella las mira desde la sombra. Todo lo que quiero es

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descansar a la sombra. No le pido más a Dios. El hombre paga, se baja, y no camina una cuadra cuando escucha el golpe. Un colectivo embistió el auto incrustándolo en una tienda. Agradece a Dios no haber estado a bordo.

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En los últimos tiempos me quedaron sólo dos amigos. No es poco, me digo. Tendría que verlos más seguido. Esta mañana llamo a uno, le pregunto cómo está. El jueves me opero de cataratas, me dice. Tal vez la semana que viene te pueda ver. Me quedo pensando en la forma en que dijo ver. Llamo al otro. Tarda en atender. Acá estoy, me cuenta, además del epoc, tuve un neumotórax. Ahora, con el oxígeno a cuestas. Me cuenta cómo funciona el motorcito, la conexión a la electricidad, siempre se dio maña para los electrodomésticos. Querés que te visite, pregunto sin ganas. Mejor no, me contesta, tengo que hacer reposo. Y vos, me pregunta. Ando, le contesto. Cuidate, me dice. Agarro el bastón y salgo. No funciona el ascensor. Bajo los nueve pisos por la escalera. Entre un piso y otro, se corta la luz. No tengo miedo, me repito.

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Cuando traemos a los chicos a la plaza hay un tema que evitamos y es los que desaparecen pero nunca falta una que lo saca y cuenta una historia, la del chico ese que desapareció y cuando lo encontraron le faltaba un órgano, así son las cosas, y mejor no hablar del caso porque una se distrae y cuando te das vuelta Pablito no está, estaba acá hace un instante, no vieron a Pablito, un chico rubio, con un buzo azul, Pablito, grita una, mi hijo, no vieron a mi hijo, Pablito, grita.

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Todas las mañanas, después de afeitarse y ducharse, prepara el desayuno y pone la mesa. Exprime un limón para ella, un pomelo para él. Té lapsang para ella, café fuerte para él. Tostadas de pan de centeno con queso crema y palta para ella. Tostadas de pan casero con manteca y miel para él. No será un buen día si no cumple con el ritual. Después, se sienta. Está todo como a ella le gusta, aunque se fue hace un año. Después de desayunar levanta la mesa, lava las cosas, las acomoda en el escurridor, se seca las manos. Voy a caminar, dice. Descuelga la campera, se la pone y sale a la calle.

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La víbora del bosque que soñé anoche me despertó esta mañana, un siseo bajo la almohada. Cuando quise incorporarme la tenía a mis pies, enroscada, mirándome. Me miraba fijo. Salté de la cama, me imitó. Le tire un jarrón, un cenicero. Me encerré en el baño. Esperé agarrando el secador. No sé por qué

se me ocurrió que podía ser un arma. Abrí la puerta, ahí estaba. Me seguía donde iba. Estuve por llamar a la policía, pero adivinando mi intención, saltó sobre el teléfono. Quise abrir la puerta, se me adelantó. Parecía querer algo de mí. Me fue arrinconando hacia la cama. Me acosté. Cerré los ojos. Apreté con fuerza los párpados. La sentí encaramarse sobre mí, enroscarse, quedarse quieta. Me desmayé o me dormí. Y ella volvió a mi sueño. Ignoro cuánto tiempo estuve en ese sueño. La víbora se perdió en el bosque. Entonces me desperté. Miré alrededor. El jarrón roto, las sillas volcadas, la mesa torcida, el secador tirado. Ordené un poco. Fui a la oficina, a la tarde me encontré con mi novia. No me animé a contarle. Y esta noche, ahora, antes de acostarme, miro debajo de la almohada. Salgo a la noche. Por las dudas, me voy a un hotel. Cuando por fin se me caen los párpados, veo el bosque, escucho el siseo.

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No hay sufrimiento de amor que no encuentre su canción, dice el pibe que vende discos usados en el fondo de la galería. Sin embargo, habla con la seguridad de quien enuncia la verdad de lo vivido. Los que vienen a buscar tal o cual disco del pasado, dice, buscan recobrar una sensación perdida, que no volverá a ser. Sé lo que es. Ella cantaba boleros, dice. Hace tres años, cuatro meses, cinco días y nueve horas que me dejó.

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A tu edad y viuda no es bueno estar seca, le dice la ginecóloga. Máxime, si no tenés pareja. La ginecóloga le recomienda que use juguetes para lubricarse. También le recomienda una crema. Tenés que quererte, le dice. Si te querés, seguro vas a encontrar pronto a alguien. La doctora es joven, moderna, informal, segura de sí, Aunque podría ser su hija, la trata como si fuera su madre. Empezá esta noche, le dice. Te vas a divertir. Y ella esa misma noche obedece como una buena hija. Se pasa la crema. Agarra el juguete. Lo acciona. Y cuando está a punto de deslizarlo en su interior, se echa a llorar.

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Le gusta venir a esta iglesia en el centro. Viene cuando experimenta una ansiedad que lo supera, ganas de no sabe qué. Entrar en la iglesia lo calma. No sabe si cree en Dios y si la mayúscula es pertinente. Lo calma el silencio, y los sonidos apagados, la calle, el mundo quedaron afuera. No está solo. Se sienta en un banco. Además de los íconos que le parecen toscos, con un aire artesanal hay, como él, unos pocos de distintas clases. Lo calma sentir que no está solo en el mundo, que otros también precisan este silencio que dice lo que

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cada quien quiere escuchar. Y, sin embargo, lo que dice el silencio es siempre lo mismo, el silencio de Dios.

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A mamá le gustaba nadar. Todas las tardes del verano, a esta hora, íbamos juntas a la playa. Ella se desnudaba. Me daba un beso. Esperame, me decía. No temas, me decía, soy una sirena. Yo no me atrevía a decirle que tenía miedo de que no volviera. Pero ese verano, una tarde, me animé y se lo dije. Mamá me sonrió: nunca te voy a dejar, me dijo. Nunca, repitió. Y esa tarde la esperé, la esperé. Se hizo de noche. Tuve frío en la oscuridad. El mar brillaba. Me acosté en la arena. Me despertó el sol.

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En la mañana de un sábado soleado, a través de la ventana, la ropa tendida en la terraza del edificio de al lado. Cada edificio tiene sus secretos. En esas prendas, en especial en la llamada ropa interior, se exponen los de sus habitantes. En este barrio predominan las oficinas y los alquileres temporarios, vive gente sola o en pareja, sin chicos, no hay lugar para ellos: los departamentos son estrechos. Por tanto, todas las prendas al sol son de adultos. Inducen a preguntarse cómo fue elegida tal o cual, por quién y por qué fue elegida, qué efecto secreto se perseguía. Su exhibición en la terraza bajo el sol radiante habla del pudor, lo oculto, remite a la noche, la soledad de lo íntimo.

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Qué se hace con ese nombre que le viene a la boca, se pregunta quien camina esta cuadra que le trae la memoria de quien no quiere recordar pero recuerda hasta que cruza, pasa a la otra cuadra y el nombre temido empieza a disolverse mientras piensa que, en efecto, no conviene volver a los lugares donde se fue feliz.

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Una mañana sale de su departamento, entra al ascensor, cruza el hall de entrada del edificio, y sale a la calle. Ni un alma. Nadie a la vista. Los autos pasan vacíos, sin conductor. Y lo mismo pasa con los colectivos. Los negocios están abiertos. Pero no hay ni quien atienda ni tampoco clientes. Se detiene ante una vidriera. Y no ve su reflejo.

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El silencio la despierta antes que la claridad. Al bajar de la cama, los pies en el agua. La crecida está adentro, los pies en el agua, así que va a agarrar unas frazadas, despertar a los chicos y subirse los seis al techo. Espera que esta crecida no le trague otro, aunque sería una boca menos.

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Tarde o temprano hay un momento, un instante, un segundo, tal vez menos de un segundo, una fracción de tiempo inmensurable por lo pequeña en que las cosas se van al carajo y después ya nada vuelve a ser lo mismo, seres que caminan hablándole a alguien que no está, y no importa si esa o ese alguien, partió, murió y quedaron infinidad de palabras sin decir, y si se dijeran no serían escuchadas y a pesar de la ausencia igual se dicen y es el caso de la cantidad de gente que anda hablando sola como yo por estas calles.

# Los árboles del bosque están vivos. Por eso asusta pasar la noche solo entre ellos. En la oscuridad las ramas gimen, cuchichean, susurran. Vaya uno a saber que están tramando.

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Y sin embargo están los libros, novelas, cuentos, poesías, ensayos, que no serán leídos y esta conciencia de la finitud no amedrentó ni detuvo a quienes los escribieron y ahí están, esperando lectores, mensajes en botellas flotando en los océanos del tiempo como esta observación que escribe contra viento y marea, confiando que quizás alguien la advierta, se dice mientras vacila en la puerta de la librería y después sigue de largo, entra en el supermercado y compra una botella de whisky.

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La chica ciega sentada en el banco de la plaza en el sol de la tarde tantea a sus costados sin encontrar el bastón, se le debe haber caído, piensa, se agacha, se arrodilla, los busca en el piso, bajo el banco, y nada, los que pasan la miran, se vuelve a sentar, espera, ya está oscureciendo, se da cuenta por la temperatura que baja, la brisa fresca, y ella sin el bastón reza rogando que quien le robó el bastón se arrepienta.

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En el sueño del fantasma hay un chico que duerme con la luz prendida.

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Tres novelas geselinas

A pesar de la ficción, en las tres novelas que publicó el escritor geselino Aníbal Zaldívar, editadas por Librería Alfonsina, se reconoce de inmediato el arraigo a la geografía y la historia de Villa Gesell. Luego de una extensa producción poética, que lleva casi cincuenta años, el autor sorprende con una fuerte propuesta narrativa. Publicamos a continuación los comienzos de las tres obras.

**** SILENCIO

Villa Idaho, diciembre 1986

Romper con Lara es un precio muy alto, pero el dolor cede ante la decisión de terminar con mi dilema más terrible. Además, el aire de la Villa, a principios del verano, me trae la alegría de mi infancia, emociones que la ciudad nunca pudo borrar. El dolor se trasmuta en excitación, en impulso, mientras camino sobre la pinocha crujiente que oculta la arena originaria. A esta hora de la mañana todavía no hay turistas merodeando, y predomina una fragancia a pinos y eucaliptos que se mezclan con la brisa áspera del mar. Nada más entrañable

para mí que esta combustión de dulce y salado en el aire, con un fondo de rumor de hojas y de olas. Respiro hondo y mi pecho se expande y llena de fuerza; este es mi aire, dicen mis pulmones, felices… Frente a la Casa de las Cuatro Puertas, hay un nuevo cartel: “Pinar del Norte, Villa Idaho. Decreto 14/ 1986: Creación del Museo Histórico”.

Veo a Lambert, el empleado. Me parece más canoso que el año pasado, igual de nervioso y de encorvado, de edad siempre indeterminable. Cierra la puerta haciendo demasiado ruido y sale a grandes zancadas por el sendero que lleva al Chalet. Me acerco a la ventana sur: ahí está, en el rincón de siempre, el piano de cola, cubierto por una manta negra, ajada y sucia. Me veo otra vez ahí, quince años atrás, sentado, mudo, tocando con timidez, haciéndome invisible entre empleados, propietarios, turistas, compradores de lotes... Recorro el resto de los ventanales y observo la oficina donde Lambert cumple su rutina de trabajo a la espera del telegrama de despido. Es como el despacho de un cementerio, con muebles muertos y la misma disposición del año pasado, el anterior y el anterior. El mismo retrato de su madre, la carpeta, el taco del calendario y un lapicero con tres biromes y un lápiz, siempre tres biromes y un

12 / El Fundador / Enero 2023 TRILOGÍA DE
ZALDIVAR
ANIBAL

lápiz. La Sucesión de Kurt Wesser, el fundador de la ciudad, se niega a indemnizarlo y prefiere dejarlo morir lentamente, pero Lambert resiste, y rumia su resentimiento en el ombligo de este bosque, hoy tierra de nadie. (…)

* RUMOR

Villa Idaho, 1996

Es cierto: no era el jeep que yo había soñado, pero era real, y al cabo del tiempo reemplazó al de mis sueños y lo mejoró. Montado en el legendario Willis Hurricane había entrado más de mil veces a la playa, cruzando la anteduna y ganando la orilla del mar, pero aquello no tenía sustento, era pura fascinación de niño acostumbrado a los placeres inmóviles. Esta, en cambio, era una escena verdadera, y el viejo Ika repintado de azul avanzaba copiando las formas de la playa hasta alcanzar la arena firme, al borde del agua. Y ahí estaba yo, de carne y hueso.

Mis hábitos de solitario incluían no llevar a nadie, desestimar la presencia de otros pescadores, limitarme a saludos formales. Pero cuando vi al viejo aquella mañana de invierno sentí lástima: se arrastraba con esfuerzo, como un náufrago recién llegado a tierra firme. Me acerqué y me detuve, convencido de que llevarlo no me iba a perturbar; sería como levantar uno de esos caracoles gastados por el tiempo y el agua.

El viejo no dudó en treparse al asiento del acompañante. Me sorprendió.

— ¡Eh! ¿No le tiene miedo al perro?

—No, qué va… Con tal que me lleve. Encendió un cigarrillo y una media sonrisa dejó ver los magros dientes manchados de nicotina. Sesenta años, calculé, al observar los surcos de su cara.

—Voy al Boliche del Medio. ¿Llega hasta ahí?

En honor a la verdad, yo buscaba un buen lugar, un pozo profundo. Más acá o más allá del Boliche, me daba igual. —Lo llevo. ¿Vive ahí? ¿Es el casero?

Preguntas obvias que no merecieron respuesta, el viejo apenas me miró de reojo y fijó la vista delante. El Boliche era una construcción sobre pilotes, ubicada a unos cien metros del agua, allí donde la arena comienza a elevarse hasta formar una franja larga y ancha de médanos vivos. Cada vez que ingresaba a la playa me sorprendía su imagen lejana, incongruente, esfumada entre ondulaciones amarillas. (…)

Villa Idaho, 2006

Lo primero que vi fue la gorra. La distinguí desde lejos y como siempre me propuse mentir, hacer una seña ambigua que indicara que no podía llevar a nadie, ni siquiera a un policía. Ya tenía preparada la música. ¿Qué hacer con alguien a bordo? ¿Por qué deponer la decisión premeditada de escuchar Beethoven durante un par de horas? Sin embargo, cuando estuve cerca, me sorprendió una trenza oscura que nacía de atrás de la gorra y bajaba oblicua hasta el centro del pecho: gruesa, grácil, lustrosa. Entonces no pensé en nada y frené. Ella, inmóvil en la banquina, apenas hizo un gesto con la cabeza. Toqué bocina; un toque corto, que sirviera de aviso más que de reclamo. La mujer se acercó y me saludó haciendo la venia.

—Buenos días, señor. ¿Necesita algo?

—No, pensé que estaba haciendo dedo.

— ¿Yo le hice alguna seña?

—No, no quise decir eso, pero como siempre…

—Espero el ómnibus.

Se quedó mirándome. La trenza había quedado sobre la espalda y la gorra daba a su cabeza la rigidez de una escultura; de cobre terroso, con grandes ojos marrones. Sonrió.

— ¿Entonces me lleva?

Se acomodó en la butaca y se ajustó el cinturón, pero no se sacó la gorra, que era lo que yo esperaba.

— ¿De servicio?

—Voy a la Regional, a un curso para personal femenino.

—Personal femenino —murmuré—. ¿Te gusta la música?

Sorprendida y otra vez rígida, demoró unos segundos en asentir con la cabeza.

— ¿Conocés la Pastoral de Beethoven?

Ahora negó, con la misma actitud cautelosa. —Mirá, no quiero ser antipático, pero tengo un examen esta tarde y necesito escucharla.

— ¿Puedo dormir?

Sonrió y se recostó en el respaldo. Antes de cerrar los ojos apoyó las dos manos en el cinturón, sobre el bulto que ocultaba la pistola reglamentaria. Disparé la música en el momento previsto, con la única concesión de no subir el volumen al máximo. Los primeros acordes no se escucharon, pero progresivamente los ondulantes sonidos envolvieron la cabina de la camioneta. La mujer policía volvió a acomodarse y abriendo un ojo, musitó:

—Me gusta.

(…)

Nota: la publicación está a la venta en Librerías Alfonsina, Casa Bohm, Azul Marina y por Mercado Libre.

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* MÚSICA