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Tres novelas geselinas
A pesar de la ficción, en las tres novelas que publicó el escritor geselino Aníbal Zaldívar, editadas por Librería Alfonsina, se reconoce de inmediato el arraigo a la geografía y la historia de Villa Gesell. Luego de una extensa producción poética, que lleva casi cincuenta años, el autor sorprende con una fuerte propuesta narrativa. Publicamos a continuación los comienzos de las tres obras.
**** SILENCIO
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Villa Idaho, diciembre 1986
Romper con Lara es un precio muy alto, pero el dolor cede ante la decisión de terminar con mi dilema más terrible. Además, el aire de la Villa, a principios del verano, me trae la alegría de mi infancia, emociones que la ciudad nunca pudo borrar. El dolor se trasmuta en excitación, en impulso, mientras camino sobre la pinocha crujiente que oculta la arena originaria. A esta hora de la mañana todavía no hay turistas merodeando, y predomina una fragancia a pinos y eucaliptos que se mezclan con la brisa áspera del mar. Nada más entrañable para mí que esta combustión de dulce y salado en el aire, con un fondo de rumor de hojas y de olas. Respiro hondo y mi pecho se expande y llena de fuerza; este es mi aire, dicen mis pulmones, felices… Frente a la Casa de las Cuatro Puertas, hay un nuevo cartel: “Pinar del Norte, Villa Idaho. Decreto 14/ 1986: Creación del Museo Histórico”.
Veo a Lambert, el empleado. Me parece más canoso que el año pasado, igual de nervioso y de encorvado, de edad siempre indeterminable. Cierra la puerta haciendo demasiado ruido y sale a grandes zancadas por el sendero que lleva al Chalet. Me acerco a la ventana sur: ahí está, en el rincón de siempre, el piano de cola, cubierto por una manta negra, ajada y sucia. Me veo otra vez ahí, quince años atrás, sentado, mudo, tocando con timidez, haciéndome invisible entre empleados, propietarios, turistas, compradores de lotes... Recorro el resto de los ventanales y observo la oficina donde Lambert cumple su rutina de trabajo a la espera del telegrama de despido. Es como el despacho de un cementerio, con muebles muertos y la misma disposición del año pasado, el anterior y el anterior. El mismo retrato de su madre, la carpeta, el taco del calendario y un lapicero con tres biromes y un lápiz, siempre tres biromes y un lápiz. La Sucesión de Kurt Wesser, el fundador de la ciudad, se niega a indemnizarlo y prefiere dejarlo morir lentamente, pero Lambert resiste, y rumia su resentimiento en el ombligo de este bosque, hoy tierra de nadie. (…)
* RUMOR
Villa Idaho, 1996
Es cierto: no era el jeep que yo había soñado, pero era real, y al cabo del tiempo reemplazó al de mis sueños y lo mejoró. Montado en el legendario Willis Hurricane había entrado más de mil veces a la playa, cruzando la anteduna y ganando la orilla del mar, pero aquello no tenía sustento, era pura fascinación de niño acostumbrado a los placeres inmóviles. Esta, en cambio, era una escena verdadera, y el viejo Ika repintado de azul avanzaba copiando las formas de la playa hasta alcanzar la arena firme, al borde del agua. Y ahí estaba yo, de carne y hueso.
Mis hábitos de solitario incluían no llevar a nadie, desestimar la presencia de otros pescadores, limitarme a saludos formales. Pero cuando vi al viejo aquella mañana de invierno sentí lástima: se arrastraba con esfuerzo, como un náufrago recién llegado a tierra firme. Me acerqué y me detuve, convencido de que llevarlo no me iba a perturbar; sería como levantar uno de esos caracoles gastados por el tiempo y el agua.
El viejo no dudó en treparse al asiento del acompañante. Me sorprendió.
— ¡Eh! ¿No le tiene miedo al perro?
—No, qué va… Con tal que me lleve. Encendió un cigarrillo y una media sonrisa dejó ver los magros dientes manchados de nicotina. Sesenta años, calculé, al observar los surcos de su cara.
—Voy al Boliche del Medio. ¿Llega hasta ahí?
En honor a la verdad, yo buscaba un buen lugar, un pozo profundo. Más acá o más allá del Boliche, me daba igual. —Lo llevo. ¿Vive ahí? ¿Es el casero?
Preguntas obvias que no merecieron respuesta, el viejo apenas me miró de reojo y fijó la vista delante. El Boliche era una construcción sobre pilotes, ubicada a unos cien metros del agua, allí donde la arena comienza a elevarse hasta formar una franja larga y ancha de médanos vivos. Cada vez que ingresaba a la playa me sorprendía su imagen lejana, incongruente, esfumada entre ondulaciones amarillas. (…)
Villa Idaho, 2006
Lo primero que vi fue la gorra. La distinguí desde lejos y como siempre me propuse mentir, hacer una seña ambigua que indicara que no podía llevar a nadie, ni siquiera a un policía. Ya tenía preparada la música. ¿Qué hacer con alguien a bordo? ¿Por qué deponer la decisión premeditada de escuchar Beethoven durante un par de horas? Sin embargo, cuando estuve cerca, me sorprendió una trenza oscura que nacía de atrás de la gorra y bajaba oblicua hasta el centro del pecho: gruesa, grácil, lustrosa. Entonces no pensé en nada y frené. Ella, inmóvil en la banquina, apenas hizo un gesto con la cabeza. Toqué bocina; un toque corto, que sirviera de aviso más que de reclamo. La mujer se acercó y me saludó haciendo la venia.
—Buenos días, señor. ¿Necesita algo?
—No, pensé que estaba haciendo dedo.
— ¿Yo le hice alguna seña?
—No, no quise decir eso, pero como siempre…
—Espero el ómnibus.
Se quedó mirándome. La trenza había quedado sobre la espalda y la gorra daba a su cabeza la rigidez de una escultura; de cobre terroso, con grandes ojos marrones. Sonrió.
— ¿Entonces me lleva?
Se acomodó en la butaca y se ajustó el cinturón, pero no se sacó la gorra, que era lo que yo esperaba.
— ¿De servicio?
—Voy a la Regional, a un curso para personal femenino.
—Personal femenino —murmuré—. ¿Te gusta la música?
Sorprendida y otra vez rígida, demoró unos segundos en asentir con la cabeza.
— ¿Conocés la Pastoral de Beethoven?
Ahora negó, con la misma actitud cautelosa. —Mirá, no quiero ser antipático, pero tengo un examen esta tarde y necesito escucharla.

— ¿Puedo dormir?
Sonrió y se recostó en el respaldo. Antes de cerrar los ojos apoyó las dos manos en el cinturón, sobre el bulto que ocultaba la pistola reglamentaria. Disparé la música en el momento previsto, con la única concesión de no subir el volumen al máximo. Los primeros acordes no se escucharon, pero progresivamente los ondulantes sonidos envolvieron la cabina de la camioneta. La mujer policía volvió a acomodarse y abriendo un ojo, musitó:
—Me gusta.
(…)
Nota: la publicación está a la venta en Librerías Alfonsina, Casa Bohm, Azul Marina y por Mercado Libre.