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DOMINGO, 16 MAYO 2021
Así recreó José Guadalupe Posada el asesinato de la Malagueña a manos de La Chiquita.
currían al soborno, para que “sus muchachas” no fuesen revisadas. Todas esas mujeres estaban convencidas de que al hospital solamente se iba a morir, porque los médicos no las curarían y, en cambio, les echarían en cara sus existencias de pecadoras. Ese era el mundo en el que vivió María Villa, La Chiquita. Sabemos que vivió, en calidad de “pupila” en tres burdeles, dos ubicados en el barrio de Tarasquillo. Zona ruda era aquella: cincuenta años antes, ahí había empezado la rebelión de los habitantes de la ciudad de México contra los invasores estadunidenses. Mientras marchaban hacia el Zócalo, fueron varios los gringos que fueron arrastrados a las entrañas del barrio, donde los enviaron, de manera expedita, al otro mundo. María Villa vivió en un prostíbulo de la calle de Estampa de Jesús y Calle de don Juan Manuel, es decir, en el cruce de lo que hoy se llama República de Uruguay con una versión muy reducida de Pino Suárez. Los otros dos burdeles estaban uno, en el callejón de López, que entonces solamente tenía dos cuadras, y a pocos pasos de lo que hoy es Avenida Juárez, y el tercero se encontraba en el Callejón de Dolores. E sitio de sus desdichas se encontraba a pocos metros de ese lugar, en la Plaza de Tarasquillo, que hoy se llama Plaza Santos Degollado.
EL CRIMEN. Hacia 1894 o 1895, La Chiquita se hizo de un amante, que la visitaba en el burdel. Su nombre era Salvador Ortigosa, y originalmente había sido uno de tantos clientes. Trabajaba como pagador en el ejército, era “gente decente” y los domingos la llevaba a pasear, a cenar, al teatro, y, a veces, de excursión a los pueblos de los alrededores de la capital. Pero en 1896, empezaron los chismes. No faltó quien le contara a La Chiquita que su Salvador tenía coqueteos con otra mujer, una española a la que conocía, apodada La Malagueña.
Rubia, llegada a México en 1895 y con un pasado como cantante en los cafés de su tierra, La Malagueña tenía nombre: Esperanza Gutiérrez. Era popular y exitosa entre la clientela, admirada y deseada. La Chiquita se resistió a creer lo que le contaban, pero se desengañó el día que encontró a Salvador sentado en la sala del prostíbulo, abrazado de La Malagueña. Al darse cuenta, Ortigosa soltó a Esperanza, y procuró contentar a María, que ardía en rabia y decepción. Empezaron los pleitos, las discusiones. La Chiquita cayó en lo que hoy llamaríamos depresión y se hizo adicta a la morfina. También se desató su agresividad: comenzaron las disputas con La Malagueña; alguna vez llegaron a las manos. El 7 de marzo de 1897 era domingo: Salvador fue por ella y la llevó de paseo; cenaron en el Café de la Concordia, y luego se dirigieron a un baile, en la calle del Espíritu Santo. Allí, se sentaron a beber. En una mesa vecina estaba la Malagueña, acompañada de otras mujeres. La velada se volvió un infierno para La Chiquita, pues la española se pasó un buen rato lanzando indirectas para que María las escuchara. A las 4 de la madrugada, Salvador y María dejaron el baile. Ortigosa le dijo a su amante que no la vería al día siguiente, por encargos de trabajo. Aunque la Chiquita había bebido mucho, no pudo menos que relacionar aquella ausencia con las frases mordaces de la Malagueña. Tomaron un coche de alquiler. Ella fue a dejar a su amante a la calle de la Merced, y luego se iría a su prostíbulo. En un gesto que después María describió como habitual, él le dejó a guardar su pistola. El coche tomó rumbo al callejón de Dolores. Pero los celos y el alcohol susurraron cosas horribles a La Chiquita, que resolvió ir al burdel de la Plaza de Tarasquillo, donde trabajaba la Malagueña. La Chiquita subió al cuarto de la española: “¿Qué quieres?” le dije-
“Que dura y severa es la justicia, para castigar al criminal, pero yo lo soy no criminal del alma, porque no he sabido ni lo que hice fue en un momento, de arrebato, que no me doy cuenta, pero el mundo no me juzga de esa manera”. Tenía razón: para la gente “decente”, María Villa era una criminal
NACIONAL
ron en la puerta. Los cortinajes de la cama se movieron y María increpó a Esperanza: ¿era acaso Salvador el que estaba en el lecho? Se hicieron de palabras. Provocadora, La Malagueña le dijo que si Ortigosa la buscaba, era porque ella valía más. La roja marea de la ira cayó en la mente de La Chiquita. Hubo golpes, insultos. La Malagueña la jaló del abrigo, y María cayó al suelo. En ese momento, echó mano de la pistola y la descargó contra su rival. Se desató el escándalo.
LA CHIQUITA EN LA CÁRCEL DE BELEM. Era inevitable que La Chiquita fuera a dar a Belem. Muchos periódicos, al dar cuenta del escándalo, la convirtieron en celebridad: no solo era “una perdida”, era violenta y asesina. ¿Cómo podía ser? ¿Acaso las prostitutas se enamoraban y eran capaces de sentir celos? A La Chiquita la dibujaron en los periódicos; José Guadalupe Posada recreó el asesinato de La Malagueña. No había otro futuro para aquella pobre mujer: María Villa recibió el número 4002 al ingresar a la cárcel de Belem. Por el criminalista Carlos Roumagnac sabemos que La Chiquita hizo algunas notas, especie de diario, acerca de sus primeros tiempos en Belem. Sentenciada a 20 años de cárcel, sufría por estar lejos de su amante. “Que dura y severa es la justicia, para castigar al criminal, pero yo lo soy no crimi-
Numerosos periódicos de la época dibujaron los retratos de las dos mujeres. Todas las notas publicadas en 1897 hablan de ambas como naturalmente inclinadas al mal, a la delincuencia y al vicio.
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5 crónica
nal del alma, porque no he sabido ni lo que hice fue en un momento, de arrebato, que no me doy cuenta, pero el mundo no me juzga de esa manera”. Tenía razón: para la gente “decente”, María Villa era una criminal, nacida para la perdición y nunca tendría remedio. “¿Qué valgo? ¡Nada!” Ella misma estaba convencida de que la cárcel era su destino. En ese infierno que era Belem, la Chiquita encontró algún aliento en la conversación con una mujer que fue cálida y generosa con ella. Se trataba de la mismísima Bejarano, asesina de muchachitas. Salvador la visitó por algún tiempo, jurándole que la esperaría y unirían sus destinos. Pero el 21 de diciembre recibió una carta del, diciéndole que la abandonaba. La Chiquita creyó morir de dolor. Pero como siempre pasa, se curó del mal de amores. Incluso en la terrible Belem había lugar para el cortejo. Dos o tres hombres, presos también, se le acercaron, le enviaron regalos. Algunos fueron sus amantes, como Francisco R., alias El Roto, cochero de oficio y preso, ¡paradoja! Por el asesinato de su amante.
UN ESCRITOR MEDROSO. La Chiquita se desvaneció en el mundo carcelario, aunque se dice que aprendió algún oficio, y colaboró en una pequeña escuela que funcionaba en la cárcel. En el mundo de la gente decente, un escritor con fama de calavera, empleado en el Ministerio de Relaciones Exteriores, llamado Federico Gamboa, se moría de angustia: él y un amigo suyo habían estado en el burdel donde María Villa mató a La Malagueña. Medroso como fue con sucesos de nota roja que de algún modo lo ponían cerca de los protagonistas, Gamboa moría de miedo: ¿qué tal si sus jefes se enteraban de su presencia en el burdel de la Plaza de Tarasquillo? A lo mejor lo relacionaban con el caso, y entonces lo despedirían, y entonces todos se enterarían, y entonces vendría el descrédito y…. Nada le pasó, como nada le había pasado dos años antes, cuando resultó que Arnulfo Arroyo, el infeliz borracho que intentó agredir a don Porfirio, era un antiguo compañero de estudios. Pero así fue siempre don Federico: preocupón, receloso. Nada le pasó por sus andanzas por los bajos fondos. Eso sí, recuperó mucho de lo que había visto, entre otras cosas, el crimen de La Malagueña, en lo que fue su gran novela y nuestro primer best seller, publicado en 1903: Santa.