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En diciembre del año pasado llegó una noticia que advertía de un virus que estaba cobrando la vida de muchas personas en China, noticia que seguramente, muchos tomamos a la ligera porque lo veíamos lejos y quizá con cero probabilidades de afectarnos. Sin embargo, conforme fueron transcurriendo las semanas, el tema comenzó a tomar relevancia ya que el virus empezó a impactar en Italia y luego en España, para continuar en otros países; al extremo que la OMS (Organización Mundial de la Salud) colocó al COVID-19 en el grado de Pandemia. Fue ahí donde a nivel internacional se empezaron a tomar una serie de medidas e iniciativas para enfrentar dicha situación. En México parecía que las cosas se tomaban con calma y desde mi punto de vista o bien, desde mi propia vivencia, no se pensaba que esto fuera a tener un impacto más allá de un par de meses en confinamiento. Cuando la Secretaría de Educación Pública anuncia que se iban a adelantar las vacaciones de Semana Santa para
iniciar con un periodo de cuarentena cuyo objetivo era evitar el mayor número de contagios y que el sistema de salud se viera rebasado, muchos lo tomaron todavía con calma, sin embargo, con el transcurrir de los días comencé a recibir mensajes y llamadas de pacientes y conocidos que expresaban su angustia por la situación que se estaba viviendo, algunos referían ya no querer ver más noticias porque los abrumaban y los llenaban de miedo. En contraste, algunos empezaron a buscarle el lado positivo a la situación y no tardaron en comenzar a subir a redes sociales retos para hacer ciertas rutinas de ejercicio, invitaciones para leer libros, exhortos para hacer todo aquello que, por tiempo, nunca se hacía. Incluso algunos museos, circos, artistas y empresas abrieron posibilidades para tener alguna actividad recreativa que hiciera más llevadera la situación del confinamiento. En términos de salud física y emocional empezamos a experimentar los estragos del encierro, muchos