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La psiquiatra que atendía a mi madre me mandó a buscar. Me senté delante de ella, entonces comprendí que algo inesperado se avecinaba para los dos, no podía localizar qué era, pero estaba convencido de que ella comenzaba a desearme en secreto, sin siquiera haberme visto una sola vez. Le comenté algunas noticias frescas sobre el rechazo que habían tenido en el Congreso de Londres algunos métodos utilizados por la Psiquiatría Cubana, mientras ella se concentraba en explicarme los rasgos involutivos que acompañaban a la dolencia de mi madre. En realidad todas aquellas palabras eran una pompa de detergente que cuando uno de los dos se atreviera a pincharla, nos regresaría a otra realidad, hasta cierto punto, bastante cruel, porque ella perdería su rostro de psiquiatra y yo mi rostro de hijo. Entonces podríamos rozar la condición de ser en sí, sin quedar localizados bajo la fatídica condición que representa responder al llamado de un número. La escenografía podría asociarse al llamado Teatro Pobre. El hongo había tomado las paredes erosionándolas visiblemente, la pintura de la mesa y las sillas de hierro estaban en fase de desaparición, y sobre todas las cosas se imponía el imperio del espacio sobre el imperio de los objetos. Con claridad reinaba la intemperie de todo tipo, la posibilidad del vacío como comunicación. Miré bien al fondo, antes de pinchar la pompa, siempre he tenido marcada dificultad para recuperarme de las frustraciones, y allá perdido, o guarecido por una sensación ajena, me decidí. Sentí un teji-