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El Jíbaro

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ricardo alberto pérez

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algo, filtrándose entre los tejidos de algún deseo insatisfecho.

La rehabilitación sin ella no hubiera condescendido al cuerpo arrodillado sobre la tierra del cantero. Inclinada hacia delante los cabellos la rozaban, y con la zona de la pelvis relajada se entregaba descuidadamente a un dios subterráneo que no la rechazaba. Una curiosidad perturbadora me condujo hasta allí. Todos se habían marchado espantados por la coloración del suelo. Mi ninfea descubrió un aparato de riego, una hermosa máquina para producir fascinaciones. Se despojó pausadamente de las ropas para que quien se acercará pudiera hacer comparaciones entre los tonos de su piel y los del suelo que amenazaba con tragársela con el fin de comprender, a profundidad, el sentido de la entrega que estaba proponiendo. Antes de tocarla aconteció lo que vale la pena recordar, el resto es pura repetición, pura pacotilla, nuestras manos, nuestras intenciones, nuestros pasos, son unas malditas guillotinas que poco a poco van descabezando la esencia de las cosas.

Después de no poder doblegar a aquella voluntad, lo que multiplicó su sentido y su arrogancia fue la máquina de riego, su modo tan vandálico de proyectar el agua en un radio que se pudo haber bautizado como «la escena de la consumación», radio de visible gravedad, priorizando la promiscuidad entre algunos objetos que, a pesar de estar interesados en escapar, no pudieron hacerlo. Siempre que todo se congela, queda una imagen fija, una inmovilidad, donde algún día alguien predestinado descubrirá solo lo estrictamente trascendental de los acontecimientos.

Muchos de mi generación hicimos el amor bajo el acompañamiento de una máquina de riego, claro que

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