ar ácnidos
mi sorpresa y casi en tono de secuestro me condujo hasta un lugar donde había existido una de las primeras colonias de italianos, al llegar estos al sur de Brasil. Seres muy seductores que en pocas décadas fundaron una prosperidad familiar demoliendo con sus pies desnudos las jugosas uvas, dando con estos machucones los primeros pasos hacia una nueva industria. Nos sorprendió un amanecer rojizo, como mandado a hacer para reforzar el escenario con el cual, según ella, me cautivaría definitivamente. Lo que más me atrajo fue su capacidad de ruptura entre un gesto netamente espiritual y la practicidad de haber dado rienda suelta al deseo de intercambiar conmigo los fluidos de su cuerpo que, encima del mío, se reflejaba con cierta furia en el espléndido espejo colocado en el techo del motel. Dos horas antes de dejarla en el taxi camino a su apartamento en el barrio de Bom Fim, nos habíamos encontrado en uno de los bares más charmosos de la Sarmiento Leyte. Era miércoles y retiraban las mesas y sillas tradicionales del recinto para colocar sofás y otros asientos más cómodos e íntimos, propiciando la cercanía involuntaria o premeditada de los que allí acuden. Sin dudas también recibí mi beneficio: apenas unos minutos y el contacto físico entre ambos comenzó a desenvolverse con complicidad. Lo que pueden asegurar es: «que cuando estos seres que mezclo sin escrúpulos comiencen a usar las paredes todo cambiará en la realidad de manera súbita, ensombreciéndose aquellos espacios que hasta ese momento habían sido poblados por la luz. Iniciemos con la Reclusa Parda, con la delgadez de la estructura de sus patas diseñadas para una labor exqui-
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