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2.2.- Las relaciones laborales de los trabajadores industriales

Existe una fabricación de harinas, única en su clase en el país, a una media legua de León cerca del pueblo de Trobajo de arriba, propia de D. Gregorio Salcedo, perfectamente montada…

Los muchos saltos de agua, producidos por el desnivel grande del terreno, facilitan sin duda el establecimiento de molinos de diferentes clases y fábricas de papel y tejidos; pero es lo cierto, que algunas personas que han tratado de plantearlas, haciendo muy laudables esfuerzos,…han visto defraudadas sus esperanzas y perdido su capital, sea porque los naturales se prestan más á la ocupación de la ganadería que á la industria, sea por la falta de medios fáciles de transportar los productos, sea por otras causas…”.

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Los antecedentes de la extracción minera en la provincia de León han sido analizados por Luis Carlos Sen113. El historiador leonés señala como en vísperas de la edad contemporánea, el potencial minero leonés, en particular el referido a los yacimientos carboníferos, permanecía prácticamente ignorado y, sobre todo, intacto, en tanto los contados aprovechamientos de minería metálica apenas tenían otro rango que el de esporádicos e improvisados, constituyendo el oro, la plata, el plomo y el hierro el objeto principal de quienes hurgaban los afloramientos de las vetas o dedicaban sus afanes estacionalmente al lavado de los aluviones del Sil, el Órbigo o el Duerna. En lo referente al carbón señala que la extracción carbonífera no pasó de ser más que una dedicación ocasional de algunos lugareños de las cuencas de Sabero y Valderrueda, de la que Sebastián Miñano dio cuenta en 1826 apuntando la existencia de “carbón de piedra en las inmediaciones de Boñar”, y que Madoz retrató en 1847 certificando cómo los habitantes de Sotillos de Sabero, de Renedo de Valdetuéjar, de Prado de la Guzpeña y Morgovejo “se dedican en los meses de invierno a conducir carbón de piedra a las fraguas de Castilla”. Sólo hacia 1830 comenzó el laboreo a tomar otras magnitudes a raíz de que “elementos ingleses” acometieran el beneficio de la cuenca de Sabero en una experiencia primeriza que sirvió para que ese depósito oriental concitase la atención de inversores nacionales en la década de 1840.

En 1841 se creó la Sociedad Palentina de Minas para explotar minas de hulla en Sabero y fabricar hierro a partir de minerales locales. El 14 de mayo de 1846 se colocó la primera piedra de la que sería la Ferrería de San Blas. Este hecho supone la puesta en marcha una de las primeras iniciativas siderúrgicas de España y la aparición en la provincia de León de una empresa con carácter netamente industrial.

En el siglo XIX España fue parte integrante de las principales corrientes por las que avanzó Europa, y experimentó las tendencias de desarrollo histórico que afectaron a ésta. Las respuestas, como no podía ser menos, no fueron idénticas. España no fue una copia de algún otro país del continente, pero fue indudablemente un miembro de la familia de la Europa occidental.

Las tendencias fundamentales del desarrollo histórico en España no se han de buscar en el reino de la alta política y de la alta diplomacia sino en el desarrollo económico, el cambio social y la relación entre Estado y sociedad. Estos cambios se pueden agrupar como sigue: industrialización y desarrollo económico generalizado, crecimiento demográfico y urbanización, creación de una propiedad privada de carácter absoluto, especialmente de la tierra, formación de una clase obrera y, con ella, ciertas formas de organización de los trabajadores, desplazamiento de la religión y de la Iglesia o de las Iglesias y creación de un sistema político constitucional y de un Estado centralizado que acabó ocupando un lugar preeminente en la vida de sus ciudadanos.

113] SEN RODRÍGUEZ, Carlos. “La minería. Los proyectos siderúrgicos” En La Historia de León, vol. IV (Época Contemporánea), pp. 76-86.

Por otro lado, en 1856 la forma fragmentada de propiedad de la tierra, característica del Antiguo Régimen, había quedado eliminada, con unas pocas excepciones, y fue sustituida por la propiedad absoluta. Los nobles se convirtieron en terratenientes, como otros, privados de la protección de la propiedad vinculada, y algunos descubrieron que les era imposible sobrevivir sin red de seguridad. Otros encontraron los nuevos aires muy de su gusto. La Iglesia y los municipios fueron desposeídos de sus tierras, que se vendieron a nuevos propietarios, aunque la estructura de la tenencia de tierras cambió poco. Muchos campesinos se sintieron postergados por estos cambios y se opusieron a ellos. Algunos, sobre todo en regiones con pequeños agricultores independientes, lo hicieron bajo el estandarte carlista de la reacción.

Así como la revolución burguesa llevó al campo la propiedad privada, también llevó la libertad y la liberación al mundo de la industria y el comercio. En el Antiguo Régimen estas actividades, al igual que en otros países europeos, estaban controladas por gremios, instituciones locales a las que la Corona había concedido el privilegio de regular todos los aspectos de una determinada actividad productiva. Sin embargo, cuando la Corona quiso revitalizar la economía y restablecer la posición internacional del país en la segunda mitad del siglo XVIII, intentando recuperar el prestigio pasado, se encontró con que estaba siguiendo políticas contradictorias que, a la vez que intentaban afianzar la condición del artesano, dañaban seriamente su situación y la de las instituciones que lo protegían.

La propuesta de los liberales españoles era mucho menos ambigua. Los gremios y la regulación de la economía manufacturera propugnada por éstos eran para ellos no sólo obstáculos a la eficacia y el progreso, eran también una aberración filosófica: violaban el derecho al trabajo y las libertades naturales y civiles. Los liberales estaban dispuestos a aceptar la existencia de gremios en cuanto organizaciones voluntarias con funciones benéficas, mientras se respetara la libertad del individuo para realizar las actividades económicas que desease. Esto supuso un golpe contra el poder de los gremios bajo el Antiguo Régimen, basado precisamente en sus privilegios monopolísticos y reguladores. Pero los liberales españoles, al contrario de lo ocurrido en Francia durante la Revolución, no abolieron los gremios ni prohibieron a los trabajadores formar organizaciones.

Al despojar a los gremios de los privilegios que los habían sustentado, dejaron el camino abierto para el nacimiento de un sector manufacturero que no sólo era más amplio sino que además implicaba una serie de relaciones sociales muy diferentes. El mundo más o menos independiente de pequeños artesanos que existían como corporaciones y ocupaban en la sociedad un lugar reconocido, junto con la correspondiente autoestima, dio paso a otro de trabajadores individuales sin función ni prestigio social que buscaban su trabajo de manos de un patrón a cambio de un salario en efectivo. Los antiguos artesanos acabaron en alguno de los dos lados de la línea divisoria, algunos como patronos pero la mayoría como obreros. La mayor parte de los industriales no salió del artesanado. El régimen de libertad económica dio oportunidad a quienes contaban con recursos, especialmente a los comerciantes, de acceder a nuevas actividades y, al mismo tiempo, constituir una nueva clase alta urbana. Esta libertad, al permitir la formación de nuevas clases, preparó también el escenario para la aparición de nuevas tensiones y conflictos y, finalmente, de nuevas organizaciones con sus exigencias propias para limitar la libertad económica de la revolución liberal o para pedir otra revolución que impusiera una nueva idea de libertad.

En 1813 las Cortes de Cádiz aprobaron una ley que declaraba que “todos los españoles y extranjeros residentes en el país pueden establecer fábricas de todo tipo sin necesidad de permiso… [y] pueden practicar cualquier industria o comercio útil sin ser examinados por ningún gremio”. Esta libertad económica fue revocada por Fernando VII en 1814 y reintroducida por breve tiempo durante el régimen liberal de 1820 a 1823. En enero de 1834 el gobierno promulgó nuevos reglamentos para los gremios, destinados a “eliminar los diversos obstáculos que hasta ahora se han opuesto al desarrollo y la prosperidad de diversas industrias”. Los gremios conservaban todavía una

función, aunque no la tradicional, en cuanto “grupos de hombres animados por un deseo común de estimular el progreso de su industria”. Con el nuevo modelo los gremios perdían todos sus privilegios, se les prohibía ejercer su monopolio en el comercio, no podían tener regla alguna “que contradijera la libertad de fabricación o de comercio interior” y no podían forzar a nadie a ingresar en ellos. Este decreto quedó invalidado el 6 de diciembre de 1836, cuando la ley más radical de 1813 fue puesta de nuevo en vigor, ahora definitivamente.

La gran mayoría de los gremios despareció en poco tiempo. La disolución de la economía urbana gremial y el desarrollo de nuevas actividades manufactureras y extractivas que nunca habían estado controladas por los gremios generó una clase trabajadora que sobrevivía vendiendo “libremente” su trabajo.

La regulación legal de la relación de trabajo a lo largo del siglo XIX está constituida, en sus comienzos, por las escasas normas laborales de la Novísima Recopilación (1805), y en los años finales por la también escueta normativa del contrato de arrendamiento de servicios contenida en el Código Civil (1889). Tanto los preceptos de la primera como los del segundo se engarzaban al menos a partir de los decretos de desvinculación y liberalización de la mano de obra, en un derecho común presidido por el principio de la autonomía de la voluntad, del que se desprendía necesariamente el abstencionismo de los poderes públicos en la ordenación de las relaciones entre particulares.

El referido principio o idea básica de la autonomía de la voluntad de los particulares o personas privadas se cimenta, a su vez, sobre el presupuesto de la igualdad jurídica de los individuos en las distintas modalidades de intercambios o contratos que decidiesen realizar por su propio albedrío. Por su parte, el abstencionismo del Estado en la regulación de las relaciones de trabajo era, también, al mismo tiempo, una manifestación en el ámbito de las relaciones de trabajo de la creencia liberal en la armonía del orden social, una vez desaparecidas o eliminadas las interferencias de los poderes públicos o de las viejas corporaciones en el libre juego de las fuerzas económicas y sociales. Como decía el Real Decreto de 20 de agosto de 1834, la clave para el buen funcionamiento de este sector de la vida de la sociedad era la “libre concurrencia del trabajo y de los capitales”; al igual que cualquier otro mercado, el de trabajo debía ser dejado a su libre curso, sin intervenciones públicas o colectivas, para conseguir los mejores resultados, tanto desde el punto de vista de los individuos que intercambian en él servicio por salario como desde el punto de vista de la sociedad en su conjunto114. La libertad de trabajo fue la principal y la más permanente aportación de la revolución liberal.

La clase trabajadora industrial era reducida en términos relativos. Estaba distribuida de forma irregular por el país y formaba una serie de enclaves de cierta concentración sepultados en una sociedad predominantemente agraria. Los únicos lugares con una clase trabajadora de importancia eran Cataluña, especialmente Barcelona, centro de la industria textil; Vizcaya y, en menor medida Guipúzcoa, con una minería de hierro, producción siderúrgica e industria naviera; las importantes cuencas mineras de Asturias, y las manufacturas ligeras y las empresas de la construcción de Madrid. Por el resto del país existían enclaves aislados en la provincia de Málaga o como la incipiente Ferrería de San Blas, en Sabero.

Además, y esto es muy importante, la clase trabajadora estaba muy fragmentada. Los mineros estaban divididos por su origen geográfico, sus relaciones con el trabajo en la mina, su experiencia laboral, sus afiliaciones ideológicas y religiosas y por sus generaciones. Si bien es cierto que la industrialización creó una clase obrera, durante gran parte del siglo XIX fue relativamente escasa. Los organismos de clase fuertes llegaron más tarde, y sólo como resultado de un esfuerzo largo y laborioso.

114] Sobre este proceso en España ver ARTOLA, Miguel. Antiguo Régimen y revolución liberal, Ariel, 1978, páginas 157 y siguientes.

La clase trabajadora fue formándose gradualmente a lo largo del siglo, pero fue lenta a la hora de crear formas permanentes de acción colectiva; lo que Ira Katznelson ha llamado el “cuarto estrato de clase”. Cuando lo hizo, los resultados tuvieron características específicas; una pieza más de los “rompecabezas comparativos” que se encuentran en otras clases trabajadoras europeas, si bien compartían rasgos importantes presentes en otras partes115 .

Como hemos visto anteriormente, las implicaciones de la ideología liberal en la regulación de la relación individual de trabajo eran claras e inequívocas. En nombre del laissez-faire, principio general para la organización de las relaciones sociales y económicas, había de reconocerse la primacía de la autonomía de la voluntad en la fijación de los derechos y deberes respectivos de empresarios y trabajadores, reduciendo al mínimo las intervenciones o interferencias de los poderes públicos. De manera más concreta, en nombre de la libertad de trabajo, exigencia de la salvaguarda de la esfera personal del individuo en el nuevo orden político social, era preciso asegurar la temporalidad de las obligaciones de trabajar asumidas voluntariamente, prohibiendo la “servidumbre contractual” del arrendamiento de servicios por toda la vida y facilitando la desvinculación de los contratos por tiempo indefinido o de larga duración.

En el tratamiento del fenómeno sindical, en cambio, la claridad de la doctrina liberal no fue, desde luego, la misma. Por una parte, de acuerdo con sus principios, los fenómenos asociativos, en cuanto manifestación espontánea de la sociedad civil, debían ser admitidos por el Estado como cualquier otra actividad libre de los ciudadanos. Pero, de otro lado, los grupos intermedios de carácter profesional entre el individuo y el Estado eran vistos con desconfianza, en cuanto podían significar una vuelta a las corporaciones del Antiguo Régimen (lo que contaba, sobre todo, para las agrupaciones profesionales de empresarios y trabajadores autónomos) o suponían una interferencia en el libre juego de mercado de trabajo (lo que valía para todas las organizaciones de defensa profesional, pero particularmente para las nacientes “sociedades de resistencia” del movimiento obrero).

De estos dos caminos posibles del discurso liberal, el escogido en un primer momento en la generalidad de los países, siguiendo la senda del individualismo político marcada por la Ley le Chapelier116, fue el de la represión del fenómeno sindical. Así ocurrió también en España: las asociaciones sindicales, de acuerdo con la Novísima Recopilación (título XII, Leyes 12 y 13) y con el Código Penal de 1848, entraban de lleno en la categoría de asociaciones ilícitas, en cuanto formadas “sin el consentimiento de la Autoridad Pública” o en cuanto incumplidoras de las “condiciones de actuación que ésta les hubiese fijado”. La lógica del liberalismo individualista –ningún grupo intermedio entre el individuo y el Estado- se encontraba evidentemente en la base de esta negación o mantenimiento en precario del fenómeno de las asociaciones de defensa profesional.

Pero más tarde o más temprano, la imposibilidad de reducir a los sindicatos por la vía de la represión y la propia evidencia de su crecimiento a medida que avanzaba el proceso industrializador condujeron en los distintos países al abandono del enfoque represivo y a la aceptación de la licitud de las asociaciones sindicales en las mismas condiciones que otras entidades asociativas. Este abandono del liberalismo individualista no se produjo normalmente de forma súbita, sino que vino precedido de un período de inefectividad relativa o cumplimiento poco riguroso de la legislación represiva. Entre la prohibición y la legalización se inserta, pues,

115] KATZNELSON, I. y ZOLBERG, A. Working Class Formation.Princeton, 1986, p. 14. 116] La Ley le Chapelier decía lo siguiente: “los obreros y oficiales no podrán formar reglamentos sobre sus pretendidos intereses comunes… Es a la nación y a los funcionarios públicos en su nombre a quien corresponde proporcionar empleo a los que necesitan para vivir y socorro a los enfermos”.

de acuerdo con un esquema bien conocido, una fase de tolerancia de los sindicatos por parte de los poderes públicos117 .

La legalización de las asociaciones sindicales se produjo entre nosotros, a raíz de la llamada “Revolución de Septiembre”, con el Decreto de 20 de noviembre de 1868, que reconocía “el derecho que a todos los ciudadanos asiste para constituir libremente asociaciones públicas”. Hasta este reconocimiento genérico las organizaciones obreras de carácter sindical vivieron o bien en la clandestinidad total, o bien en una situación semiclandestina en la que su verdadero rostro se disimulaba bajo la capa del único tipo de asociaciones profesionales permitido entonces sin ningún obstáculo legal: las sociedades de socorros mutuos acogidas a la Real Orden circular de 28 de febrero de 1839. El caso más conocido de utilización de la cobertura mutualista para desarrollar actividades sindicales fue, sin duda, el de la “Sociedad Mutua de Tejedores de Algodón de Barcelona”. Pero no es éste el único ejemplo o la única zona industrial donde los sindicatos aparecieron bajo la vestidura de las mutualidades118 .

Para la etapa que nos ocupa, no tenemos constancia de la presencia de sociedades de socorros mutuos ni de protestas como forma de acción colectiva en el Valle de Sabero. Sí tenemos conocimiento que en otras zonas de España los disturbios alimentarios fueron patentes y amenazadores para las autoridades del Estado, de las que, por lo general, exigieron algún tipo de actuación; así sucedió en los sucesos de Gijón durante la crisis alimentaria de 1854. El 21 de noviembre se estaban cargando dos barcos con destino a Nantes, cuando aparecieron varios grupos de hombres, arrojaron los sacos a tierra y los rajaron. Cuando ese mismo día, horas más tarde, se estaba cargando otra embarcación, una multitud de personas apedreó a los soldados. La respuesta del alcalde a la protesta consistió en pedir al gobernador civil dinero para obras públicas y una prohibición de exportar granos, “una medida” [que], si bien no estará en armonía con teorías generales, es hoy indispensable y la única capaz de salvarnos del conflicto que sin duda se prepara”. El gobernador civil hizo entrega inmediata de dinero para obras públicas, organizó una suscripción en las parroquias y, pocos días después, puso a disposición de la ciudad sesenta mil reales para la compra de grano.

Sería de interés para la historiografía investigar si este tipo de acciones colectivas se producían de la misma manera en la provincia de León; así como analizar su carácter, para saber si los trabajadores de la Ferrería de San Blas ejercieron la protesta en esa época como forma de manifestar sus derechos laborales.

De todas formas no era fácil ejercer la protesta, la legislación vigente lo impedía. Durante la década de 1830 las constituciones españolas no consiguieron garantizar los derechos democráticos básicos y los militares continuaron ostentando, y utilizando, la potestad de declarar estados de excepción pos su cuenta. A partir de 1843 los moderados crearon un organismo acorde con su visión de estado para la aplicación de la ley, la Guardia Civil, pero también ellos pusieron de manifiesto su acuerdo fundamental con los progresistas en las cuestiones de ley y orden. La Constitución de 1845 recogió las propuestas de orden público de la Constitución progresista de 1837 y mantuvo, haciendo mención expresa de ella, la ley de 1821 que extendía la jurisdicción militar a los civiles. Los oficiales militares siguieron ocupando sus puestos civiles, los capitanes generales estuvieron por encima de los gobernadores civiles y se hizo uso frecuente de los estados de excepción contra la oposición política.

117] Para la historia normativa de las asociaciones obreras en España, ALARCÓN CARACUEL, M. R. El derecho de asociación obrera en España, 1839-1900. Madrid: Ed. de la Revista del Trabajo, 1975. 118] Para un análisis más detallado de la utilización de la cobertura mutualista para desarrollar actividades sindicales ver ARTOLA,

Miguel. La burguesía revolucionaria(1808-1974), Madrid: Alfaguara, 1973, pp. 170 y siguientes; TUÑÓN DE LARA, Manuel. El movimiento obrero en la historia de España, Barcelona: Nova Terra, 1970, pp. 42 y siguientes. La existencia de sociedades mutualistas con propósito de defensa profesional fuera de Cataluña puede apreciarse, por ejemplo, en LACOMBA ABELLÁN, J. A. Béjar, el

Manchester español del siglo XIX, comunicación al II Coloquio de Pau, 1971.

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