Casa del tiempo 65, noviembre-diciembre de 2020

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Revista bimestral de cultura • Año XL, época V, Vol. VII, número 65 • noviembre - diciembre 2020 • $60.00 • ISSN 2448-5446

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Centenario de Paul Celan

Ensayo visual: Abraham Cruzvillegas Tiempo en la casa, suplemento electrónico: “Fenomenología y moral de un día cualquiera en un Infonavit en lo alto de la colina Progreso”, de Édgar Pérez Pineda


NOVEDAD EDITORIAL

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La prensa transnacional. Fundamentos para una metodología histórica

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Coordinado por Arnulfo Uriel de Santiago Gómez

En esta obra se analiza cómo el manejo de la información se vio influenciado por el perfil de diversos medios durante la segunda mitad del siglo XIX y el siglo XX.

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Editorial Para el último número de 2020 de Casa del tiempo, decidimos proponer un ejercicio de memoria múltiple. Invitamos a un grupo de colaboradores a escribir sobre sus descubrimientos más destacados de la última década en las áreas de ensayo, narrativa, poesía, teatro, artes plásticas y cinematografía. La diversidad se impuso. Unos elaboraron listas rigurosas, otros se concentraron en resaltar las cualidades de un breve conjunto de obras y algunos más decidieron abordar las inercias sociales que transformaron el ejercicio de las artes en México y otras latitudes, y las urgencias que amenazan a los distintos gremios en la contingencia sanitaria actual. Por tanto, presentamos una mirada heterogénea y crítica, una guía mínima y una perspectiva personal para comenzar a entender los años más recientes. En De las estaciones conmemoramos los cien años del nacimiento del poeta alemán Paul Celan con un par de poemas en versiones de José María Pérez Gay, y con una extensa conversación de Emma Julieta Barreiro con el académico, poeta y traductor Michael Speier, editor durante más de treinta años del Anuario Celan en Alemania. En nuestro Ensayo visual presentamos una muestra del trabajo más reciente de Abraham Cruzvillegas, y en Ménades y Meninas, una entrevista con el artista mexicano realizada por Virginia Negro. En Antes y después del Hubble, Marina Porcelli prosigue con la serie “El tranvía que no paraba nunca” mediante un ensayo sobre lo “no dicho” como motor del relato en general, y en particular, del clásico de la novela policial La promesa, del escritor suizo Friedrich Dürrenmatt. Carlos Martín Briceño nos presenta un cuento sobre la violencia en “Cibercafé”, y Moisés Elías Fuentes examina INRI, una de las obras centrales del poeta chileno Raúl Zurita, Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2020.


Rector General Eduardo Abel Peñalosa Castro Secretario General José Antonio De los Reyes Heredia Unidad Azcapotzalco Rector Oscar Lozano Carrillo Secretaria María de Lourdes Delgado Núñez Unidad Cuajimalpa Rector Rodolfo Suárez Molnar Secretario Álvaro Julio Peláez Cedrés Unidad Iztapalapa Rector Rodrigo Díaz Cruz Secretario Arturo Leopoldo Preciado López Unidad Lerma Rector José Mariano García Garibay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rector Fernando de León González Secretaria Claudia Mónica Salazar Villava Casa del tiempo, año xl, época v, vol. vii, núm 65 • noviembre-diciembre 2020. Revista bimestral de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Francisco Mata Rosas Subdirector Bernardo Ruiz Consejo editorial Silvia Pappe Willenegger, Carlos Illades Aguiar, Jesús Rodríguez Zepeda, Alejandro Natal Martínez y Arnulfo Uriel de Santiago Gómez Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental y asesoría editorial Miguel Ángel Flores Vilchis, René Rueda y Jorge Vázquez Ángeles Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Diseño de portada Francisco López López Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, Ciudad de México. Casa del tiempo, año XL, época V, vol. VII, número 65, noviembre-diciembre 2020, es una publicación bimestral editada por la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex Hacienda San Juan de Dios, alcaldía Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México; teléfono 5483 4000, ext. 1509 y 1510. Página electrónica de la revista: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo, dirección electrónica: editor@correo.uam. mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 04-2013092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México. Fecha de última modificación: 31 de octubre de 2020. Tamaño de archivo: 20 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

editorial, 1 torre de marfil Der Himmel über Berlin, 3 Federico Vite

profanos y grafiteros Cuatro ensayos de la última década, 5 Brenda Ríos La poesía de la década: celebrar lo que se reengendra, 9 Pablo Molinet Veinte películas, una década. Una guía básica, 13 Rogelio Flores Tres hitos en la narrativa mexicana reciente, 17 Nora de la Cruz El reflejo, una vez más, 20 Ramón Castillo La lucha no es contra el coronavirus. Una brevísima reflexión sobre la pandemia y las artes escénicas, 24 Lucía Leonor Enríquez

de las estaciones Dos poemas, 28 Paul Celan Tiempo de que llegue a ser tiempo. Centenario del natalicio de Paul Celan. Entrevista a Michel Speier, 32 Emma Julieta Barreiro

ensayo visual, 38 Abraham Cruzvillegas, obra reciente

ménades y meninas Reconstruir geografías. Entrevista a Abraham Cruzvillegas, 43 Virginia Negro Instantes de la flama: algunos momentos del arte de la década, 47 Héctor Antonio Sánchez

antes y después del Hubble El tranvía que no paraba nunca. Verde el árbol de oro de la vida. Réquiem y resucite de la novela policial, 53 Marina Porcelli Cibercafé, 57 Carlos Martín Briceño Inri, de Raúl Zurita: el retorno de los crucificados, 61 Moisés Elías Fuentes Cubrebocas, sostén de las palabras, 66 Jesús Vicente García

francotiradores A mí también me duele. 40 años de Queremos tanto a Glenda, 70 Gabriela Astorga No se tomen todo esto demasiado en serio. Campo de Mayo, de Félix Bruzzone, 73 Casandra Gómez El concierto póstumo de Chet Baker, 75 Alfonso Nava Melancolía de la escritura. Poeta chileno, de Alejandro Zambra, 78 José Antonio Gaar

colaboran, 80 Tiempo en la casa. Fenomenología y moral de un día cualquiera en un Infonavit en lo alto de la colina Progreso Édgar Pérez Pineda


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Der Himmel über Berlin Federico Vite

Ahora suena esa canción y es cuando pienso que protagonizo acciones simétricas. Estoy con una mujer que me hace recordarte. Aprecio la insistencia del destino: se llaman igual. A quien busco en mi mente lleva años fuera de mi vida; quien ahora dormita mientras aumento el volumen de la grabadora es un método para huir con displicencia de los parajes sentimentales impuestos por una separación violenta. El silencio se agrandaba cuando las volutas de tu cigarro ascendían hasta el techo de aquel departamento de la calle Große Hamburger, pequeñas frases de una sintaxis incandescente, pensamientos evaporándose rápido, destellos de una vida funesta. Suspirabas girando el rostro hacia el biombo. —¿En quién estás pensando? —intenté hurgar en tu corazón. —Ataques de ansiedad, marejadas sentimentales, ideas que terminan lacerando mi pecho. Recuerdo que charlamos en la cama, abrazados para mitigar el frío. Finalmente, yo también sufrí ataques de ansiedad, marejadas sentimentales. Eras un bosque repleto de árboles espléndidos que no le tenían miedo a la muerte. La mujer de ahora desnuda el tatuaje de la entrepierna: serpiente bífida buscando un árbol de gran follaje. Bosteza, el cabello largo y castaño oculta el rostro. Se parece tanto a ti, incluso en la voz grave. Esta noche cumpliríamos quince años de vida juntos; pero aquella madrugada, cuando los dos éramos una respuesta sentimental al ansia del otro, supe que tu intención no era seguir viva. Intuí la tragedia al ver cómo colocabas el cuchillo sobre tus muñecas delgadas, blancas y suaves mientras yo fingía que estaba completamente dormido. La mujer de mi cama se levanta rumbo a la cocina. Escucho que abre el refrigerador, pone un vaso sobre la mesa; el sonido del líquido golpeando el cristal crea

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la fonética sutil de un espejismo. El contacto de su cuerpo en la duela indica, sin duda, que no vivo con tu fantasma. Por la ventana descubro las calles vacías e iluminadas por los faroles. Un hombre rompe la nocturnidad fría del instante al poner en movimiento las ruedas de su bicicleta: atraviesa esta urbe entre los sueños de los habitantes. La última vez que estuvimos juntos escuchamos la radio; nos miramos larga y deseosamente. Estaba esa canción de fondo. Salgo de aquel tiempo para entrar en otro cuando la mujer de ahora prende un cigarro con mi Zippo. Al ver el fuego sé que soy algo nulo, la repetición de todo lo que he perdido. En la medida que pasaron los años conocí el lenguaje femenino del silencio: tus ojos grandes aprehendían todo. Me observaban de muy cerca. Olía tu perfume todo el tiempo, el sándalo que ahora asocio al temor, porque aún sé que me persigues sólo para comprobar que no me he recuperado del todo de tu adiós contundente. La fonética del radio proyecta en mi mente imágenes insuperables en oficios amatorios. La mujer de ahora observa mi nostalgia, la reprueba con la mirada. Debo parecer un retrato de Edward Hooper, abrumado por el veneno de los colores melancólicos. —¿Sigues ahí? —frota sus párpados con los dedos de las manos, sus tetas son la mejor invitación para regresar a la cama, y levanta suavemente la pierna; su talón blanco parece haber nacido de la nieve—. Ven, pequeño. Tengo la acústica vital de mi pasado. Al oír la canción entiendo una cosa: la vida incrementa mi ansia. Nunca habrá reencuentro en la justa dimensión de nuestros planes. —¿Te acuerdas de la película donde aparece un ángel que anda por el mundo como si nada? —pregunta la mujer de ahora. —Oui, mademoiselle. —Soñé que tú eras el ángel, pero no me buscabas. Seguías a una mujer como yo, pero no era yo. Tenía el cabello largo, muy lacio y castaño. Sin tatuajes ella,

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nada encima de la piel, ni tanga siquiera; la muy puta te bailaba. —Va bene, amore. —¡Pequeño! Mañana piensas todo el día, anda. Tengo frío. Ven, rápido, ven muy rápido, ven, por favor —golpetea el colchón con la planta de los pies. La canción se acaba. Algo amargo sube hasta mi boca, aprieto la mandíbula: respiro profundo. Cuento mentalmente: uno, due, tre, quattro, cinque… Me levanto de la silla. Quiero callar a la mujer de ahora. Necesito hundirla en otros mundos lejanos al mío. Con el pulgar de mi diestra froto sus labios vaginales. Abre las piernas, comienza levemente a empujar la cadera. Mi lengua se une a sus pezones erguidos. Desciendo por sus piernas; lamo el talón, los dedos del pie. Y la serpiente tatuada en ella, minutos después, toca mi mejilla. Busco desesperadamente tu voz, tu presencia. Al cerrar los ojos nuevamente estás conmigo. —Entra, pequeño. ¡Entra! —sujeta mi espalda y me acomodo, con los ojos cerrados, sobre ella. Pienso en el mar, en cuerpos de agua golpeándose, en la suavidad de la espuma, en el sonido de esa carne chocando. Permanezco a su lado, sin tocarla; escucho su respiración, siento la presencia voluminosa de sus nalgas, son una especie de resplandor carnal que palpita. Un escalofrío me ataca. Te siento observándome. Apago la grabadora y me dirijo al baño. Me lavo la cara con agua fría. Me rasuro y vierto gel en mi cabello para peinarme de lado. Preparo café en la cocina; me sirvo una taza y enciendo el televisor: ahí está ese ángel con su gabardina oscura. Observa los movimientos de una mujer; desde la inmensidad de un edificio persigue con la mirada el cuerpo blanco, terrestre y grácil de la elegida. Pienso que yo también hablo de un ángel cuando te nombro.


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Fotografía de fondo: Pixabay

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Cuatro ensayos de la última década Brenda Ríos

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Paul Auster comienza así “El hombre invisible”: Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte. El hombre deja escapar un pequeño suspiro, se desploma en un sillón y muere. Sucede de una forma tan repentina que no hay lugar para la reflexión; la mente no tiene tiempo de encontrar una palabra de consuelo.

Lo que sigue es un relato que oscila entre lo objetivo y lo íntimo, la reflexión del escritor sobre el padre, sobre sus hábitos, su personalidad, sus tics, su silencio, su historia, y sobre sí mismo, su familia, su trabajo. El vínculo que une el pasado y el presente. La vida oculta que todo padre calla, o no muestra, a sus hijos y que se descubre cuando éste muere. “El hombre invisible” es un texto que se incluye en Ensayos completos (Booket, España, 2013). Es literatura-carta-confesión al estilo de reclamo de un Kafka sin ese tú al que el autor se dirige. La Carta al padre facilita el juicio y la creación de un personaje anclado en el sentimiento y en la imposibilidad del amor paterno, el reconocimiento del poder. Con Auster estamos frente a una introspección elevada, como si ese “Yo” y ese “Él” fueran lo único en el mundo. El padre se muere, el mundo se congela. Y, cuando se reinicia, nada vuelve a ser lo mismo. Vivian Gornick, en Apegos feroces (Sexto Piso, España, 2017), se inscribe en esa tradición de escribir sobre los padres y las relaciones que surgen del conflicto, la reconciliación, la falta de comunicación entre padres e hijos. En ese sentido el ensayo es novela autobiográfica, una saga de personajes que reflexionan sobre su condición. Se trata de un texto autocrítico,

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punzante, y por supuesto, dada su naturaleza de “honestidad”, logra de inmediato que el lector coma de su mano. Esta mujer neoyorkina, judía, pudo haber salido de una película de Woody Allen, si a éste le diera por contar lo pobre y lo sórdido de la clase obrera, aun si judía. Gornick es clínica, su ojo es navaja y su análisis es corte profundo en esa cirugía a la historia propia. La vida de una mujer marcada por la vida de la madre. Ninguna novedad. Y sin embargo… la vida sentimental de una está marcada por la vida sentimental de la otra, he ahí el acierto, el estereotipo o el hachazo burdo. La vida de las personas es una cadena constituida, hecha de acero y de buenos artesanos. Cada mujer se vincula a su madre así como cada hombre se vincula a su padre. Es inevitable: el espejo del género y el sexo y el idioma y la representación y todo eso que se llama cultura, y sirve para que alguien, en su vida adulta, diga “Esto es así porque mi padre/madre solía hacerlo así”. Gornick refiere a una madre enamorada y cómo, al morir el padre, deja de tener razón para vivir. No hay juicio. Sólo descripción de los acontecimientos. Ella misma refiere a su falta de compromiso en su vida amorosa, en sus relaciones con hombres casados, en su incapacidad de “hallarse sentimentalmente” con los hombres. En la distancia enorme que hay entre hombres y mujeres. En la evaluación constante que las mujeres tienen sobre sí mismas. Sus decisiones. La madre es el marco para todo ello, para la vida adulta, para la concepción del mundo, la casa, la ciudad. Apegos feroces no será sólo sobre la madre sino la historia de una ciudad: Nueva York. La ciudad también es vínculo materno, como la lengua, como la identidad, como el cuerpo propio. Chantal Ackerman hizo ese fantástico documental sobre su madre: No home movie (2015), que pareciera una correspondencia al texto de Gornick. El documental es el ensayo visual: la argumentación, la temática, la vida cotidiana, la relación con la madre, la sexualidad son temas eje entre ambas. Y logran algo excepcional:

explicarse la relación con su madre. Se nota que buscan no juzgar, buscan el hilo que une y el amor y el odio que existe en toda relación filial. El ensayo personal permite la autopsia de la emoción, exprimir la toalla del cuerpo. La emoción es la inteligencia otra. Un ensayista aun en sus pasiones excesivas no deja de ser inteligente, no deja de ser fiel a una “argumentación ordenada”. Aunque la casa se derrumbe, de Ana Emilia Felker (Ediciones de Punto de partida 14, Dirección de Literatura, unam, 2017) es un libro inscrito en el género ensayo. Quizá se componga de 70% crónica y 30% ensayo si fuéramos exquisitos con los límites. Pero qué más da. Son textos equilibrados, entre lo personal y lo esquivo (lo periodístico), lo que es del ámbito del análisis y de la percepción. “Historias de amor” y “Casete marca Tiempo” son mis favoritos. Lo que mueve a Felker, y eso le agradezco, son sus apegos y sus cercanías a sus personajes: “Salomón Martínez Torres llevaba una botella tamaño familiar de champú Pantene. La cargaba en sus caminatas por la Ciudad de México porque en el albergue no se puede guardar nada, es obligatorio salir a las siete de la mañana sin dejar rastro. A sus años había recorrido la urbe entera: la calle era su casa; su mochila, la habitación”. Un cronista es un ensayista que sale de casa, podría ser una definición para algunos. Ella es una cronista espléndida y generosa, comparte “el relato”, “el suceso” pero también lo que hay más allá: sus impresiones e incluso los titubeos. Nunca burda, logra una escritura concreta, de calle, de personajes de a pie, sin dejar por eso de apuntar a un sitio: una estructura, un estado de ánimo. Todos esos textos no pretenden educar con citas y argumentos, pretenden compartir una disertación sobre sí mismos, sobre lo que lograron comprender desde la experiencia misma. La crónica cuenta. El ensayo “piensa en voz alta”. El ensayo puede estar dentro de la novela, el cuento, el

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reportaje, el artículo editorial, pero ninguno de esos géneros puede sólo ser ensayo. He ahí su espíritu transitivo, fugaz. Hay un Yo en la crónica que presume ser verdadero, pues es un Yo testigo. Cuando ese Yo se va al ensayo puede incluso tratar al Yo en tercera persona: salir de sí mismo para contar el suceso o problema. El acontecimiento se mira desde otra parte. Ahora, hay ensayos que extienden ese Yo Absolutista, como el de Philip Lopate, Retrato de mi cuerpo (Tumbona, México, 2014), que logra pegar tanto la voz de ese Yo al oído que uno puede cerrar el libro y seguirla escuchando, como un vendedor de la calle. Hay que leerlo con mesura, poco a poco, no intentar leer el libro completo porque uno termina con esa voz de profesor autorreferencial, irónico, punzante, por días dentro de la cabeza. Y se nos olvida de qué habla, es lo terrible: sólo está el sonido de esa voz que ama el eco que produce. Lopate tiene textos donde revela “de más”, los antiguos ingleses dirían de él que “es demasiado personal”, pero de eso se trata. Lo personal es una cruzada contra la objetividad. Tiene un ensayo sobre la muerte de su tutor, un profesor y escritor que admiraba muchísimo y con el cual nunca pudo construir una relación cercana: “El padre muerto: Remembranza de Donald Barthelme”. De alguna manera es un ensayo panegírico, respetuoso y mordaz sobre esa persona. Le queda muy bien hablar de sí mismo y de los otros. Sus ensayos menos logrados son esos donde la neurosis toma el poder: la colección de cotonetes para limpiar la cerilla, su afición de callar a la gente que habla en los cines. Es, como bien se define él mismo, un viajero irascible. Lo “simpático” se convierte en una postal histérica y ahí es cuando ese Yo se vuelve un poco odioso, un poco de más, y es hora de buscar otro libro para descansar de la voz chillona, urbana. Hay algo que dice que me brinca al ojo: “Si una mente me interesa lo suficiente, con gusto la seguiré hasta donde me lleve”, mientras Felker, a su vez, relata: “Salomón fue la primera persona que conocí al visitar las oficinas de Mi Valedor. Apenas lo saludé y ya me había abierto las puertas de su mochila. Tal hospitalidad me inspiró a seguirle los pasos para conocer dónde y cómo habitan los fantasmas que deambulan, a un ritmo más lento, entre los más de veinte millones que aceleramos a diario la capital”. Seguir la mente y a la persona, dos maneras de hilar la posibilidad de la escritura: seguir a otro, hablar del otro, entrar al otro en la medida de lo posible hasta que éste deje hacerlo, aun si miente, aun si rechaza, aun si muere antes de que pueda ser alcanzado.

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La poesía de la década: celebrar lo que se reengendra

Pablo Molinet

profanos y grafiteros | Fotografía: Pixabay

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Me gusta pensar que, para la poesía escrita en México, la de 2010 fue una década de regeneración. Antes de entrar en materia formulo un disclaimer. Leemos poemas como si la voz fuera de principio a fin una elección racional, adulta y deliberada, y perdemos de vista hasta qué punto un texto se distingue porque se le impone, porque le sucede a quien lo escribe. Las voces no son suéteres cuyo material, talla y color fueron tranquilamente escogidos una tarde de domingo, se parecen más bien a los episodios de incontinencia de un niño (La crítica regañona se escribe en clave de: ¿así que te orinaste otra vez, Pablito?). Creo cada vez menos en el texto crítico como espacio de litigio y cada vez más en buscarle a mi comprensión estética un sitio interior alejado del rugir y el paroxismo, puesto que debe existir “algo” por dentro que no se identifique con lo que rabia allá afuera. —Sí: eso va a contrapelo de las consignas de la hora, pero en la tradición de la que abrevo es la propia poesía la que se distancia de esas consignas; la poesía es lo intemporal en el corazón del Ahora—. Estallido y conmoción llegan a ser, sin duda, detonadores de cambio, pero cada vez descreo más que la conflagración y las violencias “sostenidas” ofrezcan crecimiento o que liberen: la guerra buscará perpetuarse más allá de sus causas primeras. Esa comprensión a la que aspiro, y que en última instancia no sería una construcción personal sino colectiva, se impondría a sí la disciplina de la escucha, recurriría al gusto personal como una brújula y no como un tolete, y ralentizaría o pospondría el calificar. ¿Qué es “mejor” y qué es “peor”? ¿Esas categorías existen en algún lugar fuera de mi cabeza —Manhattan, Beirut, Paracho—? ¿Quién soy yo para aplicarlas? Abundan, por supuesto, textos que, como lector de poesía, no entiendo — lo que sea que eso signifique— o, para hablar el habla del ahora, hay dispositivos

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textuales que no consigo activar, usualmente por divergencia insalvable. —En todo caso, divergencia y convergencia son movimientos horizontales, inter pares, movimientos reales en su apego al bipedismo y a la gravedad, allí donde descalificación y calificación son movimientos verticales, ficticios en su apego a escalafones fantasmagóricos—. Como lo quiso entender Móreas en el canónico manifiesto simbolista (1886), dos ritmos, surgimiento y agotamiento, jalonan la historia de la literatura tal y como la entendemos en/desde las lenguas occidentales. —Cada vez creo menos en la neurosis de categorías y jerarquías, de “cimas”, propia de la literatura de esas lenguas, pero de momento prefiero permanecer en su lógica, que es la de lo imperial, por lo que tiene de ecúmene—. De acuerdo con el principio empírico de Móreas, la poesía mexicana se encontraba en muy otro lugar ca. 2000. Paz había muerto en 98 y con él una lírica que, más allá de la querella de los fans y los haters, se expande con magnificencia sobre dos tercios del siglo xx. Árbol adentro, testamento de una poética enraizada en el Ser que Celebra, cierra no solamente el xx mexicano sino una poderosa corriente lírica que atraviesa el siglo y el Atlántico desde la Generación del 27. Si esto es más o menos cierto, lo que terminó con Paz fue entonces mucho más que una obra personal. Sabines murió un año después. Ello impuso un toque de silencio que se fundió con lo que recuerdo como una suerte de apagón de fin de siglo. El silencio era, por supuesto, temporal o ilusorio. Indagaciones sumamente personales se expandían y ramificaban: Elsa Cross, Verónica Volkow, Coral Bracho, María Baranda, Myriam Moscona, Eduardo Langagne, Antonio Deltoro, Francisco Hernández, Gerardo Deniz, Fabio Morábito, por mencionar a quienes directa o indirectamente me han enseñado; persistía en el aire de la hora el tono doliente y trascendental de Enriqueta Ochoa, que a su vez mantenía la llama de Rosario Castellanos.

No obstante, para preguntarlo con mi maestro Deltoro, ¿hacia dónde es aquí? Algunos atormentábamos el timbre de la Lírica Vigesimista sin ver el letrero de Se renta en el portón; había quien, en pos torturada de pureza, se decantaba por lo críptico. Se persistía en aislar el poema tanto de su entorno como de sus circunstancias de creación, de modo que la hornilla encendida de la estufa se disfrazaba del negro / nido de esa ave de fuego / azul / etcétera. La escritura en fragmentos numerados cada vez más escuetos, las series esquizoides, conducía no al silencio sino a la mudez. Por eso me gusta pensar que los primeros libros de nuestro siglo son Oficios de ciega pertenencia, de Hernán Bravo Varela (1999), y Oficios (2000), de Edgar Valencia, pues había en el uno un dolor y en el otro un asombro que anunciaban un cambio en los materiales del poema, una cauta y a la vez inescapable aceptación de la esencial impureza de las cosas y los cuerpos. Acaso la primera década de nuestro siglo fue de una paulatina re-materialización del texto poético; Julián Herbert llevaría en ello parte notoria, sin perder de vista que obras que me son esenciales, como las de Claudia Berrueto, Gabriela Aguirre Sánchez, Camila Krauss, Óscar de Pablo, Eduardo Saravia y Daniel Saldaña París, arrancan en ese decenio. No obstante, esa primera década revistió en mi experiencia una energía fluctuante y dubitativa, marcada por un persistente pero desigual tanteo. La siguiente, en cambio, con libros cada vez más firmes de quienes menciono, y un vasto et aliae, revestirá el timbre, la claridad y el volumen de lo que se afirma con claridad. Para acceder con prontitud a lo que entiendo como regeneración, re-engendramiento, comenzaré por referirme a Nadia López García. Hay, de entrada, un aparecimiento bilingüe tu’un savi-español del texto, y una suerte de evolución anfibia en su trabajo, que evita con sabiduría el folclorismo, y se coloca decididamente en la hora actual, pero no renuncia a su tradición sino que, al leerla a través de la perspectiva de género, la revitaliza actualizándola. Se trata de una poesía de

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fuerte sabor confesional que al mismo tiempo se resiste al receloso confinamiento del yo para colocarse en un nosotras intemporal ligado a la tierra. Esto es regenerarse: transfigurar las categorías, acto que le ha deparado un tempranísimo Aguascalientes a Elisa Díaz Castelo, contemporánea de López García; esta transfiguración atañe también, de formas distintas, al erudito Jorge Gutiérrez Reyna y a la desafiante Zel Cabrera: cuatro autorías contemporáneas, muy distintas entre sí, y a la vez unidas por este adelgazar las membranas que separan campos de conocimiento y géneros literarios, por una parte, y a una orgullosa afirmación de género y diversidad que las dota del brío de lo largamente retenido y de súbito liberado. Otra obra regeneradora es, qué duda cabe, la de Christian Peña. Entre todas las formas de escribir poesía, tanto las conocidas como las que se fraguan hoy mismo, hay una fundamental para la vitalidad del género en un tiempo y lugar determinados y es aquella en la cual quien escribe crea formas propias a la medida de su libertad y sus necesidades. Hay poetas que utilizan con genio herramientas y materiales ajenos; hay quien, como Peña, se forja las unas y encuentra los otros para sí. También como regeneradores entiendo los poemas de Alejandro Albarrán por razones similares, que no idénticas, a las que arguyo con Peña. Tras pugnar con formas relativamente conservadoras de leer y escribir, Albarrán supo entender que sus necesidades expresivas requerían una velocidad, un tempo distinto, y que su estro se orientaba con endiablada y magnética recurrencia a la deconstrucción del lenguaje, antes que a su preservación, y a una musicalidad mucho más próxima al sampler que al piano. Esto también es regeneración, saltar al vacío una vez que se ha comprendido que no hay elevador hacia donde uno va. Albarrán es un decenio mayor que López García; se sitúa pues junto con Peña en la zona liminar entre lo que se entiende convencionalmente por juventud

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y por primera madurez poética. Con él puedo colocar sin apuro a Julieta Gamboa, a Nadia Escalante, a Paula Abramo, a esa inteligencia compleja y sorpresiva llamada Teresa Avedoy, a Jair Cortés o a Javier Peñalosa. Recurro a la convención cronológica por pura practicidad, no porque la halle creativa o reveladora. Diez años más vieja, mi generación, la de los 70, no me parece ajena a este ecosistema; Maricela Guerrero, Alejandro Tarrab, Luis Jorge Boone le pertenecen legítimamente. Recapitulo: la regeneración que aquí leo y celebro surge de la cancelación fáctica de la aduana de lo etéreo, lo indecible y lo estatuario; por gravedad, cancelación tal permitió que accedieran al ámbito del poema un caudal de regiones y climas de la experiencia humana que antes eran “prosaicos”. No obstante permanece, al menos en los textos que menciono, una voluntad de conservar la tensión del lenguaje y la pulcritud de la ejecución, entendida aquí “pulcritud” como selección de lo pertinente y lo preciso, y aversión por lo opuesto. Me es clave de esta década, pues, la voluntad de integrar en lugar de discriminar. Quizá la década entera pueda resumirse en algunos libros. Ñu’ú Vixo/Tierra mojada, de Nadia López García; El otro nombre de los árboles, de Jorge Gutiérrez Reyna; El reino de lo no lineal, de Elisa Díaz Castelo; Perras, de Zel Cabrera; Me llamo Hokusai, de Christian Peña; Persona fea y ridícula, de Alejandro Albarrán; Los que regresan, de Javier Peñalosa; El baile de las condiciones, de Óscar de Pablo. A final de cuentas, y en la medida en que también para mí la poesía es obra del Ser que Celebra (aún si se duele), soy un poeta paciano, y en tanto tal creo profundamente que la vida misma es lo que integra, lo que reúne, lo que asimila. Creo que el poema es, antes que una campana de vidrio, cerrada y negadora de su exterior, un paisaje enmarcado por una puerta abierta —y a través de ella puede pasar un perro, un pterodáctilo, Josefa Ortiz o una borrasca—.


a d a c é d a n u , s a l u c í l e p e t n i e V a ía básic Una gu

lores F o i l e g Ro

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El cine es un espejo que refleja la realidad con exactitud, pero que en ocasiones la deforma, exacerbando sus virtudes o defectos. Entre 2010 y 2019 se exhibieron distintos estilos y géneros, todos, influidos por cambios y transformaciones del mundo real. ¿Cómo será recordado ese cine? Quizá es muy pronto para saberlo. Mientras tanto, tracemos una ruta para resumirlo, considerando a sus realizadores y temáticas y, principalmente, los paradigmas que fueron deconstruyéndose, afectando sus códigos, dando paso a propuestas vanguardistas. A manera de una guía básica, se consideraron dos películas por año.

2011 Drive, de Nicolas Winding Refn Drive alcanzó el estatus de culto de manera inmediata; es una deconstrucción del género de acción que muta a un relato oscuro y romántico, iluminado por neones, silencioso y lleno de misterio. Narra la historia de un conductor de riesgo que divide su vida participando en películas y conduciendo autos para una banda de asaltantes. Eventualmente, el personaje (una especie de cowboy anónimo) tendrá que pelear por su vida y la de una mujer inocente, todo con una narrativa hipnótica que influyó en el cine de la década entera.

2010 Red Social, de David Fincher La octava cinta de David Fincher es intensa y está perfectamente narrada. Trata sobre la creación de Facebook, en particular, sobre las condiciones en que Mark Zuckerberg se hizo del proyecto. Lo que pudo ser una película anecdótica, sobre un momento importante de la historia actual, se torna en una obra atemorizante sobre cómo se transformarían las relaciones sociales. El origen, de Christoher Nolan Si bien Red Social nos advierte sobre las relaciones sociales mediadas por las plataformas digitales, Christopher Nolan consigue con El origen construir un temor delirante: la posibilidad de que sin nuestro consentimiento, nos siembren ideas en la mente, ideas ajenas. Para conseguirlo, se vale de una narrativa alucinante y vertiginosa, donde la gravedad, los espacios y el tiempo, se distorsionan frente a nuestros ojos. Pocas películas ofrecen una experiencia de este tipo; diez años después, ninguna la ha superado.

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Melancolía, de Lars von Trier Historia sobre dos hermanas en las últimas horas antes del fin del mundo. Lo que parece una hermosa estrella en el cielo es, en realidad, un planeta llamado Melancolía, que las protagonistas ven crecer poco a poco, debido a que se acerca y, eventualmente, colisionará con la Tierra. Las reacciones de cada una corresponden al pánico o a la resignación, las únicas dos alternativas posibles de la humanidad ante la destrucción inminente. Con ello, el autor danés aborda la depresión y la angustia, en un ejercicio visual inquietante. 2012 Amor, de Michael Haneke Amor es un drama que revela lo más amargo y triste de la vida en pareja: la decadencia de la salud y el cuerpo. Un matrimonio vive en su vejez un deterioro que los supera y los disminuye poco a poco. El cómo se conserva el amor en la desgracia y ante la cercanía con la muerte, resulta un choque, una experiencia perturbadora, pero también conmovedora.


Argo, de Ben Affleck Thriller político basado en un hecho real que se antoja fantástico. Cuando la embajada de Estados Unidos en Irán es invadida, parte de su personal logra esconderse en otra sede diplomática. Ante la amenaza que pone en peligro sus vidas, la cia se inventa la realización de una película de ciencia ficción; la falsa producción es, en realidad, el operativo para rescatar a los rehenes. Ben Affleck funge como director y lo hace brillantemente. 2013 Buscando a Sugar Man, de Malik Bendjelloul Documental sobre Sixto Rodríguez, un músico de folk rock cuya carrera nunca consigue despegar en Estados Unidos. Pero, sin que él lo sepa, es objeto de culto en Sudáfrica, donde sus canciones son himnos en contra del apartheid, y él, el icono popular más querido e influyente que los sudafricanos creen muerto. La primera parte trata sobre la revelación de que Sixto en realidad vive y se ha retirado de la música; la segunda, sobre su visita al país que lo considera un héroe. La vida de Adele, de Abdellatif Kechiche Esta cinta narra la historia de una adolescente, Adele; su despertar sexual, la búsqueda de su identidad y el encuentro con su vocación pero, principalmente, su historia de amor con Emma, desde el momento en que se flechan caminando por la calle, hasta que se separan para siempre, siendo adultas. Abdellatif Kechiche es conocido por su perfeccionismo obsesivo al dirigir a sus actores y actrices. En su momento, fue acusado de maltrato por sus dos protagonistas: Adele Exarchoupulos y Léa Seydoux. Lo cierto es que las actuaciones de ambas, en esta cinta, son de las mejores de la década. 2014

victimaria. Parece imposible, pero no lo es. Existe y es una locura. Una deconstrucción de todos los géneros posibles. Algo brillante, de la cineasta iraní Ana Lily Amirpour. El Gran Hotel Budapest, de Wes Anderson Una obra maestra de la composición, del uso de los colores y formatos, la narrativa y la edición. No hay detalle que sobre o falte, todo elemento por pequeño que sea es importante en esta comedia de Wes Anderson. Sobre su guion, encontramos una estructura de muñecas rusas: cada historia pertenece a otra más, cada una con su propio narrador contando la épica del hotel y su fiel conserje. 2015 Mad Max. Furia en el camino, de George Miller Cuarta parte de una saga con sabor a reinicio, con un nuevo actor y un nuevo personaje que se roba el papel protagónico: Furiosa. Como todas las entregas de Mad Max, esta es una historia hiperviolenta y motorizada, una cinta de acción poética que prescinde de efectos especiales digitales y se vale de persecuciones, colisiones y explosiones perfectamente coreografiadas. La causa: salvar a un grupo de mujeres de la esclavitud. Una epopeya perfecta del octogenario George Miller. Birdman, de Alejandro González Iñárritu Cinta que es un monumental plano secuencia de casi dos horas, sobre un actor en busca de recuperar la gloria que perdió al ser estereotipado como el personaje de una película de súper héroes que le dio todo y todo se lo quitó. El protagonista ha montado una adaptación teatral, generando grandes expectativas, aunque él sospecha que todo el mundo quiere verlo fracasar, sospecha azuzada por su alter ego: Birdman. 2016

Una chica camina sola a casa de noche, de Ana Lily Amirpour Parece imposible imaginar una película de vampiros en Irán, filmada en blanco y negro. En una ciudad ficticia, tan decadente como las reales, llena de peligros para una chica solitaria que camina por sus calles, que de ser víctima ideal de los seres urbanos, se convierte en su

La doncella, de Park Chan-Wook El cineasta coreano entrega una joya erótica y noir preciosamente narrada. Una joven falsificadora es contratada por un estafador para que lo ayude a seducir a una heredera. Para ello, tendrá que emplearse como doncella de la víctima y ya ahí, en la cercanía, ayudar

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a su cómplice. Sin embargo, el plan se alterará por distintas traiciones y engaños. Cada vuelta de tuerca eleva el nivel narrativo de la historia, haciéndola adictiva, retorcida y fascinante. Animales nocturnos, de Tom Ford Animales Nocturnos es una cinta hermosa y al mismo tiempo perturbadora, violenta y triste. Una mujer recibe un paquete con la novela —próxima a publicarse— que escribió su exesposo. En cuanto comienza la lectura, todo se torna en una pesadilla que revive sus culpas. La novela, esa ficción dentro de la ficción, es escalofriante y va contaminando su realidad; aunque la perturba y la incomoda, ella no puede dejar de leerla. 2017 ¡Huye!, de Jordan Peele ¡Huye! es una deconstrucción del género de terror, que funciona como historia de miedo y alegoría de humor negro sobre el racismo. Su premisa es delirante, algo que en la realidad apenas podríamos imaginar, pero que en ese mundo es verosímil: una secta de gente blanca secuestra a jóvenes negros para hacer experimentos con sus cuerpos. El guion y la narrativa son brillantes. Lady Bird, de Greta Gerwig Cuando una chica discute por enésima vez con su madre, no duda en abrir la puerta de un auto en movimiento y lanzarse a la carretera. Así comienza Lady Bird, historia sobre el paso de la adolescencia a la madurez en una joven testaruda y con ganas de comerse el mundo, que enfrenta la vida tomando sus propias decisiones, encarando sus errores con entereza y sentido del humor. Lady Bird no sólo es una película conmovedora, sino una visión intimista y profunda del mundo femenino, donde lo cotidiano cobra una dimensión extraordinaria.

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2018 Roma, de Alfonso Cuarón Sobre Roma se ha dicho todo. Aun así, vale la pena enumerar algunas de sus características y aciertos: la perfecta recreación del México de los años setenta que emula los recuerdos de su realizador; la estupenda fotografía en blanco y negro, su lenguaje cinematográfico, sus secuencias multidinarias y su historia. Roma es una cinta intimista sobre temas sensibles como el abandono, el clasismo y la represión estudiantil. Una película impecable. Tres anuncios por un crimen, de Martin McDonagh Drama rural sobre Mildred Hayes —la madre de una adolescente asesinada y violada en las inmediaciones de su pueblo—, y su ríspida relación con los policías encargados del caso. Un guion inteligente y conmovedor que destaca por las actuaciones de un gran elenco. 2019 Parásitos, de Bong Joon-ho La historia sobre una familia que se enquista lentamente en la vida y la casa de otra de mejor condición económica para, en efecto, parasitarlos. Cinta narrada con maestría y que explora al thriller, la comedia negra, la crítica social e incluso el terror, exponiendo lo inhumano de la desigualdad y lo nocivo del resentimiento. Había una vez en Hollywood, de Quentin Tarantino Cinta crepuscular de Quentin Tarantino sobre un actor en decadencia que tiene por vecinos a la pareja del momento: Roman Polansky y Sharon Tate, quienes representan al cine de moda (de autor) que sustituirá al cine clásico y que, sin saberlo, son el blanco de la secta de Charles Manson. Todo, como pretexto para que el autor le rinda homenaje a la ciudad de Los Ángeles y al Hollywood que conoció en su infancia, en lo que supuestamente es su penúltima película.


FotografĂ­a: Pixabay

Tres hitos en la narrativa mexicana reciente Nora de la Cruz profanos y grafiteros |

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Es difícil resistirse a la tentación del recuento, en cualquiera de sus formas. Nos gusta mirar en retrospectiva y buscar el sentido de los sucesos, imaginar que lo tienen. Pero la realidad es amplia y sus sentidos múltiples, de manera que es difícil acertar al escribir un texto como este, cuyo objetivo es ofrecer una mirada a lo más representativo de la narrativa mexicana en la década que termina. Lo intento de todos modos. Uno de los reproches frecuentes —y lógicos— cuando a fin de año se publican las listas con los mejores libros es que es imposible que alguien los haya leído todos. Puedo decir que, en mi caso, esta década marcó mi regreso a la lectura de contemporáneos, enfocándome casi totalmente en los escritores mexicanos jóvenes (los nacidos a finales de los sesenta o principios de los ochenta). De ellos es de quien puedo hablar, aunque tampoco con demasiada soltura, porque siguen siendo un universo amplio y complejo que no puedo aspirar a conocer completamente. Esquivo la responsabilidad panorámica, que me abruma, con una justificación válida: considero que la narrativa de esta época estuvo marcada por tres eventos ocurridos muy cercanos en el tiempo, casi en el núcleo de la década. A finales del año 2014, estos fenómenos desencadenaron discusiones relevantes para el ámbito literario. Lo más evidente, por supuesto, fue Ayotzinapa, un hito en la historia reciente del país y quizá uno de los signos más visibles de la ominosa “guerra contra el narco”. Más allá de los debates —y poemarios— que se originaron a raíz de la masacre, queda claro que se trató del epítome de un largo proceso de descomposición social, que se convirtió a su vez en el tema más relevante de la literatura de estos años. No creo arriesgarme si digo que son pocos los autores que no han abordado de alguna forma el asunto, o bien sus antecedentes directos. El vocabulario de la guerra inundó la literatura y desde la ficción se buscaron también cuerpos, responsables. Los nutridos resultados merecen amplias discusiones, no sólo literarias, sino también éticas, pero es evidente que la huella de la violencia no podrá borrarse de la historia de este periodo. Las obras de Fernanda Melchor y Emiliano Monge tal vez sean los ejemplos más célebres, aunque destaco también Matagatos, novela breve de Raúl Aníbal Sánchez, y Hombres armados, cuentario de Daniel Espartaco Sánchez. Situados en Chihuahua, ambos libros dan cuenta, a la manera de las novelas de crecimiento, de las circunstancias que iban gestando la crisis de una generación y del país.

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Tiempo en la casa 65, noviembre-diciembre de 2020 “Fenomenología y moral de un día cualquiera en un Infonavit en lo alto de la colina Progreso”, de Édgar Pérez Pineda “En un Infonavit todo mundo se entera de lo que acontece intramuros, ésa es la indiscreta cuestión en un panal humano, es la panóptica mutua. […] Debe comprenderse que un Infonavit es criba social de gente de bien entre la chusma y viceversa, mientras unos escalan socialmente los otros permanecen entrópicos en el reino medianero del eufemísticamente llamado ‘interés social’”.

También en el último trimestre del año se suscitó otro debate, esta vez importado: a raíz del artículo publicado por Joanna Walsh, donde reflexionaba acerca de la disparidad de género que notaba no sólo en su formación sino en sus propios libreros, surgió la iniciativa de leer solamente a mujeres durante un año. Ese primer impulso fue ganando fuerza hasta convertirse en una tendencia editorial a nivel global, de la que México no se sustrajo. Incluso se ha calificado este fenómeno como “el nuevo boom latinoamericano”, y aunque todavía no se ha conseguido la equidad (y permanecen, por supuesto, los sesgos de clase y origen), no cabe duda de que en los años recientes han ganado notoriedad las voces femeninas. De manera internacional, Cristina Rivera Garza, Valeria Luiselli y Fernanda Melchor son quienes encabezan la lista de referentes cuando se habla de narradoras mexicanas contemporáneas, pero son muchas más las escritoras activas en nuestro país en la actualidad. En lo personal, deseo destacar a tres de ellas: Paulette Jonguitud, Verónica Gerber y Gilma Luque. Jonguitud publicó, en la primera tanda del sello Caballo de Troya, de Random House, la novela Algunas margaritas y sus fantasmas, donde explora temas como la maternidad y la descomposición del cuerpo, particularmente el femenino. Es, de un modo muy particular, una historia de monstruos y fantasmas, pero también una novela íntima sobre la muerte y el duelo. Gerber, por su parte, recibió merecida atención con la novela Conjunto vacío, cuyo inteligente balance entre el riesgo formal y la narrativa personal generaron interés tanto en la crítica como en los lectores. Finalmente, menciono la Obra negra de Gilma Luque por tratarse de una novela de crecimiento cuya originalidad radica en sumarse a las

pocas que existen en México con protagonista femenina. El entorno frágil donde sucede la historia permite observar una cuestión que gana cada vez más importancia: qué significa ser niña y adolescente en México. Finalmente, el tercer evento que me interesa traer a cuento en esta breve y superficial memoria es la iniciativa llamada “México 20”, que proponía una selección de los veinte autores más prometedores, menores de cuarenta años, del panorama nacional. Los encargados de elegirlos fueron Juan Villoro, Cristina Rivera Garza y Guadalupe Nettel, y no fueron pocos los cuestionamientos recibidos. No vale la pena retomar esos argumentos, pero resulta interesante mirar qué ha sucedido con los seleccionados cinco años después. Para cualquiera es evidente que las carreras que han conseguido más notoriedad han sido las de dos autoras —pese a que la mayoría de los antologados eran hombres—, ambas publicadas en aquel entonces por editoriales independientes, Valeria Luiselli y Fernanda Melchor. Es posible que en los últimos cinco años el panorama haya cambiado lo suficiente como para que la literatura producida fuera del centro (la de las mujeres, las editoriales pequeñas, los escritores en lenguas originarias) gane terreno y protagonismo. Es probable que esta tendencia se fortalezca, sostenida por la capacidad de formar comunidades que se ha ganado con los nuevas plataformas de comunicación. La discusión en torno al México 20 fue —espero— el inicio de una mirada más crítica y participativa a los libros que se publican, publicitan y premian (y por qué), y de una búsqueda más amplia para conocer otras propuestas, más allá de la veintena, valiosas aunque carezcan de reflector.

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El reflejo, una vez más

Ramón Castillo

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Todo esto es un milagro —alcanzó a decir— y lo milagroso da miedo. “El otro”, Jorge Luis Borges

En medio de las ansiedades acumuladas por la edad, el trabajo y la desfallecida vocación, una noche de hace quince días, cuando intentaba escribir algunos párrafos tuvo lugar un encuentro que, para alguien religioso, podría haberse denominado revelación o epifanía. Sin embargo, yo lo describiré como algo más cercano a un redescubrimiento. Todo comenzó mientras estaba perdido entre las volutas caprichosas del cigarro que sostenía. Me dejé llevar por la sensación de lividez que inundaba mi mente tras cada aspiración con la esperanza de que la ociosidad pudiera sugerirme algún rumbo para el texto que pretendía redactar. En medio de los efímeros arabescos de humo, mi vista tropezó con la presencia de un espejo frente a mí. Lo que llamó mi atención fue que no había reflejo en él. El óvalo de oscuridad pasmosa no emitía sonido alguno y, aún así, vibraba de tal manera que imponía silencio. El ruido de los autos y los vecinos, el ladrido rabioso de los perros enloquecidos por la luna, los atronadores cantos de las sirenas policíacas, la respiración de mi mujer e hija, el susurrar de los remordimientos nocturnos se habían acallado de manera unánime. Las fauces opacas de la ausencia parecían querer devorarlo todo. Me vi rodeado de oscuridad. Después, algo comenzó a agitarse en el espejo vacío. Lo que vi sólo se podría entender o explicar, acaso, como si se tratara de un portal entre versiones paralelas o divergentes de la existencia. Al menos eso pensé en un primer momento. La negra superficie había devenido un marco hacía lo inexplicable, una ventana que franqueaba la gélida impasibilidad del universo. Las estrellas, constelaciones y galaxias aparecían nítidas, dinámicas, como apenas arrojadas de la vacuidad hacia el ser. No había más luz que la emanada por el cristal hueco. Recordé la novela de Olaf Stapledon, El hacedor de estrellas, sobre un hombre que traspasa tiempo y espacio para remontarse a los extremos del cosmos

y contemplar el desarrollo y ocaso de culturas y mundos inimaginables. No obstante, pronto pude constatar que la mía era una aventura de otro calado, un viaje más doméstico, aunque no por ello menos interesante. El firmamento condensado en el marco del espejo dio paso a un vapor que cristalizó en una imagen tan familiar como ajena. De frente, me veo viéndome desde la extrañeza. Observo a un yo que no se reconoce del todo, pero se identifica con los gestos y movimientos tantas veces repetidos, la mecánica inconsciente del cuerpo propio. Esbozamos lo que parece un saludo recíproco nacido de la fascinación. Ambos sabemos quiénes somos y, aventuro, también tenemos un atisbo minúsculo de lo que ocurre. Aquel reflejo cósmico mudó en un parpadear. Tras el asombro llega el vértigo al distinguir una multitud de dobles, numerosos pliegues y repliegues que se extienden por el espacio, rostros iguales salvo por ligeras variaciones que el paso de los años deja en cada uno. Me vi siendo el de hace tres o seis años, el de siete horas o cinco meses atrás, el de la semana pasada y quien fui hace una década. Una tras otra las imágenes se multiplicaban en infinitos sobrepuestos, era una cadena interminable de sombras, modos, formas y conjugaciones. El desfile de rostros dialogaba de manera alternada con cada uno de los puntos intermedios, convirtiéndose en un canon en el que todas las voces lanzaban un mismo clamor en diferentes tonalidades y tempos. Era, había sido y estaba siendo en el mismo instante. Es decir, reconocí que era un punto estático que recorría en diversas direcciones todo lo que he sido y soy, era mis múltiples vidas en un sólo chasquear de dedos, el pasado y todos sus episodios sobrepuestos como una baraja sobre el presente. La última década se mostraba en una línea de hechos que me increpaba en todos los sentidos, es decir, como reclamo ante los errores e, igualmente, como

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celebración por la buena fortuna. Corría de arriba a abajo y en todos los sentidos, era una amplísima urdimbre de sucesos, añoranzas y sensaciones. Por supuesto, cruzó por mi cabeza la idea de haber muerto de manera repentina mientras fumaba y sin siquiera haberme percatado. El famoso túnel iluminado quizá no era sino un largo pasillo hacia el centro de nuestra memoria, la síntesis de los papeles que nos ha tocado interpretar. Pero sabía que no era el caso. ¿Cómo o por qué? No lo podría saber de cierto, pero tenía la seguridad de que el asomo al infinito que presenciaba era algo inaudito y, por completo, asociado a alguna fuerza desconocida de la vida. Lo que parecía amenazante por inverosímil pronto me pareció rabiosamente vital. Podía escoger entre los millones de puntos entrelazados que se mostraban en el interior de la ventana, como si se tratase de un inagotable menú digital dentro de un gran simulador electrónico. Bastaba con moverme entre los nodos y contemplar, al azar, cualquiera de los capítulos desplegados para observar su ejecución como si se tratara de un film inmersivo de realidad virtual en el que estaba sin estar. La terrorífica película de mi vida, paso a paso, minuto a minuto estaba a mi alcance para revivir hasta el cansancio cualquier escena. Me asomé al primer punto que tuve cerca. Observé a ese personaje que diez años antes trababa luchas diarias para forjar un posible futuro en la escritura. Podía ver, de manera simultánea, el primer trazo en mi libreta y cómo se llenaban —una a una— las páginas con apuntes, dibujos, frases y esbozos de probables proyectos, pensamientos arrojados por la inmediatez y la temeridad de sentir un llamado hacia la palabra. Y siguieron otras tantas más. En un travelling veloz fue posible seguir el recorrido entre las hojas pobladas por todo tipo de tintas y garabatos junto con los días, meses y años en que transcurría la existencia de más y más libretas, testigos de la imaginación y la tozudez. Y, de igual forma, al asomarme a otro de los puntos conectados, pasó frente a mis ojos el instante en que esos diez años de escritura fueron barridos por un accidente. Por una razón que todavía no queda clara, las páginas quedaron reducidas a manchones de tinta y hojas deformadas por el agua. La supuesta identidad forjada con obstinación y, tal vez, ingenuidad de mi parte a lo largo del tiempo quedó trastocada al desaparecer aquellos rastros de escritura.

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Primero entristecí, por supuesto; pero, en seguida y por fortuna, hubo de sustituirse dicho sentimiento por una necesaria distancia. Por ello, comprendí que las huellas de un recorrido que se me antojaba iniciático podía leerse en igual sentido como una galería fatua de selfies pseudo literarias fallidas. Aun así, después de recordar ese trance, confirmé que las libretas son, pues, una muestra más de lo que es ineludible y universal, ser frágiles trozos que se diluyen conforme avanzamos en la carrera desaforada de la existencia. El espejo mostró otro cruce de caminos. Lo primero con lo que me topo al abrir los ojos es con la mirada plena, profunda, bellamente animal de mi perra. Paso las noches sin dormir bien, como poco y me dedico a hacer ejercicio de manera compulsiva. El trabajo es mi único entretenimiento. Acepto cualquier carga, cualquier labor como una forma de olvidar que estoy en medio de una separación. Mantengo un estricto régimen de alimentación y actividad física, vivo agotado y sin ánimo de hacer algo fuera de lo anterior. Mi único trayecto es de la oficina a casa —que además se encuentra en pésimas condiciones de limpieza y orden— y viceversa. Ocasionalmente bebo, trato de convivir. Conocer gente no me interesa. La única compañía que necesito es la de ella, mi mejor amiga. En medio de la depresión que vivo en ese instante, está siempre alegre, juguetona y deseosa de que la saque a caminar. Gracias a su presencia puedo levantarme de la cama, mirar el mundo, no perder por completo el contacto con esa parte de mí que se alimenta de la vida, del juego, del sol. En la quietud de la noche, agobiado por la doliente impresión de sentirme infame y avergonzado, su tibia amistad me reconcilia con los demonios internos. Meses más tarde se tuvo que ir a donde realmente pertenecía, pero en su andar me insufló con la nobleza que los seres más sensibles y elementales pueden otorgar. En el gesto decidido de acompañarnos entre tormentas y desfallecimientos, los animales domésticos hacen presente un pacto ancestral de mutua confidencia, el acuerdo tácito de una lealtad siempre dispuesta, sin falsedades ni cicateos. Ellos nos recuerdan el sentido originario de la franqueza y la fidelidad. La superficie reconfigura su interior, en el espejo de obsidiana hay tensión y movimiento. A ratos es un líquido que se agita para dar lugar a una masa turbia que


inhibe cualquier asomo. Vuelve a abrirse. Me aventuro en otro instante. Identifico sin problema el día —incluso—, la hora de lo que sucede. Lo sé porque es imposible olvidar ese momento. Caminaba por calles repletas de gente con miedo, temerosos de que en cualquier instante se repitiera el estrépito. En cada paso observábamos atónitos las fachadas con daños y las construcciones fracturadas. La circulación vehicular era un caos y todos nos movíamos bajo el influjo de la necesaria búsqueda de las personas que importa ver y sentir cuando la finitud se hace manifiesta. En las conmociones naturales se asoma algo de lo que Kant definía como sentimiento de lo sublime. En el arrebato de los elementos naturales apreciamos fuerzas que nos exceden y llenan de un sobrecogimiento surgido de la conciencia de nuestra pequeñez. La grandeza de un sismo aterroriza debido a que la tierra se comporta no sólo ajena a las certidumbres a las que nos habituamos, sino a que su despertar no es, nunca puede, ser tranquilo. En los minutos posteriores a un temblor intentamos digerir los sucesos, comprender el desplante súbito del suelo que nos sostiene, mitigar el susto y evaluar los daños. Anida en nosotros una desconfianza hacia las bases mismas de lo que somos y hemos construido. Aquellas trepidaciones coincidieron con un estremecimiento hondo en mi interior. En medio del fragor quizá fue cuando me sentí más solitario, pero también cuando comenzó la reconfiguración personal. Unas noches antes había ocurrido uno de los sismos de mayor intensidad en años recientes. Mientras escuchaba crujir las paredes del departamento y sentía como éste se balanceaba de un lado a otro, tuve la certeza, sin aspavientos ni dramas, de que las sacudidas continuarían —en muchos sentidos— y no habría más a qué atenerse, salvo aceptar el ineludible desequilibrio como algo cotidiano. Y desde entonces así vivo, en el malabar de la incertidumbre y el fino arte de la improvisación vital, brincando entre aprietos y soluciones provisionales, astucias y regateos, treguas y efímeros triunfos. Aquella noche de recuerdos y vivencias se extendió interminable, pues brincaba de un momento a otro. Así como vi las fantasmagorías anteriores, igualmente desfilaron en serie las sonrisas todas de la pasada década, los guiños venturosos que alegraron algún instante, las carcajadas en medio de la noche festiva, los secretos atesorados, las caminatas nocturnas, algunas playas,

las breves satisfacciones que otorga el oficio ingrato de escribir, los éxtasis de la carne, el descubrimiento de epidermis distintas, lecturas deslumbrantes, introspecciones psicodélicas, comidas fastuosas o de plano mínimas, camaraderías insospechadas, episodios de bonanza, carreteras desconocidas, vuelos largamente esperados, conversaciones de madrugada, cigarros compartidos, botellas sin fin, tentativas revolucionarias, llantos incontenibles, confesiones inoportunas, bailes de cadencias ancestrales, caídas, golpes y rasguños, caricias y arrebatos, palabras sueltas y sin dueño, fuegos de apasionada lujuria y monásticas confesiones, fallos, aciertos, reincidencias y empecinamientos. Un vislumbre final. Es la sala del departamento que habité durante diez años. Es la última noche que paso ahí, por fin me mudo. Limpio las paredes, barro el piso y conforme arreglo desperfectos el pasado se revela en cada uno de los rincones. Los fantasmas se liberan al pasear la mirada por cada habitación, por fin dejo atrás aquellas historias. Suelto la mano de lo que había sido. Atrás quedaron las libretas borradas, el nerviosismo tras el temblor, el andar de mi mascota más querida, la convivencia y la soledad. Cierro la puerta, apago la luz y vuelvo a estar de frente al espejo deshabitado. Este ajuste de cuentas pasó como el rumor del oleaje, que en su vaivén arrastra todo lo que encuentra y al volver regala fortuitos asombros. Seguimos mirándonos, él con diez años menos, yo con diez años más. Tras lo vivido, su expresión es —me conozco— de azoro e incredulidad. Estarás bien, le digo con franqueza. Al igual que el diálogo entre Borges y el otro él, tuve ganas de decirme algunas cosas sobre lo que le pasaría a mi yo con menor experiencia. Pero preferí guardar silencio. Como una justa ironía tras lo ocurrido, el tiempo corrió sin darme cuenta. Quedé tumbado en medio de mi estudio con el cigarro apagado entre mis dedos. El sol me encontró con un dolor de cabeza terrible y el cuello torcido. Si el viaje fue un sueño o un milagro, debo confesar que no me es posible asegurar la naturaleza del fenómeno, pero sí sus efectos en mí. Recordé aquello que pregonaba Nietzsche sobre la voluntad férrea para asir la vida con cada uno de sus inesperados descalabros. De esta manera, el redescubrimiento del que hablé al principio sólo me condujo a la que es, en estos momentos, mi única consigna: decir sí a todo. Decir sí a todo, una vez más.

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La lucha no es contra el coronavirus Una brevísima reflexión sobre la pandemia y las artes escénicas Lucía Leonor Enríquez

24 | casa del tiempo Fotografía: Pixabay


Desde hace más de doscientos días el gremio de las artes escénicas ensaya y reinventa formas de manifestarse y persistir. Cuando el tacto y el encuentro quedaron proscritos, distintas iniciativas virtuales buscaron responder no sólo al desasosiego de estos meses y a la incertidumbre de lo que vendrá, sino a la necesaria reflexión derivada de la reconfiguración del quehacer y expresión escénicos ante las medidas de sana distancia. Con mayor o menor fortuna, se incentivaron discusiones y experimentaciones virtuales vía Zoom, Facebook Live, Whatsapp, y demás intermedialidades y visualidades. Conforme el semáforo epidemiológico se fue alejando del rojo1 estas aproximaciones virtuales se han retomado en formatos híbridos que permiten poner en juego la experiencia virtual y presencial, teniendo que sumar en las poéticas escénicas las consideraciones que supone expresarse escénicamente en tiempos de pandemia. Las medidas dadas a conocer para la reapertura de recintos cerrados en la Ciudad de México no sólo implican replantear la concepción y el trazo escénico de los montajes que tuvieron que suspender funciones cuando se declaró la pandemia, sino idear nuevas obras que contemplen la distancia física entre los participantes del montaje, entre el escenario 1 El 27 de agosto, la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, dio luz verde a la reapertura de teatros luego del cierre por la pandemia; al 19 de octubre, sólo 23 recintos habían levantado el telón y dos más se preparaban para hacerlo. En: Sughey Baños, “Teatros en México levantan el telón a medias”, El Universal, octubre 19, 2020, https://bit.ly/2HFjNEh.

y el público, y reducir a un 30% el aforo total de los espacios,2 entre otras disposiciones. Mientras nos mantengamos alejados del semáforo epidemiológico rojo, se tendrá la posibilidad de continuar con el formato híbrido que ha resultado vital para que los recintos independientes puedan paliar la merma financiera que se enfrenta desde las diversas trincheras que posibilitan el fenómeno escénico. Sin embargo, a medida que la cifra de contagios en nuestro país y el mundo repunta, se vislumbra la posibilidad de volver a aplicar medidas que restrinjan la movilidad y el encuentro y, por ende, la función (presencial) podría no continuar. En su mensaje del Día del Teatro Latinoamericano, Carlos Ianni subrayaba que si bien las mujeres y hombres de teatro “hacemos con lo que hay”, superando así todo tipo de obstáculos y limitaciones, la ausencia del hecho teatral puso de manifiesto que ante esta crisis la situación es de desamparo por fuera de las asistencias que, con distintos niveles de efectividad, los Estados ofrecen al gremio. Y aunque enfatiza que el teatro renacerá y posiblemente, en el mejor de los escenarios, Entre las medidas sanitarias se contempla la sana distancia entre los actores y actrices, la imposibilidad de hablar frente al público, que medie una distancia de tres metros entre proscenio y público, que exista una distancia de metro y medio entre cada dos butacas, no rebasar la hora treinta minutos de duración, entre otras. En: Gobierno de la Ciudad de México, Plan Gradual hacia la Nueva Normalidad, Lineamientos de medidas de protección a la salud que deberá cumplir la industria de teatros para reanudar actividades hacia un regreso seguro a la nueva normalidad en la Ciudad de México, Ciudad de México, agosto 2020, https://bit.ly/3otRsC2 2

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las nuevas formas virtuales ensayadas estos meses de crisis sanitaria podrían atraer a nuevos públicos,3 me parece que más allá de la resiliencia, lo que la turbulencia del Covid-19 ha evidenciado, entre el cierre de espacios, recortes y desaparición de fondos y fideicomisos, y que se ha puesto bajo el reflector de distintas discusiones y reflexiones gremiales, es la necesidad de atender problemas estructurales de la enseñanza y puesta en expresión de las artes escénicas que datan de mucho antes de la pandemia. En uno de los apartados de su artículo “El Teatro Mexicano: sobrevivir en la nueva normalidad”, Raúl Parra alude a las comorbilidades del teatro previas al Covid-19, entre las que se cuentan la disminución de los apoyos económicos, pero principalmente la escasa asistencia del público a los foros.4 Esta última razón es, sin lugar a dudas, la más importante y mucho más decisiva que las otras crisis que enlistaba Rebeca Moreno, operadora del Teatro Xola, cuando aseguraba que “el teatro ya venía con muchos problemas”, y aludía al sismo de 2017, al cambio de gobierno y al desabasto de gasolina durante un mes, lo que redujo la afluencia a los recintos teatrales.5 Esa invitación que, de acuerdo con Zavel Castro, se hace a los creadores de teatro en época de pandemia, de “desordenar nuestro quehacer” para ensayar nuevas formas, nuevos modelos y aproximaciones; de poner a prueba la capacidad de cuestionar, dudar y reinventar,6 necesita que no se le acote a estos tiempos de crisis sanitaria y humanitaria, es preciso extenderla para que desde esa disposición de re-imaginar, puedan atenderse las distintas urgencias, no como si fueran síntomas pasajeros, sino como manifestaciones de problemas sistémicos.

3 Teatro unam, 8 de octubre, Día del Teatro Latinoamericano, Mensaje Día del Teatro Latinoamericano, por Carlos Ianni (Argentina, octubre 8, 2020), https://bit.ly/2G1EYAd 4 Raúl Parra, “El Teatro Mexicano: sobrevivir en la nueva normalidad”, Corriente Alterna, agosto 20, 2020, https://bit.ly/3dXhf0D 5 Baños, “Teatros en México levantan telón a medias”. 6 Zavel Castro, “En tiempos de pandemia, el teatro también youtubea”, Revista Hiedra, abril 27, 2020, https://bit.ly/2G7ehdu

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Sin dejar de lado el fuerte y necesario cuestionamiento hacia los medios de producción escénica, al desamparo que suponen el desdén estatal y la precarización cada vez más aguda de los recursos, —así como el desdibujamiento o anulación de las políticas que puedan estimular y favorecer la vida cultural y artística del país—, es urgente e ineludible insistir en contrapropuestas que nos permitan experimentar otras formas de enseñanza libres de inequidades y violencias de género, y manifestaciones escénicas que posibiliten encuentros auténticos con los diversos públicos de forma tal que la importancia de la labor artística y cultural no pueda ser desdeñada y sea imposible que se juzgue como prescindible en un contexto de emergencia como el presente, ya que, como bien apunta Rafael Mondragón, actualmente la preocupación no yace únicamente en la “eterna” problemática de la creación de nuevos públicos, sino en la recuperación misma de lo comunitario, en el restablecimiento del vínculo con el público; de lo contrario “sería imposible salvar el arte, si éste no le importa a nadie”.7 El teatro no desaparecerá, afirma David Olguín, porque “el teatro pertenece a esos gestos humanos que tienen que ver con el encuentro: como el amor, la protesta pública, la religión, la fiesta, los ritos… Y esas celebraciones humanas son inextinguibles”.8 Desde luego, creo en la importancia del rito, en la potencia del encuentro de los cuerpos. Ni el teatro ni las artes escénicas desaparecerán, pero, ante la convulsión y la incertidumbre, la pregunta no es únicamente cómo resistiremos y persistiremos, sino cómo nos reinventaremos y vincularemos significativamente con quienes y para quienes imaginamos y creamos. Desafiando las restricciones y medidas de seguridad de la pandemia, una artista de teatro acudió a las manifestaciones que se llevaron a cabo en Hong Kong como muestra de indignación y rechazo ante las leyes “Antifestival - Conversatorio La necesidad de una pausa”, video de YouTube, 01:28:49, publicado por “Teatro unam”, 6 de julio de 2020, https://youtu.be/Tew05oaXSb0 8 Parra, “El Teatro Mexicano: sobrevivir en la nueva normalidad”. 7


de seguridad que, se teme, mermarán las libertades civiles. Cuando le preguntaron si era optimista respecto al resultado de la protesta, Michelle Chung respondió que no usaría esa palabra, “pero sí diría que si no insistimos no hay esperanza. Es porque insistimos que puede haber esperanza”.9 En una sesión del ciclo de conferencias Horizontes post pandemia, Benjamin Arditi trajo a colación la anécdota y propuso cambiar la insistencia por acción, “si no actuamos, no hay esperanza y lo único que puede haber es pesimismo, colapso, desilusión. (…) la crisis es un momento preñado de oportunidades y las oportunidades pueden ser para la recomposición o para que nos vayamos todos al carajo”.10 Si la crisis es un momento de oportunidades para reconfigurarnos, si puede ser un llamado, como lo afirma Paul Preciado, no a las armas sino a los sueños,11 deberemos retomar todos los hilos de las revueltas en las que estábamos antes de la pandemia y no sólo los que ésta ha recrudecido. La activista boliviana María Galindo subrayaba que ante los quiebres de sentidos de mundo que teníamos: “No hay salida posible ni reinvención que no se haga sin poder obtener los códigos del otro lado o de cada uno de los ‘otros’ lados que son muchos y básicamente circulares y múltiples y no dos, ni menos aún binarios”.12 Esos otros lados que en el caso de las artes escénicas deberán integrar necesariamente las denuncias y demandas de las mujeres por el derecho a la formación y expresión de su quehacer, libre de las micro y macro violencias machistas normalizadas y silenciadas durante tanto tiempo; una descentralización de la reflexión y los apoyos; la experimentación colectiva y 9 Ezra Cheung, Elaine Yu y Katherine Li, “Hong Kong police fire tear gas as protesters resist China’s grip”, New York Times, mayo 24, 2020, https://nyti.ms/37DQ75E 10 Videoconferencias FCPyS, Horizontes post pandemia: “La curiosidad expectante y el angustioso miedo al futuro”, video de YouTube, 1:53:31, transmitido en vivo el 3 de junio de 2020, https://bit. ly/3mrj20R 11 Paul B. Preciado, “Paul B. Preciado on revolution”, Now Art World, julio 1, 2020, https://bit.ly/2TFjL2l 12 María Galindo, “Recibir una epifanía para enfrentar una agonía: respuesta de María Galindo a los textos pandémicos de Paul Preciado”, lavaca, octubre 9, 2020, https://bit.ly/34w3CCj

colaborativa que busque activamente vincular e integrar a los diversos públicos, y apuntar a aquello a lo que Anna Lowenhaupt Tsing denominaba contaminación colaborativa: en tanto habitamos un mundo precario, necesitamos colaborar con otros, trabajar mediante la diferencia, transformarnos a partir del encuentro, contaminarnos para no morir (invitación paradójica en tiempos de coronavirus pero que alude a que cada encuentro que tenemos con otras personas nos contamina).13 Pienso en la contaminación colaborativa como una manera alternativa de crear comunidad, en la que nos reconfiguramos desde nuestras polifonías porque entendemos nuestra interconexión e interdependencia. No podemos saber cómo evolucionará la pandemia, cómo habremos de reconfigurar el estar juntos y qué poéticas habrá de adoptar el arte escénico para favorecer el encuentro sin propiciar el contagio, lo que sí sabemos es lo que esta crisis descarna y deja expuesto. Hoy podemos elegir no rehuir la mirada, podemos elegir que las nuevas formas respondan no sólo a la supervivencia, sino al largamente postergado cuestionamiento estructural. El problema no es el virus, somos nosotros, decía Saskia Sassen; la batalla no es contra el coronavirus, sino contra los problemas sistémicos al interior de nuestras disciplinas; la lucha no es para resistir, para aguantar los diversos colapsos, precisamos tomar posición, es decir, situarnos en nuestro contexto presente, desear, exigir y aspirar a escenarios y experiencias en común. La crisis sanitaria ha expuesto nuestras vulnerabilidades, sin contar la pérdida de vidas, lo peor que podría pasarnos sería que después de esta sacudida, las artes escénicas volvieran a su injusta, inequitativa, excluyente, inconexa y violenta normalidad.

Anna Lowenhaupt Tsing, The Mushroom at the End of the World. On the Possibility of Life in Capitalist Ruins (Princeton: Princeton University Press, 2015), 30-31.

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Paul Celan (1920 - 1970)

e lasestaciones

Dos poemas Paul Celan

Versiones de José María Pérez Gay

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Los años finales del pasado milenio, la Universidad Autónoma Metropolitana publicó en su colección Cuadernos de la memoria a Paul Celan, cuyo centenario de nacimiento se celebra este mes de noviembre. La colección fue coordinada por Jaime Augusto Shelley, poeta y ensayista entrañable, fallecido en octubre de este año. Shelley llevaba una amistad estrecha con José María Pérez Gay, quien se animó entonces (1998) a salir de sus acostumbrados territorios del ensayo y de las ciencias sociales para trabajar su traducción de la obra de Celan, quien lo conmovió profundamente en una lectura de algunos textos de La rosa de nadie y de Hebras de sol, la noche del 19 de diciembre de 1967, ante doce emocionados alumnos del Instituto de Literatura Comparada, en Berlín occidental; momento que describe con detalle Pérez Gay en el estudio que acompaña a Sin perdón ni olvido, título de la antología de donde seleccionamos estos poemas: “Su voz temblaba y sus párpados infatigables parecían gobernar los textos. Hablaba un alemán muy claro, sin huella de dialecto, que pronunciaba con una ternura próxima al dolor. Celan era además un lector extraordinario, su entonación y sus pautas perfectas obedecían a un guion, nos ayudaban a percibir mejor sus poemas”. Compartimos con emoción estos poemas para percibir una tanto de la grandeza de la sensibilidad y pensamiento de Paul Celan.

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De noche

De noche, cuando el péndulo del amor oscila entre el siempre y el nunca jamás, tu palabra derriba las lunas del corazón y tu ojo azul —borrascoso— le entrega el cielo a la tierra. Desde una lejana arboleda oscurecida por el sueño llega hasta nosotros el aliento y lo que perdimos transita inmenso como un espectro del futuro. Lo que ahora se hunde y se levanta quiere lo sepultado en la entraña: ciego como la mirada que cambiamos, el tiempo lo besa en la boca.

Nachts

Nachts, wenn das Pendel der Liebe schwingt/ zwischen Immer und Nie,/ stösst dein Wort zu den Monden des Herzens/und dein gewitterhaft blaues/ Aug reicht der Erde den Himmel.// Aus fernem, aus traumgeschwärztem/ Hain weht uns an das Verhauchte, / und das Versäumte geht um, gross wie die Schemen der Zukunft.// Was sich nun senkt und hebt,/ gilt den zuinnerst Vergraben:/ blind wie der Blick, den wir tauschen,/ küss es die Zeit auf den Mund.///

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En el límite oscuro de tu nostalgia

En el límite oscuro de tu nostalgia duerme la extranjera con el cabello color de julio. Ella no es tu verano; la estrella sombría de tus ojos no se le abrió a tiempo. Gaita de niebla en la arena de Marruecos, ella estaba entre barbas y cuchillos, cuando tú cortaste el corazón de la piedra. Ella enredó su cabello en torno a la espina de un reflejo de luna, la rosa de Escocia, Leslie, el nido de tu cielo, Leslie, el aliento y el destello, Leslie, la muerte a la que riendo le besaste el tobillo. Am schwarzen Rand deiner Sehnsusht Am schwarzen Rand deiner Sehnsusht/ schläft die Fremde, mit julifarbenem Haar./ Nicht sie ist dein Sommer; / ihr ging der schartige Stern deines Auges nicht früh genug auf./ Sie lag, eine Nebelschalmei, im Sand von Marokko./ Sie larg zwischen Bärten und Messern, als du in den Stein über dir ihr loses, ihr Herz schnietst.// Sie ringelt ihr Haar um den Dorn eines Mondstrahls,/ die schottische Rose,/ Leslie, das Nest deiner Himmel,/ Leslie der Hauch und der Schimmer,/ Leslie, der Tod, Dem du lächelnd das Fusskelenk küsst. *

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Tiempo de que llegue a ser tiempo

Centenario del natalicio de Paul Celan (1920 - 1950)

Entrevista a Michael Speier

Emma Julieta Barreiro

32 | casa del tiempo El poeta Paul Celan en una foto de pasaporte de 1938. Fotografía: Wikimedia Commons


Michael Speier ha editado durante más de treinta años en forma ininterrumpida el Celan-Jahrbuch (Anuario Celan), una publicación académica reconocida mundialmente por su calidad y que este año llega a su volumen número 11.1 El rigor y seriedad de su trabajo imponen respeto, pero la calidez de su voz, además de la combinación de su porte distinguido y una gentileza particular, dan la bienvenida para iniciar la conversación. Para mí es un honor y gusto poder hablar con usted sobre Paul Celan en esta ocasión y que comparta desde Alemania con el público lector hispanoparlante de Casa del tiempo su experiencia y perspectiva sobre la obra de este gran poeta. Aunque en contraste con otros países latinoamericanos o hispanohablantes, como Brasil, Argentina, Chile o España, en México no existe una tradición de estudios académicos sobre la obra de Paul Celan, con la honrosa excepción del lamentablemente ya fallecido José María Pérez Gay. La recepción de Celan entre creadores mexicanos de literatura y otras artes es profunda y continúa dando frutos en la actualidad. Este año tanto aquí, como en muchos otros países, se están llevando a cabo diversas actividades y están apareciendo diversas publicaciones para conmemorar este aniversario. ¿Puede darnos un breve panorama de los acontecimientos o publicaciones más importantes que tienen lugar en Alemania para conmemorar a Paul Celan? El nombre de Paul Celan se menciona en la actualidad de igual manera que el de Rilke o Brecht. La obra poética de Celan también tiene un efecto casi único en la literatura mundial. Hay ediciones completas de sus obras en varios idiomas, numerosas colecciones de cartas, monografías, estudios y ensayos, en total más de diez mil publicaciones, incluyendo varios cientos de tesis doctorales en universidades de todo el mundo.

1 Michael Speier, con su nombre completo, ha publicado: Hans-Michael Speier, Celan-Jahrbuch, vols. 1-11 (vol. 1– 9, Universitätsverlag Winter, Heidelberg:1987- 2007) y vols 10-11, Königshausen & Neumann, Würzburg: 2018-2020); y Hans-Michael Speier, Paul Celan, Interpretationen.Gedichte, Reclam, Ditzingen-Stuttgart, 2002. Como Michael Speier ha traducido a Celan al francés con dos de sus colegas: Paul Celan: Part de neige (Schneepart, zweisprachig), trad. del alemán al francés de Michael Speier, Fabrice Grabereaux, y Rosella Benusiglio-Sell, PO&SIE. Revuetrimestrielle, París, 1982, pp. 3-46.

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Así que, por una parte, es natural que la gente quiera conmemorar a este poeta en 2020. En las décadas recientes, por otra parte, ya se han publicado tantos estudios fundamentales sobre su obra y celebrado tantas conferencias de gran envergadura al respecto, que ciertos signos de cansancio sobre el tema pudieran insinuarse. A esta especie de “desaceleración”, este año se añadió la presencia del Covid-19, que impidió varias conferencias previstas, por ejemplo, en Zürich y Palermo, y otros eventos como la serie de conferencias durante dos semestres en la Universidad Libre de Berlín, que fue cancelada debido a la pandemia. Sin embargo, en el Archivo de Literatura Alemana en Marbach se ha logrado continuar con una exposición sobre Celan, Hölderlin y el lenguaje de la poesía que se está llevando a cabo en la actualidad y estará abierta hasta el próximo verano. Por otro lado, las publicaciones alemanas de este año de aniversario se centran en información biográfica, lo cual ha sido propiciado por la numerosa correspondencia de Celan publicada en los últimos años. Tal vez el interés biográfico en Celan es actualmente mayor que el deseo de estudiar sus poemas difíciles. Esto ya se pudo ver en la publicación de la correspondencia de Celan con Ingeborg Bachmann, intitulada Herzzeit (Tiempo del corazón), después de cuya publicación se hizo la película Die Geträumten, titulada en español Los soñados. Inclusive es sorprendente que este año se hayan publicado tres biografías centradas en la complicada relación de Celan con Alemania. No hay que olvidar el hecho de que Celan pasó la primera mitad de su vida en Rumanía, la segunda mitad en París y entre esos dos periodos, medio año en Viena, por lo que nunca vivió en Alemania, es decir, la República Federal de Alemania. Aunque políticamente tenía una actitud crítica respecto a Alemania, concedió gran importancia al hecho de que todas sus publicaciones aparecieran allí, y no en Austria o Suiza, ambos países germanoparlantes también. En el aspecto de estudios biográficos, a finales de ese año se espera con gran expectación, sin duda, una extensa biografía fotográfica de

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Celan con cientos de fotos inéditas, que Bertrand Badiou está preparando en la actualidad y que será publicada en diciembre por la editorial Suhrkamp. Más allá de este interés actual, desde 1987 usted publica el Celan-Jahrbuch, un anuario sobre Paul Celan, su obra y su recepción, en el que colaboran germanistas de varios países. ¿Puede decirnos qué lo motivó a emprender esta publicación? Desde sus inicios, el Celan-Jahrbuch ha tenido como objetivo ser una publicación que ofreciera un foro de debate donde constantemente se pusiera al día el panorama del trabajo de investigadores alrededor del mundo sobre la obra de Celan. A veces ha sido descrito, de una manera un tanto entusiasta, como la “punta de lanza” sobre la investigación celaniana. De hecho, las ahora más de cuatro mil páginas de los once volúmenes del anuario contienen investigaciones de diversos períodos y canónicas, así como correspondencia inédita y otros documentos sobre la obra de Celan. Además, los colaboradores no sólo incluyen germanistas, sino también filósofos, musicólogos y comparatistas. Acaba de publicarse el volumen 11 y en más de quinientas páginas contiene, entre otras cosas, extractos de los diarios íntimos de Celan que habían permanecido privados, así como artículos sobre temas y poemas fundamentales. No ocultaré el hecho de que cuando comencé con el anuario, como joven investigador me oponía a que participaran colegas de larga trayectoria y ya establecidos. Sin embargo, después ellos también han publicado en el anuario porque la investigación, como muchos otros aspectos de la vida, debe ser incluyente y, al final, ¡esto es un rasgo muy enriquecedor de la publicación! En cualquier caso, durante décadas ha sido posible reunir a los investigadores más importantes de Celan en este anuario y motivar a los investigadores más jóvenes a proponer nuevos enfoques de investigación. ¿Podría describir el desarrollo de la crítica sobre la obra de Celan durante el tiempo que ha editado esta publicación?


La muerte de Paul Celan coincidió con una creciente falta de comprensión de su poesía, que él mismo percibió en su última conferencia en Stuttgart en la primavera de 1970. Tras la politización de 1968, la corriente intelectual de la década de 1970 en Alemania se caracterizó por una literatura “comprometida”, así como por favorecer un lenguaje cotidiano y una cultura pop que dominaron todos los demás enfoques. En ese contexto, el Celan que fuera considerado como una luminaria literaria en la década de los años cincuenta y sesenta, también vivió, antes de su muerte, en abril de 1970, el comienzo de una fase de atención decreciente sobre su obra. Sin embargo, después de una década de exclusión, a principios de los años ochenta se despertó un nuevo interés. Más tarde, siguió el reconocimiento internacional: en 1984 se llevó a cabo el primer congreso internacional en Cerisy, Francia, y en 1986 en Seattle, Estados Unidos, el segundo congreso internacional. El número de publicaciones sobre Celan aumentó aún más gracias a las interpretaciones de su obra que hicieron Hans-Georg Gadamer y Jacques Derrida. Actualmente, la recepción de Celan va más allá de la literatura y los estudios literarios y la encontramos en la filosofía, especialmente en la discusión de la relación de Celan con Heidegger, así como en otros géneros artísticos. Se sabe que se han escrito más de cien composiciones musicales para acompañar los poemas de Celan. En 2002, se estrenó en Dresden la ópera Celan, de Peter Ruzicka. En las artes visuales, el impacto de Celan ha sido tal vez aún mayor: hay innumerables comentarios sobre su obra en la pintura, la escultura, el cine e incluso la arquitectura. Las más conocidas de estas obras, y quizá las más superficialmente estudiadas, son las de Anselm Kiefer, entre ellas, sus pinturas de gran formato con citas del poema “Todesfuge” (Fuga de muerte). En comparación a los aspectos biográficos, quizá más comerciales, de su obra, la producción de investigación académica sobre la obra de Celan se ha convertido en los últimos años en algo de pequeña escala, también

se puede decir que se ha vuelto más especializada, sin duda debido a que en los últimos años cada vez se ha tenido más acceso a un mayor número de materiales y fuentes. Ahora se encuentran bajo detallado escrutinio los volúmenes individuales de su poesía o sus traducciones, así como su poética, su discurso sobre la escritura de poesía, el Meridiano, o problemas específicos, como el llamado asunto Goll. Sin embargo, hace falta una visión general actual de su obra, aparte de las publicaciones que este año se centran en su biografía, mencionadas anteriormente. En este contexto académico de circulación selecta, ¿nos puede dar tres ejemplos de cómo los especialistas leen a Celan hoy en día? Probablemente el número de formas de aproximarse a la obra de Celan es tan variado como el número de investigadores y especialistas. En muy grandes rasgos, en la actualidad se podría distinguir entre una línea hermenéutica, una deconstructivista y una biográfica, pero éstas también se pueden contraponer. De ese modo, la hermenéutica de Hans-Georg Gadamer es diametralmente opuesta al enfoque hermenéutico de Jean Bollack. La llamada close reading, “lectura detallada o a profundidad”, ha sido recientemente contrarrestada por la distant reading, “lectura de superficie”. Yo trabajo principalmente en forma detallada sobre el texto, pero trato de tener en cuenta los amplios antecedentes intelectuales e históricos en que se sitúa la obra de Celan, como el conocimiento de la filosofía de Heidegger, el filósofo más importante en su obra, o el de la Cábala y otras corrientes del misticismo. Además, también tomo en cuenta tanto la forma en que maneja la lengua, así como temas tales como la historia del arte, la medicina o la prehistoria, todos los cuales son espacios literarios de experiencia en los poemas de Celan. Casi se podría hablar de su obra como una “enciclopedia poética” que convoca a adquirir conocimientos. Creo que sólo cuando estas dimensiones adicionales se incluyen en la interpretación, además de la observación

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de la superficie lingüística y su estructura, se llega a una comprensión más profunda de sus poemas. Sus comentarios invitan a la lectura detallada y profunda de la obra de este gran poeta. Sé que usted conoce a la familia de Celan, a su viuda y a su hijo, y que ha tenido acceso a archivos poco explorados de su obra. ¿Alguna vez hablaron de poesía? Si recuerdo bien, conocí a Gisèle Celan-Lestrange en una fiesta a principios de los años ochenta cuando yo vivía en París y tuve contacto con numerosos artistas, escritores e intelectuales que residían ahí, inclusive con varios mexicanos. Gisèle era pintora, o más precisamente artista gráfica, y como sabemos, publicó unos maravillosos libros de arte junto con Paul Celan, quien también creó la mayoría de los títulos de las obras de su esposa. Yo visité a Gisèle varias veces en su estudio porque me gustaba su obra gráfica. Al principio, mantuve mi interés por el trabajo poético de su marido en secreto, para no causar ningún malentendido. Más tarde, no obstante, ella me contó mucho sobre la vida cotidiana con él, la cual se fue haciendo cada vez más difícil. Y posteriormente me apoyó cuando publiqué los textos de Celan en mi revista literaria PARK y en el Anuario Celan. Fue entonces, entre 1981 y 1982, cuando el nuevo interés por Celan comenzó a tomar fuerza y Gisèle comenzó a sentirse abrumada ante el creciente número de consultas escritas de todo el mundo que se apilaban sobre una mesa en la sala de estar de su casa. Ahora existe un pequeño centro de investigación sobre Celan en la Ècole Normale Supérieure de París que responde a todas esas preguntas y se ocupa de la propiedad y derechos de Celan. De Gisèle adquirí, o recibí como regalo, algunas de sus hermosas obras, como el gran grabado Souffle combattant, que colgaba sobre el escritorio de Celan y ahora sobre el mío. Desafortunadamente, después de una corta enfermedad ella falleció en 1991, pero su hijo Eric se ocupa de su obra artística, la cual todavía es subestimada y sólo se muestra ocasionalmente en exposiciones.

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Sería maravilloso alguna vez tener la oportunidad de ver la obra de Gisèle al lado de textos de Celan. A lo largo de varias décadas, usted ha escrito muchos artículos sobre la poesía de Celan, una selección de los cuales se publicará pronto en Alemania y que esperamos también se traduzca y se publique en español. ¿Podría describir brevemente los temas que ha explorado personalmente en la obra de Celan? Desde que estoy involucrado con Paul Celan, es decir, desde hace mucho tiempo, lo que más me ha llamado la atención es su obra tardía y algunos otros temas u obras específicos, como Schneepart (Parte de nieve), que traduje completamente al francés con dos amigos,2 además de los últimos poemas de sus otras últimas colecciones Lichtzwang (Forzada luz) y Fadensonnen (Soles en fibras). Estos textos se han abordado poco en las investigaciones y antologías debido a su dificultad. Sin embargo, considero que son la parte más moderna y vanguardista del trabajo de Celan. Como enfoques temáticos de mi interés personal podría mencionar la poética de Celan sobre el espacio, por ejemplo, sus topografías poéticas o el aspecto del tiempo como historia, en el binomio de memoria e historicidad. Sin embargo, entre mis treinta o cuarenta ensayos y conferencias sobre Celan, también he abordado la relación entre eros y sexo o entre la música y el lenguaje en Celan, así como su emblemática poética. Agradezco profundamente que haya compartido con nosotros un poco de la forma en que ha estudiado y vivido la obra de Paul Celan durante varias décadas. Sus palabras pueden motivar a jóvenes investigadores mexicanos a estudiar la obra de Celan, además de invitar al público en general a celebrar a este poeta leyéndolo y conociendo o ampliando su perspectiva del complejo mundo de sus versos, entre otros “Tiempo de que llegue a ser tiempo”, y resuenen con toda intensidad ante nuestros ojos.

2

Paul Celan: Part de neige, París, 1982. Cf. nota 1.


Paul Celan, oficialmente llamado Paul Antschel, provenía de una familia judía de lengua alemana. Nació el 23 de noviembre de 1920 en Czernowitz, entonces una ciudad que pertenecía a Rumania y ahora a Ucrania, y extinguió su propia vida lanzándose al río Sena en París en abril de 1970. Entre una y otra fecha, creó una obra poética de profunda resonancia.3 Su poema más famoso es “Todesfuge” (Fuga de muerte) (1945/1952), que señalaba como una “tumba” para sus padres asesinados por los nazis. A partir de 1948 vivió en París, pero sólo publicó poesía en alemán. Recibió el “Bremer Literaturpreis” en 1958 y el “Büchner-Preis”, el premio literario de mayor reconocimiento de Alemania en 1960. Además de su obra poética, tradujo extensamente del francés (Char, Michaux, Valéry, Rimbaud), ruso (Mandelstam, Jessenin, Block), italiano (Ungaretti), inglés (Shakespeare, Marvell, Dickinson) y otras lenguas. Celan concedía a su obra traducida tanta importancia como a sus propios poemas.

Michael Speier, cuyo nombre completo es Hans-Michael Speier, es académico, poeta y traductor; vive en Berlín y ha sido profesor de literatura alemana en varias de las más renombradas universidades en los Estados Unidos y Alemania. Además de ser el editor fundador de la revista literaria PARK, publicación emblemática desde hace cuarenta años en Alemania sobre poesía actual, ha publicado nueve poemarios y varias antologías poéticas además de traducir poesía del inglés, francés e italiano al alemán. Gracias a la Dirección General de Publicaciones de la uam, los lectores hispano parlantes pronto también podrán conocer su obra como poeta, puesto que a principios de 2021 se publicará su poemario Más allá de la piel, traducido al español por seis diferentes traductores.4

En español se ha publicado Paul Celan Obras Completas. Paul Celan, trad. de José Luis Reina Palazón, (7ª. edición), Madrid: Editorial Trotta, 2013; Paul Celan, Amapola y memoria, trad. y notas de Jesús Munárriz, Madrid, Ediciones Hiperión, 1985; 3.ª edición revisada, 1996; y Paul Celan,De umbral en umbral, trad.y notas de Jesús Munárriz, Madrid, Ediciones Hiperión, 1985; además de varias traducciones en línea de algunos de sus poemas. 4 Como Michael Speier ha publicado nueve volúmenes de poesía, entre otros: Verwunschenheitszustand, 2020, Haupt-Stadt-Studio, 2012 y Laokoons Laptop, 2015. Michael Speier, Mas allá de la piel, antología poética, prol. de Emma Julieta Barreiro, trad. de Emma Julieta Barreiro, Jona y TobiasBurghardt, Víctor Herrera, José Luis Reina Palazón y Jean Portante, uam, México, 2021 (en prensa). Su obra poética ha aparecido en más de cuarenta antologías y ha sido traducida a doce idiomas. En 2007 recibió el “Premio Schiller” (Weimar) y fue galardonado con el “Literaturpreisder A + A Kulturstiftung” en la primavera de 2011 y el “Donau-Preis” en 2019. 3

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ensayovisual Abraham Cruzvillegas, obra reciente

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Imagen cortesía del artista y Kurimanzutto, Ciudad de México / Nueva York. Fotografía: Omar Luis Olguín, 2019


Primate Change Denial 3, 2020, tinta y graffito sobre papel, 51 x 35.5 cm.

Primate Change Denial 12, 2020, tinta y graffito sobre papel, 35.5 x 51 cm. Cortesía del artista y Kurimanzutto, Ciudad de México / Nueva York, Galerie Chantal Crousel, París, y Thomas Dane Gallery. Fotografías: Todd White

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Autoreconstrucción: To Insist, to Insist, to Insist..., un proyecto de Abraham Cruzvillegas y Bárbara Foulkes. Abril 5-7 de 2018, The Kitchen, Nueva York. Ejecutantes: Bárbara Foulkes y Andrés García Nestitla. Cortesía de The Kitchen, Nueva York. © Paula Court

Best’s Method for Creative Design 4, 2020. Tinta sobre papel. 35.5 x 51cm. Cortesía del artista y Regen Projects, Los Angeles

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Autoreconstrucción: To Insist, to Insist, to Insist..., un proyecto de Abraham Cruzvillegas y Bárbara Foulkes. Abril 5-7 de 2018, The Kitchen, Nueva York. Ejecutantes: Bárbara Foulkes y Andrés García Nestitla. Cortesía de The Kitchen, Nueva York. © Paula Court

Best’s Method for Creative Design 5, 2020. Tinta sobre papel. 35.5 x 51cm. Cortesía del artista y Regen Projects, Los Angeles

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Vista de la instalación The Ballad of Etc., de Abraham Cruzvillegas, en The Arts Club of Chicago, 2019. Fotografía: Michael Tropea. Cortesía del artista y de The Arts Club of Chicago

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1.

Imagen cortesía del artista y Kurimanzutto, Ciudad de México / Nueva York. Fotografía: Omar Luis Olguín, 2019

ménades meninas y

Reconstruir geografías

Entrevista a Abraham Cruzvillegas

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Abraham Cruzvillegas es un artista que desde el principio de su carrera artística se inspiró en las historias de casas autoconstruidas en su México natal, y Autorreconstrucción: insistir, insistir, insistir es de hecho una iteración más de su serie Autoconstrucciones. Esta vez se convierte en el escenario del performance protagonizado por la coreógrafa, y coautora, Bárbara Foulkes, quien lo activa con la música de Andrés García Nesitla. Moviéndose, su cuerpo desmantela los objetos provenientes de las calles usados en la escultura, destruyendo anárquicamente la estructura inicial de Cruzvillegas, recordando así el papel de la destrucción en el proceso de reconstrucción. Todo sucede en The Kitchen, un espacio histórico alternativo neoyorquino, una de las primeras instituciones estadounidenses en abrazar los campos del video y la performance, ayudando a definir la vanguardia artística estadounidense. La conversación comienza volviéndose al pasado y mirando hacia el futuro. ¿Qué significa “reconstrucción” para ti hoy? Las acciones de las diversas construcciones involucran una violencia con y hacia los objetos que no es simplemente la manifestación de la ira, sino la condición necesaria de la construcción. El yo y el entorno, codependientes, se construyen mutuamente en un proceso violento, radicalmente creativo, de cambio y adaptación mutuos. En esta obra todo objeto que cae al suelo arrojado por el cuerpo danzante hace honor al subtítulo de la obra: Insistir, insistir, insistir. Un proceso destructivo que se abre a la anarquía de la materia, un proceso de destrucción aparentemente pura se revela, en realidad, como una reconstrucción. La pandemia ahora está cambiando definitivamente la forma en que se hace el arte. Por ejemplo, así ocurrió la participación de Andrés García Nesitla, colaborador de mucho tiempo, que tocó en vivo, pero desde México: todo posible gracias a Skype. En este caso no se debe a la pandemia sino a una solicitud de visa rechazada por el gobierno de Estados Unidos (sin un motivo claro), pero gracias a un portátil conectado al sistema de audio del teatro The Kitchen, colocado sobre una pila de sillas, pudieron trabajar juntos. En estos tiempos de autoritarismo reaccionario en todo el mundo, actos como estos nos recuerdan la necesidad de reinventar siempre cómo trabajar con los recursos que existen a nuestro alcance. Autorreconstrucción es un testimonio del hecho de que mientras

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Fotogramas de la serie Recetas para el Mori Art Museum, Japón, 2020. Video: Alberto Cabrera Luna. Cortesía del artista y María Gutiérrez

las autoridades sigan construyendo muros entre nosotros, la destrucción es un paso necesario en el proceso de reconstrucción. Cuéntanos de tus últimos trabajos. Sólo el año pasado traje once nuevas obras al Arts Club en Chicago. Recogí basura y escombros de Chicago y de una casa en Michoacán para construir una serie de esculturas altamente contingentes cuyos elementos están vinculados con finas cuerdas y cordeles en las paredes y en el techo de la galería. Las obras reflejan mis manos, mis ojos: elegí varios objetos desechados por su “inutilidad” (por ejemplo, una silla con una pierna rota, un pedazo de perchero) y los reutilicé para hacer un nuevo trabajo. Y en estas geografías cosmopolitas, ¿cómo entra tu México? En la técnica, en los materiales. Por ejemplo, muchas de las construcciones incluyen piezas de madera laqueadas en una técnica tradicional llamada “maque”, trazando círculos entrecruzados y concéntricos. Pero también en los materiales: las esculturas están ancladas por plantas en macetas, como algunas especies nativas de aquella región de los Estados Unidos, como la

asclepia, la única planta en la que la mariposa monarca migratoria pone sus huevos. Así como en la serie Recetas, en la cual he participado para el Mori Art Museum de Tokio y que se puede consultar en Facebook, donde expliqué cómo hacer el mole, uno de los alimentos más tradicionales, con el que crecí. O el guacamole.1 Desde las tradiciones culinarias, desde indagar en la historia del aguacate, podemos abrir mundos enteros: el tema de la identidad, sus conflictos, el colonialismo, el mestizaje. La geografía también permea de manera interesante el contraste entre las obras y las galerías y museos donde se pueden ver y casi crea una sensación de malestar. Las “autoconstrucciones” son dramáticamente provisionales y transforman los materiales, abriéndolos a las vulnerabilidades de las relaciones contemporáneas, como entre Estados Unidos y México, entre Chicago y Michoacán, trazando un equilibrio entre geografías, por ejemplo a través de especies que traspasan las fronteras y encarnan en sí mismas la precariedad, pero también la esperanza, si no el peligro, de 1

https://bit.ly/3560agL

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Fotogramas de la serie Recetas para el Mori Art Museum, Japón, 2020. Video: Alberto Cabrera Luna. Cortesía del artista y María Gutiérrez

las nociones contemporáneas de fronteras y de las fuerzas que las hacen a veces porosas o impenetrables.Sin embargo, tu presente es París, donde enseñas en la École des BeauxArts: ¿ha cambiado tu visión del mundo con este cambio de perspectiva? De hecho, siento que siempre he estado en movimiento. Lo que ha cambiado es el tiempo y la importancia que le estoy dedicando a la educación desde la práctica del arte. Intento trabajar de forma muy horizontal con mis alumnos, aunque a menudo siento que la forma de enseñar arte no ha cambiado mucho desde el Renacimiento hasta hoy. Aún el mecanismo hegemónico es el funcionamiento típico del maestro del atelier, con sus alumnos que miran, aprenden por mimesis, antes de poder adquirir la experiencia necesaria para viajar solos. Intento trabajar creando algo juntos; para algunos funciona y está bien, para otros no. Una última pregunta: ¿qué significó el encierro para ti y tu forma de hacer arte? En parte, el encierro impide una relación libre con los objetos y con los demás; por otro lado, para mí está

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imbuido de una forma de ensueño, es un estímulo para poder soñar un lugar más allá del aquí y ahora, traduciendo esta dimensión onírica en las obras. Intimidad y recuperación de un cuerpo, de un estrecho contacto con la técnica, con los objetos: materiales sencillos que tenemos a la mano, respondiendo a las condiciones y límites del encierro. De hecho, en la galería Thomas Dane, de Londres, en mi galería de París, Chantal Crousel, y en mi galería de Los Angeles, Regen Projects, expuse —virtualmente— dibujos realizados durante la cuarentena. Son trabajos espontáneos, algunos monocromáticos, a mano alzada con tinta y grafito, a veces con acuarela, líneas que en un momento se leen como signos caligráficos y en el siguiente se transforman lúdicamente en siluetas de primates. Desde la práctica escultórica participativa y coloquial de Cruzvillegas, al regreso al dibujo, a la representación de babuinos, gibones y chimpancés, se necesita un registro más sensible para defender la lógica de comunidad, sociabilidad y solidaridad de la que estas especies son sinónimos, y a las cuales debemos volver a aprender.


Instantes de la flama:

algunos momentos del arte de la década

Héctor Antonio Sánchez

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ménades y meninas Operación miércoles, Leonora Carrington, temple sobre masonite, 1969, obra que formó parte de la exposición “Leonora Carrington. Cuentos mágicos”, Museo de Arte Moderno, 2018


Máscara II, Ron Mueck, 2001-2002, obra que formó parte de la exposición “Hiperrealismo de alto impacto”, Colegio de San Ildefonso, 2011

Hace varios años, en Xalapa, escuché de Carlos Monsiváis la sentencia: “no se puede biografiar un siglo”. Monsiváis dejaba caer las palabras, con su carisma de aguafiestas, a media presentación de una de las tantas malogradas novelas del último Carlos Fuentes: una de esas novelas en que el autor jadeaba por atrapar el fantasma del “tiempo mexicano”. No se puede: se pueden, sí, lanzar luces, destellos, fuegos fatuos sobre la centuria, pero no se puede dar razón de su conjunto -—lo cito mal, yerro: no importa, la idea me ronda hoy con interés renovado—. ¿Se puede biografiar una década, los diez últimos años en el arte? ¿Desde qué púlpito? ¿El de los mecanismos del arte contemporáneo? ¿El de las ficciones del arte nacional? Y, sin embargo, a nosotros que nos gustan tanto los festejos y los múltiplos del cinco, la tentación nos seduce: ¿cómo no desear la potestad del friso, cómo no ensayar el discurso que ilumine, al menos de forma parcial, los recientes movimientos del tiempo? Pero el insólito momento desde el que apunto estas líneas nos convoca a pensar el tiempo de otro modo: a pensarlo desde la inmovilidad. Este año, al menos por algunas semanas, nuestras horas parecieron cesar en su carrera. Todas las esquinas del mundo se sumieron en el silencio. Quizá no me explico bien: mientras apunto esto, el Museo del Palacio de Bellas Artes celebra una vasta exposición en torno a la obra de Amadeo Modigliani. Seguramente es una muestra notable; pero la imagen que viene a la cabeza es la de una sala

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Imagen de la exposición “Restablecer memorias”, de Ai Weywey, en el MUAC, 2019

vacía. Cuatro paredes en blanco, al fin restituidas a su silencio, como un símbolo; pues, como afirma Georges Didi-Huberman, el arte no sólo traza una historia propia: a menudo funge como el ojo mismo de la Historia. Pensado desde la habitación en blanco de mi memoria, el decenio reaparece con brillo de luciérnaga: pedacería, astillas, esquirlas de la imagen. Grietas, como si la imagen no fuera remanso sino bisturí: quizá por ello recuerdo primero tantas exposiciones de fotografía de estos años. Por ejemplo, los embates del tiempo que brotan, aquí y allá, en la celebración anual del World Press Photo en el Museo Franz Mayer. Imágenes de la hora cotidiana: entre la prisa, la fotografía abre un claro que afirma la realidad al tiempo que la eleva. La afirma: ¿cómo pasar por alto los rostros, la respiración de la ciudad, los instantes de la flama en las muestras de Cartier-Bresson (2015) y Brassaï (2019) en Bellas Artes? La eleva: en las exposiciones dedicadas a Rodrigo Moya (2019) convivían momentos cismáticos de la vida pública de México con metáforas abrasivas sobre la ilusión del progreso. Metáforas del cuerpo: la espléndida

La parte más bella (mam, 2017) diluía las fronteras entre los sexos con dulzura a veces, con obscenidad las más. “Utterly transformed, a terrible beauty was born”, nos diría Yeats: también en The ballad of sexual dependency, de Nan Goldin, presentada hace un año en el Centro de la Imagen, los instantes de piedra y tierra contaban a la postre una historia de aire y de fuego. Metáforas: en algunas muestras de arte contemporáneo el concepto se alzaba sobre el vasto soporte que la animaba. Imposible dar cuenta, así fuera parcialmente, de ese rubro; su circuito recorre la pequeña galería y el museo de estado, el evento mediático y la aparición efímera. Además: privan en él, con fuerza especial, las leyes del lucro y el entretenimiento, el reflector y la prestidigitación, y así se nos confunden tantas veces el relumbrón y la poesía. Por ejemplo, Yayoi Kusama: en el suceso tremendamente mediático que fue su muestra en el Tamayo (2015) aparecían francas alegorías de la eternidad, del otro mundo, la hipnosis y los sinsabores del mundo moderno. Cómo no pensarla a la postre junto a Andy Warhol y su Estrella oscura en el Museo

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Obra de la serie Los Teules que formó parte de la exposición “Orozco y Los Teules, 1947”, Museo de Arte Carrillo Gil, 2017

Jumex (2017): cómo no pensar en el examen que realizan ambos sobre nuestra devoción por el mercado y sus objetos producidos a gran escala. Curiosamente, antes me había topado a ambos en cierto viaje por los Estados Unidos, en Pittsburgh: ya entonces había sospechado que en uno predominaban el deslumbramiento por la fama; las heridas de la mente y del delirio en la otra. El delirio. Aparecían, fantasmagóricos, los intríngulis de la mente en otros eventos bien publicitados: los caprichos, la psicodelia en Tim Burton (2017) —sobre todo en su obra temprana: caprichos aún no regulados por los inmensos capitales de la industria fílmica—; las pesadillas, trampas, prisiones mentales de Louise Bourgeois (2013); la opresión de la materia en las piezas monumentales de Ron Mueck (2011); la alteración de los estados de conciencia en Carsten Höller (2019); las criaturas del sueño, los mapas del inconsciente en Carlos Amorales (2018). Nota aparte: Ai Weiwei. Me lo topé en tres esquinas de la década: en el Hirshhorn Museum de Washington, D. C. en 2013, donde me escandalizó su uso de vasijas milenarias pero me intrigó su examen de lo político;

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en el Brooklyn Museum; en el muac. En México su collage decorativo con los rostros de Ayotzinapa reveló el esperpento. No sólo resultaba —pero ya es bastante— un “símbolo irrisorio de nuestras buenas conciencias artísticas”, para decirlo otra vez con Didi-Huberman, sino una brutal reducción de la pesadilla: como si la inmensa lucha política y social que generó en México ese evento traumático hubiera sido domesticado al fin, no por los mecanismos del Estado ni por el negacionismo de la derecha más recalcitrante, sino por las fuerzas que se dicen progresistas y han cedido, casi perversamente, a los cantos de sirena del capital y el mercado. Souvenirs de Ayotzinapa, on sale. Ayotzinapa es trending topic. Por fortuna, no fue ese el caso de Gráfica del 68, que tuvo cabida en el mismo espacio, a cincuenta años de Tlatelolco. Reaparecían allí, como imantadas de esperanza y memoria —de sangre también, de rabia— las grandes consignas, el imaginario político de otro momento cismático de México. Sí: amamos los múltiplos y las efemérides, pero también necesitamos el ritual, la perseverancia de los ciclos. Imposible dejar atrás palabras que sangran aún: como las imágenes, como el lenguaje.


Obra que formó parte de la exposición “Otto Dix. Violencia y pasión”, Museo Nacional de Arte, 2016

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El muac fue asimismo escenario en 2014 de una de las muestras más ambiciosas y logradas de la década: Desafío a la estabilidad. Procesos artísticos en México, 1952-1967. No sólo se conjuró allí uno de los períodos artísticos más fructíferos en el arte de México: se echó a andar un ejercicio curatorial novedoso, guiado por Rita Eder, en que la revisión del periodo abría nuevas escisiones en la lectura, cortes de bisturí, núcleos de entendimiento que cubrían las artes visuales, la literatura, la danza, el cine, la arquitectura y otros registros. Revisiones, conjuras: algunas exploraciones del arte producido en México durante el siglo xx fueron excepcionales. La convivencia de geometría, técnica, caos y desecho en Trayectorias de Manuel Felguérez (muac, 2019). Los ritmos marcados por el color, la música y la línea en la obra de Kazuya Sakai (mam, 2017). El ritual del sacrificio, el incendio del cuerpo, la potestad de la sangre en el remontaje de Los teules de Orozco en el Museo Carrillo Gil (2017). O los cuerpos de piedra, sensuales, luminosos en la sombra —como nacidos, expectantes aún, en la caverna de los orígenes—: ídolos de piedra de Ricardo Martínez (Bellas Artes, 2019). La permanencia de lo fugitivo: triunfo del color, de la materia y la textura, en las formas vernáculas de Chucho Reyes (2018); imágenes que se alzan con furor desde el soporte quebradizo —papel de china— y fundan visiones del mito. Hubo también —y varios— visitantes notables. Los expresionistas, por principio, en Bellas Artes (2012): una selección de obra gráfica de la colección del MoMA en que nos sobrecogía la intensidad figurativa de la primera angustia del siglo pasado. Apenas a unos pasos nos aguardaban las piezas nostálgicas, desencantadas, el permanente crepúsculo del Norte en Edward Münch. Y más tarde, Otto Dix en el Munal (2016), en una muestra típicamente mal curada pero con obras incontestables, en que presenciamos con pasmo los desastres de la guerra. En notas acaso más amables, el recuerdo del futuro en la hora de la vanguardia: el territorio solar, mediterráneo, hijo del mito y del eros, en la obra de Pablo Picasso (Bellas Artes, 2014); la apoteosis del color y la

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música en Kandinsky (2018), en su incesante aproximación a los rostros de la divinidad; el presentimiento del mañana en el uso audaz del volumen y el diseño en Vanguardia rusa. En otra sensibilidad, otro ánimo, el decadentismo finisecular de Toulouse-Lautrec en Bellas Artes (2016): descaro del color, desfachatez de las formas, sexualidad del trazo. He dejado para el final, en cambio, el comentario de tres visiones que sólo por mis propias aguas mentales guardan parentesco. La horrorosa belleza de los diseños de Alexander McQueen (Met, 2011), la exposición que para mí abrió la década: vestimentas henchidas de deseo, de crimen y carne y fervor. La retrospectiva de Leonora Carrington en el mam (2018): vasta, cargada de símbolos, de especies, de mutaciones, en ella resplandecía un esoterismo tan desaforado como fértil, una propensión a procrear formas nuevas por los poderes de la quiromancia. Finalmente, Duelo, la última muestra de Francisco Toledo en el mam (2016), donde los númenes del inframundo y los materiales de la tierra examinaban la era del horror y la violencia en México en una cerámica de peso casi litúrgico. Nada justifica la reunión en un sólo párrafo de estas tres muestras sino las luciérnagas de la memoria. O acaso sí: acaso las une la vía del horror que engendra la hermosura. La pertenencia a la mutación. Las gramáticas de la metempsicosis. El claro favor de las corporeidades híbridas. Formas anfibias, como los elementos del recuerdo. Miembros que se suceden voluntariosos. Pues toda biografía es engañosa. Todo recuento, toda memoria. Dicen los hechos, pero no dicen lo más importante: el instante en que se alza la flama. No podemos glosar el surgimiento de una imagen precisa en la mente del creador, ni el encuentro de cada espectador con esa imagen. Pensada desde la inmovilidad, desde el white cube de nuestra habitación y hora presente, el recuento de la década compete a cada uno: los guijarros, la arenisca, los cristales, lanzados aquí y allá, en que las paredes de nuestra mente se resquebrajan por accidentes del tiempo. Esos momentos extraordinarios en que las imágenes nos devuelven al uno que somos: el uno que se resuelve en lo otro.


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El tranvía que no paraba nunca Verde el árbol de oro de la vida Réquiem y resucite de la novela policial Marina Porcelli

Fotograma de Es geschah am hellichten Tag (El cebo), filme de Ladislao Vajda de 1985 con un guion original escrito por Friedrich Dürrenmatt

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Lo-que-no-se-dice es central para una historia. Tanto como aquello que sí se dice. Y el policial es, quizá, el ejemplo más canónico de eso. Sartre refiere al suspense: siempre hay un hueco, un agujero con bordes nítidos que motoriza el relato y, sigue Sartre, se revela al final. Visto así, toda historia tiene algo de augurio y de promesa. Hitchcock habla de la caza del arenque rojo. En el diálogo con Truffaut, comenta sobre una especie de cebo que mantiene al lector frente a la pantalla, atento a lo que quiere saber y todavía no sabe, a lo que hace avanzar la historia. El manejo de la caza del arenque rojo es, por supuesto, una maravilla en Hirchcock. Al punto de matar a la protagonista de Psicosis en el minuto veinte y hacer que la película vuelva a empezar. Cierta opacidad, entonces, se adhiere como una lapa al corazón del lenguaje. Una zona que no se alcanza, un punto ciego, un nicho de ansiedad que va a revelarse, pero no se revela. Freud. Muchas poéticas reivindican lo que no se dice en una historia, y el cuento de Edgar Poe, “El pozo y el péndulo”, que hacía enojar a Stevenson justamente por todo lo que no dice, abre la discusión canónica y que retoma Cortázar. E insisto: puede gustar o no, puede ser leído o no, pero en siglo y medio de literatura que llevamos desde la muerte de Edgar Allan Poe, no se puede evadir su obra ni su peso gravitacional. Pienso además en el iceberg de Hemingway y, más atrás, en los cuentos frágiles, pero sólo en apariencia, de Antón Chéjov. En las propuestas sutiles y paradójicamente abrumadoras de Katherine Mansfield. Pienso en Casa de muñecas (sin exagerar, quizá se trata de uno de los mejores cuentos del siglo). Ahí, en Casa de muñecas, lo que no se dice pero destruye es toda la violencia opresiva de la clase alta. Pienso en los narradores que se deslizan, que nunca saben mucho, que se constradicen o confunden, de Henry James. Pienso en Memories of Murder, de Bong Joon-ho, de lo mejor de los últimos años del cine coreano. Los detectives siempre están en cero con la realidad (y sabemos que, desde Dupin, la ineficacia de la institución policial caracteriza al género): aparecen pistas, datos, sobre el asesino serial de mujeres, la policía avanza pero siempre termina en incertidumbre. La oscuridad atraviesa la historia, y este no saber, que colma a los narradores y los desborda, además de construir con mucha maestría la película, es la clave de todo el relato.

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La promesa o de cómo nadie puede ordenar el caos Parecido pero distinto sucede con Matthäi, el comisario a cargo de la investigación de la muerte de Gritli Moser, una de las nenas de vestido rojo asesinadas en el cantón de Zúrich, Suiza, de La promesa de Friedrich Dürrenmatt (1958). “Con incomprensible paciencia, en inexplicable espera”, Matthäi lanza un cebo para pescar al asesino. Lo lanza, digo, de manera literal. Después de una conversación sobre pesca con un chico del pueblo, planifica una especie de trampa que hará caer al culpable: instala una gasolinera, por donde debe pasar el auto sospechoso, instala también a una nena con el perfil de las nenas que fueron asesinadas, y espera. Sobre todo eso: espera. Matthäi era el policía más brillante del departamento. Cumplió cincuenta años y estaba a punto de viajar a Jordania, cuando apareció en el bosque el cadáver mutilado de Gritli Moser. Matthäi decide tomar el caso. Dio su palabra. Pese a todo, decide quedarse. Lo expulsan de la policía y él decide continuar por su cuenta. Establece el plan y espera. Y en esta espera terca radica toda su humanidad, toda su grandeza, todo lo que lo vuelve conmovedor como personaje. Hasta el absurdo. El que narra la historia es el jefe de policía ya jubilado, durante un viaje en auto, y ante un escritor que ha llegado al pueblo a dar una conferencia sobre policiales. La conferencia fue un fracaso, no hubo público porque en otro lado alguien departía sobre algo de mayor interés, los últimos años de Goethe. Pero el jefe de policía se ofrece a llevar al escritor: en ese viaje en auto es de una belleza incalculable cómo las descripciones del paisaje, digo, las montañas opresivas, los valles que se abren de golpe, se van sincopando a la narración. Entonces La promesa trabaja este envés de lo que no se dice y lo que no se sabe. Y no refiero únicamente al crimen por resolver, sino también a cómo la escritura se hunde en lo que silencia. Me refiero, por ejemplo, a cuando encuentran el cadáver mutilado de Gritli, el vestido rojo desgarrado en los arbustos, y ninguno de los policías se anima a mirar. Pero Matthäi sí se anima.

Y no saca la mirada. No sabemos exactamente en qué condiciones estaba el cuerpo de la chica, no sabemos exactamente qué fue lo que vio Matthäi, pero sabemos que él fue el único con la valentía para mirarlo. Ahora bien. Si hay algo que distingue al género fundado por Poe es la máquina de racionalidad, de deducción lógica, que Dupin proyecta sobre lo real. Como mecanismo de solución del crimen, eso quiero decir. Y es justamente esta realidad asida, ordenada, casi de cuadrícula, a la que Dürrenmatt opone el azar. El azar trama de punta a punta la historia de Matthäi, porque es la casualidad y no la causa la que da sentido al relato. Todo, en La promesa, tiene algo de arbitrario, de absurdo. Una fractura por la que se escapa lo previsible. La realidad desborda la teoría, para bien y para mal. Y esa es la frase de Goethe, de ese Goethe tan presente y tan sin nombrarlo en todo el libro. La dice Mefistófeles cuando conversa con Fausto en la taberna: “Gris es toda teoría, mi caro amigo, y verde el árbol de oro de la vida”. No se puede ordenar el caos. O por lo menos, no enteramente, sugiere Dürrenmatt. Hay una zona oscura que se nos escapa. Algo nos excede y nos gana. Y esa falla es el réquiem del policial. El fin de la certeza de la razón como motor de la historia. Y cierra el jefe de policía, mientras maneja su auto por el cantón de Zurich: La certidumbre de que también fracasamos por culpa del absurdo y que solo nos instalaremos con alguna comodidad en este mundo si lo cumplimos humildemente en nuestros pensamientos.

Paréntesis ahora Del ensayo de Cortázar, en Obra crítica, cito textual: Stevenson se enojaba muchísimo (…) porque en El pozo y el péndulo el personaje no quiere decir lo que vio en el fondo [del pozo] y le hizo preferir el péndulo. [Stevenson] veía en esto una impostura, un audaz e imprudente escamoteo.

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Todos conocemos el argumento de la historia de Poe. El personaje va a ser torturado en un caballete, sobre el que va bajando un péndulo. Pero antes, el personaje tuvo la oportunidad de elegir: prefiere esto, prefiere la tortura del péndulo, digo, al sometimiento en el pozo. Poe nunca nos dice qué hay en el pozo, lo único que sabemos es que no se elige. El pozo marca los bordes (para identificar un hueco sólo es indispensable establecer sus límites) y nos obliga a nosotros, a los lectores, a reponer lo que falta, a construir la significación. De este modo, cada uno inventará para sí lo más terrible, lo más tortuoso, lo peor, aquello que ni siquiera se puede nombrar. La cita del cuento de Poe puede resultar larga, pero necesaria. Tanteando en la mampostería que bordeaba el pozo logré desprender un menudo fragmento y lo tiré al abismo. (…) En ese mismo instante oí un sonido semejante al abrirse y cerrarse rápidamente una puerta en lo alto, mientras un débil rayo de luz cruzaba instantáneamente la tiniebla y volvía a desvanecerse con la misma precipitación. (…) Comprendí claramente el destino que me habían preparado y me felicité de haber escapado a tiempo gracias al oportuno accidente. (…) Y tampoco podía olvidar lo que había leído sobre esos pozos, esto es, que su horrible disposición impedía que la vida se extinguiera de golpe.

La literatura policial y la literatura de terror destacan, en su relato, lo que no se dice como elemento primigenio de las historias. Da la impresión de que opera también eso que se entiende como un silencio que está a punto de revelarse (la mirada está a punto de captarlo) y es, en simultáneo, permanentemente eludido. Y muchas veces queda, incluso, eludido hasta en el final. Ocurre lo mismo con la narrativa del absurdo. En Kafka, en Buzzatti, lo que se borra de un golpe son los intentos de explicación, las causas de los hechos. No sabemos por qué el hombre es juzgado en El proceso, pero lo buscan. Y ocurre también en la literatura erótica, cuya fuerza mayor, quizá, resida en lo que asoma,

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en lo que está a punto de mostrarse. Pero no se dice. Pero no se muestra. È vero ma non troppo Es curioso, aunque quizá no tanto, que la solución formal de la novela de Dürrenmatt responda a la estructura clásica: el monólogo último donde se cuenta quién es el asesino. Por supuesto, la escena de Dürrenmatt linda con la parodia y con el disparate. Parece casi de humor negro, y no está exenta de cierta crítica: el desparpajo de la clase alta y su falta de responsabilidad social. Vía humor, también Witold Gombrowicz extrema el planteo. En Cosmos (1965), el personaje encadena situaciones anómalas que por separado no tienen ningún sentido, y parece que, cuando las analiza juntas, tampoco. Un gorrión ahorcado en un árbol en el fondo del jardín, un gato colgado, un hombre colgado. “A lo mejor aquí está todo lleno de señales”, argumenta. Pero no hay culpable, ni crimen. No hay orden ni estructura en el caos. La vida es impredecible, dice el refrán, y su control, una ilusión. Así las cosas, yo desconfío de autores que redactan decálogos o que establecen reglas. Como si escribir, en el fondo, fuera una cuestión sólo de fórmulas. Sólo. Desconfío, digo, tanto como confío en ellos. Al lado de cada regla, al lado de cada sentencia en cualquier decálogo, se puede anotar siempre el nombre de un buen libro que cumple esa regla rigurosamente, y también el nombre de un buen libro que la niega con la misma rigurosidad. Las reglas, por supuesto, identifican al género, y a su vez, son la clave dialéctica para romperlo o renovarlo. El azar del policial de Dürrenmatt, opuesto a la cuadrícula de Poe, implica rescritura e implica redefinición. Toda renovación de un género supone la muerte de la singularidad anterior, y el surgimiento necesario de otra cosa. No hay réquiem sin resucite, eso quiero decir. Y pienso, por último, en la parábola de Finnegans Wake: en el relato sobre el entierro y sobre el despertar.


Cibercafé Carlos Martín Briceño

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Fotografía: Pixabay


El filo —seco, tajante, preciso— cae sobre la pierna derecha separándola del cuerpo. El muchacho levanta la macheta y nota que algunos residuos de carne se aferran al acero. Es un instrumento pesado, de hoja ancha, el mismo que cada viernes utiliza su madre para dominar los cartílagos y las zonas fibrosas del cerdo. La sangre burla sus precauciones, salpicando su ropa. Tiene que limpiarse el rostro con la manga de su camisa. Busca la hora en el reloj digital del cibercafé: 11:07 p.m. Si no se apura, perderá el camión de la basura. Sin titubeos continúa con la otra pierna, brazo derecho, brazo izquierdo, pelvis, hasta alcanzar el pecho. Se detiene. Es parecido a la tarea de siempre, incluso por el olor penetrante de la carne cruda y el acre corrosivo de la sanguaza. Y ahora hunde el filo en el esternón, de donde parte para abrir el mar rojo del abdomen. En contra de lo que acostumbra ha dejado la cabeza para el final. La dividirá en tres. Esa inquietante boca de labios rojos y delgados, jamás volverá a llamarlo naco, marrano. Diez bolsas de basura conteniendo los restos de la occisa fueron encontradas en el relleno sanitario, en las afueras de la ciudad. Desde que la vio entrar al cíber llamó su atención. Como Erza Scarlet, su personaje favorito de anime, tenía el cabello largo y rojizo, las tetas firmes y levantadas, los labios apenas dibujados y un ligero estrabismo que intentaba disimular con un mechón de pelo que le caía, lacio, sobre el rostro. Era domingo, casi las nueve de la noche, hora en que sólo recibía la visita de un par de chamacos que babeaban ante el pornhub. La muchacha se acercó y con el sonsonete de voz característico del altiplano dijo que necesitaba una máquina. El encargado, que casi nunca abandonaba el mostrador, esta vez lo hizo con el pretexto de encender la más nueva de las computadoras, esa que la dueña reservaba para clientes frecuentes. Luego, para enseñarle el funcionamiento del teclado, pidió a la joven que tomara asiento. Se colocó detrás de ella y gozó del dulce aroma a jabón de su nuca. Habiéndose enterado de su nickname y del sitio donde solía chatear, regresó a su puesto.

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A instancias de la madre, que se había presentado al lugar al no tener noticias de su hija, la dueña del cibercafé llamó a la policía. ¡Negro! Oyó la voz carrasposa llamándolo desde lejos. Abandonó la hamaca, se quitó los audífonos y encaminó hacia el patio donde trabajaba doña Conchi. La encontró al fondo del terreno, a la sombra del árbol de aguacate, removiendo el contenido de la enorme olla en la que solía hervir las vísceras de los puercos. A su madre no parecía importarle mucho que hubiese ahora en la ciudad montones de supermercados donde podía conseguirse cualquier cosa. Semana tras semana, desde hacía más de una treintena de años, realizaba religiosamente el mismo ritual. La casa entera hedía a cerdo: doña Conchi, él mismo, sus ropas, el sudor de su cuerpo. Su mundo hedía a cerdo. Y mientras ella se empeñase en criar y “beneficiar” en el patio a sus propios puercos para la venta sabatina de chicharra, manteca y morcilla, iba a tener que aguantarse. Eran animales de poca edad, que ella misma escogía en una granja cercana y a los que no dejaba crecer con tal de que la carne no perdiera suavidad. Ayúdame, Negro. Tengo que ir al baño, dijo doña Conchi, antes de cederle el madero. Procura que no se pegue. El muchacho tomó el relevo y la vieja se alejó a toda prisa. Al hervir, el fuerte olor a grasa minaba el ambiente. Mientras removía aquel líquido espeso reconoció que, gracias al trabajo en el cíber, finalmente había comenzado a librarse de estas tareas que venía arrastrando desde su niñez. No le pagaban mucho, la patrona era tacaña, pero por lo menos, sábados y domingos los pasaba en el aire acondicionado, chateando con las estudiantes que eventualmente llegaban a perder el tiempo al negocio. Era de lo más fácil acercarse con sigilo hasta ellas, notar a qué sala de chat habían entrado para enseguida descubrir su sobrenombre y mandarles algún mensaje que las dejara intrigadas. Al rato, la conversación cibernética subía de tono: bromas en doble sentido, una anécdota picante, algunas

imágenes atrevidas. Mientras ellas no abandonaran la sesión, él, Trigún, persistía. Toda esa timidez que lo apocaba en persona se volvía desinhibición frente al teclado. Al cabo, cuando las respuestas iban haciéndose más y más espaciadas o le demandaban alguna fotografía, se retiraba: ¿nos vemos mañana? Trigún. La madre de la fallecida dijo que su hija acudía con frecuencia a ese negocio por las noches a realizar trabajos de la escuela, aunque nunca imaginó que pudiese ocurrir una tragedia así. El domingo siguiente Erza apareció de nuevo en el cíber. Llevaba el pelo recogido y un vestido negro de algodón, corto y ceñido al cuerpo. La observó detenidamente. Por la forma en que caminaba dedujo que estuvo bebiendo (así lo declararía posteriormente). A lo largo de la semana habían mantenido una conversación intermitente que, según él, los acercó. A ambos les gustaba el anime, también las películas de Quentin Tarantino, algunos cuentos de Lovecraft, la cerveza oscura y eran devotos de la música electrónica. Sólo faltaba el mutuo envío de fotografías, algo que trataría de evitar a toda costa. Desde su lugar, en completo silencio, sumido en la excitante clandestinidad del teclado, disfrutó la visión de aquel rostro claro, aniñado y de boca roja, cuya sonrisa estaba enmarcada por hoyuelos en las mejillas. ¿Qué se sentiría acariciarle las mejillas?, ¿besarla?, ¿morderle el lóbulo de la oreja?, ¿chuparle las tetas? Dispuesto a seguir representando el papel del enamorado anónimo, buscó a la joven en el chat. En las madrugadas de verano, el calor y la ansiedad lo obligaban a abandonar momentáneamente la hamaca para dirigirse al patio, el único lugar de la casa donde soplaba algo de viento y era soportable el bochorno. Le gustaba echarse en una desvencijada silleta de playa, que nunca supo cómo llegó hasta allí, y encender un porro “nevado”. Fumaba con calma mientras escuchaba con detenimiento los murmullos de la noche: el

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inconfundible ladrido de algún perro melancólico, el silbido del tren que se alejaba, el ulular eventual de una ambulancia. Ya apaciguado, en medio de la densa oscuridad, se encaminaba hasta el chiquero donde dormían los puercos. Los escuchaba respirar trabajosamente. Envidiaba la placidez en que transcurría la corta vida de aquellas bestias, sin nadie que los sobajara ni que los hiciera sentir menos. ¿Descansarían igual si supieran contadas sus horas? ¿Roncarían de la misma manera sabiendo próximo el agudo acero que habría de atravesarles el corazón? Al retirarse daba un último jalón al porro que apagaba con saña en el lomo de alguno de los animales. Cuando el dolor despertaba al cerdo que gruñía lastimero, volvía sobre sus pasos para retomar el sueño interrumpido. ¿Que tú eres quién? Lo mira con asco. Es tarde, en el cibercafé no queda nadie más. Le cuesta trabajo entender lo que el encargado acaba de confesarle: que él es Trigún, el amigo virtual con quien estuvo chateando las últimas semanas. El rostro de la muchacha palidece. ¿Trigún este pendejo? ¿Este naco que está junto a mí? Las paredes del cíber parecen girar a su alrededor. Los oídos le zumban. Sólo porque está sentada se mantiene erguida. Putísima madre. ¡Pensar que le ha contado tantas cosas personales! Se repliega en su silla, toma su bolso con la intención de largarse. ¡Hasta le confió cuánto odia esta ciudad aburrida, calurosa y llena de moscos! ¡Qué estúpida! No quiere permanecer ni un minuto más allí. Hazte un lado. Me voy. Pero si apenas estamos empezando a conversar. Apártate. Es tarde. Los dedos de él intentan acariciarle el pelo. ¡Ni te atrevas a tocarme! Lo esquiva. Trata de ponerse de pie. El muchacho queda quieto unos segundos. Sonríe nerviosamente antes de soltar: Dijiste que querías conmigo. ¿Estás idiota? ¿Nunca te has visto en el espejo, pinche marrano naco? ¡Sólo muerta me cogerías!

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Trigún enrojece. Su respiración es ahora un bufido. Fija sus ojos en los de ella. ¿Qué chingados se cree esta huacha pendeja? ¡Jueputa! El corazón de la joven palpita con fuerza. Acaba de darse cuenta de que nunca debió de haber dicho lo que dijo. Murmura algo para intentar calmar al otro, pero él ya no la escucha. Cuando abre la puerta y se topa de frente con los uniformados, doña Conchi confirma sus sospechas: su hijo está metido en líos otra vez. Sí, había traído al mundo a un niño raro. Lo había tratado siempre de proteger ante la falta de un padre. Pero esta vez no estaba dispuesta a involucrarse, ni a rescatarlo en su descenso por los peldaños hacia la oscuridad. Muy mal la había pasado hace unos meses, extorsionada por impedir que lo fichasen por fumar mariguana. Hubo de pagar dieciséis mil pesos que no le sobraban. Para lo que sirvió. Aunque demostró que su hijo llevaba consigo sólo lo suficiente para su consumo personal, el muchacho pasó ciento treinta y cinco días en la cárcel. Por eso no le preguntó nada cuando apareció anoche buscando el cuchillo de hoja ancha, ni cuando, a primeras horas de la madrugada, lo escuchó regresar y meterse directo al baño. Intactos quedaron los tacos y el vaso de horchata que le había dejado sobre la mesa. Prefirió hacerse la dormida y adivinar, desde la telaraña de su hamaca, cada una de sus acciones. Lo sintió caminar y dirigirse al fondo del patio antes de tomar un largo regaderazo y luego deambular de un lado a otro como preparando una maleta. No abrió los ojos sino hasta el momento en que el muchacho encendió la luz y se acercó para anunciarle que tenía que irse a vivir un tiempo fuera, en Chetumal. Hubiera sido mejor ignorar su paradero. ¿Por qué tuvo que venir a decírselo? Ahora no tendrá más remedio que confesar. A lo largo del proceso, Trigún revelaría que ni durante el asesinato ni la violación sintió nada. Estaba muy drogado para recordar algo, excepto que Erza lo había ofendido.


Inri, de Raúl Zurita:

el retorno de los crucificados

Moisés Elías Fuentes

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El poeta Raúl Zurita; presentación del libro Íntegra de Gonzalo Rojas en la Biblioteca Nacional de Santiago, 25 de abril de 2013. Fotografía: Wikimedia Commons


Crítico inconcesivo de la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet, Raúl Zurita también ha sido crítico de la clase política chilena posdictadura, a la que ha tildado de arribista y carente de solidaridad. Inadaptado, dirían algunos, y es cierto, porque Zurita no se plegó a la democracia acrítica surgida del plebiscito de 1988, plagada de omisiones premeditadas y condescendencias timoratas. En lugar de ello, prefirió y prefiere la acción creativa, que se verifica desde los días de performances callejeros, hasta la permanencia de la voz disidente, que puede ser incómoda, pero que también es propositiva. Nacido en 1950 en Santiago de Chile, Zurita incursionó muy joven en el ámbito literario. Apresado y torturado en los primeros días del golpe de Estado que derrocó al presidente Salvador Allende, después de su excarcelación, aunque concluyó sus estudios de Ingeniería Civil, se dedicó por entero a la literatura, desarrollando una obra poética en la que coexisten amor y rencor, pensamiento e intolerancia, creatividad e inmovilismo, que se manifiestan en los poemas como reflejos de las contradicciones de una sociedad aún desgarrada. Hacia fines de la década de 1970, el escritor chileno se integró al grupo cada (Colectivo de Acciones de Arte), que se arriesgó a salir a los espacios públicos y realizar instalaciones y performances, en tiempos que la dictadura restringía el acceso a las calles. A partir de esta experiencia, en que compartían espacios albedrío e intransigencia, Zurita profundizó en las relaciones de contrarios en el arte y la vida diaria, lo que llevó al extremo en 1982, cuando escribió un poema en el cielo neoyorquino por medio del humo de varios aviones, y en 1993, cuando utilizó maquinaria pesada para escribir un verso en el desierto de Atacama.

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En el primer caso, la palabra escrita pierde su carácter temporal y se vuelve efímera; en el segundo, la palabra, como el ser humano, retorna a la tierra y queda a expensas del tiempo y las acciones del clima. En ambos casos, la poesía depende del subconsciente: creo vislumbrar un poema escrito en el cielo de una ciudad erizada de rascacielos; encuentro un verso en el desierto y no descubro si alguien lo desenterró de (o lo enterró en) la arena indiferente. Publicado por primera vez en 2003, Inri1 cumple de manera puntual con los aspectos característicos de la poesía del chileno: antónimos, antítesis, recursos surrealistas, entre otros. Dividido en tres secciones, el poemario está formado por textos que en su estructura colindan con el poema en prosa, al tiempo que remiten a versículos bíblicos, con lo que Zurita reitera la multiplicidad de la palabra poética. Inri abre con un versículo del evangelio de Lucas: “Y yo les digo que si ellos callan las piedras hablarán”, al que sigue “El mar”, largo poema que alude a tantas víctimas secuestradas por la dictadura, que fueron arrojadas al océano Pacífico para desaparecer en forma definitiva su existencia. No se trata de las aguas del bautismo redentor ofrecido por Jesucristo, sino de un mar en que cada víctima es Cristo que vuelve a morir en la cruz: Cruces hechas de peces para los Cristo. El arco del cielo de Chile cae sobre las tumbas ensangrentadas de Cristo para los peces. He allí tu madre. He allí tu hijo. Sombras caen sobre el mar. Extrañas carnadas de hombres caen sobre las cruces de peces en el mar.

A la despersonalización de las víctimas en los tenebrosos vuelos de la muerte, Zurita opone nombres propios de mujeres y hombres que tuvieron historias únicas e irrepetibles. Así, “Bruno se dobla, cae” comienza con la descripción de un paisaje inmenso e impersonal, al que los versos reponen la identidad propia: Al frente las montañas emergen como una gasa de tul curvándose contra las sombras. La nieve de la cordillera fosforece levemente, como una gasa que flota. Arriba las infinitas estrellas y el cielo negro. Las palabras son leves, las estrellas son leves. 1 Raúl Zurita. Inri. Colección Tierra Firme. Segunda edición. Fondo de Cultura Económica Chile. Santiago, 2017. Las citas de poemas proceden de esta edición.

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Con dominio técnico, para describir la naturaleza colosal el poeta echa mano de imágenes, comparaciones y pies quebrados, mientras que para la declaración del último verso recurre a una oración simple: “Bruno era mi amigo”. Un enunciado sin figuras retóricas, pero cuya entrañable sencillez retorna al amigo a la vida física y a la intelectual y emocional. Y es que para Pinochet la eliminación de los opositores debía ser absoluta: en cuerpo y en espíritu. De ahí que en Inri Zurita insiste en la rememoración espiritual y corporal de las víctimas: “Vuelvo a casa, dice Bruno. Susana también dice que/ vuelve a casa”. Al igual que la primera sección, la segunda está antecedida por un versículo de los evangelios, esta vez el de Juan: “Aprovecharon entonces ese sepulcro cercano para poner ahí el cuerpo”. El versículo de Lucas es una sentencia, en tanto el de Juan parece obedecer a la urgencia de buscar la tumba para albergar el cadáver de Jesús. Parece, pero no; la búsqueda del sepulcro en realidad es un velado desafío: restituir al cuerpo su dignidad al devolverlo a la tierra, a contracorriente del desprecio, la tortura y la crucifixión. Único poema de la segunda sección, “El descenso” busca también un sepulcro, el retorno a la tierra: “Te palpo, te toco, y las yemas de mis dedos, habituadas/ a seguir siempre las tuyas, sienten en la oscuridad que/ descendemos”. Sin embargo, en este caso la tierra misma ha perdido sus rasgos identitarios y no es ya la cueva madre del origen. Ante la orfandad, los muertos deben crear su propio refugio: Las heladas montañas se derrumban sobre sí mismas y caen. Tal vez el mar las acoja. Hay tal vez un mar donde los cuerpos helados caen. Quizás Zurita eso sea el mar. Un limbo donde los cuerpos caen.

Como para convencerse de una posible nueva realidad, el poeta se habla: “Quizás Zurita eso sea/ el mar.” Es la dubitación del proscrito por el hecho de existir. Sin embargo,

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la duda esconde la esperanza de que los hombres y las mujeres vilipendiados han de reescribir su propia historia y de relatar las singularidades de su tragedia: Te palpo, te toco, y las yemas de mis dedos buscan las tuyas porque si yo te amo y tú me amas tal vez no todo esté perdido. Las montañas duermen abajo y quizás las margaritas enciendan el campo de flores blancas.

La tercera sección, como la primera, alberga varios poemas, precedidos esta vez por un versículo del evangelio de Mateo: “Paz a ustedes”. Si el versículo de Lucas es una sentencia y el de Juan un velado desafío, el de Mateo es al mismo tiempo una bendición y un anhelo, porque dicha paz es la protección de Dios pero también algo lejano, que sólo hemos atisbado con el pensamiento y el espíritu, pero no con la vista, como se insinúa en la página que precede y en la que sucede a “El descenso”, que contienen unos versos en escritura braille que se interrumpen y quedan en una penumbra silenciosa, que se extiende a “Las flores”, el primer poema de la tercera sección: Les vaciaron los ojos ¿sabías? les arrancaron los ojos de las cuencas. Por eso en estos poemas nadie ve, sólo oye. Las flores oyen y gritan a veces al doblarse bajo el viento. Los rostros no ven. Las piedras están locas […]

A la manera de los predicadores misioneros, Zurita se apoya en la repetición y la aliteración para congregar a la grey dispersa con palabras que, si bien son duras, están plantadas en el suelo de la esperanza: Las flores entonces de Los Andes y las flores del Pacífico dicen que nos aman. Nos dicen eso: que nos aman. Los maravillosos aromos levantándose desde toda la sangre de los campos y los aromos que ahora crecen donde estaban las angostas llanuras lo dicen.

El amor de una flor devuelve a los y las mártires la dignidad arrebatada: “A mí que me morí me/ aman. A ti


que te moriste te aman”. Así, han de ser las flores, las olas, los vientos, los ríos quienes traen a los desaparecidos y desaparecidas. Y digo quienes porque los elementos de la naturaleza son los nuevos rostros y nombres de las mujeres y hombres victimados por la represión dictatorial que no cielo según declaran los versos de “Rompientes”: “Y los/ arrojados cuerpos flotan sobre el cielo y son un mar […]”. Es la vuelta de Chile hecha de desconcierto y esperanza, con la que vuelven las víctimas, su memoria escondida en lo recóndito de los sentimientos, memoria a la que pedimos noticia de “Bruno, Susana”: “Se recuerda entonces toda una nevada de nombres,/ Paulina, Mireya, Viviana: ¿han visto a Susana? ¿han/ visto a Bruno?”. Lúcido en el manejo de figuras retóricas, Zurita utiliza imágenes creacionistas y antítesis con ecos barrocos para recobrar la voz de los hombres y mujeres víctimas de la represión dictatorial: Y te sentiré de nuevo. Porque estas palabras no morirán como morimos nosotros y el vuelo de nuestras carnes prendiéndose se nos irá pegando como lagos pegados con el amanecer y las efímeras plumas que fuimos volverán al aire y serán olas de olas los aires […]

Sin embargo, cuando llegamos a “El inri de los paisajes”, poema-epílogo que cierra el libro, diríase que el poeta reniega de sus anhelos y, otra vez, debemos recordar que la poesía de Zurita emerge de las contradicciones de un espíritu torturado por la huella del dolor en la carne, al tiempo que revitalizado por el sueño de un Chile capaz de reescribir su historia. “El inri de los paisajes” se acompaña de otro versículo, esta vez de Isaías: “Y eran de nuevo tus llanuras”. Esas llanuras a las que alude son las del alma y de la conciencia, que de una vez por todas deben dejar de soñar para, al fin, redimir a la nación chilena. Despertar como desafío y como posibilidad única de refundar desde sus cimientos al país. Cientos de cuerpos fueron arrojados sobre las montañas, lagos y mar de Chile. Un sueño quizá soñó que habían unas flores, que habían unas rompientes, un océano subiéndolos salvos desde sus tumbas en los paisajes. No. Están muertos. Fueron ya dichas las inexistentes flores. Fue ya dicha la inexistente mañana.

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Cubrebocas, sostén de las palabras

Ilustraciones de Beatrix G. de Velasco

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Jesús Vicente García


Lo malo de la primera cana es que los demás pelos se contagian. Ramón Gómez de la Serna

I Entre los vendedores ambulantes, que usan el cubrebocas en la mandíbula, se escucha la canción “El rey azul”: “Caminado por la calle, una carta levanté, en el interior dos niños se empezaban a querer”, perteneciente al LP En la soledad (todas las rolas fueron éxitos y ahora son clásicas), que en los ochenta hizo famosa Emmanuel. Pamelo la canta, si se puede llamar repetir la letra con una tonada desentonada, y Basilio le platica que le escribió una carta a Diana, su posible novia, y que a él sí le ha dado vergüenza agarrarle la mano, dedos largos, morenos, suaves: “Me hice una promesa hace unos días para tocar tu mano y no me atrevo todavía. No, no importa, si tú me miras yo me convierto en un rey azul”, y Pamelo lo ve con gusto, porque Basilio denota en sus ojos esa vida nueva por la mujer que le fascina en tiempos de pandemia. “La quiero”, dice. “Hasta le hice unas frases, escucha: quién fuera cubrebocas para estar pegadito a tu boquita”. “Vientos. Sin miedo al éxito, papá”, remata Pamelo. Cuatro meses después de casi no salir ni a la esquina, en el caso de Basilio, porque Pamelo nunca tuvo cuarentena, caminan por el Eje Central. Atraviesan la colonia Obrera. Cierran dos calles, abren cuatro, cierran otra y abren otra; se cuestionan a qué obedece esa forma de bloqueo, cuál es su funcionalidad, cómo es que organizan el flujo vehicular cuyo resultado son los cuellos de botella para salir hacia las principales, como Lázaro Cárdenas e Isabel la Católica, rumbo al Centro. Pasando el metro San Juan de Letrán, el murmullo de la gente es un grito disperso; la música de los ambulantes va de la grupera —horrible para Pamelo, indiferente para Basilio— a la banda, pasando por el rap, el rock en inglés y en español de los ochenta, baladas,

rancheras; la vida auditiva en el Eje Central es ochentera, y es cuando escuchan la rola de Emmanuel: “Ella tiene doce años, es un mes mayor que él. La vergüenza, la inocencia, la hacen escribir tal vez”. Un desfile de cubrebocas pasa por sus ojos: de perro, gato, venado, ratón, conejo, mapache, osos tiernos y, sobre todo, de puerco en sus diversas manifestaciones (es el que usan ambos en este momento, con la nariz de puerco) y todo un zoológico callejero; de máscaras de luchadores; caricaturas que van de los Picapiedra a la Pantera Rosa, de los Simpson a los héroes de la justicia, como Supermán, Batman, la Mujer Maravilla, incluyendo a Kalimán y por ahí alguien tiene unas momias disfrazadas de los 4 Fantásticos, de todo se ve en la viña del Señor; los hay unicolor, negro, azul, rojo, amarillo, morado; de equipos de futbol, como el Cruz Azul, América, Toluca, balones, playeras; de dientes de tiburón, risas de Guasón, de muñecos de terror de películas gabachas, de animales grotescos, de dientes con caries, dientes picudos cual estalactitas, de ballena, de serpientes, dragones escupiendo fuego, dientes de Mandibulín, dientes rotos; de símbolos patrios, de fiesta mexicana, de nopales, zarapes, mujeres con trenzas, personajes sombrerudos, banderas izadas; diseños diversos, con bolitas, moños, bigotes, muñecas, rayas verticales y horizontales, de manteles de fiesta, de casa de pueblo, de boda; igual hay quien no tiene empacho en usarlo con unas nalgas de teibolera, de una estudiante japonesa en caricatura mostrando sus pechos, contrastando su rostro tierno con senos grandes; también hay con celulares, audífonos, con hamburguesa, casetes de los ochenta, penes, orejas y narices; religiosos, con Cristo, con la Cruz, una cita bíblica; el mundo

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mujer morena con un cubrebocas de Frida Kahlo en caricatura, bonita, cejijunta, ojos grandes y pestañas onduladas, y Basilio le susurra a Pamelo al oído que le encantaría verla desnuda de la boca para imaginar que el paraíso existe.

ha sido invadido por los diseños más raros en materia de cubrebocas y han desplazado a los que venden en las farmacias o centros comerciales por los elaborados en casa o en los talleres de serigrafía de la Algarín, que han profesionalizado la cubreboquería. Las frases sueltas de los dos empiezan a salir de sus bocas cubiertas en una lluvia de ideas sin ton ni son: “Mira, ése que trae uno del Guasón, pá decirle Si te ríes, te beso; o el de Batman, es la Covidseñal, a la chava que trae el de la Mujer Maravilla hay que decirle: a ver, esquiva este virus; la de Timbiriche: ámame hasta sin los dientes; ése del de oso, vamos a bailar; te doy respiración de cubre a cubre; si así está tu cubre, cómo estará tu abre, ay, mamá; el cubrebocas detiene las pendejadas, nel, no hace milagros, no succiones, qué bonitos ojos tienes arriba de esa telita; tu cubrebocas me provoca; no veo tu boca pero sí tu alma, alma mía, déjame ver tus pestañas y adivino de tu boca sus hazañas”, y así van jugando con las palabras a la manera que Ramón Gómez de la Serna lo hacía con sus greguerías, y ambos recuerdan algunas, como ésa de que lo malo de usar bozal es que el perro no puede bostezar, o el rebuzno es un suspiro frenético, o una que está muy adecuada con estos tiempos de pande: “Lo malo de la primera cana es que los demás pelos se contagian”, tal como está sucediendo ahora. Pasa frente a ellos una

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II Ven mujeres policías rumbo a Bellas Artes, se distribuyen por el Eje, no hay paso hacia el Zócalo; llevan cascos, escudos transparentes, botas, caretas, unas con extintores, otras con chalecos verdes; se organizan bien, entre ellas se comunican, la gente se va abriendo para que pasen, cierran Lázaro Cárdenas, desvían vehículos hacia el poniente, nada al oriente, que es el Zócalo, hay momentos de tensión. En Juárez ven policías tipo granaderos en tres filas, apenas pueden pasar ellos, sacan fotos, los empuja la gente, escuchan voces de mujeres gritando, han encapsulado a muchas, la mayoría de negro, cubrebocas de diversos tipos, paliacates verdes, negros y morados. Al centro, rodeadas de cientos de policías, las mujeres gritan y azotan martillos a los escudos de las mujeres policías. Siguen caminando, los ojos de las personas se enfocan hacia el centro de la avenida, que apenas y se ve porque lo bloquean los granaderos que se supone ya no existían. Siguen de largo. Los comercios están cerrados, la gente se aglomera para ver, los novios se amurallan para estirar la mirada como si estuvieran viendo osos polares en el zoológico, todos, obviamente, sacando video o fotos. “Y de pronto llega el viento a tocar en mi balcón, el silencio sabe a estrellas, las estrellas a reloj”. III La esquina es el lugar donde confluyen historias. Juárez y Balderas. Vendimia de cubrebocas. Ahí, días antes, hubo un plantón en contra del presidente, luego se levantó para irse al Zócalo con sus tiendas de campaña. Puestos de cubrebocas desfilan a su paso, al igual que gente con banderas de México, mantas con sus leyendas en contra de algo, dibujos elaborados por artistas, porque la protesta ha generado la mejoría estética visual (con sus puntuales excepciones, claro). Las esquinas abarrotadas de policías, muy parecido a los granaderos que ya no existen en el discurso. Llueve. La gente corre. La pandemia anda en todos lados y no se


ve, pero no deja de dar miedo esta masa que anda sin los poéticos cubrebocas. Cientos de mujeres policías se organizan en fila con escudos. Basilio continúa hablando del cubrebocas. La policía encapsula a mujeres sobre Juárez, gritan a favor de la despenalización del aborto, ¿qué no se había despenalizado ya en esta ciudad?, habría que corroborarlo. Ahora, a la altura del Hemiciclo a Juárez pasan por otro encapsulamiento, cerca del barrio chino que igual venden cubrebocas con sus propios diseños. Gases de colores vuelan por el aire. Las encapsuladas gritan a través de su cubrebocas que ya no pueden sostener las palabras que gritan con fuerza, pero sí pueden impedir que la pandemia se extienda. Basilio le recuerda a Pamelo que en otras ocasiones han salido corriendo a causa de las marchas en esta misma avenida, y que ve el mismo tono de violencia, con otra bandera, antes eran los anarquistas pagados por un partido político que está en el poder, ahora son otros; se miden con varas similares, pero el hartazgo sigue existiendo. La historia no ha cambiado mucho, dice. Los manifestantes son el sonoro rugir del cañón, unos pagados, otros no, con o sin reacomodo de las fuerzas políticas, de las élites del poder que siguen ganando dinero y comiendo sin problemas, viendo cual Zeus desde el

Olimpo, moviendo sus piezas; las masas siempre han sido negocio, unos acarreados, otros no. Hay una historia de la marcha en la academia y otra a nivel de calle, golpes, gritos, cubrebocas que protegen de un virus y no de la política; las calles se toman, sólo que los que eran anarquistas ahora son de izquierda, y los que eran de derecha ahora son revoltosos, conservadores con actitudes anarcas, así lo adjetiva el poder en turno al definir estos movimientos. Tararean “El rey azul”, porque van caminando por la calle como reza la canción: “El reloj que marca el tiempo para que te vuelva a ver, quizá sea sólo un momento, un instante puede ser”. Las esquinas siguen llenas de policías. Entre Balderas y Humboldt otro encapsulamiento, sobre Juárez, las esquinas del movimiento periodístico mañanero por antonomasia, donde la vida sigue mientras haya ganas, a pesar de la pandemia, ganas de que la función continúe en esta ciudad con la esperanza hecha trizas, con una felicidad triste y con el cubrebocas haciendo milagros con el virus y las palabras para no contagiar al prójimo que ya está encima de ellos, corriendo, corriendo, una vez más, los gases, los movimientos de policías, la lluvia y la canción en sus bocas cubiertas, pero “no importa, si tú me miras, yo me convierto en un rey azul”.

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rancotiradores

A mí también me duele 40 años de Queremos tanto a Glenda

Gabriela Astorga

para J.

Las efemérides son siempre azarosas. Al paso del tiempo le ponemos pausas ocasionales para recordar que no hemos olvidado. Con un imaginado rigor, preferimos celebrar aniversarios de diez en diez o de cinco en cinco; nos inclinamos por recordar los cuarenta años de Queremos tanto a Glenda, aunque también podríamos detenernos en los setenta y un años de Las Hortensias, de Felisberto Hernández; los cuarenta y uno de Río subterráneo, de Inés Arredondo; los treinta y dos de Silencio, de Clarice Lispector, o los veinticinco de Delito por bailar el chachachá, de Guillermo Cabrera Infante. Si bien nuestra memoria literaria está enmarcada por jerarquías y valores construidos durante años, en las efemérides hay mucho de apego y lecturas personales. Traemos al presente obras que asumimos que han atravesado airosamente la distancia crítica, pero al estar condicionada al acto de lectura, la celebración de una obra literaria está cargada de vínculos emotivos más caprichosos y difíciles de justificar. Así, celebrar la publicación de un libro no es más que otra manera de recomendarlo, de llamar a otros lectores para ponderar su valor literario, de sentirnos menos solos. En una entrevista publicada unos meses después de la aparición de Queremos tanto a Glenda, Cortázar afirmaba que ese libro eran “simplemente diez cuentos más”.1 Según el autor, algunos cuentos incluídos en lo que sería su penúltimo libro de narrativa breve se parecen demasiado a sus primeros relatos. En efecto, en los diez cuentos que conforman la obra están presentes las obsesiones del autor: el cine, la fotografía,

1

El País, 28 de marzo de 1981.

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la música. Varios de ellos caben al calce en la postulación de Ricardo Piglia sobre el cuento posmoderno: el texto presenta dos historias, la de la lectura y otra oculta que se teje en contrapunto y que el lector desconoce hasta su revelación en el final que queda abierto sin una explicación unívoca, como en “Texto en una libreta”, cuyos personajes desaparecen de la ciudad para rehacer su vida en los túneles del subterráneo; o las historias que conocemos a medias a través de las paredes en “Historia de migalas”; o la mezcla entre invención y realidad en “Historias que me cuento”, que recuerda a la estructura de “Continuidad de los parques”. Sin embargo, en los cuentos de Queremos tanto a Glenda hay una inquietud por contar que los aleja de la primera producción cortazariana y los acerca más al “Diario para un cuento”, último relato publicado por el argentino. La imposibilidad de contar se ve en los diez cuentos que componen el título de distintas maneras. Está, por ejemplo, el discurso ecfrástico de “Clone”, cuya nota final (ajena y no al cuento) explica la pretensión de construir no sólo una representación verbal de un discurso musical, sino, a partir de la portada del disco, desarrollar personajes que representan un instrumento musical y que interactúan para “ajustarse al molde de la Ofrenda musical de Johann Sebastian Bach”, a su vez caracterizada por no tener indicados los instrumentos que intervienen en la ejecución. Así, el diálogo fragmentado entre un coro de madrigalistas que narra una aparente infidelidad entre sus miembros intenta contar con palabras el sonido y la duración de la pieza de Bach, a partir de referencias de otra pieza musical, de la que el autor confiesa saber muy poco. La imposibilidad de nombrar se hace más evidente en otros cuentos como “Orientación de los gatos” o “Anillo de Moebius”. En el primero, el narrador cuenta la manera en que conoce a la mujer que ama, cómo cada vez que ella entra en contacto con una obra de arte se revela algo nuevo de su esencia que él no sólo es incapaz de descubrir, sino de nombrar; así, cada vez que mira a Alana, sólo puede nombrar todo lo que desconoce de ella. En el segundo cuento, que cierra el volumen, las dos historias propuestas por Piglia se hacen evidentes y se contraponen para narrar la historia de una violación y un homicidio en medio del bosque, desde la perspectiva de la víctima y del perpetrador. El cuento se desarrolla en dos historias que se funden en la violencia que carcome la capacidad de nombrar la vida humana.

La violencia tiene un papel fundamental en otros dos cuentos. En “Recortes de prensa”, un escultor y una escritora se enfrentan al testimonio de una madre argentina que desde el exilio pide justicia para su hija y su esposo asesinados, y su hijo y nuera desaparecidos por la dictadura militar. Es el único cuento en que la Historia se cuela de manera explícita en la obra: es la única referencia a la situación argentina que llevaría a Cortázar a optar por la nacionalidad francesa apenas unos meses después de la publicación de Queremos tanto a Glenda. El recorte de periódico retomado por Cortázar abre la puerta en el cuento para lo extraño. Después de leer el testimonio, la escritora sale a la calle en donde se ve inmiscuida en una historia de violencia intrafamiliar que acaba en tortura; la narración incompleta y confusa de esa noche acaba siendo el texto que la escritora ofrece para acompañar la obra del escultor, sin saber que esa historia también acabará siendo un recorte de periódico sensacionalista. Los recortes, entonces, exploran el poder y los alcances de la palabra para describir actos innombrables como la tortura; representan cómo se relaciona un lector con el mundo después de conocer esos actos, como si después de enfrentarse a ella, la violencia fuera parte irrenunciable del diálogo que se puede establecer con el mundo. En “Graffiti”, la violencia se une con la écfrasis. Ambientado en un indefinido contexto de censura y persecución, el cuento narra el diálogo entre un personaje (Tú) y una mujer desconocida a través de dibujos que realizan a escondidas en las paredes de las calles. El personaje empieza el juego como un reto a la policía y al miedo: cada noche garabatea algo en una puerta o una pared, cada noche en un lugar distinto para no dejar pistas. Una sóla vez se atreve a escribir algo: “A mí también me duele”, frase borrada casi de inmediato por la policía. Después de la frase, empiezan a aparecer dibujos al lado de los suyos como entablando un diálogo. En la búsqueda de la mano cómplice, el narrador es testigo de la detención de una mujer que parece ser su interlocutora a la que nunca logra ver del todo. Tras guardar silencio un tiempo, se decide a reanudar las pintas que, por primera vez, duran más de una noche, y en la que halla una pequeña respuesta que no es de ella, sino parece ser ella o lo que queda de ella; una especie de testamento para pedir que las pintas no cesen. Los diez cuentos de Queremos tanto a Glenda son, de cierta manera, como los dibujos en las paredes de “Graffiti”.

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Queremos tanto a Glenda Julio Cortázar México, Nueva Imagen, 1980, 139 pp.

Incompletos, a veces a escondidos y en busca de un interlocutor. Hay en los relatos juegos de espejos, dobles, mundos que se desdoblan. Hay también ausencias tan dolorosas que pesan, desaparecidos que no están “ni muertos ni vivos”, como dijera el infame dictador argentino. Todo en los cuentos es un juego de escondidas o de apariciones. Los cuentos que ahora cumplen cuarenta años se ofrecen a lectores dispuestos a dialogar con la obra, que no sean sólo capaces de completar las historias fragmentadas, o de lanzar una interpretación más, sino de decir “a mí también me duele”; me duele la incapacidad de asir a la persona amada, la búsqueda de la obra de arte perfecta, la infidelidad tanguera; el testimonio de la madre del recorte de periódico, las madres que buscan a sus seres queridos, nuestras muertas, los dibujos y las pintas y las cosas que se han dejado de hacer y de escribir en este país. A cuarenta años de su publicación, traemos al presente Queremos tanto a Glenda porque en este año incierto cabe recordar que también le podemos poner nombre a lo que desconocemos. Las efemérides son azarosas, pero como dijo Cortázar en la entrevista citada: “Cuando el azar funciona dentro de un contexto de fuerzas positivas hace muy bien las cosas. No sólo encuentra caminos imaginativos, sino también caminos históricos. Los elementos aleatorios nos llevan a tumbos por nuestro camino. Pero al azar hay que ayudarlo, darle posibilidades para que actúe favorablemente”. Sirva esta invitación como empuje al azar, como un llamado a una lectura que tal vez nos revele dolidos y rotos, pero también menos solos.

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No se tomen todo esto demasiado en serio:

Campo de Mayo, de Félix Bruzzone Casandra Gómez

Una vez el escritor Mario Goloboff me dijo que los argentinos tenían la mejor literatura de América Latina. Así, sin rodeos. No pude objetar. Me lo dijo mientras almorzábamos en la misma universidad que estudió Ricardo Piglia, en el mismo campus que años atrás fue un campo clandestino de tortura. En el pasado reciente, la Argentina padeció una de las dictaduras más violentas en su historia. Esto dio paso a la llamada literatura de la “posmemoria”, narraciones, en su mayoría, donde los hijos de militantes y desaparecidos construyeron el pasado difuso de aquellos años. El 24 de marzo de 1976, la Junta Militar, encabezada por Jorge Rafael Videla, dio un Golpe de Estado que trajo consigo alrededor de 30 000 desaparecidos. Entre ellos, Félix Roque Giménez y Marcela Bruzzone, ambos militantes del Ejército Revolucionario del Pueblo (erp) y padres del escritor Félix Bruzzone. Con tan sólo tres meses de nacido, Bruzzone fue despojado de los brazos de su madre. De ella y de su padre, la Dictadura se encargó de borrar cualquier rastro. Años más tarde, la inquietud y el carácter extrovertido del autor lo llevaron a indagar sobre el paradero de sus padres y, tras encontrarse con varios vacíos de información, decidió que la mejor forma de contar su historia era mediante la ficción. Félix Bruzzone es un autor aún desconocido en México. Afortunadamente, por lo pronto, la magia de la tecnología permite conseguir sus libros de manera digital. Es imposible encasillar su literatura sólo en el género de la posmemoria. Sí, está de telón de fondo la Dictadura y su condición como hijo de desaparecidos, pero lo que hace va más allá del testimonio o una autoficción convencional. Campo de Mayo (2019) llega a mis manos para completar la cartografía de este escritor. Mientras que la mayoría de la generación de la posmemoria apuesta por un tono más solemne en sus narrativas, Bruzzone nos recuerda que la construcción de este pasado no necesariamente debe corresponder con la

realidad, pues, ¿cuál es la realidad? Para él fue casi imposible seguir el rastro de sus padres. La mejor forma de contar su historia fue mediante los recursos que nos regala la literatura. Creó un universo propio, con prostitutas, marcianos, superhéroes, secuestradores y desaparecidos. Esta no es la primera vez que el argentino escribe sobre la Dictadura y su vida como hijo. Desde su primer libro de cuentos, 76 (2008), y su novela Los topos (2008) ya había dejado en claro que él no quería ser un autor más de la posmemoria. Quizá esto se deba a que su infancia fue muy diferente a la de los otros hijos. En casa no se hablaba de sus padres, ni su abuela perteneció al grupo de mujeres, las Abuelas de la Plaza de Mayo, que reclamaban la aparición de sus hijos. Bruzzone creció leyendo y aceptando que sus padres jamás iban a regresar. Cuando, más tarde, decidió buscar información sobre ellos, se dio cuenta que la mayoría de los que militaban en grupos como hijos, u organizaciones similares, dedicaron toda su vida a una búsqueda que pareciera en vano. Esto último se puede ver reflejado en Campo de Mayo. El libro narra la historia de Fleje, un hijo de desaparecidos que decidió mudarse, junto a su esposa y su futuro bebé, cerca del excampo clandestino de tortura, que da el nombre al libro, Campo de Mayo. En este lugar fue torturada y secuestrada la mamá del protagonista, y existen algunos testimonios de que la madre de Bruzzone también estuvo ahí. Fleje decide convertirse en corredor profesional, y comienza a correr alrededor del Campo con la intención de encontrar a su madre. Desde el inicio, nos damos cuenta de su absurda búsqueda. Hace años que dicho lugar dejó de ser un campo de tortura y no queda ningún secuestrado adentro. O eso es lo que queremos creer, piensa Fleje. Movido por esta falsa esperanza, el hombre pierde la cordura y termina convirtiéndose en un mendigo. Se olvida de su familia y comienza su carrera infinita en búsqueda de su madre. Esto lo lleva a crearse una fantasía, donde existe la posibilidad de que su

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Campo de Mayo Félix Bruzzone Buenos Aires, Literatura Random House, 2019, 128 pp.

mamá haya escapado del Campo pero decidió no regresar con su familia. Sin embargo, de alguna forma tuvo que sobrevivir afuera. Fleje encuentra otra explicación para justificar su nueva búsqueda: se convence, sin razón alguna, que su madre es una prostituta, y ahora indaga en cada prostíbulo del barrio. Esto no descarta la posibilidad de que Fleje podría tener relaciones sexuales con su madre, pero estas nimiedades no importan en la narrativa de Bruzzone. Constantemente, compara la figura de los desaparecidos con prostitutas, travestis e incluso marcianos. Quizá esto no parezca algo nuevo en la literatura, pero sí es algo transgresor en las narrativas de posmemoria. Esta novela, y la mayoría de sus textos, ridiculizan y muestran la otra parte de la búsqueda, de la que no se habla. Fleje es una apología de todas las personas que siguen buscando de forma desenfrenada a sus desaparecidos. Muchos de ellos se olvidaron de continuar con su vida, o encontrar una normalidad, si es que se puede tener en algún momento, al grado que se obsesionaron como Fleje y muchos de sus otros personajes, en sus diferentes novelas y cuentos. El libro —como dice Bruzzone en una entrevista con Luciano Lamberti— no busca centrarse en los conflictos del protagonista: “no quiero hacer una novela sobre un sujeto, quería concentrarme más en el territorio que en el sujeto, la idea del salirse del yo. Es como si de algún modo mostrara la imposibilidad de otro plan en estas condiciones. Es un poco la paradoja que se me termina formulando”.

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Campo de Mayo llega a completar esta serie de libros sobre la Dictadura y sobre el propio Bruzzone. Si bien ningún personaje, tanto de sus otros libros como de este último, corresponde de forma directa con la identidad nominal del autor, cada uno de ellos nos cuenta diferentes momentos en la vida de Bruzzone. Mientras que muchos de los autores de la posmemoria apostaron por narrar de forma lineal, y hasta cierto punto clásica, su historia y la de sus padres, Bruzzone coloca de forma desordenada todos estos datos en sus libros para que sea el lector quien los encuentre. En el caso de Campo de Mayo, la novela se centra en la desaparición de su madre que, hasta al momento, no había profundizado en otros libros. * Es, probablemente, Félix Bruzzone uno de los autores que pasarán a la historia argentina no sólo por ser un hijo de desaparecidos, sino por su increíble escritura. Al estilo de César Aira, aunque jure que su literatura nada tiene que ver con la de él, Bruzzone presenta personajes trasgresores. Si como lectores están buscando un libro que hable de la historia de aquellos años, se llevarán una terrible decepción. Ni Campo de Mayo ni ninguno de sus otros textos pretenden documentar el pasado argentino. Pero si lo que quieren es leer una propuesta estética diferente sobre la Dictadura, éste, y todos los libros del autor, son una buena opción. Como diría Bruzzone, nada más “No se tomen todo esto demasiado en serio”.


El concierto póstumo de Chet Baker Alfonso Nava

Este impulso de autoaniquilación de las obras de arte —su más íntima tendencia— que las empuja hacia la forma inaparente de lo bello, es el que incesantemente excita las supuestamente inútiles disputas estéticas Theodor Adorno, Minima Moralia

El mito de la genialidad autodestructiva ha sido uno de los más rentables y singulares de nuestra así llamada “cultura pop”. Lo redituable proviene de la inconclusión, de lo fácil que es seguir explotando futuros posibles y expectativas, la continuidad de lo póstumo. Lo singular, entre otras cosas, proviene de la dispersión moral con que calibramos lo “genial”, como una larga resaca del romanticismo preburgués al que aludía Thomas Mann en su Doktor Faustus. El reino de los artistas no es de este mundo y por ello hemos aprendido a disculparles el mal carácter (en el menor de los casos), a mitificar la autoaniquilación y el carácter transgresor (como dictaba el programa obligatorio que se impusieron ciertas vanguardias francesas) como condiciones didácticas del artista que persigue el riesgo, que recorre la locura y los infiernos, para así frisar los bordes del gran arte. Hay de casos a casos: del extremismo moral de Simone Weil o la estremecedora historia de Robert Schumann, donde hay una estrecha vinculación entre una obra tan drástica como la vida que la ejemplifica, a las redituables fábulas de lo que hoy en la música pop se sigue nombrando como “El club del 27”. La inmensa (por extensión y por el extenuante trabajo de documentación) biografía de Chet Baker, Deep in a Dream, escrita por James Gavin, debate en esos términos la percepción que hoy, más que persistir por vías naturales, es la que parece publicitarse respecto a un trompetista que habita una perpetua disonancia: el hombre del rostro dulce continuamente acusado de abusador, traidor y junkie; el del trompetista probablemente dotado que sin embargo nunca salió de

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los standards y baladas con una voluntad más bien conservadora; el “Angelo” para los italianos, el “James Dean” del jazz como aún lo venden algunas disqueras que cobran las regalías que en vida le jinetearon a Baker; la voz dulce y suave que, junto a Julie London, habría inspirado a João Gilberto para con ello convertirse en padrino del Bossa Nova. Gavin entra profundo, evitando las infusiones románticas de productos como la apologética película Born to Be Blue (Canadá, 2015), para terminar encontrando los pies de barro, la pregunta respecto a si la categoría de lo genial no es acaso más bien un caso clínico y un constructo cultural medianamente vacío, con consecuencias trágicas para el círculo más íntimo. La tragedia de Baker por consecuencia de sus diversas adicciones es muy conocida y Gavin evita la tentación de psicoanalizarla o de fundamentar el origen en su complicado contexto familiar. Biógrafo de otras personalidades trágicas del mundo del jazz como Lena Horne y Peggy Lee, lo que sí ubica es un síndrome común de insatisfacción, de evasión, de diversas tensiones (incluyendo la racial) y, desde luego, un ámbito de disponibilidad al por mayor de drogas y alcohol. Mucho se ha dicho, quizá sobre todo después de The Great Gatsby, sobre ese gran telón de alegría, lujuria y maravilla que ocultaba los miedos, incertidumbres e injusticias de la sociedad estadounidense de la posguerra. La alegría del swing y sus evoluciones, al menos hasta el bebop, recurrentemente es tratada como una música de evasión, de mero entretenimiento, el ruido de fondo para la falsa alegría de los balls. En ese marco, por ejemplo, los entrevistados de Gavin definen al “cool” de Miles Davis como la creación de un ritmo grato y energético, alegre incluso, pero que destilaba un soterrado frenesí violento. Una suerte de evasión o, acaso, transferencia. Jack Sheldon, contrapunteando a Davis con Baker, afirma: “La música de Miles podía ser también bella, pero era bastante siniestra”. Diríamos que el cool es aquello de lo que Kafka le escribe a Milena Jesenská: “Nadie canta con tanta pureza como los que están en el más profundo

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infierno; su canto es lo que creemos el canto de los ángeles” y tal frase podría aplicarse a ese estilo emocional con que Baker adoptó el “cool”, como necesidad análoga de expresar una cierta furia y sufrimiento cuyo origen Gavin no intenta siquiera adivinar (Gavin se atiene a documentar los hechos, no a fabular desde ellos o analizarlos psicológicamente), aunque luego nos ofrece claves que nos podrían llevar a la idea de que el carácter trágico de Baker no carecía de cierta impostación. Y la mejor evidencia parece encontrarla no tanto en sus acciones, donde ciertamente la tragedia abunda (en el relato de Gavin, Baker se va convirtiendo gradualmente en un sobreviviente, un desamparado que siempre está en líos con la policía, sus caseros, sus acreedores, sus dealers), sino en su música. En los diversos relatos de las dinámicas de Baker en estudio suelen convivir un músico desaseado y a veces sin rastro de talento al que le enmiendan la plana con parches y retoques de otros trompetistas en la consola de edición, al tiempo que contemporáneos como Coltrane y el propio Davis le reprochan que su único objetivo es “crear música bella y mantenerla simple”. Los diversos episodios parecen revelar a un músico ciertamente dotado (que toca de oído, que reflexiona sus notas y se sabe acoplar a talentos como Gerry Mulligan o su eterno rival, Stan Getz) que parece empeñarse menos en revolucionar su arte que en mostrar esta idea de que no existe genialidad aséptica. Que lo cool es no ser aburrido en la vida, aunque sea así con el instrumento. El chico rudo y temperamental de las fotos de Herman Leonard que canta baladas en un tono dulce y ligeramente (deliberadamente) desafinado es una imagen que, aún en medio del caos de su vida, parece cultivada cuidadosamente como la imagen de los punks perfectamente calculada por Malcolm McLaren para los Sex Pistols. Y no obstante esta probable farsa, no dejamos de ver un sufrimiento auténtico que parece provenir de una necesidad constante de cariño y aprobación. Pero que esto se revele no es usado por Gavin para disculpar al trompetista. Quizá el


Deep in a Dream: la larga noche de Chet Baker. James Gavin México, Reservoir Books, 2018, 576 pp.

mejor momento del músico ocurre cuando se narran sus breves días como benefactor de Charlie Parker, su héroe personal, cuya tragedia es casi idéntica. Pero en adelante estas necesidades llevan a Baker a una cadena de abusos y de dependencias nocivas con todas sus parejas sentimentales y socios de negocio. Baker parece generar en sus cercanos una necesidad de rescate, de protección, de cobijo continuamente traicionados (Baker permite el encarcelamiento de su primera esposa en Italia, abandona a amigos en plena sobredosis, roba casas de conocidos, acaba con la fortuna de Ruth Young, una de sus más incondicionales parejas, etcétera) y de pronto aquí pareciera surgir una pregunta que sale de los márgenes del libro: ¿no seríamos los fans de Chet Baker otras víctimas parecidas de ese influjo, fans necesitados de mostrar empatía y cobijo a esa voz que resuena como desde el más profundo infierno? Considero que ese tema colateral ronda al libro: esa cierta dependencia que los fans generamos sobre ciertas figuras a las que necesitamos ver geniales, autodestructivas, exploradores de esos infiernos que no queremos tocar. Ya sea por admiración genuina y no pocas veces por condescendencia, quizá recurrimos a esas figuras para sentirnos mejor frente

a nuestra propia posibilidad de la maldad o de la decencia, para calibrarnos mejor. ¿Queremos rescatarlos o atestiguar la degradación? Otra obra que ensaya agudamente el carácter romántico, Humboldt’s Gift de Saul Bellow, ensaya así la dinámica de estos artistas decadentes a los que llama “mártires bufos”: Existen (los artistas) para poner de relieve la enormidad del horrible embrollo y justificar el cinismo de aquellos que declaran: “Si yo no fuese tan mal nacido, corrupto e insensible, rastrero, ladrón y buitre, tampoco podría resistirlo. Fíjate en esos hombres tiernos y sensibles, los mejores entre nosotros. Ellos sucumbieron, pobres locos”. Sin poner en duda el talento de Baker, Gavin deja sobre la mesa datos que parecen cuestionar si acaso los consumidores de ciertos productos culturales solemos sobrevalorar el talento para obtener de ciertas historias alguna fábula moralizante, mártires bufos en cuya degradación encontremos, por contraste, una conclusión reafirmadora de la vida. Como si buscáramos fracasos épicos para seguir ignorando los del hombre sencillo que vemos diario en la calle, en la vida, fracasos mucho más parecidos a los nuestros.

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Melancolía de la escritura

Poeta chileno,

de Alejandro Zambra José Antonio Gaar

En 2013, Ámsterdam le concedió el Premio Príncipe Claus a Alejandro Zambra por el conjunto de su obra, una obra que apenas incluía tres volúmenes: Bonsái, La vida privada de los árboles y Formas de volver a casa. Se trata de un premio que han ganado pocos y no siempre escritores. Si así fue hace siete años, ¿quién será el primero en otorgarle otro de esos galardones, luego de la aparición de sus ensayos, No leer; los cuentos excelentes en Mis documentos; su adelantado texto Facsímil (parecido a lo que proponen Maggie Nelson o Susan Howe); su antología personal, Tema libre; y ahora la mejor de sus novelas: Poeta chileno? Poeta chileno es uno de esos libros que será leído como manifiesto generacional. Rodrigo Fresán, incluso, escribió uno de esos chistes malos que terminan por ser reveladores: “Poeta chileno debió llamarse Los detectives domésticos”. Porque, en efecto, cualquiera que lea la novela de Alejandro Zambra, y haya leído la novela de Roberto Bolaño, se dará cuenta que Poeta chileno es el lado B de Los detectives salvajes. Alejandro Zambra (Santiago, 1975), en esta novela, como si pusiera de manifiesto el siguiente verso de Raúl Zurita: “sólo para que tú lo escuches Chile se levanta”, narra la historia de un lugar mítico, un país lleno de poetas, al que no le importa mucho nunca haber ganado un mundial de futbol porque sabe que ha ganado dos veces el mundial de la literatura; una historia que nos cuenta cómo es el origen, la transformación y la caída de todo poeta chileno que ha querido serlo. De nuevo, los tópicos que el escritor chileno mostró, desde el inicio, en su universo literario, aparecen. Otra vez,

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un joven escritor se enamora de una mujer, años después de volver a encontrarse, y se hace cargo del hijo de ella. Otra vez la alegría amuebla los días en casa, tan vertiginosamente como termina. Otra vez el poeta chileno trabaja dos o tres jornadas como profesor de literatura, como telefonista, como siempre ha trabajado el alter ego de Zambra en sus novelas. Pero hay un cambio importante: el narrador ya no aparece tan ingenuo —como en Bonsái o La vida privada de los árboles—, se presenta más frío, más maduro, y ahí donde jugaba a ser un padrastro ausente, más bien ajeno, ahora se toma el papel de que “ser padre consiste en dejarse ganar hasta el día en que la derrota sea verdadera”. Poeta chileno está compuesta de varias tramas. Primero tenemos la historia de Gonzalo, el poeta chileno que se pregunta todo el tiempo cómo escribir poesía, y que en algún momento lo consigue. Gonzalo publica su primer y único libro y lo deposita en una librería de culto, donde pasará toda una década sin ser leído, hasta que su hijastro, Vicente, lo rescate del olvido. Luego se sucede esa historia, la historia de Vicente. Vicente, el lector de poesía insaciable, que creció durante un par de años bajo la tutela de Gonzalo, decide ser un escritor. Comienza a escribir poesía y por él nos enteramos quiénes son los poetas consagrados, los poetas primerizos, los buenos, los malos y los inmortales. Y es por eso que en algún momento Vicente se convierte en el guía espiritual de Pru. Pru es la tercera historia de esta novela. Pru es el personaje aventurero. Pru es la periodista neoyorquina, la única detective salvaje en esta historia, que va en búsqueda de la


Poeta chileno Alejandro Zambra Barcelona, Anagrama, 2020, 422 pp.

literatura —de cómo es que se hace y se vive la literatura— en el corazón mismo de Santiago. Y esta es la historia que vuelve entrañable la novela. La parte de Pru es excepcional. Se le ha encomendado escribir un artículo sobre la situación de la poesía chilena actual y todos los poetas pelean por ser el eje rector de ese manuscrito, apenas se enteran. La revista sólo cuenta con algunos lectores, pero no importa. Lo que interesa es que ese texto será publicado en Nueva York, y de pronto surgen toda clase de poetas: poetas-críticos, poetas-editores, poetas-libreros, poetas-profesores, poetas-periodistas, poetas-narradores, dispuestos todos a colaborar. Una parodia de esa idea sobre Chile como corazón de la poesía, es cierto, pero que también critica a los poetas latinoamericanos, preocupados por su imagen, por jactarse de ser mejores, que lo mismo organizan ingenuos performances de protesta (o a favor de la poesía), que un concurso para que mujeres les envíen fotos de sus cuerpos desnudos. Siempre me ha parecido verdaderamente extraño cuando la crítica dice “ha demostrado ser un escritor”, “por fin alcanzó la meta máxima” o “Alejandro Zambra vuelve en grande a la novela”. ¿Por haber escrito algo más de doscientas

páginas? Como si Zambra no hubiese escrito ya tres grandes ejemplares, o si la grandeza se midiese en número de caracteres. Pero tiene razón ese último cintillo que acompaña a Poeta chileno porque Zambra volvió en grande a la novela, con una obra que combina cada una de las tramas de manera perfecta. Una novela sobre mujeres y hombres que juegan todo el tiempo a ser escritores, que merodean por los callejones del mito poético chileno, y que de alguna manera el lector llega a creerse, gracias a todos los poemas que acompañan a la narración a manera de escenografía. Poeta chileno muestra la melancolía de la escritura, donde el mundo de la literatura “es un mundo mejor. Un poco. Es un mundo más genuino. Menos fome. Menos triste. O sea, Chile es clasista, machista, rígido. Pero el mundo de los poetas es un poco menos clasista. Sólo un poco. Por último creen en el talento, tal vez creen demasiado en el talento. En la comunidad. No sé, son más libres, menos cuicos. Se mezclan más... Es un mundo mejor”. Y es una novela que se disfruta, inteligente y graciosa, de madres e hijos, de padrastros e hijastros, donde si todo sale mal, porque todo en algún momento sale mal, siempre habrá un libro a la mano.

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colaboran Gabriela Astorga (Ciudad de México, 1983). Es licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la unam. Miembro del consejo editorial de Malpaís ediciones y de la coordinación general de NoFM Radio, donde conduce el programa Buen Día, Gorilas. Emma Julieta Barreiro. Traductora, académica e investigadora. Doctora en Letras por la unam. Obtuvo un posgrado en investigación por la Universidad de Edimburgo, en Escocia. Es coordinadora de la Mesa de Traducciones del Periódico de Poesía. Ha publicado en revistas especializadas como Los sonidos de la lírica medieval hispánica, Retórica y argumentación. Perspectivas de estudio y Anuario de Letras Modernas. Carlos Martín Briceño (Mérida, Yucatán, 1966). Narrador. Premio Internacional de Cuento Max Aub 2012, Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo 2003 y Premio Nacional de Cuento de la Universidad Autónoma de Yucatán 2004. Algunos de sus libros son: Después del aguacero, Al final de la vigilia y Montezuma’s Revenge. Ramón Castillo (Orizaba, Veracruz, 1981). Egresado de la licenciatura en Filosofía de la Universidad de Guadalajara. Becario en el área de Ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas 2009-2011. Ha publicado en revista como Replicante, Casa del Tiempo, Laberinto, entre otros. Aparece en Antología del Ensayo Literario Veracruzano 1950 - 2010. Paul Celan (Rumania, 1920 - París, 1970). Uno de los poetas de lengua alemana más importantes del siglo xx, pubilcó, entre otros, los libros Adormidera y memoria (1952), De umbral en umbral (1955), Rejas de lenguaje (1959), La rosa de nadie (1963), Cambio de aliento (1967), Coacción luminosa (1970) y, póstumamente, Finca del tiempo (1976). Obtuvo en 1960 el premio Georg Büchner. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Autora de la novela Te amaba y me chingaste (Vodevil, 2018), y el libro de relatos Orillas (Paraíso Perdido, 2018). Compiladora del volumen Bidi Bidi Bom Bom: diez y cinco writers en torno a Selena (Paraíso Perdido, 2019). Lucía Leonor Enríquez (Ciudad de México, 1981). Directora, dramaturga, actriz y traductora. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas. En 2009 publicó Nadie se va a reír. Rogelio Flores (Ciudad de México, 1974). Escritor, crítico cinematográfico y periodista cultural mexicano. Cursó Ciencias de la Comunicación en la unam, Creación Literaria en la Sogem y Realización Cinematográfica en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de Cuba. Ganador del Premio de Novela Lipp La Brasserie en 2015. Autor, entre otros, de Abreletras, Prohibido fumar, cuentos contra la represión y Palabras malditas. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. José Antonio Gaar (1991). Es periodista y locutor en Radiotelevisión de Veracruz (rtv) y profesor de Historia del Arte en la Universidad Veracruzana.

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Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Casandra Gómez (Xalapa, 1996). Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas. Primer lugar en la categoría de Ensayo y tercer lugar en la categoría de Relato del Premio Nacional al Estudiante Universitario 2020, organizado por la Universidad Veracruzana. Becada en 2018 por la Fundación para las Letras Mexicanas, en el Curso de Creación Literaria para Jóvenes. Algunos de sus textos pueden leerse en Revista Literaria Taller Ígitur y Revista Literaria Tintero Blanco. Pablo Molinet (Salamanca, 1975). Es autor de Poemas del jardín y del baldío (Alforja, 2002). Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 1998. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2004 a 2006. Ha publicado en revistas como La Nave, La Otra, Pliego16 y Tierra Adentro. Alfonso Nava (Ciudad de México, 1981). Becario de diversas instituciones de fomento a la lectura. Obtuvo el Concurso Nacional de Cuento Beatriz Espejo en 2004, y en 2016, el Premio Latinoamericano de Novela Sergio Galindo por Sick & McFarland. Una novela pretenciosa, escrita en coautoría con Alejandro Arteaga. Virginia Negro (Italia, 1985). Periodista, investigadora y académica. Se licenció en Comunicación en las universidades de Bologna y París. Ha realizado trabajos de investigación en España, Polonia, Argentina y México. Actualmente estudia el doctorado en Estudios Latinoamericanos en la unam. Es colaboradora de medios como La Reppublica y Milenio Diario, entre otros. Marina Porcelli (Buenos Aires, 1978). Es editora. Ha colaborado en el suplemento Laberinto, del periódico Milenio. Su primer libro de cuentos, De la noche rota, fue publicado por la Universidad de La Plata en 2009. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco; Empacados al vacío. Ensayos sobre nada y Raras, entre otros. Héctor Antonio Sánchez (Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca. Federico Vite (Apan, Hidalgo, 1975). Narrador. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas 2003 en Ensayo. Ha obtenido, entre otros, el Certamen Estatal de Cuento María Luisa Ocampo 2002 y el Premio Nacional de Novela Ignacio Manuel Altamirano 2003. Entre sus libros destacan Parábola de la cizaña, Bajo el cielo de Ak-pulco y Carácter.


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La prensa transnacional. Fundamentos para una metodología histórica

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Coordinado por Arnulfo Uriel de Santiago Gómez

En esta obra se analiza cómo el manejo de la información se vio influenciado por el perfil de diversos medios durante la segunda mitad del siglo XIX y el siglo XX.

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La figura del demiurgo en el pensamiento de Platón y su presencia en el arte medieval Francisco Javier Montes de Oca Hernández

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