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Cuatro ensayos de la última década

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Brenda Ríos

Paul Auster comienza así “El hombre invisible”:

Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte. El hombre deja escapar un pequeño suspiro, se desploma en un sillón y muere. Sucede de una forma tan repentina que no hay lugar para la reflexión; la mente no tiene tiempo de encontrar una palabra de consuelo.

Lo que sigue es un relato que oscila entre lo objetivo y lo íntimo, la reflexión del escritor sobre el padre, sobre sus hábitos, su personalidad, sus tics, su silencio, su historia, y sobre sí mismo, su familia, su trabajo. El vínculo que une el pasado y el presente. La vida oculta que todo padre calla, o no muestra, a sus hijos y que se descubre cuando éste muere.

“El hombre invisible” es un texto que se incluye en Ensayos completos (Booket, España, 2013). Es literatura-carta-confesión al estilo de reclamo de un Kafka sin ese tú al que el autor se dirige. La Carta al padre facilita el juicio y la creación de un personaje anclado en el sentimiento y en la imposibilidad del amor paterno, el reconocimiento del poder. Con Auster estamos frente a una introspección elevada, como si ese “Yo” y ese “Él” fueran lo único en el mundo. El padre se muere, el mundo se congela. Y, cuando se reinicia, nada vuelve a ser lo mismo.

Vivian Gornick, en Apegos feroces (Sexto Piso, España, 2017), se inscribe en esa tradición de escribir sobre los padres y las relaciones que surgen del conflicto, la reconciliación, la falta de comunicación entre padres e hijos. En ese sentido el ensayo es novela autobiográfica, una saga de personajes que reflexionan sobre su condición. Se trata de un texto autocrítico,

punzante, y por supuesto, dada su naturaleza de “honestidad”, logra de inmediato que el lector coma de su mano. Esta mujer neoyorkina, judía, pudo haber salido de una película de Woody Allen, si a éste le diera por contar lo pobre y lo sórdido de la clase obrera, aun si judía. Gornick es clínica, su ojo es navaja y su análisis es corte profundo en esa cirugía a la historia propia. La vida de una mujer marcada por la vida de la madre. Ninguna novedad. Y sin embargo… la vida sentimental de una está marcada por la vida sentimental de la otra, he ahí el acierto, el estereotipo o el hachazo burdo. La vida de las personas es una cadena constituida, hecha de acero y de buenos artesanos. Cada mujer se vincula a su madre así como cada hombre se vincula a su padre. Es inevitable: el espejo del género y el sexo y el idioma y la representación y todo eso que se llama cultura, y sirve para que alguien, en su vida adulta, diga “Esto es así porque mi padre/madre solía hacerlo así”.

Gornick refiere a una madre enamorada y cómo, al morir el padre, deja de tener razón para vivir. No hay juicio. Sólo descripción de los acontecimientos. Ella misma refiere a su falta de compromiso en su vida amorosa, en sus relaciones con hombres casados, en su incapacidad de “hallarse sentimentalmente” con los hombres. En la distancia enorme que hay entre hombres y mujeres. En la evaluación constante que las mujeres tienen sobre sí mismas. Sus decisiones. La madre es el marco para todo ello, para la vida adulta, para la concepción del mundo, la casa, la ciudad. Apegos feroces no será sólo sobre la madre sino la historia de una ciudad: Nueva York. La ciudad también es vínculo materno, como la lengua, como la identidad, como el cuerpo propio. Chantal Ackerman hizo ese fantástico documental sobre su madre: No home movie (2015), que pareciera una correspondencia al texto de Gornick. El documental es el ensayo visual: la argumentación, la temática, la vida cotidiana, la relación con la madre, la sexualidad son temas eje entre ambas. Y logran algo excepcional: explicarse la relación con su madre. Se nota que buscan no juzgar, buscan el hilo que une y el amor y el odio que existe en toda relación filial.

El ensayo personal permite la autopsia de la emoción, exprimir la toalla del cuerpo. La emoción es la inteligencia otra. Un ensayista aun en sus pasiones excesivas no deja de ser inteligente, no deja de ser fiel a una “argumentación ordenada”.

Aunque la casa se derrumbe, de Ana Emilia Felker (Ediciones de Punto de partida 14, Dirección de Literatura, unam, 2017) es un libro inscrito en el género ensayo. Quizá se componga de 70% crónica y 30% ensayo si fuéramos exquisitos con los límites. Pero qué más da. Son textos equilibrados, entre lo personal y lo esquivo (lo periodístico), lo que es del ámbito del análisis y de la percepción. “Historias de amor” y “Casete marca Tiempo” son mis favoritos. Lo que mueve a Felker, y eso le agradezco, son sus apegos y sus cercanías a sus personajes: “Salomón Martínez Torres llevaba una botella tamaño familiar de champú Pantene. La cargaba en sus caminatas por la Ciudad de México porque en el albergue no se puede guardar nada, es obligatorio salir a las siete de la mañana sin dejar rastro. A sus años había recorrido la urbe entera: la calle era su casa; su mochila, la habitación”.

Un cronista es un ensayista que sale de casa, podría ser una definición para algunos. Ella es una cronista espléndida y generosa, comparte “el relato”, “el suceso” pero también lo que hay más allá: sus impresiones e incluso los titubeos. Nunca burda, logra una escritura concreta, de calle, de personajes de a pie, sin dejar por eso de apuntar a un sitio: una estructura, un estado de ánimo.

Todos esos textos no pretenden educar con citas y argumentos, pretenden compartir una disertación sobre sí mismos, sobre lo que lograron comprender desde la experiencia misma.

La crónica cuenta. El ensayo “piensa en voz alta”. El ensayo puede estar dentro de la novela, el cuento, el

reportaje, el artículo editorial, pero ninguno de esos géneros puede sólo ser ensayo. He ahí su espíritu transitivo, fugaz. Hay un Yo en la crónica que presume ser verdadero, pues es un Yo testigo. Cuando ese Yo se va al ensayo puede incluso tratar al Yo en tercera persona: salir de sí mismo para contar el suceso o problema. El acontecimiento se mira desde otra parte.

Ahora, hay ensayos que extienden ese Yo Absolutista, como el de Philip Lopate, Retrato de mi cuerpo (Tumbona, México, 2014), que logra pegar tanto la voz de ese Yo al oído que uno puede cerrar el libro y seguirla escuchando, como un vendedor de la calle. Hay que leerlo con mesura, poco a poco, no intentar leer el libro completo porque uno termina con esa voz de profesor autorreferencial, irónico, punzante, por días dentro de la cabeza. Y se nos olvida de qué habla, es lo terrible: sólo está el sonido de esa voz que ama el eco que produce. Lopate tiene textos donde revela “de más”, los antiguos ingleses dirían de él que “es demasiado personal”, pero de eso se trata. Lo personal es una cruzada contra la objetividad. Tiene un ensayo sobre la muerte de su tutor, un profesor y escritor que admiraba muchísimo y con el cual nunca pudo construir una relación cercana: “El padre muerto: Remembranza de Donald Barthelme”. De alguna manera es un ensayo panegírico, respetuoso y mordaz sobre esa persona. Le queda muy bien hablar de sí mismo y de los otros. Sus ensayos menos logrados son esos donde la neurosis toma el poder: la colección de cotonetes para limpiar la cerilla, su afición de callar a la gente que habla en los cines. Es, como bien se define él mismo, un viajero irascible. Lo “simpático” se convierte en una postal histérica y ahí es cuando ese Yo se vuelve un poco odioso, un poco de más, y es hora de buscar otro libro para descansar de la voz chillona, urbana. Hay algo que dice que me brinca al ojo: “Si una mente me interesa lo suficiente, con gusto la seguiré hasta donde me lleve”, mientras Felker, a su vez, relata: “Salomón fue la primera persona que conocí al visitar las oficinas de Mi Valedor. Apenas lo saludé y ya me había abierto las puertas de su mochila. Tal hospitalidad me inspiró a seguirle los pasos para conocer dónde y cómo habitan los fantasmas que deambulan, a un ritmo más lento, entre los más de veinte millones que aceleramos a diario la capital”.

Seguir la mente y a la persona, dos maneras de hilar la posibilidad de la escritura: seguir a otro, hablar del otro, entrar al otro en la medida de lo posible hasta que éste deje hacerlo, aun si miente, aun si rechaza, aun si muere antes de que pueda ser alcanzado.