Casa del tiempo 64, septiembre-octubre de 2020

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NOVEDADES EDITORIALES

Revista bimestral de cultura • Año XL, época V, Vol. VII, número 64 • septiembre - octubre 2020 • $60.00 • ISSN 0185-4275

Aspectos moleculares del desarrollo de las angiospermas: morfogénesis de la raíz David Manuel Díaz Pontones y José Isaac Corona Carrillo

Formas de habitar. Arquitectura y vivienda popular Jorge Iván Andrade Narváez

COMUNICACIÓN

Viralidad. Política y estética de las imágenes digitales José Alberto Sánchez Martínez y Dulce A. Martínez Noriega (coords.)

FILOSOFÍA

Escritos sobre la filosofía política de György Lukács Jorge Velázquez Delgado y Raúl Reyes Camargo (coords.)

MATEMÁTICAS

Ecuaciones diferenciales y análisis de Fourier Jaime Navarro Fuentes

Casa del tiempo • número 64 • septiembre - octubre 2020

BIOLOGÍA

ARQUITECTURA

POESÍA

Novilunio Abraham Peralta Vélez

De venta en: Librerías UAM · Educal · FCE Gandhi · Sótano · Péndulo

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Tiempo en la casa, suplemento electrónico: “Diseño: origen y transformaciones”, de Antonio Toca Fernández


Cacofónicos y disléxicos De Moisés Elías Fuentes

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Cada poema de Fuentes testimonia su rebeldía y condena ante el constante desgarramiento de almas y corazones. Este libro señala tanto el torcido perfil de la humanidad contra sí misma, como la aspiración para que la lucha sea contra nuestra propia tendencia para multiplicar el dolor, el crimen y la miseria.

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Editorial El primer número de Casa del tiempo, revista cultural de la UAM, se programó para septiembre de 1980. La publicación fue presentada en la Galería Metropolitana junto con los primeros ejemplares de las colecciones de libros Cultura Universitaria y Molinos de viento del Departamento Editorial. Fue una ceremonia que marcó el inicio de la actividad cultural extramuros de la Universidad, a fin de hacer realidad el artículo 2º de la Ley Orgánica en su parágrafo III: “Preservar y difundir la cultura”. El escritor Carlos Montemayor, junto con un entusiasta grupo de colaboradores, y el decidido apoyo del doctor Fernando Salmerón, entonces Rector General, estuvo a cargo del proyecto en su conjunto. Cuarenta años después, este septiembre de 2020, volvemos la mirada a nuestro pasado. Quisimos hacer un homenaje a los autores de números y épocas que nos precedieron. Sin embargo, el acceso a nuestros acervos fue imposible: el cerco sanitario que afecta al mundo por la pandemia de coronavirus limitó nuestro trabajo. Nos habíamos propuesto una mirada a los escritores, pintores y dramaturgos que participaron durante aquellos primeros años en la actividad cultural de la universidad, tanto en la Galería Metropolitana como en la Casa de la Paz, como en nuestras unidades fundacionales. A cambio, presentamos una compilación de poemas propios del fin del siglo, basados en el proyecto Margen de poesía, estructurado por Cesarina Pérez Pría y Víctor Hugo Piña Williams (1991) consistente en una serie de poemarios con formato de 13 x 21 cm., encuadernados a caballo, de extensión variable, numerados, que se difundieron anexos a Casa del tiempo a lo largo de casi ocho años. En ellos se publicaron escritores nacionales y extranjeros en plaquettes insertas en la revista, como hoy lo hace electrónicamente Tiempo en la casa.


Rector General Eduardo Abel Peñalosa Castro Secretario General José Antonio De los Reyes Heredia Unidad Azcapotzalco Rector Oscar Lozano Carrillo Secretaria María de Lourdes Delgado Núñez

editorial, 1 torre de marfil De Margen de poesía, 3 Bernardo Ruiz

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Unidad Xochimilco Rector Fernando de León González

De La gruta de las palabras, 5 Vladimir Holan De Exutorio, 7 Guillermo Fernández De El libro de Nicole, 10 Francisco Cervantes De Soledumbre, 12 Carmen Boullosa De Sombra pido a una fuente, 14 Adolfo Castañón De Con esta boca, en este mundo, 15 Olga Orozco De Por si las moscas, Galas del trovar, 17 Hernán Lavín Cerda De La edad del bosque, 22 Jorge Esquinca De Poemas desde la India, 24 Elsa Cross De Delfín desde el principio, 27 Carmen Villoro De Antevíspera, 29 Miguel Ángel Flores

Secretaria Claudia Mónica Salazar Villava

ensayo visual, 33

Unidad Cuajimalpa Rector Rodolfo Suárez Molnar Secretario Álvaro Julio Peláez Cedrés Unidad Iztapalapa Rector Rodrigo Díaz Cruz Secretario Arturo Leopoldo Preciado López Unidad Lerma Rector José Mariano García Garibay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi

Casa del tiempo, año xl, época v, vol. vii, núm 64 • septiembre-octubre 2020. Revista bimestral de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Francisco Mata Rosas Subdirector Bernardo Ruiz Consejo editorial Silvia Pappe Willenegger, Carlos Illades Aguiar, Jesús Rodríguez Zepeda, Alejandro Natal Martínez y Arnulfo Uriel de Santiago Gómez Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental y asesoría editorial Miguel Ángel Flores Vilchis, René Rueda y Jorge Vázquez Ángeles Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Diseño de portada Francisco López López Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, Ciudad de México. Casa del tiempo, año XL, época V, vol. VII, número 64, septiembre-octubre 2020, es una publicación bimestral editada por la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex Hacienda San Juan de Dios, alcaldía Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México; teléfono 5483 4000, ext. 1509 y 1510. Página electrónica de la revista: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo, dirección electrónica: editor@correo.uam. mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado d e R eserva d e D erechos a l U so E xclusivo d el T ítulo n úmero 0 4-2013092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México. Fecha de última modificación: 31 de agosto de 2020. Tamaño de archivo: 10 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

ménades y meninas Semiótica ecológica de un artista contemporáneo. Una conversación con Zevs, 40 Virginia Negro El tiempo vivo. Algunas notas sobre La cámara lúcida de Roland Barthes, 46 Ingrid Solana M, el maldito, de Fritz Lang: el cine sonoro y el lenguaje del mal, 50 Moisés Elías Fuentes

antes y después del Hubble Life Begins at 40, 54 Maira Colín Onetti, el género sucio de la tristeza, 58 Ramón Castillo El valor de los diamantes negros, 62 Rogelio Flores Al filo de Yáñez, 66 Omar Delgado

francotiradores La risa y el saber: la poción irresistible de Umberto Eco, 70 Verónica Murguía Cuarenta años de Siete noches, 72 Salvador Calva Carrasco Andamos huyendo Lola: la imaginación estrangulada, 74 Nora de la Cruz White Riot: la guerrilla aterciopelada de Joe Strummer, 76 Alfonso Nava Ahora ya soy todos los nombres de la historia, 78 Raúl Bravo Aduna

colaboran, 80 Tiempo en la casa. Diseño: origen y transformaciones Antonio Toca


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De Margen de poesía Bernardo Ruiz

Casa del tiempo cumple cuarenta años de existencia en esta entrega. El que la revista permanezca y continúe es motivo de profunda alegría y orgullo para quienes estamos a cargo de su existencia. La efeméride sucede en tiempos oscuros para el país, que nos fuerzan a evitar la distribución impresa del número por las limitaciones que impone la epidemia viral que lesiona la cotidianidad acostumbrada. Buscamos, a contracorriente, mantener viva esta publicación que es columna vertebral de la difusión de la cultura desde la uam hacia numerosos lugares de México y del mundo. Recordamos con gusto, en esta entrega, la voluntad creadora de Fernando Salmerón Roiz, de Carlos Montemayor y de Manuel Núñez Nava; quienes con su experiencia previa en revistas culturales de prestigio nacional como La palabra y el hombre y la Revista de la Universidad dieron forma a Casa del tiempo1 con una definición nítida de la publicación que proyectaban: “una revista poética”. Partieron ellos de la propuesta del escritor Friedrich Hölderlin, quien concibió la idea de una revista mensual, Iduna, cuya intención sería: “buscar la reconciliación y la fusión de la ciencia con la vida, del arte y del gusto con el genio, del corazón con el entendimiento, de lo real con lo ideal; de la cultura (en el más amplio sentido de la palabra) con la naturaleza. Para concluir que ése sería “el espíritu de la revista”.2 Ciertamente una revista cultural universitaria no debe constreñirse a la poesía — como señala con lucidez Hölderlin— sino ser puente de creatividad hacia el mundo. Así, en esta celebración optamos por dar preferencia al sueño de nuestros pioneros y estructurar un número donde prevalece la poesía. Revisamos épocas previas y seleccionamos los números de los años noventa, cuando Casa del tiempo tuvo un lujoso rediseño.3 A ella se agregó un inserto: “Margen de poesía”, colección que difundió 76 autores entre 1991 y 1998. De algunos de sus títulos iniciales hicimos una breve selección para este número.

https://bit.ly/34ulPAA Casa del tiempo, No. 1, México, septiembre de 1980, p. 2 3 A cargo de Cesarina Pérez Pría y Víctor Hugo Piña Williams. 1 2

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De La gruta de las palabras Vladimir Holan Versiones de José Emilio Pacheco a partir de la traducción inglesa hecha por C. G. Hanzlicek y Dana Hábová

POESÍA

Si uno no se siente perdido perderá cuanto ocurre a los demás y lo que a él va a ocurrirle. Perdido como está hace una carta, cierra el sobre y subraya: Para abrir después de mi muerte. Pero estar perdido y resistir y tener la luna en un libro, la noche en la lectura, no saber cómo ni dónde, no estar solo sino perdido, es como si el dolor propio, al mezclarse con el ajeno, engendrara un tercer corazón.

(Margen de poesía 2)

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ENCUENTRO EN UN ELEVADOR

Sólo nosotros dos entramos en el elevador. Nos miramos sin pensar en nada más. Dos vidas, un momento, plenitud, beatitud. Ella bajó en el quinto piso y yo, que iba más arriba, supe que no volvería a verla jamás, que nos habíamos encontrado en la vida sólo una vez, que si la siguiera sería como un muerto, y si ella volviese a mí sería del otro mundo.

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De Exutorio Guillermo Fernández

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Dices palabras. Yo las escucho rojas, con algo de nubes blancas. Flotan en el silencio como amarillas moradas. Me quedo viviendo en ellas contándole a la mañana lo que dijiste en la noche de ciertas palomas blancas. Dices también aquéllas que entenebrecen al día con ceniza acongojada y cuelgan telones negros en ateridas ventanas. Pero ésa que tú silencias construye la madrugada en muelles de un puerto nuevo poblado de velas blancas. (Margen de poesía 4)

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Con la mirada fija traspasando el cristal de aquel vagón del Metro, ¿qué mirabas? ¿El túnel alumbrado por una luz de averno en que nuestros destinos fatalmente marchaban en sentidos opuestos? El tuyo ciertamente hacia la soledad que palia la compaña de la joven edad. El mío encaminado hacia otra soledad que ahora no remedia ninguna compañía. Algo de mí se fue contigo. Algo de ti encarna en el espacio vacío del sillón en que ahora te miro, translúcida visión, tan cerca de mi mano.

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He bajado a la calle pensando que llamabas. Sólo hallé sombras y una uñita de luna en tanto cielo menesteroso. Y subo nuevamente la escalera sin saber hacia dónde y vuelvo a oír tus pasos en el reflujo de la sangre que se agolpa y me lastima donde más dueles, donde más faltas. La esperanza de reencontrarte no envejece. Por las mañanas se mira en el espejo los años de la cara. “Nada en ti ha cambiado”, le digo, y me sonríe con un poco de lágrimas.

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De El libro de Nicole Francisco Cervantes

MÍSIMA*

Señor, largamente he llorado entre la tempestad, Como si deseara unir mi agua con su agua, Como ofreciéndole mi doliente humedad, Como incinerando carbón junto a la fragua. ¿Conoces el limo tardío de donde procedemos Y acaso lástima soñolienta te produce? Mucho es esperar y lo es de menos ¿Y hacia dónde, cuándo y cómo nos conduce? Tú que miras tan solo sin mirar El transcurso de este lento mundo, Dinos alguna vez sin contestar Con un suave dejo mas rotundo, ¿A quién le corresponde tal aliento Que no viene de ti ni es tu lamento?

*

Mísima. Término neo-gnóstico para misiva mínima.

(Margen de poesía 7)

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EL APOCALIPSIS SUCEDE EN EL OTOÑO

Ahora que la tarde se dispone a ignorarnos E irse La luz esplende afiladamente cruel Y nos recuerda Que el Apocalipsis sucede en el otoño, Con esta luz tan duramente sin secretos, Ciertamente que no cuenta con más Y, ¿quién se lo iba a permitir? No meditemos por escrito Ni en voz alta Pues el número de preguntas en el mundo Ha rebasado ya aun la intolerancia, ¿Qué puedo yo deciros? Pero la luz sigue en declive Con tanta lentitud Que el fin deseado parece inalcanzable Y los Arcángeles ensayan trompetas y trompetas, Las plagas se repiten con falta de sustancia Y aparecen nuestros sueños Para rogarnos que no miremos hacia allí. Pero de todas formas sabemos Que bajo estas señales, o mejor, bajo esta luz de otoño Si hay Apocalipsis, es que va a darse.

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De Soledumbre Carmen Boullosa

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Mis venas sí se han roto. Porque necia mi sangre insiste en perseguir la tuya, en unirse a su corriente, en someterse a ti, al corazón duro de tu nombre. Y me es contrario, me violenta como el río reventado que arrastra vacas, árboles, muros. ¡Soy bestia pedacería, hacia ti, en él!

3

Has hecho de mi desconcertada sangre confuso torrente espeso. La has llenado de trozos vivos de carne. Lerda arrastra. Veloz arrastra. Salida de la cuna de las venas, no para nunca de correr hacia la tuya. Me pregunto si no se cansa. ¿No añora circular de mi corazón a mi corazón, limpia, oculta, protegida? ¿La sangre es forma de la vida? ¡En mí (rota, regada, pura persecución) es la forma de la muerte!

(Margen de poesía 9)

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No quiero escuchar mi sangre errada. Si brama y ruge el mar cuando está en su casa, meneado por la torva luna, ¡cuán pavorosa tronará la sangre, escapada del refugio de sus venas, regida por el astro de su perdición! No quiero escucharla e imagino que tampoco querrás escucharla tú, el que gobierna mi sangre hacia la muerte con la tuya amparada en el frío conducto de tus venas.

5

Porque no hay sangre que no sea helada. ¡Por eso se mueve la sangre, para no devenir en piedra o hielo! ¡Para eso corre la sangre! Porque la vida es helada y la llama brota cuando nos acercamos a su destrucción y somos recogidos en otro seno. La vida ajena es cálida. La propia severa, oscura, inaguantable. Y no hay dicha sino en el brazo, en la complejidad, en la destrucción de la invocada muerte.

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De Sombra pido a una fuente Adolfo Castañón

Ya dime cuándo me matas: mi sangre te quiero dar. —Pruébala, si no te mueres, más fuerte mi amor serás. * Relojes sordos de muerte. Espejos de sangre somos. Horas tus astillas dejas, gritos tus reflejos quejas. * Sopla el viento también peina la carne encrespada ensarta tan bien el viento nuestra carne desmayada. * ¡Pobrecito girasol! sin el oro se moría. Si fuera como el acanto que con la voz florecía.

(Margen de poesía 10)

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De Con esta boca, en este mundo Olga Orozco

CANTO XIII

Se descolgó el silencio, sus atroces membranas desplegadas como las de un murciélago anterior al diluvio, su canto como el cuervo de la negación. Tu boca ya no acierta su alimento. Se te desencajaron las mandíbulas igual que las mitades de una cápsula inepta para encerrar la almendra del destino. Tu lengua es el Sahara retraído en penumbra. Tus ojos no interrogan las vanas ecuaciones de cosas y de rostros. Dejaron de copiar con lentejuelas amarillas los fugaces modelos de este mundo. Son apenas dos pozos de opalina hasta el fin donde se ahoga el tiempo. Tu cuerpo es una rígida armadura sin nadie, sin más peso que la luz que lo borra y lo amortaja en lágrimas. Tus uñas desasidas de la inasible salvación recorren desgarradoramente el reverso impensable, el cordaje de un éxodo infinito en su acorde final. Tu piel es una mancha de carbón sofocado que atraviesa la estera de los días. Tu muerte fue tan sólo un pequeño rumor de mata que se arranca

(Margen de poesía 11)

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y después ya no estabas. Te desertó la tarde; te arrojó como escoria a la otra orilla, debajo de una mesa innominada, muda, extrañamente impenetrable, allí, junto a los desamparados desperdicios, los torpes inventarios de una casa que rueda hacia el poniente, que oscila, que se cae, que se convierte en nube. [De Cantos a Berenice, 1977]

CANTO VII

Aún conservas intacta, memoriosa, a la marca de un antiguo sacramento bajo tu paladar: tu sello de elegida, tu plenilunio oscuro, la negra sal del negro escarabajo con el que bautizaron tu linaje sagrado y que llevas, sin duda, de peregrinación en peregrinación. ¿Para quién la consigna? ¿Qué te dejaste aquí?, ¿qué posesiones? ¿O qué error milenario volviste a corregir? Ahora llegas caminando hacia atrás como aquellos que vieron. Llegas retrocediendo hacia las puertas que se alejan con alas vagabundas. Tal vez te asuste la invisible mano con que intentan asirte o te espante este calco vacío de otra mano que creíste encontrar. Vuelcas el plato y permaneces muda como aquellos que vuelven, como aquellos que saben que la vida es ausencia amordazada, y el silencio, una boca cosida que simula el olvido.

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De Por si las moscas: galas del trovar Hernán Lavín Cerda

EL BAILE DE LA SORDOMUDA

Al fin, la sordomuda se desnuda. Semidesnuda bajo el sol, la sordomuda se estremece, baila con alegría, con asombro, y lujuriosamente se desnuda. Su inagotable sordomudez la vuelve loca: es un exceso, la vuelve loca, es un exceso que al fin la excita, un desliz orgiástico, un desvarío en el cerebro de la sordomuda que umbilicalmente se desnuda para bailar con júbilo, sublime y libidinosa. Semidesnuda bajo el sol, la sordomuda seguirá bailando por los siglos, con entusiasmo insuperable.

(Margen de poesía 13)

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EL OTRO VUELO

Sólo a través del amor podría el hombre volar de lo visible a lo invisible, como seguirá ocurriendo con esa yegua oscura que encontró a su caballo entre las llamas de una ciudad desconocida. Sólo a través del amor pueden los hombres de lo visible convertirse en yeguas y caballo de lo invisible, aunque el fuego no se haya consumido aún sobre aquella ciudad desconocida.

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ELOGIO DE LA VIRGINIDAD

Si por un soplo descubres que tu abuela no es virgen, te pegas un tiro. Si por un milagro descubres que tu madre no es virgen, te levantas, te pegas un tiro y al mediodía te lavas las manos. Si por un soplo descubres que tu hermana no es virgen, te acuestas como un lobo en celo, apagas la luz, la besas, y te pegas un tiro. Si por un milagro descubres que tu novia no es virgen, la golpeas con un palo, sollozas, la golpeas sin piedad, noche a noche, y te pegas un tiro. Si por un soplo descubres que tu esposa no es virgen, le muerdes los labios, te pegas un tiro y la matas en silencio. Si por un milagro descubres que tu hija no es virgen, te muerdes los labios, la asfixias con un pañuelo de seda, aquel pañuelo que le regaló la abuela en el último otoño, y cantando te pegas un tiro, cierras los ojos y una vez más te pegas un tiro.

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Tiempo en la casa 64, septiembre-octubre de 2020 “Diseño: origen y transformaciones”, de Antonio Toca Fernández “Algunas investigaciones recientes sostienen, con evidencias, que el diseño tiene un origen que es más antiguo de lo que se ha supuesto, y que reconocerlo permitirá modificar radicalmente tanto la importancia de esta actividad, como su apreciación social. La actividad del diseño ha sido la que ha conformado nuestro entorno —desde las ciudades, la arquitectura, el mobiliario y los artefactos— y, por tanto, es la más antigua y la que las incluye a todas”.

LA RESPIRACIÓN DE LOS MUERTOS

Sólo respiran los muertos: jubilosos, con entusiasmo, casi enfermos de amor y pacíficamente. Aunque hagan ejercicios respiratorios, los vivos nunca respiran: únicamente saltan, corren, saltan y tratan de escapar, pero nunca respiran. Los vivos, por último, no saben qué hacer: sobreviven casi fuera de sí, angustiados, y de pronto se mueren, lamentándose. Los lamentos aparecen un poco después, lejos del mundo, y casi no se oyen, tal vez nadie los escucha: la muerte es mucho más rápida, demasiado rápida.

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CHISPAZO

Nonata Pedroso se masturba, venid a mí, no estoy loca, la ninfomanía es un rayo láser, un relámpago, la chispa de una serpiente láser, no estoy loca, estoy, no estoy loca, estoy, no estoy, estoy y no estoy en todo lugar al mismo tiempo, soy la más ubicua de las nonatas, dicen que todavía soy Nonata Pedroso, la única, la última, la que sólo se masturba pensando en Dios. ¿Masturbación a falta de suicidio? Me siento muy feliz, estoy, no estoy, estoy en calma y me siento muy feliz, tan feliz como la serpiente que desde el cielo nos alumbra y está en todo lugar, venid a mí, al mismo tiempo.

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De La edad del bosque Jorge Esquinca

EL ARTE DE LA FUGA

Las muchachas ligeras llevan un zepelín tatuado entre los senos. Miran a los mortales desde aquella liviandad privilegiada. Viven entre nubes, con la indolencia azul de unos ojos habituados al comercio celeste y cotidiano. Ignoran el plebeyo mareo de las alturas. Para ellas todo es distancia, torre de viento, laberinto volátil. Las muchachas ligeras, gotas de tiempo en la clepsidra iluminada, se hablan de tú con la estratósfera. Ponen a secar su ropa íntima, siempre húmeda, en un pico de la estrella polar. Juegan al avión con la cruz del sur y esconden la saeta de Orión entre sus piernas. Ríen. Nada hay más aéreo que su risa. Las muchachas ligeras echan volados con los ángeles y apuestan contra la existencia de Dios. A veces ganan, a veces pierden —nada hay más cierto que su risa. (Cuando tocan tierra son lánguidos cometas, anclas de la desdicha, herrumbre en el cronómetro solar). Y toda palabra se disuelve en torno a ellas como la salva del más torpe simulacro. Las muchachas ligeras son agua perdida, ninguna escritura podría jamás domesticarlas.

(Margen de poesía 17)

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ELOGIO DE LA SERPIENTE

En el principio era la serpiente, dice. Lengua de la luna en el vientre del sol. Hilo de sangre entre los muslos de la diosa. Cabeza de tormenta, cola de remolino. La serpiente en la boca del pez, dice, en las gradas del templo, en el pico del águila. La serpiente entre los cascos del caballo, en el mástil de la nave, en el árbol del mundo. La serpiente en el adviento del Hijo, en el sueño fulminante del colibrí, en el alba del pedernal y la pirámide. En el principio. Colmillo de jaguar en la garganta forastera, señora del monzón, silbo de la máscara, gloria de la espada. La serpiente en las visiones del Ungido, dice, bajo la cofia de la virgen, en las ingles del arcángel. La serpiente en los oros del cáliz, en la savia del maguey, en el estertor postrero de los mártires. La serpiente en el azogue de las doncellas, en las herramientas de la Inquisición, en el culo del diablo y sus secuaces. En el principio. Ojo que brota en el seno de la estrella. Cazador y caza dardo y costado. Nahual de los orfebres, viento del naufragio, plegaria en los labios del ausente. En el principio, dice. La serpiente al pie de la escalera.

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De Poemas desde la India Elsa Cross

KHAJURAO

La tarde se alarga en los senderos. De las palmeras bajan los loros en un grito. Recogen entre la hierba frutas brillantes. Sin sombra resguardados, vemos los templos. Luz sobre los torsos de los dioses. Se inclinan y ondulan bajo la tarde ebria. Y una larga reflexión sobre esos cuerpos entrevistos en el sueño y su abrazo como un fuego inmaterial. Vuelve el aire más delgados sus vestidos. Apenas un olán resalta en el muslo. Las formas se dibujan tras de las sedas. Los dioses se revelan tras de los cuerpos. Ven desde sus altos nichos caer la tarde, el día levantarse. Nada irrumpe en su gozo, ni si las nubes se tiñen de azafrán o los pájaros con su vuelo escarlata dejan sus nidos.

(Margen de poesía 18)

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Las diosas se miran al espejo, se desnudan, se quitan una espina del pie; diosas rosadas, persiguen un vuelo que se enciende tras la oreja, una avispa en el labio. No podemos separar el color del aroma en los lotos que unos niños nos dan a la entrada del templo. La tarde respira en sus cigarras, en sus gritos perdidos. Acaecer continuo, pulso inmóvil, tensión extrema en la cuerda del arco— Sólo me escucharás donde nada se oiga, ni agua en las orillas ni viento en la maleza, ni siquiera esta voz El vuelo se detiene, se expande, lo abarca todo— Esto oirás dentro de ti. Sin voz me oirás dentro de ti decirte: eres eternamente libre. Mis manos se aferran a tu cuello. Mis labios reciben de su aliento la ofrenda de lo divino.

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Oh Bháirava, de tu vino bebí, comí tus viandas, y lámparas de reflejos violáceos brillaron en mi cuerpo. Oh, Maha-Bháirava, destrozaste mi tiempo. Tu hacha hendió los mundos. No hay antes ni después. Sólo el ahora, tu danza loca, tu grito.

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De Delfín desde el principio Carmen Villoro

III

El mar tuvo una infancia y en su infancia un juguete; roto, despostillado, lo ha olvidado en la arena. Pedazo apenas de un tiempo que no importa el caracol sueña con el mar, sueña que viene, y se lo lleva, y juega.

IV

Soy la costa invadida, la playa abierta, tócame que el mar lo tiene todo permitido.

(Margen de poesía 26)

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V

Algo traes en el mar cuando me tocas, quizรก es que traes el mar y que me tocas.

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De Antevíspera Miguel Ángel Flores

CARNAVAL

¿Y quiénes eran sus rivales si decían que no quedaba piedad? Los muslos del mar se ataban a mis pasos Y nadie sabe si se abrirán las aguas para el éxodo. La playa era el harem de los besos. El viento de la despedida estampó sus labios muertos y sembró la semilla de sueños sin fondo. Como tránsito de sangre sin sosiego o paso de gentes, multitud y asamblea de fantasmas que también soñaron al sol. ¿Quién vela esos sueños? Mudos como piedras, Sus ojos son testigos de lo que olvidar quisieron Mientras la memoria persiste en dar santo y seña. ¿Por qué dicen que habrá de cumplirse la utopía? No hay tal lugar sólo el sacrificio Para levantar sobre las espaldas el gran Altar como puerto de esperanza. Pasaban en silencio como dioses, Fueron apenas imagen fugaz (Margen de poesía 27)

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En el juego de manos del Carnaval, celebración de huesos y carne, así bailemos, La reina canta con boca sin dientes, voces a través del agua Una escena grotesca por su lujo de muerte en las briznas de un instante más perdurable Que la herida del ácido en la nube. Recordarás aquella visión. No preguntarás por los orígenes. Qué extraño a 30 grados poblar el escenario con monjes, inquisidores, lenguas de fuego, réprobos y mártires. Sobre los muelles el ala del vampiro se eleva En busca de presa y perturba el reposo que se tiende sobre los contornos de la bahía.

Una gota de sal enceguece el ojo de la historia.

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REGRESO

Volvemos con el peso de la noche sobre los fardos de la isla, Apoyado en el puente un rumor de sombras teje la conversación de los espectros. La espuela de espuma rasga la seda del mar. Nada vemos sino lo que imaginan las miradas en la robusta oscuridad, la inmensa oscuridad en agonía ¿Con qué lengua hablamos? (También los signos son impuros) ¿De qué hablamos en la noche poblada de testigos? Algunos parten sobre la levedad de una tentativa, contra la ferocidad de los elementos, Y caen en el pozo del veneno, tragados por ese mar donde otros son los piratas. ¿Y qué nos arrastra en este regreso. Remamos hacia el piélago de amargura con las velas desplegadas. ¿Nos alimenta el morbo? Atestiguamos cómo colocan una piedra en los aljibes del hambre. Y a media voz evocamos los años de epopeya cuando se acariciaban los frutos dorados de la Utopía. Entonces en la navegación de esas aguas el buzo sacaba de las profundidades sirenas de pechos turgentes o perlas de marfil o los colores del arcoiris. ¿Por qué en lugar de aire y sol construyeron ruinas? ¿Podrían acaso ellos adivinar o preguntar por su destino en voz alta? El inventario de quebrantos y penurias quedó inscrito en los informes del alba. Las aljabas han quedado vacías. Los dardos fueron certeros en el corazón y en el sueño: no cazaban insectos. profanos y grafiteros |

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Esos rudos hombres dormían sobre las espaldas del verdugo después de elaborar la oscura miel de la reeducación. Para ellos la historia cayó como lluvia de ácido que come el más duro metal de las espadas en vilo. No invoquemos sólo sus nombres para confeccionar el pabellón de las víctimas, Busquemos dar algo más que no sea sólo piedad. Está la isla durmiendo sobre la vigilia de las aguas. El barco navega con el silencio del cisne.

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Liquidated Logo Covid, 2020

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Zevs es un artista francés conocido sobre todo por “liquidar” los logotipos de las grandes multinacionales del petróleo, la moda y la comida rápida. Sus primeros años, en la década de 1990, son marcados por las calles parisinas, donde se convierte en un famoso tagger, cuyo nombre proviene del tren del metro Zeus que casi lo mata. Junto con André e Invader, es una de las principales figuras que allanaron el camino para el arte callejero francés. En 2008 comenzó su transición de la calle al estudio, exponiendo en los principales museos internacionales: Europa, Estados Unidos, Asia. Sus trabajos se han exhibido junto a las obras de Manet o Rodin. Aunque su trabajo proviene de las calles, desde su génesis podemos encontrar muchas referencias clásicas, una sobre todas: su nombre. La última vez que nos vimos fue hace diez años, cuando vivía en Málaga, Andalucía, donde tramamos juntos un extraño proyecto en la arena de la capital andaluza donde el torero estaba representado por un automóvil “Picasso” —Málaga es la ciudad natal del artista— atacado por furiosos ciclistas. Una idea irrealizada, pero que ya mostraba los grandes temas de este artista multifacético: el interés para la ecología, la marca, el gusto por el potencial subversivo y lúdico de las imágenes. No importa que sean pinturas sobre lienzos o instalaciones, el gesto y el logotipo son seriales, sin embargo, cada obra crea una narrativa específica, vinculada a su contexto. De la calle al estudio: ¿cómo y por qué este camino? Mi trabajo en estudio comenzó en 2013, en Berlín, París y Seúl, y es sin duda una extensión del trabajo como artista callejero. Las primeras obras nacieron de la idea de crear una serie a partir del célebre cuadro A Bigger Splash, de David Hockney, una pintura que originalmente era un anuncio. Hockney se inspiró en la imagen de una villa en venta en un periódico. Unos años más tarde ocurrió uno de los mayores desastres ecológicos, el del Exxon Valdez, en el cual el 24 de marzo de 1989 la petrolera derramó 37 000 toneladas de hidrocarburos; un evento que condujo a la aprobación de una nueva legislación ambiental en los Estados Unidos (Ley de Contaminación Petrolera de 1990). En la pared de la famosa casa de Hockney liquidé los logotipos de las grandes compañías petroleras. En esta serie, “Bigger Splash”, la pintura gotea en el piso y se extiende como un derrame de petróleo en la piscina. Pero no es la única variación en la serie: también insertaste un elemento ulterior, otra figura pictórica famosa: los nenúfares. ¿Por qué? Al igual que con la piscina Hockney, los nenúfares de Monet evocan una calidad diáfana y etérea de luz y belleza serena. Pero también son un símbolo cuantitativo. La

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De la serie Evolution. Siete lienzos de 100 x 156 cm. Pintura acrílica, óleo, nácar y resina sobre lienzo de poliéster

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biología nos enseña que los lirios de agua se duplican todos los días. Un tiempo exponencial que me recuerdan la tendencia catastrófica explosiva típica del capitalismo actual. El tema de la ecología vuelve una vez más. El tema de la ecología siempre ha caracterizado mi trabajo, ya a partir de los años noventa en la calle. En ese momento, las paredes de París habían estallado, los graffitis estaban en todas partes. Las autoridades municipales habían respondido con dureza con una campaña millonaria contra el graffiti, donde se había pagado a una empresa de lavado de autos para que “lavara” la ciudad. En respuesta, comencé con un chorro de agua a alta presión para crear mi “Graffiti limpio”, diseñando en las paredes de la ciudad graffitis con un detergente, una forma de apropiarse de la “herramienta enemiga”, jugar con la dicotomía limpio / sucio, y al mismo tiempo revelar cómo las paredes parisinas estaban manchadas por la contaminación, por el smog de la ciudad. Estás trabajando mucho en Japón, China, Corea del Sur: ¿cuál es tu perspectiva sobre el este? En realidad, desde la serie de “Graffiti limpio”, mi trabajo siempre ha sido bien recibido en Asia, donde creo que el público en general tiene un gran interés en la cultura callejera, desde Keith Haring hasta Jean Michel Basquiat. Al mismo tiempo, cuando era muy joven, me fascinaba la filosofía de esta parte de mundo, la caligrafía, la práctica del aikido y el judo. Además, Yves Klein, un artista que amo mucho, fue el primer extranjero en abrir un dojo, un centro para practicar judo en Japón. Una fascinación mutua, por tanto, que creo que el público también siente. Cuéntanos sobre tu último proyecto: Manaty Loop, actualmente exhibido en la galería parisina Perrotin. Empezando por el nombre, Manaty es el pueblo de Bretaña donde grabé el video; Loop, porque la película es un ciclo de 48 minutos en el cual se contrae

un día y una noche. Pinté la palabra “Covid19” con un pigmento especial que se hace visible sólo durante la noche en una tela posicionada en el medio del bosque. Solo quería mostrar la aparición y desaparición de este logo: “Covid19”. Un virus que es invisible para el ojo humano, pero continuamente presente. Un concepto que me remite a la “impermanencia”, a la cultura budista que sigue fascinándome. Compártenos tus proyectos futuros… Estoy trabajando en una exposición en la Cité Radieuse de Le Corbusier en Marsella, un edificio que representa en la practica las teorías del arquitecto suizo sobre el nuevo concepto de construcción de la ciudad a partir del espacio de vida individual, la casa. Una obra arquitectónica que es uno de los puntos más altos del movimiento moderno para concebir la arquitectura y la planificación urbana, que en 2016 se convirtió en patrimonio de la humanidad por la unesco. Justamente por esto, el título de mi exposición es Oikos Logos. La idea de economía y ecología ya se fusionaron en el mundo griego, donde la casa se concibe como la tierra misma. La forma en que habitamos determina cómo ocupamos el mundo entero. Aquí se exhibirán varias obras, una de las cuales es Séptico, siete cuadros que surgen de una investigación del diario inglés The Guardian, en la que se enumeraron las grandes empresas que han producido dióxido de carbono desde los años setenta hasta la actualidad, contaminando el mundo año tras año. El fondo del trabajo está completamente negro porque está hecho de dióxido de carbono y en él aparecen los logotipos de las empresas. ¿Cuáles son tus fuentes de inspiración actualmente? Recientemente visité el Hamburger Bahnhof, un espacio de arte contemporáneo en Berlín que acogió el trabajo de Katharina Grosse, una exposición abstracta que me hizo volver a sentir mi profundo amor por la pintura, por el color, por su técnica, historia, incluso por su olor. Me he sentido verdaderamente feliz de estar en Berlín en este momento, para poder ver el regreso

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De la serie Evolution. Siete lienzos de 100 x 156 cm. Pintura acrílica, óleo, nácar y resina sobre lienzo de poliéster

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Liquidated Logo Amazon, 2020

de la pintura en su totalidad. También en Berlín, la exposición colectiva Viaje en un ser vivo, en el Kunstraum Kreuzberg. Cuando la exposición se concibió, hace dos años, no era posible predecir la actualidad urgente que tendría el tema en estos tiempos de coronavirus: el bloqueo, la oficina en casa, las conferencias de Zoom, la transmisión en vivo en YouTube y otras plataformas dan forma a nuestra vida cotidiana mientras reina Amazon. El capitalismo de las plataformas está cada vez más arraigado en nuestra vida cotidiana y en las realidades del trabajo. El programa discursivo de la exposición reflexiona sobre los métodos utilizados por empresas como YouTube, Google o Amazon, cuyo modelo de negocio se basa en la explotación del potencial creativo de sus usuarios, refiriéndose al lema del artista alemán líder del grupo fluxus, Joseph Beuys: “Todos somos artistas”,

no porque todos puedan pintar, bailar o hacer música, sino porque todos contribuimos mediante nuestra productividad a una creatividad colectiva que puede evaluarse como capital real y potencial social. La “miel” creativa de nuestros días pasa por nuestros likes en Facebook, por nuestros datos en los servidores. Las redes sociales están llenas de ofertas de servicios creativos, pero ¿quién se beneficia realmente? El concepto de arte como escultura social de Joseph Beuys, cofundador del Partido Verde alemán, que encarna la visión del arte como un potencial motor transformador de la sociedad, sigue interesándome. Al igual que una obra de arte, una escultura social incluye la actividad humana que se esfuerza por estructurar la sociedad y la forma o el entorno, utilizando el lenguaje, los pensamientos, las acciones y los objetos, Internet: la realidad.

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Algunas notas sobre La cámara lúcida de Roland Barthes

Ingrid Solana

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La balada del violinista, André Kertész, Abony (Hungría), 1921.Imágenes incluidas en La cámara lúcida, Roland Barthes, 1980

El tiempo vivo


Fotografiamos las cosas para ahuyentarlas del espíritu Franz Kafka

El barrio italiano, William Klein, Nueva York, 1954

La cámara lúcida (Nota sobre la fotografía) es un texto que no cesa de hablar al presente y por eso es un texto contemporáneo. Trenza dos aspectos fundamentales de la expresividad humana: la búsqueda de sus misteriosos lenguajes que, en el caso de la fotografía, Barthes denomina “la esencia”, y un sentido existencial referido a la subjetividad y a la persona que se refleja en lo contemplado. Si concebimos el arte no únicamente como un espacio institucional, sino como una posibilidad singularísima de expresión que se encuentra volcada en un lenguaje, podremos comprender ese espacio sagrado al que se aproxima, incluso, en sus aparentes expresiones insignificantes. La fotografía se manifiesta, brota de la cámara, a veces, incluso, sin intencionalidad artística, quizá la propia expresión de lo sagrado se revela de esa forma misteriosa que es germinal, poco intencionada, una aparición subrepticia. Se trata de un movimiento metafísico más que de uno expresivo, es decir, de un vórtice abierto a la vida humana que irrumpe el tiempo y el sentido de la historia para horadar la cronología con su reloj de eternidades. Mi retórica no tiene la intención de enrevesar el sentido con una pretendida poesía, sino de hacer ver que cuando estamos delante del arte, algo muy peculiar sucede en el “espíritu” de quien observa, transformándolo de forma radical, modificando, además, el tiempo en el que se vive, ya no hay horas allí, tan sólo polvo, una humareda en la que se descifra o revela la epifanía del ser.

La fotografía es un fenómeno muy complejo cuyos sentidos se bifurcan hacia innúmeras direcciones filosóficas, pero Barthes, a diferencia de otros textos suyos, no diserta sobre ella con una trabazón teórica, le interesa más aproximarse desde un lugar muy singular, no el del studium, sino el del misterio, el silencio y el no-decir. Desde allí, observa las dimensiones ontológicas que las fotografías de su madre fallecida le permiten entrever. La fotografía es un pequeño ataúd, ése es uno de los hallazgos que modifican radicalmente la mirada de ese personaje en el que se convierte Roland Barthes en este libro. Quizá porque La cámara lúcida es una especie de novela ensayística. La segunda parte se encuentra destinada a “narrar” el periplo del encuentro de un sujeto con ciertas fotografías que lo lesionan, que lo hacen entender lo inexplicable, su trasfondo interior. Esa fotografía que, por singularísimas razones, nos pincha, nos hiere, nos transforma, es el fenómeno que a Barthes le importa en este sentido íntimo, inexpresable; la fotografía es, de una forma u otra, no la explicación de la muerte sino la muerte misma. A diferencia del libro, de la escritura, en la fotografía se expresa la duda en vilo; nunca podemos saber si lo que en ella nos lacera irradia de ella misma o es la respuesta personal ante la representación que sólo nos habla a nosotros y a nadie más. La fotografía puede o no ser artística, pero es una expresión que define la contemporaneidad y, por eso,

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La terminal de tranvías de caballos, Alfred Stieglitz, Nueva York, 1893

la filosofía ha tratado de encontrar ciertas respuestas para nuestro tiempo en ella. Las imágenes definen los contextos que habitamos, pueblan nuestro universo conceptual de representaciones, nos ofrecen una mirada dimensionada de la “realidad”, pues no sólo vemos con nuestros ojos, sino que las fotografías, con su mosaico de exhibiciones, nos ofrecen numerosos ángulos de nuestra propia percepción. Nuestro presente es imagen. Aunque el sonido comienza a ser pieza fundamental en el performance contemporáneo, se podría decir que la música del siglo xxi ha sido la de los ojos; todos los lenguajes poseen a la fotografía como un instrumento para vincularse con el exterior. Las ciencias humanas se destinan a interpretar el mundo mediante imágenes. La cámara lúcida advierte, así, que el gran problema de la fotografía es su vinculación con el referente. En ello gran parte de las polémicas que suscita el libro y que, desde luego, tienen actualidad, se cifran; por eso, la fotografía no sólo es un instrumento de conocimiento “exterior”, sino el entramado que explica nuestra existencia íntima. A diferencia de la pintura que recrea aquello que observa inaugurando un nuevo espacio de expresión,

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el referente en la fotografía es la fotografía en sí. Se podría pensar que esa suerte de “inmanencia” que Barthes otorga al fenómeno fotográfico excluye otro tipo de alusiones contextuales, pero me parece que, más bien, su postura es integradora. La fotografía es su referente, sin éste no existe, pero ese referente no se encuentra aislado, se suscita en el tiempo que Barthes denomina “lo que ha sido” (el noema): una especie de pasado presente en continua actualización. La primera parte de La cámara lúcida es aún más explícita al respecto cuando habla del studium que es una suerte de reconstrucción de todas las irradiaciones de los sentidos posibles en una foto: históricos, de contexto, etc. Esto no implicaría leer las fotografías como lo hacemos con los libros, sino que el espectador custodia otro tiempo; el tiempo de la “muerte llana”, que es el lugar desconocido por antonomasia pero que olvidamos cotidianamente, como si no fuera el envés del tiempo vivo. ¿Será, acaso, porque los espectadores olvidamos que somos espectros de nosotros mismos? El sentido realmente profundo de la fotografía, por consiguiente, consiste en la intimidad que una imagen


genera misteriosamente con el espectador y no en la supuesta “verdad” o exactitud que refleja del mundo externo —de ahí los complejos vínculos de la foto con la mímesis­—. Ese aspecto recóndito y profundo es un rasgo intransferible y único, se trata del punctum. La fotografía es su referente pero cuando el espectador halla el punctum se convierte en el misterio que devela la otra vida. La fotografía es tiempo y, por tanto, el espacio habitado por la muerte. Dice Barthes que la fotografía no puede leerse, precisamente, porque no es el movimiento que advertimos en un libro ni la lógica que impera en una película: la fotografía es una paradójica atmósfera móvil y al mismo tiempo pétrea: un teatro que no puede contemplarse a sí mismo. La cámara lúcida es un libro que plantea los nexos entre fotografía y verdad y que interroga el escabroso vínculo entre el arte y “lo real”. Barthes dice que la fotografía no miente, pero, quizá, sea, más bien, una mentirosa de alto rango por darnos una ilusión desconcertante: la de lo que ha sido para que no podamos dejarlo ir. ¿O acaso la fotografía nos libera de nuestros fantasmas? Quizá porque nos permite conservar un fragmento de la existencia de los difuntos, la foto nos autoriza a coexistir

con los espectros, a visitarlos cada tanto, a conversar con ellos en lo oscuro para sentir, aliviados, que habitan su universo detenido como si se resistieran a morir, como si viéramos la escena de la tumba de un acontecer: un acontecimiento que nunca termina, que concluye una y otra vez en nuestra mirada insaciable. A las fotografías también hay que cerrarles los ojos para que no susurren ciertas violencias, para que no repitan algunos crímenes. La fotografía es un monstruo que extrae la violencia de su transcurso y congela su inexplicable imagen. El tema de la violencia y la fotografía debe estudiarse con suma atención en nuestro contexto histórico que la ha convertido en el único testigo del horror. La cámara lúcida de Barthes apenas si ronda este asunto porque no había vivido, precisamente, el contexto de explotación que viven las imágenes en el siglo xxi. De aquí surgen numerosos fenómenos que han sido analizandos por distintos filósofos y teóricos. La cámara lúcida es un texto indispensable para pensar en la fotografía como un fenómeno que nos permite ingresar a otro tiempo. Es un libro que, a través de la constante mención de la muerte, nos exhorta a atesorar la vida, sus instantes vivos e irrepetibles.

La chambre claire: Note sur la photographie Roland Barthes París, Gallimard / Seuil / Cahiers du cinéma, 1980, 191 pp.

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M, el maldito, de Fritz Lang:

el cine sonoro y el lenguaje del mal

MoisĂŠs ElĂ­as Fuentes

50 | casa del tiempo Fotogramas de M, el maldito


Dirigido en 1931, M fue el decimoquinto filme de Fritz Lang y el primero sonoro, aparte de ser su penúltimo trabajo en la Alemania de entreguerras y el último que estrenó, toda vez que El testamento del Dr. Mabuse, de 1933, no llegó a las pantallas, censurado después de que el director rechazó la oferta laboral que le hizo Joseph Goebbels, ministro de propaganda de Adolf Hitler y el partido nazi (llegados al poder ese mismo 1933), negativa que obligó a Lang a enfilar de inmediato rumbo a Francia y de ahí a Estados Unidos. Natural de la Viena del imperio austrohúngaro, donde nació el 5 de diciembre de 1890, a diferencia de otros directores de su generación, Fritz Lang no derivó del teatro al cine, sino que llegó de manera directa, luego de que, soldado del ejército imperial en la Primera Guerra Mundial, resultó herido en combate, lo que le llevó a convalecer en un hospital militar donde trabó amistad con Joe May, quien desde 1910 trabajaba en el cine y se interesó por la inteligencia de los relatos que escribía Lang, invitándolo a colaborar como guionista, cooperación efímera, pues Lang comenzó en 1919 su brillante carrera de realizador, que se extendió de Alemania a Estados Unidos, país en que cumplió una prolífica aunque irregular filmografía, concluida en 1960, año en que se retiró y llevó una vida discreta hasta su muerte, el dos de agosto de 1976, en el Hollywood que lo albergó pero no lo comprendió. Realizador que formó parte del expresionismo alemán, como otros grandes maestros de aquella corriente (Friedrich Wilhelm Murnau, Georg Wilhelm Pabst), Lang evolucionó de las escenografías asimétricas y góticas, las atmósferas sociales siniestras y los personajes agobiados por emociones crispadas, a las escenografías de líneas frías, los microcosmos sociales comunes y a veces chuscos, además de una narración en tercera

persona testigo, toda vez que las emociones asoman a través de las acciones y no de los personajes. Si antes señalé que M, el maldito1 fue el primer filme sonoro de Lang, señalo ahora que, si tardó en adoptar el sonido, como en el caso de otros directores contemporáneos suyos, esto se debió a que el director alemán estudió de modo acucioso el (por entonces) nuevo recurso, pero cuando lo adoptó, ya había establecido una relación horizontal entre el sonido, la edición y la fotografía, indispensable para el equilibrio del discurso fílmico. En efecto, gracias a tal equilibrio en M, el maldito Lang y la coguionista Thea von Harbou (en aquella época, su esposa), pudieron utilizar los silencios y los sonidos ambientales como sutiles elementos de tensión dramática que, como pinceladas sucintas, refuerzan la indiferencia social ante los infanticidios, indiferencia manifiesta desde la secuencia inicial en que la pantalla en negro y la voz en off de una niña transitan tenuemente a un plano en picada que devela una ronda de niñas jugando al son de una macabra canción infantil, angustioso preludio a “En la gruta del rey de la montaña”,2 la canción que el psicópata silba cuando ha elegido una nueva víctima. El juego de silencios y sonidos concedieron a los actores y actrices la construcción del personaje colectivo, así como la de los personajes individuales, entre los que despuntó Hans Beckert, estructurado por Lang y Von Harbou con rasgos de distintos pedófilos3 M es el título original, pero en México lo hemos conocido como M, el maldito. 2 Parte de la música incidental que Edvard Grieg compuso para Peer Gynt, obra teatral de Henrik Ibsen. 3 El estreno del filme coincidió con el juicio al pedófilo Peter Kürten, lo que ha inducido la errónea idea de que Lang y Von Harbou se basaron en aquél. 1

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(sugiriendo, de modo implícito, que la naturaleza del mal es a la vez imprecisa y evidente), y que Peter Lorre interpretó como un ser desproporcionado en su lenguaje gestual y vocal pero también en sus inhibiciones, por lo que fusionó de modo magistral la sobreactuación característica del expresionismo, con otra técnica, de desempeño mesurado y hasta retraído. Devastada en lo económico y en lo anímico por la Primera Guerra y la Gran Depresión, acechada por la pobreza y la corrupción, la sociedad alemana ofrecía el ambiente propicio para la convivencia del arbitrario psicópata y el crimen organizado, que no por nada en M, Lang y Von Harbou borraron la frontera entre Beckert, el infanticida descontrolado y el sindicato criminal y su férreo control sobre delincuentes y mendigos. Conducidos por el “Abre cajas fuertes” (Gustaf Gründgens), los mendigos identifican y los ladrones atrapan al infanticida, luego de que el secuestro y asesinato de la niña Elsie Beckmann (Inge Landgut) empuja a la policía, bajo las órdenes del inspector Lohmann (Otto Wernicke), a dar cacería al furtivo pederasta, para lo cual se realizan redadas en los bajos

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fondos de la ciudad que dañan al sindicato y sus actividades delictuosas. Feroz guiño de ojo, al insinuar que el totalitarismo del sindicato resulta más eficaz que el método científico de la policía, Lang aludía a la permanencia del militarismo del káiser Guillermo II y el canciller Otto von Bismark en el imaginario de la sociedad alemana, a despecho de la tragedia de la Primera Guerra y los relativos avances sociales obtenidos durante la República de Weimar4 y que se revalidó con el chovinismo, el racismo científico y el belicismo impuestos por los nazis con su ascenso al poder.5 Concurrencia perturbadora, tanto el programa económico hitleriano como el capitalismo estadounidense coincidían en la industrialización voraz y el control enajenante del pueblo, intervencionismo social

Debemos recordar que la constitución de Weimar incluyó el voto para las mujeres y la jornada laboral de ocho horas. 5 A pesar de la clara relación entre el militarismo de Guillermo II y el belicismo de Hitler, es forzado creer que Lang preconizó el avance del nazismo. Lo destacable, en cambio, es la desazón del director ante la persistencia de la ideología imperialista y chovinista en la memora colectiva. 4


que tenía su representación física en las cerradas y mastodónticas fábricas de Chicago, cuya estética gigantesca y altanera Lang utilizó con virtuosismo en la escenografía de Metrópolis (1927), que desarrolló, junto con otros, Karl Vollbrecht. Perspicaz, aunque Vollbrecht también participó en M (en colaboración con Emil Hassler), el director alemán no repitió la arquitectura futurista de Metrópolis, sino que planteó una ciudad innominada, de edificaciones y calles despojadas y silenciosas, urbe sin nombre que en el filme tiene sus mayores exponentes en los planos en picada de las calles al claroscuro y en el edificio de oficinas, trampa de cuadrados en que los ladrones acorralan a Beckert. Arquitectura impasible y sin alma que Fritz Arno Wagner fotografió con ángulos en picada y contrapicada, full shots, planos americanos y close-ups, mismos que utilizó espléndidamente para construir un relato visual en que armonizó la cámara objetiva (narrador testigo en tercera persona) con la subjetiva (narrador en primera persona), concordia que logró, entre muchas, la antológica escena en que Beckert descubre que ha sido marcado en el hombro con la M de mörder (asesino), secuencia objetiva-subjetiva, porque al mismo tiempo que observamos, desde afuera, al pedófilo que se comprende denunciado por la marca, también vemos de reojo, como él, la M reflejada en la vitrina. Ahora bien, Lang, que conocía la relevancia del montaje para concretar el discurso cinematográfico, que fue aún mayor con el advenimiento del cine sonoro, encargó a Paul Falkenberg el montaje de imágenes y el de sonido, colaboración de la que resultaron escenas como el secuestro de Elsie y la angustiosa espera de la señora Beckmann (Ellen Widmann), el montaje alterno de las discusiones sobre el infanticida o el juicio a Beckert en la destilería abandonada, secuencias prodigiosas en las que las fusiones de montajes ideológicos y paralelos con planos sonoros reinventaron la dimensión espaciotemporal en el cine. La nueva dimensión le concedió a Lang llevar recursos discursivos del expresionismo a otros ambientes, de modo que en M el realizador aprovechó con destreza las atmósferas sombrías, el doble (el psicópata y el sindicato), las calles al claroscuro y las asimetrías, que en M no se verifican en los escenarios sino en los físicos humanos, en secuencias aderezadas con humor

hiriente, como en la discusión del fortachón y el anciano, o con estilizada crueldad, como en el secuestro de las niñas, cercadas por la silueta del infanticida. Es decir, en M, el maldito Lang leyó al expresionismo desde la realidad social, por lo que la monstruosa fábrica de Metrópolis, símbolo de explotación laboral, deriva en la destilería abandonada Kunt and Levy, quebrada como efecto de la depresión del 29, y que, por tanto, no es símbolo, sino personificación de la ignominiosa situación del pueblo alemán. Del mismo modo, las habitaciones de Dr. Mabuse, el jugador, enrarecidas por los vicios, se transforman en departamentos tan estrechos de espacio como sus habitantes de economía. Según se sabe, el título original de M era Un asesino entre nosotros, en el que se advierte la intención de Lang de hacer explícita la convivencia social del bien y el mal, relación de contrarios que trueca a la innominada ciudad en un espacio tenso que, de manera imperceptible, somete y devora a los y las habitantes; microcosmos de seres desdibujados que, en lugar de justicia por los infanticidios, lo que exigen es el retorno a esa invisibilidad en que las madres de luto y el pedófilo, los policías y los criminales deambulan, despojados de identidad por las sombras y los ruidos. Juzgado por los delincuentes y después por el orden judicial, en ningún caso se hace justicia a las víctimas del pedófilo Beckert: en el primer caso, el objetivo era ejecutarlo para volver a la “normalidad” del crimen planificado y controlado; en el segundo, el juez impone una sentencia para demostrar el poder omnímodo del Estado. Ejercicios de fuerza que, en vez de atenuar el dolor de las madres, más bien exacerban la conciencia de su pérdida. Renuente a emigrar al cine sonoro, indiqué antes, cuando lo hizo, Lang planteó al sonido como un lenguaje dramático vivo, por lo que la tragedia social expuesta en M, el maldito resulta humana, entrañable, cercana, rica en plasticidad visual y sonora, ciertamente pesimista en su visión de la Alemania pre-nazi, pero también de un discurso narrativo contestatario al que sólo los directores de cine noir atisbaron con perspicacia en su momento. Discurso revolucionario y testimonio creativo de Fritz Lang, maestro del cine que, a ciento treinta años de su nacimiento, está aquí, entre nosotros, vital y vigente.

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ntesydespuésdelHubble Fotografía: Pixabay

Life Begins at 40 Maira Colín 54 | casa del tiempo


La primera cosa que recuerdo de la muerte de John Lennon es el asiento del piano que mi padre compró la víspera de la muerte del músico. Mi hermana estaba a punto de nacer y papá tenía la esperanza de que nosotros tomáramos de su melomanía el impulso para dedicarnos a la música. Por supuesto, eso no pasó y el piano presumió “por décadas” sobre la tabla superior de la caja de resonancia, una serie de figuras de porcelana que mamá atesoró a lo largo de su vida de “madre” (alguna vez le pregunté si de joven había tenido ya el interés por los arlequines tocando el banjo o las campesinas recogiendo flores, todos ellos plasmados en fina cerámica, a lo que respondió que no, que aquella afición comenzó poco después de mi nacimiento). Así como mamá se había apoderado de la parte superior de aquel instrumento, papá usó el asiento para crear un pequeño tesoro. La estilizada butaca de madera tenía una tapa abatible que convertía el interior de aquel mueble en un cajón. Lo que mi padre guardaba celosamente ahí era una serie de revistas de música y un cúmulo de vinilos de siete pulgadas que iban desde Cri Cri hasta The Monkees pasando por The Who y James Brown. Pero la pieza más importante de aquella colección era una revista que relataba aquel fatídico 8 de diciembre de 1980. En la contraportada había una foto de George Harrison tocando la guitarra; la imagen estaba acompañada de un texto que decía: “Ahora sabemos por qué llora la guitarra de Harrison”. La muerte de Lennon fue un evento que impactó al mundo. Pronto, después de que los medios lograron grabar en la memoria colectiva el nombre de Mark David Chapman como su asesino, flores y velas aparecieron afuera del edificio Dakota, hogar de Yoko y John y lugar donde se perpetró el asesinato. Alrededor del orbe, cientos de miles se organizaron para cantar las canciones del desaparecido compositor. Se realizaron homenajes y retrospectivas en decenas de estaciones de radio de diversos países. En Los Ángeles, más de dos mil personas se unieron a una vigilia con velas en Century City; en Washington, varios cientos

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llenaron los escalones del Lincoln Memorial en un “tributo silencioso” que recordó la pacíficas protestas de los sesenta en donde los participantes se sentaban durante horas para pedir el alto a la guerra. Lennon, apenas dos meses antes, acababa de cumplir cuarenta años. Aquella noche de diciembre, cinco disparos de un revólver .38 Special de Charter Arms, coartaron la respiración del exbeatle, quien “algunos minutos después” murió en la sala de urgencias del St. Luke’s-Roosevelt Hospital Center. Aquel año, la vida de Lennon tomó un rumbo distinto. Después de un lustro de haber publicado su último material discográfico, Rock ‘n’ Roll, estaba listo para volver al estudio. En el verano del ochenta, John emprendió un viaje en un barco de nombre Megan Jaye rumbo a Bermudas. Unos meses antes, había comprado un velero al que bautizó con el nombre de Isis, y en el que aprendió a navegar. La travesía fue toda una aventura en la que el músico tuvo que tomar el control de la nave por varias horas después de que una fuerte tormenta los sorprendiera a él y a la tripulación en medio del Atlántico. Según sus propias palabras: “Cuando acepté la gravedad de la situación, algo superior a mí se impuso y repentinamente perdí los temores. De hecho empecé a disfrutar la experiencia, y comencé a cantar y a gritar viejos cánticos marinos de cara a la tempestad, sintiendo un regocijo total. Fue un momento magnífico…”.1 ¿Quién iba a pensar que casi cuarenta años después de haber nacido en un puerto, el siempre cabizbajo, melancólico y mal portado niño iba a tener que hacer frente a los retos que implica conducir un barco en altamar? Quizá fue ese el momento más parecido que hubo entre la vida de su padre, Alfred Lennon, un marinero de poca monta, y la de él mismo. 1 https://www.proceso.com.mx /358243/el-ultimo-verano-de-lennon-en-bermudas

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Instalado en las islas de Bermudas, Lennon empezó a componer sin descanso. Grababa de forma casera los demos de las canciones que, meses después, conformarían el último disco que publicó en vida: Double Fantasy. De regreso a Manhattan, John y Yoko se metieron de lleno al estudio. Los músicos que acompañaron a la pareja fueron el guitarrista Earl Slick, quien había trabajado anteriormente con David Bowie; el bajista Tony Levin, quien pocos meses después sería convocado para formar parte de King Crimson, y el baterista Andy Newmark, quien había acompañado a Carly Simon y Sly and The Family Stone, entre otros. De aquellas sesiones de estudio, Lennon tomó la decisión de darle a Ringo un tema de tintes country que le pareció que iba mucho mejor con la voz del exbaterista de los Beatles. Desde mediados de 1980, Ringo había empezado a grabar nuevo material. Le había pedido a sus tres excompañeros de grupo que le ayudaran con la conformación del álbum. Quería dejar atrás el fracaso comercial que significó Bad Boy, su último disco, por lo que también invitó al proyecto a Harry Nilsson y a Ron Wood. La canción, “Life Begins at 40”, era perfecta. No sólo Lennon había alcanzado esa edad aquel año, Starr acababa de celebrar las cuatro décadas en julio y le había encantado el track. Acordaron entrar al estudio el 14 de enero de 1981, pero aquel compromiso nunca se cumplió. Ringo, devastado por la muerte de su excompañero, nunca grabó el tema y éste apareció casi veinte años después en John Lennon Anthology. El 17 de noviembre de 1980, el prestigioso sello Geffen sacó al mercado Double Fantasy. El disco logró posicionarse bien en el mercado. Nadie se imaginaba que tres semanas después de su lanzamiento conseguiría estar en el primer lugar de las listas de los discos más vendidos. Champman adquirió el disco muy cerca de la fecha en la que tuvo la primera intensión de asesinar


a Lennon a mediados de noviembre. Desistió de sus planes, regresó a su casa y buscó ayuda terapéutica; sin embargo, el 6 de diciembre tomó un vuelo desde Hawai, su lugar de residencia, a Nueva York con sólo dos pertenencias bajo el brazo: una edición del Double Fantasy y una copia de The Catcher in the Rye de J. D. Salinger. Mucho se ha hablado de la influencia que ha tenido el personaje principal de esa historia, Holden Caufield, en diversos sujetos que han intentado eliminar a personajes famosos como John Hinckley Jr., cuando quiso asesinar a Reagan, o Sirhan B. Sirhan, quien fue arrestado por el asesinato de Robert F. Kennedy. Salinger, un hombre extremadamente reservado, nunca dio una declaración al respecto de estas correlaciones. De hecho, extrañamente, la última entrevista que concedió el escritor fue justo en el verano de ese año. En esa rara conversación, Salinger le confesó a su entrevistadora a la pregunta expresa de por qué no daba autógrafos: “(…) es un gesto sin sentido. Está bien entre actores y actrices, personas que sólo tienen que dar su nombre y su cara. Pero con los escritores es distinto. Ellos ofrecen su trabajo. Firmar autógrafos no significa nada. Es ordinario y no lo haré”.2 En las antípodas de aquel comportamiento se encontraba Lennon, quien siempre estaba dispuesto a atender a sus fans. Fue así como poco después de las cinco de la tarde de aquel 8 de diciembre, Chapman se acercó a la famosa pareja conformada por John y Yoko y obtuvo un autógrafo del músico. Treinta y siete años después, aquel vinilo sería subastado por un millón y medio de dólares. Lennon y Yoko se dirigieron al estudio a terminar la última versión de “Walking on Thin Ice”, canción de Ono y que se lanzó como sencillo del Season of Glass en enero de 1981. Esa tarde fue la última vez que John 2

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estuvo en una grabación. Insitía en que, por fin, Madre, que era como apodaba a su esposa, había logrado grabar su primer éxito. No se equivocó: la pieza alcanzó el lugar cincuenta y ocho en las listas de popularidad y fue una de las más sonadas en las pistas de baile del siguiente año. Fue también ese el último día que Lennon concedió una entrevista en la radio. Y fue aquella mañana el momento en el que la gran fotógrafa Annie Leibovitz, enviada por la Rolling Stone, inmortalizó a la pareja con esa foto que después sería considerada como una de las portadas más emblemáticas de la toda historia: John, desnudo y en posición fetal, abraza a una Yoko vestida de jeans y sueter negro, con el pelo extendido por toda la cama. Cerca de las diez de la noche, después de estimar que el track al fin estaba terminado, el ex-Beatle y la artista conceptual regresaron a su hogar frente al Central Park para encontrar a Chapman en la puerta y, con él, la primera, impredecible e impactante muerte de uno de los miembros de la banda más importante de la historia de la música. “Life Begins at 40” dice en su letra: “They say life begins at forty (Dicen que la vida comienza a los cuarenta/ Age is just a state of mind (la edad es sólo un estado mental/ If all that’s true (si todo eso es cierto)/ You know that I’ve been dead for thirty-nine (sabes que he estado muerto durante treinta y nueve años). Aquel 8 de diciembre pareciera demostrarnos que sí, que la canción de Lennon está llena de verdad y que su propia vida acababa de comenzar; que todo aquello a lo que siempre aspiró, por fin, tenía cabida en su cotidianidad. Pero, paradojicamente, aquella jornada de hace cuarenta años también me hace pensar, con respecto a la historia de John, en las palabras de la poeta Emily Dickinson: “No es que morir nos duela, sino que vivir nos lastima más”.

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Juan Carlos Onetti en 1981. Fotografía: Wikimedia Common

Onetti, el género sucio de la tristeza

Ramón Castillo


Sin saberlo, ama a la vida y sólo así es posible ser un poeta. “El pozo”

Todo es cuestión de ajustar la perspectiva, entrecerrar los ojos, mirar de soslayo. Ahí están la derrota y el patetismo, la careta gris de la desilusión pero, también, el júbilo vital de quien aun en la soledad celebra la existencia. Juan Carlos Onetti es, en más de una manera, un escritor amoroso y vivaz. Esto resultará chocante para varios o hasta negligente para algunos otros en virtud de que muchas de las historias del escritor uruguayo son narradas con la voz quebrada de una tristeza infranqueable. En alguna de las muchas entrevistas que concedió cuando ya estaba afincado en España, uno de sus interlocutores trae a la conversación El infierno tan temido. Onetti señala que para él —tras varios fracasos al intentar escribir aquella historia que le fue contada por algún conocido— todo se resolvió cuando una amiga le sugiere que aquellos dardos epistolares no eran otra cosa que una manifestación de amor. ¿Cómo —se preguntaba él mismo— no iba a tratarse de amor si los personajes de aquel cuento estaban rabiosamente unidos por una pasión, la urgencia de la cercanía, la necesidad de saberse y mostrarse, por obligarse a recordar con reiterada sordidez? Aquel joven crítico televisivo, al escuchar eso, desconcertado aventuró que el propio autor se equivocaba, que el cuento era desamor, maledicencia, desencuentros, odio y abyección de una examante cruel. Onetti fustigó aquel reclamo de manera contundente al asegurar, “yo escribí ese cuento como una historia de amor” y así cortó de tajo cualquier tentativa de que alguien más le explicara cuál era la intención de su propia escritura. Y, en verdad, Risso —destinatario de las fotografías de su antigua pareja— llega a pensar “por qué no aceptar que las fotografías, su trabajosa preparación, su puntual envío, se originaban en el mismo amor, en la misma capacidad de nostalgia, en la misma congénita lealtad”. La pareja comparte la oscura virtud de experimentar

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un desenfreno detonado por la lujuria, una necesidad secreta por descubrir “intensidades de la curiosidad” por imponer “adoraciones fetichistas”. El amor para ellos es furia y desatino, es una confesión morbosa y, al mismo tiempo, la apertura total al mundo, a las alternativas y variaciones, a la necesidad de experimentar y transgredir límites: “nada de lo que ellos hicieran o pensaran podría debilitar la locura, el amor sin salida ni alteraciones. Todas las posibilidades humanas podían ser utilizadas y todo estaba condenado a servir de alimento”. Hay un reconocimiento mutuo, incluso en el desafío que representa cada entrega, pese a la humillación que se expande por toda Santa María, a los rumores y a la vergüenza que se acumulan y acrecientan hasta llegar a ser insoportables; en medio de todo aquello, ambos se asumen como jugadores de una partida en la que los oponentes, fotografía a fotografía, manifiestan una confidencia que sólo ellos pueden entender bajo reglas que nada más Risso y Gracia César saben jugar. Es verdad que la visión de lo que es o no el amor puede generar lecturas dispares; es decir, para el autor de El astillero, la experiencia amorosa trasciende y desafía los conceptos trillados o el entendimiento unívoco al que nos han acostumbrado los relatos felices. Su visión del amor es pertinaz y caudalosa, es un flujo que arrastra todo a su paso y, al final, sólo quedan los vestigios de lo que se llevó en el camino. En El pozo, la nouvelle que le granjeó el reconocimiento de Roberto Artl, Onetti escribe con punzante lucidez “el amor es algo demasiado maravilloso para que uno pueda andar preocupándose por el destino de dos personas que no hicieron más que tenerlo, de manera inexplicable”. Así, el amor es un accidente que acaece sin mayor lógica, que llega de igual manera a como puede caer la lluvia, sin aviso ni razón, pero con una necesidad ineludible. Es algo que uno no merece, por el contrario, sólo se recibe; y llega a hacerse presente aun cuando no somos capaces de darle resguardo.

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En las narraciones de Juan Carlos Onetti esta verdad atraviesa variadas relaciones, todas ellas signadas por el malentendido y el dolor en igual proporción a la corriente subterránea de sexualidad que las hace entrañables y humanas. Por ejemplo, La mano, relato brevísimo que en la miniatura de su hechura encierra un porfiado gemido de placer. A través de las páginas que escribió Onetti, vemos mujeres y hombres que no saben qué hacer con el amor, que lo tienen entre las manos pero —como todos nosotros— son incapaces de lidiar con dicha revelación pues están incompletos y desfallecidos, sumidos en la confusión y el agotamiento y, no obstante, son felices de manera exigua. “Lo malo no está en que la vida promete cosas que nunca nos dará; lo malo es que siempre las da y deja de darlas”, sentencia la señora Lagos a Díaz-Grey, en La vida breve. Es decir, aquella dádiva que otorga el destino siempre llega de manera intempestiva, demostrándonos que no estamos listos para vivirla; es un regalo incómodo que aparece de manera accidental e imperfecta en tanto nosotros mismos somos defectuosos e inoportunos, pero que es necesario abrazar con fervor, con la carne entera sabiendo, de antemano, que el fracaso es la única consecuencia necesaria ante su arribo. Carlos Fuentes asegura que el universo onettiano, particularmente el de La vida breve, es onírico. En efecto, hay una vivencia nebulosa que se desplaza en la duermevela, una experiencia propia de esas madrugadas en las que no es posible reconocer la frontera entre el sueño, la vigilia y la embriaguez. Brausen vive rodeado de sus propios personajes, proyecciones de sus dramas internos y fracasos emotivos, enamorado de fantasmas y lejanías, deambula entre realidades que no por ser menos palpables por ello carecen de peso específico. Las parejas Brausen-Gertrudis, Stein-Mami, Díaz-Grey-Estela, Arce-Queca los une no sólo el ensueño del artífice y protagonista, también que sus comunicaciones están truncas o impedidas, viven entre la desesperanza y el fastidio, como si la compañía fuera


soportable apenas por las cenizas todavía humeantes de la carnalidad, pero siempre con el fantasma imprudente de un malentendido que se remonta a un punto tan lejano como la naturaleza propia de los seres humanos. En alguna entrevista, Fuentes contó una anécdota —que retoma en La gran novela latinoamericana— que pinta entero al creador de Santa María y disfruto recordar siempre que hablo del autor de Tan triste como ella. La escena consiste en que el escritor mexicano llega a la casa en Montevideo de Onetti. Ahí, en pijama y bata, lo recibe el autor de El astillero con una botella de whisky de por medio. Comienzan a departir y aparece la mujer del anfitrión y exclama: “¡Pará, Onetti, pará!,¡Trabajá!” Entonces, éste se levanta y le indica a Fuentes que lo siga. Salen a la calle, caminan un trecho y entran en otra casa, la de la amante del escritor. Comienzan a charlar, a beber y, de nuevo, el reclamo se repite “¡Pará, Onetti, pará!, ¡Dejá el vaso! ¡Trabajá!”. Entonces, emprenden el camino de vuelta, como un Virgilio etílico y un Dante arrastrado por su guía, a la primera casa y recibir, otra vez, la misma protesta. Imagino a los personajes de varias de sus narraciones en un deambular similar al de su artífice; es decir, seres que se mueven de un escenario a otro para, rotundos, seguir haciendo lo que deben y quieren hacer, ya sea en la realidad o el sueño, desgarrados y errabundos pero, al fin y al cabo, conscientes de que no hay más alternativa. Onetti transmigra, al igual que sus creaciones, a través de páginas y vidas, todas ellas desencantadas y lúbricas, dolorosamente enraizadas en la cotidianidad y el desencanto y, no obstante, ansiosas de aferrarse a la noche y sus revelaciones, a los gestos ridículos y huecos que alimentan nuestras vidas diarias, al amor en sus manifestaciones más radicales y, por ende, más auténticas. Su caminata en pijama, con un vaso lleno de whisky en la mano, recalca el gesto de quien sabe lo absurdo de las formas y modos, de la llamada normalidad y las buenas maneras, como si en ese trasiego anecdótico se afirmara eso mismo que, más tarde, dejaría aún más en

claro al recluirse durante años en el lecho de su cama y que prefigura en las páginas finales de El pozo: “Todo es inútil y hay que tener por lo menos el valor de no usar pretextos”. Hace cuarenta años, frente a reporteros, académicos y monarcas, al recibir el Premio Miguel de Cervantes, Juan Carlos Onetti tomó la palabra para enfatizar, primero, su natural falta de elocuencia; después, para celebrar, con el énfasis que su pasado reciente en Montevideo le otorgaba, que “el Quijote es, entre otras cosas, un ejemplo supremo de libertad y de ansia de libertad”. Aquel hombre desarraigado y cansado, desvaído y hastiado celebra que, después de todo, la creación no es otra cosa sino un clamor febril por escapar y —al mismo tiempo— aceptarlo todo. En La vida breve, Stein habla con Brausen sobre aquel género sucio de la tristeza, el “género que puede aliviarse con la compañía”; esa tristeza es la que anima a Onetti y sus creaciones, un desconsuelo real, encallado en el interior de uno mismo, palpable y fatigoso que, no obstante, necesita la cercanía del regazo ajeno. La melancolía que suscita la existencia, sus descalabros y aflicciones, todo ello se recibe con una jovialidad desencantada, la “sonrisa torcida” de quien reconoce el fracaso y la decrepitud, el lento e ineludible desfallecer que acarrean los años y está reconciliado con tal revelación. En el cuento Historia del caballero de la rosa y de la virgen encinta que vino de Liliput, Onetti describe a uno de los personajes de tal manera que bien podría, quizá no aplicarse al autor, pero sí al talante de la actitud ora desconfiada, ora dinámica de sus personajes: “un hombre congénitamente convencido de que cualquier cosa que le toque vivir es importante y buena y digna de ser sentida”. El género sucio de la tristeza se define, entonces, como esa disposición a recibir la vida de tal manera que se vuelve dolorosa aunque soportable, placentera y resignada, pero, sobre todo, voluptuosa por necesidad y destino.

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Póster original de The Empire Strikes Back, Irvin Kershner, Lucasfilm Ltd., 1980

Póster original de Raging Bull, Martin Scorsese, Chartoff-Winkler Productions, 1980

El valor de los diamantes negros:

a 40 años de El Imperio contraataca y Toro Salvaje

Rogelio Flores 62 | casa del tiempo


Los diamantes negros son anomalías. Sí, son joyas, pero antes que nada, anomalías, desviaciones de su propio origen y canon. La perfección de los diamantes comunes sólo puede ser superada por la peculiaridad y la extrañeza de su versión oscura. Los diamantes negros pertenecen a las piedras más duras del mundo mineral y a diferencia de sus semejantes, son opacos y no reflejan la luz. Su rareza y la dificultad para hallarlos los hacen más valiosos. Valen tanto por su condición de diamantes como por esa negritud que los hace irrepetibles. La década de los ochenta fue pródiga en diamantes negros, cinematográficamente hablando. Dos de ellos pertenecen a su primer año, 1980, y son objeto de este texto: El Imperio contraataca (The Empire Strikes Back) y Toro Salvaje (Raging Bull). El Imperio contraataca es el segundo capítulo de la saga original de La guerra de las galaxias (Star Wars). Hay que aclarar que con el paso del tiempo, Star Wars se convirtió en el nombre de la saga y las películas se renombraron como “episodios”, al añadir una trilogía de precuelas: Episodio IV: Una nueva esperanza (Episode IV: A New Hope), la primera que conocimos, y la segunda Episodio V: El Imperio contraataca. Esta película no fue dirigida por George Lucas, como suele creerse, sino por Irvin Kershner, con un guion de Lawrence Kasdan y Leigh Brackett, y constituye no sólo el mejor capítulo de la saga, es también un punto de quiebre para la narrativa cinematográfica estadounidense. Desde su creación y estreno, el cine ya no volvió a ser el mismo, en su forma y su consumo (y sirva la metamorfosis de película a trilogía y luego a saga de trilogías como ejemplo). Por otro lado, Toro Salvaje, de Martin Scorsese, llevó la autodestrucción y la derrota a un nivel épico muy pocas veces alcanzado, erigiéndose en la historia del cine como una de las obras más perfectas y más bellas visualmente. Ambas cintas forman parte del National Film Registry, de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, y ocupan puestos importantes en los listados sobre las mejores películas de la historia. El American Film Institute considera a Toro Salvaje la cuarta entre los mejores cien

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filmes estadounidenses, sin darle cabida a El Imperio contraataca. Para la revista Empire, el episodio V ocupa el número tres de una lista de quinientos, mientras que la tragedia pugilística de Scorsese es la undécima. El Imperio contraataca, más allá de contar las aventuras de un grupo de revolucionarios en guerra con un imperio galáctico, se centra en el conflicto interno de su héroe principal. Luke Skywalker, el joven que lideró el triunfo del episodio anterior, descubre que su enemigo —el genocida al cual combate, el tirano que tiene sometidos a todos los planetas y quien ha asesinado a sus seres más queridos— es su propio padre, a quien había idealizado y creía muerto. No sólo eso: combate con él y pierde; sabe que cuando vuelvan a enfrentarse, tendrá que ser a muerte. Se debate entonces entre seguir los pasos de su padre cuando fue héroe y matarlo ahora que es villano, o dejarlo triunfar, lo que significa la derrota de su causa. Toro Salvaje, por su parte, nos narra el ascenso y la brutal caída de Jake la Motta: un boxeador con una enfermiza sed de triunfo, nacida de un complejo de inferioridad que lo devora poco a poco y que dicta sus actos, haciéndolo un perdedor de antemano; un hombre grosero, arrogante, abusivo y violento, que al final termina en un fracaso que parece irredimible. La historia, guion de Paul Schrader, se basa en las memorias del propio la Motta, quien no escatima en desnudar sus demonios y confesar sus conductas más reprobables, mismas que destruyeron sus relaciones familiares, su carrera profesional y, en general, su vida. Ambas películas forman parte de un cine con todos los recursos financieros y de producción, como en el paradigma del cine clásico, que al mismo tiempo se centra en las historias y temas del cine independiente y de autor. Este cine fue el que domó a Hollywood en la década de los setenta y terminó —en ese momento— con la hegemonía de los estudios y sus ejecutivos en lo que a decisiones creativas se refería.

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Algunos de los realizadores que pertenecen a esta generación y que construyeron carreras icónicas son Peter Bogdanovich, Michael Cimino, Ridley Scott, Brian De Palma, Robert Zemeckis, Francis Ford Coppola, Steven Spielberg y los mencionados George Lucas y Martin Scorsese. La mayor parte de ellos se forjaron como asistentes de dirección o técnicos en el cine de serie B, caracterizado por producciones de bajísimo presupuesto, pero muy conectadas con su público, a las que a la larga rindieron homenaje. El realizador de El Imperio contraataca es Irvin Kershner —George Lucas fue su productor, además de ser el impulsor de Star Wars, su creador y el responsable de que los filmes de temática espacial alcanzaran los presupuestos millonarios que se tienen hoy día, mediante negociaciones con los estudios que antes de él, simplemente no existían—. La primera película filmada de su saga (para ya no entrar en confusiones derivadas de su orden cronológico y narrativo), fue producida por la 20th Century Fox y Lucas tuvo que renegociar su salario cuando se excedió en el presupuesto original. Al renunciar a su sueldo, a cambio del control creativo total y un porcentaje en taquilla y merchandising, se convirtió en el cineasta independiente más exitoso económicamente hablando. De ahí en adelante, no volvió a trabajar para ningún estudio. Todo se lee muy sencillo ahora, pero en ese momento fue un volado, un salto al vacío. Tras el éxito del episodio debut, una cinta rebosante en acción, optimismo, heroísmo y color, El Imperio contraataca presentaba una atmósfera por momentos pausada e intimista; oscura, opresiva y trágica (hay que recordar que una de sus guionistas lo fue también de las adaptaciones de Raymond Chandler al cine, lo que quizá tuvo mucho que ver en el resultado). Con esto, la historia cobraría una dimensión más profunda, aunque corría el riesgo de no ser tan bien recibida como la primera. Hoy sabemos que eso no sucedió.


La cinta original había dejado una vara muy alta y ésta sólo podía sortearse con un giro radical. Y ese giro se llevó a cabo con maestría. Así, George Lucas dinamitó sus propias convenciones sin saber si eso funcionaría. Con la secuela no sólo hizo que triunfara el mal y que los héroes fueran derrotados, sino que convirtió a su villano temible y maniqueo en un personaje trágico y contradictorio (a la larga llevaría el peso de la saga sobre sus hombros y se redimiría como héroe). A cuarenta años de distancia y con ocho películas más, Star Wars nunca volvió a alcanzar el nivel de El Imperio contraataca. La historia de Toro Salvaje es distinta, pero no menos compleja y fascinante. La carrera de Martin Scorsese había sido irregular hasta el momento. Contaba éxitos incuestionables como Taxi Driver, y fracasos absolutos como New York, New York. Además, cargaba una severa depresión, dos divorcios a cuestas y severos problemas con la cocaína, al punto de que en 1980 consideró renunciar al cine si su nuevo proyecto no funcionaba. Ese nuevo proyecto fue Toro Salvaje, una película que hoy día, por su contenido violento y ofensivo, difícilmente encontraría luz verde para su producción y que de alguna manera, también trastocaba las reglas del melodrama deportivo. Toro Salvaje es una biografía deportiva que lejos de ser edificante y ejemplar, se sumerge en la personalidad repulsiva de su protagonista, interpretado por el mejor Robert De Niro. A no ser por las escenas de las peleas en el ring o la de la cárcel, es muy difícil sentir empatía por Jake la Motta. Pero Toro Salvaje es más que eso. Así como Orson Welles echó mano de todos los recursos de cinefotografía, óptica, iluminación, desplazamientos y encuadres que existían en 1941, al servicio del guion, para realizar El ciudadano Kane (Citizen Kane), Scorsese hizo lo mismo para la que él pensó, sería su última película, su canto del cisne.

Toro Salvaje es Jake la Motta en todo momento y no sólo por la actuación de De Niro. Los encuadres, los movimientos de cámara, los ángulos, las luces y las sombras, los silencios, los efectos especiales y de audio, la edición, la profundidad de campo y su distorsión. Todo sirve para reconstruir la visión afectada y delirante del protagonista. Y es ahí donde está el genio de Scorsese: si nos es difícil conectar con la Motta por su personalidad, lo hacemos por sus reacciones más primitivas como el miedo, la angustia o la furia. Por poner un par de ejemplos, las escenas de las peleas usan desenfoques y silencios totales, así como cantidades de sangre irreales para una pelea de box, pero que son así, porque así lo ve él. O el tema los flashes fotográficos, cuyo sonido es en realidad el de disparos de balas, lo que genera estrés en el personaje y en el público. Cuando la Motta es vapuleado por Robinson, es un animal acorralado, a merced de su cazador. Y nosotros también. Y seguro así se sentía Scorsese cuya vida personal se desmoronaba en ese momento. Decía Georges Bataille que la oscuridad no miente, y Friedrich Nietzsche que cuando miramos el abismo, el abismo nos mira a nosotros. Estas dos películas dan cuenta de ello. Tanto El Imperio contraataca como Toro Salvaje, son lo que son por sus reflexiones en torno a lo oscuro de sus personajes, y por la manera en que conectamos con ellos, con sus temores más profundos, e incluso irracionales (“Mi padre va a matarme, quiere destruirme”. “Mi hermano me miente para quitarme todo, todos están en mi contra y no me respetan”). Cada película, en su género y dimensión, es un diamante negro, una anomalía cinematográfica, perfecta, extraña, e irrepetible. Ambas, piedras preciosas negras que no reflejan la luz desde hace cuarenta años.

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Al filo de Yáñez Omar Delgado 66 | casa del tiempo Pintura al óleo de Agustín Yáñez en la sala de gobernadores en el Palacio de Gobierno del Estado de Jalisco. Imagen: Wikimedia Commons


El 17 de enero de 1980, el enfisema pulmonar, consecuencia de su prolongada adicción al tabaco, finalmente pudo cegar la vida de aquel hombre robusto, de rostro ancho y talante serio, que en todas las fotografías aparece con trajes de impecable manufactura. Sus lentes, de aro redondo, inadecuados para la forma de su cara, quizá descansaban sobre la mesa de noche, al lado de alguno de sus numerosos libros, o tal vez cercano al crucifijo y al misal que, aunque lo negara públicamente, fueron sus fieles compañeros en el tránsito de este mundo. Escritor notable y funcionario público, católico practicante y, al mismo tiempo, crítico del fanatismo pueblerino; novelista de la revolución y, al mismo tiempo, precursor de la narrativa urbana, todas estas características lo definen bien como un escritor liminar. Esta naturaleza puede apreciarse mejor al comparar sus dos novelas cumbre: Al filo del agua y Ojerosa y pintada. Agustín Yáñez Delgadillo nace el 4 de mayo de 1904 en el barrio del Santuario de la ciudad de Guadalajara. La familia Yáñez era de recursos modestos: su abuelo se había dedicado a la elaboración y venta de dulces y su padre pasó mucho tiempo de su vida dedicado a la política local sin mucho éxito. Sin embargo, en ese hogar de apariencia humilde nunca faltaron los libros, por lo que Agustín tuvo un constante estímulo cultural desde muy pequeño. Sus primeras lecturas provinieron de la costumbre que tenían sus tías, analfabetas casi todas, de hacer que sus parientes más instruidos les leyeran en voz alta. Gracias a esas tertulias, el joven Agustín pudo gozar lo mismo de las historias de La cabaña del tío Tom y de novelas ambientadas en la Roma imperial tales como Quo Vadis, Fabiola o Los últimos días de Pompeya; incluso, textos del Siglo de Oro español. Era su casa un lugar singular en donde una profunda fe religiosa convivía sin problemas con una devoción constante por la literatura. Desde temprana edad, Yáñez mostró una notable capacidad con la palabra escrita que fue objeto del asombro de quienes lo conocieron. En la extensa entrevista que le dedica Emanuel Carballo, el escritor jalisciense relata que alrededor de los años 1909 o 1910 —él mismo no recuerda con precisión—, escribe un amplio resumen de la

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gestión del virrey Revillagigedo que por lo detallado y profundo, asombró a su maestra de instrucción básica. Al correr de los años, crece para estudiar jurisprudencia en la universidad local y durante sus primeros años de juventud se desempeña como profesor en la Universidad Femenina. El inquieto Yáñez no estaba destinado a ser un simple maestro: en 1929, con la complicidad de un grupo de amigos, funda la revista literaria Bandera de provincias. Dicha publicación se mantuvo activa por más de un año y tuvo el mérito, pese a su carácter regional, de haber publicado traducciones del entonces casi desconocido Franz Kafka, de varios poemas de Paul Claudel y fragmentos escogidos del Finnegans Wake, de James Joyce. Bandera de provincias fue considerada como la réplica tapatía al movimiento de Los Contemporáneos ya que, mientras que estos últimos defendían a ultranza el concepto del arte como justificación de sí mismos, Yáñez y sus allegados consideraban que los valores estéticos no podían ser el fin último de la obra, sino que, mediante ellos, el creador debería realzar valores políticos, religiosos y morales. No fue casualidad que un airado y centralista Salvador Novo, al leer la publicación, les dedicara un airado “¡Chamacos pendejos!”, aun y cuando tenían la misma edad. Cronológicamente, a Agustín Yáñez se le podría considerar más cercano a Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia o Jorge Cuesta que a autores como Mariano Azuela o Martín Luis Guzmán. Sin embargo, mientras que los llamados Contemporáneos por el cosmopolitismo como tema y la lírica como vehículo estético, el jalisciense optó por la prosa y el regionalismo, elementos que lo vincularon con la entonces dominante novela de la revolución. Agustín Yáñez inicia su carrera literaria con Flor de juegos antiguos, Archipiélago de mujeres y Melibea, Isolda y Alda en tierras cálidas, publicados respectivamente en 1941, 1943 y 1947. Estas obras muestran a un escritor que, si bien cuenta con buen pulso para narrar, aún no despliega su máximo potencial.

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La novela en el borde: Al filo del agua En 1947 publica Al filo del Agua, misma que es considerada su Opus Magnum. En ella, elabora por medio de los recursos del flujo de conciencia y el monólogo interior, la historia de los cambios que sufre una comunidad jalisciense en los umbrales de la revolución. Ubicada en un pueblo anónimo —pero que muchos identifican como Yahualica, la tierra de los ancestros de Yáñez—, relata las venturas y desventuras de sus habitantes: las hermanas María y Martha, la casquivana Micaela, los trágicos Timoteo y Damián Limón, o el parlanchín Lucas Macías, todos sojuzgados por la tiranía moral de don Dionisio, el implacable sacerdote que regentea las conciencias de su grey. Debido a sus características de estilo y a sus innovaciones narrativas, es considerada la primera novela moderna de la literatura mexicana por críticos como Christopher Domínguez Michael o el mismo Carballo. Su gran aportación consiste en alejarse del tono testimonial de obras como Los de abajo, La sombra del caudillo o Cartucho para erguirse como un edificio puramente estilístico en donde la forma era tan importante como la anécdota. Las lecturas que Yáñez tuvo de autores como James Joyce, William Faulkner o John Dos Passos tuvieron mucho que ver con su innovador estilo. Al filo... es una novela de frontera, tanto en lo literario como en el momento histórico en que se publica, pues abre la puerta a una nueva generación de autores que, si bien continúan por algún tiempo abrevando de la gesta revolucionaria —Pedro Páramo fue publicada en 1955, por ejemplo—, ya exploran nuevos caminos temáticos y simbólicos. En ese sentido, no es un dato menor que Al filo del agua haya sido publicada en 1947, sólo unos meses después de que llegara a la presidencia Miguel Alemán Valdés (1900 -1983), el primer civil que ostentaba el cargo desde las épocas de la Revolución. De cierta manera, la novela de Yáñez sintetizaba ese cambio: la Revolución es despojada de su potencia referencial


—al ser desplazados del poder sus protagonistas militares—, para convertirse en la inspiración alegórica de sus herederos. En las letras, el movimiento revolucionario se estiliza, mientras que en la realidad, se convierte en institución. La ciudad trasnochadora: Ojerosa y pintada En 1959, Yáñez concluye la que sería su primera novela de tema urbano. Para titularla, evoca un verso del zacatecano Ramón López Velarde que hace referencia a la ciudad como prostituta desvelada que deambula en las madrugadas. “Sobre tu capital, cada hora vuela/ ojerosa y pintada en carretela”. Estructurada por medio de un protagonista invisible, la novela del jalisciense se compone de una serie de diálogos que ocurren dentro de un taxi que deambula por toda la Ciudad de México en un lapso de veinticuatro horas. Estos intercambios aleatorios de palabras le develan al lector todo un mosaico de las personalidades que habitan y caminan sobre el asfalto capitalino y le dan a conocer sus anhelos, ambiciones, frustraciones y esperanzas. Ojerosa... es, más que una novela, un tapiz lingüístico que ilustra a la capital como un acto dialógico colectivo, un rizoma de palabras y frases que sólo cobran sentido al verlas desde una perspectiva absoluta, como un mirador. Este mirador es justo el que ofrece Yáñez con su obra. Hay que señalar que Ojerosa... no es la primera novela de tema urbano en la literatura mexicana, pero quizá sí la que elabora a la ciudad como personaje protagónico. No se centra en una perspectiva única, sino que está basado en un entretejido de conciencias como metáfora de la multiplicidad urbana. Para lo anterior, vuelve a aplicar la misma técnica polifónica que ya había explorado en Al filo del agua, misma que replicó del Manhattan Transfer de John Dos Passos. En Ojerosa y pintada el mosaico es mucho más

fino, mejor armado, y sólo un final abrupto, que se presume forzado, demerita la estructura que había logrado construir. Letras y servicio público A Agustín Yáñez se le recuerda también por sus méritos en el servicio público, gracias a los cuales —y a su pertenencia al partido del Estado, por supuesto—, llegó a ser gobernador de Jalisco durante el sexenio de Adolfo Ruíz Cortines (1958-1964). Principalmente es por su papel como secretario de Educación Pública por el que más se le celebra. Durante su gestión, se impulsó la modernización del sistema educativo del país a partir de la unificación de los planes de la educación media superior, la incorporación del concepto de orientación vocacional dentro de los programas de estudio y el fortalecimiento de la Escuela Normal y de las vocacionales del Instituto Politécnico Nacional (ipn). El que se considera su máximo logro fue el diseño del esquema de educación rural a distancia apoyado en los medios de comunicación masivos que luego se conocería como Telesecundaria. Todos logros que, según las estadísticas de la época, contribuyeron a disminuir el índice de analfabetismo de 32 a 23.9 por ciento. Estos números quizá parezcan irrelevantes para el lector actual, pero en su época representaron un avance titánico en la integración del segmento rural a la educación básica. A cuarenta años de su muerte, Agustín Yáñez ha sido injustamente relegado tanto por el canon literario como por el discurso político. Quizá su adscripción al Partido Revolucionario Institucional o el hecho de su gestión como secretario de educación coincidiera con el sexenio del impresentable Gustavo Díaz Ordaz hayan contribuido a ello. Es hora de traer al autor jalisciense nuevamente al sitial de honor que, por derecho, ya sea como magnífico novelista o como ministro de educación le corresponde.

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La risa y el saber:

la poción irresistible de Umberto Eco Verónica Murguía

Por fortuna, al escribir estas líneas, puedo sentir de nuevo, aunque un poco velado por las relecturas, el regocijo que experimenté al leer por primera vez El nombre de la rosa. Recuerdo que la novela llegó a México precedida por su justa fama: todos sabíamos que era un relato para aquellos que gustan de las tramas detectivescas, un risueño homenaje a Sherlock Holmes y que también se trataba de una novela histórica ambientada en el siglo xiv. Aquí, dos de mis aficiones fundamentales se conjuntaban y yo me lamía los bigotes como el gato del dicho. Los más literarios añadían que era una novela en clave en la que el villano se llamaba Jorge de Burgos y estaba inspirado en Jorge Luis Borges. Que contenía crímenes sacados del Apocalipsis de San Juan, un engañoso laberinto, una biblioteca, una formidable abadía y un inquisidor que había existido, el célebre Bernardo Gui. La sabiduría de Eco era de todos conocida, pero El nombre de la rosa era su primera novela. Aun antes de que llegara a México, me preguntaba si el título tendría qué ver con ese extraño artefacto medieval, el Roman de la Rose, escrito por Guillaume de Lorris y Jean de Meung en el siglo xiii. Nunca le he podido entrar porque es un poema muy largo y las alegorías son infinitas, pero imaginé algo un poco pesado. Alguien que había leído la novela en italiano me desengañó, aunque me hizo la advertencia de que el título era uno de los misterios más sabrosos y no se resolvía del todo. La dotación de ejemplares de la librería se terminó en dos días: me formé para pagar en la caja con el libro apretado contra el pecho, soñando con las horas de felicidad que me esperaban. Los clientes que me rodeaban y yo, cada uno con su ejemplar, nos mirábamos con una complicidad que sólo sentiría otra vez cuando me formaba desde muy temprano para entrar en la librería y comprar los libros de Harry Potter.

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Entonces yo tenía un empleo de tiempo completo en el que me desempeñaba como la peor secretaria del mundo, y me las arreglé para leer la novela de Eco en auténtico estado de éxtasis, entre dictados de cartas y redacción de memorandos. El nombre de la rosa cumplió con las expectativas y las rebasó con una gracia, una erudición y una soltura que me asombran y que se han convertido en un modelo para muchísimos libros, aunque pocos escritores han podido con esas mismas premisas. El más famoso de estos libros es El código Da Vinci, en el que el autor, Dan Brown, señala temas de la historia de la Edad Media y el Renacimiento, aunque no informa nada. Es más, simplifica de tal modo las cuestiones, que las deja convertidas en una papilla insulsa, ya sean los Caballeros Templarios, los Evangelios Apócrifos o el Malleus Maleficarum. Nada que toque se salva, aunque de origen sea un tema interesantísimo. El código Da Vinci es una novela que finge haber ido a la universidad, pero que se quedó en kínder e insiste en ir tras las huellas de Eco. Por algo el protagonista, el virginal Robert Langdon, es un “simbólogo”, un estudioso de algo vagamente emparentado con la semiótica que Umberto Eco enseñaba en la Universidad de Bolonia. Si El código Da Vinci fuera sólo una lista de temas sin explicación no habría que reclamarle, el problema es que finge que informa. A diferencia de El nombre de la rosa, que nos sumerge en el tempestuoso siglo xiv, en medio de una discusión teológica de franciscanos que desean volver a la pobreza de Jesús y los representantes del papa, litigio presidido por un inquisidor que perseguía a los herejes acusados de atentar contra la propiedad de la iglesia, El código… nos muestra un París hecho a la medida de la visión de un turista estadounidense. Brown abunda en explicaciones falsas, como que el Bois de Bolougne es el Central Park francés y absurdos semejantes. En cambio, las capas de sabiduría de El nombre de la rosa, merecen horas de atención y deleite. Los lectores quedan


Il nome della rosa Umberto Eco Milan, Bompiani, 1980, 503 pp.

hechizados con la llegada del Sherlock Holmes medieval que es Guillermo de Baskerville (el homenaje a Conan Doyle es evidente y precioso). Como De Baskerville es inglés y también es franciscano, podría estar familiarizado con las teorías de Guillermo de Ockham, mismas que facilitarían el trabajo de deducir.1 Tenemos la mesa puesta: la abadía, un alejado espacio de clausura; la biblioteca y el laberinto; los secretos del pasado de los monjes; el franciscano investigador y su aprendiz, el novicio benedictino Adso de Melk. El primer plato, la muerte de un iluminista. ¿Se suicidó? ¿Fue asesinado? Pronto Guillermo se da cuenta de que el abad guarda secretos. Casi al llegar se encuentra con Ubertino de Casale, un maestro espiritual enemigo del papa, que va por la abadía en una suerte de trance en el que ve la mano del diablo por todas partes. Ubertino es un personaje histórico, de gran relevancia en la época. La rápida sucesión de los crímenes, el laberinto, las citas, el venerable Jorge, la tensión entre los

Guillermo de Ockham (1280-1349) fue un franciscano que postuló la teoría de que “en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable”. A esta teoría se le conoce como “La navaja de Ockham”. Fue acusado de herejía por esta postulación, pues es contraria a la escolástica, cuyo representante mayor, Santo Tomás de Aquino, había sido canonizado por Juan xxii. Ockham fue llamado por este mismo papa a fungir como árbitro en la controversia entre el papado y los franciscanos por la “pobreza apostólica”, es decir, el asunto que lleva a todos los monjes a encontrarse en la abadía. En algún momento, Eco pensó en situar al Ockham histórico en la novela, pero prefirió inventar a Guillermo.

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monjes, la naturalidad de Adso de Melk para describir los hechos, todo esto se suma para hacer del libro una maravilla de densidad textual escrita con el ritmo de la novela policíaca y que divierte muchísimo. Fue un caso de best seller erudito, que el lector en estado de inocencia podía disfrutar mucho. Tanto se escribió sobre la novela, que años más tarde el autor escribió un breve libro: las Apostillas a El nombre de la rosa para explicar sus procedimientos. En las Apostillas, Eco confirma que Jorge de Burgos es Borges. Dice: “Todos me preguntan por qué mi Jorge evoca, por el nombre, a Borges y por qué Borges es tan malvado. No lo sé. Quería a un ciego que custodiase una biblioteca (me parecía una buena idea narrativa), y biblioteca más ciego sólo puede dar Borges, también porque las deudas se pagan”. A la deuda que se refiere y que Eco no explica es quizás la influencia de Borges y sus estrategias. Borges no está presente sólo en su figura y sus obsesiones, también en las estrategias, pues el prólogo, “Naturalmente un manuscrito”, se asemeja mucho a los primeros párrafos del cuento “El inmortal”. En ellos, como en el prólogo de Eco, el autor encuentra un manuscrito cuya autoría es misteriosa y que cuenta la historia que leeremos. Además, y aquí entro en el ámbito de lo casi mágico que rodea a los libros, la posibilidad de que un manuscrito clásico encontrado en una severa abadía fungiera como un engranaje fundamental para el cambio que llevaría a Europa al Renacimiento es el tema de otro libro, pero de ensayo histórico, no de ficción. El giro, de Stephen Greenblatt, publicado en 2011, cuenta la historia de Poggio Bracciolini, un bibliófilo que encontró el poema de Lucrecio, Sobre la naturaleza de las cosas, en la abadía de Fulda, misma que albergaba uno de los acervos más importantes de Europa. Para Greenblatt, las ideas de Lucrecio sobre la vida y el mundo abrirían la puerta a un Renacimiento racional, después de la religiosidad opresora de la Edad Media. El paralelismo entre la novela de Eco y el libro de ensayos de Greenblatt ha hecho que, en mí, el amor por El nombre de la rosa se renueve. Ahora lo leo con la convicción de que su trama, por extraña que parezca, es posible. El mundo puede llenarse de luz por un libro.

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Cuarenta años de Siete de noches

Salvador Calva Carrasco

Siete noches de Jorge Luis Borges es un libro que, además de leer, uno puede escuchar y mirar. “Escuchar”, porque se dispone del audio de las siete conferencias que el argentino dictó entre junio y principios de agosto de 1977 en Buenos Aires; “mirar”, porque el lector de esta época, acostumbrado a remontar el tiempo con un sólo clic, puede apreciar el video de la última conferencia sobre la ceguera. De tal modo que es posible trazar el relieve de frases y oraciones desde que fueron pensadas para exponerse de manera oral, hasta desembocar en el libro que conocemos. Según lo explica Roy Bartholomew en el “Epílogo”, Borges aceptó la publicación de las conferencias con la condición de “someter a revisión” los suplementos del diario porteño La Opinión, para “salvar erratas, corregir los errores de transcripción, confrontar las citas, eliminar sin contemplaciones todas las muletillas propias de una exposición oral”. Este 2020 se cumplen cuatro décadas de aquel trabajo de revisión y corrección de las conferencias “La Divina Comedia”, “La pesadilla”, “Las mil y una noches”, “El budismo”, “La poesía”, “La cábala” y “La ceguera”. A diferencia de los textos de corte ensayístico, las conferencias de Siete noches tienen la cortesía de parafrasear interpretaciones y lecturas sobre los temas principales y otros más que salen al paso; tienen igualmente la virtud de contar pasajes personales y una que otra confidencia; conservan, del ensayo, el rigor de la memoria y la clarividencia de la lectura. En la primera pieza, Borges relata su encuentro (que sucedió poco antes de la dictadura de Perón, círculo infernal en la Historia argentina) con la Comedia de Dante. Borges trabajaba en una biblioteca modesta de Buenos Aires. Los largos recorridos en tranvía entre casa y trabajo le aseguraban largos minutos de lectura, intercedida al principio por Carlyle,

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quien fungió como un Virgilio. Borges señala que, salvo algunos pasajes del “Paraíso”, la Comedia mantiene su intensidad (como Macbeth). Es tal su admiración por esta obra de Dante, que no tiene ningún pudor en declarar que “el ápice de la literatura y de las literaturas es la Comedia”. La segunda conferencia se adentra en los sueños, para sumergirse en las pesadillas. Sobre los primeros hay una clara fascinación por su origen y su carácter ficcional, debido quizás al tiempo que los gobierna, más cercano a una “modesta eternidad” que a una cronología. Así, revela dos de sus más frecuentes pesadillas: el laberinto y el espejo. Estas imágenes, multiplicadoras de otras, conducen la reflexión del argentino a una idea tan justa como verosímil: los sueños son “la más antigua de las actividades estéticas”; la pesadilla, la sensación de horror. La conferencia sobre Las mil y una noches recuerda algunos momentos en los que Occidente “coincidió” con Oriente: la revelación del “lejano” Egipto en los libros de Herodoto; “las guerras y las campañas de Alejandro”; el joven Virgilio que palpó una seda adornada por imágenes de “templos, emperadores, ríos, puentes, lagos” y que recordará, años después, en las Geórgicas; las menciones a Bactriana, Persia e India en la Historia Natural de Plinio; el verso “ultra Auroram et Gangem” de Juvenal; la leyenda que refiere cómo Harun al-Raschid, desde Bagdad, envía un elefante de regalo a Carlomagno, en Francia; el emblema del león en la heráldica occidental; el libro de Marco Polo y la mención de Kublai Khan, y, en 1704, la primera traducción al francés por Galland de Las mil y una noches, título que ha cautivado la imaginación de mujeres y hombres de letras: “Decir mil noches es decir infinitas noches, las muchas noches, las innumerables noches”. El budismo es el tema de la cuarta conferencia. Atribuye la longevidad de esta religión a su tolerancia: “Un buen


Siete noches Jorge Luis Borges Buenos Aires, fce, 1980, 173 pp.

budista puede ser luterano, o metodista, o presbiteriano, o calvinista, o sintoísta, o católico, puede ser prosélito del Islam o de la religión judía, con toda libertad”. Las religiones piden creer en ciertos pasajes de su historia como verdades; en el budismo, en cambio, resulta secundaria la creencia en lo histórico, pues lo verdaderamente principal es la doctrina. Por ello Buddha, aquel Buddha que alguna vez fue el príncipe Siddharta, dice antes de morir a sus discípulos que les deja su Ley y que ésta los conducirá a la salvación, al nirvana, que no es otra cosa que extinción y apagamiento. La quinta conferencia es pura poesía. Y el lenguaje, en tanto hecho estético, es su materia. “Cada palabra”, dice Borges, es “una obra poética” que parece independiente de la realidad. Decir “silencio” es postular una “creación estética”. Para Borges, “la poesía es el encuentro del lector con el libro”, es la manifestación de la experiencia estética. Como ejemplo de tal experiencia, Borges analiza dos piezas. El primero de ellos es el conocido soneto de Francisco de Quevedo, que acrisola aquel verso de múltiples resonancias: “y su epitafio la sangrienta Luna”. La riqueza de esta línea, nos dice Borges, radica en su ambigüedad. La otra pieza que analiza aparentemente gira en torno al espejo. Es el soneto que se inicia “Hospitalario y fiel en su reflejo” de Enrique Banchs. De manera sorpresiva, da un giro que vuelve la atención al deseo profundo del poeta. La sexta conferencia, “La cábala”, parte de la idea de libro sagrado. Borges cita como ejemplo El Corán, “anterior a la lengua árabe y al universo”, cuyo arquetipo es venerado en el cielo; dicho de otro modo, se trata de un libro concebido como perfecto, absoluto en el todo y en las partes. Lo mismo

sucede con el Pentateuco, la Torá, donde cada signo está prefijado. Si lo anterior es atendible, entonces hay una intención y un sentido que develar, cifrados en letras y palabras. En la séptima y última conferencia, Borges habla de la ceguera, de la “neblina verdosa o azulada y vagamente luminosa que es el mundo del ciego”, tan ajena a los colores francos. Con “magnífica ironía”, Borges recuerda su nombramiento como director de la Biblioteca Nacional cuando ya había perdido casi por completo la vista: “me dio a la vez los libros y la noche”. Como una revelación, porque el aprendizaje de un idioma nuevo de alguna manera lo es, también recuerda que por aquel entonces emprendió el estudio del anglosajón con un grupo de estudiantes, todos llevados de la mano por el Anglo-Saxon Reader, de Sweet, y la Crónica anglosajona. La ceguera había iluminado la posibilidad de estudio de “mis lejanos mayores”. Se trata, quizá, de la conferencia más personal de todo el volumen. Cómo no celebrar la existencia de un libro que compendia textos próximos al ensayo, pensados para dictar en un auditorio, probablemente urdidos por Borges durante su viaje a Europa de 1977 y que terminaron en palabra escrita para volver a ella como quien precisa de un recuerdo de cuarenta años. Siete conferencias de temáticas aparentemente distantes, algunas más allá de la literatura. Veo a un hombre que camina lentamente, apoyado del brazo de María Kodama; toma asiento; las luces iluminan su rostro ciego y él ilumina el Teatro Coliseo de Buenos Aires y los otros teatros de la imaginación de sus lectores. Apenas cesan los aplausos, Borges comienza: “Señoras, señores…”.

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Andamos huyendo Lola:

la imaginación estrangulada Nora de la Cruz

Las nuevas ediciones de los cuentos de Elena Garro nos permiten pasar, con tan sólo volver la página, de “Nuestras vidas son los ríos” —con su última imagen de mar azul y soles amarillos— al desasosiego de Faustino, protagonista de “El niño perdido”, que vaga por la ciudad escapado de su casa. Para un lector que se acercara por primera vez a la narrativa de la autora, podría existir la ilusión de continuidad: en La semana de colores y Andamos huyendo Lola, las dos colecciones de relatos de Garro, persisten ciertas imágenes y personajes, pero sobre todo ciertas ideas (por ejemplo, que la imaginación y la memoria son las únicas realidades que permiten alivio o felicidad). Sin embargo, entre ambos existe una grieta perceptible: los años pasaron para Leli, la niña que jugaba a las batallas en la copa de un árbol, que ahora es madre de Lucía y junto con ella ha pasado a formar parte de otro ejército, el de los marginados. Los años pasaron también para Garro, cuyos tropiezos políticos se convirtieron en un prolongado autoexilio recordado por ella como la acre derrota que definiría la segunda mitad de su vida y terminaría por mancharla entera. Esa grieta oscura convierte a ambos libros en los dos lados de una moneda: el lado luminoso dotaba lo cotidiano de un tinte fantástico, vencía al tiempo y creía en la imaginación como poder supremo. El amor, si bien irrealizable en este mundo, esperaba en otro sitio, inmaculado, inmaterial. En cambio, en el lado oscuro no existe nada más que la angustia; todos los personajes de Andamos huyendo Lola escapan de algo, carecen de hogar, se preguntan cómo encontrarlo, cómo pagarlo, cómo encontrar agua y pan para poder subsistir. Si llegan a encontrar refugio, es prestado, y en él los acechan nuevas amenazas, de modo que solo piensan en escapar. Miran al cielo por una rendija estrecha en busca del “final de la desdicha”. Piden ayuda, pero nadie es de fiar, y pocos creen en su palabra. La imaginación persiste, junto con el aliento poético, pero se han convertido en un espejo magnificador del miedo. No es difícil entender por qué los críticos calificaron este libro como débil, paranoico y reiterativo. La propia Garro lamentó este rechazo generalizado, aunque aceptaba que mucho de lo señalado era cierto y explicaba que se debía a que las duras condiciones en las que vivía “paralizaban su mente y su mano”. Hoy, a cuarenta años de distancia, los lectores podemos percibir que en su segunda colección de cuentos el gran poder imaginativo de la autora persiste, pero también podemos concordar con Emmanuel Carballo, por ejemplo, quien señaló la falta de prolijidad de algunos textos de

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este libro (y, según él, de todos los posteriores). Sin embargo, considero que nuestra época sería mucho más benevolente con este conjunto de cuentos, pues algunos de los defectos que se le achacaron cuando apareció hoy se considerarían virtudes: el elemento autobiográfico; el uso de una premisa conceptual (la huida); la representación de los sectores marginados de la sociedad (las mujeres, los pobres, los migrantes, los niños) y la violencia constante que padecen; el miedo como efecto estético derivado de la realidad y no de elementos sobrenaturales, e incluso la defensa de los animales, decididamente anti-antropocentrista. En relación con esto último, resulta decepcionante que la edición de Obras reunidas I, del Fondo de Cultura Económica, entre otros muchos descuidos, haya cometido uno imperdonable: eliminar el célebre epígrafe del libro, uno de los pocos momentos de gloria que se le concedieran en vida a Helena Paz: “Detrás de cada hombre hay una gran mujer y detrás de cada mujer hay un gran gato”. En cuanto a la calidad literaria, nadie dudaría de la superioridad de La semana de colores sobre Andamos huyendo Lola, sin embargo, tampoco se puede negar que en algunos de sus relatos brillan aún el estilo de Garro y su enorme capacidad para jugar con la ambigüedad fantástica. Ejemplos de ello son “La primera vez que me vi”, “El mentiroso”, “La corona de Fredegunda” y “La dama y la turquesa”. Resulta notable también su capacidad para construir, a lo largo del libro, una huida que atraviesa todos los relatos: Leli y Lucía

aparecen en casi todos ellos, pero pocas veces como protagonistas. En cambio, las vemos desde los ojos de otros, que las miran con compasión o con sospecha, pero que las retratan en toda su vulnerabilidad casi como sombras a punto de borrarse. Este recurso prolonga la angustia que nos producen los relatos, su “ambiente kafkiano”, como lo calificara alguna académica, pero también produce una ilusión semejante a la de un folioscopio: nos parece que en el fondo de los relatos, en su esquina más oscura, Leli y Lucía se esconden y huyen desde la primera página del libro y casi hasta la última, pues no hay desenlace posible para ellas, simplemente desaparecen. Esto podría emparentar Andamos huyendo Lola con otra pieza importante en la producción de Garro: Testimonios sobre Mariana, novela construida a partir de tres perspectivas distintas y discordantes que intentan comprender a la protagonista, aprehenderla y descifrar su destino, pero fracasan; Mariana aparece siempre como una sombra escurridiza, como el más oscuro misterio. Andamos huyendo Lola inauguró, en la obra de Elena Garro, un ciclo de mayor experimentación narrativa, donde el foco de sus historias cambia y sus personajes pierden paulatinamente toda esperanza. Se trata de una pieza ineludible para quien quiera comprender la visión de la autora, más allá de la etiqueta del realismo mágico a la que se le suele reducir, y de un libro cuya visión de la realidad por fin podría encontrar eco.

Andamos huyendo Lola Elena Garro México, Joaquín Mortiz, 1980, 263 pp.

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White Riot: la guerrilla aterciopelada

de Joe Strummer

Alfonso Nava

El punk es una estafa: tan lo es que esta afirmación suena como una falsa provocación punk. Repasemos: su figura acaso más icónica, Syd Vicious, nunca supo tocar su instrumento; al instante se supo que la arquetípica imagen del punk fue prefigurada por Malcolm McLaren; se le cita como un género/ movimiento político pero, que sepamos, no inspiró ninguna revolución y su mensaje suele ser tan ambiguo que canciones como “No Fun” de los Sex Pistols emocionan por igual a fachos y antifas; y mejor no hablemos de sus lamentables derivados californianos, donde sólo se salva la legendaria banda Bad Religion. Pero hay un punto donde el punk sí ha sido congruente y consistente: en su franco odio a la pomposidad y petulancia del llamado rock progresivo y su oposición a ese sistema donde ciertos músicos son tratados como virtuosos, maestros (que se siga repitiendo ese despropósito de que Robert Fripp ejecuta su “teoría matemática” de la guitarra es ejemplo claro), en un tipo de música que —no es falta de cariño, pero digámoslo con franqueza— es decididamente un arte menor. El punk propone la idea de que se puede hacer música suficientemente robusta y emocionante con lo más básico, con una grabadora y un garaje, con la guitarra desafinada que está a la mano y dos acordes repetidos ad nauseam a máxima velocidad, sin retoques de las consolas de los estudios Abbey Road y sin agregar un corno francés, un gong, un coro de niños, un perro aullador (como el de Pink Floyd en su sobrevalorado recital de Pompeya) y a la mitad de la Filarmónica de Viena. Y que tampoco se precisan grandes épicas ni conceptos musicales que narren con grandilocuencia lugares comunes como El Principito (proyecto que contempló el grupo Genesis antes de que Peter Gabriel llegara al estudio con The Lamb Lies Down on Broadway) porque, pondera el bajista Paul Simonon: “Lo que hay que hacer es mirar ahí

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afuera para escribir una canción. Está todo ahí afuera. Se me ocurrían unas cuantas palabras y la melodía ya estaba allí, la música surgía de ellas. El rugido de la ciudad. Así suena nuestra música”. “It’s a roar of the city”, repetimos con Simonon. Y en ese ámbito de la congruencia y la consistencia, tanto en lo musical como en una preclara ética de la acción, en ese amplio universo de lo que conocemos como pop music, no tenemos mejor ni más acabado ejemplo que The Clash, y muy en especial su cabeza, el magnífico Joe Strummer. El mayor baluarte de lo anterior es el álbum que muchos consideran el peor de la banda: Sandinista! (CBS-Epic, UK, 1980), álbum triple inclasificable que en este virulento 2020 cumple cuarenta años de seguir generando desconcierto. Un disco que nació con una desventaja: ser el sucesor del London Calling, ese álbum que junto a Never Mind the Bollocks (1977), de los Sex Pistols, y Ramones (1976), de Ramones, integra la divina trinidad del punk. En más de un sentido, Sandinista! es uno de esos caprichos que una banda se puede permitir desde la cima, pero a la vez es una extensión de las exploraciones del London Calling, un álbum que aún perteneciendo a la citada trinidad se desmarca desde varias aristas: no recurre a la velocidad ni al estruendo en los riffs y percusiones de los otros discos (quizá por este motivo Johnny Rotten lo descalificó en un fanzine como “un disco de baladas”) y coquetea descaradamente con ritmos que están en las antípodas del punk, como el dub, el reggae y el ska; en Sandinista! incluso se agregan al caldo de cultivo posibilidades como el rockabilly, precoces homenajes al hip hop norteamericano (cabe recordar que en su famoso tour en Nueva York, Strummer eligió de teloneros en todos sus conciertos al padre del hip hop, Grandmaster Flash), el jazz (destaca al instante “Look Here”, un tema que, apostaría, habrían tocado gustosos un Max Roach o un Buddy Rich que


Sandinista! The Clash Londres, CBS Records, 1980, 144 minutos

tanto despreciaban al rock), vaticinando el new wave en “The Equalizer” y hasta flirteando con consonancias de la música disco en “Ivan Meets G. I. Joe” o “The Magnificent Seven” (algo que no se consideraría tan pecaminoso e inusual, tomando en cuenta que el gran himno punk “Pretty Vacant” de los Pistols nace de un riff de bajo de la canción “S.O.S.”, de ABBA). Sin embargo, a pesar del provocativo nombre, Sandinista! no es un disco que se ocupe mucho de temas políticos, salvo en breves comentarios dentro de algunas canciones y en la emblemática “Washington Bullets”, un cursor mundi que repasa las intervenciones que las potencias del orden bipolar habían ejercido a la fecha en Chile, Vietnam, Cuba, Afganistán, Tibet. Lo mismo ocurre en London Calling, donde el tema político está apenas insinuado. Aunque Sandinista! suele ser citado en las listas de los álbumes más políticos, en realidad no se le aproxima a la furia y claridad con que estos temas son tratados en el álbum homónimo de 1977, considerado el más punk de la producción de The Clash, del que se desprenden dos himnos mayores del género como “White Riot” y “Career Oportunities”. Un disco en la vena de “Blitzkrieg Bop” de Ramones, tan punk y tan elemental en su ejecución, que el guitarrista Mick Jones se negó en toda su carrera a tocar de nuevo “White Riot” porque la consideraba demasiado básica. La auténtica acción política de Strummer, más que de sus compañeros de banda, ocurría en la vida. Los hechos históricos de la Nicaragua sandinista apenas se mencionan en el álbum (en el ya citado tema “Washington Bullets”), pero el uso de ese título parece servir más como carnet de afiliación, como un posicionamiento. En su mecanismo de venta y distribución hay también una declaración de principios: Strummer pactó la renuncia del grupo a las regalías de las primeras cien mil

copias como condición para que el álbum apareciera como disco triple pero con el costo de mercado de un EP. Strummer pasó la vida reivindicando el derecho a la vivienda, abanderando divertidos proyectos de okupas, viviendo en comunas organizadas incluso cuando ya poseía recursos; asimismo, pasó sus últimos días como comunicador y promotor de música del mundo, tanto en las varias bandas que armó —primordialmente Los Mescaleros— como con su célebre programa de radio en línea, emisiones que hoy son objeto de culto; admitió a miles de fans en el backstage y escenario del Shea Stadium (Nueva York, 1982), su concierto más concurrido; protegió a los hippies cuando Rotten llamaba a violentarlos como antítesis del punk; realizó una búsqueda personal del rastro de Federico García Lorca en 1984, en Granada, a escondidas; improvisó un concierto en apoyo de una huelga de bomberos de Londres, en noviembre de 2002, un mes antes de morir. Sandinista! es citado a menudo como un álbum irregular, inacabado, caprichoso, lleno de paja y de experimentación mal dirigida. Sin embargo, es el que mejor pinta de cuerpo completo la personalidad generosa, polifacética, libre, emotiva y arriesgada de Joe Strummer. El magistral Martin Scorsese afirmó que “escuchar a The Clash te hacía recuperar la emoción de oír rock por primera vez”, un diagnóstico que se reafirma al aventurarse en la audición de Sandinista! y al descifrar las voluntades detrás de esas canciones tan raras, tan heterogéneas; la serie de valores y posibilidades, el rostro auténtico de eso que toda la vida nos han querido vender como punk, la forma no fraudulenta de ese género que a veces, con dos acordes, nos impulsa a salir a la calle para hacer la revolución o sólo para recorrerla a pie y dejar de ignorar su rugido.

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Ahora ya soy todos los nombres de la historia Raúl Bravo Aduna

Respiración artificial, de Ricardo Piglia, es muchísimas cosas al mismo tiempo yuxtapuestas y sobrepuestas, entretejidas y dispersadas, de fácil lectura y difícil interpretación, paralelamente y sin contradicción de por medio. Lo mismo se presenta como una novela epistolar que como una recopilación de tratados teóricos disfrazados de narrativa; igualmente, es un relato policiaco y una denuncia casi abierta a las atrocidades de un régimen dictatorial y de las dictaduras en abstracto. En presencia de este libro, lo mismo estamos frente a una novela, cohesiva y coherente, que frente a una recopilación de ejercicios literarios desarticulados. Atinadamente, en ese sentido, Roberto Pliego la ha llamado una “perfecta máquina de recursos narrativos”, que estira y contrae los límites, mezclas y reinterpretaciones de la Historia a partir de las historias contadas, omitidas y destruidas. Pero, por encima de todo lo anterior, Respiración artificial es un juego. De pistas, de erudición, de interpretación, de narrativa y narraciones, de las conexiones reales, imaginadas, construidas y destruidas que se articulan en todo momento entre el mundo, la literatura, la historia y quienes habitan indistintamente entre estos terrenos (que, vaya, somos todos). En suma, aunque parezca ridículo decirlo, Respiración artificial es un libro que se concibe a sí mismo como artículo de lectura, y que concibe a la lectura, sin la necesidad de decirlo, como un espacio de libertad. La misma que Wisława Szymborska describe con una sonrisa que brinca desde sus palabras en el prólogo a sus Lecturas no obligatorias: “leer libros es el pasatiempo más glorioso que la humanidad ha desarrollado hasta ahora […] Homo ludens con un libro es libre… Hace sus propias reglas del juego, que están sujetas enteramente a su propia curiosidad”. Piglia presenta esta “perfecta máquina de recursos narrativos” como un acertijo a ser interpretado,

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pero cuyas claves de lectura (sus reglas del juego), desde un inicio, no sólo están desperdigadas, sino que, además, están falseadas en voz de sus narradores al mismo tiempo que por el artificio completo de la novela. “¿Hay una historia?” son las palabras que señalan el punto de arranque de Respiración artificial haciendo eco, por poner un ejemplo sencillo, del clásico “Call me Ishmael” de Moby-Dick, en el sentido que presentan una clave de lectura completamente opuesta a la de simplemente tener confianza en el narrador. Pero el juego de Piglia va más allá, pues la pregunta, aunque haciendo referencia a una historia en particular (que empezará a ser contada en las páginas del libro), tiende un puente que será transitado constantemente en la novela con la ridiculez de pensar en una Historia oficial (en términos historiográficos). En ese sentido, Cornelius Castoriadis no entendía “por historia únicamente la historia hecha, sino también la historia que se está haciendo y la historia por hacer”. Quizá es una obviedad, pero que bien vale la pena enunciar: la historia es creación, misma que conlleva en sus procesos omisiones y destrucciones. “Algo totalmente distinto”, dice también Castoriadis, “a la indeterminación objetiva o a la imprevisibilidad subjetiva de los acontecimientos y del curso de la historia”. Los hechos acumulados de una sociedad específica o de la humanidad en su conjunto, da igual, no son Historia sino hasta que son recopilados, estudiados, interpretados y reflexionados; más importante aún, hasta que son contados. Sin narrativa no hay Historia y quizá funciona igual a la inversa. La relación entre Historia con mayúscula e historias es compleja, por decir lo menos. Y Respiración artificial juega con ella al presentar un abanico de claves de interpretación para su propia narrativa, por un lado, al mismo tiempo que propone lo mismo para la Historia, por el otro.


Respiración artificial Ricardo Piglia Buenos Aires, Pomaire, 1980, 276 pp.

En voz de uno de los personajes del libro, la novela parece decirnos “Trata, como yo, de descifrar el mensaje secreto de la historia”, que significa lo mismo buscar interpretar (inútilmente) Respiración artificial, que buscar interpretar (inútilmente) la Historia, que buscar interpretar (inútilmente) el mundo. Pero esa inutilidad no tiene por qué ser desoladora; por el contrario, implica un impulso curioso y juguetón que bien puede llevar a sentar a convivir a Kafka con Hitler (como sucede en la segunda parte del libro) o a entender el “fondo mismo de la historia de la patria, a la vez único y múltiple”. El epígrafe mismo de Respiración artificial nos regala esa clave de lectura falseada, por ejemplo. Modificando levemente unos versos de T. S. Eliot, se nos invita desde antes de leer a pensar que “We had the experience but missed the meaning, / ¨[An] approach to the meaning restores the experience”. Acercarse al significado, a la interpretación, es la clave, ni de chiste llegar a él. Es en la falsa dicotomía de lo único y lo múltiple —que más bien sería lo único en lo múltiple— que prevalece un impulso latente en las páginas de esta novela. “Donde antes había acontecimientos, experiencias, pasiones, hoy quedan sólo parodias. ¿O no es la parodia la negación misma de la historia?”, se dice en Respiración artificial, entendiendo a esas parodias como la historia oficialista de una dictadura, pero también a la Historia que pretende poner puntos finales donde es imposible hacerlo. Se aplana lo múltiple, desaparece la narración coral, donde prevalece lo único. Si nos ponemos serios, podemos traer a cuento la idea de Claudio Magris sobre la importancia de la memoria en estos contextos, cuando dice que “custodio y testigo, el recuerdo también es garantía de libertad; no es casualidad que las dictaduras intenten alterar o destruir la memoria histórica”. Las experiencias individuales modifican la Historia al mismo tiempo que la constituyen, y ellas no caben en ese juego de parodias que señala Piglia.

Así como la Historia está compuesta por estas yuxtaposiciones, cada narrativa breve en Respiración artificial contribuye una pieza al rompecabezas de la historia que se cuenta en sus páginas. Al igual que con la Historia, pasado y presente confluyen, se entrelazan y se reinterpretan continuamente en esta novela. Asimismo, se pierden los códigos de interpretación —o se diluyen, más bien— para reinventarlos con cada pieza nueva de información que se adquiere o se insinúa. Desde la óptica de este libro, la realidad es un texto a descifrar, pero Respiración artificial se vuelve una realidad a construir. En suma, algo que parece un milagro. En su epílogo a El hacedor, Borges cuenta que “un hombre se propone la tarea de dibujar al mundo. A lo largo de los años, puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de las personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”. Un poco siento que éste es el artificio que se revela en Respiración artificial, en el que se lee, por un lado, que “no hay otra manera de ser lúcido que pensar desde la historia”, al mismo tiempo que “ahora yo soy todos los nombres de la historia”. Reitero. No estamos más que frente a un libro que es poco menos que un milagro.

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colaboran Carmen Boullosa (Ciudad de México,1954). Dramaturga, narradora, poeta y traductora. Premio Xavier Villaurrutia 1989 por Antes, La Salvaja y Papeles irresponsables. Premio Liberatur 1996, Frankfurt, Alemania, por la versión alemana de La milagrosa. Premio Anna Seghers 1997, de la Academia de las Artes de Berlín, por el conjunto de su obra. Raúl Bravo Aduna (Ciudad de México, 1986). Es ensayista, poeta, traductor y miembro del consejo editorial de la revista Cuadrivio, donde coordina la sección literaria. Ha publicado cuentos, crítica literaria, poemas, traducciones y ensayos en un par de libros colectivos y en revistas como Este País, Estudios, MilMesetas, Ágora, The Ofi Press Magazine y Merkvolt, así como en “Letra Viva”, suplemento cultural del periódico El Imparcial. Adolfo Castañón (Ciudad de México, 1952). Ensayista, poeta y traductor. Académico de Número de la Academia Mexicana de la Lengua a partir de 2003. Premio Diana Moreno Toscano 1976; Premio Xavier Villaurrutia 2008 por Viaje a México; Premio Internacional Alfonso Reyes 2018. Parte de su obra ha sido traducida al inglés, al francés y al japonés. Ramón Castillo (Orizaba, Veracruz, 1981). Egresado de la Licenciatura en Filosofía de la Universidad de Guadalajara. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas 2009-2011. Ha publicado en revista como Replicante, Casa del Tiempo, Laberinto, entre otros. Aparece en Antología del Ensayo Literario Veracruzano 1950-2010. Francisco Cervantes (Querétaro, 1938 - id., 2005). Tradujo a Fernando Pessoa, a João Gaspar Simões y a José Regio. Becario de la Fundación Guggenheim, 1977. Miembro del snca, 2000. Premio Xavier Villaurrutia, 1982, por Cantado para nadie. Premio Querétaro Heriberto Frías, 1986; Orden Infante dom Henrique, 1999, en grado de comendador, por el Gobierno de Portugal. Maira Colín (Ciudad de México, 1978). Narradora, ensayista y poeta mexicana. Ha colaborado en más de media docena de antologías. Fue becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en la especialidad de Novela. Obtuvo el xviii Concurso Literario de Prosa y Poesía Timón de Oro, el Premio Nacional de Ensayo Político José Revueltas 2014 y el Premio Nacional de Poesía Bartolomé Delgado de León 2017. Salvador Calva Carrasco (Teloloapan, Guerrero, 1985). Doctorante en Letras Latinoamericanas por la unam. Narrador y ensayista. Ganador del Concurso Nacional de Cuento “José Agustín” 2007 con “Algunas noches”, y el ix Certamen Estatal de Cuento “María Luisa Ocampo” 2007 con “La pasión de un Lector de Norberto Boiato”, entre otros. Autor del libro Personajes (Paroxismo, 2014) y del blog dosvecesyo.blogspot.mx. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Autora de la novela Te amaba y me chingaste (Vodevil, 2018), y el libro de relatos Orillas (Paraíso Perdido, 2018). Compiladora del volumen Bidi Bidi Bom Bom: diez y cinco writers en torno a Selena (Paraíso Perdido, 2019). Omar Delgado (Ciudad de México, 1975). Narrador, editor y ensayista mexicano. Licenciado en Creación Literaria por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (uacm) y Diplomado en Literatura Fantástica por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Fue editor adjunto de la revista literaria Intravenosa. Ha colaborado en diversos medios tanto impresos como virtuales y ha participado en diversos talleres literarios, entre los que se incluye los de los escritores Alberto Chimal, Guillermo Samperio y Óscar de la Borbolla. Jorge Esquinca (Ciudad de México, 1957). Poeta, traductor, editor. Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 1990 por El cardo en la voz. Premio de Traducción de Poesía del inba en 1991 por La rosa náutica, de W. S. Merwin (en colaboración con María Palomar). Premio Iberoamericano de Poesía Jaime Sabines 2009 por Descripción de un brillo azul cobalto. En 2019 obtuvo el Premio Jalisco de Literatura. Guillermo Fernández (Guadalajara, 1932 - Toluca, 2012). Traductor del italiano y poeta. Condecoración de la Orden al Mérito de la República Italiana, en grado de Caballero, en 1997. Creador emérito del snca. Premio Jalisco de Literatura 1997 y Premio Juan de Mairena 2011.

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Autor de Visitaciones, 1964, Las palabras a solas, 1965, Imágenes para una piedad, 1991 y Expósitos, 2008 entre otras publicaciones. Miguel Ángel Flores (Ciudad de México, 1948 - id., 2018). Estudió Economía en el ipn. Poeta, crítico, traductor, periodista y promotor cultural. Profesor de la uam desde 1975 hasta su muerte. Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, 1980, por Contrasuberna. El silencio de los muelles / Umbría nube, uam, 2018, y Sentimiento de un accidental, uam, 2013, y Yo, cuervo, son parte de su obra. Rogelio Flores (Ciudad de México, 1974). Escritor, crítico cinematográfico y periodista cultural mexicano. Cursó Ciencias de la Comunicación en la unam, Creación Literaria en la Sogem y Realización Cinematográfica en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de Cuba. Ganador del Premio de Novela Lipp La Brasserie en 2015 con Un millón de gusanos. Autor, entre otros, de Adiós, princesa y Rocanrol suicida. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. Vladimir Holan (Praga, 1905 - 1980). Es considerado el poeta checo más importante del siglo xx. En 1926 publicó Abanico en delirio, Triunfo de la muerte y Soplo en 1930; Arco, en 1934, y Piedra, vienes, (1936). Tradujo a Rimbaud, Mallarmé, Eluard y Rilke, además de Trakl, Lorca y Altolaguirre al checo. Recibió el premio Internacional Etna Taormina por Una noche con Hamlet, en 1966. Hernán Lavín Cerda (Santiago de Chile, 1939). Radica en México desde 1974. Se le ubica entre la Generación del 60. Escribe poesía, novela, cuento y ensayo. Es miembro de la Academia Chilena de la Lengua y Premio Vicente Huidobro, 1970. La uam publicó su Arte de resucitar, poesía, en 2012. Verónica Murguía (Ciudad de México, 1960). Narradora e ilustradora de libros. Su novela Auliya ha sido traducida al alemán y al portugués, y El fuego verde, al alemán. Becaria del Fonca, 1993; miembro del snca desde 2001. Premio Nacional de Cuento para Niños Juan de la Cabada 1990 por Historia y aventuras de Taté el mago y Clarisel la cuentera. Premio de Literatura Juvenil Gran Angular en 2013, otorgado por Ediciones SM, por la novela Loba. Alfonso Nava (Ciudad de México, 1981). Becario de diversas instituciones de fomento a la lectura. Obtuvo el Concurso Nacional de Cuento Beatriz Espejo en 2004, y en 2016, el Premio Latinoamericano de Novela Sergio Galindo por Sick & McFarland. Una novela pretenciosa, escrita en coautoría con Alejandro Arteaga. Virginia Negro (Italia, 1985). Periodista, investigadora y académica. Se licenció en Comunicación en las universidades de Bologna y París. Ha realizado trabajos de investigación en España, Polonia, Argentina y México. Actualmente estudia el doctorado en Estudios Latinoamericanos en la unam. Es colaboradora de medios como La Repubblica y Milenio Diario, entre otros. Olga Orozco (Santa Rosa de Toay, 1920 - Buenos Aires, 1999). Poeta de conflicto espiritual, cuentista y periodista de la Generación del 40. Tradujo a Pirandello, Ionesco y Anohuil. En 1962 obtiene el Premio de la Municipalidad de Buenos Aires con Los juegos peligrosos. Destacan también sus obras Las muertes, 1952, poesía; y La oscuridad es otro sol, 1968, relato. Ingrid Solana (Oaxaca de Juárez, 1980). Escritora y doctora en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México. Autora de Barrio Verbo, De tiranos, Contramundos, El juego del mundo, La gacela y el abismo. Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte del Fonca. Carmen Villoro (Ciudad de México, 1958). Poeta y narradora. Miembro del snca. Premio de Ensayo filio 1993. Premio Jalisco 2016 en el área de Literatura. Premio Hugo Gutiérrez Vega 2018, otorgado por la uaq, 2007. En un lugar geométrico, 2001, y El habitante, 1997 son algunos de sus libros.


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