Casa del tiempo 67, marzo-abril de 2021

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Revista bimestral de cultura • Año LX, época V, Vol. VII, número 67 • marzo- abril 2021 • $60.00 • ISSN 0185-4275

NOVEDADES EDITORIALES

Feminismos

DISEÑO

Bauen. Hacia la construcción del diseño desde una visión social y humanista Deyanira Bedolla Pereda y Aarón J. Caballero Quiroz (coords.)

Noches de Ópera. Treinta y tantos años de ensayo y reseñas, crónicas, apuestas y reflexiones Vladimiro Rivas Iturralde

GÉNERO

"A la mujer, el hombre la ha de hacer". Imagen e identidad femeninas en el siglo XIX mexicano. Moda e influencias, cuerpo y lencería Margarita Alegría de la Colina y Yolanda Alejandra Castillo Rivas

ENSAYO LITERARIO Cuerpo contra cuerpo Margo Glantz

SOCIOLOGÍA

Con la vida en un bolso. Facetas emergentes del retorno, la deportación y el refugio en la salud de los migrantes en México Alejandro Cerda García

Victoria alada Casa del tiempo • número 67 • marzo - abril 2021

ARTE

Nirvana Paz

Vivian Maier fotógrafa

MATEMÁTICAS

Introducción al estudio de funciones de una variable real José de Jesús Gutiérrez Ramírez

De venta en: Librerías UAM · Educal · FCE Gandhi · Sótano · Péndulo

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issuu.com/casadeltiempo

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Tiempo en la casa, suplemento electrónico: “Carlos Montemayor: elogio del poeta”, de Jorge Ruiz Dueñas


Novedad Editorial Avatares de la digitalización en la formación universitaria

Coordinado por Eduardo Peñalosa Castro, Esther Morales Franco, Aureola Quiñónez Salcido, Sandra Alejandra Carrillo Andrés y Mariana Moranchel Pocaterra

Interesantes aportaciones y reflexiones en torno a la formación universitaria en la actualidad. El propósito fundamental de esta obra es compartir experiencias de diferentes espacios universitarios con el objetivo de generar comunidades de aprendizaje y sinergia interinstitucional frente al mundo digital.

www.casadelibrosabiertos.uam.mx


Editorial El 8 de marzo de 2020 fue la última vez que conviví con alguien que no habitara la misma casa que yo. En esa misma semana, comenzaron a anunciarse las medidas de confinamiento y distanciamiento social. Mi último atisbo de la “normalidad” fue una marcha, rodeada de amigas, colegas y desconocidas. Una marea morada. En éste, el año más largo, he echado de menos las risas, los cantos, la rabia y la ternura de todas las mujeres de mi vida. Rememoro el 8M porque las protestas por la erradicación de las violencias en contra de las mujeres y la demanda de nuestros derechos se han convertido en la cara más visible de las luchas feministas. Con los reflectores encima, las exigencias sociales hacia las feministas y las mujeres que no se reconocen como tal pero que participan activamente han ido en aumento. Se nos exige coherencia y soluciones que el Estado tendría la obligación de garantizar. Sin embargo, las prácticas feministas no se reducen a un día ni a un mes, tampoco al activismo en las calles. Las autoras que participan en la sección “Profanos y grafiteros” de este número imparten clases y talleres, escriben, graban podcasts, dirigen organizaciones civiles, forman parte de colectivos y publican en diferentes medios. A la invitación para reflexionar sobre cómo viven su feminismo, cómo se refleja en sus luchas, en sus proyectos, en su cotidianidad, las respuestas fueron diversas. Los textos hablan de sentido de pertenencia, de comunidad, de espacios seguros, de placer, pero también de las razones que las llevaron a separarse del movimiento o de una corriente específica, de las otras múltiples opresiones que las atraviesan, del extrañamiento, de las violencias. Este número versa sobre feminismos en un deseo de reflexionar sobre los acuerdos que nos convocan pero también sobre las diferencias que nos confrontan. No sé cuántas oportunidades tendremos este año de salir a las calles, de asistir a conversatorios, de participar en actividades organizadas por y para mujeres. Pero aquí estamos. Nunca más tendrán la comodidad de nuestro silencio.

Haydeé Salmones


Rector General Eduardo Abel Peñalosa Castro Secretario General José Antonio De los Reyes Heredia Unidad Azcapotzalco Rector Oscar Lozano Carrillo Secretaria María de Lourdes Delgado Núñez Unidad Cuajimalpa Rector Rodolfo Suárez Molnar Secretario Álvaro Julio Peláez Cedrés Unidad Iztapalapa Rector Rodrigo Díaz Cruz Secretario Arturo Leopoldo Preciado López Unidad Lerma Rector José Mariano García Garibay Secretario Darío Guaycochea Guglielmi Unidad Xochimilco Rector Fernando de León González Secretaria Claudia Mónica Salazar Villava Casa del tiempo, año xl, época v, vol. vii, núm 67 • marzo-abril 2021. Revista bimestral de cultura de la UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Director Francisco Mata Rosas Subdirector Bernardo Ruiz Consejo editorial Silvia Pappe Willenegger, Carlos Illades Aguiar, Jesús Rodríguez Zepeda, Alejandro Natal Martínez y Arnulfo Uriel de Santiago Gómez Coordinación y redacción Alejandro Arteaga y Jesús Francisco Conde de Arriaga Investigación documental y asesoría editorial Miguel Ángel Flores Vilchis, René Rueda y Jorge Vázquez Ángeles Redes sociales Amelia Salcido Jefe de Diseño Francisco López López Diseño de maqueta y formación Guadalupe Urbina Martínez Imagen de portada Miguel Ángel Flores Vilchis Edición Internet Jorge Ordaz Distribución Marco Moctezuma, Subdirección de Distribución y Promoción Editorial, Rectoría General UAM, Prolongación Canal de Miramontes 3855, 2º piso, Ex hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, 14387, Ciudad de México. Casa del tiempo, año XL, época V, vol. VII, número 67, marzo-abril 2021, es una publicación bimestral editada por la Universidad Autónoma Metropolitana. Prolongación Canal de Miramontes 3855, Col. Ex Hacienda San Juan de Dios, alcaldía Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México; teléfono 5483 4000, ext. 1509 y 1510. Página electrónica de la revista: www.uam.mx/difusion/casadeltiempo, dirección electrónica: editor@correo.uam. mx / editoruamct@gmail.com. Editor Responsable: Mtro. Bernardo Javier Ruiz López. Certificado de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo del Título número 04-2013092511191100-203, ISSN: 2448-5446, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Ing. Jorge Ordaz Ortiz, Dirección de Tecnologías de la Información, calle Prolongación Canal de Miramontes 3855, 1er piso, Col. Ex-Hacienda San Juan de Dios, Delegación Tlalpan, C.P. 14387, Ciudad de México. Fecha de última modificación: 31 de diciembre de 2020. Tamaño de archivo: 11 MB. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma Metropolitana.

editorial, 1 torre de marfil Tres poemas, 3 Alejandra Estrada Velázquez

profanos y grafiteros Zapoteca y lesbofeminista, 7 Yadira López Velasco No soy feminista, 11 Valeria Angola Querida Feminista, 15 Angie Contreras Proclama de la resistencia, 20 Mariana Orantes Placer porque sí, 24 Ana Farías Feminismos sin fronteras: el verde es nuestra bandera, 28 Mariana Brito Olvera

de las estaciones La escritura de la imagen. Entrevista con Cynthia Rimsky, 32 José Antonio Gaar

ensayo visual, 36 Victoria alada Nirvana Paz

ménades y meninas Mirarse mirando a los otros. Vivian Maier, fotógrafa, 40 Verónica Bujeiro En la búsqueda del leitmotiv. Una conversación con Gabriel Kuri, 45 Virginia Negro

antes y después del Hubble El tranvía que no paraba nunca. Mujeres anarquistas en cuatro cuadros, 49 Marina Porcelli La bicicleta y la vida, 54 Lucila Navarrete Turrent El rostro propio, 58 Brenda Ríos “Fantasmas”, de Haydeé Salmones: nueva bienvenida al desierto de lo real, 62 Luis Rodríguez Navarro Lenta, lentamente al viento. Patricia Highsmith y la ausencia de la culpa, 65 Moisés Elías Fuentes Los sonidos del pandeísmo, 68 Jesús Vicente García

francotiradores El neorrealismo en Roma, 73 Lauro Zavala Revertir el noir: Cruz, de Nicolás Ferraro, 76 Nora de la Cruz Bajo el silencio del mundo, de René Rueda Ortiz, 78 Sofía Mendoza Santiago

colaboran, 80 Tiempo en la casa. Carlos Montemayor: elogio del poeta Jorge Ruiz Dueñas


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Tres poemas Alejandra Estrada Velázquez

ANCIANA Una mujer en bata una curva su espalda Una mujer camina lento respira el aire intoxicado por el recuerdo de sus hijos los dientes de leche su ombligo y el mechón de pelo guardados en una servilleta Una mujer una caja su memoria dos anillos monedas y una muñeca las promesas Una mujer oblicua el pozo estaba lejos de su casa nueve años y veinte litros en cada hombro

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Un cuerpo enfermo los ojos secos el astigmatismo y la miopía heredada de la abuela y el luto y el silencio y la deshonra Una mujer aterrada por el tiempo La vergüenza de una mujer curva es su cuerpo y las manos del hombre el padrino un secreto y la abuela trabajando y la niña abandonada arrojada al fuego y la abuela echando las tortillas y la niña y el padrino y el cuerpo Una caja de Pandora es la memoria de la mujer curva La tristeza el soliloquio frente a la estufa el aceite caliente la artritis hora de la medicina el diálogo imaginario una radio que suena todo el día y mañana y otra vez y la mesa puesta y la espera y nadie llega Esta es la soledad de una mujer curva

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ORFANDAD Tu cuerpo es un muro. Trata de explicar a la boca que la palabra es una plaga que habita entre las grietas, un insecto que transita las venas secas de esta casa, un hogar con la memoria teñida de humo. Tu cuerpo es un muro. Trata de explicar a la boca que ahora es una mancha de humedad en la pared de esta tumba a la que tus hijos llamaron casa. Tu cuerpo es el muro y el muro se quiebra, el muro es un hueso y el hueso se abre para alumbrar la verdad, el muro es la muerte y la muerte es tu madre. El niño dice que te oye cantar todas las mañanas. El muro se quiebra y los hombres barren tu voz hecha polvo, levantan trozos de tu cuerpo, piedras con las que tropezamos en el camino. Es de mala suerte andar sobre la memoria de un muerto, dormir a su lado, olvidar su rostro, llevar una mujer a la cama de la que habita el muro. Papel tapiz color mentira sobre el cuerpo; sobre la voz hecha polvo, una piedra. Nada se crea: el niño dice que ve fantasmas. Nada se destruye: el padre derrumba la memoria. Todo se transforma: tu cuerpo es el muro.

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DEMENCIA El corazón de mi madre es una cueva: desde el fondo, una niña desesperada grita mi nombre. Son los ojos de mi madre que se desmoronan el espejo de piedra en el que me miro. Una araña sin norte pasea en sus pupilas una araña histérica teje su párpado, una araña hila su noche definitiva. Mi madre es un cuervo: en el aire florece su canto negro. La voz de mi madre ilumina la casa, relámpago permanente, herida que no cesa. Mi madre no recuerda nombres y me he vuelto un eco estéril un balbuceo. Es el cuerpo de mi madre un río irregular que se desborda; su voz desata la tormenta, rompe las palabras, es un látigo su boca. La memoria de mi madre es un pueblo fantasma de alegrías grises de dolores sepia, paisaje de sílabas rotas. Su miedo llena los huecos en los rostros. La memoria de mi madre es un sitio estático y remoto al que la niña de la cueva ha huido.

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rofanos y graf iteros

Zapoteca y lesbofeminista Yadira López Velasco

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Fotografía: Miguel Ángel Flores Vilchis


El feminismo llegó a mi vida durante la etapa universitaria de la mano de una profesora que, sin miedo a ser señalada, criticaba a ese ente, hasta entonces abstracto para mí, denominado patriarcado; también, durante esa etapa, pude por fin recuperar la raíz que había dejado durante la adolescencia: volví a la tierra del sol para poder portar con orgullo los huipiles, hilados finamente por las manos de mujeres trabajadoras, para abrirme paso entre el concreto de la ciudad y llevar en mi enagua las olas de Playa San Vicente, para cantar el lenguaje de las mujeres nube y adornar, así, mi presencia en la urbe. Salir del clóset implicó otras muchas salidas; todas arropadas por el feminismo y por el amor y la compañía de otras mujeres. Nací en Juchitán de Zaragoza, Oaxaca, hija de migrantes golondrinos. Mi padre, cansado de extender sus alas, decidió que tendría que encontrar un trabajo más estable y así, un buen día, avisó que se había enlistado a las filas del ejército mexicano, nutridas en gran parte por hombres del sur que buscaban una vida mejor. Asentado primero en la base de Salina Cruz, siguió viajando, yendo y viniendo, de la ciudad al campo, de los edificios a las chozas de la playa. Aprendió de forma autodidacta un oficio, y entonces aquel hombre, que había sido pescador y piscador, se había convertido en cocinero, cocinero oficial de Los Pinos, cocinero que alimentó a un expresidente. Años después, recibiría su cambio definitivo al Cuerpo de Guardias Presidenciales y, con ello, la familia, esperando todavía su regreso en Juchitán, tuvo que salir para venir y hacer una vida en la Ciudad de México.

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La necesidad de asimilación hizo que por muchos años callara mi origen. El odio introyectado hacia mi color de piel, hacia mi lengua materna, el racismo latente en un México que presume de no serlo, que ve en los y las indígenas un tema sólo de folclor y los discrimina dejándolos fuera de las políticas públicas, que sólo entrega dádivas y ejerce un tutelaje sobre la autonomía de los pueblos originarios, aumentaron mi necesidad de ser invisible. ¿Qué ganaba yo diciendo que era zapoteca? Si ya había sido testiga de que decirlo era motivo de burla, de apodos, de que nos llamaran “paisanitos”, “atrasaditos”; si la resistencia de Merari, una compañera de escuela, al seguir portando su huipil por encima del uniforme escolar, había ocasionado que le rompieran una prenda que no sólo nos da identidad, sino que, en sus bordados, lleva escrita la historia de más de 500 años de resistencia a la colonización. Qué se gana cuando miras que tu lengua es sinónimo de burla, que la minimizan, que con lo que tú aprendiste a nombrar el mundo es para otros sólo un dialecto, un lenguaje innecesario, y se exige abandonarlo porque aquí, en la ciudad, no se habla como indios, no se piensa como indios, porque en la ciudad son civilizados, no bajaron del cerro. Entonces, la pregunta cotidiana era: ¿De qué me sirve expresar mi origen, mi identidad? Si para los demás yo represento eso que tanto dicen odiar. Sin embargo, el poder tener acceso a la educación me hizo darme cuenta de la importancia de la representación, de ocupar los espacios que nos fueron negados. Encontrar las huellas de mujeres indígenas en la historia me hizo sentir que, por supuesto, nosotras


no éramos para nada esos seres ignorantes necesitadas de un tutelaje constante ni del Estado ni de los varones de nuestra familia o comunidad. Así, durante mi época universitaria, comencé a darme cuenta del sometimiento en el que habíamos vivido las comunidades indígenas, de las luchas por los recursos naturales, por nuestro territorio, y también pude comprender que territorio no solamente tenía que ver con el espacio geográfico donde se asienta la comunidad, sino con todo ese cúmulo de costumbres, rituales, comida, olores, que la academia llama “la subjetividad”. Entonces, ataviada en huipil y enagua, crucé media ciudad para, desde mi hogar en la periferia, plantarme fuerte en las aulas de la universidad, en espacios de estudio, en el mercado, en el metro, y poder decir “aquí habitan las mujeres nube, las mujeres viento; aquí, en medio del concreto, del tráfico, vive una binniza”. Desde la infancia fui una mujer gorda; durante la adolescencia, comenzaron los comentarios no pedidos sobre mi cuerpo y, por supuesto, se desplegó sobre mí toda la maquinaria impuesta desde la cultura de las dietas y la gordafobia; sí, con A, porque no es lo mismo ser una mujer gorda que ser un hombre gordo. A nosotras, por esos ideales de belleza inalcanzables, que a diario bombardean nuestra psique desde los medios de comunicación, se nos exige todo el tiempo cumplir con ciertos requerimientos; uno de ellos: la delgadez. Por esa razón, mi papá, que había alimentado a los Centinelas, equipo de futbol americano de Guardias Presidenciales, creyó que en sus manos estaba todo el conocimiento nutricional para ponerme dietas severas; bajo la premisa de que él sabía lo que era mejor para mí, tuve que someterme a lo que él llamaba dietas, aunque carecían de sustento porque, evidentemente, mi cuerpo necesitaba otro régimen alimenticio, no el de un jugador profesional. La violencia aumentó cuando lo llamaron para preparar los menús del Comité Olímpico Mexicano; entonces, a sus “dietas” se le sumaron caminatas de kilómetros y palabras ofensivas mientras los andábamos, todas ellas relacionadas con la forma de mi cuerpo, con lo ancho de mis caderas, con lo gordo de mis brazos, con lo enorme de mi cintura.

La comparación eterna con otras adolescentes de mi edad con cuerpos distintos al mío. Así, de la mano y de la boca de mi papá, comencé a odiar mi cuerpo. Nadie nace odiando su cuerpo, ni las particularidades que tiene, ni su color, ni su extensión; lo vamos odiando porque otros nos enseñan que debemos hacerlo, que debemos exigirnos cada vez más. Pero los estándares son cambiantes; estamos en constante movimiento, y el ideal de belleza que hoy es válido, probablemente mañana ya no lo sea. Es un mito inalcanzable, un mito que no se detiene, y nosotras parecemos perseguirlo con fervor; la mayoría de las veces no por gusto, sino porque otros nos han puesto en esa carrera interminable. Por eso, debemos parar la exigencia sobre los cuerpos y el tener que ser bellas. No le debemos belleza a nadie. A ésta se fueron sumando otras opresiones: la identidad indígena, la condición de migrante, el despertar al lesbianismo y, ya entrada en la adultez, la condición de enferma crónica. Fue así, buscando una respuesta a las múltiples opresiones que vivía, que comencé a acercarme al feminismo. Buscaba representación, mirar la diversidad de mujeres que parecían habitar en mí. Sin embargo, muchas veces, aun nombrándome feminista, encontraba que había condiciones muy específicas que me hacían seguir sintiéndome un tanto excluida. En muchos espacios, las lesbianas hemos sido silenciadas históricamente y, al hacer una crítica a la heterosexualidad —entendida como un régimen obligatorio que no nos permite a las mujeres vivirnos en libertad—, muchas mujeres heterosexuales piensan que tenemos una postura sectaria y que tratamos con fervor de “convertirlas” al lesbianismo. Lo cierto es que la teoría lesbofeminista, que es una apuesta política y de vida nacida en México, nos dice que el amor entre mujeres no representa sólo una relación erótico afectiva, sino que se extiende también a la recuperación de nuestra relación de amor entre mujeres más importante: la relación con nuestra madre; se trata también de priorizar los vínculos entre mujeres y, por supuesto, llevar a la práctica el amor lésbico desde una forma más horizontal.

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Así, mi llegada al lesbofeminismo ocurrió tras haber transitado por otras corrientes, cuyas ideas no me eran afines. Hay temas puntuales con los que concuerdo: erradicar la violencia contra las mujeres, seguir haciendo activismo para evitar más feminicidios, garantizar el cuidado de las niñas y hacer del feminismo un lugar de mujeres para mujeres. Pero el lesbofeminismo fue para mí la respuesta que había estado buscando desde la adolescencia; encontré certezas y representación. El hecho de ser una mujer diagnosticada con una enfermedad crónica también me hizo pensar en la necesidad de ser crítica en cuanto al trabajo de cuidados y a mis redes, pues las mujeres son y siguen siendo las que sostienen mi existencia. Noté que la mayoría de las personas que me apoyaban, tanto para acompañarme al médico como en todas aquellas ocasiones en las que requerí hospitalización, así como en la contención emocional, eran mujeres. Además, mi condición no me permite, la mayoría de las veces, hacer activismo desde las calles; el cansancio crónico, así como los problemas derivados de la artritis — que tienen que ver con mi diagnóstico de lupus eritematoso sistémico—, me obligaron a repensar mi lugar dentro del activismo, pues se suele pedir acuerpar de una forma presencial. Esto me hizo notar aquello que el lesbofeminismo sostiene: el amor de las mujeres estaba ahí para mí, y encontré en mis redes de mujeres, en lesbianas, en otras enfermas crónicas, un sitio de escucha y acompañamiento, de crítica y amor. Conocer mi enfermedad, cuidarme, aprender una nueva forma de vida, era un profundo acto de amor. Ese amor hacia mí representaba, por fin, la libertad de vivirme lesbiana, indígena y enferma, y poder hablarlo desde el espacio que habitaba, desde el lesbofeminismo. Escribir desde el amor entre mujeres: Lesbiana Nguiu, es la enagua colorida y la guayabera re bien planchada Nguiu, es el son Paulina Nguiu, es el cabello corto desafiando la feminidad Nguiu, es la paridora de luciérnagas Nguiu, es aquella que llegó en pantalón y sin maquillaje a la vela Nguiu, es el baúl heredado de la abuela Nguiu, es la flor de mayo Nguiu, es la totopera caminado por las calles de la novena sección Nguiu, es el polvo de chintul Nguiu, es el armadillo que corrió junto al mar cuando nací Nguiu, es una mariposa que abre sus alas al vuelo

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No soy feminista Valeria Angola

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Fotografía: Miguel Ángel Flores Vilchis


Comenzaré este escrito con una declaración que quizá sea contradictoria para la propuesta de este número: no soy feminista. Aunque lo fui. Ninguna teoría, ninguna práctica se gesta sin la experiencia de los sujetos, sin la implicación del cuerpo, de las vivencias y de los paisajes. En las ideas que producimos participan quienes nos acompañan en la vida: los amigos, los vecinos, la familia, los amores y los desamores, los encuentros y las rupturas. Por esta razón, para presentar mi perspectiva sobre el feminismo y el por qué ya no me interesa reivindicarme políticamente desde ahí, es necesario que comparta mi trayectoria personal que, como ya lo he dicho, está impregnada de la presencia de mi comunidad, de mis ancestrxs y compañerxs de lucha. Soy porque somos. Sin contar que de entrada —al igual que otras amigas y conocidas— venía estrellada de una relación muy complicada con mi padre, un hombre que nunca abandonó a sus hijos negros, pero que emocionalmente nunca estuvo presente, podría decirse que mi historia en el feminismo comenzó como la de muchas mujeres que experimentaron violencia en el noviazgo. La disminución de mi autoestima, la manipulación, los golpes, gritos y celos hicieron que me lanzara de cabeza en el feminismo para entender por qué estaba amando de esa forma. Me ayudaron los textos de Marcela Lagarde y Coral Herrera. Sané entre la lectura, pero también con el acompañamiento de amigos y familiares. Salí del clóset como feminista, lo declaré a los cuatro vientos. Era feminista y por fin podía decirlo.

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Era feminista porque necesitaba respuestas que me ayudaran a entender cómo había caído en esos círculos interminables de reconciliación y rompimiento. Me preguntaba por mi manera de amar y ser amada, por mi deseo. Necesitaba entender por qué me sentía atraída por aquellos hombres violentos y celosos que me reclamaban como su propiedad privada. En una primera etapa de este proceso de sanación, los culpé a ellos. Quería ver sus penes rebanados en pedazos en la licuadora. Reclamaba sangre, quería venganza. Luego, me acerqué al feminismo negro. También sentía un impulso por entender cómo el racismo se entrelazaba con mi experiencia de ser mujer. La violencia que había vivido tenía que ver con mi forma de moverme, de hablar, de bailar y vestir. Mis parejas me exotizaban, apelaban a mi nacionalidad y a mis características físicas a la hora de señalar lo inmoral de mi comportamiento. Leí Mujeres, raza y clase de Angela Davis. Seguí con Audre Lorde, bell hooks y muchas otras. Pero más allá de hacer un ejercicio narcisista que destaque mi gran carrera como exfeminista, me interesa trazar una historiografía propia que invite a los demás a reflexionar sobre la relación entre las vivencias, las teorías y las personas. Las teorías nos ayudan a tener respuestas sobre lo que vivimos. Nos explican cosas y a veces trazan soluciones. Hay teorías que surgen de la práctica; sin embargo, hay otras muy abstractas. El feminismo suele perderse en lo abstracto cuando se olvida en qué contexto histórico y político surgió. También cuando la experiencia particular de un grupo de personas, en este caso de mujeres del norte global, se universaliza como una verdad absoluta para todas las mujeres de todas las culturas sin importar el momento histórico. La teoría feminista surge de la experiencia localizada de las mujeres blancas ante su necesidad histórica de reivindicar su humanidad frente a su contraparte, los hombres. Situar al feminismo en su corpo-política

—quién habla— y geo-política —desde qué lugar habla— evitaría que cayéramos en las universalizaciones eurocéntricas que, por un lado, afirman la existencia de un patriarcado anacrónico y universal y que, por el otro, apuntalan al feminismo como el único camino posible para una revolución de mujeres. Hace pocos años, después de gritar que era feminista en todas partes, empecé a involucrarme con otras personas afrodescendientes como yo. Muchas mujeres que conocí en ese entonces no se interesaban por el feminismo. De hecho, no les gustaba ni en lo más mínimo e incluso lo criticaban de formas tan mordaces que podía sentirme ofendida en lo personal. Comentaban que el feminismo era una teoría producida por la blanquitud, individualista y eurocéntrica, que busca romper los lazos comunitarios entre hombres y mujeres. Si la interseccionalidad nos enseñó que los sistemas de opresión colaboran entre sí, al estar en comunidad comprendí que la lucha es colectiva porque esos sistemas actúan con simultaneidad. El trabajo colectivo es como un gran engranaje que funciona si todas las partes trabajan. En la colectividad, con hombres y mujeres, aprendí que lo que los perjudica a ellos nos perjudica a nosotras. Y viceversa. Si se revisa la historia, nos daríamos cuenta de que la lucha política de las mujeres negras nunca ha estado separada de los hombres. Harriet Tubman, Rosa Parks, Ida B. Wells, Angela Davis, entre otras, han sabido que la libertad es imposible de alcanzar si sólo se lucha para que ellas la consigan. No se puede pedir justicia para un grupo y para otro no porque, como dijo Martin Luther King, “la justicia es indivisible” y la manifestación de “injusticia en cualquier lugar es una amenaza para la justicia en todas partes”. Fue en este punto donde empecé a sentir al feminismo como una postura insuficiente para lograr una transformación radical de la sociedad. Ya no me interesaba tirar a la licuadora penes de hombres.

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Encontrarme políticamente con ellos era vital por dos razones. Una, para entender los procesos por los cuales los hombres negros también han sido deshumanizados; y dos, para imaginar y construir ese mundo nuevo lleno de abundancia, justicia y libertad para todos. Sin el encuentro con otras mujeres y hombres afrodescendientes, sin haberles escuchado y leído, sin la experiencia encarnada en el cuerpo de haber compartido, quizás, mis posturas feministas radicales nunca hubieran desaparecido. La importancia que tienen los demás en los cambios políticos que decidimos asumir es inmensa. Con frecuencia, mujeres feministas me escriben para darme las gracias porque algo que escribí hizo que cayeran en cuenta de que la realidad de las mujeres afrodescendientes es diametralmente opuesta a la experiencia hegemónica de ser mujer. Las ideas no son mías, son de todas las personas que compartieron sus palabras conmigo. Padres, hermanos, amigos, compañeros, vecinos, autores, etcétera. Las ideas no tienen dueños, han transitado por muchos años entre las generaciones, rebasando las fronteras nacionales de los países, inclusive, los límites que separan la vida de la muerte. Mi existencia es el reflejo de la existencia de todas las personas que vivieron antes de mí. Una persona es a través de otras personas. Así como también, una cosa es una cosa a través de otras cosas. Éste es el principio de la filosofía africana Ubuntu que, en términos muy generales, se trata de entender que venimos de un flujo de energía en el que todos somos uno. Siento una gran decepción cuando leo en redes sociales cosas como que “el feminismo no puede maternar todas las causas” o que “al feminismo, como a ningún otro movimiento, se le exige responsabilizarse de todos los problemas sociales” o peor aún, cuando se excluye deliberadamente de los círculos feministas a personas trans porque justifican que la lucha de las mujeres debe ir separada de la lucha trans. No se puede desamarrar un nudo jalando de un solo lado.

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Para las filosofías africanas, la maternidad, por ejemplo, es un acto de afecto colectivo que se realiza en comunidad y que no está dado por los lazos biológicos. Maternar no es una responsabilidad individual que recae en una sola persona, es una tarea que se comparte no sólo con los miembros de la familia (hermanos, tíos, primos), sino también con otras personas que no son familiares, pero que pertenecen a la comunidad. Ubuntu es unidad y armonía entre los humanos, la naturaleza, el planeta y todas las formas de creación y vida. La filosofía de la Unidad es una cosmogonía muy antigua que ha recibido muchos nombres, en muchos lugares. En África se llama Ubuntu y ha sido clave para la resistencia de los pueblos esclavizados y colonizados del mundo. Aunque ha habido intentos por incluir a Otras mujeres en las teorías feministas, los hombres siempre quedan por fuera. Niños, jóvenes y ancianos racializados históricamente han sido despreciados por el feminismo que, bajo la premisa de que ellos son la encarnación más palpable del patriarcado, olvida que pertenecen a nuestras comunidades y que el racismo que viven ellos nos afecta a nosotras. No soy feminista porque el feminismo es contrario a la filosofía africana de la unidad, a Ubuntu, no sólo porque la historia muestra su innegable compromiso con el proyecto eurocentrado de modernidad y colonización, sino también porque en la praxis continúa siendo partidario de la fragmentación colonial entre hombres y mujeres, obstaculizando la organización colectiva y la resistencia comunitaria de los pueblos. No ser feminista no debe entenderse como la apatía por los asuntos de las mujeres, al contrario. Creo profundamente que es posible no autodeterminarse feminista, ser mujer u hombre e interesarse por la eliminación del sexismo y de la violencia de género. Porque soy negra rebelde, palenquera, cimarrona, reivindico el principio fundamental de la filosofía africana Ubuntu de cuidar del bienestar de los demás, del espíritu de apoyo mutuo y de maternar en comunidad.


Querida Feminista Angie Contreras profanos y grafiteros | Fotografía: Miguel Ángel Flores Vilchis

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En algún momento de 2010 Querida Feminista: Soy feminista. Hoy lo dije por primera vez en voz alta. Estuve en el closet feminista varios años. Tenía miedo. Sabía que veía las cosas diferentes; que a veces pensaba “no; así no debe ser”. Recuerdo una vez en el colegio: las niñas bailábamos folklore mientras los niños jugaban básquet en el patio; le dije a la maestra que me dejara cambiar de taller, pero me respondió que las niñas bailaban. Seguí en la clase hasta que un día me cansé; no traía tenis, pero me fui a jugar básquet con mis zapatos carísimos de baile. Desde ese momento supe que podía hacer todo sin importar que fuera niña. Nunca pensé que todo sería más complicado conforme fuera creciendo. Supe lo que era una feminista hasta la universidad. Había leído a Sor Juana, a Simone, a Lagarde pero no lo entendí hasta que conocí a mis maestras. Qué privilegio el mío. Sin embargo, nombrarme me daba miedo —creo que todavía me da miedo—.

2011 Querida Feminista: Desde que me reconocí como feminista todo lo que hago es juzgado por extraños, cercanos o ajenos a partir de si soy o no buena feminista. Parece que las feministas somos un personaje mítico sin forma, pero del que cada quien tiene una idea. Tenemos mucho trabajo con nosotras mismas como para tener que estar explicando el feminismo. Tengo mucho que entender; cada vez que leo algo o reflexiono sobre una conducta es un “paren el mundo; me quiero bajar”. Todo esto que pienso ya es demasiado como para que también crean que quiero “convertirlos”. No puedo ni perrear porque ya me están juzgando. ¿Qué clase de feminista se supone que soy? Imagina que se enteren que tengo novio: ¡me quitan el carnet!

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Agosto 2012 Querida Feminista: Soy una feminista a la que le gusta arreglarse. Muchas veces me he topado con el dilema de si ser feminista se opone a ser femenina. Me enseñaron desde pequeña que una niña debe ser femenina, bella, usar vestidos y esas cosas. Al crecer todo cambia: las etiquetas, los comentarios. Lo decía Simone de Beauvoir: “la mujer no nace, se hace”. ¿En qué momento decidimos que para ser mujer se debe ser femenina? Una feminidad que nos exige vernos presentables, lucir bien para ser aceptadas, para asumir nuestro rol de buenas mujeres. En una ocasión, mientras me arreglaba, me descubrí pensando: “espero gustarle”. Cuando me di cuenta, me detuve. Preferí esmerarme en ser yo. Y fui feliz; feliz de usar sudadera y tenis en una cita y que no me importara; de no tener que usar tacones y jugar contra la gravedad.

te reservados para nosotras y nos reunimos, gritamos y accionamos. Al hacerlo nos amamos, amamos la idea de tener vínculos con las mujeres sin caer en esos refranes de “mujeres juntas ni difuntas”. Pero una cosa es la sororidad como principio ético, político y práctica, y otra es la romantización del feminismo. No está mal el amor entre mujeres; he aprendido a amarlas pero, si el amor se vuelve tóxico, no nos deja ver y avanzar. Me quedan muchas reflexiones que hacer en torno al feminismo, a mi feminismo.

2018 Querida Feminista: Fui a un foro hace unos meses. Un amigo —creo que ya no lo es— me dijo que debo dejar de presentarme en mi semblanza como feminista porque los asusto. ¡Yo, asustarlos! Bueno; seguiré asustando señores en los eventos.

2016 2018 Querida Feminista: Querida Feminista: Mi amiga me pidió que sea madrina de su hija. ¡Qué enorme responsabilidad! No me he pensado como madre, no me nace verme así… pero sí como la tía.

2017 Querida Feminista: ¿Qué piensas de la sororidad? Por años las mujeres estuvimos separadas, agobiadas por las tareas del hogar, la crianza; no teníamos tiempo para estar juntas —y el patriarcado no quería que estuviéramos juntas—. Hacerlo significaba confabular contra lo establecido. Cuando vimos que estar juntas era una oportunidad de construir, salimos de esos espacios históricamen-

Soy una mala feminista. Me gusta usar lápiz labial, voy a la estética, crecí bajo una estructura patriarcal y conservadora, asistí a colegio de monjas. Soy mala feminista porque no soy radical, ancestral, porque no soy una mujer negra, blanca o pertenezco a una etnia, no soy artista o reconocida activista… soy medio pop, política. Me hice feminista de escuchar a mis maestras, de leer a Sor Juana, de ver a mi madre y tías. Sí: soy mala feminista, pero “prefiero ser mala feminista a no serlo”, como dice Roxane Gay. Prefiero ser la feminista que he ido construyendo. Hoy, con tantos y tantos discursos de lucha, revolución, de mujeres tan diferentes que con ovarios y mucho valor salen a hablar y a hacer públicos casos de violencia, hostigamiento, discriminación, hoy más que

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nunca, nuestra lucha debería ser por las mujeres, y todas las mujeres son todas. Soy una mala feminista y creo que tú también lo eres.

de pantalla con mi rostro; las envían a chats donde me señalan y se burlan. Otras y otros sólo observan, callan. Me han dicho asesina, como si hubiera cometido un delito muy grave.

Enero 2019

31 de diciembre 2019

Querida Feminista:

Querida Feminista:

El primer feminicidio del año. La chica se llamaba Angélica y tenía casi ocho meses de embarazo. Sé que no se trata de mí, pero ver en todos los medios su nombre, que también es el mío, ha sido muy fuerte. Pensé: ¿Y si hubiera sido yo? ¿Qué dirían de mí en los medios? ¿Saldrían a gritar mi nombre? Hoy tengo miedo.

Este año me salvaron las mujeres. Fueron ellas las que corrieron para ayudarme; las que estuvieron para abrazarme, levantarme, consolarme, darme consejos, llorar conmigo. Fueron las mujeres las que siempre estuvieron a mi lado, las que detuvieron su marcha para esperarme, las que corrieron conmigo, me tomaron de la mano y me ofrecieron un corazón para sanar. Años hablando de sororidad para por fin entenderla y vivirla desde un lugar menos teórico, más práctico, más apapachado. Que sea feliz también para ti el 2020.

Mayo 2019 Querida Feminista: ¿Dejo de ser feminista si me rompieron el corazón?

Enero 2020 Querida Feminista:

Septiembre 2019 Hoy no quiero ser feminista. Querida Feminista: Hoy me dijeron asesina. Nunca había tenido tanto miedo. Iba en la calle con mi pañuelo verde amarrado a la bolsa; una persona pasó a mi lado y me dijo “asesina”. El video en la plaza tiene 588 comentarios y miles de reacciones; la mitad de ellas de “me enoja”. En redes sociales me llegaron mensajes violentos; decían que me iban a violar para que entendiera lo que es ser una mujer de verdad. Hay audios, que un noticiero reprodujo, donde dicen lo mismo. Hay personas pidiendo que alguien comparta mi nombre y mi cuenta de Facebook. Y están los que me ubican y dicen que desde siempre he sido medio loca. Me han dicho asesina, loca, puta. Han dicho, sin conocerme, que seguramente estoy amargada por una mala experiencia sexual, que me falta amor —el de un buen hombre heterosexual—. Han compartido las capturas

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Febrero 2020 Querida Feminista: Otra vez me han dicho que las feministas matamos el romance, el coqueteo… Me dijeron que soy muy feminazi y que por eso no debo amar. ¡Muerte al amor romántico! Al amor de sacrificios, de autoflagelaciones. Nadie debería morir por amor.

Marzo 2020 Querida Feminista: La señora de la cafetería me preguntó si era activista; no supe qué decirle —con lo que pasó, desconfío un


poco—. Me dijo que me había visto en la televisión y empezó a contarme su historia. Había pasado por una situación de violencia. Le pregunté si podía apoyarla en algo y me contó que todo ha ido bien, que la han atendido bien. Nos quedamos platicando un rato de su proceso y de por qué decidió denunciar. Sólo quería contarme su historia. A veces creo que nos metemos en tantos temas, reuniones, discusiones que nos olvidamos de escucharlas a ellas.

29 de septiembre 2020

citas conmigo es lo mejor. Valoro el autocuidado y aprecio la terapia. No sé qué pasará en esta nueva década, pero aprendí que los planes cambian y está bien. Sé que la voy a disfrutar.

Diciembre 2020 Querida Feminista: El 2020 se llevó mucho. El 2020 nos separó. Pero también me hizo regresar a lo simple, a ser empática, a practicar el cuidado colectivo y propio.

Querida Feminista: Hoy mi papá se dio cuenta de que soy feminista. Me mandó la captura de pantalla. Me vio en la televisión dando una entrevista sobre la despenalización del aborto. Acompañó la captura con un mensaje: “ya te vi”; no pude evitar responderle: “me veo bien, ¿no?”. Por la noche me dijo que si no me daba vergüenza. ¿Vergüenza que tu hija defienda sus derechos? ¿Vergüenza?

Octubre 2020

3 de febrero 2021 Querida Feminista: ¡Otro feminicidio! A veces no sé qué cuento: ¿víctimas?, ¿la justicia? ¿Qué contamos? ¿Es para exigir con números? ¿Contamos las veces que el gobierno promete algo que debería cumplir o contamos el show mediático? ¿Qué contamos cuando contamos feminicidios? La rabia, el enojo. Hoy me voy a dormir pensando en cuánto le hemos fallado, nos han fallado.

Querida Feminista: Marzo 2021 No sé qué se supone que debo sentir al llegar a los treinta. Toda mi vida vi cómo la familia, los medios, las amistades hablaban de lo aterrador que es. En la mañana me preguntaron por mensaje cómo me sentía por ello; dije que no sabía; me respondieron: “es que la gente ya va a empezar a decir cosas”. Nunca imaginé cómo sería. De repente los dígitos comenzaron a sumarse. Tras salir de la universidad planeaba que para esta edad estaría casándome con el novio. Hoy mis planes son distintos. No son los nuevos veinte ni le voy a descontar años; tampoco voy a ocultar que las canas se han apoderado de mi cabeza, que las desveladas me pesan más y que el alcohol ya no me sabe como antes aunque se siente como nunca, que prefiero una charla larga con café, que platico con las plantas y que tener

Querida Feminista: Todas, en distintos momentos, pasamos por procesos de aceptarnos, entender, reaprender, describirnos. Algo que ninguna de nosotras debería hacer sola. A las mujeres nos aislaron, en lo privado y en lo social. Nos dedicamos a criar, cuidar y educar. Intentaron que tuviéramos miedo de otras mujeres. Ahora que estamos juntas, nos damos cuenta de que necesitamos más círculos para compartir, para escucharnos y aprender(nos). No estamos solas. P.D. Se terminaron las hojas de este cuaderno, pero no es el final. Aún me quedan muchas historias que contar y nos queda mucho por caminar.

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Proclama de la resistencia 20 | casa del tiempo

Mariana Orantes

Fotografía: Alejandro Arteaga


Discurso de la Junta del Partido Único Felinista tras el rechazo absoluto del autoproclamado Feminismo Auténtico Radical Transexcluyente (F.A.R.T.) Proclama de la resistencia del 21 de enero del año xxxx [Inicio de la transcripción] [Sube al estrado la camarada Rxxx Vxx, conocida en nombre clave para garantizar su seguridad como La Hiena Suprema] [Silencio en la sala]

Los hombres tienen miedo. En algún momento de la historia tenía que suceder: la fachada del palacio comenzó a desmoronarse y ahora muestra que, detrás del esplendor aparente, hay un nido de serpientes; espinas atraviesan las paredes y el techo está próximo a caer. Los hombres tienen miedo. Se nota en su forma de expresarse, en la violencia con la que intentan mantener formas obsoletas de relacionarse, en cómo esconden la mirada cuando son señalados. Tienen miedo del escarnio. Tienen miedo de los sentimientos que los atraviesan porque durante años y años les han dicho que ellos son, deben ser, los fuertes. Pero ninguna fortaleza puede durar para siempre. Ningún ejército es invencible. Los hombres tienen tanto miedo que incluso tienen miedo de otros hombres. El hombre es el lobo del hombre, han dicho, porque el hombre se sabe depredador. Los más listos dirán que se trata de una frase que engloba a la humanidad entera porque, como ya sabemos, el vocablo activo hombre engloba al siempre pasivo mujer: quienes creen que el lenguaje no refleja el pensamiento de una sociedad deberían analizar mejor las construcciones semánticas que nos cargan a las minorías en términos de sumisión. Pero tienen razón: las mujeres también podemos depredar y por eso los hombres tienen miedo, porque no conocen las nuevas formas con las que nosotras demostramos que tenemos hambre. No pueden entender que todos estos siglos hemos vivido muriéndonos de hambre, porque el hambre es una forma de injusticia. Tenemos sed de ternura y hambre violenta que reclama la voz que se pensó perdida. La historia no es un cadáver putrefacto que cargamos a cuestas; la historia es dinámica. Los símbolos que están en la raíz humana y que nos afectan en las relaciones son mutables. Es posible cambiar los paradigmas de nuestra propia existencia. Es posible cambiar las relaciones.

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El pacto patriarcal ha permitido que nuestros cuerpos sean de dominio público en la vida y en la muerte. Lo mejor que tiene quien es verdaderamente poderoso es permanecer oculto, sin fotografías de ningún tipo rondando las vías rápidas de información. Quienes pertenecemos al grueso de la humanidad común hemos sido fotografiadas de niñas, de adultas, con nuestras fotos filtradas y nuestra intimidad inmediata revelada. ¿Quién no tiene una foto de su desayuno, de la mascota en la cama, de las juntas virtuales que muestran el lugar que decimos sentir seguro? De los que en verdad dominan el mundo a veces ni siquiera conocemos sus nombres, ya no digan una fotografía de verdad íntima, en su lugar seguro. Peor aún, nosotras hemos cedido con gusto cada espacio de nuestra intimidad exterior e interior para mantener una falsa sensación de comunidad. Después de mucho tiempo, sin embargo, hemos logrado entender que el solo acto de tomarse una fotografía, como si fuera un trofeo, en una manifestación, okupa o huelga no es hacer comunidad, ni es conectar. Toda empatía a nivel humano se genera de la experiencia: como cuando se mueve la tierra bajo tus pies y de inmediato comprendes el miedo de la otra. La compasión es más difícil, pues no requiere experiencia en común y es un acto de amor en el que no cabe razonamiento. A eso habría que aspirar en la raíz humana. La primera imagen que sacudió mi experiencia vital fue una imagen que transgredió los límites de la empatía, la fragilidad, la intimidad y la compasión. Eran los tiempos del terror. En ese entonces yo tenía 11 años y el mundo un extraño fulgor amarillo ocre que bañaba el patio de la escuela en los días de primavera. Hacía un calor sofocante por las noches, pero a mis mejillas regordetas y quemadas por el sol no les importaba ni el calor ni el ajetreo: pasaba las noches en vela viendo películas de terror, de guerra o eróticas. Alimento acedo para un alma que ya comenzaba a resquebrajarse. Las imágenes de las películas ya no me asombraban y entendía los asuntos sexuales un poco mejor que aquellas compañeras que no veían pornografía.

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Pero el animal humano es un animal curioso. Aunque reconozca la muerte, el sexo o la violencia en la ficción, no es capaz de interiorizar el hecho hasta que lo reconoce en otro tanto como en sí mismo. ¿A qué me refiero? Digo que la imagen donde comprendí la muerte fue la fotografía en un periódico que mostraba el cadáver de una niña de mi edad al ser desenterrada de un bosque cercano. Esa niña era mi mejor amiga y en su cuerpo torturado vi mi propia muerte, la muerte en abstracto, la muerte de muchas otras, la muerte que ronda sobre la cabeza de las mujeres. A partir de ese momento surgió la primera pregunta: 1. ¿Es así como somos observadas? ¿Es así como nuestro cuerpo es apreciado, como un algo de lo que se puede disponer para después desechar? La percepción nos dice que no tenemos completa certeza ante el mundo hasta que alguien más reafirma con su experiencia lo que nosotras intuimos y, de cualquier manera, incluso con una experiencia común, nunca tendremos certeza absoluta. Ante la percepción generalizada del mundo, ¿soy una persona o soy una cosa? La segunda imagen que he venido hoy a compartirles como nervio expuesto de un músculo es la imagen por la cual decidí romper por completo con el F.A.R.T. Los hechos sucedieron durante el primer año de la larga pandemia que planteó preguntas a escala mundial que hasta entonces creíamos como certezas. Por entonces, antes de que la Ciudad de México reventara debido a la centralización absurda y al egoísmo desmedido de habitantes y políticos, yo vivía en la llamada colonia Obrera, a una cuadra de Tlalpan. Ese día necesitaba comprar alimentos, así que me coloqué el cubrebocas (ese instrumento de tela que se volvió tan emblemático como restrictivo) y salí con mi compañera de departamento. Afuera, parecía una tarde cualquiera hasta que cruzó frente a nosotras una chica sin zapatos, dando tumbos. Me acerqué a preguntarle si estaba bien. Era una chica trans, golpeada, cubierta de sangre, con los ojos llorosos. Olía a una combinación entre solvente y alcohol; con la mirada perdida,


babeaba sangre y mocos mientras balbuceaba que la habían golpeado porque le tenían envidia. Mi compañera de departamento fue por gasas, agua oxigenada y unas chancletas; yo me quedé a acompañarla. Entonces, la chica trans comenzó a contarme que su hombre la había abandonado y que ella en verdad lo amaba. ¿Cuántas veces no hemos escuchado esa misma frase en tantas otras historias, libros, canciones o incluso en nosotras mismas? Después, me miró con un gesto de verdadero dolor y dijo: yo soy una mujer, yo soy una mujer. Se me hizo un nudo en la garganta. Despacio, sacó de su bolso una piedra grande que colocó en mis manos al tiempo que su voz cortada por las lágrimas confesaba: me tenía que defender. Tomé la piedra y la coloqué al pie de un árbol. Ante mí desfilaron los símbolos que nos han hecho humanas, la primera mano manchada con el primer asesinato, como en la fábula bíblica. Porque la piedra es un símbolo poderoso. Es el cimiento sobre el que asentamos la casa, erigimos templos, construimos santuarios o colocamos para el fogón del hogar. Es en el hogar donde la primera piedra marca el comienzo y la destrucción del hogar marca nuestra propia muerte. ¿Cuántas mujeres más tendremos que ser parte de la piedra fundacional para los cimientos seguros de los movimientos sociales? Las herramientas del amo nunca desarmarán la casa del amo. No sólo eso. En mi mente se fijó una idea que abreva de la primera pregunta: 2. Si observamos la historia de la pornografía e incluso nuestra relación con el sexo, parece que es una relación en la cual no cabe la menor duda, no hay una posibilidad de modificar los paradigmas. Como si no hubiera relación entre el ente social y el ente sexual. Quienes pregonan que las mujeres somos mujeres porque tenemos una vulva, una vagina, unos ovarios, óvulos y ya está, separan al yo del ente social y lo reducen a una parte minúscula del enorme complejo. Es una disminución que elimina toda evidencia de mí misma para dejarme como un trozo de algo simplificado: me reducen a un sólo aspecto que comparto con otras hembras mamíferas,

para después convertir ese aspecto simplificado en lo más importante de mi ser. Es así como de repente lo que tengo entre mis piernas se vuelve un mito de lo que tiene que ser el sexo. Me vuelvo un órgano sin sentimientos, sin esperanzas, sin anhelo, sin luchas, sin emociones, sin rabia, sin dudas. Me vuelvo el mito de la mujer que tanto se pondera en el patriarcado, así que ¿no es esa una contradicción del feminismo que dice ir a la raíz y que excluye a lxs camaradas Trans? ¿En qué momento el Feminismo Auténtico Radical Transexcluyente (F.A.R.T.) también me puede cosificar y anular como ente complejo? De nuevo, ¿soy una persona o soy un órgano que tiene una función simbólica para su lucha y no admite mi compleja relación con el mundo? La respuesta es que soy todo. Soy yo, soy mis órganos, soy mi cerebro, soy el sentimiento de quien soy, soy lo que no me pueden arrebatar, soy el cúmulo de mis esperanzas. Soy lo que me enseñaron mis abuelas, soy la experiencia dolorosa de mi carne, soy las relaciones que he construido con mis amigas, con los hombres, con mis amantes, con mis enemigos. Soy lo que decido nombrarme porque el simple hecho de nombrarme como tal cambia la realidad. Soy mi pensamiento complejo con emociones revueltas, la supervivencia y mi piel morena, el vínculo con los animales y las plantas de mi casa; soy mi propia vergüenza. Soy el miedo y la oscuridad, el símbolo del martirio, soy Perséfone y Medusa y Casandra; la virgen, la nueva diosa y el canto que llena cada rincón del alma. No dejemos que nos reduzcan y eliminen nuestra experiencia vital. La reducción del humano a una característica y el uso de esa característica como justificación para violentar es el principio de todos los actos atroces que ha presenciado la humanidad. ¡Camaradas! Hoy nos reunimos para celebrar nuestra lucha como feminismo simbolista, pues creemos que todo símbolo puede ser cambiado desde la raíz y que nada es fijo ni permanente, sino dinámico. Viva el Felinismo. Viva la vida. Viva la resistencia. [Fin de la transcripción]

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Placer porque sí Ana Farías

Fotografía: Miguel Ángel Flores Vilchis

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Pensar en mujeres y placer casi siempre remite al terreno de la sexualidad. Ha habido luchas por reivindicar la sexualidad femenina como algo para disfrutar y no para padecer, pero sucede que hablar de placer en la sexualidad no lleva a extrapolarlo a otras áreas de nuestras vidas. ¿Qué mujer escribe tratados sobre el placer que provoca comer, por ejemplo? Salvo cuando se trata de querer a los hombres y a la familia, la feminidad y la restricción van de la mano. Las restricciones atraviesan todo: desde lugares en los que es aceptable estar (el hogar) y a los que una no puede ir (la calle de noche, ciertos centros de trabajo o de ocio) hasta con quién podemos tener relaciones sexuales (el esposo) y con quién no (todos los demás), pasando, claro, por qué podemos comer (alimentos bajos en calorías y en pequeñas porciones) y qué no (todo lo que haga subir de peso). La relación que tenemos las mujeres con la comida suele ser instrumental (“como para tener el cuerpo con el que sueño”) o relacionarse con el cuidado, sobre todo de otras personas (“cocinando le demuestro a mi familia que la quiero”), aunque también tiene algo de autorrealización cuando genera oportunidades económicas1 o en su comunidad es valorada la cocina.2 Para los hombres, en cambio, cocinar no es tan común y cuando lo hacen son merecedores de elogios, ya que, a diferencia de las mujeres, no suelen hacerlo por obligación. En cuanto al acto de comer, para ellos no parece haber tanta reflexión sobre si van a engordar o si deben comer poco para que le alcance al resto de la familia, como sí sucede con las mujeres. Un hombre comiendo grandes porciones no levanta tantas cejas como cuando lo hace una mujer. Hablar de placer puede generar culpa. Primero, porque vivimos en un país en el que a las mujeres nos pasan cosas atroces y se antoja cruel retorcerse Meredith E. Abarca, Voices in the kitchen: views of food and the world from working-class Mexican and Mexican-American women. College Station: Texas A&M University Press, 2006. 2 D’Sylva, Andrea y Brenda Beagan, “‘Food is culture, but it’s also power’: The role of food in ethnic and gender identity construction among Goan Canadian women”, Journal of Gender Studies, sept. 2011: 279-289. https://tinyurl.com/7bplx2zh 1

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de gusto mientras alguien más llora de dolor. Segundo, porque eso nos enseñaron. No merecemos nada si no lo ganamos, e incluso si lo ganamos pensamos que hubo una equivocación y tarde o temprano se darán cuenta. Disfrutar cosas es un terreno masculino: desde las relaciones sexuales hasta jugar videojuegos; si lo hace una mujer existe una sarta de calificativos para ponernos en nuestro lugar. La culpa no es más que un mecanismo de control. Si algo te hace sentir culpable, evitarás esa conducta, y eso puede traducirse en un bien mayor, o no. Si rayas con tu carro uno estacionado, se esperaría que te sintieras mal y te detuvieras a dejar tus datos en el vidrio del carro que chocaste. Incluso puedes recriminarte por la distracción, pero al menos en este ejemplo el motivo del malestar es que afectaste a un tercero e incumpliste una norma que busca protegernos, no castigarnos. Cuando comes un postre no estás afectando a nadie y, sin embargo, ese acto puede generar un montón de culpa. Si algo te genera culpa y no hay un tercero afectado, probablemente significa que se está activando un mecanismo para controlar lo que haces. Para nosotras las mujeres, hasta satisfacer nuestras necesidades básicas requiere negociar con nuestra conciencia. ¿Para quién comemos? Cuando tenemos dietas restrictivas para estar delgadas porque eso es lo aceptable, comer deja de ser una cosa que haces para ti, porque lo necesitas o lo disfrutas, y se convierte en un vivir para el otro. Habrá quien diga que quiere estar delgada porque así le gusta a ella, pero no es casualidad que ese tipo de gustos propios coincidan a la perfección con lo que dicta el mercado. Si una de las cosas que se requieren para estar vivas en realidad lo hacemos para otras personas, ¿cómo no sentir culpa o vergüenza cuando rompemos ese pacto y nos damos un gusto que sí es para nosotras? Estamos traicionando al otro, que puede ser tan abstracto como una sociedad que se empeña en mostrar puras representaciones de mujeres delgadísimas, o tan concreto como nuestra madre que con desprecio nos llama gordas. Se parece mucho al “se me va el aire cuando no estás” de tantas canciones románticas. ¿Cómo está eso de que

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satisfacer nuestras funciones básicas está supeditado a la existencia de otros? Tener una relación problemática con la comida muchas veces pasa por adoptar una escala en blanco y negro donde o algo es bueno o es malo, un premio o un castigo, como si la comida tuviera una caracterización innata, divina. Para ser una generación cada vez menos creyente, les tenemos mucha fe al misticismo y a los absolutos. Una vida con escala de grises en la que el placer sea parte de la gradación es una mucho más vivible. Comer sin culpa es construirnos un espacio para nosotras mismas en donde las normas restrictivas de una sociedad misógina no aplican. No se trata de comer y disfrutarlo como reacción a un contexto adverso, sino hacerlo a pesar de o independientemente de eso. Los seres humanos podemos obtener placer de actividades necesarias para nuestra supervivencia. Comer no es algo que se hace sólo para mantenernos vivas, sino también para sabernos humanas. Hacerlo sin culpa es entender que lo merecemos nomás porque existimos. Muchas acciones planteadas desde el feminismo buscan protegernos de lo que los hombres hacen con nosotras, y es necesario que sea así porque no podemos simplemente omitir la violencia, pero tendríamos que poder diferenciar eso de las prácticas que son por sí mismas placenteras, porque justamente comer como reacción a los problemas que hay allá afuera es lo que nos han venido enseñando. Ni siquiera se trata de autocuidado porque eso de nuevo implica pensarnos en función de alguien o algo que nos cansa o nos hace daño. Es meternos de lleno en la experiencia de sentir aquí y ahora, es preguntarnos cómo es nuestro placer cuando no está atado a lo que esperan de nosotras. Cuando creces en un lugar en el que parece que todo el mundo consume pornografía y los cuerpos de las mujeres se consideran de dominio público, es probable que nuestro deseo esté informado por eso. Acá pasa lo mismo. Necesitamos un espacio en donde podamos construir una narrativa de placer que nos funcione y satisfaga a nosotras, no a lo que el mundo espera que sintamos. Si el feminismo es un movimiento centrado


en las mujeres, no siempre tendría que verse como una forma de resistencia; también tendría que ser una forma de aprender a estar en el mundo en nuestros propios términos. No tenemos que convertirnos en foodies ni seguir las modas gastronómicas de Instagram, sino entender qué significa placer para nosotras como si nadie nos estuviera juzgando, ni siquiera nosotras mismas. El año pasado empecé un canal de cocina en Telegram en el que cinco veces por semana comparto audios y fotos con las recetas de lo que cocino. Una de las intenciones de ese proyecto es que otras mujeres se contagien del gusto por comer y encuentren recetas que les ayuden a eso. Cuando sentimos placer, lo que pasa afuera (o incluso en otras partes de adentro nuestro) se vuelve irrelevante porque disfrutar algo requiere de nuestra presencia completa. Sentir placer, entonces, es una forma asequible de sabernos vivas, enteras. Me interesa abonar a eso. Hace poco pedí a mujeres en Twitter que me platicaran de su relación con la comida. Puedo contar con una mano las que me contestaron que tenían una buena relación. Muchas batallaron para poner en palabras lo que sentían, pues no es un tema del que acostumbren hablar, salvo en terapia, y eso a veces. ¿Y si empezamos por ahí? Tendríamos que hablar con otras sobre nuestra relación con la comida e incluso quizá tener sesiones sensoriales para compartir los alimentos. Hay evidencia de que ese tipo de prácticas podrían servir de algo. Según Hong et. al.,3 prestar atención a la experiencia sensorial de comer puede aumentar nuestra sensación de satisfacción y hacer que nos guste más la comida que generalmente comemos, además de esa que generalmente evitamos o nos desagrada. Esa es una buena noticia: no siempre tenemos que comer cosas deliciosas porque la intención no es convertirnos en expertas en la mejor cocina del mundo, sino aprender a escuchar a nuestros cuerpos y encontrar placer en el proceso. Hay otras formas: Quoidbach et. al.4 sugieren Hong, Phan et. al. “The positive impact of mindfull eating on expectations of food liking”. Mindfulness. Junio 2011: 103-113. https:// tinyurl.com/7hq9h307 4 Quoidbach, Jordi et. al. “Positive emotion regulation and well-be3

que recordar experiencias similares que nos trajeron satisfacción y compartir la experiencia con personas cercanas puede brindarnos el mismo efecto. Según Kristeller y Wolever,5 prestar atención a la experiencia de comer ayuda a evitar los juicios de valor sobre nuestros procesos con la comida, a detectar cuándo tienes hambre y cuándo estás saciada, y te enseña a encontrarle el placer a comer. Se trata de aprender a entender tu cuerpo, la relación que tienes con él y las emociones que se derivan de ahí. Es una forma de tomar control basada en la compasión y el entendimiento, no en el castigo y las privaciones. Cuando comemos pensando en las calorías o en si lo merecemos o no, emitimos un juicio de valor que no se deriva directamente de la comida misma, sino de ideas que sacamos de un montón de lados. Hablamos mucho de que “mi cuerpo es mío”, pero cuando se trata de comida, “mi cuerpo” se convierte en un lugar de disputas entre nuestros prejuicios, las normas sociales y nuestra hambre. En cambio, cuando nos enfocamos en la experiencia sensorial, mantenemos un diálogo con nosotras mismas en nuestros propios términos: esto me gusta, esto no, quiero continuar, quiero detenerme. Quizá al final resulte que de verdad no disfrutamos comer, y si ese es el caso estará bien, pues entender nuestro placer también pasa por conocer nuestros límites. El mundo ya está lleno de escenarios horribles para las mujeres. Buscar placer en un mundo que nos quiere sufriendo puede ser una forma de resistir esos embates, pero también tendría que ser algo que busquemos independientemente de eso, porque nuestras vidas no pueden ser sólo una reacción a lo malo que nos pasa o pueda pasar. Hay que permitirnos sentir placer por el placer mismo, nomás porque se nos pega la gana.

ing: Comparing the impact of eight savoring and dampening strategies”. Personality and Individual Differences. Oct. 2010: 368-373. https://tinyurl.com/1kpaeil0 5 Kristeller, Jean L. y Ruth Q. Wolever. “Mindfulness-based eating awareness training for treating binge eating disorder: the conceptual foundation”. Eating Disord. Enero-Febrero 2011: 49-61. https:// tinyurl.com/1hp0qar7

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Fotografía: Ire Impala

Feminismos sin fronteras: el verde es nuestra bandera

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Mariana Brito Olvera


A mis compañeras de Ni una migrante menos

“Migrantas por el aborto legal”, dice la bandera verde al lado de la cual estoy con mis compañeras y compañeres. Alrededor nuestro, hay muchas banderas más, de organizaciones sociales, de artistas, de escritoras, de jóvenes de la secundaria y estudiantes de la universidad. El gran espacio que nos nuclea y nos convoca: la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito. Son un poco más de las cuatro de la mañana en medio de un verano porteño, a un par de días de que el 2020 termine. La cúpula verde del Congreso de la Nación Argentina brilla en la oscuridad y miles de pañuelos y cubrebocas hacen consonancia con ella. Adentro, las y los senadores discuten si el aborto tendría que ser o no un derecho para las personas gestantes. Afuera, nos enteramos de lo que pasa ahí mediante unas pantallas enormes ubicadas en la calle, donde nos hemos instalado en vigilia hasta saber el resultado. Tenemos la experiencia de vigilias anteriores en 2018. La última trajo lágrimas debido al rechazo de la ley, pero no resignación. Lo que no se logró en el Congreso se había logrado en las calles: la despenalización social del aborto. Van aproximadamente diez horas de discusión allá adentro; termina de hablar el último orador. Son las 4:05 de la mañana. Comienza la votación. Estamos aquí desde el día anterior, pero no nos vamos a ir hasta que termine el conteo. Mientras se lleva a cabo se escuchan cientos de voces al unísono: “¡que sea ley!, ¡que sea ley!”. Un estallido de gritos de felicidad, lágrimas y efusividad crea una enorme diferencia entre las 4:11 y las 4:12 de la madrugada porque ahora el derecho al aborto es ley en toda la

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República Argentina. “Resulta aprobado, con 38 votos afirmativos, 29 negativos y 1 abstención. Se convierte en ley y se gira al poder ejecutivo”. Las pantallas cambian el lema “¡Que sea ley!” por un “¡Ya es ley!” y las voces ahora corean este triunfo. De fondo suena la canción “Hasta la raíz”, de Natalia Lafourcade. Un humo verde permea el cielo que dentro de poco comenzará a clarear. * Tengo una colección de pañuelos. El primero de ellos lo obtuve en el entonces llamado Encuentro Nacional de Mujeres, en 2016, a los pocos meses de haber llegado a vivir a Buenos Aires. Ese año el encuentro se llevó a cabo en la ciudad de Rosario y yo había viajado con una organización de educación popular llamada Pañuelos en Rebeldía. Dentro de las actividades programadas, hubo un panel latinoamericano en el cual tuve la oportunidad de participar para hablar de lo que estaba ocurriendo en México. Había, también, compañeras de Honduras, El Salvador, Chile, Venezuela, Colombia, Paraguay, Costa Rica y más. Todas coincidían en lo mismo: tenían que dejar de matarnos y el aborto debía ser legal, seguro y gratuito en todos nuestros territorios. Cuando tuve la palabra, recuerdo haber dicho: “En México, todos los días son asesinadas siete mujeres sólo por el hecho de ser mujeres”. Después desarrollé un poco más, puntualizando cómo las condiciones económicas y sociales influyen en las situaciones de vulnerabilidad. Para terminar, dije una consigna que se había divulgado bastante en México a causa de los numerosos feminicidios: “Ni una menos, vivas nos queremos”. De inmediato, en coro, todas replicaron la consigna varias veces. El pañuelo verde, que en un inicio se portaba principalmente en las movilizaciones y se colocaba en el cuello, comenzó a ponerse también en las mochilas, en los bolsos, en las cangureras, atado a las bicicletas. Los establecimientos gastronómicos, culturales o artísticos que adherían a la consigna comenzaron a colgarlos en sus paredes. Esto conllevó a pasar el símbolo del espacio de la movilización política a los demás ámbitos

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de la vida cotidiana: subir a un colectivo o al metro y ver verde, ir caminando por la calle y ver verde, llegar a un espacio a tomar una cerveza y ver verde. Nos permitió, también, una identificación con las compañeras y compañeres que lo portan, sintiendo que, si bien no sabíamos quiénes eran, algo teníamos en común. Los pañuelos son símbolo de lucha, de cuidado y de rebeldía. El pañuelo para mí significó esto: unión. Ver las problemáticas que nos atraviesan más allá de las fronteras políticas y, al mismo tiempo, que ese horizonte común no borra las particularidades. Con el tiempo he ido juntando algunos pañuelitos verdes de distintos países, y, aunque el color los une a todos, cada uno tiene su estilo propio y sus consignas específicas. El que tengo de El Salvador tiene letras mayúsculas y acota el país al que pertenece: “Decidir es mi derecho. El Salvador”. Tanto en El Salvador, como en otros países centroamericanos como Honduras y Nicaragua, el aborto está prohibido sin ningún tipo de excepción. El pañuelo de Chile tiene una imagen en blanco de dos mujeres: una de ellas sin playera, con un pañuelo atado en el cuello y con el puño en alto; la otra tiene pelo alborotado y sostiene una bandera que dice “Aborto ya”. Encima de la imagen tiene el lema “Aborto libre, seguro y gratuito” y en la parte de abajo se puede leer #Nobastan3causales. En Chile, la interrupción libre del embarazo no es legal y sólo está despenalizada bajo tres causales: riesgo vital de la persona gestante, patología de carácter letal del feto o por violación. El de México lo uso habitualmente desde que me lo trajeron: tiene la imagen de unas trompas de Falopio que simula un papel picado color lila. Una de las trompas está hacia arriba, como si fuera un brazo con un puño en alto, pero en lugar de puño es un ovario el que está en posición combativa. Arriba de la figura se lee “aborto legal, libre, seguro y gratuito”. En México, varía en cada estado la situación en torno a la interrupción del embarazo, y sólo en Ciudad de México y Oaxaca se practica de forma voluntaria. Nos distinguen nuestras condiciones específicas; nos agrupa el verde.


* Además de mis pañuelos verdes, hay uno al que le tengo mucho cariño y que, en gran parte, cifra la experiencia de algo que hace un tiempo comenzó a ser una realidad para mí: la de ser migrante. Este pañuelito es fiusha y en él se pueden ver a seis mujeres sosteniendo una manta. Las mujeres son diversas: altas, bajitas, con pelo largo o corto, con rizos, con pelo lacio, delgadas o robustas; una de ellas está cargando un bebé. La manta que sostienen dice “Ni una migrante menos”, el nombre de nuestra organización. Arriba de la imagen hay una frase: “América es nuestra, rompiendo fronteras”. Ni una migrante menos es una organización de mujeres y disidencias migrantes en Argentina que se conformó el 8 de marzo de 2017. El pañuelo surgió como una necesidad de crear una identificación entre nosotras y nosotres y mostrar nuestras demandas. El “no ser de acá”, junto con las implicaciones que ello conlleva (lejanía de vínculos afectivos, mayor precarización laboral, mayor vulnerabilidad ante violencias machistas y racistas), nos agrupó y, también, nos empoderó para luchar por nuestros derechos, pues vivimos distintas opresiones al ser mujeres, trabajadoras y migrantes. En un país, como muchos otros, en el cual se privilegia la blanquitud, nos vemos enfrentadas a situaciones de racismo o exotización de nuestros cuerpos. Antes escribí “no ser de acá” entre comillas porque, si bien es cierto que no soy de este país, el hecho de vivir, trabajar, construir en otro espacio, te hace pertenecer a él. Las personas migrantes tenemos un pie en cada territorio: el de origen y el de llegada. El problema radica en que en el país de destino no siempre hay acogedoras bienvenidas. Es por ello que, en un lugar donde constantemente te recuerdan tu condición de fuereña, integrarnos al movimiento de mujeres y disidencias ha sido crear un sentido de pertenencia. De ahí la importancia de que el Encuentro Nacional de Mujeres haya cambiado su nombre por el de Encuentro Plurinacional de Mujeres, Trans, Travestis, Lesbianas y No Binaries, una discusión que se fue dando a lo largo de los años y que de manera central

cuestionaba los nacionalismos y las identidades biologicistas. Nombrar a nuestros encuentros de esa forma implicó romper con las fronteras que nos impiden estrechar más fuertemente los lazos entre quienes vivimos las opresiones del patriarcado. Las migrantes hemos hecho nuestra la lucha por el derecho al aborto legal, nos sentimos herederas de las mujeres que nos precedieron en este camino y parte del legado del que se están apropiando las más jóvenes. El verde también es nuestra bandera, porque somos feministas, transfeministas, transfronterizas. * A las 4:12 de la madrugada, también a mí me corren algunas lágrimas por la cara. Por un momento, miro a mi alrededor y me cuesta creer que estoy aquí, a miles de kilómetros de mi país, viviendo este momento histórico en la Argentina; pero, viendo a mis compañeras, nuestras banderas, nuestros pañuelos, me siento sumamente anclada a este lugar y a este momento. Me giro y vivo esta alegría colectiva, me siento parte de ella y deseo que también en México y en otros países de América Latina nos veamos rodeadas de esta dicha que ya se está construyendo en todas partes. La gran consigna de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito ahora no sólo es demanda, sino realidad: “educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir”. Las mujeres y personas con otras identidades de género con capacidad de gestar tienen derecho a interrumpir legalmente su embarazo hasta la semana catorce. Ya es ley, pero los pañuelos no se guardan. Porque el siguiente paso es asegurarnos de su debida implementación y también porque el derecho al aborto es sólo uno de nuestros logros en el camino hacia nuestra liberación. El día en que el derecho al aborto se hizo ley, recuerdo haber visto una cartulina con una frase: “justicia social es poder decidir”.

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Fotografía: José Antonio Gaar

La escritura de la imagen Entrevista con Cynthia Rimsky

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José Antonio Gaar


La literatura de Cynthia Rimsky (Santiago de Chile, 1962) pertenece a esos artefactos narrativos donde la fotografía, la crónica, el ensayo y el montaje son los elementos protagónicos. Para acercase a su narrativa, habría que leer Poste restante (Sudamericana, 2001/ Editorial Entropía, 2016), su primera obra, donde ya está todo lo que habría de hacer en Ramal (fce, 2011) y El futuro es un lugar extraño (Random House, 2016), sus textos más famosos. En el marco de la fil Guadalajara 2019 sostuvimos esta charla. Comienzo a leer tu escritura y encuentro una influencia insistente de Walter Benjamin. Calle de dirección única o El libro de los pasajes, pienso. Tu literatura la relaciono mucho con esos escritores que buscan perderse. Yo me pierdo, también, porque soy muy volada. Y porque soy muy indecisa. En el momento que debo tomar una decisión, siempre tomo la incorrecta. Parece que tengo un afán expreso por no tomar el camino recto, por no llegar a las cosas. Me interesa más el trayecto que lo que alcanzo. También tiene que ver con Walter Benjamin y Georges Perec, y también con la idea de encontrar la poesía en los objetos. Yo escribo y leo desde niña, pero el momento de quiebre es cuando estudiaba periodismo, cuando hice el viaje que terminó por ser Poste restante. Lo que yo quería, en realidad, era hacer crónicas de viajes, que me las publicaran en algún periódico, pero cuando las empecé a mandar, me dijeron que eran demasiado literarias. Siempre me lo decían. En ese momento, me dije que no me iba a adaptar. Y lo que hice fue extremar la parte literaria, que a mí me parecían crónicas, y ahí empezó el salto. También tiene que ver cuando una amiga me prestó Cuadros de un pensamiento de Walter Benjamin. Con ese libro me fui de viaje y me di cuenta de lo importante que es mirar a los otros, ponerse en su lugar. Observar la periferia y no el centro.

Tu libro Poste restante tiene una línea que me da vueltas: “Me gusta más retener imágenes que objetos”. Desde chica, una palabra que me llamó mucho la atención fue “fenomenología”. No soy una experta en eso, para nada, pero sí se me quedó grabada la idea de que lo importante no es el objeto, ni la persona, o las dos personas, sino el intermedio, la relación que se establece. Esa relación siempre se va moviendo. Lo que yo hago es mover esos objetos para encontrar nuevos sentidos. Me interesa la construcción de palabras, cómo se van hilando palabras alrededor del objeto. Yo trabajo así: pongo la primera capa, que son los objetos, las anécdotas, y después lo empiezo a leer y a leer, y es increíble cómo del mismo texto surge otro y otro. Eso tiene mucho que ver con una investigación que hice para escribir el tercer libro, Los perplejos. Me acuerdo que cuando estaba investigando para Los perplejos, encontré una cosa que me dejó knockout: los hermenéuticos judíos creían que entre las letras en negro hay otras letras en blanco que nosotros no vemos. Entonces, me metí con la hermenéutica judía —bien desde la ignorancia—, y encontré esta idea de la interpretación, donde primero está lo literal y después vienen capas y capas de interpretación. La anécdota, la historia, quedan abajo, y lo que queda en la superficie es una urdimbre de palabras. Eso me pasa cuando escribo. Yo no tengo problemas en borrar. Creo que lo que borro también se queda. La narradora de Ramal o de El futuro es un lugar extraño me recuerda al Sergio Pitol de El viaje y El arte de la fuga. Ambos trabajaban sobre el intermedio que mencionas. Ambos dejan la experiencia del lugar o describen el lugar como un reflejo de la persona que lo está habitando, cómo esa persona se va formando en esas calles. Es una lectura de esas calles. La conciencia que uno tiene sobre la mirada de ellas. Y otra cosa que también me interesa —y que trabaja magníficamente Benjamin—

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es la idea de que todos los tiempos se juntan. Me interesa mucho el trabajo del tiempo y eso lo empecé con Ramal. Allí entendí cómo las historias del campo siguen presentes en el ahora. No hay tiempo pasado o presente. Uno puede llegar a percibir todos esos tiempos entremezclados. Cuando yo veo un objeto o una calle, veo el presente, el pasado y el futuro, y entonces en mis libros, Los perplejos y El futuro es un lugar extraño, el lector permanece en un “entretiempo”. Lo que me interesa de la memoria es cómo resuena en uno, no el recuerdo en sí. Es decir, a partir de cómo te resuena en el presente, tú reconstruyes eso desde otro punto de vista, no desde el punto de vista del recuerdo. El recuerdo sólo sirve como una latencia que te permite construir otro sentido. La memoria también es el presente continuo, digamos. Uno se refiere a la memoria como el pasado, y no es así. La memoria está ahora. Esto que charlamos ya es memoria. Tus libros parecen novelas-ensayo. Y agregar fotografías en tus obras, de la forma en que lo haces, las vuelve “fotonovelas”. Me recuerdan mucho a La Jetée de Chris Marker, o a los textos de W. G. Sebald. Cuando alguien leyó mi primer libro, me dijo: tú leíste a Sebald. Bueno, cuando escribí Poste restante no había leído a Sebald. Lo que pasó con Poste restante fue un accidente. En la mochila, cuando volví del viaje de un año, ya no tenía ropa, sino piedras, boletos, papeles, todas las cosas que aparecen fotografiadas en el libro, y me pareció que eso también era parte del texto. A partir de ahí, siempre trabajo las imágenes como texto y no como ilustración. Lo que me alucina es el between que se arma entre el texto y la imagen, o la escritura de la imagen. En algún momento escribí guiones de cine y televisión para ganarme la vida y lo que más me gustaba era la idea del montaje. Entonces, me parece que armo mis textos de esa forma justamente para poder hacer montajes. Me encanta ese efecto del cine, ¿no es cierto?, cuando tú juntas dos imágenes: por separado dicen una cosa y juntas dicen otra.

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Historia natural de la destrucción, de Sebald, me parece el gran ejemplo de ensayar sobre la imagen. Toda la obra de Sophie Calle es aún más excepcional. La combinación de literatura con la fotografía, es verdad, produce algo inclasificable. Pero ¿cómo sabes en qué momento esa idea puede fracasar? Lo pienso todo el tiempo. Y ese es el trabajo. Exactamente eso. Por ejemplo, dudé mucho en poner las imágenes —y cómo colocarlas, que son dos cuestiones distintas— en El futuro es un lugar extraño. Después, cuando ya leí a Sebald, me di cuenta que ese gesto ingenuo mío tenía una cierta línea y empecé a estudiarla. Para esto, yo trabajo a dúo con una artista visual, Andrea Goic. Y ella diseña mis libros y edita las imágenes. Mis libros, en Chile, están diseñados desde la tapa hasta la última página. Para mí, el libro es todo, no sólo el texto. Es decir, no es un trabajo casual. Nos reunimos, pensamos y trabajamos la idea juntas. En El futuro es un lugar extraño, queríamos que el libro remitiera a un instante de emoción y por eso hicimos un capítulo con las fotografías de los años ochenta. Era importante mostrar a esa gente joven, con esa vitalidad, porque el libro está narrando una historia que puede ser ficcional, pero de repente adviertes que esa gente, de hecho, ya ha abandonado esos ideales, sus utopías, o está muerta. Antes de publicar la novela, hice una prueba en una clase de la Universidad Católica de Chile. Leí un pedazo de la novela y les pasé las fotografías a los chicos. Quedaron impresionados de la diferencia de la juventud de entonces con la juventud de ahora, y eso me incitó a ponerlas. No sé lo que le pasará al lector, pero me interesa esa provocación. Sin embargo, la diferencia, con aquellos autores comparables, es que tú eliminas la autoficción. Y me parece que es una fisura importante. Menos mal porque es una cosa intencional. Para mí la autoficción llegó a un momento donde el yo ya es una cosa enervante. A mí no me interesa saber lo que me pasa. Siempre tuve una curiosidad genuina por


Tiempo en la casa 67, marzo-abril de 2021 “Carlos Montemayor: elogio del poeta”, de Jorge Ruiz Dueñass “En el discurso literario de Montemayor se impone la latencia de un poeta formado en el clasicismo de los sentimientos amargos y nostálgicos, estimulado por su propia biografía intelectual. Si la obra poética de Carlos Montemayor es menos extensa que sus relatos, novelas, crónicas o ensayos, paradójicamente es en ella donde se contiene la esencia de su pensamiento”.

lo otro. Y por eso tomé la idea del viaje porque es una manera, quizás artificial, de estar en otro lugar y dedicarte absolutamente a mirar lo otro. Lo autoficcional me patea el estómago. Aunque sí creo que hay escritura de viaje que es totalmente autoficcional, pero con su ironía lo supera o por lo menos le hace una fractura, como la de Hebe Uhart. De modo que también me interesan esos proyectos que, siendo autoficcionales, trabajan una fisura. Me parece que transmuté lo autoficcional en el trabajo de montaje con los materiales. Yo cambio lo autoficcional por el trabajo formal. Esa idea de fractura que mencionas, me recuerda a la idea de sabotaje en César Aira, un autor que admiras. Una idea de vanguardia, donde la única vanguardia posible en literatura es de tipo sabotaje: escribirla como si fuera normal y convencional, pero meter por debajo algunas fracturas. Me encanta César Aira. En El futuro es un lugar extraño está la lectura que hice de Aira; sin embargo, en la novela no lo encuentras. Cuando estaba escribiendo El futuro es un lugar extraño, me mudé a Argentina. El cambio de venir de una sociedad conservadora, muy pequeña y provinciana, a Buenos Aires —que es una ciudad muy cosmopolita— y leer a César Aira, me dio libertad. Aira, que se permite una gran excentricidad, me dio una apertura, una libertad para imaginar, para saltar. Pero también me encanta cómo trata lo real. Como él dice, dar un salto hacia lo real. Y me encanta Juan José Saer: cómo hacer cantar el material, cómo cambiarle de signo al material documental. Quizá lo estaba haciendo de manera intuitiva, pero al leerlos a ellos, me dio el permiso de hacerlo más gozosamente. Me gusta mucho lo que hace María Moreno, María Sonia Cristoff y Leonardo Sabbatella. Me encanta Antonio Di Benedetto, me parece increíble. La distancia me dio libertad. Me permitió una crítica sin tapujos, y esa

crítica la convertí en algo más literario. Pero no a todas las personas les pasa. Ayer platicaba con Nona Fernández y decía que ella no puede escribir desde afuera, por ejemplo. Pero hay algunos que necesitamos tomar una gran distancia. Una distancia como la dice John Berger: distanciarse para asociar y acercarse para escrutar. Y en este movimiento, que es como la aguja en el telar, uno va creando la intimidad con el texto. Eres una escritora poco convencional en Chile. Una escritora extraordinaria. Cuando conversé con Alejandro Zambra y Kurt Floch me dijeron que eso a veces es un contratiempo. Cuando salió Poste restante, nadie lo tomó en cuenta porque no tenía con qué conversar. Los perplejos, lo mismo; Ramal, también. Después de pensarlo mucho y sufrirlo, acepté que mi camino es solitario. No participo en encuentros de escritores, no trato de estar en el ranking. Siempre he sido contracorriente. No me gusta estar en ningún bando, ni siquiera en “el secreto mejor guardado”. Poste restante y Ramal, sobre todo, no son novelas tradicionales. Están armadas como caleidoscopios, con distintos materiales. El futuro es un lugar extraño es más lineal. El nuevo libro que voy a publicar, La revolución a dedo, es un relato más extraño. En cada libro quiero hacer una pequeña variación porque, si no, me fastidio. Estoy tratando de meter todas las formas del montaje, de materiales diversos, en la novela. Es decir, cómo hacer que eso ya no esté por fragmentos, sino que esté incorporado textualmente. También estoy pensando en escribir una novela con varias voces, cambiando al narrador —cosa que nunca he hecho—. Quiero hacer un montaje entre las cosas que pasan, que exista un tiempo vacío entre ellas y que sea el lector quien lo tenga que llenar. Simplemente escribo, trato de armar un pequeño proyecto —que no sé si lo logro, pero voy construyendo algo—. Y eso es todo.

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Mirarse mirando a los otros

Vivian Maier, fotógrafa

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Vivian Maier, mural de Kobra, North Avenue, Chicago. Fotografía: Pete LaMotte, Creative Commons 2.0: https://bit.ly/3utCRcO


Nuestra existencia en los objetos bien puede contener aquello que denominamos alma. Quizás por eso es inevitable sentir algo de nostalgia cuando se visitan los mercados de pulgas, ya que lo que está frente a nosotros puede ser una vida. ¿Quién nos puede asegurar que no terminaremos así, fragmentados y puestos en remate al gusto de un coleccionista o un acumulador ocioso que decida conservarnos? Quien nos posea puede reconstruirnos a su modo o consignarnos al olvido en alguna pila de basura, el azar será el único que podrá determinarlo. Los que gustan de hurgar en estos lugares son cazadores en busca de un santo grial o eslabón perdido de alguna colección que los haga millonarios, como fue el caso del estadounidense John Maloof quien en 2007 halló en una subasta convencional parte de los negativos fotográficos que resultarían la punta del iceberg del extraordinario legado de la fotógrafa Vivian Maier, hasta entonces ignorada por el mundo y conocida únicamente por su desempeño laboral como niñera. Como lo relata el interesante documental Finding Vivian Maier (Charlie Siskel / John Maloof, 2014) Maloof compró la caja con intención de encontrar material fotográfico para un proyecto personal sobre la arquitectura de su ciudad natal, Chicago, Illinois, pero más que edificios el joven de veintiocho años encontró fotografías insólitas sobre el paisaje y las personas de las calles de los años cincuenta y sesenta que poseían una firma intangible, el punto de vista de alguien que mira y señala con intencionalidad irónica, cándida y curiosa un comentario sobre la humanidad. Las imágenes se sustentaban en el estilo conocido como fotografía de calle (Street Photography), diferenciada por evadir la presión y la pose que impone una cámara ante su presencia al captar el instante de manera inadvertida para el sujeto de la imagen, lo cual da una naturalidad a la intención fotográfica. Ese recurso captura momentos de suma belleza que pasan inadvertidos a la mirada de la inercia cotidiana y confrontan la intransigencia del canon inalterable de belleza ante lo que puede y debe ser visto.

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Por la calidad de las imágenes, Maloof creyó estar frente a una de las mejores fotógrafas de calle de la época, pero al someter el nombre de Maier a los buscadores de Internet, así como a la indagación en museos y galerías especializadas, no encontró nada. El misterio se fue develando por medio de la compra de otras cajas pertenecientes al mismo lote y la obsesión del joven por resolver semejante misterio. Algunas de las respuestas vinieron por parte del contacto con los expatrones de Maier, conscientes de la intensa afición de su empleada, recordada por siempre con su cámara Rolleiflex al cuello, y quienes igualmente desconocían el impresionante legado de más de 120 000 imágenes inéditas que la niñera dejó tras de sí en distintas bodegas que por consignación fueron puestas a remate.

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Pese a su presencia corpulenta y alta, excéntrica en su antiguo modo de vestir, una imagen bien documentada en la extensa serie de autorretratos que se hizo, Vivian Maier decidió y defendió intensamente el vivir fuera del margen de visibilidad. Parte de este proceder involucraba su trabajo como niñera, heredado de la madre y abuela, ya que le permitía tener un simulacro de vida familiar, la exentaba de pagar renta y la dotaba de un cuarto propio en el que no permitía la entrada porque justamente ahí dentro gestaba esa vida paralela que se fue acumulando en cajas de rollos fotográficos, así como diversos objetos y documentos que más tarde permitirían a Maloof reunir el rompecabezas de su existencia. Soltera, sin hijos ni familiares cercanos hasta el día de su muerte en 2009, Maier se


Vistas de la exposición de la obra de Vivian Maier en la Casa de Cultura Dunkers, en Helsingborg. Suecia. Fotografía: Susanne Nilsson, Creative Commons 2.0: https://bit.ly/3dW7nq3

presenta como una extraña ante el mundo. Esa cualidad le da el privilegio de una mirada y una distancia, una perspectiva que la convierte en una especie de espía, la productora obsesiva de una fotografía en donde los sujetos se muestran cotidianos, bellos, vulnerables, ridículos, pero también esa cualidad la exhibe como un ente anómalo y demente que acumulaba incluso los boletos del metro, guardaba cheques sin cobrar y cuyo celibato se debía probablemente a un trauma sexual. Tras el hallazgo de Maloof y la consecuente comercialización de la extravagante niñera y su insólita historia, ha sobrevenido un intenso debate sobre los derechos de autor y la voluntad de la autora ante la exhibición de su obra. La mayor parte de los entrevistados refieren que quizás esta sería su mayor pesadilla, pues

finalmente el que mira es ahora mirado con la misma e intensa claridad que ella lo hacía a través de su lente. El peligro es que es difícil liberarla de la narrativa a la que conducen los objetos y sus testigos, ya que ofrecen la lectura ordinaria sobre el tránsito de experiencias que debe de tener una mujer durante su existencia. Hay quien ve en ella la libertad de elegir una vida para sí misma que contaba con un intenso mundo interior, reflejado en las poderosas imágenes que componen su vasto archivo de más de ciento veinte mil negativos. Al estar expuesta de manera póstuma, su historia de vida se ha mezclado con la apreciación de sus imágenes orillándola a ser señalada como una fotógrafa mediana, de producción tan excesiva y errática que es imposible de “curar¨, aunque cabe destacar el

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trabajo que ha hecho Maloof al respecto, clasificando el hallazgo en series que abarcan la fotografía de calle, sus autorretratos y la fotografía en color. Cada una de estas dimensiones guardan un pedazo de Vivian como testigo histórico de una época que nos permite constatar escenas de preciosa simetría que hablan de ese orden impoluto del sueño americano, ilusiones que la mirada de Maier contradice hábilmente con los sujetos lumpen de las calles, abandonados a la banqueta y la ebriedad, así como de su relación íntima con los niños, cuya mirada penetrante pone en duda su supuesta inocencia, y el fascinante registro de los rostros de extraños que muestran la belleza que guarda cada uno en su singularidad. Cada foto parece hacer un comentario en donde la mujer aparentemente privada de la “experiencia humana” establecía una intensa relación con el mundo mediante el acto de mirar, mirar con empatía, con un comentario irónico sobre la realidad o simplemente con la admiración y sorpresa por ese vasto conjunto de contradicciones que somos los seres humanos. Si bien se le pensaba como una ajena, la inmensa cantidad de autorretratos que contienen sus archivos son motivo de una paradoja, ya que el que enfoca con su lente rara vez gusta de ser mirado, pero el autorretrato analógico de Maier la evoca obsesivamente sin la mirada intrusiva de esa desilusión que provoca la imagen que proyectamos en los otros, fabricando una visión que se acerca a cómo se percibía a sí misma. Vivian Maier es desde luego una anomalía porque su valor artístico logró trascender sus deseos y posibilidades inmediatas, su extraordinaria historia contiene a la loca, pero también a la mujer libre de elecciones convencionales, cuya compulsión por mirar era igual a su ánimo por acumular objetos con una ansiedad que parece no tener intención alguna más que la de llenar los días, como lo hacemos todos y cada uno de nosotros forjando ese mercado de pulgas invisible a lo largo de nuestra vida. Su caso puede ser resumido bajo la frase que el fotógrafo Harry Callahan aplicaba a su propia obra: “El misterio no está en la técnica fotográfica, está en lo que hay dentro de cada uno de nosotros”.

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Vistas de la muestra de Gabriel Kuri en la Walter Storms Galerie, de Múnich, Alemania, entre septiembre y octubre de 2020. Fotografías: Philipp Schönborn

En la búsqueda del leitmotiv

Una conversación con Gabriel Kuri ménades y meninas | 45 Virginia Negro


¿Recuerdan la extravagante clasificación borgesiana del emporio celestial del conocimiento benévolo propuesta en el cuento “El lenguaje analítico de John Wilkins” que retomó Michel Foucault para su ensayo “Las palabras y las cosas” en el que afirma que “el encanto exótico de otro pensamiento sugiere el límite del nuestro”? El mensaje es claro: toda clasificación conlleva una forma de ver el mundo, no existe una clasificación neutra, así como tecnologías neutrales, u objetos neutrales. Gabriel Kuri es un artista que construye patrones a partir del uso —tal vez distorsionado— de las cosas. Nació en México, en la capital, donde a finales de los años ochenta se integró a los “Talleres de los viernes”. Gabriel Orozco, Damián Ortega, Doctor Lakra, Abraham Cruzvillegas y este adolescente mexicano se reunían todos los viernes en la casa de Orozco, el artista más maduro —quien siempre rechazó el papel de maestro, pero quien sin duda formó al grupo de jóvenes artistas—. Recientemente en México, su obra estuvo en On the Razor’s Edge, la exposición internacional de obras contemporáneas acogida por la Colección Júmex —temporalmente cerrada por la contingencia sanitaria—, organizada por Patricia Marshall. La exposición reúne las obras dentro de cuatro secciones temáticas: migración y libertad; el cuerpo humano; su entorno; y el paso del tiempo que es incontenible y para siempre incompleto. Entre los artistas incluidos se encuentran Dan Graham, Damien Hirst, Alfredo Jaar y Gabriel Kuri, cuya práctica explora las condiciones psicológicas y físicas de la vida en estos tiempos inciertos, donde las fuerzas artificiales y naturales están en constante tensión. El trabajo de Kuri se sustenta en las mantas de emergencia, las que se utilizan cuando se trata de eventos extremos, como

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incendios, inundaciones y otros desastres naturales, pero también en eventos humanos como los maratones. Kuri juega con los hechos de la vida real, abstrayéndolos en gráficos o geometrías, pero también pasa de la realidad a la abstracción, en un movimiento circular que ahora nos hace reflexionar sobre el fenómeno de lo virtual y los datos, por esto mismo, en este momento donde la virtualidad está tomando un poder sin confines, su opinión es más que relevante. ¿Qué significa para ti ser un artista mexicano? Cuando regresé de Londres a México en 1998, comencé a crear las obras que marcaron el inicio de mi práctica hoy, y todas las obras que están vinculadas a una cosmovisión, que por su naturaleza es mexicana, porque de ahí vengo, y que a menudo está vinculada con la ritualidad y al ceremonial. Pero siempre me ha interesado lo contemporáneo sin fronteras. Después de muchos años regresé a Londres con Before Contingency After the Fact (2011), una exposición creada para la South London Gallery (parte de la cual, Shelter, se exhibió en Art Basel en 2017), donde la idea básica es la de cambios de escala: los objetos existentes, como mi tarjeta de crédito real, por ejemplo, son de gran tamaño. Pero todos los días me pregunto cuándo volveré a la Ciudad de México, donde vive mi hermano José, fundador de la galería Kurimanzutto, y donde me formé como persona y como artista: la urbe donde todo se expone y donde el caos organizado es una condición permanente que me alimentó de manera formal. Por ahora mi relación con México es de añoranza, queriendo mantener un nexo, aunque todavía necesito una distancia.


Cuéntanos sobre tu relación con la galería Kurimanzutto en la Ciudad de México. Siempre es una relación muy cercana, estoy en constante conversación con mi hermano José, y aunque nuestras posiciones en este mundo sean diferentes, quizás precisamente por eso, seguimos trabajando juntos. La dinámica de la galería ha cambiado mucho. ¿Qué estás haciendo ahora? Ahora justo salgo de la experiencia de Sorted, Resorted, una gran exposición en Bruselas en el Centro WIELS de Arte Contemporáneo, que terminó el 5 de enero y en donde he trabajado por tres años, un homenaje a esta ciudad donde he vivido mucho tiempo y que fue un experimento en el que sumerjo al espectador en mi forma de trabajar. El protagonista es el material: plástico, papel, metal y materiales de construcción. Pero también su uso, reciclaje. Si tuviéramos que tirar las obras, ¿cómo se clasificarían en diferentes bolsas para su recolección por separado en diferentes días? ¿Cuál es tu práctica laboral? Mi práctica consiste en tratar de comprender el panorama general y cómo funcionan las cosas en el mundo real. Y me gusta el rigor intelectual, no soy una personalidad que intente inventar escenarios fantásticos. Trabajo

con lo existente, en este sentido me gusta el minimalismo artesanal y mi creación es darle vida a un sistema, ordenando diferentes elementos hasta darme cuenta que surgen modelos donde se generan nuevas conexiones semánticas entre las formas existentes y sus usos. Ahora bien, los cambios en el arte son necesarios, no son predecibles, no hay una respuesta explícita a la situación de encierro. Me gustaría ver un cambio interno, por ahora sólo estoy viendo la consecuencia precipitada de poner el producto artístico en el aura de la red, pero aún hoy el locus artístico está en lo físico, en un ambiente que puede presenciar el espectador, y sigo creyendo en la situación de la exposición, no creo que podemos migrar a Internet de la noche a la mañana. Sigo creyendo que el arte es presencia. Cuéntanos sobre los últimos proyectos. Una fue una exposición para la Douglas Hyde Gallery, en el campus universitario de Dublín, una de las primeras en cerrar en febrero a causa de la pandemia, con obras relacionadas con el medio ambiente. Un trabajo que ahora se puede visitar en línea. Mi galería en Berlín, Esther Schipper, fue alojada por la Walter Storms Galerie en Munich. El trabajo aquí involucra varios medios, incluida la escultura, el collage y la instalación, a menudo utilizando elementos

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naturales reciclados, industriales y producidos en masa (por ejemplo, conchas, espuma aislante o latas de refresco) para crear obras que contienen rastros de actividades humanas pasadas, como botellas vacías, colillas o talones de billetes, que actúan como símbolos del tiempo, la energía o el medio de pago utilizado. La exposición más reciente es en la GAK de Bremen, mediante un dúo de artistas gerlach en koop, cuyo trabajo consiste en exhibir incluyendo obras de otros; y he colaborado con una pieza adaptable que instalé / improvisé para que encajara en el proyecto. ¿Cómo estás viviendo el aislamiento impuesto por la epidemia? El silencio, la reflexión en mi estudio y el encierro voluntario han definido mi práctica, como la de muchos artistas. Pero siempre ha sido un movimiento que depende de la posibilidad de ver hacia afuera, buscando la conexión con lo social y lo público. Ahora que esto está

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tan fuera de foco, es inevitable vivir más en el espacio de mi cabeza. En este sentido de “aislamiento” me he tratado de asir al trabajo manual y material. También he tenido tiempo y espacio para revisar mi biblioteca, que en ocasiones he dejado de lado por falta de tiempo. Un ejemplo es el de la relectura de Emanuele Coccia (autor de The Life of Plants), un filósofo italiano con el que colaboré y que he retomado durante el encierro. Es un autor que está reinventando el pensamiento filosófico en una forma no antropocéntrica sino que piensa en el ecosistema como el locus de la reflexión filosófica. También es inevitable hacerse cuestionamientos sobre el significado de la práctica artística, ahora que la actividad pública está paralizada. El efecto económico y social es más inmediato de verse. Pero aún cuando las obras están siendo alumbradas con una luz más aguda, su significado no necesariamente cambia ni se vuelve obsoleto, simplemente se ajusta en su semántica. Yo siento que puedo seguir trabajando con las mismas prerrogativas materiales y conceptuales. Pero es la práctica misma la que se está dando una sacudida en cuanto a su propósito. Sería demasiado obvio pensar que el arte simplemente va a migrar hacia el espacio virtual, donde estamos a salvo del contagio, o incluso que las obras que se volverán más relevantes y necesarias son aquellas que tratan de manera explícita o directa con esta situación de crisis. Yo quisiera creer que lo que viene es un cambio o ajuste desde el fenómeno, desde adentro de la forma, y esto es algo que no tendría por qué explicarse tan fácilmente. Gabriel Kuri es un artista que observa desde un ángulo poco convencional los objetos y el espacio que median las relaciones humanas, explorando el potencial de transformación latente en situaciones familiares. Coleccionista también de sobras, según la escritora y curadora Sandra Patrón, “Gabriel Kuri desarrolla una crítica sin lecciones de moral, pero llena de humor y poesía. Su crítica es tanto social como política, sobre nuestros estilos de vida y procesos de producción”. Al terminar esta conversación y al escucharla una vez más pienso en Gabriel Kuri como un taxonomista del mundo, que trasciende y reúne la experiencia subjetiva vivida mediante los objetos.


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El tranvía que no paraba nunca

Mujeres anarquistas en cuatro cuadros

Ilustración: Pixabay

Marina Porcelli

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Opuestas a las fantasías de Sarmiento, las migraciones que vinieron de Europa a fines del siglo xix incorporaron al movimiento obrero de Sudamérica ideas anarquistas y comunistas como herramientas de lucha y liberación. Durante décadas, el accionar de la Federación Obrera (fora), fundada en Argentina en 1901, se despliega en contra de las compañías norteamericanas radicadas en el país. La Ley de residencia es de 1902, y tiene como antecedente el proyecto de Miguel Cané de 1899, en el que se disponía “la salida del territorio de todo extranjero [...] que comprometiera la seguridad nacional”. Vale decir, se autoriza al Poder Ejecutivo a expulsar del país sin juicio previo a todo extranjero que perturbara el orden público. Se criminaliza la huelga y la protesta. La militancia y la manifestación son vistos como delito, lo que implica poner bajo control, con factura represiva, el espacio público. Los obreros organizados, en general, se exilian en Montevideo. Los relatos de 1910, año de festejo del primer centenario de la independencia, están lejos de ser celebratorios. Persecuciones, encarcelamientos, torturas. Estas persecuciones a migrantes tendrán su contrapartida cien años después, con la sentencia que afirma que “los argentinos venimos de los barcos”. No sólo porque, por un mecanismo de sinécdoque, la frase niega la existencia de población originaria, comunidades indígenas, las migraciones de países vecinos y la población africana, y un etcétera largo, sino porque construye un pasado idílico de bienestar y triunfo de los blancos europeos a orillas del Río de la Plata. El perfil de los militantes anarquistas de Sudamérica se cifra en obreros con un inmenso caudal de lecturas, debates infinitos y retórica enfática, que cuestionan “los cimientos del edificio social”. Mantienen una buena relación con los vecinos y valoran la vida barrial y comunitaria. Las reuniones en bibliotecas son de siete a diez de la noche, después del trabajo en la fábrica. Ponen a sus hijos nombres libertarios. Este movimiento de comienzo de siglo nos dejó escrituras que son de las más luminosas del continente, como la prosa de Rafael

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Barrett, en Paraguay (de quien Borges, sin confesarlo, aprendió muchísimo), y la solidez y la transparencia de la voz de José Carlos Mariátegui en Perú. El movimiento ácrata, militado por mujeres, aparece indisolublemente ligado a los planteos feministas de la época. Opuestos a las intenciones de José Álvarez, que publicó, en Buenos Aires en 1887, la Galería de ladrones de la capital, en un intento por clasificar el delito, presento ahora relatos de mujeres como manera de visibilizar historias olvidadas. La selección y rescritura en los cuadros me corresponde por entero y no hay dato que sea invención. Pero las fuentes se encuentran en el libro ineludible, extraordinario, de Cristina Guzzo, Libertarias en América del Sur. De la A a la Z,1 un diccionario de mujeres anarquistas. Los cuadros funcionan como mi relectura del libro, cierto, pero son de Cristina Guzzo todos los aciertos y todos méritos de la escritura de su investigación. Perseguidas, torturadas, encarceladas, deportadas son las constantes de estos relatos, que en general se olvidan o se desconocen. Hay muchas historias sobre militantes anónimos, que no por eso dejan de ser fundantes. Pienso, por ejemplo, en el del librero de Buenos Aires, de la década del 20, que cada vez que vendía un libro traspapelaba, entre las páginas, un folleto de La conquista del pan de Kropotkin. Purificación Mendieta y el burro encarcelado Purificación Mendieta pasaba mensajes. Los traducía del guaraní al italiano y del italiano al guaraní. Vivía en San Lorenzo, un pueblo a quince kilómetros de Asunción, junto con Pietro Gori, el anarquista italiano que fundó, en 1905, en Paraguay, el Sindicato de obreros, carpinteros, ebanistas y afines (socesa). Mendieta era vendedora a domicilio, “marchante”, la llamaba la gente. Ella vendía fruta, verdura y pescado, y lo cargaba Guzzo, Cristina, Libertarias en América del Sur. De la A a la Z, Libros de Anarres, Buenos Aires, 2014. Otras referencias son los documentales de Mariana Arruti, Los presos de Bragado, Buenos Aires, 38 minutos, 1995; y La huelga de los locos, Buenos Aires, 32 minutos, 2002. 1

en un burro para ir de casa en casa. El burro se llamaba Nambi Guazú, que en guaraní significa oreja grande. Este ir y venir le daba una posición ideal para ser correo ácrata. Convivió con Gori durante dos años (ella tenía veinticinco cuando se conocieron) y todo ese tiempo ofició de mensajera y trabajó en el sindicato. Hay un testimonio del comité directivo de socesa que cuenta que, cierta vez, se le rindió homenaje a “la camarada Purificación y a su burrito Nambi Guazú”. Que habían sido detenidos, agredidos y humillados por “los sirvientes del capitalismo despiadado”. Que Purificación Mendieta cayó presa mientras contactaba obreros para una reunión del sindicato. Que la llevaron a la comisaría junto con el burro. Que mujer y burro pasaron toda la noche ahí. Y que los liberaron al otro día, cuando Pietro Gori pagó la multa municipal. Ni helado, ni cine, ni tranvía Domitila Pareja, costurera, fundó en La Paz el periódico La Antorcha, el 9 de septiembre de 1923, por lo que es considerada la primera anarcofeminista de Bolivia. También formó parte de la dirección del Centro Cultural Obrero. Como oradora, insistía en el doble sometimiento de las mujeres, el de ser obreras y el de ser destinadas al rol de madre. Domitila Pareja enfermó de tuberculosis muy joven. Dicen que, poco antes de morir, en octubre de 1926, cuando tenía 26 años, abofeteó a un sacerdote que se acercó a su cama a ofrecerle los últimos oficios. En su funeral habló Rosa Rodríguez de Calderón, cocinera: dio un discurso de retórica feminista que se publicó en la revista Bandera roja de La Paz en 1926. Rodríguez de Calderón fue cofundadora de la Federación Obrera Femenina (fof) en 1927, y desarrolló un liderazgo en el movimiento de cholas organizadas en el Sindicato de Culinarias y Oficios Varios que se creó en La Paz ese mismo año. Focalizó su lucha para que las comunidades indígenas pudieran acceder a los puestos de venta legales en los mercados, al carnet sanitario y a usar el tranvía.

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Junto con Rosa Rodríguez de Calderón, Petronila Infantes era representante del Sindicato de Culinarias, que agrupaba más de trece ramos de trabajadoras (lecheras, floristas, lavanderas, domésticas, etc.). “Las señoras tienen sus coches”, dice Infantes, “en cambio nosotras necesitamos el tranvía (…) para trabajar”. En sus discursos de 1937, exige igualdad de salarios de hombres y de mujeres. De hecho, hubo más reivindicaciones de la Federación Obrera Femenina también en cuanto al género: defienden el divorcio, piden guarderías para los hijos, promueven la igualdad de los hijos legítimos y naturales, y solidaridad y respeto entre hombre y mujer. En la fof hubo sindicatos que no admitían la presencia de varones. Petronila Infantes desarrolló su lucha en una época en la que “[a las cholas] no se las dejaba entrar al cine o a una heladería. Logró que domésticas y niñeras indígenas pudieran también sindicalizarse, un derecho que les era negado por sus patronas de la burguesía”. Durante el conflicto del tranvía, Petronila Infantes conoció a José Mendoza, ebanista, militante, que fue su segundo compañero. Ella se negó a casarse: “el matrimonio es un negocio para el cura y el notario”, decía. Hermana del compañero de Petronila era Catalina Mendoza, cuya lengua materna era el aymara. Toda la militancia de Mendoza es en aymara. Catalina Mendoza tampoco acepta casarse y niega el uso del documento de identidad por considerarlo un “contrato coactivo con el colonialismo”. Trabaja en el Sindicato Femenino de Oficios, compuesto por distintos rubros (domésticas, niñeras, vendedoras ambulantes), en los que las mujeres indígenas debatían sus reclamos en cuanto a sentirse explotadas y discriminadas por la burguesía local. En su factura, el Sindicato entroncaba las condiciones sociales étnicas y esto lo distinguía discursivamente del anarquismo boliviano. Además, Catalina Mendoza ayudó a sindicalizarse a las “viajeras” (bagayeras, contrabandistas), denominadas como viajeras del altiplano. Se trataba de cholas que, viajando en camiones, llevaban mercaderías desde Perú a La Paz, y que eran atropelladas y

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abusadas en las aduanas. Respondían a la fof, dirigida ahora por Catalina Mendoza. En 1943, se iniciaron las movilizaciones hacia la Plaza Murillo de La Paz, donde las trabajadoras se manifestaron en aymara, quechua y español. Catalina Mendoza fue encarcelada. La torturaron durante meses, y la liberaron un año después. De la cordillera al río de la plata, breve diario de oradoras anarquista Valparaíso, Chile, 1905. Carmela Jesia, obrera tipógrafa, habla ante cuarenta mil personas en la manifestación del primero de mayo. Ese mismo año, funda y dirige La arborada. La despiden de su trabajo. General Pico, La Pampa, Argentina, 1917. Libertad Ferrini da una conferencia contra la guerra, en el Centro de Estudios “Eliseo Reclus”, creado por ella misma, meses antes, durante la huelga ferroviaria de la provincia. Necochea, Provincia de Buenos Aires, Argentina, 1922-1925. Fidela Cuñado trabaja como secretaria de redacción del periódico Nueva tribuna, quincenario femenino de ideas, arte, crítica y literatura. Rosario, Santa Fe, Argentina, 1890. Virginia Bolten, que había nacido en San Luis, lidera la manifestación del primero de mayo concentrada en la Plaza López. Su bandera decía “1 de Mayo - Fraternidad Universal”. Es la primera mujer en hablar en un acto público en Argentina. Rosario, Santa Fe, Argentina, 1900. Teresa Marchisio habla en el acto del primero de mayo, en el Centro Casa del Pueblo, donde se decide pasar por la puerta de los periódicos más importantes y llegar hasta la comisaría número tres. Se producen enfrentamientos con la policía. Barracas, Ciudad de Buenos Aires, 1907. Juana Rouco Buela participa activamente en las resistencias de la famosa Huelga de inquilinos. Después de esto, y al igual que muchas de sus compañeras, le fue aplicada la Ley de Residencia y deportada de la Argentina.


Montevideo, Uruguay, 1910. De María Collazo se dice que era gran oradora, “de palabra fácil y convincente”. Habla en el mitin del 27 de marzo de ese año, y apoya la huelga general de 1911 desde La nueva senda, el periódico fundado en la capital uruguaya en 1909, junto con Virginia Bolten y con Juana Rouco Buela. Edita también La batalla desde 1915, que incluye en sus doce años de publicación artículos de Carlos Vaz Ferreira y José Enrique Rodó. El allanamiento de la peluquería del pueblo Luego del allanamiento de lo que se conocía como “la peluquería del pueblo” (ubicada en la esquina de Brasil y Los Andes, en Santiago de Chile), los presos fueron trasladados a una quinta. Teodoro Brown y Víctor Manuel Garrido Gutiérrez, los dueños de la peluquería, eran anarquistas. Hortensia Quinio vivía en la pieza de al lado, junto con su compañero Voltaire Argándoña Molina (obrero, militante), y con los dos hijos de su compañero anterior, Ernesto Serrano —que había sido carpintero, llevaba el apodo de “anarquista exaltado” y había muerto muy joven—. De hecho, el 8 de noviembre de 1913, cuando la policía allanó el local, Hortensia Quinio era muy joven también. Estaba embarazada, tenía veintidós años. Voltaire Argándoña, diecinueve. Encontraron dinamita en la pieza de ella. Dinamita que, como se reconocía en el periódico La batalla de Chile (que denuncia las irregularidades del caso), había sido llevada ahí por Voltaire. Se los acusó de “tenencia de armas de guerra y explosivos”. De haberse involucrado, meses atrás, en los atentados contra el convento de los Padres Carmelitas Descalzos, y el de las Capuchinas Casa de María. Y de que la peluquería era “un depósito de bombas”. Hortensia declaró que el atentado fue cometido por Ernesto Serrano, y que él murió tiempo después. Fueron incomunicados. Ya en la quinta, colgaron a los presos de las ramas de una higuera, y los golpearon con palos. Se cuenta de la saña sobre el cuerpo de Hortensia por su estado de gravidez. A la semana, le levantan la incomunicación por estar “enferma de parto”. Hortensia Quinio estuvo encerrada durante dos años. Nunca hubo evidencia en su contra. Salió en 1915, y murió en Santiago, en 1916, cuando tenía veinticinco años.

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La bicicleta y la vida Lucila Navarrete Turrent

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Alfred Jarry sobre su bicicleta Clément, arribando al “falansterio” de Corbeil en 1898. Fotografía: Wikimedia Commons


1 “Nadie puede hacer un elogio de la bicicleta sin hablar de sí mismo”, dice Marc Augé en un entrañable ensayo sobre el recuerdo, el mito y la utopía del velocípedo. Y es verdad, no se puede hablar de ciclismo sin haberse subido a un sillín, confiar las manos y los brazos al manillar, colocar los pies sobre un par de pedales y, entonces, echar a andar las ruedas gracias a los giros suaves y constantes de las piernas; tras varios metros de desplazamiento quedamos maravillados por cierta sensación de autonomía. Tampoco se puede hablar de ciclismo sin evocar la primera vez que logramos equilibrar las ruedas y, en perpendicular armonía con la gravedad, nos agenciamos de una locomoción que depende exclusivamente del cuerpo. No se puede omitir la experiencia: las piernas en movimiento, el paisaje que se conquista sin combustión, chupar llanta al contrincante, poncharse a mitad de camino, ir por las tortillas en la vieja rila del abuelo o emprender la huida con el primer amor. O cómo no evocar al antecesor en la etapa evolutiva del crecimiento: el triciclo Apache cuyas rueditas de soporte permitían transgredir por primera vez el pequeño mundo del barrio. La bici se levanta, ¡hay que intentar vivir! O, el ciclista se eleva, ¡hay que saber vivir! ¿Qué versos le harían

justicia a esta noble máquina? “Sólo / de movimiento fue su alma / y allí caída / no es / insecto transparente / que recorre el verano / sino / esqueleto / frío / que sólo / recupera / un cuerpo errante / con la urgencia / y la luz / es decir / con / la / resurrección / de cada día”, dice Pablo Neruda en su “Oda a la bicicleta”. 2 John Kemp Starley fue quien supo revolucionar esta máquina andante: incorporó un sistema de transmisión de cadena que unía los pedales con la rueda trasera y diseñó el famoso “cuadro de diamante”, vigente hasta el día de hoy, que lograba unir dos ruedas del mismo tamaño, evocando el modelo de Karl Drais de 1817, el primero de la historia. El velocípedo de Starley, también llamado “bicicleta segura”, conseguía el anhelado equilibrio entre el cuerpo y la máquina, dejando atrás modelos peligrosos en los que el peso del cuerpo dependía de una gigantesca rueda delantera. El modelo Rover, de 1885, inició su era de fabricación y pronto se popularizó alrededor del mundo con la misma velocidad con que, décadas atrás, el daguerrotipo había llegado a todos los rincones del mundo. La bicicleta es hija del siglo de las invenciones, de la mancuerna entre magia y técnica.

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La temprana muerte de Starley le impidió atestiguar lo que su máquina llegaría a significar para tantísimos ciclistas por venir. Su rover, la “vagabunda”, concedió a los más modestos, a los curiosos y audaces la posibilidad de embriagarse de aire, luz y horizonte. En cierto sentido sustituyó al barco: sació la sed de aventura, otorgó la oportunidad de izarse con el impulso de las piernas, abrir rutas insospechadas e ir en busca de lo distante, pero sobre todo permitió la conquista de uno mismo. Las profundidades del mar se tradujeron en anchos y estrechos caminos terrestres. El ciclo nos elevó mucho antes que el aeroplano llegara a ser fiable; transportó por primera vez al individuo según sus propios designios: nos convirtió en actores de nuestros deseos y necesidades. 3 La historia de la emancipación femenina sería otra si no fuera por la bicicleta. Los bloomers —o pantalones anchos que a mediados del siglo xix confeccionó Amelia Bloomer para poder pedalear— y los cicloviajes ampliaron las posibilidades de las mujeres de transitar por el mundo. Las ciclistas comenzaron a proliferar hacia fines del siglo xix, rompiendo esquemas propios de la mujer burguesa o la madre pasiva. De entre las más famosas cicloviajeras, sin duda, Annie Londonderry fue la más audaz. Mujer migrante de origen judío avecindada en Boston, fue una verdadera transgresora de las normas de lo femenino; su historia llegó a ocupar el artículo central del New York Times en 1895: tuvo la osadía de recorrer el mundo en una pesada bicicleta Columbia. Dejó a sus tres hijos con el marido y se encomendó a la fuerza de sus piernas y sus habilidades para narrar. Consiguió sufragar la hazaña remitiendo sus aventuras a diversos diarios. Sus historias provocaban fascinación en los lectores. Annie y su bicicleta fueron un rentable producto comercial: Londonderry era la marca que la patrocinaba. 4 Alfred Jarry jamás hubiera sido Ubu Jarry de no ser por la devoción que sintió por una “Clément Luxe 96” que

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él se obsequió poco antes del estreno de Ubu Rey a fines de 1896. Nunca terminó de pagar la bicicleta, y tras su fallecimiento retornó al acaudalado comerciante que durante once años sólo recibió 5% del precio que el escritor negoció a crédito, pero de ningún modo pensó liquidar. Jarry solía embriagarse hasta la saciedad para después montar el ciclo y emprender excursiones en las afueras de los chalets que solía alquilar en compañía de sus amigos Rachilde y Alfred Vallette. Jarry ciclista fue Ubu ciclista: máscara con la que provocaba a las buenas conciencias, como la vez que se presentó con los pantalones sucios al funeral de Mallarmé, debido al largo trayecto en bici que lo dejó lleno de barro. Iba descalzo y sobre sus hombros colgaba un par de zapatos lustrados. Su pasión por el ciclismo era bastante conocida entre los círculos literarios parisinos; llegó a publicar columnas y textos cargados de transgresión e ironía sobre esta forma de recreación y deporte. En un pequeño texto de 1903 hace una brevísima adaptación de La Pasión de Cristo. Barrabás, Pilatos y Jesús son los sprinters que deben esquivar las espinas del camino para evitar que sus neumáticos se pinchen. “Algunos grabados de la época reproducen aquella escena, según las fotografías”, escribe Jarry. La Pasión se convierte en una tragedia moderna, cuyas interpretaciones cobran una pluralidad inesperada: algunos gráficos llegan a otorgar “formas más bien fantasiosas a las bicicletas”, dice Jarry, a confundir “la cruz del cuerpo de la máquina con la otra cruz, el manillar recto”; representan a Jesús “con las manos separadas sobre el manillar”. 5 La bicicleta es esa suerte de utopía que posibilita la creación de lazos temporales y livianos con independencia de la finalidad del viaje. Disipa temporalmente las angustias, retorna al “yo” al presente: a estar ahí en todo su esplendor. Sobre el sillín uno es plenamente el movimiento. Facilita, también, la democratización del espacio público: en las calles coincidimos albañiles,


oficinistas, repartidores, turistas, deportistas, sin las marcadas distinciones de clase que ostentan las corazas de acero. Nos aproxima instintiva y epidérmicamente al flujo del mundo, al pulso de la ciudad o las variaciones de la naturaleza. Nos recuerda que somos finitos, que la muerte es inexorable y podría encontrarse en cualquier bocacalle o en el pedaleo en falso del que va detrás de uno en el pelotón. Religa a la persona con su conciencia y la hace partícipe de vínculos sociales ligeros y amables que casi siempre conllevan cierta alegría de vivir. Aunque no siempre es así, no para los ciclistas de Rappi o el apurado muchacho que debe entregar la siguiente promoción de sushis en la balona que ha adquirido a crédito con la firme intención de juntar un dinerito extra o completar el ingreso del turno vespertino en el supermercado. Los trabajadores de la posguerra tenían, al menos, a Fausto Coppi como inspiración: leyenda que comenzó repartiendo embutidos en el ciclo hasta que se convirtió en el héroe de la Tour de France: mito aclamado por la prensa de izquierda y la clase proletaria. ¿En qué pensarán los repartidores de las apps mientras pedalean lánguidamente bajo el sol de la canícula? No sé si la bici sea, más bien, la cárcel que liba sus cuerpos, en ocasiones ya impedidos para entregar el siguiente par de frappuccinos. La gigantesca hielera verde o naranja sobre la parrilla de una rila epitomiza, en parte, el triunfo de la autoexplotación capitalista en el siglo xxi. 6 Por su nobleza y bajo costo las bicicletas siempre han sido de uso extendido entre las clases populares y las más austeras. Los barrios y las avenidas de pequeñas y grandes ciudades, ejidos y zonas rurales se han poblado, a través de cuantiosas décadas, de jornaleros, albañiles y obreros sobre el sillín. Sólo en los albores del siglo xxi la llamada “gentrificación” de ciertas zonas urbanas, que ha provocado el desplazamiento de lugareños y la transformación de espacios en beneficio de clases medias y altas, ha conferido cierto protagonismo a la bicicleta urbana. Las ciclovías y las ciclo-estaciones han empezado a ser el

atractivo de un sector privilegiado. Los trabajadores de siempre aprovechan los nuevos pero reducidos trechos seguros, que por lo general no llegan hasta sus lugares de residencia. El uso gentrificado de la bicicleta es, también, un termómetro de los intereses que se inclinan por los más favorecidos y no vulneran la supremacía de los hidrocarburos. Todavía estamos lejos de experimentar ciudades limpias, llenas de pedalistas satisfechos. Hace varios meses, cuando la pandemia impuso otra lógica de movilidad y distintos lugares del país comenzaron a reducir carriles de autos para ceder espacio a los ciclistas, la industria del sector registró un récord de ventas inimaginable. No son pocos los que, entusiasmados con su primera bici, se han caído una y otra vez en plena arteria vial, ofreciendo un gracioso y entrañable espectáculo. Se les ve con cubreboca y mochila al hombro; descubren por primera vez que, a diferencia de un vagón del metro, los traslados son más salubres y el cuerpo se ejercita; reparan en la ciudad y sus inmediaciones como alicientes para vagar desde ángulos antes insospechados, o en el hecho de que su bici es una gran aliada en casos de emergencia. Quizás sea muy pronto para augurar una utopía, pero la contingencia sanitaria se ha prestado para pensar otra clase de movilidad urbana. Hacia el final de Elogio de la bicicleta Marc Augé imagina una cicloutopía: piensa en un París donde el uso de vehículos sea secundario y los transportes de carga y las ambulancias se destinen para lo estrictamente esencial; una ciudad que contribuya a mitigar el impacto ambiental y la violencia ocasionada por intereses petroleros. Imagina una ciudad afable y transformada por quienes la transitan: peatones y ciclistas, quienes coinciden en trayectos transversales y se miran a la cara con deferencia; una ciudad que ha derrumbado las barreras de clase y disipado la neurosis gracias al pedaleo rutinario. Mientras todo esto llegue a suceder en alguna metrópoli, refugiémonos en el hecho del ciclismo como tentativa existencial primordial, que asegura el discernimiento identitario en quienes confían en su querida bicicleta para abrirse camino por el mundo.

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Fotografía: Pixabay

El rostro propio

Brenda Ríos

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Con la excepción del espejo, la fotografía es la única forma de verse uno desde fuera Siri Hustvedt, Recuerdos del futuro

Una vez tuve una pesadilla o quizá vi algo en la tele, pero durante años tuve la sospecha de que si me plantaba frente al espejo entre las 2 y 3 am iba a ver mi “verdadero yo” y no me iba a gustar. Me levantaría al baño en la penumbra y el espejo mostraría otra cosa. Yo no sería quien me mirase de vuelta. La imagen de mi rostro es imagen del instante actual. Justo el que no habitamos nunca. Por eso no suelo reconocerme. Sé que soy yo, es verdad, pero no me reconozco. Esa no podría ser yo. Yo soy más dulce, más tenue, más abierta. La mujer que me mira tiene una historia distinta. Mi padre en el féretro, en la funeraria, no era él. Se parecía a él, pero no lo era. Uno de sus hermanos se negó a ir al funeral, quiso recordarlo como siempre, de otro tiempo, dijo. Claro, quién como él. Nadie quiere ver el efecto de la muerte. Es último, devastador, sin tregua. * Para poderme aceptar cada día, o aceptar mi rostro como mío, debo tomar dos tazas de café en las mañanas primero, y darme un baño. Después comienzo a parecerme a mí, a la cara que creo tener. A la que pertenezco. Una amiga amada, ilustradora, chilena, me dijo hace años que yo tenía de esas caras que debían sonreír. Pero no tengo ganas, dije. Debes hacerlo, sostuvo con su acento serio (los chilenos son gente seria). Tienes una cara dura, insistía, por eso debes sonreír. Y claro, entendí. Veía las fotos de mi papá y descubrí que tengo su cara. Pero él tenía cara de matón. En una de sus últimas fotos sostiene a su nieta de meses de nacida en los brazos y muestra una expresión de severidad mezclada con terror. Años después, mi hermano me confesó que dejó solo a mi papá con la nena a propósito y tomó la foto. La cara es rígida, intensa, como una bala, una mala noticia, una mala temporada en la siembra.

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En un capítulo de la serie The Crown, la reina Isabel II está de gira y le inyectan algo en la cara. El marido le pregunta por qué se somete a tanta cosa. Ella responde que debe sonreír y no puede más por el dolor del gesto. Él dice “No sonrías”. Ella remata: “con esta cara no puedo no sonreír”. Sonreír es cansado y punzante. Apenas me tomé una foto. Soy yo, mis cachetes son pronunciados, graves, hacia abajo. Sé cómo serán en breve porque mis tíos y mi papá tenían esos mismos cachetes. Nos volvemos bulldogs tristes. Tengo una cara seria, me veo desde otra parte. No sé quién soy. Pero sé qué digo. Es una cara inflexible. Esa cara no cede, no tiene dudas. Nada la atraviesa. Me doy miedo. Es así. Es mi edad. Mi paso por este mundo. Las arrugas visibles. Las marcas alrededor de la boca. Lo que se ve en los ojos, una mezcla de sorpresa, aprensión, curiosidad. Esto que me une a alguna parte. Pero no sé qué es o dónde está esa parte. Tengo una cara. Dice cosas. Yo no quiero decirlas pero ella las dice. Esa misma cara que aparece cuando me despierto y la evito. Le doy vueltas. Necesito valor para verme. Porque lo que veo no es quien soy. Una cosa es sentirme lo que soy, otra verme. Nadie se ve como lo ven. Enorme drama. O alivio. Nadie tiene la belleza o la fealdad que los demás avientan sobre uno. Una de las cosas que más temor nos puede dar es perder el rostro. Durante años leí a Emmanuel Lévinas, preparaba una tesis que no terminé. Lo recuerdo como en una clase muy del pasado. Sobre el rostro, él decía que necesitamos mirarnos el uno al otro. Que si nos miramos en verdad no habría asesinato. Cómo matar lo que se conoce. Lévinas perdió a toda su familia en el holocausto. Y pudo escribir eso. Que es ingenuo y hermoso y humano. El horror de la pérdida lo llevó a creer en la bondad razonada. Como si el homicida, si este fuera uno solo, estuviera ciego. Cada rostro tiene su lado monstruoso, su lado terrible. Yo he visto el mío, el verdadero, sucede en un

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descuido. Todo va bien, estoy con gente, sonrío, aplaudo el chiste de alguien y de pronto miro a la vitrina del restaurante, el espejo del baño, el plato bruñido y ahí está. Eso que imaginé sólo podría ver a mitad de la noche como una pesadilla es real y sucede a plena luz del día, cuando estamos confiados y miramos eso que también somos. El pensamiento infantil que nos habita es mirar a ver si alguien mira lo que nosotros estamos presenciando. Como ver una fotografía antigua y vernos de antes, como pensamos que seguimos viéndonos. Quizá no recordamos que éramos así. Esos de ahí fuimos nosotros. ¿Cuál es la primera imagen que tenemos de nosotros mismos? La fotografía puede ser el modo de sustituir la imagen mental, a falta de memoria está el instante en papel impreso. La memoria kodak, la memoria Instagram. Hay un perfil de una chica que sigo, todas sus fotografías son de ella misma, de su cara para ser exactas, selfies. Ella sola, a veces tiene un objeto: café, libro… o un gato. Cada perfil de IG cuenta una historia, eso es evidente, una porción de información que queremos revelar. Hay quien revela de más: desnudos, insinuaciones eróticas, fotos con hijos, con sus parejas. Fotos de comida. Pero los perfiles que tienen fotos de gente sola me atraen por alguna razón: ¿creerán que hacer el testimonio diario de su cara hará que se note en qué momento preciso envejecen, cambian? Sus cortes de pelo, cambio de ropa, maquillaje, escenario… la cara es igual. Para ver los cambios en el rostro deben pasar cosas: muchos años entre una imagen y otra, alguna enfermedad que nos haga notar distintos, algún hábito nuevo o haber dejado uno que tuvimos durante décadas: fumar, beber, donas de chocolate. De otra manera no se nota el cambio. ¿Qué les hace tomarse una foto al día, a veces más de una y dejar ahí un álbum del paso del tiempo y sus pequeñeces? ¿Es abuso de amor al sí mismo? El narcisismo extremo es un grito de necesitar atención, sí, pero también de celebrar la felicidad de algo: tener un rostro, amarlo por sobre todas las cosas, volverlo un dios manejable y leal. Quien sólo tiene su


rostro para exhibirse y darse es una persona que no sabe cómo exhibirse ni darse, el gesto de la repetición de la imagen de un solo rostro multiplicado es terrorífico, triste y sin sentido. * Mis fotos de cuando tenía trece o diecinueve años son las mismas, tengo cara de no saber qué hago ahí. Con los años mis fotos han adquirido claridad: ya sé qué hacía ahí (donde estuviera) pero no era suficiente. Tengo cara de no estar cómoda, de haber llegado tarde, tengo en todas ese gesto incómodo, de impaciencia, antes de que la cámara haga click. Las últimas fotos son las de la comodidad, les llamo yo. Una mujer mayor. Sonrío pero igual que cuando era niña, estoy en otra parte. Sonrío con la distancia de quien toma la foto. Sonrío a la cámara si me autorretrato. Sonrío porque es más fácil que poner la cara real, la cara agreste, la de animal asustado que tenemos cuando nos toman por sorpresa. Como si durmiéramos y alguien nos tomara una foto así, vulnerables, con la boca abierta, los ojos entornados, en otra parte del mundo. Hace diez años más o menos vi a una de mis amigas más cercanas en un bar. Yo estaba con otras personas y ella se acercó efusiva a saludarme. No la reconocí, había bajado de peso, se alació el cabello, y no tenía la menor idea de quién era. Hasta que gritó con sorpresa: “Soy yo, tarada, soy yo”. Y entonces la vi. Creo que nunca me perdonó mi cara de sorpresa. Hasta ahora no sé qué pasó, si fue el hecho de que me tomara del hombro y me impusiera su rostro de golpe, sin aviso, o el hecho de que se me había borrado su cara del diámetro del afecto. Ofrecí disculpas, dije que llevaba dos copas de vino y seguimos la noche. Pero lo recuerdo con fidelidad, no había bebido nada, y si no la reconocí fue porque me pareció otra persona, es todo. Una persona que daba por hecho que yo sabía quién era ella, además. Mayor horror: que nos conozcan y no poder corresponder; que nos quieran y no poder corresponder; que nos tomen por sorpresa y que en ese descuido seamos los verdaderos yos que mantenemos ocultos. Hijos de puta por fuera, al fin, como lo somos por dentro. ¿Somos bellos? No lo sé. No sé qué es la belleza. ¿Somos dulces? ¿Somos buenos? ¿Somos éticos? He caminado en las fiestas de los hermosos y finjo no darme cuenta. No soy, no pertenezco, pero comparto el espacio, algo debe significar. La sonrisa, con los años, no oculta la dureza, la hace un gesto dramático. Soy ambigua, soy ahora del pasado aún y de un futuro que se ve llegar. Así como mi cara es la de mi padre ahora viene la temporada del rostro materno, de aquí para adelante seré ella: suave, ojos rasgados, mirando a la cámara pensando que más allá de ella hay algo mejor.

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Fotografía: Pixabay

“Fantasmas”,

de Haydeé Salmones:

nueva bienvenida al desierto de lo real 62 | casa del tiempo

Luis Rodríguez Navarro


Encuentro dos virtudes a propósito del texto “La nueva hora del Coco”,1 de Haydeé Salmones, quien recuerda que la mítica figura sin rostro, sin características, continúa en la memoria colectiva como símbolo y recordatorio del peligro, su acecho y anonimato: nadie puede decir cómo es el coco, cómo evitarlo, dónde está. Primera virtud: su género. Precisiones más, precisiones menos, todo aquello que causa miedo entra en la categoría de terror. No me interesa tanto recapitular los distintos modos (o subgéneros, si se quiere) como el hecho mismo de divagar sobre el placer del espanto. Creo que el éxito en el efecto de estas ficciones es justamente su carácter de finitud: cuanta más verosimilitud, más capacidad de provocar sensaciones en el lector; pero al despegar la mirada del papel, viene la calma de recordar que nada es real, y que si bien las interpretaciones pueden ser emplazadas hacia “la realidad”, el texto sólo es representación. En más de una ocasión, César Núñez me ha recordado el problema subyacente a este concepto, puesto que nunca se trata de “volver a hacer presente” algo, a alguien, sino que muy por el contrario, representar implica siempre recordar la ausencia de ese algo/alguien. Así, una fotografía por ejemplo, no representa a una persona, sino que indica justamente que lo fotografiado no está presente. La narración de terror, entonces, nos recuerda que eso que leemos no está en realidad, no existe; nos dice que hay situaciones similares a lo real (verosímiles), 1

https://bit.ly/3ongMsk

pero que son falsas. Ahí está precisamente el goce: un miedo controlable, al que se accede y del que se puede escapar a voluntad. Salmones, en “La nueva hora del Coco”, retoma los (arque)típicos miedos infantiles, los retrotrae al presente. Pero esta representación, como ha dicho César, “recuerda la ausencia”. Cada uno de sus “lapsos” (los llamo así en consonancia con el título) son, acaso, episodios biográficos de la autora, acaso no. En realidad no hay por qué cuestionar su autenticidad o su grado de ficción, pues el recordatorio está: la hora y el miedo transcurren. Figuras icónicas de terror forman parte de cada uno de los lapsos que componen el texto: los payasos, la vecina bruja, el ropavejero, los fantasmas y —acaso no tan prototípico, pero sí un miedo personal de la autora— los santos. De ellos, me interesa reseñar aquí el dedicado a los fantasmas, por ejemplificar a la perfección lo que implica representar. Este lapso comienza con una declaración de hechos: “En julio de… (2015), se activó la alerta de género en once de los 125 municipios del Estado de México. Ecatepec es la nueva Ciudad Juárez: esta tierra está llena de cruces y de fantasmas”. Lo que había empezado como crónica, o como cuento, o como ensayo, llega a los límites del reportaje, y de nota roja. No se culpe a la autora, sino al Estado, a usted o a mí, a los ropavejeros, a las brujas del vecindario. Un solo párrafo continúa con la representación. Una serie de voces anónimas, o si se prefiere, un cadáver exquisito compuesto de los ecos de otros cadáveres.

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Se trata del recordatorio de los cuerpos que muchas veces no son encontrados (eufemismo de nunca). Pero tal recordatorio es, en el mejor de los casos, una memoria que se espera perpetua: al publicarse de manera digital, su composición permite un hipervínculo a las notas que conforman el cadáver exquisito. Viene el miedo, puede leerse y sentirse: “asesinan a golpes a una +mujer en tecámac dejan cuerpo en lote baldío asesinan a una +mujer en un hotel en chalco sigue la racha de +feminicidios”… El largo etcétera es insuficiente, diría innumerable. Las negritas, a diferencia de los textos legales o periodísticos, en los que las redundancias no son sólo textuales sino también tipográficas, en este lapso no redundan: gritan; se trata de los lamentos de esas fantasmas evocadas. Son voces, gritos para recordarnos que sus almas siguen penando. Sin embargo, muchos de los enlaces ya no muestran la nota cuyo encabezado figura en ese tétrico cadáver exquisito. Una representación perfecta: recuerda no sólo a las ausentes, sino también la ausencia de sus ausencias. El fantasma no podría ser más aterrador. Las voces desaparecen apenas se las busca. El espectro aparece sólo para recordar su propia ausencia no sólo en la ficción, también en el salto a “lo real”. He dicho que no tiene importancia cuestionar el carácter biográfico, la experiencia o nivel de ficción de estos textos: puede que en la concepción original el planteo fuese el de recordar esas voces, colocar a los fantasmas de las desaparecidas en la memoria perpetua del espacio virtual; pero la virtud de este lapso es justamente la opuesta. A pesar de que la red sea capaz de albergar cuanta información produce el mundo a diario, es el contexto el que habla por sí mismo. Esas voces no son más que la representación de un olvido colectivo, un pasar a otra cosa luego de tenerla. Pero hay una virtud adicional a la fortuita, que se encuentra en los enlaces que aún conservan el acontecimiento real: el recordatorio perpetuo del terror. “La nueva hora del Coco” no permite escapar del efecto de miedo. Apartar los ojos del cadáver exquisito sólo implica la negación de la realidad; introduce así al lector

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a mirar en sí mismo: mirar hacia otro lado (en donde también encontrará esta realidad), o bien seguir el rastro de esas voces, sumergirse en el abismo del miedo; encontrar que, de cualquier modo, no hay escapatoria. Los niveles del miedo, sin embargo, no están sólo en las voces de ese collage de muerte, pues como he dicho, es el contexto el que habla. Cada una de las frases que componen el lapso “Fantasmas” son encabezados de notas reales: la realidad inmersa en la ficción, en el ejercicio poético de Salmones, es aún más terrible cuando pone de relieve la pregunta: ¿cuántas más pudieran caber? De 2015 a la fecha, ¿cuántas de esas voces se han perdido para siempre?, ¿a cuántas se recuerda?, ¿cuántas de ellas son ya archivo muerto en las oficinas del ministerio público? Segunda virtud: su medio de publicación. La exploración creativa de Salmones ha ido más allá de la simple publicación en medios alternativos. Los medios digitales han permitido la aparición de voces nuevas en la literatura, pero no de formas nuevas: los discursos son iguales, así como las motivaciones. Pero con “La nueva hora del Coco”, no sólo el terror se ha renovado al no permitirle al lector escapar de su efecto, sino también reveló las posibilidades del medio digital como artefacto literario. “Fantasmas” desafió el lugar común según el cual la edición en papel no puede ser superada por la digital, pues ningún otro medio permitiría la magnitud textual que ha puesto en juego al trascender su propio discurso. Si como reza ese viejo y absurdo lugar común, “la realidad supera la ficción”, esta “nueva hora del coco” mostró cuán por encima la realidad puede estar sobre la ficción, pues las voces de lo real son las que dan forma a la representación en el sentido ya mencionado. Lo real remarca su propia ausencia, su propia fragilidad y el peligro de la hiperinformación. El texto sitúa al lector en un doble escenario desierto: ese en el que la realidad inmediata silencia las voces bajo la exigencia del respeto a las instituciones, y aquel otro, borgeano, en el que la inmensidad deviene laberinto, donde las voces se pierden y sus ecos resuenan en la nada informática.


Patricia Highsmith en el programa de televisión After Dark del 18 de junio de 1988. Fotografía: Wikimedia Commons

Lenta, lentamente al viento: viento: Patricia Highsmith y la ausencia de la culpa Moisés Elías Fuentes antes y después del Hubble |

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Publicado por primera vez en 1979 en una colección de cuentos a la que dio el título, Lenta, lentamente al viento,1 era para Patricia Highsmith su mejor relato, tal como señalan en la antología de relato negro American Noir,2 James Ellroy y Otto Penzler: Lenta, lentamente al viento era el relato favorito de Patricia Highsmith, según el prólogo que escribió para Escalofríos (1990), la colección que recogía sus relatos adaptados para la televisión. Allí explica que el título procedía de un ayuda de cámara de Richard Nixon cuando era presidente, quien afirmó que estaba seguro de que acabaría viendo cómo un enemigo suyo se balanceaba lenta, lentamente al viento.

En la enunciación del asistente no sólo se concentró toda una insospechada carga de odio, sino que, ante todo, deja entrever una falta de empatía absoluta hacia la vida humana; falta de empatía mimetizada con la vida diaria y sus interrelaciones personales. Hombre común, al mismo tiempo ocupado por el rencor y por la socialización cotidiana, muy en la línea de los hombres y mujeres habituales en la narrativa de Highsmith: reprimidos y represores sexuales, solitarios y exhibicionistas, sinceros y farsantes, de personalidades sólidas e indeterminadas. 1 En español, la colección susodicha se conoce más como A merced del viento; sin embargo, la traducción del título como Lenta, lentamente al viento, se corresponde mejor con el original, Slowly, Slowly in the Wind. 2 Para los efectos de este escrito, he consultado la antología American Noir, editada por James Ellroy y Otto Penzler, traducida al español por Enrique de Hériz, publicada en Barcelona en 2014 por Navona Editorial. De aquí proceden las citas al cuento y a las notas de los editores.

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Seres invisibles, vidas comunes e incomunicadas, como fue la vida de la escritora nacida en Texas el 19 de enero de 1921, genio precoz que hacia 1943, en Nueva York, se inició en la escritura creativa redactando guiones para comics, de donde emigró a la narrativa, en la que debutó con la novela Extraños en un tren, extraordinaria ópera prima que la encumbró en la fama con la adaptación al cine dirigida por Alfred Hitchcock y estrenada en 1951. Extraños en un tren la encumbró y le concedió la holgura económica suficiente para apartarse de la vida social y refugiarse en la soledad que definió la mayor parte de su vida, autoexiliada en Europa desde 1963, donde la encontró la muerte el cuatro de febrero de 1995. Pero, además, en las figuras del joven y exitoso tenista Guy Haines y el resentido niño rico Bruno Anthony, la autora estableció los mundos de ambigüedad moral siempre presente en su narrativa, y que gozó de singular fortuna en su cuentística, de las colecciones de cuentos breves como Pequeños cuentos misóginos, a los extensos, como los que conforman Lenta, lentamente al viento, el volumen al que presta su título el cuento que nos ocupa. Y es la ambigüedad moral la que dirige, hasta en sus mínimos detalles, la vida social y la vida interior de Edward (Skip) Skipperton, el cerebral asesor de negocios que, obligado por una afección cardiaca, se aleja de las finanzas y se dedica al campo, en el que, si bien recupera la salud física, en oposición, se exacerba la sorda codicia que antes había determinado su éxito en los negocios, información que no recibimos directamente del narrador en tercera persona, sino mediante un rodeo, recurso propio de la narradora:


Los médicos le habían recomendado que hiciera algo de ejercicio y que no se sometiera a ninguna clase de tensión. Sabían que Skip no tenía ni la voluntad ni la posibilidad de romper todos los contactos que mantenía con empresas a las que había ayudado en el pasado. Tal vez tuviera que viajar de vez en cuando a Chicago o a Dallas, aunque oficialmente se daba por jubilado.

Lectora asidua de Fiodor Dostoievski y Joseph Conrad, Highsmith aprendió de los dos cómo adentrarse en las violentas contradicciones que se entrelazan en los pensamientos y sentimientos de los hombres y mujeres de la vida diaria y, sin embargo, no desnudar tales discordancias íntimas, sino tan sólo insinuarlas, lo que vuelve más aterradores a los personajes, jaloneados por la vileza y la inocencia, la inmoralidad y la conciencia de la culpa, como ocurre a Skipperton, quien dimensiona la futilidad de su avidez y, aun así, no puede dejar de solazarse en ella: Su única inquietud —alguna había de tener Skipperton para sentirse vivo— era el propietario de la tierra adyacente a la suya, un tal Peter Frosby, que se negaba a vender una parcela por la que Skipperton le había ofrecido el triple de su valor. Aquella tierra descendía hacia un riachuelo llamado Coldstream que, de hecho, trazaba una separación entre las tierras de Frosby y las de Skipperton, cosa que no molestaba a este último.

Reticente a clasificar sus cuentos y novelas en el subgénero noir, por otra parte, Highsmith gustaba de deslizar elementos del relato negro, a ratos sólo aludidos; a ratos, evidentes, en su narrativa, tal es el caso de Lenta, lentamente al viento, en el que asoman descripciones precisas y lacónicas, diálogos cortantes, atmósferas sociales turbias, relaciones interpersonales espinosas y personajes racionales e incoherentes a un tiempo. Este juego antitético (rechazo al noir y uso constante de sus elementos) le concedió a Highsmith la cimentación de su microcosmos narrativo, hecho de ambientes sociales crispados por la desconfianza, los espacios abiertos en oposición a las ambiciones agazapadas; pero, sobre todo, la omnipresencia de sentimientos y emociones desesperanzados, egoístas, incapaces de la mínima franqueza, que no estallan de inmediato, pero cuando lo hacen, es de modo inexorable. He ahí Skipperton, quien eleva su agresividad de manera

gradual, hasta alcanzar un nivel de violencia del que no se puede retroceder: Y Skipperton no perdió el tiempo. Esperó a que Frosby llamara, le abrió la puerta y, en cuanto el anciano estuvo dentro, le golpeó en la cabeza con la culata del rifle. Arrastró a Frosby hasta el vestíbulo para asegurarse de que el trabajo estuviera bien terminado: en el vestíbulo no había moqueta y Skip no quería manchar ninguna alfombra de sangre. La venganza tenía un sabor tan dulce para Skip, que casi no pudo evitar una sonrisa.

Contemporánea al surgimiento y auge del cine noir, Highsmith aplicó con inteligencia la estética de aquél, impregnando sus relatos de una plasticidad singular, hecha de ambientes asimétricos y encuadres opresivos. Es de este modo que las descripciones del espacio y las acciones cobran en Lenta, lentamente al viento una cualidad visual que vuelve más inquietante y aun amenazante a la narración: Como el sombrero se negaba a permanecer en su sitio si no lo ataba, Skip le abrió unos agujeros en el ala con la punta de su cuchillo para pasar la cuerda. Luego recogió los sacos y echó a andar de vuelta hacia su casa, cuesta abajo, con muchas miradas hacia atrás para admirar su obra y muchas sonrisas. El espantapájaros parecía casi el mismo de siempre. Había resuelto un problema que mucha gente consideraba difícil: qué hacer con el cuerpo. Además, podía darse el gusto de contemplarlo con sus anteojos desde la ventana del piso superior.

Hombre exitoso, pragmático, equilibrado al grado de controlar sus vicios, Skip, sin embargo, no puede interactuar con otras personas, e incluso considerar personas a quienes le rodean. Tal es la clave de su tragedia: la incapacidad de comunicación y de comunión. Por ello, en su caso, la obsesión por el terreno de Frosby no refleja codicia, sino paranoia extrema y soledad emocional, por lo demás enlazadas con el individualismo extremo y la ambición totalitarista que, desde la presidencia de Richard Nixon (1969-1974), se han extendido y arraigado en la sociedad estadounidense. Paranoia y soledad que en Lenta, lentamente al viento Patricia Highsmith expresó con su impar poética de la crueldad, y a la que, en el centenario del nacimiento de la escritora, es menester que volvamos.

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Los sonidos del pandeísmo Jesús Vicente García

68 | casa del tiempo Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco


Las aguas que no duermen que despiertan mis sentidos, que inquietan mi piel. “Agua sin sueño”, Danza invisible

Música a todo volumen. Madrugada. Vecina canta a gritos. Arrastra muebles. Salto como gato. Quiero ver una peli. Intento escribir. El reguetón y lo grupero explotan las paredes. Le pregunto a Basilio si eso sucede en su edificio. “No. Aquí le echan a la junta directiva”. Somos dos colonias distintas, dos culturas ajenas, misma delegación, misma ciudad. Somos unos privilegiados. Estamos vivos. I Diario suenan las sirenas de las ambulancias, sobre todo en las tardes casi noche. Cual gato, me asomo por la ventana. Pido a Dios que cuide a aquellos que están sufriendo por la pandemia, por los contagios que se han multiplicado a causa de que la gente se reúne para festejar todo, al niño, a las madres, a la terminación de estudios, cualquier cumple, días patrios, muertos, vivos, diciembre y sus posadas, la partida de rosca que es partida de vida, la Candelaria, la primavera, otra vez al infante, y aquellos que suben fotos al feis, de sus “encuentros”, pegaditos, sonriendo, sin cubrebocas, sin distancia, sin madre, para luego contagiar a la familia; habría que anexar a los que salen con razón o sin ella, sin cubrirse y hablando por celular, gritando en plena calle, lanzando sus babas, cuando son precisamente las babas las que enferman; somos una sociedad enferma en toda la longitud de la palabra. Por eso las sirenas no paran de aullar. El sonido anuncia dolor. Dentro de la ambulancia se está jugando la vida una persona que pudimos haber visto en el metro, en el café, en el mercado, a quien es posible que le hayamos dicho gracias por

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cobrarnos en alguna tienda comercial; quien va adentro es todos nosotros, porque puede ser cualquiera de los lectores y de los transeúntes que vemos en la tienda, en la verificación del auto, en el avión hacia Cancún, en los jugos comprando un antigripal, en la banqueta del Eje 3, en Reforma, frente al Caballito. Basilio y yo nos videollamamos por las tardes, cuando es posible, porque yo debo estar conectado al periódico; él califica, hace cuestionarios y anda consiguiendo textos para la materia de tutoría, porque a la titular le dio covid y está luchando por su vida en su casa; por eso anda en friega leyendo los ensayos de los muchachos, respondiendo dudas. Cuando se puede, nos conectamos a las seis de la tarde, calculando que es la hora en que podríamos platicar con cierta calma, pero una sirena pasa por la calle de Obrero Mundial o por Viaducto, en la Narvarte o en la Algarín, donde vivimos cada uno. Basilio jura que pasó por Zempoala, y yo que no, que por Bolívar; se escucha tan cerca que parece que se metió aquí en la unidad y Basilio cree que está a un lado de su casa o

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con la vecina de enfrente que casi no ve por estar metido en sus cosas académicas, y su mamá Vera levanta la mirada al cielo-techo y pide a Dios que bendiga a esa persona, porque puede ser cualquiera, va adquiriendo un paralelismo con el panteísmo, mejor dicho, pandeísmo, porque el virus en su oblicuidad está en todos lados, todo el universo es pandemia, a veces hasta con la mirada podríamos inyectarnos, dice en su lenguaje hiperbólico Basilio, quien me dice que hace dos sábados unas ambulancias fueron por dos personas del edificio de enfrente, una señora entrada en años y un joven como de treinta, que más o menos conoció Basilio en sus paseos por Parque Delta. —Ninguno ha regresado. Me dijeron que la señora falleció y del chavo pues no sé nada —agrega Basilio con sus audífonos de huellas de gato. —A dos predios de aquí falleció una señora que siempre estaba en la iglesia. También se llevaron a otro que vive cerca de la panadería. —¿No te parece que ya son muchos? Doscientos mil, oficialmente; extraoficial, el triple.


Guardamos silencio. Otra ambulancia, sirena en alto, se escucha casi dentro de nuestras casas. Vera llama a Basilio. A través de la ventana ven que sacan a alguien en camilla cubiertos a la manera de los covidenfermos, hay poca gente. Basilio me lo narra. La ventana está a su lado, gira el cuello y mira. Mueve la computadora para que yo pueda ver, pero la visión es algo reducida, así que prefiere narrar lo que se mueve. Atrás de la camilla, familiares hablando con los camilleros. La sirena se enciende otra vez. En cuestión de segundos todo vuelve a la normalidad, a ese silencio que permite escuchar la horrenda música que pone la gorda del edificio y los gritos de niños en donde Basilio califica los trabajos. Cállense, decimos al mismo tiempo. Sonreímos. Aquí pasan los vendedores de papitas y cacahuates, la camioneta que vende fruta, a veinte la guayaba, la papaya a quince el kilo, llévese tres kilos de jitomate y pague dos; arriba, la vecina con la grosería a flor de trompa sigue con su música, con nula empatía en esta pandemia; los sonidos hablan por la gente, más que la raza por el espíritu. Basilio afirma que no hay en su edificio sonidos como aquí, que allá, en la Narvarte, a la primera se hace una reunión y se multa, se aplica la ley, se llama a la policía, se habla con la junta directiva, se va la institución correspondiente, se lee la ley de condóminos que en otros lados se la pasan por el arco del triunfo. Es como vivir en dos mundos en la misma ciudad, digo yo, tan sólo nos separa el puente de Viaducto y el Eje Central, rumbo a Parque Delta, para que el ambiente sonoro y educativo cambie de aires, de estilo y de estética. Una música suave me llega, es un jazz que en casa de Basilio apenas y acaricia los oídos, no retumba en sus centros lo guarro, sino que permite en esta pandemia darnos un momento para la charla, como nosotros que tenemos la gracia de contar con un techo y un salario, que podemos confinarnos para trabajar en línea, a diferencia de la gente que está viva, pero desempleada, o la que ha muerto a pesar de su dinero, la que no llegó al hospital, la que el médico le dijo que no era para tanto y su tratamiento fue ineficaz, los que no tienen voz

ni salud ni oxigenación, los que andan en las esquinas pidiendo una moneda para comer, aquellos que trabajan en ferias y ahora carecen de entrada económica, los que han vendido su auto para sobrevivir y le dicen al arrendador que les dé un tiempecito más, los que con todo y su pobreza han ayudado, aquellos que en las clínicas se juegan la vida y el miedo los corroe y oran por no ser contagiados. Somos unos privilegiados, mi buen Basilio, aunque haya gente que no tenga la menor empatía. No es posible, dice Basilio, que no hayan entendido nada del terremoto de 2017 ni de la influenza de hace diez años, porque actúan con dolo, su ruido molesta; no se compara con los pregoneros que hacen de esta calle de Manuel Navarrete, en la Algarín, el ambiente para decirnos que la ciudad no descansa, que hay gente que tiene que afilar cuchillos para sobrevivir, los que tocan su flauta, la banda de viento que pasa los viernes a mediodía que me ponen los pelos de punta, porque estoy corrigiendo textos, cierro la ventana y todo se convierte en tercer plano; igual que los basureros cuyos gritos se diferencian en que uno seduce con el grito y el otro tiene bocina en lugar de garganta, me hace saltar otra vez como gato, o los del gas que hacen sufrir a los jóvenes que a las ocho de la mañana están en clase en línea y aquellos gritando; mientras que de fondo constante están las palomas en cuyo pecho inoculan una especie de secreto, siempre dicen algo que aún no comprendemos; su excremento hace trizas los tinacos y los tubos y los techos; sólo los sonidos de la noche dan cierta tranquilidad acá en la Algarín, porque de pronto a lo lejos, cuando la noche languidece, un silbido nos recuerda un barco que leva anclas y que partirá en medio de la nada, aumenta el decibel para recordar que el señor de los camotes también vive y come; los vecinos adolescentes aguantan ese chiflido tan fuerte como un “golpe de oreja”, diría Neruda. Basilio pregunta por otros sonidos que la videollamada permite transmitir, como el de las famosas patitas de pollo y los pescuezos con salsa valentina que pasa desde las siete de la noche, o el de los esquites y elotes

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preparados y que mi vecina se queja del precio, pero no puede evitar ir con su hija a comprar, de la misma manera que el señor de las gafas azules sale cuando el sol todavía ilumina al fonético anuncio del vendedor de helados, y una infancia recorre mi mente cuando esas campanas hacían de mi vida un manjar de recuerdos y un paraíso al paladar cuando podía comprar uno de vainilla, pues la carencia económica me cerraba las puertas a un helado, y ahora de adulto ya no voy por seguridad, prefiero darle al teclado y a la corrección, a mi eterno intento de ser escritor, pensando que la empatía, entre otras virtudes, se ha perdido en esta pandemia histórica que mata más que una guerra, con las decisiones de un gobierno que tampoco ha demostrado empatía por la sociedad, ni a ricos ni a pobres, ni a clase media. II Rechina el edificio como si le doliera la forma en que la vecina arrastra los muebles a las siete de la mañana, a las doce del día, a las tres de la tarde, a las dos de la madrugada, con su música guarra, con su batallón de malos gustos para afirmarnos que la pandemia no

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hace milagros, que hay quienes les importa un pito la muerte de todos y el cansancio de los demás, y no es cierto que la gente quiera música como en otros lados en que alguien saca su sonido guapachoso los viernes en la noche para darles felicidad a los vecinos, ¿cuál felicidad?; no han entendido que se necesita empatía, silencio, que cada quien en su casa crea su propio mundo, nadie quiere gritos ni música, sino apacibilidad y el derecho de trabajar a gusto, de vivir en armonía y seguirnos cuidando no sólo de la pandemia, sino de esa gente que es la otra pandemia, la otra parte de la inestabilidad y estupidez social. Basilio me entiende y no me envidia, pues donde vive el ambiente es otro, como si fuese otro país, otra ciudad. Me dice que se tiene que ir, que me cuide, porque la muerte puede llegar sin avisar por aquello de la mutación del virus; temo que ingrese por los oídos. Pido esquina para bajar de este mundo sin que se nos rompan los tímpanos ni los pulmones, queremos sonidos armoniosos, sonidos de esperanzas sin falsas expectativas, porque aquí la muerte no pide permiso y anda sobre ruedas todos los días.


f

rancotiradores

El neorrealismo en Roma Lauro Zavala

¿Qué distingue a Roma en términos del lenguaje cinematográfico? En Roma se utilizan algunos recursos del cine neorrealista italiano de posguerra, adaptados para recrear la vida cotidiana en la colonia Roma de la Ciudad de México en la década de 1970. En Roma se utilizan una docena de rasgos del estilo neorrealista: Fotografía en blanco y negro / Predominio del plano-secuencia / Ausencia de música compuesta especialmente para la película / Aprovechamiento con fines dramáticos de los sonidos urbanos y la música que escuchan los personajes / Predominio de actores no profesionales / Presencia de sitios característicos de la ciudad / Relativización del guion escrito (cada actor recibió instrucciones distintas), lo cual produce una puesta en escena realista / Conexión de lo íntimo con lo social / Historia realista, alejada de estereotipos / Un personaje socialmente marginal como protagonista / Incorporación de registros genéricos diversos (comedia, tragedia, intimismo, erotismo, terror, testimonio histórico, denuncia social, tiempos muertos de la vida cotidiana) / Director como autor total, al ser responsable directo de los procesos de elaboración del guion, preproducción, fotografía, dirección de actores, sonido, música, montaje, mezcla sonora, postproducción, distribución y exhibición. Veamos de cerca cada uno de estos elementos estilísticos en Roma. En Roma encontramos cuatro momentos cruciales en el proceso de integración de Cleo a la vida de la familia para la cual ella es trabajadora doméstica: a) Cuando la patrona

(Sofía) pasa por el doloroso proceso de su divorcio, Cleo cuida a los niños, atiende la casa y recibe gritos y frases de aparente complicidad; b) A su vez, Sofía apoya a Cleo durante su embarazo; c) Al perder a su bebé, Cleo queda sin una familia propia, y d) Después de salvar a los niños en la playa, todos abrazan a Cleo y ella dice, llorando: “Yo no quería que naciera”. A lo que Sofía responde, besándola en la frente: “Te queremos mucho, Cleo”. Durante la secuencia de créditos, al inicio, vemos el agua con jabón que utiliza Cleo para lavar el patio, que es similar al mar espumoso de la secuencia final. Este efecto, que consiste en que el inicio anuncia el final, es conocido como Intriga de Predestinación, es de carácter didáctico y está presente en el cine clásico realista, como herencia de la novela decimonónica. El agua con jabón también anuncia el momento en el que se rompe la fuente uterina y Cleo debe ir al hospital para el proceso del parto. En este mismo inicio escuchamos a Cleo conversar en lengua mixteca con Amanda, su compañera de trabajo, lo que nos indica que ambas provienen de la sierra oaxaqueña. Los espectadores asociamos el empleo del blanco y negro en las imágenes con el cine documental, al que a su vez asociamos con la tradición realista. La cámara se mueve con suavidad, primero de un lado a otro y después en sentido contrario, acompañando a los personajes y creando un ritmo visual que corresponde con los flujos afectivos y de trabajo doméstico que se establecen entre ellos. Después de que Cleo es abandonada por Fermín vemos cómo los niños juegan con el

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Roma Dirección de Alfonso Cuarón México, 2018, 135 minutos

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granizo que cae en el patio de la casa, mientras ella observa la lluvia desde la ventana. En un mismo movimiento de cámara se asocian la alegría familiar y el llanto de Cleo. El sonido es crucial para crear la atmósfera emocional de cada escena. En la banda sonora hay diecinueve baladas que se escuchaban en México por radio y en las reuniones familiares en 1971. Cuando el hijo mayor ve en la calle a su papá con su nueva amante, escuchamos Those Were the Days (Ésos fueron los días). Cuando la mamá (Sofía) compra un auto nuevo, como una forma de liberación de un matrimonio conflictivo, ella entra al patio de la casa escuchando a Angélica María cantar Cuando me enamoro. Y escuchamos sonidos típicos de la ciudad, como el agua en los tinacos, la flauta del afilador o el pregón del vendedor de miel. Cuando el papá abandona a la familia, Sofía queda sola en la calle en medio del ruido atronador de la banda militar que pasa por ahí. Cuando Cleo es abandonada por Fermín en el cine, ella se sienta sola en la calle y escucha los gritos ensordecedores de los vendedores, los niños y los paseantes que van al cine. En una edición común, los cortes de imagen duran menos de cinco segundos. En Roma, en cambio, la historia se cuenta como una sucesión de planos-secuencia que suelen durar más de un minuto antes del siguiente corte. La película se inicia y termina con dos tomas fijas. Al inicio la cámara observa el suelo, donde se refleja el cielo y vemos pasar un avión (de derecha a izquierda, que es un sentido siniestro). En el plano final la cámara observa el cielo, donde nuevamente pasa un avión (también de derecha a izquierda), al que asociamos con el papá ausente porque siempre está viajando. Así, la historia está enmarcada por planos que van de lo inmediato (el patio) a lo lejano (el cielo). El observador que está narrando la historia (Toño, el niño de en medio) ha cambiado su perspectiva, y ahora sabe que el mundo es mucho más amplio de lo que creía al empezar la historia. En la puesta en escena se recrean varios espacios de encuentro de la Ciudad de México a principios de la década de 1970, como los cines Las Américas y Metropolitan, el Hospital de la Mujer y el Barrio de Chimalhuacán. Y se integran elementos de varios géneros cinematográficos. La llegada del papá a la casa se construye con una sucesión de imágenes fragmentarias que producen tensión y suspenso. Antes de ver su rostro sólo podemos ver sus manos, el cigarrillo que está fumando, el volante y los faros del auto. El Ford Galaxy que él maneja parece sacado de una película de terror, pues es oscuro, muy ruidoso y choca con las paredes. Por contraste, cada día Cleo despierta a la niña pequeña (Sofi) susurrándole canciones mixtecas, y en la noche la arrulla dulcemente.

Toño, el mediano, es el único que llora cuando se entera de que el papá ya nunca va a volver. Después de recibir la noticia, cuando todos regresan de Tuxpan, él mira por la ventana del auto y parece decidir que algún día va a contar esta historia. La cámara crea una narración desde una perspectiva muy cercana a Cleo. La muerte de su bebé se anuncia en el temblor, cuando el plafón del techo cae sobre una incubadora en la Sala de Cunas del Hospital de la Mujer. Y esta muerte también se anuncia cuando Cleo se dispone a beber un poco de pulque, pues alguien la empuja y el jarro cae al suelo hecho añicos. Las historias que cuenta Paco, el más pequeño, son el anuncio de cosas que producen miedo: la visita de Cleo a Chimalhuacán, la despedida del papá en su vocho y la inmersión de los niños en el mar. En términos de género, Roma se aparta de los melodramas y las telenovelas mexicanas donde la empleada doméstica tenía ojos verdes y terminaba casándose con el patrón (Alma Rosa Aguirre en Nosotras las sirvientas o Silvia Pinal en María Isabel). Lo cual es una variante de la historia donde la chica de origen humilde se casa con un hombre muy rico (Verónica Castro en Los Ricos También Lloran o Thalía en María la del Barrio). Todas estas historias son variaciones de la Cenicienta, que es el relato más frecuente en la mitología universal. Si consideramos la intertextualidad en Roma, es decir, su relación con otras historias, es necesario recordar que las mujeres indígenas en el cine mexicano han protagonizado o han tenido un papel muy importante en películas como Balún Canán, María Candelaria, Pueblerina, Rosenda, Maclovia, Tarahumara, Cascabel, Eréndira Ikakunari, las historias de la mazahua India María, la zapatista Historia en el tiempo y los documentales de autorrepresentación de las comunidades indígenas, que se iniciaron en la década de 1980 y llegan hasta las mujeres zapatistas del ezln. Esta tradición se contrapone al fuerte racismo de las clases medias. En términos de la ideología, en esta película lo íntimo se articula con lo social. La doctora anuncia que el parto va a ocurrir a fines de junio. Pero el 10 de junio, cuando Cleo encuentra a Fermín atropelladamente con una pistola en la mano, la fuerte impresión de este choque provoca que el parto se adelante. Y en la hacienda de los amigos de la familia han matado a los perros como una amenaza de clase en contra del dueño, Don José. Algo más trascendente que todo lo anterior es la naturaleza, que por nuestro descuido podría quemarse y desaparecer. Al llegar al final, en la última secuencia todo regresa a la rutina doméstica. Parece ser que todo ha cambiado para seguir igual que al principio.

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Revertir el noir:

Cruz, de Nicolás Ferraro Nora de la Cruz

Desde hace unos años, Nitro Press, editorial independiente mexicana, ha dejado notar su interés por el género negro. Desde la creación de una colección enteramente dedicada a este tipo de historias y la organización de un evento donde se conversa acerca de su desarrollo en el panorama mexicano, parece justo decir que se trata de una de sus apuestas principales, incluso distintivas. Personalmente, ese tipo de narrativa no es la que más me interesa, sin embargo, varias recomendaciones me llevaron a leer Cruz, novela del argentino Nicolás Ferraro, recientemente publicada por este sello. La novela, además, goza del prestigio que otorga haber sido finalista en un concurso literario. Previamente editada en el Cono Sur, Cruz es la historia de una familia de hombres implicados en la delincuencia por diferentes razones. Samuel, el padre, un criminal legendario por la violencia que ejerce sobre sus víctimas y, de cierto modo, por lo mucho que la disfruta; Seba, el hijo mayor, antigua promesa del futbol que tuvo que asumir las “responsabilidades” de su padre cuando lo llevaron a prisión, y Tomás, el protagonista, que debe tomar su lugar en este linaje cuando su hermano sufre el mismo destino. Si una cosa se reconoce desde el inicio de la novela es esta especie de tono trágico: el ejercicio de la violencia no es una frivolidad, como aparentemente ocurre en otras historias del género, sino una especie de condena que sitúa a los individuos ante dilemas que van más allá de lo moral. En este sentido, la novela apuesta desde el principio por equilibrar la atención entre la dimensión externa de la historia (la de las golpizas, los bares de mala muerte y los autos que acechan de madrugada) y la interna (la de los recuerdos infantiles, las lealtades familiares y las carencias afectivas). Esta decisión es sostenida con buen pulso por el autor, lo cual abre esta novela a un diálogo con un público más amplio, pues me atrevo a afirmar que puede ser interesante incluso para quienes no son aficionados al género negro (como yo, por ejemplo). Eso sí: las lecciones del género están bien aprendidas y ejecutadas. La trama engancha casi desde el principio y constantemente renueva nuestro interés. Todos los

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Cruz Nicolás Ferraro México; Nitro Press/uanl, 2019, 196 pp.

eventos que cuenta son interesantes y producen la fascinación repulsiva que nos mantiene a la vez asqueados y enganchados. No exagero si digo que en más de una ocasión tuve que cerrar el libro por lo gráfico de las escenas de tortura. Desde el principio, los escenarios nos resultan familiares por realismo y crudeza, y Ferraro sabe usar esta sordidez a favor de la historia que le interesa contar, a la vez que pone el dedo en la llaga de las miserias de nuestro continente. Hay persecuciones y trata de blancas, tipos duros y corrupción, mujeres convertidas en mercancías y hombres tratándolas como tales. Esa representación de la mujer sea, tal vez, uno de los rasgos más chocantes en una historia que, por otra parte, desafía con mucha inteligencia otras convenciones. Los protagonistas, por ejemplo, no son seres unidimensionales, ni responden a los estereotipos de este tipo historias. Por el contrario, tienen vida interior y piensan en asuntos que se suelen considerar típicamente femeninos: el amor, la crianza, la familia. No diría que estas preocupaciones los definen, pero en comparación con otras novelas ciertamente representan una disonancia. Pese a esto, las mujeres se mantienen, ellas sí, como seres unidimensionales, reducidos a su facultad de provocar deseo, a su intención de “salvar” al hombre amado, o a su condición de víctimas sin agencia. No me parece mucho pedir un trazo igual de inteligente para las figuras femeninas, sobre todo porque la capacidad narrativa de Ferraro es más que evidente y además porque su mirada hacia la condición de las mujeres es aguda y compasiva.

Otro acierto de la novela es que, si bien la trama noir se mantiene en todo momento, resulta evidente que para el autor lo más interesante de ella es el asunto familiar. Cruz es una historia de criminales, pero su complejidad está dada por su exploración, modesta pero digna, de las relaciones entre hermanos y entre padres e hijos. A este respecto, Ferraro también sabe ir en contra de las convenciones ideológicas tan arraigadas en nuestro continente. ¿La familia es siempre lo primero? ¿Se puede contravenir ese mandato? Es notable que el autor decida usar la dimensión externa del relato como telón de fondo para dar cuenta de una transformación emocional. Con esto no quiero decir que estemos ante un relato de dimensiones dostoievskianas, pero sí ante uno más profundo de lo que se espera del noir. También considero importante señalar que la novela ofrece una dificultad adicional para sus lectores mexicanos. Ubicada en el Cono Sur, está escrita en una lengua que se nutre no solamente del registro de los bajos fondos argentinos, sino de la convivencia con las lenguas de otras regiones, como Paraguay o Brasil. Por supuesto que este rasgo da cuenta de la capacidad literaria del autor, pero demanda mucho de un lector distante de ese contexto. En toda justicia, tampoco resulta un obstáculo insalvable. Cruz no es, por supuesto, una novela perfecta. Casi ninguna lo es. Sin embargo, puedo decir que consigue algo cada vez menos frecuente: producir curiosidad respecto a lo que pueda crear su autor en su carrera, que apenas comienza.

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Bajo el silencio del mundo, de René Rueda Ortiz

Sofía Mendoza Santiago

La enfermedad, dice Susan Sontag en uno de sus ensayos, es un reino en el cual todos residimos por un tiempo. La permanencia, sea corta o prolongada, sutil o voraz, nos devuelve cierta nostalgia; como una especie de secuela de la que nos es imposible escapar ya estando sanos. Como si la enfermedad viviera sólo en tanto su condición metafísica opera en un cuerpo. Todo esto es, a la vez, una metáfora de la impresión de una lectura. Bajo el silencio del mundo, del autor guerrerense René Rueda, nos confronta con la visión más lacerante e inexorable del virus vih; aquella vivida por los personajes de los que atestiguamos la agonía a lo largo de siete breves relatos presentados en dos partes: “Desgaste” y “Linfoma”. La composición de este libro anima la alegoría de un cuerpo que se va deformando sigilosamente hasta el último estertor: “Respira. Paso a paso baja por un costado del proscenio y entra en la sombra”, de tal modo que la suerte de los protagonistas de pronto se confunde con la de un lector que excusa la aparición de ciertos síntomas. Personajes conformados por referencias reales en tanto tienen el soporte de la ficción: mediante ella nos es posible observar a un Reinaldo Arenas, ya enfermo, sumergido en el ensueño que le permite acercarse a su padre antes de aquel suicidio que le devuelve la libertad; a un Néstor Perlongher que pasa sus días buscando vivencias que le ayuden a bosquejar la vida (en la sombra) de ciertos hombres que ocultan una realidad innombrable todavía, la suya misma esclarecida por el Kaposi; a un Michel Foucault portador de una caja misteriosa (quizá la que el mismo autor francés consideró la caja del conocimiento filosófico) que modifica el orden de todo aquello ocurrido a su alrededor y se va asemejando, cada vez más, a una caja mortuoria. Estas situaciones que viven los personajes borran los lindes entre lo referencial histórico y la invención; nos recuerdan con frecuencia al modo de aparecerse Tlön, Uqbar, Orbis Tertius dentro de una conversación entre dos escritores ya reconocidos en el mapa cultural argentino. Y es que el ardid del que Borges desprende una forma nueva de narrar sucesos de dubitable existencia compromete a los escritores posteriores a precisar más el arte de la mentira. El autor René Rueda honra esta tradición

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Bajo el silencio del mundo René Rueda Ortiz México, An.alfa.beta, 2020

(que no busca serlo) partiendo de hechos verificables (el suicidio de Arenas, la labor periodística de Perlongher en el año 85, por mencionar un par) para dibujarnos las imaginadas maneras de presentarse la enfermedad en la vida de estos seres: alegoría de lo posible en la exageración de lo real. Por otro lado, no todos los relatos emanan del mito detrás de estos escritores de quienes se han dicho públicamente datos biográficos, hay cuentos que protagonizan sujetos venidos de otro sitio dispuesto a la sombra: Martín Olivos, un hombre que evoca su vida con Reve mientras lo observa ya como un cadáver; un profesor universitario del que sabemos un cierto secreto gracias al cuaderno desde el cual le habla a su madre; y un hombre llamado Clemente que encuentra su propia sentencia de muerte bajo la forma de un perro llamado “Virus”. Y, no obstante, las historias convergen en el retrato sacralizado del filósofo Michel Foucault que, hacia el final, hace una aparición teatral por fuera de lo convencional en el séptimo texto de este libro. Es aquí donde el linfoma sale a la superficie mediante el teatro de los Ejercicios finales. El silencio del mundo se vuelve un abismo frente al cual los personajes mismos crean una puesta en escena al margen de lo convencional, necesariamente en el carácter real que juega repetidas veces a ser ficticio. Entonces comprendemos, como lectores, que la enfermedad proviene también de cierto estadio de la escritura: “Que el espectador abandone su papel y que se convierta en víctima o victimario”. Bajo el silencio del mundo nos lleva, más allá del deleite, a la certeza de que ya no podría tomarse por cierto aquello que recibimos como auténtico en lo vivencial; que la invención surge de un abuso de la realidad, como dice el autor en cierto momento, y ya no de su pretensión de semejarla o suplantarla. Todo indicio de aparente veracidad biográfica y testimonial es también un puente para falsear y, por tanto, para narrar. René Rueda complica, con este libro, la aparición de una obra posterior que se vanaglorie de ser innovadora por su modo de representar la realidad.

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colaboran Valeria Angola. Afrocolombiana y mexicana, antirracista y cimarrona. Etnóloga y bailarina de formación. Desde el 2017, trabaja como asistente editorial de Desacatos. Revista de Ciencias Sociales del ciesas. Es columnista de Malvestida. Representante de Afroféminas en México desde el 2019. Podcastera en Afrochingonas e integrante de AFROntera, colectiva antirracista en Ciudad de México. Mariana Brito Olvera (Ciudad de México, 1989). Escritora. Estudió Letras Hispánicas en la unam. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca en el área de Ensayo. Actualmente vive en Buenos Aires, en donde forma parte de Ni una migrante menos (Argentina) y coordina un taller de lectura sobre escritoras mexicanas. Verónica Bujeiro (Ciudad de México, 1976). Egresada de la licenciatura en Lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Angélica Contreras (Aguascalientes, 1990). Feminista. Comunicadora social; consultora en temas de comunicación con perspectiva de género y tecnología. Colabora con la asociación civil Cultivando Género. Es columnista y video columnista para medios como GenderIT, LJA.MX, Mujeres Construyendo, El Bunker Político. Participa y produce el podcast Pinta Violeta. Desde hace doce años escribe en El Blog de Angie. Nora de la Cruz (Estado de México, 1983). Autora de la novela Te amaba y me chingaste (Vodevil, 2018), y el libro de relatos Orillas (Paraíso Perdido, 2018). Compiladora del volumen Bidi Bidi Bom Bom: diez y cinco writers en torno a Selena (Paraíso Perdido, 2019). Alejandra Estrada Velázquez (Ciudad de México, 1986) Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la unam. Estudió la Especialización en Literatura Mexicana del siglo xx en la Unidad Azcapotzalco de la uam. Publicó la plaquette Vacía de dioses, en 2018, y el poemario Esta herida se llama palabra, en 2020. Ana Farías (Monterrey, 1988). Estudió Ciencia Política en el itesm, la maestría en el iteso y el doctorado en la Escuela de Gobierno del itesm. Es directora de Parvada Estrategias Comunitarias, A.C., y ha realizado consultoría para los tres órdenes de gobierno. Moisés Elías Fuentes (Managua, Nicaragua, 1972). Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva. José Antonio Gaar (1991). Es periodista y locutor en Radiotelevisión de Veracruz (rtv) y profesor de Historia del Arte en la Universidad Veracruzana. Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura. Yadira López Velasco (Oaxaca, 1989). Licenciada en Sociología, especialista en Victimología. Ha escrito Hierbas contra la tristeza (2018) y Manual de vaporizaciones vaginales (2019). Miembro del Colectivo Yehcoa Um. Actualmente desarrolla un taller centrado en la cartografía corporal y la terapia narrativa. Participante del Sexto Encuentro de Mujeres Poetas en el Istmo de Tehuantepec y colaboradora de varias revistas digitales.

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Sofía Mendoza Santiago (Estado de México, 1992). Poeta, narradora, investigadora y ensayista mexicana. Maestra en Teoría Literaria por la Universidad Autónoma Metropolitana. Ha publicado la plaquette Sal diluida (La Cábula, 2012) y participa en el libro colectivo Furiae (Piedra Bezoar, 2017). Lucila Navarrete Turrent. Doctora en Estudios Latinoamericanos por la unam; periodista cultural para la Revista de Coahuila y docente del Colegio de Estudios Latinoamericanos y la Universidad de la Comunicación. Virginia Negro (Italia, 1985). Periodista, investigadora y académica. Se licenció en Comunicación en las universidades de Bologna y París. Ha realizado trabajos de investigación en España, Polonia, Argentina y México. Actualmente estudia el doctorado en Estudios Latinoamericanos en la unam. Es colaboradora de medios como La Reppublica y Milenio Diario, entre otros. Mariana Orantes (Ciudad de México, 1986). Escritora. Es autora de los libros de poesía El día del diente de leche y La casa vertebrada, así como de los libros de ensayo Huérfanos, La pulga de Satán, Los caballeros se quedan a descansar y Visita guiada al mundo de los muertos. En 2020 obtuvo la beca de escritura creativa Montserrat Roig, Barcelona Ciutat de la literatura - unesco por su libro Autos, moda y discos punk. Nirvana Paz (Ciudad de México, 1976). Artista visual, egresada de la Universidad Veracruzana. Ganadora del concurso Cuerpo y fruta, por la Embajada de Francia en México, y Primer lugar en el IV Salón de fotografía contemporánea. Su obra pertenece, entre otras, a las colecciones de la Biblioteca Nacional de Francia y el Centro Portugués de la Fotografía. Actualmente coordina el área de Educación y, junto a Óscar Farfán, el Seminario de Producción Fotográfica en el Centro de la Imagen Marina Porcelli (Buenos Aires, 1978). Es editora. Ha colaborado en el suplemento Laberinto, del periódico Milenio. Su primer libro de cuentos, De la noche rota, fue publicado por la Universidad de La Plata en 2009. En 2014 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Escritora, editora, traductora, profesora universitaria. Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 2013. Autora de los libros Las canciones pop hacen pop en mí. Ensayos sobre lo ridículo, lo cotidiano, lo grotesco; Empacados al vacío. Ensayos sobre nada y Raras, entre otros. Luis Rodríguez Navarro. Maestro en Humanidades por la Unidad Iztapalapa de la uam. Como ensayista ha publicado en la revista cartonera Puf! y en Pliego 16; como narrador, en la antología Bibliópolas (bajo seudónimo). Sus trabajos abordan principalmente la literatura que rodea la ciencia de las excepciones (o la excepción misma), la crítica científica y los puentes entre ciencia y arte. Haydeé Salmones (Ciudad de México, 1989). Maestra en Producción Editorial por la uaem. Actualmente estudia el doctorado en Historia en el ciesas Peninsular. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Narrativa en los periodos 2013-2014 y 20142015. Es codirectora de la editorial Piedra Bezoar y coordinadora de la plataforma Decimonónicas. Catálogo de autoras mexicanas del siglo XIX. Lauro Zavala (Ciudad de México, 1954). Doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México; Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores desde 1994. Es autor de varios libros de investigación sobre teoría del cine, teoría literaria, teoría museológica y procesos editoriales. Es investigador en la Unidad Xochimilco de la uam.


Novedad Editorial Avatares de la digitalización en la formación universitaria

Coordinado por Eduardo Peñalosa Castro, Esther Morales Franco, Aureola Quiñónez Salcido, Sandra Alejandra Carrillo Andrés y Mariana Moranchel Pocaterra

Interesantes aportaciones y reflexiones en torno a la formación universitaria en la actualidad. El propósito fundamental de esta obra es compartir experiencias de diferentes espacios universitarios con el objetivo de generar comunidades de aprendizaje y sinergia interinstitucional frente al mundo digital.

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