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Réquiem y resucite de la novela policial

El tranvía que no paraba nunca Verde el árbol de oro de la vida Réquiem y resucite de la novela policial

Marina Porcelli

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Lo-que-no-se-dice es central para una historia. Tanto como aquello que sí se dice. Y el policial es, quizá, el ejemplo más canónico de eso. Sartre refiere al suspense: siempre hay un hueco, un agujero con bordes nítidos que motoriza el relato y, sigue Sartre, se revela al final. Visto así, toda historia tiene algo de augurio y de promesa. Hitchcock habla de la caza del arenque rojo. En el diálogo con Truffaut, comenta sobre una especie de cebo que mantiene al lector frente a la pantalla, atento a lo que quiere saber y todavía no sabe, a lo que hace avanzar la historia. El manejo de la caza del arenque rojo es, por supuesto, una maravilla en Hirchcock. Al punto de matar a la protagonista de Psicosis en el minuto veinte y hacer que la película vuelva a empezar.

Cierta opacidad, entonces, se adhiere como una lapa al corazón del lenguaje. Una zona que no se alcanza, un punto ciego, un nicho de ansiedad que va a revelarse, pero no se revela. Freud. Muchas poéticas reivindican lo que no se dice en una historia, y el cuento de Edgar Poe, “El pozo y el péndulo”, que hacía enojar a Stevenson justamente por todo lo que no dice, abre la discusión canónica y que retoma Cortázar. E insisto: puede gustar o no, puede ser leído o no, pero en siglo y medio de literatura que llevamos desde la muerte de Edgar Allan Poe, no se puede evadir su obra ni su peso gravitacional. Pienso además en el iceberg de Hemingway y, más atrás, en los cuentos frágiles, pero sólo en apariencia, de Antón Chéjov. En las propuestas sutiles y paradójicamente abrumadoras de Katherine Mansfield. Pienso en Casa de muñecas (sin exagerar, quizá se trata de uno de los mejores cuentos del siglo). Ahí, en Casa de muñecas, lo que no se dice pero destruye es toda la violencia opresiva de la clase alta. Pienso en los narradores que se deslizan, que nunca saben mucho, que se constradicen o confunden, de Henry James. Pienso en Memories of Murder, de Bong Joon-ho, de lo mejor de los últimos años del cine coreano. Los detectives siempre están en cero con la realidad (y sabemos que, desde Dupin, la ineficacia de la institución policial caracteriza al género): aparecen pistas, datos, sobre el asesino serial de mujeres, la policía avanza pero siempre termina en incertidumbre. La oscuridad atraviesa la historia, y este no saber, que colma a los narradores y los desborda, además de construir con mucha maestría la película, es la clave de todo el relato.

La promesa o de cómo nadie puede ordenar el caos

Parecido pero distinto sucede con Matthäi, el comisario a cargo de la investigación de la muerte de Gritli Moser, una de las nenas de vestido rojo asesinadas en el cantón de Zúrich, Suiza, de La promesa de Friedrich Dürrenmatt (1958). “Con incomprensible paciencia, en inexplicable espera”, Matthäi lanza un cebo para pescar al asesino. Lo lanza, digo, de manera literal. Después de una conversación sobre pesca con un chico del pueblo, planifica una especie de trampa que hará caer al culpable: instala una gasolinera, por donde debe pasar el auto sospechoso, instala también a una nena con el perfil de las nenas que fueron asesinadas, y espera. Sobre todo eso: espera. Matthäi era el policía más brillante del departamento. Cumplió cincuenta años y estaba a punto de viajar a Jordania, cuando apareció en el bosque el cadáver mutilado de Gritli Moser. Matthäi decide tomar el caso. Dio su palabra. Pese a todo, decide quedarse. Lo expulsan de la policía y él decide continuar por su cuenta. Establece el plan y espera. Y en esta espera terca radica toda su humanidad, toda su grandeza, todo lo que lo vuelve conmovedor como personaje. Hasta el absurdo. El que narra la historia es el jefe de policía ya jubilado, durante un viaje en auto, y ante un escritor que ha llegado al pueblo a dar una conferencia sobre policiales. La conferencia fue un fracaso, no hubo público porque en otro lado alguien departía sobre algo de mayor interés, los últimos años de Goethe. Pero el jefe de policía se ofrece a llevar al escritor: en ese viaje en auto es de una belleza incalculable cómo las descripciones del paisaje, digo, las montañas opresivas, los valles que se abren de golpe, se van sincopando a la narración. Entonces La promesa trabaja este envés de lo que no se dice y lo que no se sabe. Y no refiero únicamente al crimen por resolver, sino también a cómo la escritura se hunde en lo que silencia. Me refiero, por ejemplo, a cuando encuentran el cadáver mutilado de Gritli, el vestido rojo desgarrado en los arbustos, y ninguno de los policías se anima a mirar. Pero Matthäi sí se anima. Y no saca la mirada. No sabemos exactamente en qué condiciones estaba el cuerpo de la chica, no sabemos exactamente qué fue lo que vio Matthäi, pero sabemos que él fue el único con la valentía para mirarlo.

Ahora bien. Si hay algo que distingue al género fundado por Poe es la máquina de racionalidad, de deducción lógica, que Dupin proyecta sobre lo real. Como mecanismo de solución del crimen, eso quiero decir. Y es justamente esta realidad asida, ordenada, casi de cuadrícula, a la que Dürrenmatt opone el azar. El azar trama de punta a punta la historia de Matthäi, porque es la casualidad y no la causa la que da sentido al relato. Todo, en La promesa, tiene algo de arbitrario, de absurdo. Una fractura por la que se escapa lo previsible. La realidad desborda la teoría, para bien y para mal. Y esa es la frase de Goethe, de ese Goethe tan presente y tan sin nombrarlo en todo el libro. La dice Mefistófeles cuando conversa con Fausto en la taberna: “Gris es toda teoría, mi caro amigo, y verde el árbol de oro de la vida”.

No se puede ordenar el caos. O por lo menos, no enteramente, sugiere Dürrenmatt. Hay una zona oscura que se nos escapa. Algo nos excede y nos gana. Y esa falla es el réquiem del policial. El fin de la certeza de la razón como motor de la historia. Y cierra el jefe de policía, mientras maneja su auto por el cantón de Zurich:

La certidumbre de que también fracasamos por culpa del absurdo y que solo nos instalaremos con alguna comodidad en este mundo si lo cumplimos humildemente en nuestros pensamientos.

Paréntesis ahora

Del ensayo de Cortázar, en Obra crítica, cito textual:

Stevenson se enojaba muchísimo (…) porque en El pozo y el péndulo el personaje no quiere decir lo que vio en el fondo [del pozo] y le hizo preferir el péndulo. [Stevenson] veía en esto una impostura, un audaz e imprudente escamoteo.

Todos conocemos el argumento de la historia de Poe. El personaje va a ser torturado en un caballete, sobre el que va bajando un péndulo. Pero antes, el personaje tuvo la oportunidad de elegir: prefiere esto, prefiere la tortura del péndulo, digo, al sometimiento en el pozo. Poe nunca nos dice qué hay en el pozo, lo único que sabemos es que no se elige. El pozo marca los bordes (para identificar un hueco sólo es indispensable establecer sus límites) y nos obliga a nosotros, a los lectores, a reponer lo que falta, a construir la significación. De este modo, cada uno inventará para sí lo más terrible, lo más tortuoso, lo peor, aquello que ni siquiera se puede nombrar. La cita del cuento de Poe puede resultar larga, pero necesaria.

Tanteando en la mampostería que bordeaba el pozo logré desprender un menudo fragmento y lo tiré al abismo. (…) En ese mismo instante oí un sonido semejante al abrirse y cerrarse rápidamente una puerta en lo alto, mientras un débil rayo de luz cruzaba instantáneamente la tiniebla y volvía a desvanecerse con la misma precipitación. (…) Comprendí claramente el destino que me habían preparado y me felicité de haber escapado a tiempo gracias al oportuno accidente. (…) Y tampoco podía olvidar lo que había leído sobre esos pozos, esto es, que su horrible disposición impedía que la vida se extinguiera de golpe.

La literatura policial y la literatura de terror destacan, en su relato, lo que no se dice como elemento primigenio de las historias. Da la impresión de que opera también eso que se entiende como un silencio que está a punto de revelarse (la mirada está a punto de captarlo) y es, en simultáneo, permanentemente eludido. Y muchas veces queda, incluso, eludido hasta en el final. Ocurre lo mismo con la narrativa del absurdo. En Kafka, en Buzzatti, lo que se borra de un golpe son los intentos de explicación, las causas de los hechos. No sabemos por qué el hombre es juzgado en El proceso, pero lo buscan. Y ocurre también en la literatura erótica, cuya fuerza mayor, quizá, resida en lo que asoma, en lo que está a punto de mostrarse. Pero no se dice. Pero no se muestra.

È vero ma non troppo

Es curioso, aunque quizá no tanto, que la solución formal de la novela de Dürrenmatt responda a la estructura clásica: el monólogo último donde se cuenta quién es el asesino. Por supuesto, la escena de Dürrenmatt linda con la parodia y con el disparate. Parece casi de humor negro, y no está exenta de cierta crítica: el desparpajo de la clase alta y su falta de responsabilidad social.

Vía humor, también Witold Gombrowicz extrema el planteo. En Cosmos (1965), el personaje encadena situaciones anómalas que por separado no tienen ningún sentido, y parece que, cuando las analiza juntas, tampoco. Un gorrión ahorcado en un árbol en el fondo del jardín, un gato colgado, un hombre colgado. “A lo mejor aquí está todo lleno de señales”, argumenta. Pero no hay culpable, ni crimen. No hay orden ni estructura en el caos. La vida es impredecible, dice el refrán, y su control, una ilusión. Así las cosas, yo desconfío de autores que redactan decálogos o que establecen reglas. Como si escribir, en el fondo, fuera una cuestión sólo de fórmulas. Sólo. Desconfío, digo, tanto como confío en ellos. Al lado de cada regla, al lado de cada sentencia en cualquier decálogo, se puede anotar siempre el nombre de un buen libro que cumple esa regla rigurosamente, y también el nombre de un buen libro que la niega con la misma rigurosidad.

Las reglas, por supuesto, identifican al género, y a su vez, son la clave dialéctica para romperlo o renovarlo. El azar del policial de Dürrenmatt, opuesto a la cuadrícula de Poe, implica rescritura e implica redefinición. Toda renovación de un género supone la muerte de la singularidad anterior, y el surgimiento necesario de otra cosa. No hay réquiem sin resucite, eso quiero decir. Y pienso, por último, en la parábola de Finnegans Wake: en el relato sobre el entierro y sobre el despertar.