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La parte de los Ángeles
Autor: Fernando Villamía (Alicante)
“Le han quitado el derecho que tenía este vino a cruzar por nuestra pena” (Eladio Cabañero)
Aquella noche pensé que se me había averiado la vida para siempre, que ya nunca más recobraría la lucidez y la cordura. Y eso que ya las había visto de todos los colores; pero jamás nada como aquello. Llevo, a medias con mi mujer, un bar restaurante, y en nuestra vida no han faltado sucesos raros e incidentes extraordinarios. Hemos tenido que lidiar con borrachos pendencieros, con amantes despechados, con hombres de mal vino y peor carácter. Hemos aguantado broncas y peleas, protestas infundadas y excesivas, desaires y desplantes. También - todo hay que decirlo - hemos tenido risas y alegría, y esa luz especial que desprende cierta gente. Es lo que tiene llevar un restaurante. Conoce uno al género humano porque tropieza con todo tipo de personas, y ve lo mejor y lo peor de cada casa. Pero la hostelería no te prepara para traficar con el milagro. Y al orden del portento pertenece¡ lo que viví aquella noche. Por eso tuve miedo de haber visto lo que no ha de verse y de haber hollado en lo que no debe tocarse. Hay líneas que un hombre no debe traspasar, y aquella noche yo lo hice: tuve trato íntimo con la grandeza, contacto con lo sobrenatural.
Y, sin embargo, todo empezó con la humildad de la rutina. Varios días antes de los sucesos que ahora referiré se presentó en el establecimiento un hombre de unos sesenta y tantos años. Vestía traje y corbata y tenía un aire elegante sin descarrilar hacia lo fastuoso. No diré que, al entrar él, se volvieran todas las cabezas, pero sí se produjo una especie de alteración en el equilibrio del lugar que solo podía deberse a su presencia. Ya se sabe que hay personas así, que han nacido con el inestimable don de atraer y de inspirar confianza. Y él era una de ellas. Poseía un encanto indudable, pero con algo de amenazador. Tal vez por eso mismo lo atendí enseguida. Y enseguida cerramos el trato. Cerraría el local una noche para una cena de jubilación con veinticinco comensales a un precio que compensaba con creces el inconveniente de la exclusividad. El hombre eligió el menú más selecto - y más caro - y me pidió acompañarlo de vinos de gran calidad. A todas luces compensaba.
El día del banquete mi mujer y yo nos esmeramos en la preparación. Ella ordenó las mesas como nadie más sabe hacerlo: con la suprema elegancia de la sencillez. Y juntos nos entregamos a la hermosa alquimia de convertir un simple plato en obra de arte. Necesitamos horas de minucioso trabajo, pero el resultado fue una fiesta de los sentidos, un júbilo para la vista, un enigma delicioso para el gusto, una celebración para el olfato. Hay instantes de éxtasis, momentos en que uno forma parte de la verdadera belleza y se enciende por dentro con la luz del entusiasmo. Aquel fue uno de ellos.
Esperábamos nerviosos la llegada de los comensales. Porque aquel prodigio de nuestras manos solo encontraría culminación en la ceremonia del banquete, en el instante puro del degustar. Ese dulce momento en que el tenedor siente la sutil textura del alimento, y entra en él y le arranca sus deliciosos aromas, y se eleva con unción hasta la boca y levanta allí una insurrección de los sentidos, una revolución de la lengua y la saliva y las papilas, y el cielo del paladar deja de ser una metáfora para transformarse en una realidad, y la boca misma es un distrito del edén, una sucursal del paraíso. Ese instante puro en que la comida se convierte en sacramento y lo material se vuelve espiritual. Ese segundo mágico en que el éxtasis de comer se hace inefable, y ya no alcanzan las palabras porque la maravilla solo cabe en la interjección. Eso esperábamos.
La llegada de los comensales fue también la del primer asombro. No había más que hombres. Hombres solos. Ni una sola mujer. Veinticinco tíos con trajes de trabajo, modales relamidos y charla circunstancial. Apenas había jóvenes entre ellos, hasta el punto de que mi mujer, sin perder la sonrisa, me dijo al oído: “Más que una cena de jubilación parece una cena de jubilados o de aspirantes a muertos”. Y, sin embargo, no era eso lo más extraño. Lo verdaderamente chocante, lo que desafinaba como un chirrido en aquel momento y aquel lugar era la ausencia de ruido, el silencio que segregaba aquel grupo. ¡Veinticinco hombres venidos a comer y festejar que no hacían ruido alguno! Hay circunstancias en que el silencio puede ser un escándalo, y aquella era una de ellas. Aquellos hombres susurraban al hablar y sus conversaciones ni siquiera se percibían, como si se comunicaran mediante el pensamiento. No había gritos ni carcajadas; ni esos puñetazos y palmadas con que se suele expresar la bronca camaradería de los hombres. Acostumbrados como estábamos a la cháchara estridente y a menudo salaz de los grandes grupos, a los alaridos suscitados por el buen yantar y el mejor beber, aquel silencio nos pareció siniestro y sobrecogedor.
Pero no sería ese el último asombro. Poco después, cuando el hombre de la reserva dio la orden de sentarse, todo el mundo parecía saber el lugar que le correspondía. No hubo, como suele suceder en tales ocasiones, titubeos, amagos o maniobras para lograr la vecindad de unos y esquivar la de otros. Cada cual estaba en su sitio prefijado, como si aquella disposición respondiera a una clara jerarquía. Ocupaba la presidencia el hombre de la reserva, al que todos llamaban Miguel; los más cercanos a él, si bien subordinados, parecían ejercer cierto poder, mientras los más alejados delataban por atuendo y actitud su condición de subalternos. Una vez sentados todos, Miguel nos dio la señal de comenzar.
Servimos primero el agua y el vino, un tinto de la Mancha suave, sedoso, con profundidad y aromas a fruta roja y negra, unas notas de vainilla y un leve recuerdo de cacao, de boca amplia, ácida, persistente y con potencia: una delicia. Y de inmediato, los entrantes a base de fritos, como se nos había encargado: unas croquetas que se deshacían en la boca, unas mollejas que daban sentido a la vida y unos sesos capaces de sublevar por sí solos las papilas gustativas. Yo observaba con satisfacción aquel ballet de los camareros y la maravilla del resultado: el equilibrio de la presentación y la perfección del servicio. No podía hacerse mejor.
Pero aquel grupo no se cansaba de sorprendernos. Las copas estaban llenas, los platos recién servidos, los manteles luminosos y perfectos. Y sin embargo nadie hablaba ni se movía. Estaban todos quietos y callados, con las manos sobre la mesa y los brazos pegados al cuerpo, envarados, rígidos, silenciosos. Ninguno se mojó los labios con el vino; ninguno mordisqueó un poco de pan o una croqueta. Tanta disciplina era ya dolor. Yo no sabía qué pensar. Al principio imaginé que esperaban la orden de Miguel para empezar a comer; pero pasó un minuto y luego dos y luego tres, o tal vez más. Y nadie se movía. Ya inquieto, decidí acercarme a Miguel.
Me incliné junto a su oído:
-¿Qué ocurre? ¿Hay algo que no esté bien o que no sea de su agrado?
- No, no. Todo bien. Es que estamos rezando.
- ¡Ah! Perdone.
Me aparté de la mesa pensando que iba a dar de cenar a los miembros de una secta o a los congregantes de algún sínodo o reunión religiosa. Y estaba un tanto perplejo. Nunca me había encontrado en una situación similar: un grupo de veinticinco hombres bendiciendo la mesa antes de una cuchipanda pantagruélica, que ni habían¡ tocado el pan ni habían probado el vino, que no hablaban ni gritaban y que se recogían en una suerte de meditación a todas luces incompatible con la incitación a la gula y el placer que hacía guiños desde la mesa. Locuras he visto muchas, empresas insensatas más, pero ponerse a rezar ante aquella mesa opulenta ya rayaba en el dislate.
Empecé a ponerme nervioso. Pasaron aún un par de minutos antes de que todos adoptasen una postura más relajada que parecía poner fin al rezo. A mí me iba agarrando la desesperación al pensar que los platos se habrían quedado fríos: resecas las mollejas, reblandecidas las croquetas, arrugados los sesos. Y aquel vino que tiritaba de emoción en las copas, sin beber. Aquello era un sacrilegio para el que no encontraba perdón. Con su lentitud aquellos hombres habían degradado el banquete a simple refrigerio, la delicia a mera complacencia, la cocina exquisita a rancho ramplón. ¿De qué valían ahora las noches doloridas, los interminables insomnios que había requerido su elaboración?
Todo se había echado a perder.
Se me calentó el corazón y a punto estuve de apagar las luces y mandarlos a todos al carajo. Pero me contuvo mi mujer. Conté dos veces hasta nueve, y me acerqué a Miguel. Y, aparentando una calma que estaba lejos de sentir, le pregunté:
-¿Qué pasa? ¿No piensan ustedes comer ni beber?
Me miró con una especie de plegaria en los ojos.
- Es que nosotros no comemos ni bebemos.
Hice una pausa, porque necesitaba un hueco donde colocar el asombro.
-¿Cómo que no comen ni beben?
- Pues eso: que no comemos ni bebemos. Nos alimentamos de suspiros.
Aquello ya era demasiado. Me sentí como si me rajaran la vida.
- Oiga, si han venido a burlarse de los que trabajamos aquí, a despreciar nuestro trabajo…
- ¡No, no, de verdad que no! No hay burla ninguna, se lo aseguro. Y es cierto lo que le digo: no comemos ni bebemos porque nos alimentamos de suspiros.
- Mire…
Yo miraba la mesa, aquellas maravillas concretas que habían salido de nuestras manos y nuestro corazón, aquel vino que habían modelado durante años y años la tierra y el aire y las aguas del Guadiana, miraba la luz y la paz que nacía en los manteles, y solo quería gritar. Pero no me encontraba la voz.
- Es que somos ángeles.

Lo dijo así, con toda sencillez y toda convicción. Y, absurdamente, yo lo acepté. No sé de qué material estaba hecho aquel hombre, de qué rara sustancia estaban hechas sus palabras, que llegaron a mí con un poso profundo de verdad. Entraron en mí como una revelación, con la rotundidad de lo que no admite ni duda ni discusión. Aquellos hombres eran ángeles. Veinticinco ángeles sentados a mi mesa y alimentándose - aunque solo fuese de suspiros - en mi casa. Me quedé tan confundido y, al mismo tiempo, tan sereno, que se me atragantaron todas las palabras. Nada pude decir. Miguel se puso en pie y apoyó su mano en mi hombro. No sé lo que sentí al notar su contacto. Pero tuve la certeza de encontrarme en presencia de una fuerza arcangélica, de un poder sobrenatural.
De pronto, todo pareció distinto. El aire se volvió más denso y más antiguo; la luz, más tenue y espiritual. Nos quedamos todos ensimismados, con la boca abierta y la mirada perdida, como transportados por una dulzura especial. Nadie hablaba y, sin embargo, todos oíamos algo: una voz que nos zarandeaba por dentro, que nos estremecía, y que solo podía ser la voz de Miguel. Y aquella voz hablaba una lengua extraña, una lengua sin palabras que tocaba un territorio secreto de nuestro ser, un distrito desconocido de nuestra intimidad. Aquella voz hablaba el idioma del estupor y, sin embargo, lo comprendíamos como se comprende un fruto con la boca o una luz con la mirada. Alcanzábamos su sentido; entendíamos su mensaje.
Los veinticinco eran ángeles. Los había de todas clases: desde humildes custodios hasta altivos arcángeles. Habían venido a la tierra hacía muchísimo tiempo cada uno con su misión. Pero ahora no lograban regresar. Se habían quedado a medio camino entre lo material y lo sublime, entre el suelo y el cielo. Su naturaleza incorruptible les impedía morir. Pero el contacto con la tierra los había vuelto sensibles al dolor y el placer, y los iba sometiendo a las flaquezas y postraciones de la carne, y a los quebrantos y miserias de la vejez, como bien podíamos ver. El mundo y los hombres les habían decepcionado. Se sentían tan rechazados, tan negados, que a duras penas podían afrontar su labor. Por cada diez personas que dudaban de su existencia, fracasaba una misión. Y eso resultaba agotador. Con el paso del tiempo y la suma de los fracasos, se habían visto desahuciados de su potestad. La espada y la coraza de Miguel yacían en el olvido, oxidadas y yertas. La balanza con que pesaba las almas ya no era de fiar. El arcángel Gabriel había perdido la voz y en vano intentaba cumplir su misión de mensajero. El propio Rafael, cuyo nombre significa “Dios es curación”, equivocaba las curas y confundía los remedios. Y a los ángeles custodios nadie les hacía caso. Todos se sentían en mitad de ninguna parte, sin poder ser hombres y permanecer en la tierra, pero sin encontrar el camino para regresar al cielo. No eran ni materia ni espíritu, pero sí padecían las tribulaciones de los dos. Se sentían derrotados y fallidos, y habían convocado esa reunión en busca de una salida que pusiera fin a tan dramática circunstancia. Lamentaban el estropicio de las viandas y el gasto del vino, y les afligía el intenso trabajo a que nos habían obligado en vano. Pero todo se pagaría y también nosotros nos veríamos gratificados.
La voz cesó y una tristeza inmensa se posó en el local. Se apagó la luz de los manteles y el aire se llenó de aflicción. El vino ya no brillaba. La comida se puso mustia y perdió su prestancia y su sabor. Y yo quería desaparecer, alejarme de allí y escapar de aquella ruina del paladar y de toda aquella locura. Y ya estaba a punto de desertar cuando, de repente, algo me iluminó. Me vino a la memoria una frase que quizá había escuchado de algún cliente o que había leído alguna vez. “El vino une a los hombres con los ángeles”. Y entonces se me ocurrió.
Bajé a la bodega y no tardé en encontrar lo que buscaba: la media docena de botellas de un vino que atesoraba y mimaba desde años atrás. En él cantaba el Záncara y dormía la nobleza antigua de la uva Cencibel, y podían sentirse el tomillo y el espliego, y el viento que mece las viñas, y la dulce fragancia de la salvia y el misterioso olor del romero. Cogí con cuidado una botella y subí con ella hasta donde en silencio me esperaban. En silencio la descorché, y en silencio se llenó el aire de un olor milagroso. Di espacio para que se expandiera y solo después hablé.
- Con este vino humedecían los labios de los reyes en el momento de nacer. Antes de darles nombre y bautizarlos con agua, los ungían con este vino. Y es que hay algo sagrado en él.
Tomé una copa y la limpié hasta purificarla. La levanté hacia la luz y todos vieron su transparencia y limpidez. Solo entonces la llené con el vino y me acerqué a Miguel Él me miraba sin entender; pero sin estorbar. Fijé mis ojos en sus ojos y, sin dejar de mirarlo, introduje dos dedos en el vino. El índice y el corazón. De inmediato sentí en las uñas y en la piel toda su fuerza y todo su poder. Había algo sacramental en aquel contacto de mis dedos con el vino, una suerte de hilo mágico, un nervio divino. Me sentía investido de una sorprendente potestad. Y actuaba con la solemnidad y la liturgia de quien repite un rito arcaico y primordial. Levanté la copa y mis dedos, y los acerqué a sus labios, pero sin llegar a tocarlos. Prolongué un tiempo la espera y, solo después, humedecí muy despacio con el vino los labios de Miguel. Él se dejó hacer. Cuando concluí, aparté los dedos y sentí una sacudida. El cuerpo de Miguel se transformó. De pronto se irguió del suelo rotundo y esbelto como una espiga, y se llenó de una luz radiante que evocaba la luz de las playas y el esplendor de la espuma. Tras un leve estremecimiento, le brotaron en la espalda las alas y su piel se iluminó con el resplandor de una juventud absoluta. Ahora sí parecía el cuerpo de un ángel, un cuerpo que afirmaba la posibilidad humana de una existencia divina. Un cuerpo majestuoso en el que venía escrito el pensamiento entero del universo, el tumulto y la armonía del mundo. Se sentía en él la respiración de los dioses, la reverberación de una felicidad física que de tan carnal se tornaba espiritual. Un cuerpo en perfecta alianza con el espíritu, extasiado en su propia perfección.
Cuando acabó la metamorfosis, el hombre mayor atribulado por las miserias de la vejez volvía a ser el arcángel san Miguel en todo su brillo y todo su esplendor. Estaba hecho de gloria, triunfante y poderoso. Lo miré de nuevo a los ojos. Había en ellos una paz apasionada y una gratitud inmensa. Hizo ademán de abrazarme, pero se contuvo por temor a abrasarme. Y me pidió que ungiera a los demás ángeles con aquel vino.
Así lo hice. Cuando terminé, el restaurante parecía una sucursal del cielo. Había en él una luz recién creada y un olor que jamás he vuelto a sentir. Los ángeles habían recobrado su apariencia y potestad. Y la irradiación de su poder hacía retemblar las paredes de la casa. Pedí a Miguel que salieran de allí antes de que el edificio se hundiera.
Cuando salimos al exterior estaba nevando. Y todos nos quedamos extasiados. La nieve parecía transportarnos a un mundo mejor. Nos quedamos allí en silencio un buen rato contemplando. Luego Miguel dio la orden, y los ángeles emprendieron el vuelo. Fue hermoso verlos subir en formación y desplazarse majestuosos por el cielo, como si fuera la propia luz la que volaba. Mi mujer y yo nos quedamos callados mirando aquel milagro en la quietud y el silencio de la noche. Había veinticinco ángeles cruzando el cielo, dorados contra el azul profundo.
Flotaban melodiosamente en el espacio, con una elegancia y una belleza imposibles de imitar. No sé explicar muy bien lo que aquella noche estaba ocurriendo dentro de mí. En la iglesia y en el colegio siempre me habían hablado de salvación, de pureza de alma, de las delicias del cielo. Aseguraban que la oración me llevaría a conquistar la eternidad. Pero yo nunca me había sentido tan cerca de Dios como aquella noche contemplando el vuelo fastuoso de los ángeles, la luz milagrosa que salía de sus cuerpos y se demoraba en sus alas. Fue un momento de felicidad absoluta: yo allí, vestido de cocinero, y mi mujer con el delantal, echando por la boca nubes de vapor y mirando en silencio aquella nieve tan blanca y tan hermosa mientras decíamos adiós con la mano a nuestros amigos, los ángeles.
Esperamos allí afuera hasta perderlos de vista y regresamos frotándonos las manos al interior. Y justo antes de entrar, se hizo de día. Fue un minuto nada más, menos quizá; pero se hizo de día.. De pronto, en plena noche se hizo de día. No dijimos nada. Quizá ya eran demasiadas emociones para una sola noche; lo cierto es que nadie dijo nada. Volvimos al restaurante y empezamos a recoger la comida de los ángeles.
Muchos años después leí en William Blake que la cantidad de luz que ilumina en un momento dado el mundo depende del número de ángeles que vuelan cerca de la tierra. Y encontré explicación a aquel amanecer tan súbito y tan breve. Para celebrarlo y recordar aquella cena, abrí una botella de aquel vino. Lo vertí con unción sobre la copa, me deleité en su aroma y su color. Y, por fin, lo probé. No me salieron alas, pero tuve ganas de volar. Y, aunque no lo logré, sí que puedo asegurar que tras probar aquel vino me sentí como los ángeles.