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por Horacio Lonatti / Página
EN BUSCA DE LA GRACIA
pensar un pais con justicia social
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por Horacio Lonatti
Todo lo que se haga para convencer a los herejes, es gracia.
“Manual del Inquisidor” Padre Nicolau Bimeric – 1503
Los cordobeses desconfiaron que el 2500 fuera un buen año para la provincia. Los malos augurios se repetían en boca de sus habitantes; incluso los médicos, se acostumbraron a los diagnósticos pesimistas, pese a que el índice de mortalidad se redujo. Las últimas décadas despoblaron las iglesias, muchas de las cuales se utilizaron como tribunales, debido a que la ciudadanía habiéndose alejado de la devoción, se tornó rigurosa en el cumplimiento de la ley, dando origen a múltiples pleitos, enjuiciamientos y severos castigos, con la consiguiente jerarquización de los jueces y menoscabo de los sacerdotes, muchos de los cuales cambiaron de oficio rápidamente.
Entre diversos conflictos, se produjo un malentendido entre el intendente y los empleados municipales, siendo la pugna sindical comidilla diaria de los vecinos y. aunque el paro había sido abandonado como práctica gremial en el último siglo, los vecinos comenzaron a apostar sobre su vuelta, y hasta hubo intentos de sortear el día y hora del desenlace huelguístico. Pese a la incredulidad de la mayoría, para un ojo diestro, era evidente que el Diablo se había involucrado desde el primer momento en la porfía. Con semejante personaje, resultaba difícil evitar la tragedia.
El intendente rechazó el aumento de sueldos. La ciudad se paralizó. Un coro de gritos e insultos recorrió las calles, aturdió la cabeza de los vecinos, quebró la quietud del pueblo y atemorizó el corazón de los hombres. Mientras tanto, el Intendente lució imperturbable. Se desconoce si el Diablo guió la mano del Gobernador, o éste, por propia estupidez quiso ayudar a aquél, cuando decidió socorrer a los huelguistas, evitando a los mejores sicarios a escarmentar al Intendente. Fue el peor escándalo que se produjo y se tuviera memoria en la historia de Córdoba. Enamorados de la autoridad, los vecinos alzaron indignados frente al atraque, exigiendo la cabeza del culpable. Disimulando el brazo instigador e impugnes los asalariados, la opinión pública ignoró al pecador y encontró la víctima, cayendo su furia despiadada sobre el audaz e inocente secretario sindical que había puesto en cuestión la ley. Preso y condenado, fue fusilado alegremente por sus captores en la penitenciaría local, y los huesos, arrojados al osario común, evitando funerales incomodos.
La muerte injusta alimentó la disputa, obligando al Diablo a concluir la tarea iniciada. El desenlace ocurrió horas después, precipitando la tragedia. El agua corriente se coloreó de rojo intenso y los grifos arrojaron un líquido sanguinolento; los cordobeses no solo enrojecieron e infectaron sus manos, sino la sed les apretó la garganta. Reacios a reconocer el presagio diabólico, atribuyeron la mudanza del agua al sabotaje de los amigos del secretario asesinado, quienes fueron acorralados y, sin espera, se los linchó de la mejor manera americana.
El crimen pudo silenciar el bullicio habitual de los sindicalistas, pero nunca apaciguó la protesta, ni la vigilia de venganza. Un acontecimiento portentoso, recordado en la actualidad por relatos diversos y fuentes diferentes, le otorgó trascendencia nacional y originó una frase relevante que se usa a manera de disuasivo ejemplar en casos de controversias irreparables, expresándose en cuatro palabras: “Recuerden a los municipales”. A la distancia, pareciera un slogan turístico, siendo por el contrario una invocación amenazante, un himno de protesta colectiva, quizá buscando mantener la señal tenebrosa de su origen, que hiciera casi perder la cordura de los vecinos.
Aun no se habían aflojado las sogas que apretaron los cuellos de las víctimas, incluso sus carnes estaban calientes, cuando súbitamente llovió. Se desconoce, nunca se sabrá, porque así es la naturaleza de los hechos fantásticos, si la ilusión empujó a los habitantes a creer que el agua hubiera pintado de rojo la ciudad y la oscuridad súbita de la noche, fuera un eclipse anticipado que los privara de la claridad del día, o que la locura los golpeaba colectivamente. Ocurrió, y los memoriosos recuerdan, que los severos cordobeses por su asombro y temor, se escondieron en sus hogares y cerraron celosamente sus puertas.
Las crónicas que conocemos de esa calamidad, son contestes en afirmar que nadie procuró corregir el engaño o verificar la certeza de sus creencias. A pesar del abandono de la verdad, el final arrastró penosamente y dejó señales evidentes en la ciudad, que aún perduran, especialmente en una recurrencia por el olvido de su historia. Por cierto que algunas cuestiones cambiaron, disminuyendo los jueces y verdugos. El Diablo, cumplida su tarea, se alejó para repetir la faena en otro lugar. El Gobernador se ocultó nuevamente. Los buenos vecinos que se habían refugiado en sus casas, desconociendo de qué se protegían, luego de guardar la soga del crimen, buscaron otros dioses y muchos se hicieron supersticiosos. El Intendente, más asustado que los otros, por precaución, aumentó los sueldos.