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VII. BIOTECNOCIENCIA HIPERBÓLICA

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BIBLIOGRAFÍA

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alimentos genéticamente manipulados–. Pese ha haber sido introducido para enfrentar problemas ecológicos, es allí donde no ha sido mayormente efectivo en fomentar el desarrollo sustentable y frenar el deterioro medioambiental que continúa alimentando el miedo social.

“Desde la perspectiva del miedo, la sociedad debe protegerse de las consecuencias de innovación y cambio” (Furedi).

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La bioética nace como un aggiornamento de la ética médica que a su vez se origina en forma de códigos de ética profesional desde los esfuerzos de John Gregory, Thomas Percival, preocupados por el desorden moral de los médicos británicos del siglo 18. El tenor de estos códigos es un llamado a la etiqueta y ética de los médicos para recuperar la confianza de los pacientes y un ascendiente autoritario para enfrentar a los enfermos. Hay, por cierto, antecedentes en las culturas musulmana, judía, griega y católica, mas la obtención del estatus y los privilegios de la profesión médica solo se establecen en el siglo 19., permitiendo el desarrollo de una medicina paternalista que floreció hasta mediados del siglo 20. Foco nuclear de la bioética anglosajona principialista fue el rescate de los derechos del paciente, reconociéndole la autonomía de participar en las decisiones médicas que le conciernen, gestionada mediante el consentimiento informado. Con frecuencia se expresaba que el tema más trascendente de la bioética es la relación médico-paciente y el cultivo del principio de beneficencia, como lo predicó Edmund Pellegrino.

A la par con el desarrollo de la bioética anglosajona, se producían investigaciones trascendentes en genética, instrumentación médica y los inicios de la neurociencia, que captaron el interés de la bioética que comenzó a redefinirse:

La palabra bioética designa un conjunto de investigaciones, de discursos y práctica, generalmente pluridisciplinares, teniendo por objeto esclarecer o resolver cuestiones éticas suscitadas por el avance y la aplicación de tecnociencias biomédicas.38 La bioética es una disciplina reciente, que nació en el seno de la cultura norteamericana como respuesta a la necesidad social y profesional de encontrar una solución para los nuevos dilemas éticos que surgían a causa del avance tecnológico.39

Sería imposible pensar la ética en la hora actual sin su asociación a la bio-ética. Y esto, debido a múltiples factores que provienen tanto de las grandes revoluciones científicas y tecnológicas que se han producido en los últimos tiempos –no sólo en el campo de la medicina– sino en el de los nuevos horizontes abiertos en el ámbito bio-lógico, bio-médico, bio-genético y bio-tecnológico–.40

Este giro re-direcciona el quehacer bioético hacia un diálogo con las ciencias biológicas desplegadas en la realidad práctica como biomedicina y la investigación biotecnológica, situado a la cabeza del interés académico sin perder el trasfondo relacional entre “las grandes revoluciones científicas” y la ciudadanía, como tampoco dejando rezagadas las deliberaciones de la bioética global. Queda recuperada la acepción originaria de Potter al proponer a la bioética enfatizando “los dos más importante ingredientes para alcanzar la nueva sabiduría que es tan desesperadamente necesitada: conocimiento biológico y valores humanos”.41

La búsqueda de una vinculación interdependiente entre el saber y la legitimidad de su uso, ya se presenta en los escritos de William James –llamado el filósofo de los puentes–, John Dewey empeñado en la reconciliación entre ciencia y vida moral, sin olvidar el famoso ensayo de C. S. Lewis sobre las dos culturas –científica y literaria–. El acelerado ritmo de la biotecnociencia

actual hace improbable que se logre este puente, pues mientras la bioética se detiene a reflexionar y deliberar, ciencia y técnica están en permanente y acelerado movimiento de procesos irrefrenables e incontrolables. La ciencia crea sus propios problemas a investigar y sus afanes se alejan de las necesidades sociales. Cuando Max Weber sostiene que la investigación se desencadena a pedido de la sociedad por respuestas que le permitan aplicar soluciones a procesos y gestiones problemáticas y difíciles de resolver, no anticipa que las sociedad tardomodernas no son instigadoras de la investigación, sino receptoras de lo que el conocimiento científico le ofrece.

Nuevamente se diagnostica la mano negra y muy visible de la globalización, que resta al Estado su participación en la ciencia –como paradigmáticamente se observa en tiempos bélicos–, prefiriendo dejar las iniciativas al sector privado que opera con incorruptible afán de lucro. La búsqueda de conocimiento y su aplicación se han transformado en un dinámico mercado que determina qué se investiga, donde se realizan los estudios –Biópolis en Singapur–, qué temas se ignoran por su escaso atractivo financiero –vacunas, enfermedades raras, la distribución 90/10 de recursos para la investigación–. Confiando en el positivismo, se produce una simbiosis indisoluble entre producción de conocimiento y su difusión a través de canales que se auto-regulan con controles de calidad –indexación, impacto–, encuadrando la ciencia en una corriente principal –mainstream–, cuya difusión es a su vez regulada por factores mercantiles: número de lectores, venta de espacio proporcional a auspiciadores que no toleran contenidos que les sean adversos– Los productos técnicos creados a partir de la abundante información científica, inundan el mercado con sobreofertas que buscan crear demandas artificiales de novedades más sofisticadas provistas de funcionalidades innecesarias, estimulando el consumo proclamado de “alta tecnología” o “tecnología de punta” a precios elevados que generan desigualdades entre los que tienen y los desposeídos, entremedio de los cuales se encuentran las grandes masas poblacionales que consumen sin tener recursos, confiando en un futuro que se vuelve cada vez más sombrío y contribuye a acuciar el miedo de la insolvencia. El positivismo que legitima solo el conocimiento adquirido por el método científico y aplicado inductivamente al estudio de realidades empíricamente captables. Filosofía, ética, las humanidades y las religiones solo pueden emitir opiniones y creencias que no participan en el régimen de verdad impuesto por el racionalismo.

Al promulgar su tarea de concentrar la reflexión sobre las intervenciones biotecnológicas más drásticas –genéticas, neurocientíficas, nanotecnológicas– la bioética ha tomado dos caminos que se auguran como estériles. Por una parte, se orienta hacia una tecnofilia tolerante a la cual intenta dar un barniz ético sin caer en el pecado inaceptable de coartar la libertad de investigación. No osa un debate sobre lo que esta libertad representa considerando la mercantilización del conocimiento que fomenta intereses corporativos ajenos a las problemas sociales que necesitan urgente reflexión. Al contrario, muchos bioeticistas de nota reciben pagos de la industria farmacéutica y biomédica sin hacerse cargo del evidente conflicto de intereses.42 Por otra parte, la bioética conservadora tiende a argumentar de forma filosófica, aun metafísica, como si allí posaran verdades indiscutibles. Con frecuencia se expresa temor por intervenciones en el ser humano que afectarían su naturaleza, sin que exista una versión universalmente aceptada que dilucide en qué consiste la naturaleza humana. Más bien, “el ser humano se descubre como sujeto trascendental, es decir, como sitio de constitución de toda significación y validez intramundanas”.43 Es el ser humano quien decide describirse como dotado de una naturaleza o de reconocer supuestos valores intrínsecos que no están en las cosas

sino que le son adjudicados por un ente valorador que, obviamente, es humano. Algo de todo esto es intuido por la bioética cuando defiende los derechos animales, oponiéndose a la “ruptura óntica” que postula la existencia de “dos clases de entes”, el hombre por un lado, y todo el resto por el otro”. Concuerda la bioética, al menos en su forma fenomenológica, en descartar la tesis cartesiana “según la cual existen dos modalidades de ser, la realidad material, por un lado, y la realidad espiritual por el otro”,44 prefiriendo la descripción de las dos facetas del cuerpo humano: el cuerpo vivido –que percibe, siente, experimenta y motiva el quehacer del individuo– y el cuerpo vivo –organismo material que actúa, es observable y lugar de intervención por el otro –terapéutica por la medicina, inquisitiva por la ciencia, dolosa por un agresor–. Esta bioética fenomenológica se opone al cartesianismo médico anclado en la idea del humano como res extensa y res cogitans, aunque en la práctica se ha vuelto primordialmente interesada en el organismo material: el cuerpo humano cosificado escabulléndose de toda ponderación ética. En consecuencia, cuando la bioética siente desazón por ciertas intervenciones en el cuerpo humano, tiene poco asidero reclamar que no se “puede jugar a Dios”, en vez de elaborar una argumentación coherente de las probable consecuencias negativas para la libre existencia humana y la pacífica convivencia social. La respetuosa idolatría de la bioética frente a la ciencia debilita su vocación de sensible crítica a los procesos dañinos, y a la defensa de la fenomenología del paciente en vez de tolerar su cosificación en un mecanismo a explorar y controlar. Como señalado en el epígrafe de esta sección, innovación y cambio son fuentes de miedo, y si la bioética las celebra haciendo la frágil salvedad que apoya los esfuerzos terapéuticos pero cuestiona los no terapéuticos, está contribuyendo a aumentar los niveles de miedo por cuanto la biomedicina hace lo posible por erosionar esta distinción y desorientar las personas acaso son sujetos de investigación o privilegiados que reciben tratamientos innovadores. También aquí, la bioética se ha entrampado con los investigadores que sostienen que todo tratamiento tiene algo de experimental y toda investigación algo de terapéutica.45 Uno de los primeros pensadores en solicitar frugalidad en la expansión tecnocientífica fue Hans Jonas, al fomentar la heurística del miedo para sensibilizar ante las amenazas para el futuro de la humanidad emanadas de la descontrolada actividad que no se hace responsable de sus efectos negativos a largo plazo. Sin embargo, la sociología del miedo hace notar que el miedo es paralizante y es producto de situaciones de riesgo que por ser inconmensurables e inmanejables, producen el miedo de la impotencia.

De Isabelle Stengers proviene la propuesta de desarrollar una actividad científica más reposada, más reflexiva y más atingente a los problemas que acucian a la postmodernidad actual, denominada “slow science”.

Nada indica que el mundo científico evolucione hacia un ritmo más ponderado, más reflexivo, menos estridente e hiperproductivo, toda vez que la producción científica crece explosivamente con el predominio de la investigación molecular y la digitalización de los procesos de exploración, desplegados en un ambiente donde todo científico que ambicione posición y prestigio ha de publicar anualmente al menos dos o tres trabajos en revistas indexadas y de impacto. Las disciplinas cuyo fuerte es la reflexión, como la filosofía y las humanidades en general no pueden madurar en un medio sobreexcitado, no teniendo más remedio que refugiarse en algún islote reflexivo cuya producción no interesa sino a otros isleños.

Con claridad explicaba Ricardo Maliandi que las éticas aplicadas se nutren de dos fuentes convergentes, al “nivel de reflexión ético-normativa (eventualmente metaética)” y la “información científica”.46

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